Adolfo Suárez en el colegio electoral. Madrid, 15/6/1977
Santos Juliá Díaz (Ferrol, 1940), articulista habitual del diario El País, es un historiador y sociólogo, doctor en Ciencias Políticas y Sociología, catedrático del Departamento de Historia Social y del Pensamiento Político de la UNED, y autor de numerosos trabajos sobre historia política y social de España durante el siglo XX. Fue profesor mío durante mi paso por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UNED, y aceptó dirigir mi proyecto de tesis doctoral sobre "El papel del Senado en las democracias contemporáneas", que finalmente no realicé.
Hace unos días publicaba en ese diario, su diario, un artículo sobre lo que se ha dado en llamar "la diferencia española". A la muerte de Franco, comienza diciendo, nadie daba un céntimo por lo que en España pudiera ocurrir cuando los partidos recuperaran la libertad. Y el 15 de junio de 1977, hoy hace cuarenta años, en las primeras elecciones democráticas postfranquistas, triunfaron las dos opciones sobre las que Europa construyó la democracia: el centro y el socialismo.
Era nuestra diferencia, señala, lo que nos convertía en caso excepcional en la historia de Europa: una demostrada y reiterada incapacidad para la democracia, una atávica necesidad de ser gobernados por un hombre fuerte. After he goes, what?, se había preguntado un distinguido hispanista, Richard Herr, temiendo que cuando He, o sea, Franco, desapareciera, los españoles, por naturaleza rebeldes y políticamente volubles, volverían a sus antiguos hábitos, solo temporalmente abandonados por la estricta y larga prohibición de meterse en política.
No era el único que temía lo peor, comenta: a la muerte de Franco, nadie daba un céntimo por lo que en España pudiera ocurrir cuando los partidos políticos recuperaran la libertad destruida durante 40 años de dictadura. Y no se trataba del tópico del español ingobernable inculcado por la propaganda franquista. Alguien tan a resguardo de esa retórica como Giovanni Sartori sentenció en 1974, en las dos líneas dedicadas al caso español en su obra sobre partidos políticos, que los españoles volverían a la pauta de los años treinta dando vida de nuevo a un sistema pluripartidista y muy polarizado, directamente destinado, como en los años treinta, al caos.
Hombre fuerte que se impone sobre un sistema de partidos caótico como única garantía de paz y orden, continúa diciendo: esa era la diferencia española. Una voz, sin embargo, comenzó a desentonar en el coro de historiadores y científicos sociales y políticos que lucubraban sobre el futuro: la de Juan Linz cuando pronosticó en 1967 que cualquier sistema de partidos que se estableciera en el futuro en España tendría que girar inevitablemente en torno a dos tendencias dominantes: el socialismo y la democracia cristiana. Esa había sido la fórmula puesta en práctica al término de la II gran Guerra Mundial y sobre ella se construyó la nueva Europa de la que todos los españoles nacidos poco antes, durante y poco después de la Guerra Civil queríamos, más que formar parte, ser.
Ser como los italianos, dice más adelante, fue la gran expectativa del Partido Comunista bajo la dirección de Santiago Carrillo, que soñaba con repetir en España el compromesso storico de Berlinguer en Italia. No lo fue menos la de Adolfo Suárez cuando pretendía, como le dijo a Duran Farell, crear en España un partido que desempeñara el papel jugado por la democracia cristiana en Italia y Alemania, y fomentó en la izquierda una permanente y equilibrada división entre socialistas y comunistas. Que aquí ocurriera como en Alemania era lo que anhelaban los socialistas, dispuestos a ir a las urnas aun en el caso de que el PCE tuviera que esperar a una segunda convocatoria para presentarse bajo su propio nombre. Solo quedaba Manuel Fraga y sus siete magníficos azuzando al franquismo sociológico para que despertara de su sueño y mantuviera la diferencia española; al cabo, él había sido principal responsable del célebre reclamo turístico, Spain is different.
Al final, afirma, fueron las dos opciones sobre las que en Europa se había construido la democracia y el Estado social las que resultaron vencedoras el 15 de junio de 1977 con el nombre de centro y de socialismo. De las 80 candidaturas que obtuvieron algún voto, solo 13 consiguieron escaños; de ellas, cuatro solo uno, mientras las dos primeras alcanzaron 293: una concentración de votos en UCD y PSOE algo superior a lo que habían pronosticado las encuestas que, en general, acertaron al predecir la enorme distancia que iba a separarlos de los dos segundos (PCE y AP) en votos y, más aún, en escaños. Y no tanto por el sistema D'Hont, aunque también, como por los dos escaños atribuidos de salida a todas las circunscripciones, cualquiera que fuese su población.
Con estos resultados, señala, se disolvió, aparte de la sopa de siglas, el proyecto de reforma política aprobado seis meses antes en referéndum, que en su artículo tercero establecía que la iniciativa de reforma constitucional correspondía al Gobierno y al Congreso de los Diputados. Para empezar, nunca más se volvió a hablar de “reforma constitucional”, una manera perversa de referirse a las Leyes Fundamentales de la dictadura; además, el Gobierno abandonó sin ofrecer resistencia su última trinchera: encargar a una comisión de expertos un anteproyecto de Constitución a su gusto y medida. Los diputados se declararon constituyentes y decidieron poner en marcha la principal y nunca abandonada reivindicación de la oposición desde el acuerdo alcanzado entre socialistas y monárquicos en 1948, reiterada en todos los planes de transición alumbrados en las décadas siguientes: la apertura de un proceso constituyente.
El Gobierno, dice, con un presidente ratificado sin contar con mayoría absoluta y sin haberse sometido a ninguna sesión de investidura y, por tanto, sin saber con cuántos votos contaba en la Cámara, se sumó de buena gana a una corriente a la que él mismo había dado curso sin prever exactamente hasta dónde lo llevaría. Situado, por talante y por apoyos, en el polo opuesto al del hombre fuerte al modo español, su doble acierto consistió en no intentar siquiera poner puertas al campo abierto por las elecciones y en sustituir la práctica del decreto-ley por una política de pactos a derecha e izquierda, con nacionalistas catalanes y vascos incluidos, sobre las cuestiones pendientes: la Constitución, desde luego, pero también la política económica y social y las reivindicaciones de autonomía sostenidas en títulos históricos. En conjunto, lo que muy pronto recibió el nombre, luego tan denostado, de política de consenso.
Y esa sí que fue la gran diferencia que liquidó todas las diferencias, comenta. Políticos españoles y políticas de pacto parecían excluirse mutuamente en nuestro discurso político y en nuestra historia desde los orígenes del Estado liberal. La tradición más arraigada exigía un hombre fuerte al mando tras los reiterados fracasos, por múltiple fragmentación, del sistema de partidos, lo que en definitiva quería decir: un país escindido por más de una línea de fractura en cuestiones relativas a los fundamentos de su convivencia política. Que ni la tradición ni la historia determinarían el futuro y que era posible construir un Estado tramando acuerdos: eso fue lo que indicaba el mandato de los electores cuando, rompiendo lo que tantos observadores extranjeros consideraban como berroqueña excepcionalidad española, depositaron sus votos mayoritariamente en dos partidos a los que empujaron a entenderse.
Poco tiempo después, concluye Santos Juliá, otro destacado hispanista, hablando sobre la democracia española, exclamaba, desencantado: puaf, qué aburrimiento, ya sois como los europeos.
Sobre esta misma efeméride escribe también hoy en El País el profesor de Derecho Constitucional, Francesc Carreras: Quisimos, pudimos, ¡lo hicimos!, dice. Hace hoy 40 años, se celebraron las primeras elecciones de la democracia. La conclusión al terminar el día fue que mucho más que los resultados, los españoles tenían muy asimilada la democracia.
A principios de noviembre de 1976, comenta, semanas antes del referéndum sobre la Ley para la Reforma Política, el semanario catalán, y en catalán, Arreu, me encargó escribir una serie de artículos para explicar el contenido de la Ley para la Reforma Política que debía votarse en referéndum el 15 de diciembre de aquel año. Este semanario —excelente, aunque de corta vida— estaba en línea con el progresismo de la época, quizás más en el ámbito comunista que socialista, pero independiente de ambos.
En aquellos tiempos, añade, nadie perteneciente a este mundo creía en Adolfo Suárez y en su Gobierno. Se pensaba que la democracia debía llegar a través de la ruptura, nada debía esperarse de los intentos reformistas desde el interior del régimen. Suárez, por tanto, al que se le recordaba vistiendo camisa azul, sería un nuevo fracaso. Por tanto, en el encargo, iba implícito, sin decirlo, “espero que te la cargues”. También yo, que aún no había leído el proyecto, pensaba lo mismo.
Así pues, me puse a la tarea, sigue diciendo. Una ley tan corta, ¿daría para tres o cuatro piezas, tal como me pedían? Tenía mis dudas. Efectivamente, el texto estaba compuesto por cinco artículos, tres disposiciones transitorias y una final. Además, sin preámbulo. Pero empecé a leerla con detenimiento y lentitud, subrayando el texto, tomando notas, fijándome en sus remisiones a otras normas. La ley era breve pero de una enorme complejidad: había que enmarcarla en las leyes fundamentales franquistas, a las que yo siempre había prestado muy poca atención, y en su disposición final, sin derogar expresamente las anteriores, quedaba añadida también como Ley Fundamental. Estaba cada vez más asombrado. ¿Qué significaba todo aquello?
Lo entendido en una primera lectura, sigue diciendo, sucede también en otros textos, pero especialmente en leyes y sentencias, hay que dejarlo reposar. Hay que repasar las notas tomadas, reordenarlas, precisar el significado de ciertas palabras, encontrarles muchas veces una nueva interpretación de acuerdo con el contexto y así hacerte una completa composición de lugar. Una labor apasionante, como leer un buen poema críptico. Conforme iba trabajando, el asombro seguía. Y empecé a pensar que las posibilidades de avanzar hacia la democracia serían mucho mayores con esta nueva ley, aunque entonces pensar esto no fuera políticamente correcto. No recuerdo lo que escribí.
En efecto, añade más adelante, aquellos escasos preceptos estaban redactados con tan milimetrada sutileza que derogaban tácitamente todo el engendro institucional antidemocrático de las leyes fundamentales franquistas, en aplicación del principio de temporalidad según el cual una ley posterior deroga a la anterior siempre que sea de igual rango jerárquico. Por esa razón, la Ley para la Reforma declaraba tener el rango de Ley Fundamental.
A su vez, estableció claramente los principios básicos de un Estado democrático de Derecho: soberanía del pueblo, elecciones libres, democracia representativa y garantía de los derechos fundamentales.
Por un lado, dice, declaraba que el pueblo era soberano y que su voluntad se expresaba mediante leyes elaboradas y aprobadas por las Cortes (Congreso y Senado) elegidas por sufragio libre y universal. Por otro, reconocía que los derechos fundamentales de la persona eran inalienables y vinculaban a todos los poderes del Estado. No establecía, ciertamente, un catálogo de derechos fundamentales. Ahora bien, como España había ya suscrito los más importantes tratados internacionales en esta materia, no aplicables por carecer de su publicación en el BOE, sólo faltaba este sencillo requisito para quedar integrados en el ordenamiento jurídico español y así tener eficacia interna. En los meses siguientes tuvo lugar su publicación.
Finalmente, afirma, debe repararse en que la ley se denominaba “para” la reforma política, no “de” la reforma política. Es decir, era un instrumento para instaurar una democracia más plena y definitiva. Por ello, daba poderes a las Cortes para elaborar y aprobar una nueva Constitución, sin límite alguno, que debía ser ratificada por el pueblo en referéndum. Dado que hasta que llegara este momento aún subsistían instituciones del régimen anterior que podían entorpecer el previsible proceso constituyente, se otorgaban poderes al Rey, que afortunadamente no tuvo que utilizar, para convocar un referéndum sobre “opciones políticas de interés nacional”. Así se situaba al monarca como garantía última para que el proceso llegara a buen fin.
Landelino Lavilla, señala, uno de los grandes protagonistas de aquella etapa, que estaba junto a Suárez en la cocina de aquella operación, ya que era su ministro de Justicia, lo relata con detalle en sus brillantes memorias publicadas este invierno. “La transición —dice Lavilla— ha permitido pasar de un régimen autocrático a uno democrático sin quiebra formal de la legalidad”. Es exacto: sin quiebra “formal”. Pero también se deprende de sus palabras lo más sustancial: con la quiebra de todo lo demás ya que se pasa de una dictadura a una democracia.
En los meses siguientes a la aprobación de la Ley, dice a continuación, hasta que tuvieron lugar las elecciones previstas, se fueron aprobando las distintas normas que debían asegurar la regularidad democrática de los comicios: derecho de asociación política, ley electoral y libertad de expresión. Además, entraron en vigor los tratados internacionales sobre derechos humanos. El Gobierno de Suárez y la oposición democrática fueron, no exactamente pactando, pero sí consultándose, todas estas leyes. Se había establecido un grado de confianza entre unos y otros, a partir de la aprobación de la Ley para la Reforma Política, que no era previsible cuando yo me puse a comentarla en el Arreu.
Finalmente, afirma, el día 15 de junio de 1977, hoy hace 40 años, se celebraron las primeras elecciones de la democracia. Aquel día fue muy singular. Los ciudadanos estaban expectantes, los políticos más, los gobernantes inquietos, la prensa alborotada. Las elecciones podían ser limpias o sucias, no era descartable algún conato de violencia.
Al llegar la noche, afirma, ya se vio lo más importante, mucho más que los resultados: los españoles tenían muy asimilada la democracia, eran respetuoso con las reglas jurídicas, ejercían la virtud de la tolerancia con quien discrepara de sus opiniones, querían convivir en paz de una vez para siempre. La guerra civil se había superado hacía años, todas las lecciones de la historia se habían aprobado. Esta fue la gran victoria, para nada militar, de aquel día.
“Quisimos, pudimos, ¡lo hicimos!”, concluye diciendo. La conocida frase pronunciada por John Wayne en Río Rojo, la gran película de Howard Hawks, la podían repetir aquel día, con una leve sonrisa y gran satisfacción, millones de españoles.
Tercera y última ojeada por hoy a la conmemoración que celebramos este día. El franquismo se saldó con una traición a esas juventudes revolucionarias que construyeron el programa de un futuro sin contar con una población que votó masivamente a Adolfo Suárez y no soñaba con revolución alguna, señala el profesor, escritor y ensayista Jordi Gracia en un artículo con el que rememora las primeras elecciones democráticas celebradas tras la muerte del general Franco, tal día como hoy de hace cuarenta años.
La palabra democracia, comienza diciendo, estuvo muy viva desde antes de la muerte de Franco, pero el sentido que cada cual le dio fue equívoco y hasta contradictorio, sin nada que ver con la base estable e incuestionada de la noción de democracia en la actualidad. Es precisamente la renovada exigencia democrática que auspició el 15-M y Podemos, lo que asfixia hoy a gobernantes con las vergüenzas expuestas a todos los plasmas imaginables, y no son las irrelevantes vergüenzas genitales.
El régimen (el verdadero Régimen), continúa, abusó obscenamente de esa imaginativa plasticidad cuando habló de democracia orgánica. La oposición, articulada y sin articular, hizo lo mismo. Para unos, muchos, democracia equivalía a democracia radical, que a su vez equivalía a revolución democrática. Para otros, escasos, dispersos y muy mal vistos, democracia empezó a significar desde 1976-1978 la sumisión voluntaria a las reglas del juego de la representación parlamentaria porque asumía la negociación política como tablero exclusivo y expresión legítima de la opinión de la calle, movilizada y no movilizada. La convencida ilusión revolucionaria que fraguó entre las juventudes universitarias más politizadas desde finales de los años sesenta no dio el menor crédito a la democracia como sistema de pactos, contrapesos y transacciones: eso era claudicación socialdemócrata y pequeño-burguesa, como poco.
El ideal era otro, comenta más adelante, porque la revolución no se pacta ni se negocia, se impone. La revolución vino a ser, así, un ideal del despotismo ilustrado sin respeto ni por las formalidades democráticas ni por la herencia presencial, biográfica, activa, de los equipos procedentes del franquismo. El sueño solo tenía cara A porque no había lugar para la cara B. La revolución democrática había de vencer a las fuerzas del franquismo reformista y a la vez a las formaciones políticas burguesas y pequeño-burguesas, tan alegremente dispuestas a plegarse a los enjuagues de una democracia parlamentaria a la europea.
No hay la menor duda, dice: la Transición constituyó una traición sangrante, despiadada, a aquellas juventudes revolucionarias que con la literatura, la ideología, los cómics, el ideario libertario, el comunismo maoísta o soviético, la cultura hippy y la contracultura entera habían construido el programa de un futuro sin contar con una población no exactamente adicta ni a Rimbaud, ni a Lautréamont, ni a Fidel Castro, ni a Janis Joplin, ni a Allen Ginsberg. La población real, cuantificable, votó masivamente a Adolfo Suárez, compró desatadamente los abyectos libros neofranquistas de Vizcaíno Casas e ignoró los ensueños de la grifa y la marihuana o los viajes de la psicodelia débil del principio y el jaco letal de los ochenta.
El fracaso fue estrepitoso, afirma, porque la población de una democracia en construcción no soñó con revolución alguna ni se adhirió a sus condiciones despóticas. Esa precaria democracia acabó con el aparato legislativo del franquismo y fundó otro nuevo desde 1978: hizo una ruptura democrática. El desnortamiento de la revolucionaria contracultura fue entonces descomunal porque la revolución empezaba a ser ya sólo una fantasía derrotada, pero no un objetivo viable con las cifras electorales y no electorales en las manos. Fue entonces cuando los lectores de la revolucionaria Anagrama abandonaron a Anagrama diez años después de su fundación: “De golpe y porrazo” —cuenta Jordi Herralde—, “buena parte de aquellos lectores inquietos que se interesaban por todo, dejaron de leer no sólo textos políticos sino también libros de pensamiento, de teoría, lo cual provocó la desaparición de la totalidad de las revistas políticas y el colapso de la mayoría de editoriales progresistas”. Los ideales de la minoría más politizada y progresista, más europeísta, culta y urbana, más asimilable a las vanguardias políticas radicales de la Europa de entonces, desembocaron en una funesta neurosis de autodestrucción por fallo general multiorgánico. Nada había sido como lo soñó Ajoblanco o Star.
Precisamente por eso, señala, Podemos no tiene nada que ver con aquella raíz hoy enterrada de la revolución: aquella lo era de verdad porque quiso cambiarlo todo. Hoy Podemos carece del gen revolucionario porque su biotipo democrático negocia, discute, amaga, recela, engaña, traiciona y marrullea como las demás fuerzas políticas. Los planes de la revolución se vinieron abajo en un santiamén pero sus víctimas fueron infinidad de jóvenes. No hay ninguna buena noticia en esas muertes con y sin apellido, sino un largo duelo ante la angustiosa lista de muertos en los años duros del caballo químico y del caballo ideológico: Eduardo Haro Ibars, Aníbal Núñez, Eduardo Hervás, Antonio Maenza, Marta Sánchez Martín, Carlos Castilla Plaza.
Pero es seguro, dice, que para la mayoría de la población fue una buena noticia el fracaso de la revolución: el demos no fue revolucionario, o fue democrático de acuerdo con las democracias realmente existentes en la Europa de su tiempo. La primera clase del curso de nueva democracia trataba del desengaño de las utopías revolucionarias y la segunda tocaba otro tema, también delicado: la democracia es imperfecta, torpona y algo cegata, además de no ser nunca ni pura ni inmaculada.
Pero la fantasía de la pureza siguió viva, añade, y la frustración también. Muchos de aquellos jóvenes no renunciaron a que la vida y la literatura fuesen lo mismo: es un ensueño fascinante y adictivo pero no le veo ejemplaridad alguna ni es siquiera un plan de vida compensador. Sí es en cambio un potente objeto de estudio antropológico y cultural, como el que ha emprendido Germán Labrador en un libro que contiene el más completo elogio y la más sentida elegía de la contracultura: Culpables por la literatura. Imaginación política y contracultura en la transición española (1968-1986). La demonización de sus protagonistas como bichos marginales y enfermos está ampliamente reparada en este libro, el mejor posible sobre aquel mundo y sus supervivientes.
Lo que no remedia, concluye diciendo, es el trágico error que anidaba en los planes líricos e ideológicos para una Transición que sin duda los traicionó, pero no se equivocó. Si el éxito de la Transición se mide sobre el romanticismo de la revolución democrática fue un gran fracaso, y es justo y hasta conmovedor evocar a las víctimas de sus propias utopías. Pero no ilumina cuáles fueron y dónde estuvieron las renuncias de la izquierda democrática y socialdemócrata desde 1978. Ese me parece el campo de maniobras más productivo para una crítica de la Transición, sin confundirla con una traición a las utopías trágicas o restitutivas del pasado de la Segunda República.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
Entrada núm. 3557
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)