Mostrando entradas con la etiqueta Religión. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Religión. Mostrar todas las entradas

martes, 25 de febrero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Hans Küng. (Publicada el 8 de agosto de 2009)




El teólogo Hans Küng



Creo que ya he comentado anteriormente que mis dos personajes favoritos de ficción, ambos femeninos, son los de Ifigenia (Eurípides: "Ifigenia en Áulide", Cátedra, Madrid, 2004), y el de Antígona (Sófocles: "Antígona", ibíd.). En cuanto a personajes de la vida real, entre mis contemporáneos más admirados, y por sólo citar dos, están la politóloga norteamericana de origen judeo-alemán, Hannah Arendt (1906-1975), y el teólogo suizo, católico, Hans Küng (1928).

De Küng estoy leyendo en estos días con inmenso placer el segundo tomo de sus memorias: "Verdad controvertida. Memorias" (Trotta, Madrid, 2009), que abarca el período 1968-2007, con episodios tan relevantes como su enfrentamiento con el Santo Oficio romano (la Inquisición actual), la prohibición de enseñar dictada contra él por el papa Juan Pablo II, y las relaciones primero amistosas y luego tirantes, pero siempre respetuosas, con su ex-compañero de cátedra en la Universidad de Tubinga, Josep Ratzinger, ahora papa con el nombre de Benedicto XVI.

No estoy intentando crear un paralelismo entre ellos, pero si el personaje de Ifigenia cautiva por su inocente voluntad de entrega a los dioses, hasta el sacrificio, los de Antígona, Arendt y Küng, son paradigmas de la voluntad de defender contra todos y frente a todos, su libertad de criterio y opinión, en búsqueda de la verdad.

Mi primera lectura de Hans Küng fue "Ser cristiano" (Cristiandad, Madrid, 1974), hace más de treinta años, que me impresionó sobremanera, y que devoré durante unas vacaciones familiares en Mallorca. Luego, más tarde, y a lo largo de estos años, vendrían las lecturas de otros libros suyos como "¿Existe Dios? Respuesta al problema de Dios en nuestro tiempo" (1978), "Proyecto de una ética mundial" (1990), "El judaísmo. Pasado, presente, futuro" (1991), "El cristianismo. Esencia e historia" (1994), "Libertad conquistada. Memorias" (2002), y "Credo. El símbolo de los apóstoles explicado al hombre de nuestro tiempo" (2007). También durante muchos años estuve suscrito y fui lector fiel de la edición española de la revista internacional de teología "Concilium", fundada por él.

Ninguna de estas lecturas, ni de otras muchas sobre el cristianismo y las religiones de la tierra, ha hecho tambalear mi falta de fe en Dios o la vida eterna. Sigo sin creer en ninguno de los dos, pero que nadie confunda falta de fe con falta de respeto por el fenómeno religioso, que no sólo no me es ajeno, sino que me interesa profundamente. Les recomiendo la lectura de estas memorias del gran teólogo suizo Hans Küng, estoy seguro de que disfrutarán de ellas y aprenderán lo que "vale un peine" cuando alguien se rebela contra la autoridad despótica de la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana en búsqueda y defensa de la verdad esencial del cristianismo.

Justo un mes después de su muerte, en febrero de 2006, la revista de filosofía "El Ciervo" publicaba un hermoso artículo del teólogo español Casiano Floristán, compañero de Hans Küng en la Universidad de Tubinga, en homenaje a su colega, titulado "Hans Küng, un teólogo muy generoso", que es un estupendo resumen de las vicisitudes teológicas, personales y vitales del gran teólogo suizo. Les dejo con él. HArendt



Portada de El Ciervo. Febrero, 2006


"Hans Küng, un teólogo muy generoso", por Casiano Floristán
Revista El Ciervo, febrero 2006


Vi por primera vez a Hans Küng en junio de 1960, en el patio del seminario católico Wilhelmstift de Tubinga con su pelo ondulado, tupé rubio, gafas “Truman”, tez curtida por los aires y soles del montañismo y la natación, mirada socarrona, sonriente y apuesto. Iba con sandalias sin calcetines, más parecido a un franciscano de Asís que a un jesuita de Roma. Sospecho que sus zapatos los dejó en el Colegium Germanicum et Hungaricum de Roma, donde cursó tres años de filosofía y cuatro de teología (1948-1955). Llamativo contraste: mientras que algunos españoles subíamos a Alemania a estudiar teología, un suizo-alemán bajaba a cursarla en la Gregoriana de Roma. Dice Küng en sus memorias con ironía: “La Roma católica me convirtió en un católico frente a la Roma de la curia”. Ejemplar conversión.

Hans se ordenó sacerdote diocesano el 9 de mayo de 1955 y celebró su primera misa en la cripta de San Pedro, debajo de la cúpula vaticana, sin que se conmovieran sus cimientos. Sin duda, hubo amigos y familiares sólidamente cristianos que rezaron para que el misacantano saliese airoso de sus futuros combates con los responsables de la curia romana. Ese día le rodearon sus padres y hermanos. Todos han hecho piña a su alrededor cuando ha recibido un premio académico o un monitum de la Congregación de la Doctrina de la Fe, otrora Santo Oficio, vigilado por los cardenales, Ottaviani primero, y Ratzinger después.

Al volver de estudiar en Roma y pasar por su casa familiar de Sursee, pueblo suizo donde había nacido en 1928, camino de París para obtener su doctorado, se puso unos zapatos ecuménicos del almacén de su padre, comerciante de calzados, con cuya compraventa se ganaba el pan y las salchichas para su familia numerosa.

En los dos años de París redactó brillantemente su tesis sobre la justificación en Karl Barth, teólogo protestante suizo, con quien trabó gran amistad. La publicación de su trabajo causó sensación, tanto en los medios teológicos católicos como en los protestantes. Empezó a ser conocido en toda Europa, a repensar la teología de arriba abajo y a ser vigilado por monseñores germanos y romanos. Los guardias suizos del Vaticano –por respeto a su paisano– quedaron al margen.

Entonces recibió la llamada de la Universidad de Tubinga. Se hizo cargo a sus 32 años de la cátedra de teología fundamental en la Facultad de Teología Católica. Justamente en enero de 1959, un año antes, había convocado Juan XXIII el Vaticano II. Casualmente yo había aprobado en diciembre de 1959 mi tesis sobre las relaciones entre la pastoral alemana y la sociología religiosa francesa, bajo la dirección del pastoralista Arnold. Por Arnold supe que el claustro de la Facultad católica de Tubinga había aceptado en 1959 a Hans Küng como catedrático en lugar de Urs von Balthasar, exquisito teólogo de la estética, la dramática y la música celestial.

Por cierto, yo regresé de Tubinga a mi diócesis de Pamplona con mi doctorado en pastoral. Al parecer era el primero que obtenía este título en España. Un cura navarro guasón, amigo mío, me presentó a los sacerdotes diocesanos así: este es Casiano, primer pastoralista de España y quinto de Alemania.

Volvamos a Tubinga. Los profesores Küng y Ratzinger, de la misma edad, coincidieron amigablemente tres años en la Facultad de Teología de esa preciosa ciudad, de 1965 a 1968. La revuelta estudiantil del 68 ahuyentó a Ratzinger de la Tubinga liberal a la Babiera conservadora y afianzó a Küng en su cátedra, tapizada de libertad y de verdad. Uno llegó a ser el vigilante de la fe y otro el vigilado. Ratzinger se apuntó a las decisiones inquisitoriales y Küng a las preguntas inquisitivas.

En poco tiempo se hizo Hans con el dominio de las principales lenguas europeas. Lo pude comprobar anualmente en las reuniones de la revista internacional Concilium, durante la semana de Pentecostés, a lo largo de dieciocho años, a partir de 1973, en cuyo consejo editorial ingresé con Gustavo Gutiérrez. La revista Concilium había sido fundada en 1964 por los teólogos Rahner, Congar, Schillebeeckx y Küng. Las discusiones de Küng con los colegas germanos, franceses y angloamericanos sobre cualquier tema, en cualquier idioma, eran admirables. En 1975 fui a la reunión anual de Concilium, aquel año en Nimega, con la encomienda –por parte de unos curas de Vallecas– de traer una buena suma de marcos o dólares para pagar las homilías multadas de aquellos clérigos inquietos y ayudar a los curas que estaban en la cárcel concordataria de Zamora jugando al mus. Pasé la gorra y obtuve el equivalente de lo que entonces costaba un Seat 600. No sólo fue Küng el más generoso, sino que me dijo: “Si no basta, me lo dices”.

Al final del encuentro nos predicaban Rahner o Congar –uno sordo y otro en silla de ruedas–, pero maestros espirituales indiscutibles de la eucaristía final, celebrada en gregoriano y en latín. Menos mal que nunca se asomó por allí un grupo de progres del 68 para increparnos de reaccionarios. Definitivamente quedé admirado de aquellos grandes teólogos: eran piadosos y cantaban bien el gregoriano. Hans Küng sabía más latín que los demás, ya que lo había perfeccionado en Roma a base de silogismos.

Soy testigo del cambio que, por influencia de Gustavo Gutiérrez y Leonardo Boff, hicieron los teólogos de Concilium respecto de la teología de la liberación, reconocida con magnanimidad. Hubo quienes aprendieron castellano para leer directamente los textos básicos latinoamericanos, editados en España, que yo me encargué de que los recibieran.

Las críticas de Küng sin pelos en la lengua a la curia romana han sido siempre claras y contundentes. “La nueva teología conciliar y posconciliar –afirma– apenas ha entrado en la curia”, en la que “se mantienen los privilegios y prerrogativas romanos usuales desde la Edad Media”. No cede Hans a los chantajes, huye de los aduladores y no se considera un “lobo solitario” ni un teólogo con “afecto antirromano”.

Nombrado en 1962 por Juan XXIII “perito conciliar”, trabajó activamente en el Vaticano II. Vivió paso a paso las cuatro sesiones conciliares, examinó los esquemas y los juzgó con lucidez singular. Como sabía escribir muy bien en latín, redactó muchas propuestas para que los obispos amigos renovadores las llevasen al aula conciliar. “No pongas mi intervención en un latín demasiado culto –le dijo una vez el cardenal belga Suenens– porque los obispos del Concilio no lo entienden. Hazlo en un latín macarrónico”.

Küng reconoce que el Concilio aceptó una serie de propósitos reformadores centrales. “A pesar de todas las decepciones –afirma–, el Concilio ha merecido la pena”.

Describe en el primer tomo de sus memorias los rasgos de los papas Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI con vigor y sin acritud, con seriedad y una buena dosis de humor. Esperamos su juicio sobre Juan Pablo II en el segundo tomo. Retrata a los grandes teólogos que ha conocido, valora y pondera sus contribuciones, admira a los exégetas seriamente documentados y muestra sintonía con los métodos histórico-críticos, que conoce y utiliza. Perito oficial del Vaticano II, ha sido discutido por sus escritos. Propuesto en una consulta popular como candidato al obispado de Basilea, la Congregación de la Doctrina de la Fe le retiró en 1979 la misión canónica de enseñar en la Facultad de Teología de Tubinga. No podía ser considerado teólogo católico. Pienso que esto le ocurrió, no sólo por sus consideraciones teológicas, sino por sus desconsideraciones respecto del Papa y del Opus.

No obstante, siguió en esta prestigiosa universidad estatal como profesor interfacultativo de teología ecuménica por decisión del rectorado. Su lema es “decir una palabra clara, con franqueza cristiana, sin miedo a los tronos de los prelados”. Cuando le dicen “siempre fue así”, contesta: “¿Fue siempre así? ¿Y tiene que ser siempre así?” Le han acusado de que ha hecho todo “demasiado pronto”, como si esto fuera un desvarío. “Los teólogos –sentenció en una ocasión– no producen las crisis; simplemente las señalan”.

Al acabar la segunda sesión del Vaticano II en 1963, fue retirado de la circulación un libro suyo sobre el Concilio. Al terminar el Vaticano II provocaron muchas discusiones sus obras sobre la Iglesia y sus estructuras. En 1970 levantó una gran polvareda su reflexión sobre la infalibilidad. Son incisivos sus últimos libros sobre la Iglesia Católica y sobre la mujer. Permanentemente crítico frente al “sistema romano", ha mantenido con coraje su pertenencia activa a la Iglesia o –como él mismo señala–, a su “terruño espiritual”, que es el cristianismo.

Hans conoce los problemas culturales de nuestra época, la tradición cristiana, la situación espiritual de cada momento, el presente de las Iglesias y las grandes religiones hoy activas. Es maestro como expositor, tiene antenas para captar la modernidad y la posmodernidad, sintetiza investigaciones exegéticas e históricas y acuña brillantemente nuevas interpretaciones teológicas. Ha dado la vuelta al mundo por lo menos dos veces. Por eso escribe –como lo recalca él mismo– desde un “horizonte universal”.

Uno de los grandes temas que ha tratado Hans Küng es la esencia del cristianismo. Su respuesta es contundente: “No hay cristianismo sin Cristo”. Por eso el cristianismo como religión no es meramente una idea (justicia o amor, por ejemplo), ni unos dogmas (cristológicos o trinitarios), ni una cosmovisión (frente a visiones ateas), sino la persona de Cristo Jesús. Jesucristo es la figura básica viviente de los cristianos, el centro del cristianismo. Sin Jesucristo no hay historia del cristianismo, ni reunión de cristianos.

Creó la Fundación Ética Mundial, de la que es director desde 1995, dedicada al fomento del diálogo interreligioso sobre postulados éticos. Ha logrado en poco tiempo que su Proyecto de ética mundial se extienda por todo el mundo, traducido a quince idiomas.

Vino a Madrid en la primavera de 1957 a estudiar español, vivió en la Mutual del Clero y asistió a una corrida de toros y decidió no volver más. Como a mí me gustan los toros y estamos en España, me atrevo a decirle a Hans que sabe torear divinamente astados escolásticos, brinda desde el centro del ruedo a un gentío universal sentado democráticamente en la plaza, pone banderillas a miuras que saben latín, da naturales con la izquierda a victorinos curialistas y ejecuta la suerte de matar a la primera, después de haber recibido algunas volteretas y cornadas clericales. Al final, ovación, dos orejas, vuelta al ruedo y salida a hombros por la puerta grande conciliar.




El teólogo Casiano Floristán



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt





Entrada núm. 5768
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 10 de diciembre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] El mes de mayo. (Publicada el 2 de mayo de 2009)




Sergio Ramos y Henry, en el partido de hoy


Escribo desde la euforia contenida y respetuosa, como no podía ser menos, de ese inolvidable 2-6 del Barcelona al Real Madrid en su casa que, casi, ha decidido la Liga 2008-2009. No comienza mal el mes de mayo, un mes especial, sin duda. Lleno de recuerdos entrañables y reminiscencias infantiles. La primera de todas el de ese "Venid y vamos todos con flores a porfía, con flores a María, que madre nuestra es"... Y el de las Primeras Comuniones, la propia y las de los hijos. Pero la edad de la inocencia pasa inexorablemente con los años y como el honor en los guardiaciviles, una vez perdida, resulta imposible de recuperar.

Y en otro mayo, aún sin entrar en la madurez, llegaron las escolares celebraciones patrióticas conmemorando las victorias de los aguerrido españoles sobre el temible ejército de Napoleón. Justamente hoy hace un año comentaba en el Blog que a mí el pasado no me producía melancolía o nostalgia. Que no era de los que dicen que "todo tiempo pasado fue mejor", pero, eso sí, que las conmemoraciones me ponían sentimental, quizá en exceso, a pesar de lo cual llevaba y sigo llevando una agenda bastante ordenada donde anoto los cumpleaños, onomásticas y aniversarios correspondientes a familiares, amigos, y acontecimientos que tienen o han tenido especial significado para mí, y que los paso de un año para otro a la nueva agenda. Justamente hoy hace un año veía en directo por Telemadrid los actos que se celebraban en el Ayuntamiento de Móstoles, con la presencia de la Familia Real al pleno, en conmemoración del bicentenario del famoso Bando de sus Alcaldes llamando a la rebelión del pueblo español frente a la ocupación francesa. Decía entonces que el aristócrata que lo redactó, Juan Pérez Villamil, y los alcaldes que lo suscribieron, Andrés Torrejón y Simón Hernández (Móstoles era en 1808 una localidad de no más de cien vecinos) no fueron conscientes de la trascendencia que ese Bando tuvo en la historia posterior de la Guerra de Independencia. Reelaborada o no esa historia con posterioridad, su llamamiento a la insurrección prendió una mecha que dio paso a un sentimiento nacional que no existía hasta ese momento, y que cuatro años más tarde daría lugar al nacimiento de la Nación española y a la primera Constitución liberal de Europa. Hoy, un año después me ha dado por pensar en los sucesos que ocurrieron en Madrid en mayo de 1808, y no tengo muy claro de haberme encontrado en ese momento y en ese lugar, que hubiera hecho yo. ¿Me hubiera puesto del lado de las gentes de orden, afrancesados en su mayor parte, horrorizados por el tumulto del populacho? ¿De parte de esos madrileños cabreados por la chulería de los gabachos y el secuestro de lo que quedaba de la Familia Real y su traslado a Francia? ¿O como hicieron la mayoría de los madrileños me hubiera quedado en casa, asustado, y viéndolas venir?...

Unos años más tarde, con la madurez recien estrenada, me acometió el fervor revolucionario desatado por las revueltas estudiantiles de mayo del 68 en Estados Unidos y en Francia. Lo recordaba también en el Blog al inicio del mes de mayo del pasado año: En mayo del 68 yo tenía 22 años y era completamente feliz. El año anterior había terminado mi primera titulación universitaria, tenía un buen trabajo, me había traslado a vivir de Madrid a Gran Canaria, me había casado con una compañera de trabajo que sigue siendo aún la compañera de mi vida y que pocos meses más tarde me haría padre de mi primera hija, y a cubierto de todo temor, asistía emocionado, a las revueltas estudiantiles de Berkely, en California, y de otras universidades europeas que culminaron con la asonada casi revolucionaria de los estudiantes franceses de París que a punto estuvieron de acabar con la V República. No estuve allí, pero casi. Al menos en espíritu, sí... De todo lo que se contó, se supo, se fabuló sobre Mayo del 68, me quedé con dos anécdotas: La primera, la película "Soñadores" (2003), de Bernardo Bertolucci, con una sensacional y espléndida Eva Green, de la que ya he escrito en este blog con anterioridad; la segunda, el lema oficioso de la revuelta estudiantil, promulgado en la Universidad de la Sorbona por un genial publicista anónimo provisto de un aerosol: "Sous les pavés, la plage" (Debajo de los adoquines, está la playa)... La playa no apareció, pero los adoquines sirvieron para levantar una barrera infranqueable para la policía antidisturbios. Y cuando todo terminó, nunca más fueron repuestos... Por si acaso... ¿Qué queda en nuestra juventud del espíritu de Mayo del 68?: Me temo que nada, o más bien poco... Pero aun visto desde lejos, fue precioso.

Mayo es también el mes en que celebramos el Día de Europa (el próximo día 9). Una Europa que no pasa por su mejor momento pero a la que muchos (yo, entre ellos) seguimos soñando fuerte y unida en su diversidad. Y también el Día de Canarias (el 30 de mayo), de una Canarias que nos parece imposible de vertebrar políticamente y que se debate entre el esperpento y la tragicomedia de una clase política y un gobierno inoperantes, incompetentes y desvergonzados. Pero esas son otras historias y ya hablaremos de ellas, al menos así lo espero, en su momento... Sean felices. HArendt




Imagen de Eva Green en "Soñadores"


La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt




Entrada núm. 5526
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 19 de noviembre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Iglesia versus Ciencia. Tres enfoques críticos. (Publicada el 24 de marzo de 2009)





Hablaba ayer de la desastrosa imagen de nuestra política exterior con respecto a la retirada de las tropas españolas de Kosovo, que no por coherente, deja de ser una fenomenal metedura de pata diplomática. Cabría decir lo mismo del recién concluido viaje pastoral del papa Benedicto XVI al continente africano y sus polémicas declaraciones sobre la inutilidad del uso del preservativo en el combate mundial de esa pandemia africana que es el virus del Sida.

Iglesia y Ciencia no han ido de la mano nunca en los tiempos modernos, así que no vale de nada perder el tiempo en una discusión seria al respecto. Por muy buena voluntad que pongan ambas, y hay que reconocer que la Iglesia pone muy poca, ciencia y religión siguen siendo realidades incompatibles.

esús Mosterín, filósofo, profesor investigador en el Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en Madrid, le lanza hoy ("Obispos, aborto y castidad") una andanada de gran calado a Benedicto XVI y la jerarquía católica española, respectivamente, a cuenta de sus recientes declaraciones en África sobre el SIDA, y en España, por su beligerante campaña antiabortista, andanada que comparto plenamente. A mi, la verdad, me parece bien que la iglesia española y la universal, defiendan públicamente sus opiniones y criterios, sean éstos los que fueren. Lo que me parece sumamente hipócrita, es que no mantegan esos mismos criterios ni posturas de beligerancia e intransigencia en países como Francia, Holanda, Gran Bretaña o Estados Unidos, donde el aborto está regulado de forma similar a la española. Me duele pensar que la razón sea que la jerarquía católica nacional esté convencida de que los españoles somos unos pobres infelices incapaces de pensar por nosotros mismos y necesitados de tutela, mientras que a los ciudadanos de los países citados, mayores de edad, como nunca consentirían a sus jerarquías católicas respectivas que se entrometieran en asuntos que no son de su competencia, mejor no molestarlos.

Por otro lado, Avaaz, una ONG ("Avaaz" significa "voz" en varios idiomas asiáticos y europeos) de ámbito internacional, independiente y sin fines de lucro y cuya misión es asegurar que los valores y opiniones de la mayoría de la gente sean tomados en cuenta en las políticas que nos gobiernan, acaba de lanzar una campaña mundial de recogida de firmas para hacer llegar al papa Benedicto XVI, respetuosamente, su opinión contraria a la condena papal del uso del preservativo en el combate contra el Sida. 

Y como conclusión, el interesante artículo que el divulgador y científico español, Pere Estupinya, en su estupendo blog Apuntes científicos desde el MIT, escribe hoy sobre este mismo asunto, con el título de "Benedicto XVI: Las evidencias científicas contradicen sus palabras". Espero que los disfruten. HArendt




Benedicto XVI en África, 2009


"El Papa vs. los preservativos", por Avaaz.org

Estimad@s amig@s,

Las recientes declaraciones del Papa Benedicto XVI sugiriendo que el uso de preservativos puede agravar la epidemia del sida podría poner en riesgo a millones de personas. Firma la petición dirigida al Papa para que evite socavar el ya probado y efectivo trabajo de prevención
del VIH/SIDA.

La semana pasada, durante su primera visita a África, el Papa Benedicto XVI afirmó que "[el SIDA] no puede solucionarse a través de la distribución de preservativos, que agravan aún más el problema."

Las declaraciones del Papa están en abierta contradicción con las investigaciones sobre VIH/SIDA y representan un retroceso de décadas en el arduo trabajo para lograr la concienciación, educación y prevención de la enfermedad. Dada su poderosa influencia moral sobre más de 1.100 millones de católicos en el mundo, y ante una realidad de 22 millones de VIH positivos en África, estas palabras podrían afectar severamente la pandemia de VIH y poner millones de vidas en riesgo. La creciente preocupación mundial está comenzando a dar resultados y el Vaticano ha mostrado cierta voluntad de revisar dichas declaraciones: firma nuestra petición ahora pidiéndole al Papa una mayor atención para no socavar las ya probadas y efectivas estrategias de prevención del virus.

No se trata de una disputa religiosa, sino de una seria preocupación que concierne a las políticas de salud pública. Las creencias personales de católicos y de gente de todos los credos deben ser
respetadas, y la prédica del Papa sobre la fidelidad podría ser eficaz en la prevención del VIH/SIDA si el uso de preservativos no fuese desestimado. La Iglesia Católica está llevando a cabo numerosos trabajos de ayuda social, incluyendo el cuidado de personas que viven con el virus o la enfermedad. Pero la afirmación del Papa de que la distribución de preservativos no es un mecanismo de prevención eficaz contra el VIH/SIDA no es un argumento que sea sustentado por los investigadores. Por contra, puede llevar a una disminución en el uso de los profilácticos, lo cual sería mortal para miles.

El hecho es que el uso de preservativos puede prevenir eficazmente el VIH y el SIDA. No existe una solución fácil para detener esta cruel enfermedad pero los profilácticos y la educación son la mejor combinación conocida en materia de prevención, y no está demostrado que ello resulte en un aumento de una actividad sexual riesgosa. Es por eso que incluso sacerdotes y monjas que trabajan en África han cuestionado las declaraciones del Papa.

Puede que no seamos capaces de pedirle a la Iglesia Católica que cambie su posición en relación a este asunto, pero lo que le estamos pidiendo al Papa es que cese este tipo de declaraciones contra
estrategias de prevención cuya eficacia está probada. Es importante que gente de todas las creencias, especialmente católicos, le reclamen al Papa un ejercicio de cuidado y mesura en sus palabras, especialmente por su rol de liderazgo en un asunto como éste. Firma la petición abajo y comunicaselo a tus amigos y familiares: tu acción puede, de hecho, salvar muchas vidas.

http://www.avaaz.org/es/pope_benedict_petition

25 millones de personas en el mundo han fallecido a causa del VIH/SIDA, y 12 millones de niños son hoy huérfanos a causa de esta enfermedad. Con vuestro apoyo masivo, podemos ganar una importante batalla en la lucha por un mundo sin VIH/SIDA.

Con esperanza,

Ricken, Alice, Ben, Graziela, Iain, Brett, Paula, Pascal, Luis, Paul,
Veronique, Milena y todo el equipo de Avaaz.

PD: Hemos realizado una encuesta sobre esta campaña con un grupo de 20.000 miembros de Avaaz elegidos al azar. Más del 90% de los encuestados apoyó esta campaña. Más de 75% de los miembros de Avaaz que se declaran católicos nos dieron su visto bueno.

Fuentes:
* EL Papa no quiere condones - BBC Mundo:
http://news.bbc.co.uk/hi/spanish/international/newsid_7949000/7949116.stm
* En África, el Papa rechazó el uso del preservativo contra el
SIDA - Clarin:
http://www.clarin.com/diario/2009/03/18/elmundo/i-01879443.htm
* Informe de UNAIDS sobre la situación del VIH/SIDA en África Subsahariana:
http://www.unaids.org/es/CountryResponses/Regions/SubSaharanAfrica.asp

Avaaz es una organización independiente y sin fines de lucro cuya misión es asegurar que los valores y opiniones de la mayoría de la gente sean tomados en cuenta en las políticas que nos gobiernan. "Avaaz" significa "voz" en varios idiomas asiáticos y europeos. Avaaz
no acepta dinero de gobiernos ni de empresas y su equipo esta basado en oficinas en Ottawa, Londres, Río de Janeiro, Nueva York, Buenos Aires, Washington DC y Ginebra. No te olvides visitar nuestras páginas enFacebook Myspace y Bebo. Si quieres contactar con nosotros escribe a info@avaaz.org. o entra a http://www.avaaz.org




Manifestación contra la legalización del aborto en España


"Obispos, aborto y castidad", por Jesús Mosterín
(El País, 24/03/09)

La Iglesia católica ha puesto en marcha una campaña fundamentalista con el fin de paralizar la revisión de la ley de aborto vigente. Pero también prohíbe la contracepción. Sólo permite la castidad o el natalismo salvaje.

La actual campaña de la Conferencia Episcopal contra los linces y las mujeres que abortan pone de relieve el patético deterioro de la formación intelectual del clero, que si bien nunca ha sobresalido por su nivel científico, al menos en el pasado era capaz de distinguir el ser en potencia del ser en acto. ¿Dónde quedó la teología escolástica del siglo XIII, que incorporó esas nociones aristotélicas? ¿Qué fue de la sutileza de los cardenales renacentistas? La imagen de deslavazada charlatanería y de enfermiza obsesión antisexual que ofrecen los pronunciamientos de la jerarquía católica no sólo choca con la ciencia y la racionalidad, sino que incluso carece de base o precedente alguno en las enseñanzas que los Evangelios atribuyen a Jesús.

La campaña episcopal se basa en el burdo sofisma de confundir un embrión (o incluso una célula madre) con un hombre. Por eso dicen que abortar es matar a un hombre, cometer un homicidio. El aborto está permitido y liberalizado en Estados Unidos, Francia, Italia, Portugal, Japón, India, China y en tantos otros países en los que el homicidio está prohibido. ¿Será verdad que todos ellos caen en la flagrante contradicción de prohibir y permitir al mismo tiempo el homicidio, como pretenden los agitadores religiosos, o será más bien que el aborto no tiene nada que ver con el homicidio? De hecho, el único motivo para prohibir el aborto es el fundamentalismo religioso.

Ninguna otra razón moral, médica, filosófica ni política avala tal proscripción. Donde la Iglesia católica (o el islamismo) no es prepotente y dominante, el aborto está permitido, al menos durante las primeras semanas (14, de promedio).

Una bellota no es un roble. Los cerdos de Jabugo se alimentan de bellotas, no de robles. Y un cajón de bellotas no constituye un robledo. Un roble es un árbol, mientras que una bellota no es un árbol, sino sólo una semilla. Por eso la prohibición de talar los robles no implica la prohibición de recoger sus frutos. Entre el zigoto originario, la bellota y el roble hay una continuidad genealógica celular: la bellota y el roble se han formado mediante sucesivas divisiones celulares (por mitosis) a partir del mismo zigoto. El zigoto, la bellota y el roble constituyen distintas etapas de un mismo organismo. Es lo que Aristóteles expresaba diciendo que la bellota no es un roble de verdad, un roble en acto, sino sólo un roble en potencia, algo que, sin ser un roble, podría llegar a serlo. Una oruga no es una mariposa. Una oruga se arrastra por el suelo, come hojas, carece de alas, no se parece nada a una mariposa ni tiene las propiedades típicas de las mariposas. Incluso hay a quien le encantan las mariposas, pero le dan asco las orugas. Sin embargo, una oruga es
una mariposa en potencia.

Cuando el espermatozoide de un hombre fecunda el óvulo maduro de una mujer y los núcleos haploides de ambos gametos se funden para formar un nuevo núcleo diploide, se forma un zigoto que (en circunstancias favorables) puede convertirse en el inicio de un linaje celular humano, de un organismo que pasa por sus diversas etapas de mórula, blástula, embrión, feto y, finalmente, hombre o mujer en acto.

Aunque estadios de un desarrollo orgánico sucesivo, el zigoto no es una blástula, y el embrión no es un hombre. Un embrión es un conglomerado celular del tamaño y peso de un renacuajo o una bellota, que vive en un medio líquido y es incapaz por sí mismo de ingerir alimentos, respirar o excretar -no digamos ya de sentir o pensar-, por lo que sólo pervive como parásito interno de su madre, a través de cuyo sistema sanguíneo come, respira y excreta. Este parásito encierra la potencialidad de desarrollarse durante meses hasta llegar a convertirse en un hombre. Es un milagro maravilloso, y la mujer en cuyo seno se produzca puede sentirse realizada y satisfecha. Pero en definitiva es a ella a quien corresponde decidir si es el momento oportuno para realizar milagros en su vientre.

El niño es un anciano en potencia, pero un niño no tiene derecho a la jubilación. Un hombre vivo es un cadáver en potencia, pero no es lo mismo enterrar a un hombre vivo que a un cadáver. A los vegetarianos, a los que les está prohibido comer carne, se les permite comer huevos, porque los huevos no son gallinas, aunque tengan la potencialidad de llegar a serlas. Un embrión no es un hombre, y por tanto eliminar un embrión no es matar a un hombre. El aborto no es un homicidio. Y el uso de células madre en la investigación, tampoco. Otra falacia consiste en decir que, si los padres de Beethoven hubieran abortado, no habría habido Quinta Sinfonía, y si nuestros padres hubieran abortado el embrión del que surgimos, ahora no existiríamos. Pero si los padres de Beethoven y los nuestros hubieran sido castos, tampoco habría Quinta Sinfonía y tampoco existiríamos nosotros. Si esto es un argumento para prohibir el aborto, también lo es para prohibir la castidad. Pero tanta prohibición supongo que resultaría excesiva incluso para la Iglesia católica. Una de sus múltiples contradicciones estriba en que impone un natalismo salvaje a los demás, mientras a sus propios sacerdotes y monjas les exige el celibato y la castidad absoluta.

Desde luego, la contracepción es mucho mejor que el aborto, pero la Iglesia la prohíbe también (siguiendo en ambos casos al ex-maniqueo Agustín de Hipona, no a Jesús). Tanto el anterior papa Wojtyla como el actual papa Ratzinger se han dedicado a viajar por África y Latinoamérica despotricando contra los preservativos y el aborto, lo que equivale a promover el sida y la miseria. En cualquier caso, la contracepción puede fallar. A veces el embarazo imprevisto será una sorpresa muy agradable. Otras veces, llevarlo a término supondría partir por la mitad la vida de una mujer, arruinar su carrera profesional o incluso traer al mundo un subnormal profundo o un vegetal humano descerebrado. Sólo a la mujer implicada le es dado juzgar esas graves circunstancias, y no a la caterva arrogante de prelados, jueces, médicos y burócratas empeñados en decidir por ella.

El aborto es un trauma. Ninguna mujer lo practica por gusto o a la ligera. Pero la procreación y la maternidad son algo demasiado importante como para dejarlo al albur de un descuido o una violación. El aborto, como el divorcio o los bomberos, se inventó para cuando las cosas fallan.

Muchas parejas anhelan tener hijos, muchas mujeres desean quedar embarazadas y esperan con ilusión el nacimiento de la criatura. El infante querido y deseado suele estar bien alimentado y educado, colmado de cariño y estimulación y (salvo raro defecto genético) su cerebro se desarrolla bien. Por desgracia, el mundo está lleno de madres violadas o forzadas y de niños no deseados, abandonados a la mendicidad y la delincuencia, famélicos, con los cerebros malformados por la carencia alimentaria y la falta de estímulos, carne de cañón de guerrillas crueles y explotaciones prematuras. La jerarquía eclesiástica se ensaña con esas mujeres desgraciadas. El cardenal nicaragüense Obando y Bravo se opuso al aborto terapéutico de una niña de nueve años, violada, enferma y con su vida en peligro. Hace un par de años, la Iglesia de Nicaragua acabó apoyando políticamente al dictador Daniel Ortega a cambio de que éste prohibiese definitivamente el aborto terapéutico. Hace unas semanas el arzobispo Cardoso ha excomulgado en Brasil a la madre de otra niña de nueve años violada por su padrastro y en peligro de muerte por su embarazo doble, así como a los médicos que efectuaron el aborto. En 2007 se hizo famoso el caso de Miss D, una irlandesa de 17 años embarazada con un feto con anencefalia, es decir, sin cerebro ni parte del cráneo, condenado a ser un niño vegetativo, ciego, sordo, irremediablemente inconsciente, incapaz de percibir, pensar ni sentir nada, ni siquiera dolor. Las autoridades impidieron que Miss D fuera a Inglaterra a abortar, aunque más tarde los tribunales anularon la prohibición. Los grupos católicos fanáticos presionan para que se impida a las irlandesas que viajen a Inglaterra a abortar, lo que choca con la legislación comunitaria, que garantiza la libertad de movimientos en la UE.

En España misma, el año pasado, una mujer preñada de un feto con holoprosencefalia, condenado a morir al nacer o a vivir como vegetal, tuvo que ir a Francia a abortar. El derecho a abortar es para muchas mujeres más importante que el derecho a votar en las elecciones, y ha de serles reconocido incluso por aquellos que personalmente jamás abortarían. En 1985 se aprobó la reforma del Código Penal para cumplir a medias y mal el programa electoral del PSOE. Desde entonces, tanto los Gobiernos de Felipe González como de Zapatero se han dedicado a marear la perdiz, diciendo que no era el momento oportuno y que había que esperar a que los obispos dejasen de vociferar. Pero los obispos nunca van a dejar de vociferar. Después de 24 años de remilgos, espero que los socialistas se decidan finalmente a liberalizar el aborto dentro de las primeras semanas del embarazo. Tampoco hace falta ser tan progre para ello. Margaret Thatcher lo tenía ya perfectamente asumido hace 30 años.




Manifestación antiabortista en España


"Benedicto XVI: Las evidencias científicas contradicen sus palabras", por Pere Estupinya
(Apuntes científicos desde el MIT, 24/03/09)

Las primeras reacciones tras oír al Papa Benedicto XVI diciendo durante su visita a África que “la distribución de preservativos no soluciona el problema del SIDA, incluso lo agrava” son de estupor y enfurecimiento visceral. ¿Cómo puede alguien tan influyente espetar semejante sandez? ¿hasta tal punto está su ideología por encima de la vida de tantos miles de personas?

Al día siguiente lees que el Vaticano ha reiterado oficialmente dichas palabras , y te enervas todavía más al comprobar lo desfasada y peligrosa que puede llegar a ser la Iglesia Católica como institución. ¡Que se aparten de una vez por todas!
Entonces recuperas la calma y recuerdas un post antiguo en el que describiste un estudio del Poverty Action Lab del MIT demostrando que repartir libros en escuelas africanas no mejoraba el rendimiento escolar de los alumnos. Las recetas que funcionan en los países ricos no tienen porqué hacerlo en el complejo mundo en desarrollo.

Te asaltan ciertas dudas ¿a ver si me estaré dejando llevar yo también por ideas preconcebidas? Enseguida aparece en mente el seminario atendido hace tres semanas en Boston con Esther Duflo , la directora del Poverty Action Lab (J-PAL). El planteamiento básico del J-PAL es que para atajar los problemas del mundo en desarrollo debemos utilizar menos ideología y más ciencia. Y algo por lo que empezar es no asumir tan alegremente que conocemos bien las soluciones y sólo se trata de implantarlas, ya que muchos años y millones de dólares invertidos por instituciones como el World Bank, IMF, ONG’s… demuestran lo contrario. En África se llevan gastadas cantidades ingentes de dinero en proyectos que no funcionan.

He aquí la propuesta del J-PAL: Ante un problema determinado, utilizar la metodología científica para evaluar cuál es la mejor intervención para solventarlo. ¿Cómo? La medicina lleva años haciendo estudios epidemiológicos para entender las causas de ciertas enfermedades y testar posibles tratamientos. Se trata de trasladar esta metodología a las políticas de desarrollo: si quieres comparar las diferentes maneras de mejorar la educación en un país, escoge un número considerable de escuelas, sepáralas en grupos, aplica una medida a cada grupo, y haz un estudio randomizado para ver al cabo del tiempo cuál ha sido más efectiva. Quizás te sorprendan los resultados .

Este “novedoso” método de evaluación está proporcionando grandes éxitos al J-PAL. Como premio y estímulo la fundación BBVA les otorgó el pasado enero un premio de 400.000 euros . Recupero el hilo de la historia: ¿Habrán realizado algún estudio randomizado para comparar diferentes políticas de prevención del SIDA? ¿Habrán evaluado científicamente si potenciar el uso del preservativo disminuye el número de contagios? Búsqueda en su web y… Bingo! En 2006 Esther Duflo publicó los resultados de un estudio financiado por el World Bank para analizar la conducta sexual de los adolescentes de Kenya , y justo en enero del 2009 Pascaline Dupas presentó una ampliación .

Información insuficiente en Kenya. En las sesiones sobre prevención del SIDA que se imparten en las escuelas de Kenya se habla de cómo se transmite el virus, de cómo lidiar con personas infectadas, de abstinencia hasta el matrimonio… pero no se mencionan los preservativos. Sí, inaudito, pero según el estudio del J-PAL el programa educativo diseñado por el gobierno sólo se concentra en la abstinencia. El foco principal no es “reducir el riesgo”, sino “evitarlo”. ¿es la mejor estrategia? Esto es lo que pretendían averiguar.

Para ello seleccionaron 328 escuelas con un total de 70.000 adolescentes, las dividieron en grupos de condiciones similares, y a cada uno de ellos aplicaron diferentes intervenciones. Al cabo de 2 años contabilizaron el número de embarazos, que en tales edades es un buen indicador del sexo inseguro. En un grupo de escuelas se entrenó a los maestros para enseñar sólo el programa oficial del gobierno, en otras se debatía abiertamente sobre el uso de condones, y en otro tomaban medidas para que las adolescentes permanecieran más tiempo en la escuela.

En la ampliación del estudio hecha por Dupas también se informaba a las estudiantes que los hombres de edad avanzada tenían índices de SIDA mucho mayores (en Kenya es muy habitual que las adolescentes tengan sexo inseguro con personas adultas). También se pasaron tests antes y después del estudio para conocer cómo se había modificado la conducta sexual de los adolescentes.

De los estudios de Duflo y Dupas surgieron una serie de conclusiones: seguir el programa oficial centrado en la abstinencia no disminuía el número de embarazos. Informar sobre el riesgo de mantener relaciones con personas mayores hacía que las niñas modificaran la edad de sus parejas. Informar sobre el uso de preservativos fomentaba su uso sin aumentar el número de relaciones sexuales. Y mantener a las niñas en la escuela también lograba disminuir el número de embarazos.

En concreto, en el estudio de Dupas se observó que la estrategia del gobierno de “eliminar el riesgo” no era efectiva, mientras que la campaña ampliada que proponía “reducir el riesgo” (informar sobre el uso de preservativos y la distribución de SIDA por edades) logró aumentar el uso de preservativos sin incrementar el número total de relaciones sexuales. Y como consecuencia redujo en un 28% el número de embarazos entre adolescentes, el parámetro utilizado como referencia al sexo inseguro.

Por tanto, estos estudios científicos (y otros que se pueden rastrear en la bibliografía de ambos) contradicen claramente las palabras de Benedicto XVI. Fomentar el uso del preservativo sí tiene resultados positivos en la lucha contra el SIDA. Lo se, no estoy diciendo nada nuevo a los que ya saben que no deben hacer mucho caso a lo que diga el Papa, pero por desgracia no todo el mundo es consciente de ello, y resulta que el gobierno de Kenya todavía mantiene un programa de prevención en escuelas centrado en la abstinencia, cuando podrían estar reduciendo en un 28% el riesgo de contagio entre sus adolescentes.







La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 5460
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 22 de octubre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Religión contra democracia (Publicada el 10 de febrero de 2009)





"La política moderna es un capítulo dentro de la historia de la religión". Quién así se expresa tan contundéntemente es John Gray, autor de "Misa negra. La religión apocalíptica y la muerte de la utopía" (Paidós, Barcelona), catedrático de Pensamiento Europeo en la London School of Economics de Londres. Y quien da cuenta de ello es Álvaro Delgado-Gal, profesor en la Faculta de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid y director de Revista de Libros, en el artículo central del número de febrero. "El genio dentro de la botella", que es su título, sirve al profesor Delgado-Gal para comentar el citado libro de Gray así como otra de sus más famosas obras: "Perros de paja. Reflexiones sobre los humanos y otros animales" (Paidós, Barcelona), escrita unos años antes. También lo hace con el libro "The Stillborn God. Religion, Politics and the Modern West" (Alfred A. Knopf, Nueva York), del catedrático de Humanidades en la Universidad de Columbia de Nueva York, Mark Lilla, historiador de las ideas como Gray.

Es un artículo denso, de no fácil lectura, aunque revelador e interesante en extremo para aquellos que se interesen por la teoría política. No puede leerse completo en la edición electrónica de Revista de Libros salvo que se sea suscriptor de la misma, así que lo reproduzco en su integridad más adelante por si alguno de los lectores tiene interés en él; lo recomiendo encarecidamente.

El profesor Delgado-Gal nos recuerda al comienzo de su artículo que el mismo Cicerón (siglo I a.C.), aun habiendo percibido el carácter supersticioso de la religión romana, dejaba escrito en su obra "De divinatione", que la religión era un tejido de fábulas de las que no convenía descreer en público, no fuera a quedar confundido y patas arriba el orden civil de la República... Desde ese momento, la confrontación entre Religión y Política estaba servida, ¿pero cuál será el final de la misma?, ¿habrá algún ganador claro en esa guerra soterrada desde hace siglos?

Ciñéndonos a lo que denominamos "Occidente", nos dice Delgado-Gal, para el profesor Gray el cristianismo es una sangrienta patología cuya falsa secularización, cerrada en falso a lo largo de los últimos cuatrocientos años, ha provocado más sangre aún. Pero una patología, añade, que ha durado ese tiempo parece difícil que pueda ser, en realidad, una patología. Si nos tomamos la teoría de la evolución en serio, dice, lo normal sería concluir que la patología cumple alguna función, o, sumando eones y yendo más allá del cristianismo, que la religión se halla enredada con nuestra dotación genética. «Las religiones expresan necesidades humanas que ningún cambio en la sociedad puede eliminar. Los seres humanos no dejarán de ser religiosos por lo mismo que no dejarán de ser sexuados, lúdicos o violentos», continúa Gray. La pregunta, entonces, sería si se logrará contener la religión en el ámbito privado, como quería John Locke en el siglo XVII. Según Gray, ni siquiera eso será posible, porque si la religión es una necesidad primaria de los hombres, no podrá suprimirse ni relegarse al ámbito de la vida privada y debería integrarse plenamente en la esfera pública, lo que no significa que haya de establecerse una religión pública.

Para Mark Lilla, dice Delgado-Gal, que pone como ejemplo lo que ocurre al respecto en los Estados Unidos, se está manteniendo la religión a raya mediante un esfuerzo constitucional, pero tan "empeñoso", que ya empiezan a acusarse síntomas de lo que los ingenieros denominan «fatiga de materiales», provocando un derrumbe del sistema. La adecuación de Dios al orden civil, concluye, habilitó a la religión en la sociedad liberal al precio de dejarla medio muerta. Al revivir la religión, la sociedad liberal ha saltado por los aires...

La desasosegante conclusión a la que llegan ambos autores desde posiciones distintas, afirma Delgado-Gal, es que si Dios se está resistiendo a morir, no cabe excluir que nos espere a la vuelta de la esquina el caos anterior a Locke, la atmósfera moral que precedió a la Gran Separación (el mundo de ideas en el que la Política dejó de depender de la Teología, enunciado por Hobbes en su "Leviatán") con la diferencia fundamental de que lo que en este momento histórico podría haber entrado en crisis no fuera Dios, sino la democracia. ¿Se saldrá la "religión" con la suya? Ejemplos recientes, caso Eluana -añado yo-, tenemos de sobra. HArendt



El profesor John Gray


El genio dentro de la botella, por Álvaro Delgado-Gal
Revista de Libros nº 146 · febrero 2009

El pasado es un caos que los historiadores atenúan poniendo marcas en el calendario. Este ejercicio, mitad ceremonioso, mitad mnemotécnico, no es necesariamente inútil. Cabe afirmar, sin daño aparatoso de la verdad, que la Roma del legendario Escévola y de los verídicos escipiones empezó a acabarse el año en que César se declaró dictador vitalicio de la República; o que Grecia baja de punto y se desliza tras ser vencida la coalición de ciudades estado por las tropas imperiales macedonias en Queronea. Ni el golpe de mano de César, ni la rota de Queronea, cambiaron, por sí solos, los destinos romano o griego. Pero constituyen episodios límite. Se diría que hay ocasiones en que el tiempo se dobla sobre sí y adquiere espesor, lo mismo que un cordón al ser herido por la torcedera. Presentan un perfil más esquivo, más difuso, las grandes crisis espirituales. ¿Qué es una crisis espiritual? Y supuesto que sepamos lo que es, ¿por qué señales se manifiesta?

Sigo con los clásicos. Dos siglos antes de Cicerón, Roma era una robusta ciudad guerrera, sólidamente asentada sobre las costumbres atávicas. Los romanos, cuando partían para fundar una nueva colonia, cargaban, junto a los enseres y las armas, los penates domésticos. Y también al revés: no era infrecuente que, invirtiendo el flujo numinoso, agregaran al botín de guerra las estatuas de los dioses vencidos, cuyos poderes propiciatorios confiaban en apropiarse. La religión integraba, en fin, un galimatías eficaz, que los poetas no habían estilizado aún en hermosos hexámetros. Pero Cicerón ha probado el veneno de la filosofía griega, y aunque pertenece al colegio de augures y practica los ritos sagrados con el celo de un homo novus, percibe ya el carácter supersticioso de la fe nativa. En De divinatione sugiere que la religión es un tejido de fábulas de las que no conviene descreer en público, no vaya a quedar confundido y patas arriba el orden civil de la República. San Agustín imputa el mismo parecer a Varrón (La ciudad de Dios, VI, 6). Sin duda alguna, algo se ha quebrado en la visión de las cosas de los romanos cultos. Es lícito hablar de crisis, de crisis espiritual. Al tiempo, no lo es, si por crisis hemos de entender una suspensión del orden vigente y la llegada inmediata de otro alternativo. Habrán de transcurrir casi cuatrocientos años, digo bien, cuatrocientos, antes de que se consolide en el orbe romano la disciplina de la cruz.

La historia ulterior del cristianismo es, de nuevo, la de una sucesión de crisis, resueltas de modo más o menos compatible con la Palabra Revelada o con las reinterpretaciones que de la última hubieron de ensayarse al compás de los tiempos y los conflictos entre los hombres. No existe un guión limpio, una sucesión apretada y coherente de conceptos. En 1679, Bossuet invoca todavía los milagros para vindicar la fe verdadera. Dios asegura sus designios mediante intervenciones directas que anulan las leyes de la naturaleza y alteran el curso de la historia (Discours sur l'histoire universelle, II, 1). Al año siguiente, y a contrapelo de Bossuet, Malebranche teoriza, en su Traité de la nature et de la grace, un Dios arquitecto cuya obra no es perfecta porque, más importante todavía que la perfección de la obra, es la pulcritud y economía de medios con que ésta debe ser ejecutada. Malebranche no es el innombrable Spinoza, y no niega los milagros. Ha redactado el Traité con un objetivo devoto: el de explicar la razón por la que Dios, a despecho de ser infinitamente bueno, ha generado un mundo en que la inmensa mayoría de los hombres están condenados a tostarse en el infierno. Los milagros, no obstante, ya sólo entran de canto o como al bies en la composición de lugar de Malebranche, de claro sabor deísta. En el póstumo A Discourse on Miracles (1706), Locke cruza el Rubicón. El argumento de Locke es expeditivo. Un hecho sólo constituye un milagro si subvierte una ley natural; nunca llegaremos a un acuerdo definitivo sobre cuáles son las leyes naturales; luego será mejor que no nos fatiguemos indagando tras este suceso o el de más allá la acción portentosa del Creador. ¿Ha entrado en crisis irreversible el cristianismo, o bien se han averiguado maneras de hacerlo congruente con la nueva ciencia?

La ortodoxia contemporánea tiende a apuntarse al primer brazo del dilema. Según ésta, una serie de acontecimientos marcan, a lo largo de los siglos XVII y XVIII, una crisis magna, una crisis cuyo desenlace es el final de la era teológica y el comienzo del mundo en que vivimos ahora. Ese proceso, o mejor, lo que de él se deriva, recibe el nombre de «secularización». El mecanicismo galileano en Física; la distinción, dentro del Derecho Natural, entre teología moral y una inteligencia de las leyes sociales de prosapia utilitarista; el auge de la burguesía y la correlativa invención en el área protestante de mecanismos constitucionales que desplazan la fe a la esfera privada y basan la legitimidad de la política sobre principios meramente civiles habrían sido los agentes principales del cambio.

Anticipo que nuestros dos autores dedican el grueso de su esfuerzo a desautorizar la ortodoxia contemporánea. Mark Lilla con suavidad de formas y John Gray desgañitándose como un hooligan; para que no haya equívocos, abre Misa negra con esta afirmación lapidaria: «La política moderna es un capítulo dentro de la historia de la religión». Pero antes de centrarme en los textos y quienes los han escrito, estimo conveniente discutir una ambigüedad inherente al concepto de secularización. A veces, se entiende que se ha secularizado el que ha conseguido reconstruir sus representaciones morales a partir de principios exentos de connotaciones religiosas. El ejemplo canónico nos viene dado por Kant o, para ser más precisos, nos habría venido dado por Kant en la hipótesis de que hubiese logrado lo que probablemente no logró: erigir una ética desde premisas que se justifican sin acudir a la autoridad de la religión recibida. En otras ocasiones, por el contrario, la especie «secularización» no alude a una aventura o un denuedo en el campo de las ideas sino a una mera constatación sociológica: la de que la gente está dejando de ir a misa, o ya no consulta el santoral para decidir qué nombre pondrá a sus hijos, o come carne los viernes, o se disgusta mucho cuando un familiar se mete a cura. La distinción no impresionará demasiado al sociólogo positivista. Éste dará por hecho que las ideas que la gente tiene son una cosa, y su manera de ir por la vida, otra, y aquí paz y después gloria. Si nos tomamos, empero, las ideas en serio –y Lilla y Gray son historiadores profesionales de las ideas–, el asunto varía por completo. Imaginemos que la moral laica que a la sazón profesamos resultara ser, o precaria y vulnerable –veredicto de Lilla–, o religión disimulada –John Gray–. Entonces parecerá razonable concluir que la conducta aparentemente secularizada de la gente en las democracias occidentales representa un caso de falsa conciencia. Es oportuno recuperar el paralelo con la Roma de Cicerón. Esa Roma experimentó una crisis por cuanto los optimates cultos percibieron una incongruencia entre los principios que animaban el orden social y político, y la razón. Pero ahora nos encontramos en la situación inversa. Lo que estaría ocurriendo ahora es que la gente cree estar viviendo con arreglo a principios racionales que, o son postizos, o no terminan de ser lo que pretenden ser. Gray, cuya antipatía hacia el cristianismo es notoria, llega a afirmar que los cristianos deliberados de antaño eran más inteligentes que los inconfesos de hogaño. Al menos, sabían qué terreno pisaban. Y Lilla nos invita permanentemente a no olvidar nuestros orígenes, que no han sido suprimidos, sino provisionalmente desactivados. Sea como fuere, no atravesaríamos una era de secularización triunfante, sino, más bien, de confusión galopante.

John Gray es un hombre sugestivo, extravagante, y en trashumancia permanente desde los tiempos en que ofició como asesor de Margaret Thatcher. En Misa negra se refiere a ella con un respeto mitigado por una objeción de fondo. La objeción es que el conservadurismo liberal de Thatcher constituye una contradictio in terminis. Gray, siguiendo la tesis de Karl Polanyi en La gran transformación, sostiene que el capitalismo se afirmó en Inglaterra a través de una férrea política centralizadora, más hacedera en ese país que en otras regiones de Europa porque el Parlamento de Londres reunía poderes excepcionales. La consolidación del orden capitalista/liberal se levantó sobre un montón de ruinas: el de las complejas formas culturales y societarias que conformaban la vieja vida inglesa, venerable e improductiva. El reproche que dirige a Thatcher se repite en su análisis de Hayek: no es dable exaltar los méritos de la destrucción creadora del capitalismo y declararse a la vez conservador (Hayek, por cierto, negó serlo; pero no creo que haya convencido a nadie). Gray escribió un buen libro sobre Hayek, al que añadió en ediciones sucesivas un post scriptum con las notas disidentes que acabo de comentar. La conclusión de Gray es que Hayek fue un excelente economista, y un mal fenomenólogo cultural. Me parece que lleva razón.

¿Qué intuye Gray tras la exaltación por Hayek del carácter proteico, innovador, del liberalismo capitalista? El mito del progreso –«La civilización es progreso y el progreso es civilización», afirma Hayek en The Constitution of Liberty–. Pero el mito del progreso reproduce el mito cristiano de un orden providencial... con un matiz agravante. En realidad, los cristianos mainstream, los que han tenido vara alta desde el asentamiento de la doctrina tras los primeros y balbucientes años, han tendido a asociar el orden providencial cristiano con el triunfo de la Iglesia tras la llegada del Mesías, es decir, con un proceso cuyo cumplimiento se sitúa en el pasado. Agotado el tiempo mundano, ingresaremos en otra esfera: nuestros cuerpos serán gloriosos y nuestras miradas extáticas estarán fijas en Dios. El progresista secularizado, sin embargo, ha licenciado el más allá. De resultas, la dislocación cristiana entre los dos tiempos, el de la historia y el de la eternidad, se suelda para dar lugar a un tiempo único, con resultados explosivos: el reino de Dios en la tierra, prudentemente metaforizado como el triunfo de la Iglesia en la historia, se convierte de nuevo en un anhelo, en un deseo exigible de gloria, aquí y ahora. Y se abre la caja de los truenos, la que habían acertado a sellar hombres más avisados que Condorcet, Comte o Marx.

En Misa negra, Gray ubica en la Revolución Francesa el momento fatídico en que Occidente traslada a los afanes del día la promesa cristiana de salvación. Con arreglo al calendario de los secularistas, la Revolución Francesa integró un exceso del que surgirían a continuación innúmeros bienes: los derechos, la participación política universal, la libertad. Gray, a quien Norman Cohn, uno de los máximos especialistas en movimientos milenaristas, ha asesorado en Misa negra, prefiere decir que los jacobinos inauguran un nuevo quialismo, con tal cual brote gnóstico. Los fanáticos antañones se movían en ámbitos de dimensión artesanal: la glosolalia o el creerse invulnerables a las balas, originó, o lances cómicos, o muertes absurdas. Pero las enormes capacidades de la técnica y del Estado moderno han puesto en manos de los iluminados instrumentos de destrucción aterradores. Gray incluye en su requisitoria el rosario de experimentos comunistas que dejó al siglo XX convertido en un camposanto. Tampoco omite a los nazis, a los que considera, provocadoramente, hijos de la Ilustración.

Nazismo y comunismo son objeto de improperio y deprecación que el decoro vigente tolera. Gray es más subversivo, y no deja títere con cabeza. Incluso el liberalismo aparece como una anomalía cristiana más, como una burbuja liberada por el fondo de un cristianismo oculto. Misa negra es un libro desaforado, y también irregular. El periodismo de urgencia, el tratamiento histérico de la guerra de Irak y la militancia antiBush –éste, sí, cristiano a tocateja–, ocupan un espacio absurdo dentro de un libro escrito al trote. Gray carga tanto las tintas que se tiene, en ocasiones, la impresión de que ha empuñado la pluma sacudido por una catástrofe personal. Esta sensación se modera cuando se echa un vistazo a Perros de paja, publicado unos años antes que Misa negra. Perros de paja nos depara, por así decirlo, la clave filosófica de la que manan las fulminaciones del libro más tardío. Se trata de una clave sencilla: el hombre es un animal, no el compuesto de alma inmortal y cuerpo deleznable que ha pretendido la tradición cristiana y quiso antes Platón. Si el hombre es sólo un animal, y carece por tanto de los atributos que penden de su presunta singularidad óntica –la encarnada por el auriga, por retomar la imagen platónica del Fedro–, será inevitable recibir cum grano salis el sistema de derechos, capacidades o expectativas que a esa singularidad van asociados. A lo que, a la postre, nos lleva la naturalización radical del hombre es a invertir a Kant, fénix y cifra de muchos lugares comunes de la filosofía contemporánea. En la filosofía kantiana, la libertad, Dios y la vida eterna aparecen como exigencias deducibles de nuestra experiencia moral. Gray echa a chacota que seamos libres, no se entretiene en discutir si Dios existe, y niega incluso que seamos propietarios de una conciencia, en la acepción que defendió Kant y alega el sentido común. Para Gray, por supuesto, Kant es otro cristiano embozado. Cita, a este respecto, un divertido pasaje de El fundamento de la moral de Schopenhauer. Un hombre acude a un baile e inicia un escarceo con una belleza enmascarada. Pero al final del baile ésta se quita la máscara y el hombre descubre que ha estado pelando la pava con su esposa. El hombre es Kant, y la esposa, el cristianismo.

El errático, aunque intenso, examen de Gray plantea una pregunta capital: la de qué precio ha de pagarse por el abandono de las supersticiones cristianas. La respuesta es que el precio es enorme. Habríamos de renunciar, por ejemplo, a los derechos, entendidos como una garantía acreditable por el hombre con independencia de la sociedad o el régimen cultural que le hayan caído en suerte. Esto es un corolario del naturalismo tomado en serio. La consecuencia fue extraída, mucho antes, por Jacques Monod, nobel de medicina y autor del celebérrimo El azar y la necesidad. Escribe Monod (capítulo noveno): «Las sociedades liberales de Occidente celebran de dientes afuera, y proponen como fundamento de la moral un fárrago repugnante de religiosidad judeocristiana, progresismo cientificista, creencia en los derechos "naturales" del hombre, y pragmatismo utilitarista». Conviene reparar, sobre todo, en que Monod ha entrecomillado "naturales" al hablar de «derechos». El concepto de derecho natural, como insistiré en demostrar dentro de un instante, o es teológico o no es. El naturalismo de verdad nos deja a solas en un mundo cuyas leyes no hemos construido y que es indiferente a nuestros anhelos. Gray renuncia heroicamente a la noción de derecho, aunque suaviza este arrojo con una conjetura facilona: sugiere que la mutilación que supone el abandono de los derechos no es peor que las devastaciones causadas por la fe, bien en sus manifestaciones palmarias, bien en las recónditas. A esto los economistas lo llaman un trade-off: lo comido por lo servido. A la vista del mundo que apunta, yo preferiría llamarlo wishful thinking: no hay mal que por bien no venga.
Pese a todo, compensa leer Misa negra. ¿Por qué? La razón es que la perspectiva forzada de Gray sirve de contrapeso a las no menores violencias que en nuestra comprensión de las cosas han introducido los prejuicios dominantes. Llevamos siglos procurando recuperar las certidumbres del cristianismo desde un punto de partida no cristiano. Kant, un hombre de genio, dio el pistoletazo de salida, y Rawls ha encendido la última bengala. Pero una lectura atenta de los libros fundadores, y cierta independencia de la presión que ejerce la opinión establecida, deberían bastar a persuadirnos de que el intento es mucho menos sencillo de lo que se cree. El concepto, por ejemplo, de derecho individual, o derecho humano, es dudosamente inteligible, como aventuré hace un rato, fuera de una matriz teológica. La idea de derecho humano, humano a secas, proyecta a escala cósmica un artículo jurídico cuya definición presupone la existencia de un orden civil y de un magistrado que pueda garantizar ese orden con su autoridad. La extrapolación no tendrá sentido si no se realiza in toto: si no incluye, junto al artículo en cuestión, un orden de magnitud también cósmica y alguien que desde arriba lo tutela. Pretender lo primero sin conceder lo segundo suscita dificultades enormes, según se aprecia, con claridad maravillosa, en el reproche que Barbeyrac dirige a Grocio en la traducción anotada que de Los derechos de la guerra y de la paz realizó al francés. La idea de Grocio es que lo justo seguiría siendo de obligado cumplimiento incluso si, per impossibile, Dios no lo ordenara (Libro I, capítulo I, X). Barbeyrac contesta que esto es absurdo, porque nadie está obligado a nada si un tercero no lo fuerza a la obediencia. Mucho antes, el tomismo había afirmado que el mundo, en cuanto creado por Dios, exhibe una estructura que está orientada a un fin bueno y que el hombre puede aprehender por medio de la razón.

Ello franquea la puerta a una justicia universal y a la vez ateológica, en la línea seguida por Grocio. Pero este compromiso es inestable. Aunque no estemos postulando a Dios, estamos postulando su Providencia, y entonces, bien mirado, estamos postulando a Dios. Lo natural es que la cuestión acabe por resolverse, o en clave abiertamente religiosa, o en clave spinozista. En Spinoza ha desaparecido del cosmos todo rastro providencial. El resultado es que lo lícito y lo ilícito, lo piadoso y lo impío, no se pueden determinar antes de que el soberano los defina mediante sus decretos positivos, los cuales sólo serán vinculantes en la medida en que aquél se halle en situación de instarlos apelando a su poder incontrastable (Tratado teológico-político, capítulo XIX). En el mundo de Spinoza, evidentemente, queda poco margen para los derechos. Me refiero a los que proclama la Declaración de 1789 o a los que enarbolan las cartas de la ONU. Los clásicos modernos comprendieron la relación entre derecho y teología, y la arduidad de separarlos –y en ocasiones, de hacerlos compatibles– mucho mejor que nosotros.

Mark Lilla, el autor del tercer libro, es también, ya lo sabemos, historiador de las ideas, especialmente, historiador del pensamiento alemán. Profesa como catedrático de Humanidades en la Universidad de Columbia y escribe con frecuencia en The New York Review of Books (Gray es catedrático de Pensamiento Europeo en la London School of Economics y ha colaborado abundantemente en The Times Literary Supplement, de modo que asistimos a una perfecta simetría transatlántica). Entre The Stillborn God, el libro de Lilla, y los dos de Gray, se registran intrigantes paralelismos e, igualmente, diferencias muy importantes. Lilla prefiere no exceder los límites de su especialidad y es siempre más razonable que Gray. Pero opina, lo mismo que éste, que llevamos la religión pegada a la espalda. En Europa, según Lilla, ha sido históricamente hegemónica la teología política, entendida como una justificación del poder a partir de la Palabra Revelada y de su articulación por teólogos y juristas. Lilla atribuye la «Gran Separación» –el ingreso en un mundo de ideas en que la política deja de depender de la teología– a Hobbes (la idea germinal, por cierto, es de Carl Schmitt, al que Lilla prefiere no citar). Es Hobbes quien, en Leviatán, reinterpreta la religión como un artificio puramente humano y logra, por lo mismo, desactivarla. Nietzsche haría lo mismo unos siglos más tarde, aunque para sacar consecuencias por entero distintas. Sea como fuere, el Dios subyugado de Hobbes no tardará en sacudirse las cadenas. Lilla traza un itinerario arbitrario, aunque fascinante, que pasa por «La profesión de fe de un vicario saboyano» de Rousseau, se alarga a Kant y Hegel, y surca de caminos y menudos senderos la teología liberal alemana.

La reaparición de Dios representa también una reincorporación de éste al mundo social, bajo sucesivos disfraces. En Rousseau, nos asomamos al dios de los deístas: un Dios que nuestro corazón solicita y que no conoce acepción de ritos o cultos concretos. En Kant, Dios es una exigencia de la ley moral: se precisa un más allá en que el sujeto pueda alcanzar la perfección que no le ha sido concedida en este mundo y donde el sentido del deber y los impulsos del sentimiento se confundan hasta constituir un todo inconsútil y perfecto. Kant, por cierto, elaboró una eclesiología: es misión de las iglesias cristianas apacentar a sus rebaños con el propósito de converger hacia una religión límite que sólo puede ser racional. Al cabo, la Iglesia Militante dará lugar a la Iglesia Triunfante. Hegel da un paso más en la reinserción de Dios en la estructura civil y política. Las citas exactas valen más que mil exégesis, de modo que invocaré la sección 552 de la Enciclopedia: «Puede calificarse de error monstruoso de nuestro tiempo esto de empeñarse en considerar como separables, incluso como recíprocamente independientes, cosas inseparables (la conciencia religiosa y la ética)». El error se repite, añade Hegel, cuando ponemos de un lado la religiosidad subjetiva, y del otro el Estado y el derecho constitucional. En el esquema hegeliano, el Estado y la Iglesia han entrado en armonía, aunque no son equipolentes: el Estado liberal hegeliano luce más galones en la bocamanga que la clericatura y, en caso de conflicto, deberá prevalecer sobre ésta. En la estela de Hegel, los teólogos liberales –protestantes y judíos– intentan una adaptación de la religión a las ideas e instituciones modernas. El experimento concluye penosamente en la Gran Guerra. Adolf von Harnack y Ernst Troeltsch, los dos representantes señeros de la teología liberal, apoyan al káiser y se van, lo mismo que él, por el desaguadero de la historia.

El gran desastre europeo transformó la faz de Occidente. Se renueva el arte, la ciencia, el pensamiento. El gran acontecimiento teológico es la publicación de la Epístola a los romanos, en la que Karl Barth clama por un Dios que ya no tiene nada que ver con la deidad cortés, aburguesada, cortada a la medida de las necesidades civiles del Estado alemán, que habían cultivado sus antecesores liberales. Esto fue emocionante, pero alojaba también grandes peligros. Antes de la Gran Separación, la teología política se había visto contenida por una serie de mecanismos defensivos cuya expresión heráldica nos viene dada por la doctrina agustiniana de las Dos Ciudades. Los elegidos son peregrinos en la tierra, y mientras no llegue la parusía, habrán de acomodarse a convivir con los poderes que tienen la sartén por el mango en Babilonia (véase La ciudad de Dios, Libro XIX, capítulo XVII). La restitución de Dios al mundo profano operada por los teólogos liberales destruyó este equilibrio. Si la teología liberal hubiese triunfado, Dios habría desaparecido por asimilación: su mensaje habría acabado por confundirse con los manuales de buena conducta del ciudadano comme il faut. Dado, sin embargo, que la teología liberal no triunfó, sino que fracasó, lo que vino a ocurrir es que Dios resurgió desde el interior del reducto en que se le había intentado confinar. Es decir, desde la propia sociedad, infructuosamente secularizada. El efecto fue explosivo. Aunque Barth fue un antinazi impecable, no sentó ejemplo entre muchos de sus colegas. A lo largo de los veinte y los treinta, la teología política hizo estragos en la cultura europea. No sólo porque muchos hombres de religión se plegaron a la barbarie, sino porque ésta se adornó con atributos teológicos. El libro de Lilla concluye en un tono vagamente ominoso: el triunfo de la democracia y de la civilidad liberal no puede darse por sentado. Alojamos un volcán, que podría estallar en cualquier momento y cuyas devastaciones resultarán tanto mayores cuanto más ignoremos de dónde venimos o cuál es la componenda excepcional sobre la que se erige el orden actual.

Como he observado antes, las coincidencias entre Lilla y Gray son en ocasiones asombrosas. Sobre el libro de Lilla me permitiré exponer dos comentarios críticos. Ambos se refieren a Hobbes. Se me antoja excesivo atribuir a Hobbes la Gran Separación. Allí donde ésta fue duradera y eficaz –Estados Unidos e Inglaterra–, el modelo no vino dado por Hobbes, sino por Locke. Y Locke no destierra a Dios, sino que lo domestica. La estrategia lockeana está muy bien resumida en el capítulo que Locke dedica a los entusiastas en An Essay Concerning Human Understanding (Libro IV, XIX). Consiste en limitar las revelaciones de Dios a las que ya están codificadas en la Biblia y exigir que las restantes teofanías se sometan al examen de la razón. Lo que aparece entonces es un espacio de expresión pública que no niega a Dios pero que embrida eficazmente la invocación de Su Nombre. En The Reasonableness of Christianity se dibuja claramente una forma de fe que hace caso omiso de la teología y sus complejidades (la divinidad de Cristo, etc.), y que apunta hacia el deísmo. La separación entre Estado e Iglesia que establecen años más tarde los constituyentes americanos es consecuencia plausible del trabajo previo de Locke.

Mi segunda objeción es que la lectura que Lilla hace de Hobbes es unilateral. Hobbes fue, casi con seguridad, ateo. No obstante, ello no le impidió trasladar al soberano los atributos temibles que las teologías escotista y ockhamista habían asignado al Creador. La clave de esas teologías es el voluntarismo: ante el dilema de si Dios está obligado a querer lo que es bueno, o nada puede oponerse a la voluntad de Dios, se respondió diciendo que es bueno lo que Dios quiere. Dios define lo bueno queriéndolo. El hallazgo portentoso atraviesa de la cruz a la fecha la teología calvinista, y Hobbes lo aplica sin sombra de duda a Leviatán, un heterónimo de Dios de tejas abajo. De aquí a la construcción de un pensamiento político totalitario, plenamente asumido por los exponentes más radicales de la fórmula democrática, media un paso. Quedarse sólo con el Hobbes desacralizador es perderse la mitad de la función.

Ignoro qué título dará al libro de Lilla el editor que tenga el buen acuerdo de publicarlo en nuestro idioma. Sea cual fuere su decisión, la traducción literal reza así: «El Dios nacido muerto». ¿A qué Dios se refiere Lilla? Al alumbrado por los teólogos liberales. Fue un Dios de tan baja tensión, un Dios tan a ras de la moral cotidiana, que no acertó a cumplir la función que siempre ha cumplido Dios. Que es la de prometer la salvación y ayudarnos a soportar mediante esa promesa las incongruencias y miserias que devastan el mundo sublunar. Dios, en fin, no cabe en código civil. Pero, ¿es necesario, según Lilla? O mejor: ¿existen motivos para pensar que las alternativas laicas a Dios son un mero sueño de la razón?

Lilla elude pronunciarse sobre este asunto. Mi impresión, sin embargo, es que está al borde de decir «sí». Entiéndase, de admitir –con pesar– que Dios es imprescindible. Extraigo esta conclusión del tenor general de su argumento y de alguna que otra incursión –repárese, sobre todo, en las páginas 253-254– en el viejo asunto de los entusiastas, a saber, las sectas que se creían en comunicación directa con el Espíritu Santo y pusieron a Europa manga por hombro a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Las extravagancias de los entusiastas no conocieron límites. Todas las orquestas de rock del orbe, reunidas y ampliadas, son un aburrimiento en comparación con esos grupos de iluminados fanáticos que los poderes seculares y las iglesias establecidas persiguieron, diezmaron y torturaron. Para tener una vislumbre de ese mundo desaparecido, basta acudir a la glosa que de Locke hace Leibniz en sus Nouveaux essais sur l'entendement humain. Leibniz menciona, entre los entusiastas, a Antoinette Bourignon. ¿Quién fue Antoinette Bourignon? Una dama rica de Brabante que se creyó esposa de Cristo y que edificó una teología personal. Entre sus prodigios está el de haber inspirado al arquitecto Lacoste la demostración de la cuadratura del círculo. O el de conjeturar el procedimiento por el que Adán se reproducía antes de cometer el pecado original y dividirse en hombre y mujer. Gracias a su amor místico a Dios, Adán, d'après Bourignon, quedaba fecundado, y ponía unos huevos de los que salían otros tantos retoños. Los elegidos, en el paraíso, se multiplicarán de idéntica manera.

Los entusiastas fueron con frecuencia gente ignorante y siempre intratable. Pero sedujeron a teólogos e intelectuales formados. Bourignon se ganó, entre otras devociones, la de Poiret, un hombre cultivado. La fascinación que ciertos loquinarios ejercen sobre personas respetables brota de un sentimiento profundo: el de que no vivimos, no podemos vivir, con arreglo al sistema cerrado de ideas que se despliegan en los libros de filosofía. Estos sistemas son racionalizaciones ex post de otras ideas, salvajes y colmas de energía, y existencialmente más aptas que sus sucedáneos, por así llamarlos, exotéricos, o pasados por la aduana del pensamiento organizado. Para nosotros Poiret se pierde en el fondo de un pasado casi ininteligible. Pero autores modernos, y enormemente inteligentes, parecen participar del sentimiento que acabo de señalar. Un ejemplo obvio es Weber. A todas luces, Weber se siente más cerca del capitalista de primera generación, el cual acumulaba buscando en la riqueza señales de que había sido distinguido por la gracia, que de los capitalistas inerciales de su época. Éstos se le antojan a Weber puros autómatas, en el fondo, meros imbéciles morales. Otro ejemplo interesante es el que nos depara Schumpeter. En Socialismo, capitalismo y democracia, Schumpeter conjetura que el capitalismo morirá, no a impulso del socialismo, sino de sí mismo. ¿El motivo? El motivo es que su ethos reposa en estructuras culturales antiguas, que el propio éxito del capitalismo socava. Vuelvo a los entusiastas y a Lilla. El último no cita un artículo que sería rarísimo que no hubiese leído: «Religious Freedom and the Desacralization of Politics: From the English Civil Wars to the Virginia Statute», de J. G. A. Pocock. La tesis de Pocock es que la desactivación de los entusiastas fue una de las grandes tareas de la política durante los primeros siglos modernos, y que la solución consistió finalmente en convertir la religión en un asunto de mera «opinión». En algo que no estaba vedado a la especulación, pero que de ningún modo debía invocarse como argumento en las relaciones entre los hombres, o de éstos con la esfera pública. Nos encontramos, de nuevo, ante la «Gran Separación» de que habla Lilla, aunque en clave lockeana mucho más que hobbesiana. Por las razones que ustedes conocen, me inclino más por el retrato que hace Pocock de la situación que por el que bosqueja Lilla. Este punto, no obstante, no es el que me importa destacar ahora. Lo interesante es que el artículo de Pocock está escrito en un registro weberiano: Pocock aventura que el amansamiento de Dios integró también su desvirtuación, y que no está claro que el fuego, al extinguirse, no nos haya cegado el corazón de escorias y ceniza. O, por hablar al modo de Lilla, que la normalización de la teología no haya alumbrado un Dios muerto. El mismo escrúpulo he percibido en la discusión lateral que hace Lilla de los entusiastas en The Stillborn God. De ser mi sensación certera, la inanidad del Dios herrado por el poder civil, y la inanidad consiguiente de las formas de vida que crecieron en el espacio abierto por la Gran Separación, no serían sólo imputables a un episodio de la cultura alemana. La inanidad, la debilidad, y el peligro, afectarían a todo el mundo occidental contemporáneo.

Pero Lilla, a la vez, es un hobbesiano sincero. Contempla con más horror que trepidación interior el retorno a los desgarros civiles que la religión provocó en la Europa de su mentor. Ello confiere a su libro una sabrosa ambigüedad: vivimos una época mejor, una época en muchos sentidos deseable. Pero también vivimos una época de aleación espiritual baja. Esencialmente, porque descansa sobre la represión de Dios, no sobre su superación. Resulta interesante notar que Lilla publicó en The New York Times («The Politics of God», 19 de agosto de 2007) un anticipo popularizado de The Stillborn God. No se trata de un mero resumen, puesto que se adentra en cuestiones de actualidad que no trata en su estudio sistemático. Y afirma dos cosas tremendas. La primera, que es un «milagro» –o sea, algo que es probable que no vaya a durar– que el edificio constitucional estadounidense esté soportando las disensiones que sacuden al país en materias tales como el aborto, la eutanasia, las células madre o la oración en las escuelas. La segunda, que el islamismo es inadaptable. Lo es por cuanto se trata de una auténtica religión, entiéndase, de una religión no despotenciada por la Gran Separación. Los intentos por sujetarla al orden de las democracias liberales resultan, por tanto, vanos. Si el islamismo se hace por fin compatible con nuestras formas de vida, será gracias a una revolución teológica interior, no menos formidable que la obrada por Lutero hace quinientos años. Y no sabemos si eso ocurrirá, ni, por supuesto, cuándo ocurrirá. Mientras tanto, la creciente presencia de musulmanes en suelo occidental habrá de gestionarse acudiendo al procedimiento medieval del gueto, en la acepción laxa del concepto. Tendrá que reconocerse a una parte de la población el derecho a regirse por normas que difieren de las de la mayoría. Es inevitable no advertir la naturaleza crepuscular de estas reflexiones. Según el guión oficial, Occidente superó primero la cuestión religiosa, y luego consiguió evitar la lucha de clases. De ahí resultaron sociedades altamente homogéneas, en que se combinaba la libertad individual con dosis grandes de redistribución. Estábamos en el paraíso socialdemócrata. Pero el paraíso socialdemócrata empezó a deteriorarse en lo cultural en los sesenta, y en lo económico en los setenta. Ahora la socialdemocracia empieza a parecer una cosa del pasado. Los valedores de las indiscutibles virtudes del orden socialdemócrata recordarían crecientemente a los defensores de la sociedad patriarcal en época de Locke. Serían reaccionarios en la acepción aséptica del término, como fue un reaccionario objetivo Filmer, el gran rival de Locke.

¿Qué pronósticos adelanta por su lado Gray sobre el futuro de la religión? Se detecta una inflexión, un giro, al comparar Perros de paja con Misa negra. En el primer libro, el cristianismo nos es presentado como una sangrienta patología cuya falsa secularización promete más sangre aún. Se diría que Occidente, y por extensión todo el mundo occidentalizado, terminarán por morir de un atracón de sí mismos, como lo hicieron los habitantes de las islas de Pascua en la descripción que de ese fenómeno misterioso nos ha transmitido Jared Diamond. Pero una patología que ha durado más de dos mil años parece difícil que pueda ser, en realidad, una patología. Si nos tomamos la teoría de la evolución en serio, lo normal será concluir que la patología cumple alguna función, o, sumando eones y yendo más allá del cristianismo, que la religión se halla enredada con nuestra dotación genética. Es la consecuencia a la que Gray llega en Misa negra. Escribe textualmente Gray: «Las religiones expresan necesidades humanas que ningún cambio en la sociedad puede eliminar [...]. Los seres humanos no dejarán de ser religiosos por lo mismo que no dejarán de ser sexuados, lúdicos o violentos». Todavía queda en pie una pregunta: ¿se logrará contener la religión en el ámbito privado, como quería Locke? Ni siquiera, según Gray. Añade nuestro autor: «Si la religión es una necesidad primaria de los hombres, no debería suprimirse ni relegarse al ámbito de la vida privada. Debería integrarse plenamente en la esfera pública, lo que no significa que haya de establecerse una religión pública. Las sociedades tardías alojan una diversidad enorme de puntos de vista [...]. El mundo moderno tardío es insobornablemente híbrido y plural».

Pero la coletilla final de Gray suena a falso. Una religión afirmativa no se resignará nunca a no ser una religión expansiva, porque la verdad no es negociable, no se restringe a ser «mera opinión». En el caso alemán, como explica Lilla, la adecuación de Dios al orden civil habilitó a la religión en la sociedad liberal al precio de dejarla medio muerta. Al revivir la religión, la sociedad liberal saltó por los aires. En el caso de Estados Unidos, se está manteniendo la religión a raya mediante un esfuerzo constitucional tan empeñoso que ya empiezan a acusarse síntomas de lo que los ingenieros denominan «fatiga de materiales». En resumen: si es verdad que Dios se resiste a morir, no cabe excluir que nos espere, a la vuelta de la esquina, el caos prelockeano, la atmósfera moral que precedió a la Gran Separación. Mutatis mutandis: lo que podría haber entrado en cuarto menguante es la democracia liberal, no Dios. Esto es lo que insinúa Mark Lilla, y Gray firmemente piensa, aunque a veces se muerda la lengua.



http://farm2.static.flickr.com/1434/1140133224_c6a192d387.jpg?v=0
El profesor Mark Lilla


La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 5372
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)