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miércoles, 3 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] ¿Qué es la maldad?





Qué es la maldad?, se pregunta el periodista César Casal en La Voz de Galicia. La maldad va de Aylan ahogado en una playa de Turquía a Valeria ahogada en el río Bravo, comienza diciendo. Esos dos niños demuestran con sus muertes que la maldad existe. Son la prueba de la crueldad de Occidente, cómo el primer mundo se ensaña con el cuarto mundo. Cómo nos encanta mirar hacia otro lado. El tercer mundo hace mucho que no existe. Ahora hay un cuarto mundo que es el de los que no tienen nada. El de los padres de Valeria que la cogieron en El Salvador con apenas un año de vida y se la llevaron a cruzar Centroamérica, porque en su país no encontraban una manera decente de salir adelante. La llevaron para comprar el sueño de Estados Unidos. Un sueño que no existe. Que no tiene visa ni tiene nada. Que es una pesadilla monstruosa. Que es morirse en el fango del río Bravo por la inacción de los políticos o por su acción racista y excluyente. El relato de cómo fueron los hechos, cuya foto una vez más conmocionó a los que vivimos en los países ricos durante un rato, el rato que nos dura la imagen en la cabeza, mientras tomamos el café con cápsula, y luego nos encapsulamos de nuevo en el absurdo de nuestro mundo, en el que sí hay bienes, víveres, vacaciones, recursos. Un mundo en el que la palabra crisis es dura, pero muy distinta de lo que era la existencia para Óscar Alberto Martínez, de 24 años; y su mujer Tania Vanessa Ávalos, padres de Valeria.

El relato de la madre es espeluznante. Añade desastre al desastre. Aunque las versiones son confusas, cansados de esperar, el padre se decidió como tantos otros a cruzar el río, sin saber que no era río, sino que era la laguna Stigia, donde solo les esperaba Caronte. El caso es que logró pasar a la orilla de las barras y las estrellas, la de la supuesta salvación. Dejó allí a Valería, que a su año y pocos meses, pensó que todo era un juego como en la película La vida es bella. Su padre volvió a por la madre, al lado mexicano. Y ese bebé pensó que todo era broma y risa y se echó al agua otra vez, en lugar de esperar quieta, como le había dicho su padre. Al observar los padres que la corriente se la llevaba, él se tiró al río para volver a recogerla. Y no fue capaz. Su inmenso corazón, ese corazón que deja a la hija y que va a por la madre, para que pase la familia entera. Ese corazón que se tira para salvar a su cría de una muerte que se acerca. Ese corazón enorme se empapa y se hunde. Junto a su pequeña. Luego los dos son hallados, con Valeria metida debajo de la camiseta de su padre. La policía supone que Óscar la alcanzó y que la introdujo bajo la ropa para que no se la volviese a llevar la corriente. Así apareció con el pequeño brazo sobre el cuello de su padre, dos cuerpos muertos. Se acabaron las fuerzas. Se acabó el sueño. Se acabó la vida. Y este cuento también se ha acabado, sin más. Aquí nadie come perdices. La maldad.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 15 de agosto de 2018

[A VUELAPLUMA] Oh, vida, los que vamos a morir te saludamos





Una vez le preguntaron a David Hume (1711-1776) si no sentía preocupación por lo que pudiera haber después de la muerte. La respuesta del filósofo, que cito de memoria, fue que "si nunca le había preocupado saber donde estaba antes de nacer, porqué iba a preocuparle saber donde iba a estar después de morir"... Esta entrada no va dirigida a los jóvenes, al menos no de momento, pero sí a los que estamos ya jugando el último cuarto del partido, esa etapa de nuestra vida en la que, como dice el filósofo Fernando Savater, "la evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno pensador". 

El profesor Aurelio Arteta, autor de A fin de cuentas. Nuevo cuaderno de la vejez (Taurus, Madrid, 2018), catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad del País Vasco, escribe en El País que tener presente la muerte es la mejor forma de tomar en serio nuestra existencia. A quienes ya somos viejos, comienza diciendo, y aún no hemos perdido del todo la cabeza ni las ilusiones, nos toca pensar a fondo la vejez. Eso significa no quedarnos en sus estereotipos o engañifas habituales, como tampoco en los parciales enfoques sociológicos, económicos o de autoayuda acostumbrados. Más todavía, tras examinar los rasgos de esta edad postrera, habremos de atrevernos a mirar de frente a lo que inmediata y definitivamente la sigue: la muerte. ¿Acaso no le tengo miedo? Imagino que como cualquiera. Pero uno supone que, antes de ser despojado de todo lo mío, deberé hacer el esfuerzo de recuperarme a mí mismo. En vísperas de que me vaya, tendré que aprender a despedirme.

Todo lo que empieza tiene que acabar, de acuerdo. Pero admitiremos que, una vez que todo ha comenzado para nosotros (la vida), en cuanto alcanzamos alguna madurez el problema decisivo pasa a ser su final (la vejez y la muerte). No fuimos sujetos de nuestro comienzo, pero sí podemos serlo de su término. Lejos de merecer tildarlo de enfermizo, será incluso un signo de buena salud. Por más que intentemos mirar para otro lado (o sea, di-vertirnos), llegará un momento en que ya no será fácil hacerlo. Esta es la cuestión: si ese recordatorio nos amargará cada instante del último periodo o, por el contrario, le concederá todo su valor.

Seguramente el requisito adecuado para meditar y hablar de la vejez con cierta solvencia sea prestar atención al propio envejecimiento. Nadie ignora que cada día nos morimos un poco, aunque la convención reinante prefiere creer que sólo los mayores envejecen y mueren. Pero habrá que distinguir —lo que olvidó Epicuro en su famoso argumento— entre el proceso de morir y el momento de la muerte: mientras yo estoy, mi muerte no está presente, es verdad, pero me estoy muriendo. Ese envejecimiento puede llamarse “el otoño de la vida”, aunque sería más justo compararlo con su invierno, siempre que se acepte que esta vez no le seguirá ninguna radiante primavera.

Parece como si la vejez nos llegara sin advertencia previa, por más síntomas que nos hayan anunciado su acercamiento. Al final, brotará la sorpresa del ah, ¿pero la vida era esto? ¿Y quién discutirá que a la vejez le gusta ocultarse? Mientras le sea posible, el ya anciano tratará de esconder su vergüenza ante el propio deterioro, encubrir su condena y retrasar en lo posible su seguro cumplimiento. Por eso mismo es un tiempo de eufemismos y disimulos. En lugar de llamarle anciano o viejo, preferimos denominarle una persona de edad o de cierta edad, como si todas las demás no lo fueran también. Los entrenamientos del cuerpo —hoy tan en boga— invitan al qué joven te veo, pero nos ahorramos el masaje de las menos visibles arrugas del alma.

A poco que el anciano mire dentro de sí, no habrá dolor o tristeza de los otros que le sean ajenos. Para él sus compañeros de generación conforman esa gran comunidad de morituri, o sea, de los que van a morir y requieren su cuidado recíproco. Pero a esa misma añada pertenecen también los viejos amargados que optan por encerrarse en su rincón y desentenderse de todos y de todo. Hasta de los muertos que los precedieron, de quienes son sus deudores. Se diría que, ante la amenaza que los aguarda, el máximo riesgo de muchos mayores es el de convertir su vida restante en un periodo de espera desconsolada, en un tiempo vacío…

Antes de abandonar este valle de sonrisas y lágrimas, uno está dispuesto a mantener que lo más decisivo en nuestra vida se aprende al hacernos mayores. Por eso no le asusta demasiado que, en mitad de una reunión de coetáneos, le cuelguen el sambenito de aguafiestas como se le ocurra introducir a la muerte en mitad de la charla. Replicará enseguida que siempre la llevamos con nosotros y nada hacemos sin contar con ella. Será una nueva ocasión de escapar de la mediocridad del montón, de la entrega a los prejuicios de la mayoría. Al fin y al cabo, bien sabemos que cada cual se muere solo y no en grupo…

La muerte relativiza todo cuanto se compare con ella o se contemple desde ella. El hombre mismo se ha definido como un ser relativo a la muerte, el ser que siempre vive en relación con ella. La muerte es su trasfondo y su horizonte; ella pone a cada uno en su sitio. La muerte nos hace pequeños y grandes a un tiempo. Pequeños, porque es la prueba incontestable de que nuestro destino inevitable es la nada. Sólo ante ella palpamos nuestra limitación esencial y la de nuestros proyectos más entusiastas. Pero también nos hace grandes al mismo tiempo. Y es que esta guerra perpetua acabará para cada cual en su propia derrota, pero tras unas cuantas victorias parciales que nos honran. Somos lo que llegamos a ser contra la muerte y por su mediación; a fin de cuentas, gracias a ella.

Así las cosas, ¿no será la reflexión sobre nuestra finitud —al contrario de lo que predica el tópico— un considerable estímulo de la vida? ¿O no es su anticipación mental el acicate negativo de cuanto hacemos y aspiramos? La conciencia del límite que conlleva infunde urgencia a nuestros quehaceres y clasifica nuestros proyectos en más o menos importantes para mejor distribuir ese tiempo tan escaso que se nos ha otorgado. Sólo la previsión y meditación de nuestra fugacidad puede dotarla de su debido espesor; la muerte se encargará al final de encumbrar nuestra vida… o de certificar su pobreza. André Gide lo comprendió a fondo: “Por no pensar lo suficiente en la muerte, ni el más breve instante de tu vida ha sido lo suficientemente valioso”.

En definitiva, dar su justo valor al presente requiere vivir la vida desde ese futuro. Hay que tomar nuestra existencia en serio precisamente porque acaba, porque ya no podemos llegar a más ni van a ofrecernos otra nueva oportunidad de ser. Por eso mismo puede proclamarse con toda certeza que la muerte no está al final, sino en el centro mismo de la vida, según constata Ramón Andrés. Y repetir con Fernando Savater que “la evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno pensador”.



"Vida y muerte", de Gustav Klimt (1862-1918)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4550
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"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

viernes, 4 de diciembre de 2015

[A vuelapluma] El sentido de la vida. 40 años sin Hannah Arendt




Hannah Arendt (1906-1975)


Las asociaciones involuntarias de ideas me provocan perplejidad. Lo mismo que los sueños. No entiendo muy bien el mecanismo que produce unas y otros, pero me encantan. Si morir es un sueño eterno, no deberíamos tenerle excesivo miedo a la muerte. Yo, desde luego, no se lo tengo. Si acaso me produce cierta angustia el dolor físico y el deterioro mental que puede precederla. Y sobre todo el sentimiento de pérdida y la pena que provoca la ausencia en los que te amaron y a los tú también quisiste. 

Hoy hace cuarenta años que murió en Nueva York, a los sesenta y nueve de edad, mi admirada Hannah Arendt. Imposible sustrarme a la tentación de recordarlo. Quería escribir algo sobre la efémeride, y ahí cuadra lo de las asociaciones de ideas, y me encuentro con un hermoso artículo del profesor Rafael Narbona en su blog Viaje a Siracusa, titulado "Esperando al 21", que refleja muy bien lo que yo hubiera deseado contar. 

Es un texto muy bello, en el que "un recuerdo de Madrid", un determinado recuerdo de un determinado hecho de un determinado Madrid de una determinada época, que ya pasó, se convierte en el hilo conductor del relato. 

Antes de reseñarlo, permítanme un breve ejercicio de nostalgia. Llegué por vez primera a Madrid, en tren, con mis padres y hermanos, una fría mañana de invierno pocas semanas antes de cumplir los cuatro años. Tengo muy claro el recuerdo de ver por la ventanilla del vagón pasar los árboles cubiertos de escarcha. Nos afincamos en el barrio de Delicias, en el entonces distrito de Arganzuela-Villaverde, y siete años después nos mudamos al barrio de Hispanidad, en el distrito de Chamartín. Casi de un extremo a otro de la ciudad. Allí viví once años más. Y de Madrid a Canarias, donde sigo viviendo a punto de cumplir los 70.

En Madrid se quedaron mis padres, mis hermanos y una numerosísima familia de primos y tíos. Y a Madrid habré vuelto un centenar largo de veces desde entonces. Solo, con mi mujer y mis hijas, por placer, por estudios, por trabajo y por tristes acontecimientos familiares. La última, hace apenas unos meses. Y reconozco que "este Madrid" no es el Madrid de mi infancia, de mis recuerdos y mi añoranza. No digo que sea mejor ni peor; simplemente, no es el mío. Y no me gusta tanto como aquel de mi niñez y juventud.

Pasé mi niñez y mi primera juventud, dice Narbona en su relato, en el barrio de Argüelles. Mi dormitorio era amplio y luminoso. Tenía un pequeño balcón desde el que podía contemplarse el Parque del Oeste y la Casa de Campo. Apoyado en una barandilla de hierro, observaba al funicular que sobrevolaba las encinas y las jaras, adentrándose en una campiña de suaves colinas y pequeños cerros. Desde un sexto piso, el Manzanares parecía un río de un azul melancólico, que espejeaba bajo el sol, acompañando a la Almudena durante los crepúsculos granates y los amaneceres fríos, cristalinos. El Palacio Real, con sus simetrías y exactitudes, borraba cualquier ensoñación romántica. La fachada orientada hacia los Jardines de Sabatini insinuaba que la razón es un ardid del ingenio humano para aplacar el desorden de la naturaleza. Lo caótico y desmesurado nos infunde temor. La proporción y la medida nos hacen sentir que el mundo puede someterse al tamaño del hombre, espantando nuestros miedos. 

En otoño, sigue diciendo, levantaba las persianas y el paisaje cambiaba. Los árboles del Paseo de Rosales se quedaban desnudos, alfombrando las aceras de amarillo y rojo. El otoño, la mejor estación del año en Madrid, añade, era un paraíso cercano, con mañanas tibias y transparentes, que propiciaban la contemplación y el ensimismamiento. Cuando regresaba de la universidad, bajaba por el Paseo de Moret, con una indecible paz interior, observando las ramas que se enlazaban sobre mi cabeza. No hacía falta mucha fantasía para convertirlas en los arcos de una bóveda natural e imaginar que recorría un interminable claustro. Mi serenidad conventual se desplomaba cuando llegaba a la altura de Marqués de Urquijo y el tráfico, con su estrépito de bocinas y plebeyos tubos de escape, avivaba la rutina de la ciudad.

En las grandes aglomeraciones urbanas, cuenta poco después, la poesía se guarece en las esquinas, tímida y silenciosa. En aquella ocasión, añade, la poesía fue para él, era una anciana que esperaba al autobús de la línea 21 de la EMT. Al lado de la estatua del pintor Rosales, se levantaba una marquesina. La anciana había superado los ochenta años, pero no había perdido su belleza. Con los ojos azules y el pelo blanco recogido en un moño, su rostro evocaba a las actrices de otra época, que sólo necesitaban mirar a la cámara para crear una atmósfera sensual y mágica, sin realizar ninguna concesión a la vulgaridad. Delgada y alta, su pequeña nariz recordaba la perfección de las estatuas clásicas, con sus rasgos armónicos y sin estridencias. En su mirada se advertía una niñez que se resistía a morir. No respetaba horarios, añade. Su presencia en la marquesina del 21 era imprevisible, pero recurrente. Solía encontrarla hacia las dos de la tarde, a las seis, a las nueve, o a primera hora de la mañana, incluso en invierno, cuando el frío estremecía los huesos y madrugar parecía una medida disciplinaria. Muchas veces llevaba un abrigo beige combinado con un fular amarillo, que anidaba al cuello con gracia y delicadeza. Había algo de emperatriz china en su expresión enigmática. Durante las mañanas soleadas, paseaba por el parque con un canario en una jaula. Se sentaba al lado de una fuente, escuchando el sonido del agua, mientras el pájaro cantaba alborozado. Nunca me atreví a dirigirle la palabra, pues con veinte años la vejez parece algo remoto y ajeno, pero muchas veces viajamos juntos. Yo casi siempre iba de pie; ella, invariablemente, se sentaba y nunca dejaba de mirar hacia el exterior, como si quisiera atrapar y atesorar en su memoria cada imagen, cada instante. Yo me bajaba antes que ella, preguntándome cuál sería su destino. Pensaba que tal vez tenía un hijo en un barrio alejado, pero en una ocasión escuché a dos conductores de la EMT comentando que se hacía la ruta completa del 21 varias veces al día. Ambos especulaban con que tal vez era una viuda sin hijos, incapaz de soportar la soledad de un hogar vacío. Esa conversación convirtió mi simpatía en ternura. Pensé en decirle algo, pero temí importunarla y me limité a continuar observándola. Me preguntaba si mi vejez se parecería a la suya, pues ya entonces pensaba que no tendría hijos. Vivía en un piso de renta antigua y presumía que algún día me marcharía de Argüelles, dejando atrás infinidad de recuerdos.

Cuando pasaron varios días sin cruzarme con ella, prosigue diciendo, empecé a pensar que había muerto, pero no me atreví a investigar. Preferí no saber nada, imaginar que seguía esperando al 21, pero a otras horas y que de vez en cuando paseaba al canario, feliz de escuchar su canto cerca de la fuente. Hace mucho que me mudé a las afueras de Madrid, y que no subo al 21, nos cuenta, pero cuando me he acercado a Madrid y lo he visto bajar hacia el Parque del Oeste, he sentido que mi vida viajaba en él, quizá con la de aquella anciana que esperaba a la muerte con los ojos muy abiertos, complaciéndose con las estampas de una ciudad que nunca amé y que ahora añoro, porque en ella está parte de mi existencia. Nos gustaría que lo que amamos viviera para siempre, pero tarde o temprano todo se desvanece. Vivir es despedirse una y otra vez, decir adiós con pena, impotencia y perplejidad. Siempre he deseado creer en Dios, siempre he sentido que me llamaba desde una casa encendida, invitándome a pisar el umbral, pero siempre ha surgido algo que me ha detenido: la muerte prematura de un ser querido, la sonrisa triunfal de la crueldad, las ásperas objeciones de la razón, tan obstinada como precisa. Quizás esa anciana cuyo nombre ignoro esperaba al 21 porque había aprendido que es mejor aplazar cualquier pregunta y limitarse a contemplar el mundo con asombro y gratitud.

Hasta aquí, un resumen del hermoso artículo de Rafael Narbona que les animo a leer completo en el enlace de más arriba. Yo, al hacerlo, no he podido evitar pararme a reflexionar una vez más sobre el sentido de la vida, en general, y de la nuestra, la de cada uno en particular. Y recordé una frase de Hannah Arendt al respecto, que cito de memoria así que puede no ser exacta en su transcripción literal: "la muerte es el pequeño precio que tenemos que pagar por la dicha de haber vivido".

Me gustaría creer que nos equivocamos los que pensamos que la vida no tiene ningún sentido y que estamos aquí por Azar, permítanme escribirlo con mayúscula quizá contradiciéndome a mí mismo, y que la historia de la evolución, desde el Big Bang para acá, es esa flecha lanzada hacia el Infinito de la que tan poéticamente hablara Pierre Teilhard de Chardin. Pero sé que mucho antes de lo que querríamos desapareceremos para siempre, y que cuando desaparezcan a su vez aquellos a los que amamos y nos amaron, no quedará nadie que guarde recuerdo alguno de nosotros. Y que mucho más tarde aún también desaparecerá todo vestigio de los seres que un día poblaron esta casa común que es la Tierra. 

Y aun así, como dijo Hannah Arendt, vivir habrá merecido la pena. Porque habremos visto salir el sol e iluminarse el cielo de estrellas; encontrado el amor y nacer y crecer a nuestros hijos y nietos; leído a Homero, Cervantes y Shakespeare y oído a Mozart, Beethoven y Los Beatles; y luchado en la medida de nuestras fuerzas y capacidades por lo que nos ha hecho humanos: la libertad de pensar y de elegir.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




Catedral de N.S. de La Almudena y Palacio Real (Madrid)




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 19 de mayo de 2015

Las edades del hombre: Juventud, experiencia, mortalidad y recuerdo



Aquiles educado por Quirón


Reconozco que cuando me pongo sentimental, algo que afortunadamente no me pasa muy a menudo, resulto un latazo. Sobre todo para conmigo mismo. Me acaba de ocurrir hace unos momentos, que leyendo unas páginas de "Aquiles en el gineceo o aprender a ser mortal" (Taurus, Madrid, 2014), del filósofo Javier Gomá, me ha dado por pensar en mis padres, mis abuelos y parientes y amigos que ya no están aquí. ¿Qué pensaran mis hijas, mis nietos, mis amigos y conocidos de mí cuándo ya no ande por estos andurriales de la vida? La pregunta es un tanto retórica y carece de sentido porque no podré saberlo, pero aunque la sola idea de la eternidad resulte monstruosamente aburrida, el hecho de que nadie muera del todo mientras le recuerden con cariño aquellos que nos quisieron y a los que quisimos, resulta consolador.

Dice Gomá en el libro citado más arriba que antes de embarcar para Troya cruzando las anchas extensiones del océano, cada joven del mundo imagina, inexperto, todo el proyecto de su vida futura, formulándose como Kant, la primera y fundamental de todas las preguntas: ¿qué me cabe esperar? Quien carece de experiencia y desconoce que esta es sustancialmente negativa -dice- y que se manifiesta como resistencias que la realidad, tozuda, opone a nuestros deseos, incluso a los más bellos y justos, supone que todas las posibilidades de lo humano tienen cabida en ella. El futuro se despliega a sus pies y la vida es su única posesión. ¿Cómo será esta?, se pregunta. Observa en los demás hombres, adultos y ancianos, el ejemplo de trayectorias parciales, inacabadas, cuando no simplemente rotas, y él, reaccionando contra la fragmentación humana de la que es testigo, quiere dominar su propio destino.

Realmente, continúa diciendo Gomá, la juventud es inexperta, pero es también la edad menos ingenua de cuantas hay, pues en ella predomina una lucidez tan intensa que el joven, con frecuencia, se siente viejo, que lo sabe todo, aun sin necesidad de haber vivido.

Sin duda, dice, no lo sabe todo. Pero es cierto que esa edad ociosa sin oficio ni beneficio, es un momento privilegiado para pensar en todo. ¿Cuándo se manifiesta esa totalidad en el caso de la vida humana?, se pregunta. No hemos de reputar a nadie feliz, dice con Solón, mientras viva, sino que debemos esperar al final de su existencia, pues es al morir cuando el sujeto entrega su esencia, que no es otra cosas que el ejemplo que ha ido cincelando durante todos los años anteriores en la materia del tiempo. 

Durante todos los años de su habitar sobre la tierra, sigue diciendo, el hombre incuba en su seno la promesa de un ejemplo que va creciendo y solo se detiene y asume su forma definitiva cuando aquél muere. Es difícil que un sujeto conozca a otro -un padre, un amigo- añade,  mientras ambos el conocedor y el conocido todavía viven. El ritmo de las obligaciones ordinarias, la vulgaridad de las situaciones, el norte del egoísmo humano, la inseguridad de las apreciaciones en la experiencia diaria impiden una disposición apta para dicha percepción. Pero tras la muerte, resplandece ese ejemplo ya completo y despojado de sus accidentes. 

Con frecuencia, dice, ignoramos que el término griego para designar la verdad -"aletheia"- significa no-olvido -"a-lethos", esto es, recuerdo. Conocer la verdad de un hombre en sentido estricto, es pues, recordar su ejemplo cuando ya ha dejado de existir, momento en que adquiere un relieve y una nitidez extraordinarios. De ahí que nos conmovamos hasta la desesperación, continúa diciendo, cuando desaparece un ser querido, pues al morir contemplamos por primera vez su ser verdadero, lo amamos definitivamente y desearíamos por encima de todo poder decírselo, pero entonces es ya demasiado tarde. Todo conocimiento es póstumo.

Aplicado a la vida de un hombre entendida como un texto, prosigue diciendo más adelante, el joven que en sus ensoñaciones trata de leer antes de ser escrito el libro de su vida, proyecta inevitablemente sobre su propio futuro una unidad perfecta de sentido. Siendo el contenido de esa libro la lenta elaboración de un ejemplo, que quedará fijado con su muerte y será rememorado en su "laudatio" por los que le conocieron y recibieron su impronta, la expresada anticipación de la perfección, supone, en consecuencia, la hipótesis de un ejemplo perfecto pleno de sentido. Pertenece por tanto a la naturaleza de la juventud imaginarse su edad adulta como la progresiva realización de un ejemplo perfecto. La secreta aspiración de ese joven, concluye, sería no solo leer su futura "laudatio", sino también escribirla sobre la "tabula rasa" del tiempo disponible para así dominar su destino con la misma exactitud que el poeta es señor de sus versos. ¿Que escribiría en su propio sermón funerario si, adoptando una posición originaria, estuviera en su mano redactar cada uno de sus párrafos?

Como colofón, les invito a leer la reseña que del libro de Gomá realizara en Revista de Libros hace ya un tiempo el también filósofo Antonio Valdecantos. Merece la pena, se lo aseguro.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt




Juventud gozosa




Entrada 2260
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viernes, 14 de noviembre de 2014

Leer, pensar, escribir







Leo en la edición elecrónica de El País Semanal la entrevista que el semanario hace al escritor británico Julian Barnes (nacido en 1946, veinte días antes que que este escribidor). Interesante entrevista, sin duda, en la que hace referencia constante, de motu propio o a instancias del entrevistador, a tres de sus obsesiones literarias: la pureza y el buen uso del lenguaje, la influencia de los escritores y la literatura francesa (algunos le consideran el escritor más francés entre los ingleses) y la omnipresencia en sus libros de temas como la muerte o el suicidio, aunque siempre tratados con ese distanciamiento pudoroso e irónico de los ingleses sobre sí mismos.

Alguien dijo alguna vez que toda obra literaria es el fondo una paráfrasis de la propia vida, consciente o inconscientemente, del autor. Y de sus lecturas, añade Barnes en la entrevista reseñada: estoy de acuerdo. Leyéndola recordé haber escrito algo en el blog, alguna vez, sobre él y sobre el único de sus libros que he leído. Una obra menor, sin duda: "La mesa limón" (Anagrama, Barcelona, 2005). Y sí, lo hice en una entrada de noviembre de 2011: "Mis lecturas", en la que dejaba constancia de las reflexiones a vuela pluma reflejadas en una especie de diario literario que llevé entre mayo de 2004 y noviembre de 2006 sobre algunas de mis lecturas (no académicas), setenta en total, de aquellas fechas. No sé si interesarán a alguien, pero por si es así, ahí las dejo.

Sobre "La mesa limón" de Julian Barnes tengo anotado lo siguiente: "Colección de relatos cortos de este escritor británico en los que con ácido humor pone delante de nuestros ojos la vida, los amores y la presencia latente de la muerte de las personas englobadas en ese grupo que hemos dado en llamar "tercera edad"; deliciosos relatos a pesar del previsible final trágico de todos sus protagonistas".

Ya puestos a ello, si lo desean y tienen tiempo, curiosidad y paciencia, les invito a echar una ojeada en la columna derecha del blog al apartado "Algunos de mis autores (y sus libros) favoritos". Solo pongo un libro por cada autor. Evidentemente, no están todos los que son pero sí son todos los que están... En cualquier caso, no dejen de leer la entrevista a Julian Barnes, que es el objeto central de esta entrada. Espero que la disfruten. 


Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt




El escritor Julian Barnes



Entrada núm. 2191
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