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jueves, 22 de noviembre de 2018

[CUENTOS PARA LA EDAD ADULTA] Hoy, con "La promesa", de Gustavo Adolfo Bécquer





El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.

Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado La promesa, de Gustavo Adolfo Domínguez Bastida (1836-1870), más conocido literariamente como Gustavo Adolfo Bécquer. Becquer fue un poeta y narrador español perteneciente al movimiento del Romanticismo. Por ser un romántico tardío, ha sido asociado igualmente con el movimiento posromántico. Aunque en vida ya alcanzó cierta fama, solo después de su muerte y tras la publicación del conjunto de sus escritos obtuvo el prestigio que hoy se le reconoce. Su obra más célebre son las Rimas y Leyendas, un conjunto de poemas dispersos y relatos, reunidos en uno de los libros más populares de la literatura hispana. Les dejo con uno de sus más famosos relatos, titulado La promesa. 



LA PROMESA
por
Gustavo Adolfo Bécquer


I

Margarita lloraba con el rostro oculto entre las manos; lloraba sin gemir, pero las lágrimas corrían silenciosas a lo largo de sus mejillas, deslizándose por entre sus dedos para caer en la tierra, hacia la que había doblado su frente.

Junto a Margarita estaba Pedro, quien levantaba de cuando en cuando los ojos para mirarla y, viéndola llorar, tornaba a bajarlos, guardando a su vez un silencio profundo.

Y todo callaba alrededor y parecía respetar su pena. Los rumores del campo se apagaban; el viento de la tarde dormía, y las sombras comenzaban a envolver los espesos árboles del soto.

Así transcurrieron algunos minutos, durante los cuales se acabó de borrar el rastro de luz que el sol había dejado al morir en el horizonte; la luna comenzó a dibujarse vagamente sobre el fondo violado del cielo del crepúsculo, y unas tras otras fueron apareciendo las mayores estrellas.

Pedro rompió al fin aquel silencio angustioso, exclamando con voz sorda y entrecortada y como si hablase consigo mismo:

-¡Es imposible…, imposible!

Después, acercándose a la desconsolada niña y tomando una de sus manos, prosiguió con acento más cariñoso y suave:

-Margarita, para ti el amor es todo, y tú no ves nada más allá del amor. No obstante, hay algo tan respetable como nuestro cariño, y es mi deber. Nuestro señor el conde de Gómara parte mañana de su castillo para reunir su hueste a las del rey Don Fernando, que va a sacar a Sevilla del poder de los infieles, y yo debo partir con el conde. Huérfano oscuro, sin nombre y sin familia, a él le debo cuanto soy. Yo le he servido en el ocio de las paces, he dormido bajo su techo, me he calentado en su hogar y he comido el pan a su mesa. Si hoy le abandono, mañana sus hombres de armas, al salir en tropel por las poternas de su castillo, preguntarán maravillados de no verme: «¿Dónde está el escudero favorito del conde de Gómara?» Y mi señor callará con vergüenza, y sus pajes y sus bufones dirán en son de mofa: «El escudero del conde no es más que un galán de justas, un lidiador de cortesía».

Al llegar a este punto, Margarita levantó sus ojos llenos de lágrimas para fijarlos en los de su amante, y removió los labios como para dirigirle la palabra; pero su voz se ahogó en un sollozo.

Pedro, con acento aún más dulce y persuasivo, prosiguió así:

-No llores, por Dios, Margarita; no llores, porque tus lágrimas me hacen daño. Voy a alejarme de ti; mas yo volveré después de haber conseguido un poco de gloria para mi nombre oscuro.El cielo nos ayudará en la santa empresa; conquistaremos a Sevilla, y el rey nos dará feudos en las riberas del Guadalquivir a los conquistadores. Entonces volveré en tu busca y nos iremos juntos a habitar en aquel paraíso de los árabes, donde dicen que hasta el cielo es más limpio y más azul que el de Castilla.Volveré, te lo juro; volveré a cumplir la palabra solemnemente empeñada el día en que puse en tus manos ese anillo, símbolo de una promesa.

-¡Pedro! -exclamó entonces Margarita dominando su emoción y con voz resuelta y firme-. Ve, ve a mantener tu honra.

-Y al pronunciar estas palabras se arrojó por última vez en los brazos de su amante. Después añadió con acento más sordo y conmovido:

-Ve a mantener tu honra; pero vuelve…, vuelve a traerme la mía.

Pedro besó la frente de Margarita, desató su caballo, que estaba sujeto a uno de los árboles del soto, y se alejó al galope por el fondo de la alameda.

Margarita siguió a Pedro con los ojos hasta que su sombra se confundió entre la niebla de la noche; y cuando ya no pudo distinguirle, se volvió lentamente al lugar, donde le aguardaban sus hermanos.

-Ponte tus vestidos de gala -le dijo uno de ellos al entrar-, que mañana vamos a Gómara con todos los vecinos del pueblo para ver al conde, que se marcha a Andalucía.

-A mí más me entristece que me alegra ver irse a los que acaso no han de volver -respondió Margarita con un suspiro.

-Sin embargo -insistió el otro hermano-, has de venir con nosotros, y has de venir compuesta y alegre; así no dirán las gentes murmuradoras que tienes amores en el castillo y que tus amores se van a la guerra.


II 

Apenas rayaba en el cielo la primera luz del alba cuando empezó a oírse por todo el campo de Gómara la aguda trompetería de los soldados del conde, y los campesinos que llegaban en numerosos grupos de los lugares cercanos vieron desplegarse al viento el pendón señorial en la torre más alta de la fortaleza.

Unos sentados al borde de los fosos, otros subidos en las copas de los árboles, éstos vagando por la llanura; aquéllos coronando las cumbres de las colinas, los de más allá formando un cordón a lo largo de la calzada, ya haría cerca de una hora que los curiosos esperaban el espectáculo, no sin que algunos comenzaran a impacientarse, cuando volvió a sonar de nuevo el toque de los clarines, rechinaron las cadenas del puente, que cayó con pausa sobre el foso, y se levantaron los rastrillos, mientras se abrían de par en par y gimiendo sobre sus goznes las pesadas puertas del arco que conducía al patio de armas.

La multitud corrió a agolparse en los ribazos del camino para ver más a su sabor las brillantes armaduras y los lujosos arreos del séquito del conde de Gómara, célebre en toda la comarca por su esplendidez y sus riquezas.

Rompieron la marcha los farautes, que, deteniéndose de trecho en trecho, pregonaban en voz alta y a son de caja las cédulas del rey llamando a sus feudatarios a la guerra de moros, y requiriendo a las villas y lugares libres para que diesen paso y ayuda a sus huestes.

A los farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de seda, sus escudos bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos de plumas vistosas.

Después vino el escudero mayor de la casa, armado de punta en blanco, caballero sobre un potro morcillo, llevando en sus manos el pendón de ricohombre con sus motes y sus calderas, y al estribo izquierdo el ejecutor de las justicias del señorío, vestido de negro y rojo.

Precedían al escudero mayor hasta una veintena de aquellos famosos trompeteros de la tierra llana, célebres en las crónicas de nuestros reyes por la increíble fuerza de sus pulmones.

Cuando dejó de herir el viento el agudo clamor de la formidable trompetería comenzó a oírse un rumor sordo, acompasado y uniforme. Eran los peones de la mesnada, armados de largas picas y provistos de sendas adargas de cuero. Tras éstos no tardaron en aparecer los aparejadores de las máquinas, con sus herramientas y sus torres de palo, las cuadrillas de escaladores y la gente menuda del servicio de las acémilas.

Luego, envueltos en la nube de polvo que levantaba el casco de sus caballos, y lanzando chispas de luz de sus petos de hierro, pasaron los hombres de armas del castillo, formados en gruesos pelotones, que semejaban a lo lejos un bosque de lanzas.

Por último, precedido de los timbaleros, que montaban poderosas mulas con gualdrapas y penachos, rodeado de sus pajes, que vestían ricos trajes de seda y oro, y seguido de los escuderos de su casa, apareció el conde.

Al verle, la multitud levantó un clamor inmenso para saludarle, y entre el confuso vocerío se ahogó el grito de una mujer, que en aquel momento cayó desmayada y como herida de un rayo en los brazos de algunas personas que acudieron a socorrerla. Era Margarita, Margarita, que había conocido a su misterioso amante en el muy alto y muy temido señor conde de Gómara, uno de los más nobles y poderosos feudatarios de la corona de Castilla.


III

El ejército de Don Fernando, después de salir de Córdoba, había venido por sus jornadas hasta Sevilla, no sin haber luchado antes en Écija, Carmona y Alcalá del Río de Guadaira, donde, una vez expugnado el famoso castillo, puso los reales a la vista de la ciudad de los infieles.

El conde de Gómara estaba en la tienda sentado en un escaño de alerce, inmóvil, pálido, terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura del montante y los ojos fijos en el espacio, con esa vaguedad del que parece mirar un objeto, y, sin embargo, no ve nada de cuanto hay a su alrededor.

A un lado y de pie le hablaba el más antiguo de los escuderos de su casa, el único que en aquellas horas de negra melancolía hubiera osado interrumpirle sin atraer sobre su cabeza la explosión de su cólera.

-¿Qué tenéis, señor? -le decía-. ¿Qué mal os aqueja y consume? Triste vais al combate, y triste volvéis, aun tornando con la victoria. Cuando todos los guerreros duermen rendidos a la fatiga del día, os oigo suspirar angustiado, y si corro a vuestro lecho, os miro allí luchar con algo invisible que os atormenta. Abrís los ojos, y vuestro terror no se desvanece. ¿Qué os pasa, señor? Decídmelo. Si es un secreto, yo sabré guardarlo en el fondo de mi memoria como en un sepulcro.

El conde parecía no oír al escudero; no obstante, después de un largo espacio, y como si las palabras hubiesen tardado todo aquel tiempo en llegar desde sus oídos a su inteligencia, salió poco a poco de su inmovilidad y, atrayéndole hacia sí cariñosamente, le dijo con voz grave y reposada:

-He sufrido mucho en silencio. Creyéndome juguete de una vana fantasía, hasta ahora he callado por vergüenza; pero no, no es ilusión lo que me sucede. Yo debo de hallarme bajo la influencia de alguna maldición terrible. El cielo o el infierno deben de querer algo de mí, y lo avisan con hechos sobrenaturales. ¿Te acuerdas del día de nuestro encuentro con los moros de Nebrija en el aljarafe de Triana? Éramos pocos; la pelea fue dura, y yo estuve a punto de perecer. Tú lo viste: en lo más reñido del combate, mi caballo, herido y ciego de furor, se precipitó hacia el grueso de la hueste mora. Yo pugnaba en balde por contenerle; las riendas se habían escapado de mis manos, y el fogoso animal corría llevándome a una muerte segura. Ya los moros, cerrando sus escuadrones, apoyaban en tierra el cuenco de sus largas picas para recibirme en ellas; una nube de saetas silbaba en mis oídos; el caballo estaba a algunos pies de distancia cuando…, créeme, no fue una ilusión, vi una mano que, agarrándole de la brida, lo detuvo con una fuerza sobrenatural y, volviéndole en dirección a las filas de mis soldados, me salvó milagrosamente. En vano pregunté a unos y otros por mi salvador; nadie le conocía, nadie le había visto. «Cuando volabais a estrellaros en la muralla de picas -me dijeron- ibais solo, completamente solo; por eso nos maravillamos al veros tornar, sabiendo que ya el corcel no obedecía al jinete». Aquella noche entré preocupado en mi tienda; quería en vano arrancarme de la imaginación el recuerdo de la extraña aventura; mas al dirigirme al lecho torné a ver la misma mano, una mano hermosa, blanca hasta la palidez, que descorrió las cortinas, desapareciendo después de descorrerlas. Desde entonces, a todas horas, en todas partes, estoy viendo esa mano misteriosa que previene mis deseos y se adelanta a mis acciones. La he visto, al expugnar el castillo de Triana, coger entre sus dedos y partir en el aire una saeta que venía a herirme; la he visto, en los banquetes donde procuraba ahogar mi pena entre la confusión y el tumulto, escanciar el vino en mi copa, y siempre se halla delante de mis ojos, y por donde voy me sigue: en la tienda, en el combate, de día, de noche… Ahora mismo, mírala, mírala aquí apoyada suavemente en mis hombros.

Al pronunciar estas últimas palabras, el conde se puso de pie y dio algunos pasos como fuera de sí y embargado de un terror profundo.

El escudero se enjugó una lágrima que corría por sus mejillas. Creyendo loco a su señor, no insistió, sin embargo, en contrariar sus ideas, y se limitó a decirle con voz profundamente conmovida:

-Venid…, salgamos un momento de la tienda; acaso la brisa de la tarde refrescará vuestras sienes, calmando ese incomprensible dolor, para el que yo no hallo palabras de consuelo.


IV

El real de los cristianos se extendía por todo el campo de Guadaira, hasta tocar en la margen izquierda del Guadalquivir. Enfrente del real y destacándose sobre el luminoso horizonte se alzaban los muros de Sevilla flanqueados de torres almenadas y fuertes. Por encima de la corona de almenas rebosaba la verdura de los mil jardines de la morisca ciudad, y entre las oscuras manchas del follaje lucían los miradores blancos como la nieve, los minaretes de las mezquitas y la gigantesca atalaya, sobre cuyo aéreo pretil alzaban chispas de luz, heridas por el sol, las cuatro grandes bolas de oro, que desde el campo de los cristianos parecían cuatro llamas.

La empresa de Don Fernando, una de las más heroicas y atrevidas de aquella época, había traído a su alrededor a los más célebres guerreros de los diferentes reinos de la Península, no faltando algunos que de países extraños y distantes vinieran también, llamados por la fama, a unir sus esfuerzos a los del santo rey.

Tendidas a lo largo de la llanura, mirábanse, pues, tiendas de campaña de todas formas y colores, sobre el remate de las cuales ondeaban al viento distintas enseñas con escudos partidos, astros, grifos, leones, cadenas, barras y calderas, y otras cien y cien figuras o símbolos heráldicos que pregonaban el nombre y la calidad de sus dueños. Por entre las calles de aquella improvisada ciudad circulaban en todas direcciones multitud de soldados, que, hablando dialectos diversos y vestidos cada cual al uso de su país, y cada cual armado a su guisa, formaban un extraño y pintoresco contraste.

Aquí descansaban algunos señores de las fatigas del combate sentados en escaños de alerce a la puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en tanto que sus pajes les escanciaban el vino en copas de metal; allí algunos peones aprovechaban un momento de ocio para aderezar y componer sus armas, rotas en la última refriega; más allá cubrían de saetas un blanco los más expertos ballesteros de la hueste entre las aclamaciones de la multitud, pasmada de su destreza; y el rumor de los tambores, el clamor de las trompetas, las voces de los mercaderes ambulantes, el galopar del hierro contra el hierro, los cánticos de los juglares que entretenían a sus oyentes con la relación de hazañas portentosas, y los gritos de los farautes que publicaban las ordenanzas de los maestros del campo, llenando los aires de mil y mil ruidos discordes, prestaban a aquel cuadro de costumbres guerreras una vida y una animación imposibles de pintar con palabras.

El conde de Gómara, acompañado de su fiel escudero, atravesó por entre los animados grupos sin levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste, como si ningún objeto hiriese su vista ni llegase a su oído el rumor más leve. Andaba maquinalmente, a la manera que un sonámbulo, cuyo espíritu se agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad ajena a la suya.

Próximo a la tienda del rey y en medio de un corro de soldados, pajecillos y gente menuda que le escuchaban con la boca abierta, apresurándose a comprarle algunas baratijas que anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios, había un extraño personaje, mitad romero, mitad juglar, que, ora recitando una especie de letanía en latín bárbaro, ora diciendo una bufonada o una chocarrería, mezclaba en su interminable relación chistes capaces de poner colorado a un ballestero, con oraciones devotas; historias de amores picarescos, con leyendas de santos. En las inmensas alforjas que colgaban de sus hombros se hallaban revueltos y confundidos mil objetos diferentes: cintas tocadas en el sepulcro de Santiago; cédulas con palabras que él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el rey Salomón cuando fundaba el templo, y las únicas para libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas; bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos por la mitad; Evangelios cosidos en bolsitas de brocatel; secretos para hacerse amar de todas las mujeres; reliquias de los santos patronos de todos los lugares de España; joyuelas, cadenillas, cinturones, medallas y otras muchas baratijas de alquimia de vidrio y de plomo.

Cuando el conde llegó cerca del grupo que formaban el romero y sus admiradores, comenzaba éste a templar una especie de bandolina o guzla árabe con que se acompaña en la relación de sus romances. Después que hubo estirado bien las cuerdas unas tras otras y con mucha calma, mientras su acompañante daba la vuelta al corro sacando los últimos cornados de la flaca escarcela de los oyentes, el romero empezó a cantar con voz gangosa y con un aire monótono y plañidero un romance que siempre terminaba con el mismo estribillo.

El conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una coincidencia, al parecer extraña, el título de aquella historia respondía en un todo a los lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo. Según había anunciado el cantor antes de comenzar, el romance se titulaba el Romance de la mano muerta.

Al oír el escudero tan extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio; pero el conde, con los ojos fijos en el juglar, permaneció inmóvil, escuchando esta cantiga:



La niña tiene un amante
que escudero se decía;
el escudero le anuncia
que a la guerra se partía.
-Te vas y acaso no tornes.
-Tornaré por vida mía.
Mientras el amante jura,
diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía!

 II

El conde con la mesnada
de su castillo salía:
ella, que lo ha conocido,
con gran aflicción gemía:
-¡Ay de mí, que se va el conde
y se lleva la honra mía!
Mientras la cuitada llora,
diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía!

III

Su hermano, que estaba allí,
éstas palabras oía:
-Nos has deshonrado, dice.
-Me juró que tornaría.
-No te encontrará si torna,
donde encontrarte solía.
Mientras la infelice muere,
diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía!

IV

Muerta la llevan al soto,
la han enterrado en la umbría;
por más tierra que le echaban,
la mano no se cubría;
la mano donde un anillo
que le dio el conde tenía.
De noche sobre la tumba
diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía!

Apenas el cantor había terminado la última estrofa cuando, rompiendo el muro de curiosos que se apartaban con respeto al reconocerle, el conde llegó adonde se encontraba el romero y, cogiéndole con fuerza del brazo, le preguntó en voz baja y convulsa:

-¿De qué tierra eres?

-De tierra de Soria -le respondió éste sin alterarse.

-¿Y dónde has aprendido ese romance? ¿A quién se refiere la historia que cuentas? -volvió a exclamar su interlocutor, cada vez con muestras de emoción más profunda.

-Señor -dijo el romero clavando sus ojos en los del conde con una fijeza imperturbable-: esta cantiga la repiten de unos en otros los aldeanos del campo de Gómara, y se refiere a una desdichada cruelmente ofendida por un poderoso. Altos juicios de Dios han permitido que al enterrarla quedase siempre fuera de la sepultura la mano en que su amante le puso un anillo al hacerle una promesa. Vos sabréis quizá a quién toca cumplirla.


 V

En un lugarejo miserable y que se encuentra a un lado del camino que conduce a Gómara he visto no hace mucho el sitio en donde se asegura tuvo lugar la extraña ceremonia del casamiento del conde.

Después que éste, arrodillado sobre la humilde fosa, estrechó en la suya la mano de Margarita, y un sacerdote autorizado por el Papa bendijo la lúgubre unión, es fama que cesó el prodigio, y la mano muerta se hundió para siempre.

Al pie de unos árboles añosos y corpulentos hay un pedacito de prado que, al llegar la primavera, se cubre espontáneamente de flores.

La gente del país dice que allí está enterrada Margarita.



FIN






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

lunes, 15 de octubre de 2018

[CUENTOS PARA LA EDAD ADULTA] Hoy, con "Ángelus", de Pío Baroja





El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.

Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado Ángelus, de Pío Baroja (1872-1956). Pío Baroja fue un escritor español de la Generación del 98, hermano de los escritores Carmen Baroja y Ricardo Baroja y tío del antropólogo Julio Caro Baroja y del director de cine y guionista Pío Caro Baroja. ​Médico de profesión, Baroja cultivó preferentemente el género narrativo, pero se acercó también con frecuencia al ensayo y más ocasionalmente al teatro,​ la lírica y la biografía. Agrupó sus novelas en nueve trilogías y dos tetralogías, aunque es difícil distinguir en algunas de ellas qué elementos pueden tener en común: Tierra vasca, La lucha por la vida, El pasado, El mar, La raza, Las ciudades, Agonías de nuestro tiempo, La selva oscura, La juventud perdida y La vida fantástica. Saturnales pertenece en su temática a la Guerra civil y permaneció inédita a causa de la censura franquista, publicándose las dos últimas novelas de la serie en el siglo XXI. Afectado por la arterioesclerosis murió en 1956. Fue enterrado en el Cementerio Civil de Madrid como ateo, con gran escándalo de la España oficial, a pesar de las presiones que recibió su sobrino, el antropólogo Julio Caro Baroja, para que renunciase a la voluntad de su tío. Ello no obstante, el entonces ministro de Educación Nacional, Jesús Rubio García-Mina, asistió en su calidad de tal al entierro. Su ataúd fue llevado a hombros por Camilo José Cela y Miguel Pérez Ferrero, entre otros. Ernest Hemingway asistió al sepelio y John Dos Passos declaró su admiración y su deuda con el escritor. Les dejo con su relato Ángelus, incluido en su libro Vidas sombrías, de 1900.


Ángelus
por
Pío Baroja


Eran trece los hombres, trece valientes curtidos en el peligro y avezados a las luchas del mar. Con ellos iba una mujer, la del patrón.

Los trece hombres de la costa tenían el sello característico de la raza vasca: cabeza ancha, perfil aguileño, la pupila muerta por la constante contemplación de la mar, la gran devoradora de hombres.

El Cantábrico los conocía; ellos conocían las olas y el viento.

La trainera, larga, estrecha, pintada de negro, se llamaba Arantza, que en vascuence significa espina. Tenía un palo corto, plantado junto a la proa, con una vela pequeña…

La tarde era de otoño; el viento, flojo; las olas, redondas, mansas, tranquilas. La vela apenas se hinchaba por la brisa, y la trainera se deslizaba suavemente, dejando una estela de plata en el mar verdoso.

Habían salido de Motrico y marchaban a la pesca con las redes preparadas, a reunirse con otras lanchas para el día de Santa Catalina. En aquel momento pasaban por delante de Deva.

El cielo estaba lleno de nubes algodonosas y plomizas. Por entre sus jirones, trozos de un azul pálido. El sol salía en rayos brillantes por la abertura de una nube, cuya boca enrojecida se reflejaba temblando sobre el mar.

Los trece hombres, serios e impasibles, hablaban poco; la mujer, vieja, hacía media con gruesas agujas y un ovillo de lana azul. El patrón, grave y triste, con la boina calada hasta los ojos, la mano derecha en el remo que hacía de timón, miraba impasible al mar.

Un perro de aguas, sucio, sentado en un banco de popa, junto al patrón, miraba también al mar, tan indiferente como los hombres.

El sol iba poniéndose… Arriba, rojos de llama, rojos cobrizos, colores cenicientos, nubes de plomo, enormes ballenas; abajo, la piel verde del mar, con tonos rojizos, escarlata y morados. De cuando en cuando el estremecimiento rítmico de las olas…

La trainera se encontraba frente a Iciar. El viento era de tierra, lleno de olores de monte; la costa se dibujaba con todos sus riscos y sus peñas.

De repente, en la agonía de la tarde, sonaron las horas en el reloj de la iglesia de Iciar, y luego las campanadas del ángelus se extendieron por el mar como voces lentas, majestuosas y sublimes.

El patrón se quitó la boina y los demás hicieron lo mismo. La mujer abandonó su trabajo, y todos rezaron, graves, sombríos, mirando al mar tranquilo y de redondas olas.

Cuando empezó a hacerse de noche el viento sopló ya con fuerza, la vela se redondeó con las ráfagas de aire, y la trainera se hundió en la sombra, dejando una estela de plata sobre la negruzca superficie del agua…

Eran trece los hombres, trece valientes, curtidos en el peligro y avezados a las luchas del mar.

FIN




Oleo de Julian de Tellaeche (1884-1957)


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 10 de septiembre de 2018

[CUENTOS PARA LA EDAD ADULTA] Hoy, con "Licantropía", de Rubén Bareiro Saguier





El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.

Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado Licantropía, de Rubén Bareiro Saguier (1930-2014), escritor, poeta y abogado paraguayo, Licenciado en Letras por la Universidad Nacional de Asunción y Doctor de Estado en Letras y Ciencias Humanas por la Universidad Paúl Valéry-Montpellier III.

En el 1962 obtiene una beca para estudiar en la Universidad Paúl Valéry-Montpellier III, por lo cual se muda a Francia. Dos años después se publica "Biografía de ausente", su primer libro. En este país trabaja como asistente y lector de español en la Universidad de París, y luego como catedrático de literatura hispanoamericana y lengua guaraní en la Universidad de Vincennes. También formó parte del Centro Nacional de la Investigación Científica en París. El año 1971 recibe el premio cubano "Casa de las Américas", por lo que en una de sus visitas a Paraguay es arrestado en el tristemente famoso Departamento de Investigaciones del régimen de Alfredo Stroessner, acusado de subversión, lo que hace que se movilicen intelectuales del mundo entero para reclamar su liberación. Entre ellos, Jean-Paul Sartre, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Ernesto Sabato, Simone de Beauvoir, Roland Barthes, Fernando Savater, Vicente Aleixandre, Marta Lynch y Manuel Puig. Liberado, es expulsado del país, condenado a un exilio que duraría hasta la caída de la dictadura en 1989. Entre 1994 y 2003 es nombrado embajador de Paraguay en Francia. ​Fallece en Asunción de un infarto en marzo de 2014. Les dejo con su relato Licantropía:



LICANTROPÍA
de 
Rubén Bareiro Saguier


Cuando ayer lo vi en la calle, tan cadavérico, me vino a la memoria la cantidad de rumores que corrían por el pueblo a propósito del tío Cabrilla y de la tía Lalí. «Mentiras», decía mi madre; «calumnias», sentenciaba -más severo mi padre, coreado por los comentarios indignados de sus hermanas. Aunque luego, hasta mamá pareció cambiar de opinión, o por lo menos guardaba silencio, cuando se hablaba de la cosa.

Y todo eso me volvió a la memoria cuando el tío Cabrilla se me cruzó por la misma vereda, sin siquiera reparar en mi presencia. En la mía o en la de cualquiera otra persona. Iba con la mirada opaca perdida en algún lugar vacío del espacio o del limbo. Descarriado y ausente, paseaba lentamente su esqueleto, con la marca neta de los huesos bajo la piel, verdosa de tan amarillenta o cerosa. Era la primera vez que notaba tan claramente estos detalles, quizá olvidados por los años o disimulados por la mirada neutra del niño hacia seres tan poco atractivos, como estos tíos entrevistos en medio del ajetreo apasionado del mundo de los trompos, escondites, arroyos y caballos en el intenso tiempo de las vacaciones o feriados largos que nos devolvía al pueblo. Recuerdo, sin embargo, que a la pandilla de hermanos y primos nos llamaba bastante la atención la vida recoleta que los tíos llevaban en la casona oscura que hacía esquina frente a la plazoleta lateral de la iglesia, que «Cuando se fundó el pueblo era el cementerio parroquial», afirmaban los chismosos, relacionándolo con su ubicación. Era la única casa que los niños visitábamos escasamente en las excursiones de langostas o de loros parlanchines que hacían el gozo o, a veces, el terror de los tíos y tías. Quizá porque nos cohibía la adusta seriedad -quizá el aspecto, aunque no podría asegurar- de Lalí y del tío Cabrilla. O tal vez fuera el aura de la casa, con sus piezas sombrías y húmedas, casi siempre cerradas.

Las habladurías habían comenzado, según pude sonsacarle a mamá, cuando Jacinto Cabrilla casó con la tía Lalí. Cabrilla era séptimo hijo varón, «sin interrupciones de hembras», como requisito indispensable, según asegura la creencia popular. Y lo notable del caso, es que don Cabrilla pidió en matrimonio, de manera intempestiva e imprevista, a la séptima hija mujer en la familia de mis abuelos (papá era el octavo vástago, el primer varón de los nueve hermanos). Pero esto pudo no haber sido sino mera coincidencia. Es bien sabido que las mujeres nunca se vuelven luisón, palabra que no posee femenino. Una serie de hechos poco comunes en el ritmo tranquilo del pueblo habría ido tejiendo los hilos de la leyenda a propósito de la pareja de «originales». Es cierto que ni a él ni a ella les gustaba salir durante el día. «Ese sol agresivo hace daño, ¿no ven cómo les pone negritos y raquíticos a los campesinos?», solía decir la tía, no sin un dejo de desprecio. El color blanco leche de su piel, así como el amarillento verdoso de la de su marido, sería resultado de esa común aversión a la luz solar. O como ellos decían, la causa, pues necesitaban protegerse de los efectos dañinos que les podrían hacer asemejarse a la chusma-plebe, como más de una vez les escuché decir.

Sea como fuera, la tía Lalí salía poco. A él, por el contrario, se lo veía a menudo vagabundear por las calles desiertas del pueblo, luego de caída la noche. Yo mismo lo encontré alguna vez paseando su larga osamenta, el aire distraído, por los alrededores de la plaza de la iglesia. Haciendo memoria, de golpe me acordé de haberlo cruzado una noche, seguido de una jauría de perros que ladraban o aullaban. Lo recordé porque me impresionó el brillo de los ojos ausentes, el color ceniciento de la piel bajo el resplandor fantasmal de la luna llena. Sería después de la medianoche, pues volvía con el primo Miguel de una serenata y, como ayer, tampoco esa vez reparó en nuestra presencia. Nos quedamos sorprendidos, mirándolo hasta que se perdió en la calleja que llevaba a su casa. Seguimos caminando, callados, pero yo estaba seguro de que Miguel iba pensando lo mismo que yo.

Su fama de Luisón se fue extendiendo por el pueblo, entre sus paseos nocturnos, los rumores y la inquietud -no demasiado vehemente, es cierto- de la familia; entre la vida recatada de encierro diurno que llevaba la pareja, y las ausencias súbitas del pueblo. La gente decía que en estas «desapariciones» el tío se encerraba en un sótano lleno de libros raros, de botellas retorcidas y de alambiques de cobre. Y que las noches de luna llena iba a la plazoleta de la iglesia, al antiguo cementerio de los comienzos del pueblo, para librarse a prácticas estrambóticas, a los revolcones entre cadáveres. A los primos nos costaba creer, tanto más que quien difundía estas «habladurías» -al decir de las tías- era la vieja loca de Cotí, que durante años fue sirvienta en casa de los Cabrilla. Hace mucho tiempo, de manera que nunca pude saber si estuvo trastornada desde siempre, o si se volvió así en casa de los tíos.

Pero con respecto a estas historias, un hecho notable está registrado en los anales del pueblo. Fue una noche de luna llena, redonda, inquietante de tan luminosa. Un viernes, y en esto el padre Laya era categórico. El cura volvía de casa de la Sindulfa, según versiones irreverentes; de una reunión con amigos feligreses, como aseguraba él. Sería hacia la medianoche, cuando el padre vio en la plazoleta lateral de la iglesia un enorme perro negro de ojos centelleantes rodeado de una manada de canes de erizada pelambre y aulladora presencia. El perrazo se revolcaba sobre la carroña de un gato muerto y un montón de basura desparramada en el lugar. Por momentos, contaba luego el cura, el extraño animal arañaba furiosamente el suelo, como buscando algo enterrado. Los aullidos de la jauría aumentaban de tono en esos instantes. El padre Laya se asustó ante espectáculo tan inusitado, y empezó a gritar, a ver si conseguía espantar a los perros. Las voces del sacerdote atrajeron la atención de los canes que se encaminaron hacia donde él estaba. Se le puso los pelos de punta y blandiendo la cruz del pectoral la dirigió hacia la manada, que se acercaba amenazante. Al perrazo negro le refulgía la mirada, como si el arma bendita esgrimida por el padre Laya lo atrajera y excitara. El cura pegó un salto hacia atrás y de tres zancadas ganó la puerta de la sacristía cercana. Cuando al instante regresó con la carabina que allí guardaban, el perro negro se dirigía hacia la calle -los otros habían desaparecido- que separa la plazoleta de la casa de los Cabrilla. El padre emprendió una breve carrera, y aprovechando de la claridad del plenilunio, apuntó y disparó dos tiros. El perro se detuvo un instante y cuando comenzó a cruzar la calle, el sacerdote vio que rengueaba como si el impacto del disparo le hubiera alcanzado en la pata izquierda trasera. Cuando el Padre llegó al sitio en que el perro habría sido herido, este había dado vuelta a la esquina. Fueron inútiles las pesquisas realizadas por los policías de fracción, el sacristán y los numerosos vecinos que acudieron atraídos por los tiros de la carabina y los gritos del sacerdote. Entre todos pudieron comprobar las gotas de sangre, absorbidas por la arena que separa la plazoleta de la iglesia de la vereda de los Cabrilla. Esa noche, en medio de la búsqueda inútil, el padre Laya estuvo muy locuaz, quizás por la natural emoción del episodio que acababa de vivir, aunque algunos vecinos atribuyeron su excitación a los efectos del trago. «El maldito aprovechó la breve ausencia de Dios a la medianoche de los viernes de plenilunio», exclamaba a gritos. Y agregaba repetidamente: «Pero se lo di, mediante que la carabina está cargada con bala de plata bendecida. Lo vi renguear, tiene que estar por aquí nomás». Claro que la devoción exagerada del cura por san Onofre, el santo de la caramañola colgada de un hombro, volvía dudosas sus aseveraciones. Tanto más que el mismo padre Laya, al día siguiente, ya más tranquilo o más lúcido, mitigaba sus expresiones exaltadas de la víspera; parecía dudar por momentos, omitía detalles o reducía la ferocidad del perro negro y la intensidad del fuego en sus ojos. Aunque en ningún momento se desmintió acerca del episodio de la medianoche del viernes, su versión de los hechos se edulcoraba a medida que avanzaba el día sábado. Muchos desconfiaban que esta desinfladura era una actitud de «caridad cristiana» hacia el que aparecía como principal implicado en la aventura del luisón: el tío Jacinto. Y después de todo, don Cabrilla era un honorable feligrés del padre Laya, uno de los integrantes de su recua -negro perro o no en las noches de luna llena- que más contribuía a alimentar los fondos parroquiales, no demasiado abundantes en este pueblo en que los «negritos y escuálidos» eran mayoría.

Justamente, el matrimonio Cabrilla era el que ofrendaba la misa vespertina del sábado, en sufragio del alma del abuelo, padre de Lalí. La misa cantada, luego del toque del ángelus, había comenzado en la iglesia abarrotada de gente. Los pudientes y los humildes habían acudido a rendir homenaje a don Cripirano, que en vida fuera caudillo y generoso semental en la comarca. Que no se los viera a los Cabrilla durante el día, no era muy sorprendente. Pero que no aparecieran en la misa aniversario -que comenzó con retraso para esperarlos- era causa de comentarios susurrados en la iglesia. Entre el agnus dei y el sanctum, la pareja hizo su aparición. El tío jacinto más pálido, huesudo y descuajeringado, se apoyaba en el brazo derecho de su esposa. Atravesaron la nave lentamente hasta ganar el banco que les corresponde por derecho de donación. Un silencio sepulcral acompañaba la leve cojera del tío Jacinto. El mismo padre Laya, que en esos momentos se había vuelto para impartir la bendición a los fieles, no pudo evitar dirigir la mirada consternada al pie izquierdo que el orgulloso caballero posaba lenta, cuidadosa y parsimoniosamente en el suelo: un pie vendado y enfundado en una amplia alpargata que contrastaba con el brillo oscuro de su zapato de charol lustroso en el pie derecho. Al Padre Laya le quedó un pedazo de la bendición en el aire.

Pero claro, todo esto es vieja historia de comadreos pueblerinos, de la que no me acuerdo el epílogo. Vagamente recuerdo que el domingo temprano era el duro momento del fin de las vacaciones. Después, alguien de la familia me comentó que los Cabrilla se habían ausentado por un tiempo largo del paraje. Y luego el tiempo pasó, yo dejé de ir más a menudo al pueblo: papá murió, mamá vino a vivir a la capital. Supe que la tía Lalí estuvo enferma, de una dolencia rara; que recurrió a los mejores especialistas de la plaza, que viajó a Buenos Aires varias veces, en consulta con otros especialistas, recurriendo a centros aún más especializados. Y luego la noticia de su muerte. La enterraron en el pueblo, y como yo andaba por entonces escondido, en prisión o expulsado -no recuerdo bien-, no pude asistir a su sepelio. Hubiera querido hacerlo, porque la tía Lalí fue el puente con ese mundo insólito del luisón de la infancia y al mismo tiempo, posiblemente un parapeto para el sospechoso héroe de esa aventura: Jacinto Cabrilla, su marido. Por eso es que anoche, después del encuentro imprevisto con este raro personaje, fui a ver a mamá. Quería saber algo más; adivinaba que detrás de su discreción, de su equilibrio providencial, de su ecuánime projimidad, ella sabía cosas que yo desconocía sobre esta historia que, de golpe, me apasionaba; detalles, aspectos, anécdotas que yo ignoraba.

Me recibió en la calma atmósfera que le caracterizaba, con el cariño tranquilo y al mismo tiempo especial que, según mis hermanos, le profesa a su hijo preferido. Hablamos largamente sobre muchos temas y sobre el que despertaba mi curiosidad especial. No adquirí mayor certidumbre -sino lo contrario- acerca del tío Jacinto y de su supuesta calidad de Luisón. Sentía, sin embargo, que había algo que se le atragantaba; desviaba la mirada cuando yo le insistía. Ya cuando me levantaba para marcharme, me dijo tímidamente:

-No sé si sabés, yo me encargué de preparar el cadáver de Lalí, a pedido especial de Jacinto…

La miré con silenciosa curiosidad, como animándole a que siguiera.

-Mi hijo, era horrible… Yo no sé de qué murió Lalí; los médicos hablaron vagamente de una enfermedad llamada lupus… Cuando la desnudé para ponerle la mortaja, los pies de mi pobre cuñada estaban desfigurados, con aspecto de patas de perro, o de lobo… llenos de pelos negros y espesos que le subían por las piernas…







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

jueves, 9 de agosto de 2018

[CUENTOS PARA LA EDAD ADULTA] Hoy, con "La cúpula de los Inválidos", de Honoré de Balzac





El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.

Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado La cúpula de los Inválidos, de Honoré de Balzac (1799-1850), novelista francés representante de la llamada novela realista del siglo XIX. Trabajador infatigable, elaboró una obra monumental, La comedia humana, ciclo coherente de varias decenas de novelas cuyo objetivo era describir de modo casi exhaustivo a la sociedad francesa de su tiempo para, según su famosa frase, hacerle «la competencia al registro civil». Les dejo con su relato. 



LA CÚPULA DE LOS INVÁLIDOS
por
Honoré de Balzac

Un hermoso día del mes de junio, entre las cuatro y las cinco, salí de la celda de la calle du Bac donde mi honorable y estudioso amigo, el barón de Werther, me había ofrecido el almuerzo más delicado del que se pueda hacer mención en los castos y sobrios anales de mi estómago; pues el estómago tiene su literatura, su memoria, su educación, su elocuencia; el estómago es un hombre dentro del hombre; y jamás experimenté de modo tan curioso la influencia ejercida por este órgano sobre mi economía mental.

Después de habernos obsequiado amablemente con vinos del Rin y de Hungría, había terminado la comida de amigos haciendo que nos sirvieran vino de Champaña. Hasta aquel momento, su hospitalidad podría considerarse normal, de no ser por su charla de artista, sus relatos fantásticos y, sobre todo, de no ser por nosotros, sus amigos, todos personas de entusiasmo, corazón y pasión.

Hacia el final del almuerzo, nos encontramos todos presas de una dulce melancolía y sumergidos en una absorción bastante lógica en personas que han comido bien. Percatándose de ello, el barón, el excelente crítico, el erudito alemán que, pese a su baronía, lleva la admirable y poética vida de los monjes del siglo XVI en su celda abacial; nuestro monje -digo-, remató su obra de gastrolatría con una auténtica salida de monje.

En un momento en el que la conversación quedó interrumpida cuando nos encontrábamos en sillones inventados por el confort inglés pero perfeccionados en París que habrían causado admiración a los benedictinos, Werther se sentó ante una especie de mesita y, levantando una parte de la tapa, sacó de un instrumento alemán unos sonidos que se encontraban a mitad de camino entre los acentos lúgubres de un gato cortejando a una gata o soñando con los placeres del canalón, y las notas de un órgano vibrando en una iglesia. No sé lo que hizo con aquel instrumento de melancolía, pero mi inteligencia no se vio jamás tan cruelmente trastornada como en aquella ocasión.

El aire, dirigido hacia los metales, producía unas vibraciones armónicas tan fuertes, tan graves, tan agudas, que cada nota atacaba instantáneamente una fibra, y aquella música de verdín, aquellas melodías impregnadas de arsénico, introdujeron violentamente en mi alma todas las ensoñaciones de Jean-Paul, todas las baladas alemanas, toda la poesía fantástica y doliente que me hizo huir en medio de gran agitación, a mí que soy alegre y jovial. Me sentí como si mi personalidad se hubiera desdoblado. Mi ser interior había abandonado mi forma exterior por la que una o dos mujeres, mi familia y yo, sentimos algo de amistad. El aire ya no era el aire; mis piernas ya no eran piernas, eran algo flojo y sin consistencia que se doblaba; los adoquines se hundían, los transeúntes bailaban y París me parecía singularmente alegre.

Tomé la calle de Babylone y caminé melancólicamente hacia los bulevares, adoptando como punto de referencia la cúpula de los Inválidos. Al dar la vuelta a no sé qué calle, ¡vi que la cúpula venía hacia mí!… En un primer momento me quedé algo sorprendido y me detuve. Sí, era sin duda la cúpula de los Inválidos que se paseaba boca abajo, apoyando en el suelo su punta, y tomaba el sol como cualquier buen burgués del barrio del Marais. Interpreté esta visión como un efecto óptico y gocé del mismo placenteramente, sin querer explicarme el fenómeno; pero tuve sensación de pavor cuando, viendo que se acercaba a mí, quería pisarme los talones… Eché a correr, pero oía detrás de mí el paso pesado de aquella dichosa cúpula, que parecía burlarse de mí. Sus ojos reían; efectivamente, el sol al pasar por las ventanas abiertas de tramo en tramo, le daba un vago parecido con ojos, y la cúpula me lanzaba auténticas miradas…

-¡Soy bastante tonto! -pensé-. Voy a ponerme detrás de ella…

La dejé pasar, y entonces volvió a colocarse con la punta hacia arriba. En esa posición, me hizo un gesto con la cabeza, y su maldito ropaje azul y oro se arrugó como la falda de una mujer… Entonces di unos pasos hacia atrás para plantarla allí mismo, pues empecé a sentirme inquieto. No había duda de que, al día siguiente, los periódicos no dejarían de contar que yo, autor de algunos artículos insertados en La Revue, me había llevado la cúpula de los Inválidos; aquello me resultaba indiferente porque tenía intención de defenderme y de contar abiertamente que la cúpula se había encaprichado conmigo y me había seguido por su cuenta. Mi carácter bien conocido, mis hábitos y costumbres debían hacer comprender que, lejos de degradar los monumentos públicos, yo abogaba por dialogar con ellos.

La mayor dificultad, y la que más me inquietaba, era saber qué iba a hacer yo con aquella cúpula. No hay duda de que se podía ganar una fortuna… Además de que la amistad de la cúpula de los Inválidos con un hombre no era sino algo muy halagador, podía llevarla a algún país extranjero, exponerla en Londres junto a Saint-Paul… Pero si tenía intención de seguirme, ¿cómo iba a volver yo a mi casa?… ¿Dónde la iba a poner? Naturalmente, iba a producir considerables desperfectos por las calles por donde pasara; es verdad que podría llevarla por los muelles y mantenerla siempre junto al río… Si me molestaba en avisar, la gente la dejaría pasar; pero, si se empeñaba en entrar en mi casa, derribaría el inmueble en el que vivo de alquiler. ¡Menuda indemnización me pediría el propietario! La casa no está asegurada contra cúpulas… Y, si la llevaba a Londres o a Berlín, ¡qué desperfectos no haría por el camino…!

-¡Santo Dios! ¡Qué raros están los Inválidos sin la cúpula! -exclamé.

Al oír estas palabras, las personas que se encontraban cerca levantaron los ojos hacia la iglesia y rompieron a reír. Decían: «Pero ¿qué ha sido de ella?» «¡Estoy seguro de que todo París está preocupado!» Entonces escuché un griterío, un clamor que hacía pensar en que se aproximaba el fin del mundo: «¡Ya está! ¡están reclamando su cúpula!» me dije.

Tenía razón, la cúpula de los Inválidos es uno de los monumentos más bellos de París; y, desde que, por una fantasía bastante rara entre cúpulas, era de mi propiedad, la admiraba con embeleso. Bajo los rayos del sol resplandecía como si estuviera cubierta de piedras preciosas, su azul se destacaba claramente en el del cielo, y su linterna tan graciosa, tan maravillosamente elegante y ligera, parecía ofrecerme detalles en los que no había reparado hasta entonces. Es verdad que tenía algunas zonas estropeadas y que habían perdido el dorado; pero yo no era suficientemente rico como para devolverles su esplendor imperial.

Cerca de Nemours he conocido a un agricultor que tiene la singular habilidad de fascinar a las abejas y de hacer que le sigan sin picarle. Es su rey: les silba y acuden; les dice que se marchen y huyen. Tal vez haya llegado yo a un completo desarrollo moral, a un poder sobrenatural y haya adquirido el poder de atraer a las cúpulas.

Entonces, por el interés de Francia, pensé en colocar ésta en su lugar habitual y viajar por Europa para traerme a París numerosas cúpulas célebres, las de Oriente, las de Italia, y las más bellas torres de catedrales… ¡Qué prestigio! ¡Qué serían a mi lado los Paganini, los Rossini, los Cuvier, los Canova o los Goethe! Tenía la fe más absoluta en mi poder, la fe de la que habló Cristo, la voluntad sin límites que permite mover montañas, la fuerza con cuya ayuda podemos abolir las leyes del espacio y del tiempo, cuando vi avanzar hacia mí, a la máxima velocidad que pueden alcanzar los caballos de los servicios públicos, un cabriolé que desembocó por la calle Saint-Dominique.

-¡Tenga cuidado con la cúpula! -grité.

El conductor no me oyó, lanzó su caballo hasta el centro de la cúpula; yo solté un enorme grito pues la pobre cúpula, que no había podido echarse a un lado, se hizo mil pedazos, y me salpicó totalmente. Luego, cuando pasó aquel condenado cabriolé, vi a la tozuda cúpula volverse a colocar boca abajo, sobre la punta, con pequeñas sacudidas; las piedras se armaban de nuevo, las bellas franjas doradas reaparecían, y yo me secaba la cara instintivamente; pues en aquel momento, mi ser exterior regresó y me encontré cerca de los Inválidos, ante un enorme charco de agua en el que se reflejaba la cúpula de los Inválidos.

Creo que estaba borracho… ¡Maldita fisarmónica! ¡Qué manera de atacar los nervios!…


FIN



Los Inválidos, París


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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