Mostrando entradas con la etiqueta Memoria histórica. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Memoria histórica. Mostrar todas las entradas

miércoles, 21 de noviembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Recuerdos personales: El asesinato de JFK cincuenta y cinco años después





A mis nietos Gabriel, Guillermo y Saúl

Cincuenta y cinco años no son nada a escala cósmica; a escala humana es otro cantar. Resulta bastante probable que una persona pueda celebrar el aniversario de un hecho que vivió, conoció y le afectó para bien o para mal cincuenta años antes. Que pueda conmemorar o recordar ese mismo hecho cien años después, resulta, por desgracia, bastante improbable.

Mi hija Ruth se reirá de mí con toda razón por traer por enésima vez esta historia al blog, historia que ella me recuerda con cierto sarcasmo que se sabe de memoria; como las del abuelo Cebolleta del TBO, me dice, sin rencor; o eso supongo yo... Me da igual, es "mi historia" y quiero contarla de nuevo porque sé que no podré hacerlo cuando se celebre el centenario del acontecimiento que marcó mi juventud, aunque espero que mis nietos y bisnietos, y con suerte mis hijas, me recuerden con cariño ese 22 de noviembre de 2063 en que se conmemore el centenario de uno de los más trascendentales acontecimiento de la segunda mitad del siglo XX.

Exactamente a las 18:30 de la tarde (hora de Canarias) de mañana, 22 de noviembre de 2018, se cumplen cincuenta y cinco años del asesinato, aún no esclarecido a juicio de la historia, aunque sí lo esté a efectos oficiales, del presidente de los Estados Unidos de América John F. Kennedy en la ciudad de Dallas (Texas).

Supongo que todos nosotros nos hemos preguntado en alguna ocasión por qué hay acontecimientos y recuerdos que quedan fijados en la memoria como grabados a fuego y otros en cambio acaban difuminándose hasta perderse sin dejar rastro. ¿Cuáles son esos recuerdos preferentes?: ¿La primera experiencia sexual? ¿El descubrimiento de la muerte? ¿El nacimiento del primer hijo?… 

Para mí, uno de esos acontecimientos que perduran para siempre en la memoria ocurrió el 22 de noviembre de 1963. Era viernes, y en Madrid, donde yo vivía en aquel momento, las siete y media de la tarde. Yo tenía en ese momento 17 años y estaba volviendo a la casa de mis padres en el barrio de Hispanidad, en el distrito de Chamartín, en el que vivíamos desde hacía ocho años.

Lo hacía andando para ahorrarme el billete de autobús desde el Hospital Militar de Maudes, en el barrio de Cuatro Caminos, a unos seis kilómetros de casa. Mi madre estaba internada en él a la espera de una operación de vesícula. Vuelvo a casa con Javier, mi mejor amigo durante muchos años, que me había acompañado a visitarla. Los dos estudiamos IPS (Instrucción Premilitar Superior) en el colegio “Infanta María Teresa”, un colegio de la Guardia Civil, muy cerca de nuestras respectivas casas. Nuestra ilusión es entrar como alumnos en la Academia General Militar de Zaragoza. Ninguno de los dos sabemos que apenas un mes más tarde, a causa de un conflicto bastante cómico con nuestro profesor de francés, y aprovechando las vacaciones de Navidad, íbamos a abandonar los estudios militares y el colegio para siempre. 

Es todavía de día en Madrid. La casa de mis padres está en un segundo piso. Nada más entrar en el portal me encuentro a mi hermano Alberto, once años mayor que yo, que baja las escaleras saltando los escalones de dos en dos. Al verme, sin apenas detenerse, me espeta: "¡Han matado a Kennedy. Están poniéndolo por la tele!". La verdad es que no le hago mucho caso -él sabe que admiro a Kennedy; es mi héroe favorito- y le suelto un ”¡vete a la mierda, gilipollas!”, que me sale sin pensar. En casa solo está mi cuñada, Mari, la mujer de mi hermano. No hay nadie más. Mi padre se ha quedado en el hospital acompañando a mi madre. La televisión está encendida y, efectivamente, están dando la noticia: El presidente Kennedy ha sido tiroteado en Dallas, Texas, hace una hora. Me quedo abobado mirando la pantalla. Tengo la impresión de que el mundo, al menos el mundo que yo conozco, se me ha caído encima de repente, pues nunca he vivido una situación como esta. Llamo por teléfono a mis padres al hospital y me pasan con mi madre: le cuento lo que ha pasado, lo que está diciendo la televisión. Se queda muda, y al instante, no se si me dice o me pregunta si "eso va a ser otra guerra mundial". No se que responderle porque a mi edad no se tienen respuestas para una pregunta así.

Entiendo su preocupación, dada la historia familiar. Ellos vivieron en Sevilla la proclamación de la república en 1931. Estaban en Asturias en octubre de 1934, cuando la revolución obrera. Y en Barcelona en julio de 1936. Los últimos meses de la guerra civil mi madre los pasó sola, en Barcelona, con mi padre internado en un campo de concentración en Francia. La II Guerra Mundial la han pasado prácticamente en la isla de El Hierro, en Canarias, donde mi padre fue destinado -o desterrado, según se vea-, al finalizar la guerra civil, aunque según mi madre los cinco años allí vividos fueron para ella los más felices de su vida. Es lógico que esté aterrada. Me dice que no le cuente nada a mi padre, que ella se lo dirá más tarde, y me cuelga el teléfono entre sollozos. 

Mi hermano, mi cuñada y yo nos pasamos la noche pegados al televisor, como supongo lo hicieron gran parte de los españoles y del resto del mundo. Al día siguiente, sábado, mi amigo Javier y yo nos encontramos a la puerta del colegio. La calle Príncipe de Vergara (en aquella época del General Mola) está en absoluto silencio a las nueve de la mañana. La gente hace largas colas en los quioscos de prensa, esperando pacientemente para comprar un periódico. No llegamos a entrar en clase (entonces había colegio también los sábados). Javier y yo hemos decidido que ese día tenemos cosas más importantes que hacer. Comentamos entre nosotros lo que ha pasado, las noticias que se van filtrando en las colas. Hay miedo en la gente de que hayan sido los rusos, o los cubanos, pues la crisis de los misiles hace pocos meses que ha tenido lugar. Compramos un periódico. Y decidimos ir andando hasta la Embajada de los Estados Unidos, en la calle Serrano, no muy lejos de nuestro barrio.

Somos viejos conocidos de la Embajada pues ambos solemos ir a menudo a leer libros en la Biblioteca de la Casa Americana, una institución cultural dedicada a propagar la imagen y la ideología norteamericana en Europa. Nos sabemos los nombres de todos los estados de la Unión y sus capitales respectivas, y jugamos a menudo a irlos nombrando uno a uno, de memoria, siguiendo su ubicación en un mapa imaginario. Y a ambos nos encanta el béisbol, que hemos aprendido a jugar con los hijos de los soldados estadounidenses destinados en Torrejón, que pueblan nuestro barrio.

La Embajada está fuertemente custodiada en el exterior por la policía española. Entramos en ella mostrando nuestra tarjetas de socios de la Casa Americana y llegamos hasta el acristalado vestíbulo de su entrada principal. La bandera ondea a media asta sobre el techo de la Embajada. Nada más entrar en el vestíbulo, a la izquierda del mismo, han montado junto a una bandera de los Estados Unidos una pequeña mesa cubierta con un paño de terciopelo negro donde hay una bandeja de plata en la que vemos muchas tarjetas de visita. También hay un libro, grande, forrado de cuero azul marino donde vemos que la gente, después de hacer una pequeña cola, deja su testimonio de pésame escrito en el mismo. 

Delante de nosotros hay dos muchachas más o menos de nuestra edad, quizá uno o dos años mayores que nosotros, norteamericanas sin duda, que lloran desconsoladamente. Una es rubia, y la otra pelirroja. La rubia va vestida con falda gris claro y un jersey rojo sin mangas, sobre una blusa blanca. La pelirroja lleva unos ajustados pantalones azules y un jersey blanco. Junto a la mesita un infante de marina norteamericano, con uniforme de gala, hace la guardia en posición de descanso. Con su brazo derecho sujeta el fusil que se apoya en el suelo; el brazo izquierdo está doblado a la altura de su cintura, en la espalda. El soldado, sin mover un músculo de su rostro, está llorando mansamente... Mi amigo Javier y yo nos quedamos impresionados por la escena, y al menos a mi se me forma un nudo en la garganta. Escribimos en el libro un escueto “Nuestro más sentido pésame” y ponemos nuestras firmas. 

Salimos inmediatamente detrás de las dos muchachas al patio exterior de la Embajada donde está el aparcamiento y vemos que las dos se han parado ante un Wolkswagen amarillo. Lanzados, les preguntamos que si viven en Chamartín. Nos contestan, más serenas ya que no, pero que si queremos nos alcanzan hasta allí. Les decimos que sí y subimos los cuatro al coche. Ellas delante y nosotros detrás. Hablan bastante bien español. Nos comentan que son estudiantes y que están pasando un año académico en España para aprender español. El trayecto es corto hasta Chamartín: por el Paseo de la Castellana hacia el norte hasta llegar a la calle de Alberto Alcocer y de allí, girando a la derecha, hasta la plaza de la República Dominicana, donde nos dejan. Intentamos quedar con ellas, pero nos dicen amablemente que no. Nuestro intento de ligue ha quedado abortado, pero lo hemos intentado: las hormonas son las hormonas...

Volvemos a nuestras casas después de pasar el resto de la mañana vagabundeando por las calles del barrio. Todo está paralizado, pero hay una gran serenidad en las gentes. Los días siguientes los paso pegado a la televisión y leyendo ávidamente los periódicos. Por televisión veo la emotiva escena a bordo del avión presidencial en que el vicepresidente Johnson, camino de Washington con el cadáver de Kennedy en la bodega del aparato, jura, junto a la viuda de este, su cargo como nuevo presidente de los Estados Unidos. Más tarde, cuando ya todo el mundo sabe que han detenido al presunto asesino, Lee Harvey Oswald, estoy viendo en directo por televisión como van a trasladarlo desde el lugar donde está retenido hasta el juzgado. Un único pensamiento cruza mi mente en ese momento: ¡Ojalá maten a ese cabrón! Y ante mis ojos un señor con sombrero tejano, Jack Ruby, sale de entre el público con una pistola en la mano disparando a bocajarro sobre él… Esa premonición, cumplida inmediatamente de formulada, me ha acompañado siempre como una maldición de la que creo nunca podré desprenderme. Al igual que me acompañará para siempre la imagen vista de nuevo por televisión días más tarde del solitario corcel negro, ensillado, que acompaña los restos mortales de Kennedy por las calles de Washington; y el saludo militar de John-John, su hijo pequeño, acompañado de su hermana y de su madre, al pasar ante ellos el cortejo fúnebre… Ahí están, vívidos como si fueran hoy, todos esos recuerdos. Y supongo que ahí seguirán mientras yo pueda seguir diciendo que tal día como hoy de hace nosecuantos años…

Hace cinco años, con motivo del cincuentenario del magnicidio, no me pareció que hubiera una excesiva proliferación informativa alrededor del mismo. En el diario El País aparecieron varios reportajes recordándolo, entre ellos los titulados: "Los que vieron morir a Kennedy", o "250 000 voces para llorar a Kennedy". Yo, por mi parte, y para no dejar en mal lugar a mi hija Ruth, traje de nuevo hasta el blog los enlaces a las entradas y vídeos que publiqué en años anteriores. Me repito, lo sé; no se enfaden conmigo, pero este es mi blog y mi recuerdo. Perdónenme por este ejercicio de nostalgia. 

También, desde esa entrada de 2013, pueden ustedes acceder a un recopilatorio bastante exhaustivo de todos los reportajes y noticias que El País ha venido publicando sobre el asesinato de Kennedy desde 1976 hasta hoy mismo. Y hace cuatro años añadí a la entrada todo aquello que se publicó sobre el cincuentenario que me pareció de interés, por ejemplo: "El Camelot de Kennedy sin conspiraciones"; o este otro: "Abraham Zapuder, piedra fundamental del periodismo ciudadano", sobre el hombre que grabó las únicas imágenes del atentado; o el titulado "Quién mató a Kennedy"; este otro de "Dallas, cincuenta años después"; el de "La America de J.F. Kennedy",  y el de "Jackie Kennedy y la invención de Camelot"

Y para el quinquagésimo tercer aniversario de su muerte subí al blog un hermoso vídeo en el que la cantante estadounidense Erykah Badu canta, en la ciudad de Dallas, en el lugar exacto en que fue asesinado el presidente, la canción "Window Seat". La canción estuvo vetada mucho tiempo en YouTube, que como los chicos del Facebook, en cuestión de desnudos, andan un poco por el Paleolítico Superior. Si se deciden a escucharla sabrán por qué. No insisto, pero quedan citados para este mismo día del 22 de noviembre de 2019. 

Por cierto, tal día como mañana de hace 43 años, se iniciaba una nueva etapa en la historia de España con la proclamación como rey de don Juan Carlos I. También es historia y por eso lo recuerdo...




John F. Kennedy (1917-1963)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4662
elblogdeharendt@gmail.com
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

martes, 22 de agosto de 2017

[Pensamiento] Memoria y olvido, como imperativo y terapia





El pasado mes de julio publicaba en Revista de Libros Rafael Núñez Florencio, doctor en Historia y profesor de Filosofía, una interesante reseña del libro de David Rieff titulado Elogio del olvido. Las paradojas de la memoria histórica (Barcelona, Debate, 2017), que centra en el análisis de la memoria y olvido como imperativos y terapias respectivamente de nuestro acontecer político. Perdónenme la inmodestia de advertirles que es una de las entradas que más satisfacción me ha dado en mucho tiempo traer al blog. Razón suficiente para encarecerles su lectura. Seguro que la disfrutan.

Como es habitual en los vástagos de las personas que han alcanzado una notable celebridad, señala al comienzo de la misma, David Rieff tiene que cargar con el sambenito de que se le presente con insistencia –incluso en la breve nota biobibliográfica de la solapa del libro que nos ocupa– como hijo de Susan Sontag. No obstante, como sabe cualquiera que haya seguido su trayectoria, la susodicha vinculación familiar es ociosa para encuadrar y comprender su fructífera y proteica carrera como periodista, corresponsal de guerra, analista político, ensayista y crítico cultural. De entre sus últimos libros –casi todos traducidos al español–, nos interesa destacar ahora, por motivos que no necesitan explicación, el que aquí se tituló Contra la memoria. De hecho, las primeras palabras de Rieff en el volumen que vamos a comentar, bajo el rótulo de «Agradecimientos», son para recordar que en 2009 dos integrantes del servicio de publicaciones de la Universidad de Melbourne, le invitaron «a escribir un ensayo en contra de la memoria política» que se publicó dos años más tarde con el título antedicho. Ahora, como su propio nombre indica, Rieff retoma el mismo tema para desarrollar aquel asunto e incorporar nuevos argumentos, moviéndose obviamente en la misma línea. Me atrevo a llevar hasta cierto punto la contraria al propio Rieff para matizar que la aludida línea argumental no es exactamente un alegato contra la memoria política sin más. Como se dice, creo que con bastante justeza en la sinopsis de contraportada, lo que defiende Rieff, si se permite la formulación casi en forma de titular, es que «la memoria colectiva no es tanto un imperativo moral como una opción». Pero vayamos por partes.

El libro de Rieff, aunque lleva por subtítulo explicativo «Las paradojas de la memoria histórica», no es una obra de historia ni se parece en nada al tipo de publicaciones que, por lo menos en el ámbito español, distingue a la copiosa bibliografía en torno a las relaciones entre memoria, historia y política. Elogio del olvido es un pequeño volumen –unas ciento setenta páginas– que tiene más bien un marcado carácter ensayístico, provocador y deliberadamente polémico en algunas de sus apreciaciones, y en el que, como viene siendo usual en los últimos tiempos, el autor se permite el lujo de hablar en distintas ocasiones en el tono subjetivo de la primera persona del singular, contar algunas de sus experiencias como testigo de acontecimientos relevantes e incluso relatar anécdotas concretas de sus tiempos como reportero en distintos frentes de batalla. Y todo ello lo hace en unos capítulos que contienen más carga de presente que de pasado (o que se interesan sin rubor por el pasado en función del presente) y que en algunos casos llevan como título preguntas que llaman nuestra atención como fogonazos: «¿Para qué sirve realmente la memoria colectiva?» O este otro: «¿Debemos deformar el pasado para poder conservarlo?»

Rieff –ya lo he dicho– no es un historiador, ni mucho menos un filósofo, ni siquiera un teórico político en un sentido investigador o académico. Es un periodista inquieto, un hombre culto que se mueve con soltura en distintos campos, pero que no alza el vuelo mucho más allá de los hechos concretos, esto es, de lo que podríamos llamar sin menoscabo un empirismo funcional o un decidido pragmatismo político, muy en la línea de un cierto ensayismo anglosajón. Esto que normalmente, en nuestros predios intelectuales, se entendería como desdoro o desvalorización, constituye, en mi opinión, el elemento determinante para que Elogio del olvido resulte un libro estimulante. No exactamente por lo que dice –que, en el fondo, no es nada radicalmente nuevo– sino por cómo lo dice: con una franqueza, una resolución y una sinceridad que prestan al volumen un tono prístino, una mirada a veces hasta algo naíf, como una bocanada de aire fresco en un tema siempre viciado porque todo transcurre, como hubiera dicho Sartre, a puerta cerrada, en una atmósfera cargada de resentimientos.

Por todo ello, el basamento teórico de principio no va mucho más allá de lo que en nuestros cenáculos intelectuales ha defendido, por ejemplo, y con mucho mejores argumentos, historiadores como Santos Juliá: una cosa es la historia y, otra muy distinta, la memoria. Cuando se trata de vincular ambas utilizando el sintagma de «memoria histórica» está incurriéndose en un oxímoron que sólo es aceptable como metáfora y, aun así, con no pocas prevenciones. La memoria sensu stricto es siempre individual; la «memoria colectiva de un pueblo» es, como hubiera matizado con ironía Borges, un abuso del lenguaje. Si se prefiere algo más flexible, diríamos que no es más que «una metáfora que pretende interpretar la realidad y conlleva todos los riesgos inherentes a la interpretación metafórica del mundo». Un tema, dicho sea de paso, que hubiera hecho las delicias de Nietzsche. Si damos unos pasos más y nos adentramos directamente en la llamada memoria histórica de un acontecimiento, debemos precisar que «nos referimos en general a la rememoración colectiva de gente que no lo presenció, sino que le fue transmitido por crónicas familiares o, más probablemente [...], a través de intermediarios como el Estado, sobre todo en las escuelas o las conmemoraciones públicas, o por medio de asociaciones» (p. 94).

Al proseguir por esa senda, nos vemos abocados a despojarnos de la inocencia. No hace falta que lleguemos al abrupto aforismo nietzscheano: «No hay hechos; sólo interpretaciones». Basta simplemente que reconozcamos una verdad tan incómoda como por otra parte incontrovertible, la de que «la función esencial de la memoria colectiva es la legitimación de un criterio particular y un programa político y social, y la deslegitimación de los opositores ideológicos». Así, la «apropiación de la historia por parte de la memoria es también la apropiación de la historia por parte de la política» (p. 83). No puede decirse más claro. Bueno, sí. Juzguen ustedes: «La memoria histórica colectiva no es respetuosa con el pasado» (p. 137). Rieff admite algunas excepciones en esa regla general, como la de los judíos (asunto este, por cierto, que me parece más que discutible, pero en el que prefiero no entrar para no perder el hilo de la argumentación). No respetar el pasado, no ser fiel a los hechos, equivale a manipular los mismos en función de unos objetivos. Como el autor procura no caer en el dogmatismo que critica, no llega al punto de decir que la memoria inventa el pasado, aunque alguna que otra vez bordea esa acuñación que puso en boga Eric Hobsbawm: la «invención de la tradición». En vez de eso, Rieff desemboca en una formulación muy poco sólida desde el punto de vista teórico, aunque, como veremos después, muy expresiva desde el prisma de la ejemplaridad política. Concretamente, dice que la «memoria se puede usar como prueba de fuego política, para causas tanto buenas como malas» (p. 55).

Aquí el planteamiento de Rieff adolece de una cierta ingenuidad. El problema estriba, como es obvio, en establecer y deslindar «causas buenas» y «causas malas». ¿Cómo nos ponemos de acuerdo sobre este punto? Tomemos por ejemplo como referencia, siguiendo a Timothy Garton Ash, el uso de la memoria como «componente esencial en la construcción de la identidad europea». Debemos forzosamente reconocer que, aunque mayoritaria, esa es una opción tan discutible como cualquier otra (como dirían los del Brexit y tantos euroescépticos y eurófobos). Operan, además, sobre todo ello los prejuicios del presente, conformando una arbitraria hemiplejia analítica. La manipulación descarada del pasado haciendo de William Wallace un mártir y un héroe del nacionalismo escocés –Mel Gibson mediante– se acoge con incomparable más benevolencia que la santificación de Juana de Arco por las huestes de Le Pen, aunque aquellos actúan con una insidia y unas pretensiones semejantes a las de estos. Rieff pone el dedo en la llaga como el niño que señala al rey desnudo: no nos importa tanto la manipulación en sí como quién manipula y con qué fin. Al igual que en el chiste psicoanalítico, cuando «la persona indicada hace las cosas mal, está bien; cuando la persona no indicada hace las cosas bien, está mal» (p. 141).

En un contexto más amplio, vivimos una época de exaltación de la memoria, hasta el punto de que esta ha desplazado a la historia en las relaciones políticas con el pasado. En palabras de Pierre Nora, y refiriéndose sobre todo a Francia, la memoria «ha adquirido un significado tan amplio e inclusivo que se tiende a utilizarla simple y llanamente como sustituto de historia y a poner el estudio de la historia al servicio de la memoria» (p. 82). Quizás el diagnóstico peque de excesivo o poco matizado, pero es incuestionable que en muchos países se ha desarrollado una auténtica «industria de la memoria». La expresión sería del gusto de Javier Cercas, quien, a propósito de sus últimas novelas, se ha visto implicado en acres polémicas sobre el uso del pasado. Pero, en cualquier caso, lo que importa aquí son las consecuencias, es decir, que el conocimiento riguroso del pasado queda cuando menos en segundo término frente a la preponderante tendencia a conmemorarlo. Esto es visible incluso en la propia producción editorial, cada vez más volcada a evocar efemérides variopintas, hasta el punto de que se aprovecha cualquier pretexto –centenarios, cincuentenarios o lo que sea– para lanzar títulos que nada aportan desde la óptica científica,  pero que sirven para recrear desde el presente una determinada concepción del ayer.

Si tomamos en consideración este panorama, podemos valorar la propuesta de Rieff como algo que va mucho más allá de la simple boutade: ¿y qué pasaría si dedicáramos al olvido un esfuerzo al menos equivalente al que hoy se emplea para avivar la memoria? Estamos tan imbuidos del culto a la memoria que a cualquiera se le ocurrirá de inmediato el famoso apotegma de George Santayana sobre los pueblos que, por no recordar su pasado, se ven condenados a repetirlo. En un tono menos apocalíptico, se recuerda aquí también el planteamiento de Garton Ash sobre las comunidades sin memoria, que serían tan infantiles o inmaduras como el individuo sin conciencia del pasado. «Pero no hay ninguna evidencia de que esto sea cierto», repone inmediatamente Rieff. Al revés: «Desde el punto de vista empírico, sobran las razones que respaldan el argumento contrario: en muchos lugares del mundo no es la renuncia sino el apego a la memoria la causa aparente de que las sociedades sean inmaduras» (p. 53).

Entramos con ello en la cuestión medular del ensayo. Todo, como se ve, parte de una pregunta impertinente, que puede formularse con diversos matices: ¿por qué la memoria es superior, más elevada, más digna que el olvido? ¿Por qué reconocemos un imperativo de la memoria y no la necesidad de olvidar? ¿Por qué nos empeñamos en forjar una identidad colectiva cuya base no es exactamente la memoria, como suele argüirse, sino un específico modo de construir el pasado? Para contestar con honestidad intelectual a estas preguntas, debemos ser francos y no jugar con las cartas marcadas. El autor apunta en este sentido que «la cuestión de la fidelidad histórica casi nunca parece tan crucial como la solidaridad colectiva que dicha rememoración pretende generar» (p. 129). El pasado se recuerda o, mejor dicho, se evoca a conciencia un determinado pasado (no pocas veces mítico o tergiversado) en función de las necesidades de «creación de una identidad colectiva determinada». Por consiguiente, el pasado no tiene ninguna función terapéutica: en contra de lo que suele argumentarse con insistencia, el conocimiento del pasado no conduce a evitar la repetición de viejos errores. ¿Cuántas veces a lo largo del malhadado siglo XX se ha dicho en vano «nunca más»?

Más concretamente, Rieff puede aducir, llegados a este punto, su experiencia no ya sólo como reportero en múltiples frentes de guerra, sino como testigo de sucesos aún más escalofriantes, como matanzas sistemáticas y genocidios: «Auschwitz no nos vacunó contra Pakistán oriental en 1971, ni Pakistán oriental contra Camboya bajo los Jemeres Rojos, ni Camboya bajo los Jemeres Rojos contra el poder Hutu en Ruanda en 1994» (p. 105). No se trata tan solo del hecho comprobable de que el pasado no es aleccionador, sino algo mucho más brutal: que los crímenes del pasado se convierten en el combustible que alimenta el rencor de hoy y posibilita nuevas atrocidades, normalmente «en un ambiente de temor y con la justificación de la legítima defensa» (p. 144). No es extraño por ello que quien ha presenciado in situ esa dinámica de violencia o incluso esa espiral de agravios –como, por ejemplo, en los Balcanes– termine por exclamar acongojado, ahíto de ver sangre derramada: ¡la paz, la paz a cualquier precio! La historia no es un menú a la carta. Cuando la barbarie se enseñorea de las relaciones humanas, una paz injusta es una bendición. Los acuerdos de Dayton eran una chapuza, por supuesto: «Aun así, para muchos de nosotros, tanto cooperantes como periodistas, que habíamos sido testigos presenciales del horror de la guerra de los Balcanes, casi cualquier paz, no importa lo injusta que fuera, era infinitamente preferible a lo que parecía el incesante castigo de la muerte, el sufrimiento y la humillación» (p. 113).

El caso de Chile, al que Rieff dedica una atención recurrente, resulta paradigmático. La transición a la democracia fue posible, según el autor, porque la consecución de la libertad fue el objetivo supremo al que se supeditó todo, la justicia en primer término. En estas circunstancias, conceder inmunidad a Pinochet «se vio como un sacrificio que merecía la pena asumir». Y enseguida aparece el Rieff desafiante: dentro de un tiempo, ¿cuántos chilenos concluirían «que la impunidad de Pinochet fue un coste inaceptable para la libertad del país?» (p. 114) ¡Por supuesto que lo ideal hubiera sido que el general rindiera cuentas! Pero a menudo hay que elegir entre opciones precarias. No estamos hablando en términos hipotéticos. El intento de procesar al dictador chileno por parte del juez Garzón nos sumergió en dicho escenario. Si «la detención hubiera podido poner en grave peligro esa transición, ¿habría merecido la pena entonces salvaguardar [...] las exigencias de justicia?» (pp. 85-86).

A los españoles, esos dilemas nos resultan muy familiares. Precisamente, a la transición española se le dedican también en el libro algunos párrafos, con algunos errores factuales y varios desenfoques en la interpretación. Con todo, no es en estas coordenadas donde Rieff detecta el problema: al fin y al cabo, en países como Francia o España estaríamos hablando de polémicas –todo lo agrias que se quieran– entre especialistas, básicamente historiadores, politólogos o analistas políticos. Pero aquí «probablemente nadie matará o morirá por lo que se haya olvidado o por lo que no haya podido recordarse. Sin embargo, en muchas partes del mundo morir y dar muerte es justo lo que está en juego, y en este sentido la cuestión de si se debe dejar de elogiar el recuerdo y comenzar a elogiar el olvido es más acuciante» (p. 153).

Este es el punto crucial para Rieff: cuando elegir entre recuerdo y olvido es cuestión de vida o muerte. Es verdad que si optamos por el olvido cometemos «una injusticia con el pasado». Pero recordar significa cometer «una injusticia con el presente». La conmemoración «podrá ser aliada de la justicia», pero «pocas veces es aliada de la paz» (pp. 148-149). Esta paz puede tener padres espurios. Puede aparecer trufada de oportunismo, hipocresía y hasta cínica indiferencia. Pero, al lado de otras opciones, es el mal menor. Rieff nos refiere una anécdota reveladora: cuando De Gaulle decidió hacer tabla rasa con la cuestión de Argelia, se le recordó que se había derramado mucha sangre. Entonces el mandatario francés contestó fríamente: «Nada se seca tan pronto como la sangre». Más recientemente, el caso de Irlanda del Norte revela que unos acuerdos discutibles, con su secuela de amnistías dolorosas, olvidos forzados y rehabilitaciones impuestas, vienen a ser a la larga, con todos sus defectos, la única vía factible para salir de un laberinto minado.

Podría dar la impresión, a tenor de todo lo dicho, que nuestro autor es un tenaz opositor contra la rememoración, un adalid del olvido, un decidido detractor de la memoria histórica, sin más especificaciones, sin matices. No hay tal. Rieff, como ya he dicho antes, es, ante todo, un pragmático. No pierde de vista casi nunca las circunstancias concretas en que ha de aplicarse una determinada doctrina. En cada situación detecta pros y contras. Pero, además, él lo dice expresamente en términos genéricos: «que quede claro, no sostengo que siempre sea un error insistir en la rememoración como imperativo moral» (p. 84). Aunque considera, como se infiere de todo lo expuesto, que con demasiada frecuencia la memoria lleva más a la exacerbación de las tensiones que a la pacificación, hay múltiples casos en que ni se puede ni se debe olvidar: las matanzas de las fuerzas imperiales europeas, el genocidio armenio, las atrocidades del militarismo japonés en China. No es factible «curar la guerra». Se ha insistido mucho hasta ahora en los males de la memoria, pero sería perverso desconocer o silenciar que el exceso de olvido constituye también un riesgo. No es fácil saber cuál es el camino más indicado para restañar heridas. En cualquier caso, el autor insiste en que no «prescribe aquí un alzhéimer moral» porque, reconoce, «estar desprovisto de memoria es estar desprovisto de un mundo» (p. 146).

En último extremo, no cabe aquí un sustrato de optimismo antropológico. Los seres humanos no son tan racionales como a menudo nos gusta pensar y creer: «El diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres», escribió Karl Kraus. Los recuerdos de las atrocidades sirven con más frecuencia para los intentos de emulación que para la expiación y el exorcismo. En el mejor de los casos, para quienes prescriben bienintencionadamente el perdón –Paul Ricoeur, Avishai Margalit–, el dilema sigue siendo el mismo: ¿cómo se edifica el perdón sin una peligrosa amalgama de memoria y olvido? ¿En qué proporciones? Decía Borges que «el olvido es la única venganza y el único perdón». No estoy tan seguro. Además, no sobreestimemos la capacidad humana para dirigir el curso de los acontecimientos. El hombre es más víctima de la historia que hacedor de la misma. Todas nuestras construcciones –entre ellas, nuestra sociedad, nuestra civilización− están sometidas al paso implacable del tiempo. Rieff lo expresa aludiendo a «la provisionalidad social, nacional y de la civilización», por analogía con la «fugacidad humana individual» (p. 158).

Dentro de poco, la Shoá, la gran herida moral de nuestro tiempo, será una nota imprecisa en la noche de los tiempos. Tony Judt vio en Berlín cómo unos escolares aburridos en su excursión obligatoria jugaban al escondite en su visita al monumento a los judíos asesinados en el Holocausto. Yo mismo tuve ocasión de presenciar una escena similar casi en el mismo sitio: unos chicos y chicas, algo más que adolescentes, con indumentaria casi playera, reían, bromeaban y bebían Coca-Cola entre los testimonios atroces de las matanzas no tan lejanas. ¿Puede decretarse la memoria obligatoria? Y, en ese caso, ¿con qué viabilidad? Rieff se remite en este caso a las palabras de Judt, poco sospechoso por su talante y su profesión de querer encubrir nada: museos, monumentos y tantos lugares y ritos de la memoria no son tanto una expresión de nuestra voluntad de recordar cuanto «un indicio de que sentimos haber cumplido nuestra penitencia y ya podemos [...] olvidar, y que en nuestro lugar recuerden las piedras» (p. 101), concluye diciendo.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt






Entrada núm. 3754
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 6 de abril de 2017

[A vuelapluma] La función de la literatura





La buena literatura, dice el profesor y ensayista Jordi Gracia al final de su artículo sobre la última novela de Javier Cercas: El monarca de las sombras (Penguin Random House, Barcelona, 2017) está para contrariar las expectativas emocionales y sentimentales pero falsas, está para desbaratar los relatos confortables pero deformados que nos hacemos sobre nosotros mismos, está para que mintamos menos de lo que mentimos sobre nuestro pasado personal y colectivo. La literatura está para decirle la verdad a los padres o, al menos, para que ni padres ni hijos sigan mintiendo o engañándose, queriendo o sin querer.

La verdad de la novela de Cercas es que la convalecencia de una guerra no dura cuatro días, sino cien años. El monarca de las sombras habla de los muertos cuando todavía están vivos en la memoria sentimental, y es, por tanto, una apología de la memoria histórica.

Los fantasmas vivos del pasado y del presente han vuelto a despertar con El monarca de las sombras, dice Jordi Gracia. Mañaneras voces se han puesto en guardia para recelar o combatir sus posiciones, mientras otros hemos vuelto a leer lo que dice la novela por si esta vez Cercas se había metido en un berenjenal indecoroso. Pero es fácil saber la verdad: el berenjenal es su lugar natural porque es el hábitat de la literatura que quiera ser algo más que entretenimiento, sin dejar de ser entretenimiento y emoción, narración y aventura.

Algunas de las reacciones en defensa de la memoria histórica (contra un supuesto agresor a la memoria histórica, como ya pasó con El impostor), señala, me han sacado del sopor contemplativo: como tengan razón quienes le asignan intenciones subterráneas de destruir, sabotear o enterrar de una vez la memoria histórica, mi vergüenza personal y hasta cultural va a ser infinita e irreversible. Aunque no cueste nada leer sus libros, porque se leen a todo tren, es posible que pida algo de calma comprender el dispositivo que los pone en marcha.

A mí me parece, sigue diciendo Gracia, que El monarca de las sombras está escrito contra el peso de las leyendas familiares, sentimentales y consoladoras; está escrito contra la cobardía que prefiere no saber y mantener la paz en casa. Todo él nace del coraje que por fin ha tenido Cercas para contarle a su madre —a todas las madres— la verdad de la historia de su familia y su héroe privado, y no perpetuar el consuelo legendario de la memoria familiar. Por eso no es un ataque a la memoria histórica sino una defensa radical de la memoria histórica: es una apología de la verdad del pasado sin la intoxicación interesada de la memoria sentimental de los nuestros. Las leyendas familiares mienten y fabulan porque son nuestras y no están ni contrastadas ni objetivadas, viven de generación en generación como una especie de milagroso ritual de pertenencia a la tribu que constituye cada familia, dispuesta a perseverar en el relato urdido de una sola vez e inmaculadamente incólume, sin que nadie o casi nadie decida explorar la veracidad efectiva de ese relato heredado porque hacerlo podría poner en duda su fiabilidad y romper la cadena de transmisión de padres a hijos y nietos.

Este libro no lo pudo escribir Javier Cercas hace dieciséis años, comenta, porque no había aprendido todavía a imaginarlo. Para entonces no sabía “escribir a mi modo el libro sobre Manuel Mena” que sí ha sabido ya escribir, según explica en El monarca de las sombras. Lo sé porque yo estaba allí. El resultado de aquel fracaso de hace dieciséis años fue Soldados de Salamina, que era una defensa de la razón política de la República y sobre todo corregía la ingratitud que, también en democracia, los poderes y la sociedad misma tuvieron con quienes habían perdido en España la guerra civil y habían ganado en Europa la Segunda Guerra Mundial: los exiliados y los vencidos. Eso sucedía en 2001, y con razón contribuyó decisivamente a fortalecer el impulso de las asociaciones de la memoria histórica en favor del rescate de las víctimas de la guerra y el franquismo. Pero había nacido del fracaso o la impotencia para contar la historia que no pudo o no supo contar entonces. Lo que fue imposible tantos años atrás, está hoy en El monarca de las sombras. Es el repudio de la confusión usual entre razón moral y razón política: tener la razón política no garantiza tener la razón moral y equivocar la razón política (como le sucede al joven envenenado de falangismo de El monarca de las sombras) no condena automáticamente al error moral.

Cercas, sigue diciendo, abandonó entonces esta novela que ha escrito hoy, como habríamos abandonado la mayoría de nosotros, por una razón moral que es literaria: todavía no había reunido el valor para averiguar la historia verdadera detrás de un relato de familia que era más leyenda que verdad, y más tentativo que fiable, rutinaria argamasa de emociones para mantener a la familia unida o al menos no escindida, dañada, saboteada por culpa del sabelotodo o del bocazas que rompe el pacto y se pone a desmontar el relato de toda la vida en casa.

Lo que vale para la familia vale para el país entero, señala, porque la convalecencia de una guerra no dura cuatro días sino cien años. No lo digo yo; se lo dijo Javier Pradera a Basilio Baltasar en una de las últimas entrevistas que le hicieron, en 2010. En ella evocaba esa verdad que muchos historiadores repiten pero pocos recuerdan: el duelo de una guerra dura un siglo al menos, y sólo acaba cuando ya nadie de veras, ni los tataranietos, puede vivir como experiencia propia aquel origen traumático, cuando los muertos están muertos de verdad. En eso, como en tantas otras cosas, decía Pradera, tampoco España muestra “singularidad” alguna ni un particular y maléfico “espíritu cainita”.

Hoy todavía no están muertos, afirma, y por eso El monarca de las sombras habla de los muertos cuando todavía están vivos en la memoria sentimental y afectiva de las familias a poco que hurguen, a poco que desbaraten algún relato consabido, a poco que rompan el código privado de las cosas mil veces contadas, y lo hagan después de haber averiguado contrastadamente, buscando papeles y testigos, reconstruyendo rutas y peripecias, lo que sucedió a alguien concreto en un lugar concreto y en una circunstancia concreta.

No hay cura rápida para una guerra, asegura. Mientras tanto, lo mejor que podemos hacer es no mentir en exceso, desconfiar de los relatos familiares sentimentalmente blindados y atreverse a decir la verdad con el dolor de saberla y con la alegría de hallarla. Cuando un escritor como Javier Cercas dice que la literatura cuenta la verdad no está diciendo mentiras ni hace retórica automitificadora sino que entrega el resultado de una investigación verdadera y no ficticia: contar una historia real y el modo de averiguarla. Por eso al final del libro sabe Cercas que esa historia “iba a contarla para contarle a mi madre la verdad”, aunque no le gustase, o aunque no fuese la verdad que ella esperaba sobre su familia o su antepasado en la guerra. No será ya la verdad de la leyenda o de la memoria sino la verdad de una historia que incluye la verdad de la leyenda: la novela corrige con la historia a la leyenda, sin renunciar a ella.

Esta novela sin ficción, concluye diciendo, es por tanto una auténtica apología de la memoria histórica, si la memoria histórica aspira a restituir la verdad de la historia además de restituir la dignidad, el decoro y la decencia de las víctimas de la guerra civil y el franquismo. La buena literatura está para contrariar las expectativas emocionales y sentimentales pero falsas, está para desbaratar los relatos confortables pero deformados que nos hacemos sobre nosotros mismos, está para que mintamos menos de lo que mentimos sobre nuestro pasado personal y colectivo. La literatura está para decirle la verdad a los padres o, al menos, para que ni padres ni hijos sigan mintiendo o engañándose, queriendo o sin querer.

Hasta aquí, la reseña de Jordi Gracia sobre la novela testimonio, o el testimonio novelado, de Javier Cercas titulada El monarca de las sombras, que he leído, de nuevo gracias a los impagables servicios de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, en menos de veinticuatro horas; de un tirón, como quien dice. Al final del mismo, en sus últimas páginas, Cercas teje un estremecedor alegato sobre la vida y la muerte, la memoria y el olvido, el heroísmo y la cobardía, la gloria y la derrota, que a lo largo de todo el libro ha ido dejando traslucir mediante el recurso, implícito, a unos versos del Canto XI de la Odisea de Homero que solo ahora explicitan su sentido y dan título a su libro: El monarca de las sombras. Se trata del momento de la Odisea en que Ulises visita en la mansión de los muertos a Aquiles y le dice que él era el más grande los héroes, que derrotó a la muerte con su bella muerte (la kalos thanatos), el hombre perfecto a quien todo el mundo admiraba, que a la luz de la vida era como un sol, y que ahora debe ser como un monarca en el reino de las sombras y no debe de lamentar la existencia perdida. Y entonces, Aquiles, le responde con estos versos:


No pretendas, Ulises, preclaro, buscarme consuelos
de la muerte, que yo más querría ser siervo en el campo
de cualquier labrador sin caudal y de corta despensa
que reinar sobre todos los muertos que allá fenecieron.



Ulises en el reino de los muertos



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt






Entrada núm. 3426
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 5 de octubre de 2015

[De libros y lecturas] "El Informe Foronda. Los efectos del terrorismo en la sociedad vasca"




El árbol de Guernica, simbolo de las libertades vascas


Revista de Libros es para mí, y quiero suponer que para mucha más gente, mucho más preparada que yo en todos los sentidos, una fuente inagotable de información veraz y exhaustiva. En su número de este mes de octubre trae un extenso y documentado artículo del profesor Antonio Rivera, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco, titulado "La historización del terrorismo: El Informe Foronda",  que recoge su intervención en el curso de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo «Las víctimas del terrorismo y la memoria colectiva» (Santander, julio de 2015), y es al mismo tiempo una reseña del reciente libro  de Raúl López Romo titulado "Informe Foronda. Los efectos del terrorismo en la sociedad vasca" (Madrid, Los libros de la Catarata, 2015). 

El científico social Jared Diamond explicaba en su libro "El mundo hasta ayer. ¿Qué podemos aprender de las sociedades tradicionales?" cómo estas «resuelven sus conflictos mediante procesos de compensación que no tratan de determinar el bien y el mal, sino sólo de restablecer la relación entre sus integrantes, mientras que las sociedades estatales modernas acuden a la ley porque su propósito no es restablecer la relación, sino determinar qué está bien y qué está mal». Por su parte, otro autor de moda, Ian Morris, nos recordaba en su "¿Por qué manda Occidente… por ahora?" aquello de que cada edad consigue el pensamiento que necesita, porque los intelectuales hacen las preguntas que el desarrollo social les obliga a plantearse. Dicho desde la clásica perspectiva de los historiadores, cada generación tiene sus preguntas concretas dirigidas hacia el pasado desde su particular presente y desde sus necesidades.

Me ha resultado enormemente curioso que el párrafo anterior, con el inicia su artículo el profesor Rivera, guarde una gran similitud con la opinión que sobre la Historia, como disciplina científica guarda el famoso teólogo católico suizo Hans Küng, por el que guardo una profunda admiración. Dice Küng al respecto: "La historia es una ciencia de nuestro saber de la historia; por consiguiente, una ciencia condicionada por los intereses, perspectivas, determinados por el punto de vista que, en contra de lo que Ranke opina, no se limita a informar como sucedió en realidad, sino que, al mismo tiempo, siempre interpreta". Inobjetable, sin duda. Lo que no es, o debería ser, óbice, para que el historiador mantenga siempre en sus investigaciones, el prurito de la objetividad imposible de alcanzar.

La cuestión del terrorismo en el País Vasco, dice Rivera, está condicionada y limitada en estos instantes por estas dos consideraciones y por dos hechos principales: 1) El de que su final obliga a buscar una solución que integre el reconocimiento del bien y del mal que necesitan el Estado de Derecho y la sociedad democrática en que vivimos junto con las posibilidades de rearticulación de una sociedad fracturada (y recordemos que en el País Vasco el terrorismo se ha caracterizado por contar con un importante apoyo social y con una ciudadanía hasta muy tarde ajena a implicarse en la cuestión). 2) Y el de que su final nos obliga a empezar a cerrar el pasado mediante la formulación del relato de lo ocurrido; en definitiva, mediante su construcción y consiguiente «elección» por parte de la sociedad. En este sentido, estamos en condiciones de hacer una historia bien distinta de la que se ha hecho sobre el terrorismo vasco en tanto que podemos/debemos hacernos preguntas diferentes, contar con otro tipo de fuentes y testimonios no mediatizados, y alejarnos de lógicas comprensivas que funcionaron en otros tiempos.

Todo esto está siendo valorado, sigue diciendo, desde diferentes ámbitos y a partir de diferentes presupuestos: Uno, es el procedente del mundo civil de ETA, de la izquierda abertzale; el otro, el de las políticas de memoria del actual Gobierno Vasco. Ambos coinciden en que un determinado relato del pasado del terrorismo condiciona los pasos políticos futuros. 

Básicamente, añade, son dos las propuestas para ese reconocimiento del pasado que se nos formulan desde esos dos ámbitos políticos. Primero, la reivindicación sedicente del terrorismo. Una postura ya muy minoritaria incluso en la propia izquierda abertzale, pero mucho más contumaz de lo que parece en sus facciones intelectuales y en el colectivo de presos de ETA. En segundo lugar, la mezcla forzada de situaciones de violencia y, por lo tanto, de víctimas. Ahí sí coinciden en lo genérico el PNV y la izquierda abertzale: en una reiteración de la tesis del conflicto histórico, se establece que el sufrimiento ha sido mucho y diverso, y desplegado a lo largo de los decenios, de manera que las víctimas de la lejana Guerra Civil se juntan con las del franquismo y, finalmente, se suman a las del terrorismo de ETA y a las producidas por terrorismos contrarios a esa organización o por excesos policiales. El objeto principal, se insiste, es alimentar la teoría del conflicto histórico y la victimización del Pueblo Vasco, aquejado por una suerte de fatalidad que concentraría contra él todas las violencias seculares. Pero también intenta desdibujar la naturaleza política de las víctimas y el hecho de que, en concreto las del terrorismo, fueron asesinadas por un determinado proyecto político: una lectura en clave totalitaria del nacionalismo vasco.

Para combatir ese intento de minorar su efecto, algunos historiadores insistimos en la necesidad de historizar el terrorismo en el País Vasco (y España) del último medio siglo. Historizar es un término que todavía se nos hace raro, pero en este caso la Real Academia de la Lengua se nos ha adelantado aceptándolo y asumiendo su semántica de «dar carácter histórico a algo o tomar algo carácter histórico». Pues de eso se trata y por eso se ha acudido a semejante palabro que, sin embargo, es ya palabra sancionada. Dar significación histórica, «convertir en historia» el terrorismo que hemos conocido y padecido, es algo que tiene múltiples consecuencias y, entendemos, todas buenas. Planteemos sólo algunas, dice, en términos sintéticos: 1) Proporcionar identidad y sentido a cada una de las víctimas sin desfigurarlas en una genérica e incomprensible violencia (y sufrimiento) poco menos que atávica, fatal o de castigo contra la comunidad vasca. 2) Significar cada una de esas víctimas en razón de la intención política del victimario.3) Evitar lecturas ahistóricas, ausentes de contexto explicativo. 4) Explicarnos cómo el terrorismo ha mediatizado nuestra sociedad durante medio siglo y cómo condiciona todavía la sociedad posterior al trauma, la que vivimos hoy. 5) Y conocer fehacientemente en todos sus extremos lo ocurrido para poder determinar en el futuro qué recordamos y qué echamos al olvido. 

Historizando el terrorismo producido en el País Vasco en el último medio siglo, añade, combatiríamos la ignorancia buscada por algunos poderes y bien recibida por una mayoría social vasca que prefiere olvidar, pasar página sin conocer lo ocurrido; sabríamos a ciencia cierta cómo, cuánto y en qué parte ha afectado a nuestra sociedad pasada y cómo puede estar haciéndolo a la presente y futura; nos explicaríamos lo ocurrido en sus contextos precisos, que son los que permiten conocer adecuadamente, a la vez que por eso son los que otorgan a los ciudadanos responsabilidad por lo hecho y no hecho, y sentido histórico, esto es, consideración de lo que debe cambiarse para que en el futuro no vuelva a ocurrir; y recuperaríamos y podríamos reivindicar la significación política de cada víctima para así poder protegernos de ideologías que se nutren o que utilizan procedimientos u objetivos totalitarios rechazables.

Desentrañar y explicar el pasado es cosa de los profesionales que utilizan el método histórico de conocimiento; es decir, sobre todo los historiadores (o profesionales de otras disciplinas que usan básicamente esa metodología: periodistas, analistas diversos…). El griego Tucídides, añade el profesor Rivera, pasa por ser uno de los padres de la disciplina de la Historia. Decía que el objeto de la misma era explicar las causas reales y fehacientes de lo ocurrido. Pero esa intención le enfrentaba al menos a dos agentes principales: a los gobiernos y a las sociedades. A los gobiernos, porque en toda la historia humana han preferido bien su versión de los hechos, bien, por lo menos, una que no dificulte sus intenciones de mantenerse en el poder. A la sociedad también, no se olvide, porque muchas veces esta no quiere saber ni recordar lo que realmente ocurrió, y elige la leyenda –la memoria, podríamos decir ahora– frente a la historia. Leyenda viene del griego legere, que significa escoger o elegir. Y consiste en eso, en escoger la versión que explica y da fundamento a una determinada cultura. Es decir, la necesita una sociedad para seguir viéndose a sí misma sin dificultades ni contradicciones, al margen de la verdad. El historiador, añade, debe estar, de alguna manera, tan en contra de los poderes de su tiempo como en contra de su sociedad. El historiador debe ser contemporáneo y debe reclamar su condición de ciudadano que le obliga a responder a las preguntas de su presente, a tratar de aportar algo de claridad para tomar las mejores decisiones. Si ese no es nuestro empeño, sin urgencias ni exageraciones presentistas, nuestra profesión no difiere mucho de la del anticuario o de la del cronista.

Esas, y otras reflexiones, dice más adelante fueron las que animaron a los miembros del Instituto de Historia Social «Valentín de Foronda» a abordar el estudio de los «contextos históricos del terrorismo en el País Vasco y la consideración social de sus víctimas». Se trataba de estudiar el terrorismo en su conjunto y en su contexto, no como sujeto y objeto al margen de la sociedad en que se producía

El "Informe Foronda", que el autor del artículo reseña, se articula en cuatro momentos históricos que identifican otros tantos contextos temporales que es necesario distinguir para interpretar bien lo ocurrido: el surgimiento del terrorismo en el momento del tardofranquismo (1968-1975); la continuidad del terrorismo en los críticos años en que se trataba de instalar un sistema democrático en España y el consiguiente autogobierno en el País Vasco (1976-1981); las evoluciones del terrorismo en los años de estabilización del régimen democrático (1982-1994); y el cambio final producido tras la estrategia de «socialización del sufrimiento» (1995-2011).

En cada uno de esos cuatro cortes temporales se estudió el contexto histórico en que se produjo la acción terrorista. «Contexto» ha sido una palabra de semántica múltiple en el País Vasco. Durante los años del terrorismo, la apelación al contexto servía a sus defensores para impedir la reacción social e institucional por mor de una causa suprema, un conflicto con mayúsculas que empujaría a los terroristas a la violencia. En el presente, el recurso al contexto por parte de los historiadores es lo que permite pasar de la justificación de entonces a la explicación racional y argumentada, a poder entender históricamente ese fenómeno, a distinguir los diferentes entornos temporales en que se produjo y las influencias diversas que concurrían en cada uno de ellos.

El Informe Foronda, sigue diciendo, se ideó con el objeto de ir conociendo mejor el fenómeno del terrorismo en el País Vasco, pero también con una clara intención práctica, de manera que sirviera, junto con otros, para informar las políticas públicas de memoria. Y a ello, añade, se destinan las cinco grandes proposiciones recogidas en las conclusiones y que son: 1) Evitar la relativización de las víctimas del terrorismo. 2) Reivindicar a las víctimas de todos los terrorismos. Pero insistiendo en que las víctimas son todas iguales en el tratamiento y todas distintas en razón de la intención de sus verdugos. 3) Atribuir responsabilidades a los victimarios. 4) Asentar una cultura democrática. 
5) Y proceder a un largo trabajo de investigación, pues a pesar de lo mucho que se ha escrito sobre el terrorismo en el País Vasco, cuando se empiezan a hacer otras preguntas y se utilizan otras fuentes, comienza a aparecer un mundo sorprendente e inédito. 

Terminaré volviendo al principio, concluye el profesor Rivera. Para bien o para mal, nuestras sociedades se caracterizan porque necesitan establecer qué estuvo bien y qué estuvo mal cuando afrontan la resolución de un trauma colectivo (o de un pleito privado, tanto da). Cuando reivindicamos la naturaleza política de las víctimas lo hacemos para significar sobre todo que la acción que las convirtió en tales es radicalmente rechazable, que estuvo mal, que nuestra sociedad no puede sustentarse sino en el rechazo absoluto de esa manera de hacer. Cuando consideramos que no estamos ante unos vascos equivocados que actuaron erróneamente, sino ante el intento frustrado de establecer un proyecto social totalitario (por ser exclusiva y excluyente, en este caso, su concepción de la nación a construir) con unos medios totalitarios (los propios del terrorismo), la consecuencia para el futuro es la defensa inequívoca de los valores democráticos socavados en esos años. Las políticas públicas, por eso, deben ser sobre todo tendentes a recuperar la democracia perdida desde lo más básico y no tanto, que también, a recomponer el tejido social: la reconciliación. Por eso reivindicamos lecturas políticas y no moralistas. Por eso reivindicamos la historia y sus posibilidades de conocer fehacientemente, y no la memoria, en su versión acomodaticia, salvífica y protectora de la comunidad (sobre todo de las mentiras aceptadas sobre las que esta reposa). Por eso reivindicamos conocer para distinguir sin vacilaciones a las víctimas de sus victimarios.

El artículo del profesor Rivera, que he intentado sintetizar dada su considerable extensión, probablemente con poca fortuna por mi parte, concluye con un párrafo de Joseba Arregi en su libro "Tejiendo la historia de la libertad" (Vitoria-Gasteiz, Ciudadanía y Libertad, 2009) que recoge de manera muy precisa el sentido que los autores del "Informe Foronda" han dado a la reivindicación política de las víctimas como punto de partida para cualquier estudio histórico del terrorismo: "La memoria de las víctimas asesinadas, el respeto a esa memoria, es un ejercicio de libertad. Un ejercicio que no terminamos de hacer porque no queremos vernos en nuestra historia de los últimos treinta años. Pero si no nos enfrentamos a esa historia seguiremos atados a ella y ella nos dominará e impedirá que podamos modelar el futuro con algo de libertad. En la posición que consigamos adoptar en relación con nuestra actitud respecto a las víctimas asesinadas se juega nuestra libertad futura. La memoria de las víctimas y el respeto que les debe la sociedad vasca no es una cuestión de virtudes privadas, sino profundamente política, ligada a la libertad de cada uno de nosotros. Y la libertad es el núcleo fundamental de la política, no la identidad".

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




 Portada del Informe Foronda (2015)




Entrada núm. 2461
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 13 de julio de 2015

[Pensamiento] El respeto debido a los muertos




Valle de los Caídos (Madrid)



La desilusión y el desencanto pueden llevarme a la abstención pero me resulta difícil de creer que pueda llegar el momento en que la derecha reciba mi voto. A pesar de eso, quizá por influencia de mi maestro, Emilio Lledó, y del también profesor, Ángel Gabilondo, candidato socialista al gobierno de la comunidad autónoma de Madrid en las elecciones del pasado mes de mayo, reconozco que no veo a ningún partido político como mi enemigo, aunque sí como un adversario a vencer con palabras, razones y votos. 

Siempre me ha sorprendido y provocado cierta repulsión las reticencias del PP a reconocer, no solo los derechos, sino incluso la dignidad de los muertos republicanos durante la guerra civil y la posterior represión franquista. De los pseudohistoriadores patrocinados por la COPE y de la propia jerarquía católica española no cabe esperar gran cosa al respecto, así que tampoco está de más recordar que el 28 de noviembre de 1978, una semana justo antes del referéndum constitucional, el arzobispo de Toledo y cardenal primado, monseñor González Martín, hacía pública una carta pastoral en la que juzgaba muy negativamente el proyecto de Constitución. Está en las hemerotecas. Y no parece que desde esa época los señores obispos hayan progresado mucho en lo que se refiere al respeto debido a los principios democráticos, más bien todo lo contrario, pero esa es otra cuestión y no quiero entrar en ella ahora.

En agosto de 2008 la lectura de un artículo de Manuel Rivas titulado "Garzón, Antígona y la memora histórica" (El País, 07/08/08), sobre la decisión judicial de solicitar información a los ministerios de Defensa e Interior y a las asociaciones que trabajaban por la reparación histórica, de los datos que tuvieran sobre los asesinados durante y después de la guerra civil por los franquistas, me llevó a pensar sobre el respeto debido a los muertos -a todos los muertos- que Rivas sacaba a colación citando la "Antígona" de Sófocles (ca. 442 a.C.) y la versión mucho más moderna del autor francés Jean Anouilh (1942). No era la primera vez que Manuel Rivas escribía sobre ese asunto, asunto que yo también he mencionado en alguna que otra ocasión en el blog. 

Aquella tarde de verano de 2008 releí de un tirón la "Antígona" de Sófocles. Me impresionó de nuevo, y sigue impresionándome cada vez que la leo, como impresionó a los atenienses de hace dos mil quinientos años. He anotado los versos 1029-1030 de la edición de Cátedra: "Obras Completas. Esquilo, Sófocles, Eurípides" (Madrid, 2004), en los que el anciano adivino ciego, Tiresias, le reprocha al rey de Tebas, Creonte, su inflexibilidad en la orden de no dar sepultura a su sobrino Polinices y de condenar a muerte a la hermana de este, Antígona, que ha rendido honores fúnebres a su hermano desobedeciendo la orden real. Y lo hago porque me parece que viene absolutamente a cuento en esta cuestión: "¿Qué heroicidad hay en volver a matar al que ya está muerto?", le espeta Tiresias a Creonte con toda la razón...

Supe por vez primera de la "Antígona" de Sófocles cuando tenía once años. Fue gracias a mi profesor de Literatura en el Colegio Infanta María Teresa de Madrid. Se llamaba Mariano Abánades, y ya he escrito sobre él en otras ocasiones. Era pequeñito de estatura, tan pequeño, que cuando se ponía al volante de su "600", apenas era perceptible el sombrero que siempre portaba. Pero tenía una enorme sensibilidad, erudición y paciencia para recrearnos todas las grandes obras de la literatura universal. Mucho más tarde, creo que hacia 1979, vi por TVE la "Antígona" del dramaturgo francés Jean Anouilh, interpretada por Nuria Torray. Una obra inmensa, y una actriz espléndida, que han quedado grabadas en mi mente para siempre.

Soy de los que piensan que después de los clásicos griegos todo lo demás es mera paráfrasis, así que vuelvo a ellos con frecuencia cuando flaquea mi fe en la racionalidad de los humanos. En aquella ocasión lo hice por el honor y respeto debido a los muertos, a todos los muertos, y no solo a los de un bando. ¡Ójala puedan descansar un día no lejano en paz!...

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt





Antígona ante Creonte (Cerámica griega)




Entrada núm. 2366
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)