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viernes, 1 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] Carta de un filósofo a algunos colegas europeos desorientados





Desde 1978, España es una Monarquía constitucional descentralizada que otorga a los ciudadanos las mismas libertades que cualquier otra democracia de la UE. Con muchos defectos, pero entre ellos no está la restauración de la dictadura franquista, comenta en El País el filósofo español José Luis Pardo en El País en una carta abierta a los intelectuales europeos que acusan de prácticas franquistas al gobierno de España.

En los últimos tiempos he recibido de muchos de vosotros mensajes emotivos sobre la situación creada en España por el independentismo catalán. Algunos eran mensajes de ánimo y de apoyo a la “República” frente a la represión “franquista” del Gobierno de Mariano Rajoy. Os los agradezco. Sé que en la memoria del izquierdismo europeo pesa aún cierto sentimiento de culpa y de vergüenza porque el resto de Europa dejó bastante solo a mi país ante el ataque del fascismo en 1936. Lo comprendo. Pero, como decía Albert Camus, “la guerra de España nos ha enseñado que la historia no discrimina entre las causas justas y las injustas, sino que se somete a la fuerza bruta, cuando no al mero azar”. Puede que, desde el punto de vista moral, aquella tibieza de Europa fuera un error, pero no es posible corregir la historia porque, según afirmaba Aristóteles, ni siquiera los dioses pueden hacer que lo que ha sucedido no haya sucedido (aunque es cierto que luego vinieron algunos dioses más coléricos que se atribuían el poder de cambiar el pasado). Sólo quiero recordaros que vuestro apoyo llega con 80 años de retraso, si lo que intentáis es derrotar a Franco, o con 40 si lo que queréis es denunciar la dictadura.

Es posible que no hayáis reparado en ello, pero desde 1978 España es una Monarquía constitucional descentralizada que otorga a los ciudadanos las mismas libertades civiles que cualquier otra democracia parlamentaria de la UE. Con muchos defectos, lo reconozco. Pero entre ellos no está la restauración de la dictadura franquista, por mucho que a algunos os entristezca enteraros de esta cruel realidad.

Todavía recuerdo cuando, no hace mucho, vosotros mismos me mandabais mensajes de apoyo a la “liberación del pueblo vasco” en cuyo nombre la organización terrorista ETA asesinaba regularmente a ciudadanos inocentes y constituía la amenaza más grave contra la recién renacida democracia española, porque tampoco estabais al corriente de que España había dejado de ser una dictadura ni de que el País Vasco es una de las regiones con mayor poder de autogobierno en el contexto de las democracias avanzadas del mundo. Comprendo que la imagen heroica y romántica de la alegre y combativa (y también algo tercermundista y rural, pero por ello mismo más auténtica) segunda República española levantada en armas contra el fascismo haya quedado congelada en vuestras retinas como un fetiche que os protege contra los posteriores descalabros históricos de la izquierda y os asegura una confortable superioridad moral allí donde las victorias electorales no están a vuestro alcance. Comprendo incluso que, como algún atlético economista griego que llevó a su país a altísimas cotas de bienestar, encontréis mucho más cómodo luchar contra el franquismo 40 años después de su desaparición, porque sé por experiencia que hacerlo cuando aún estaba vivo no era nada agradable. Y lo comprendo bien porque esto no os pasa únicamente a vosotros, que podéis excusaros de ello por la falta de información directa de quien habita en el extranjero, sino a bastantes de mis compatriotas.

No sois, en verdad, los únicos que habéis resucitado al franquismo para obtener satisfacciones político-emocionales. Lo hicieron también aquí mismo (en paralelo con fenómenos similares surgidos en otras latitudes europeas) los populistas que con tanto éxito lanzaron sus redes para pescar descontentos en las turbias aguas del río revuelto por la crisis económica. Y a ellos se unieron al poco los nacionalistas catalanes (no os voy a descubrir ahora los profundos vínculos existentes entre nacionalismo y populismo), que desde hace muchos años mantenían —eso sí, hasta entonces sólo en el discreto ámbito de su hegemonía territorial— ese mismo discurso anacrónico de “lucha contra la España franquista”, porque el antifranquismo (más presunto que real) es el único timbre de progresismo que puede exhibir una ideología tan poco progresista como la suya.

Se creó entonces en España un conflicto que podríamos considerar “narrativo” (porque se libra más en el terreno de las palabras y de las imágenes que en el de las cosas), que enfrenta a dos relatos incompatibles: uno, minoritario pero muy bullicioso, apoyado en el fetichismo heroico-romántico de la Guerra Civil de 1936 que tanto os complace, según el cual lo ocurrido en España desde 1978 no ha sido más que una continuación encubierta del fascismo; y otro, mayoritario aunque muy silencioso, apoyado únicamente en los prosaicos hechos y en el seco formalismo de las leyes, según el cual la dictadura del general Franco murió con él, en 1975, dando paso a un Estado social y democrático de derecho como los del resto de los países de la UE.

Entre estos dos relatos no hay comunicación posible, porque a quienes niegan los hechos y las leyes es inútil acusarles de estar en contradicción con la realidad, ya que es la realidad —la realidad histórica, política, social y económica del Estado español— lo que ellos impugnan, y por eso el enfrentamiento, no sólo en Cataluña, ha producido un estado de malestar que atraviesa las familias, las escuelas, las empresas, las universidades y las amistades. Pero, aunque quienes vocean el relato nacional-populista sean insensibles a su incongruencia con la realidad, la falsedad de sus posiciones se revela en una contradicción más grave: su contradicción consigo mismos. Pues si ellos estuvieran en lo cierto: ¿por qué se presentan a las elecciones, se aferran a sus cargos y a sus sueldos públicos, recurren a los tribunales o apelan a la UE (según ellos, contaminada por el franquismo triunfante) en lugar de pasar a la clandestinidad, tomar las armas contra la tiranía y reclutar entre vosotros unas brigadas internacionales de apoyo a la república auténtica, a las que seguramente os apuntaríais con gran ilusión?

Algunos me decís que no podemos capitular ante la derecha. También estoy de acuerdo en eso, y me encantaría volver a la contienda política tradicional entre izquierda y derecha. Pero sabéis bien que esa contienda sólo es posible entre quienes aceptan el marco común del Estado de derecho. Por desgracia, hoy nos enfrentamos por todas partes a movimientos que cuestionan ese marco, que combaten contra el pluralismo y contra la prosperidad, que desprecian los mecanismos de redistribución fiscal de las rentas e invocan una justicia más alta que la de las leyes democráticas.

Así que permitidme una recomendación: si de verdad queréis luchar contra las derivas autoritarias, los totalitarismos líquidos y los caudillismos fanáticos, digamos todos en voz alta que el nacionalismo y el populismo, como ambos reconocen, no son de izquierdas ni de derechas, sino que pretenden justamente terminar con el pluralismo democrático y con la distinción entre izquierda y derecha para instituir en su lugar el reinado de “un solo pueblo” (un pueblo que, os lo aseguro, no es el mío). Si lo hacéis así, os quedaré infinitamente agradecido por vuestra ayuda.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






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viernes, 13 de octubre de 2017

[Pensamiento] Existencialismo. Una filosofía vivida





Es bien conocida la aptitud de los escritores británicos para la biografía. Seguramente, sin ella y sin los modelos que ha ido estableciendo a lo largo del tiempo, un libro como este sería impensable: un libro que no nos cuenta una vida, sino varias, pero que a través de ese relato pretende iluminar una doctrina filosófica, el existencialismo, cuya historia, según la autora, es en cierto modo la historia de todo un siglo europeo, comenta en el último número de Revista de Libros el catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, José Luis Pardo, reseñando el libro de Sarah Bakewell titulado En el café de los existencialistas. Sexo, café y cigarrillos o cuando filosofar era provocador (Ariel, Barcelona, 2016).

Estamos, pues, ante una biografía del existencialismo y no ante un ensayo o un manual acerca de esta corriente, comienza diciendo el profesor Pardo. Es un libro lleno de anécdotas, pero no es la degradación del concepto en anécdota, sino que aspira al rigor filosófico y, sobre todo, histórico, está lleno de detalles contextuales importantes y de fechas y lugares útiles para situar a los personajes y, además, nos presenta con habilidad y cuidado a los hombres y las mujeres que están detrás de las ideas, algo que no tiene por qué ser trivial ni reducirse a lo meramente superficial. De hecho, el libro cuenta muchas más cosas, y mucho más entretenidas, que las que yo podré evocar en esta reseña.

En este caso concreto, la inspiración confesa de Sarah Bakewell procede de Irish Murdoch, quien durante su propia historia de amor con el existencialismo forjó para él el término filosofía habitada, es decir, filosofía vivida, inscrita en la propia vida de los filósofos. No se trataría, por tanto, de una decisión literaria exterior a la cosa misma, que pretendiera contarnos el existencialismo en una envoltura más amena que la habitual y, en lugar de darnos «la tableta entera» de obras como Ser y tiempo o El ser y la nada, la cortase en mil pedazos para diseminarla «como pepitas de chocolate en una galleta»; si el existencialismo es una filosofía que se esfuerza por captar la vida en sus conceptos, se trataría de abordar esa filosofía de acuerdo con sus exigencias, es decir, a través de las vidas de quienes pensaron dichos conceptos, diluida en la experiencia vital de unos pensadores que, como el Dr. Jekyll, habrían probado en sí mismos la fórmula antes de convertirla en sistema para certificar su viabilidad, aunque ello les llevase a veces a convertirse durante algún tiempo en Mr. Hyde. Y esta es una decisión de escritura a la vez arriesgada y prometedora. Arriesgada porque supone apostar con el lector por una forma de desgranar el existencialismo que aspira a ser en cierto modo más «auténtica» que las exposiciones escolares, o –dicho con mayor modestia– al menos a enseñarnos un rostro del existencialismo distinto del que aparece en sus articulaciones más sistemáticas o académicas. Por este motivo, y aunque la autora reconoce desde el principio que «las dos figuras gigantescas de la historia, inevitablemente, son Heidegger y Sartre», por la amplitud de su complexión y de su significación filosófica, «quizá no son los pensadores que, a fin de cuentas, tienen más que decir». Y ello no sólo porque aparecen en esta historia una gran cantidad de “personajes secundarios” o colaboradores imprescindibles sin los que el relato carecería de sentido (Edmund Husserl, Raymond Aron, Karl Jaspers, Albert Camus o Emmanuel Lévinas, entre muchos otros, «han participado en una conversación multilingüe y múltiple que iba de un extremo al otro del último siglo»), sino porque algunos de ellos adquieren el rango de protagonistas aumentando su estatura por encima de la de las «figuras gigantescas», como sucede notoriamente con Simone de Beauvoir y Maurice Merleau-Ponty.

Y prometedora porque, con este planteamiento, y continuando la línea iniciada con su libro sobre Montaigne, Sarah Bakewell motiva al lector con la idea, siempre atractiva, de que, si se indaga con la adecuada sutileza en la presunta aridez de una doctrina filosófica, puede encontrarse en ella una respuesta a la pregunta de cómo vivir la vida, cómo enfrentarse a las grandes decisiones, cómo elegir el camino que debe tomarse en situaciones difíciles. Esta promesa también es en sí misma arriesgada: puede sonar demasiado a un intento de encandilar al usuario del libro con la propuesta de hallar en una teoría la solución para los problemas cotidianos, algo más propio del catecismo que del pensamiento crítico. Pero en justicia hay que reconocer que no es esa exactamente la ambición del libro. Lo que este promete es que, si comprendemos el modo en que estos pensadores habitaron sus ideas, es decir, el modo en que esas ideas se mezclaron en sus vidas y las transformaron o fueron transformadas por ellas, quizá comprendamos cómo podemos nosotros habitarlas (o, al menos, quedemos facultados para decidir que hoy son inhabitables) y, más en general, nos hagamos cargo del problema de la habitabilidad de las ideas filosóficas, e incluso de la posibilidad de utilizar esa habitabilidad como criterio de juicio de las mismas.

Así pues, aunque el café imaginario en el que se ubican todos los actores de este drama es, sin duda, un café parisiense, la conversación existencialista no se pone en marcha más que cuando resuenan en sus paredes los ecos de una consigna lanzada a principios del siglo XX por Edmund Husserl en la brumosa Friburgo: «¡A las cosas mismas!» Uno de los primeros en llevar a París noticias de esta consigna había sido Emmanuel Lévinas, pero Sartre y Simone de Beauvoir no tuvieron conocimiento de la fenomenología hasta comienzos de la década de 1930, cuando se lo comunicó de primera mano Raymond Aron, antiguo amigo y compañero de estudios que había pasado un verano en Berlín, cuyos pasos siguió el autor de La náusea en 1933. La fenomenología no es aún el existencialismo, pero no habría habido existencialismo sin la fenomenología. Quizá por ello, porque esta corriente filosófica actúa en el relato como «despertador» intelectual de quienes luego se convertirían en las «estrellas» del existencialismo –aquellos que, después de todo, son los que aparecen dibujados en la portada del libro–, la fenomenología irrumpe en el texto de Bakewell con un aire bastante misterioso, y no se convierte en algo verdaderamente interesante sino cuando Sartre la somete a su «audaz» interpretación.

Antes de ese momento, el perfil de Husserl en este ensayo es el de un oscuro y meticuloso profesor universitario que actúa en sus clases «como un relojero que se hubiera vuelto loco» (según la impresión de uno de sus estudiantes) y se hubiera propuesto desmontar pieza a pieza la maquinaria de la conciencia (después de todo, Hegel había definido la fenomenología como «ciencia de la experiencia de la conciencia»). La autora compara la fenomenología con la cata de vinos experta: en ella no se describen los elementos del vino que tendemos a considerar como «objetivos» (su composición química o su estructura molecular, su temperatura o su densidad), sino más bien su sabor, algo que nos hemos acostumbrado a imaginar como «subjetivo», en el sentido de «privado», «individual» e, incluso, «irreal». Sin embargo, el vino es genuinamente, y ante todo, su sabor, su color y su olor, su tacto en el paladar y su efecto en nosotros, y sólo a partir de esa experiencia originaria tiene sentido investigar su estructura molecular, su composición química o sus usos sociales como explicaciones de ese «ser»; y esto puede aplicarse a toda experiencia de algo, puesto que toda forma de conciencia es siempre conciencia de tal o cual objeto. Se nos dice que la fenomenología posee «un filo sorprendentemente revolucionario» por su capacidad para neutralizar todos los «ismos», que la «reducción fenomenológica» pone entre paréntesis todos los prejuicios ideológicos o religiosos, todos los supuestos abstractos o cientificistas e incluso todas las emociones «intrusivas» y nos entrega la realidad desnuda del fenómeno que hemos de describir en su pureza. Pero ni la narración de las desventuras de Husserl durante la Primera Guerra Mundial, ni la de sus manuscritos durante la Segunda, nos ayudan a comprender cómo, a partir de esa defensa de la «verdad de la experiencia de la conciencia», es posible traspasar el umbral de la psicología descriptiva y convertir la fenomenología en una «filosofía trascendental» o superar el solipsismo al que parece condenarnos, en palabras del propio Husserl:

Y un misterio aún mayor parece envolver la silueta del primer Martin Heidegger («el mago de Messkirch») en las páginas de Bakewell (y, a decir verdad, en muchísimas otras páginas de otros autores). El acento de la narración se pone en el enfrentamiento «edípico» de Heidegger con Husserl (que acabará proponiéndose como tarea «hacer imposible para siempre» una filosofía como la heideggeriana), en el carácter hipnótico de su oratoria (un «torbellino» imparable de preguntas, según los recuerdos de Hans-Georg Gadamer), en el clima de solemnidad en que sumergía a su auditorio («durante un breve instante me sentí como si pudiera atisbar los cimientos del mundo», confiesa uno de sus oyentes en 1929), pero de nuevo es difícil, más allá de la descripción psicológica (o psicopatológica), y de la psicoanalítica novela familiar, comprender estos «efectos escenográficos» a partir del resumen que en el libro encontramos de su idea filosófica central, la llamada «diferencia ontológica». La autora, advirtiéndonos de entrada de que no se trata de una distinción fácil, tiene que recurrir a la lengua alemana para explicarnos el contraste entre Seiende y Sein, porque en inglés no hay más que un solo término (being) para ambas cosas, y adopta para traducirlo una convención gráfica: «una forma de señalar la distinción es usando la mayúscula para el segundo». Una forma de señalar la distinción en inglés, naturalmente, porque en alemán los sustantivos se escriben todos con mayúscula, pero una forma que no es necesaria en castellano, ya que la terminología filosófica acuñada en nuestra lengua traduce desde hace mucho tiempo Seiende por «ente» y Sein por «ser», lo cual, aunque no deja de ser una convención, facilita enormemente la diferenciación (que es la principal motivación de Heidegger) entre lo «ontológico» y lo «óntico». Lo «ontológico» es aquello de lo que se ocupa la filosofía desde los tiempos de Platón y Aristóteles, y tiene que ver con la investigación sobre el horizonte de sentido en el cual adquieren significación las cosas que se nos aparecen en el mundo; lo «óntico», por el contrario, es aquello de lo que se ocupan las ciencias, es decir, la investigación de las cosas que se aparecen en ese horizonte de significación, pero no del horizonte mismo. Y aunque no habría cosas si no hubiera horizonte, es decir, aunque las dos investigaciones estén conectadas, no pueden confundirse (como tenemos la impresión de que ocurre en la página 82, donde se define la ontología como lo relativo «a lo que es»). No es, en efecto, una distinción fácil (el lector acaba de vernos fracasar al intentar explicitarla), pero sí es una distinción clara. Como la traducción castellana, siguiendo la versión inglesa, omite el doble uso de «ente» y «ser», el lector que no haya tomado alguna vez «la tableta entera» tiene muchas razones para perderse en las expresiones «el Ser y los seres» y acabar reafirmándose en la «oscuridad» de la que Heidegger tiene tanta fama y en el carácter «a la vez desconcertante e intrigante» y, en definitiva, irracional de su pensamiento, avivado por la afirmación de Bakewell según la cual, en Kant y el problema de la metafísica, Heidegger habría mostrado que la tesis de Kant es «que no podemos tener acceso a la realidad o al verdadero conocimiento de ningún tipo», cosa que resulta, cuando menos, harto discutible para quienes hemos leído esa obra. Pero dejemos la tableta y regresemos a las pepitas dispersas.

Como era de esperar, la intriga se vuelve mucho más animada a partir de 1933, que es en realidad cuando comienza la conversación, aunque el café quede ahora muy lejos. A diferencia de lo que podría sospecharse, la conversación no trata en principio más que de filosofía, porque Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, que estaban en Alemania para empaparse de fenomenología, no tenían más interlocutor que las ideas de Husserl, y en ese momento prestaron poca atención a la inquietante actualidad política centrada en el acceso de Hitler al poder. Quien no tuvo más remedio que prestarle atención fue Heidegger, cuyas implicaciones con el nazismo son bien conocidas. Bakewell narra este episodio con suficiente detalle, sin dejarse nada en el tintero, pero también sin conformarse con la censura moralizante, procurando retratar desde todos los ángulos posibles (la ambigüedad, la ingenuidad, la maldad, la estupidez, la ambición, etc.) los «compromisos», los desencuentros y los desequilibrios de Heidegger. Ella no toma partido en la controvertida (y acaso finalmente estéril) cuestión de si de las ideas de Heidegger se «deducía» o no esa manera de «habitarlas» que cristaliza en sus posiciones políticas, pero ofrece al lector un primer aviso de que la filosofía, incluso la más elevada y profunda, no es, al revés de lo que a menudo sostienen sus defensores más líricos, un seguro contra la majadería y el disparate, y de que no contiene la respuesta correcta a la pregunta acerca de cómo vivir la vida.

Pero Heidegger entró en conversación (sólo libresca) con Sartre algo más tarde y, en esa medida, también ingresó en el café de los existencialistas de un modo nada ortodoxo, en plena Segunda Guerra Mundial, cuando el segundo leía al primero (Ser y tiempo) en un campo alemán de prisioneros cerca de la casa natal de Karl Marx. Bakewell nos recuerda que, por mucho que Sartre estuviese inmerso en meditaciones metafísicas (pasó buena parte de la guerra escribiendo su «ensayo de ontología fenomenológica»), según le había escrito a Simone de Beauvoir, su lectura de Heidegger tuvo que tener componentes políticos e históricos: entendió el tratado del pensador alemán no sólo como una obra de ontología, sino también como una respuesta filosófica a la Alemania derrotada en la Primera Guerra Mundial, y empezó a tomar anotaciones para hacer algo parecido con respecto a la Francia (hasta ese momento) derrotada y ocupada en la Segunda. No puede explicarse El ser y la nada únicamente a partir de esta clave, pero sí es posible comprender gracias a ella, al menos en parte, el reconocimiento generalizado obtenido por esta obra (así como la oscuridad en que tuvo que desenvolverse el pensamiento del «segundo Heidegger»). El descubrimiento que Husserl no pudo perdonar a Heidegger fue, en definitiva, el descubrimiento de la existencia en su facticidad y, a la vez, en su libertad, algo que ninguna «reducción fenomenológica» podía poner entre paréntesis. Sartre hizo de ese descubrimiento –popularmente percibido con los tintes del «pesimismo», del «nihilismo» y de la «angustia existencial», por sus connotaciones de ateísmo– la revelación que la Europa destruida material y moralmente por la guerra necesitaba oír: la noticia de que el hombre era responsable de todo ese desastre, de que no podía ampararse en ningún determinismo o excusarse con respecto a sus culpas, pero que también el hombre es libre para actuar de otra manera, para construir otro mundo a partir de las ruinas, porque la historia no está aún decidida, porque no hay ninguna esencia determinada del hombre que fije para siempre su existencia.

Antes de eso, sin duda, vino La náusea, publicada en 1938. En ella sí que aparecía un café –aunque no parisiense, sino destartalado y provinciano– en el que resonaba el jazz y, más concretamente, la alegre Some of these days, una canción de Shelton Brooks popularizada a principios del siglo XX por Sophie Tucker. Su protagonista, Roquentin, haciendo una hipótesis descabellada sobre su origen (la imagina compuesta por un judío neoyorquino para una cantante negra, cuando en realidad la escribió un afrocanadiense para una cantante judía), la convierte en una experiencia de salvación, porque su melodía impugna la temporalidad ordinaria de los clientes del café, niega la situación oficial e instaura, durante unos minutos, una cadencia rítmica libre y liberadora, que se yergue sobre la pastosa y miserable realidad cotidiana de sus condiciones materiales. Cuando la canción acaba y las condiciones materiales recobran su vigencia (el microsurco, la aguja del tocadiscos, la cerveza tibia sobre la mesa), la náusea de la existencia se extiende de nuevo sobre el café en toda su pesada facticidad. Roquentin termina la novela confesando que le gustaría hacer algo así, que se daría por satisfecho si pudiera producir algo como Some of these days. Es claro que Sartre, y los camaradas que lo acompañaron en su aventura, querían producir esa liberación, que era aún más urgente para ellos porque vivían en el mundo privado de libertad de la guerra y de la ocupación nazi. Y lo es asimismo que la liberación del fascismo –que sin duda consideraban indispensable– era para ellos sólo el símbolo de una liberación más amplia, la liberación de lo que tantas veces Sartre llamaría «el mundo burgués». «Todos los escritores de origen burgués han conocido la tentación de la irresponsabilidad; desde hace un siglo, esta tentación constituye una tradición en la carrera de las letras», escribió Sartre. Y claro está que, para él, se trataba de acabar con esa irresponsabilidad.

«En lo que respecta a los títulos –escribe Bakewell–, el de la última e inacabada obra de Husserl, La crisis de las ciencias europeas, no resulta tan seductor como La náusea. Pero la palabra que lo encabezaba, “crisis”, resume perfectamente la Europa de mediados de los treinta». Y también, sin duda, la de mediados de los cuarenta. Husserl, Heidegger y el mismo Sartre se habían criado en un mundo en el cual el reconocimiento académico de una obra filosófica procuraba al intelectual una autoridad socialmente indiscutible. El hecho de que el propio Heidegger se decidiese a comprometerse con el nazismo es un primer síntoma de que, por alguna razón, esa autoridad había entrado en crisis y se necesitaba algo más que reconocimiento filosófico para alcanzar influencia social, que la filosofía necesitaba de la política para realizarse en el mundo. Debió de ser un sentimiento parecido el que llevó a Sartre o a Simone de Beauvoir a escribir novelas, obras de teatro y artículos de prensa, o a organizar emisiones radiofónicas, es decir, la necesidad de comunicar con la sociedad sin las mediaciones institucionales hasta ese momento establecidas. Probablemente La náusea no es una gran novela y, de hecho, desde el principio fue percibida como una novela «filosófica», es decir, un texto que encerraba un mensaje extraliterario en una forma literaria. Pero con ella, como con sus multitudinarias conferencias y, enseguida, con la revista Les Temps Modernes, Sartre expresaba su vocación de agitación. Él, que nunca fue un académico en sentido estricto, necesitaba una filosofía –la que él mismo capitaneó bajo el nombre de «existencialismo»– que trascendiese los límites de la academia para volverse mundana; él, que quería ser el filósofo de la liberación, necesitaba que la liberación no fuese solamente cosa de filósofos. Por eso, entre otras cosas, estableció durante un tiempo una alianza con Albert Camus, y por eso también rompió con él cuando empezó a considerarlo un rival incómodo. Y esta es también la razón de que a Bakewell le resulte mucho más fácil encontrar una «filosofía habitada» en los casos de Sartre, Beauvoir o Camus que en los de Husserl o Heidegger, porque la de los primeros está llena de personajes narrativos que nos permiten imaginar las vidas de los «existencialistas» como un drama o una novela y, en ese sentido, nos dejan habitar sus ideas con más comodidad que la que imponen las frías y desiertas estancias de las Investigaciones lógicas o de la Introducción a la metafísica.

En cierto sentido, después de las guerras mundiales, no se podía confiar ya en el reconocimiento académico para que la filosofía tuviese un alcance extrauniversitario y una autoridad moral y social (pensemos no sólo en Sartre, que siempre estuvo –cómodamente– fuera de la academia, no sólo en Heidegger, que perdió la venia docendi por su pasado político, sino también en Ortega y Gasset, expulsado de su cátedra de Metafísica e intentando construir en la España franquista un «Instituto de Humanidades» independiente para llevar la filosofía a los nuevos públicos). Así que, como antes había hecho Heidegger, también Sartre y los suyos pensaron que la filosofía no podía confiar únicamente en la literatura para trascender los límites de la academia, sino que tenía que contar con la política, en cuyo puente de mando se fraguaba el drama de la historia humana. Y de ahí toda la serie de «compromisos» en los que Sartre, como dice la autora del libro, «se prodigó de manera alarmante» a partir de 1950: su acercamiento al partido comunista tras un viaje a la Unión Soviética seguido de entusiastas declaraciones sobre la «libertad soviética» (cuya falsedad reconocería más tarde), su complicidad con el Frente de Liberación Nacional de Argelia, con Fanon, con la Cuba de Castro, con la Indochina de Giap y Hô Chi Minh, o con el maoísmo de 1968. Muchos de sus antiguos compañeros de café lo abandonaron por el camino: entre otros, Albert Camus, Maurice Merleau-Ponty o Raymond Aron, que inicialmente se habían adherido al comunismo, pero que se alejaron de él en cuanto comprendieron su naturaleza. Con respecto a Aron, autor de un libro implacable contra los «escritores comunistas» –El opio de los intelectuales–, que le valió durante años una horrible reputación de reaccionario, Bakewell nos recuerda una conocida anécdota de 1976, cuando todo el mundo reconocía en privado los errores de Sartre y los aciertos de sus críticos, pero seguía apoyándolo públicamente porque –se decía– «es preferible estar equivocado y salir victorioso con Sartre que tener razón y ser derrotado con Aron».

Como ya he dicho al principio, destacan en esta galería de retratos dos que, por quedar frecuentemente –pero no justamente– eclipsados por figuras en apariencia más prominentes, merecen atención. Uno es el de Maurice Merleau-Ponty, «el filósofo bailarín», en palabras de Bakewell, de cuya envergadura filosófica y exquisita prosa dan buena cuenta obras como Fenomenología de la percepción o Signos, pero de quien el libro nos aporta una semblanza personal y un esbozo de su historia que le hacen aparecer bastante más humano que muchos de sus hercúleos e inflexibles colegas, que eran mucho más amigos de sus amigos que de la verdad. El otro es el de Simone de Beauvoir. Y aquí no se trata tanto del relato de su vida, que es impecable como todos los que recoge el libro, sino de la constatación, no siempre suficientemente aceptada, de que su libro El segundo sexo representa un acontecimiento de una importancia fundamental para la historia de nuestro presente y de que sus consecuencias han sido determinantes para el pensamiento contemporáneo, mucho más, seguramente, que las de todas las demás obras «existencialistas» citadas en el libro de Bakewell. Dos ejemplos de ideas habitables a largo plazo.

Dejo al lector una última cuestión para que juzgue si es o no importante, y al director la sugerencia de abrir sobre ella un concurso público: ¿qué significado hemos de atribuir al hecho de que, en la edición original inglesa, este libro llevase el subtítulo «Libertad, ser y cócteles de albaricoque», mientras que en la edición castellana este subtítulo se ha convertido en «Sexo, café y cigarrillos, o cuando filosofar era provocador» (teniendo en cuenta, quizá, que tan solo tres meses antes de aparecer la traducción se había producido la votación del Brexit)?, concluye diciendo.


Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir en el Café de Flore, de París


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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lunes, 10 de enero de 2011

Universidad española: ¿"Aurea mediocritas" o mediocre a secas?





Estatua en el campus de la UCM de Madrid



Creo que somos muchos los que pensamos que nuestra universidad está mucho más cerca de la mediocridad, a secas, que de esa "dorada mediocridad" a la que se refería el poeta latino Horacio como estado ideal en el que no nos afectan en exceso ni las alegrías ni las penas. 

Hay que tener mucho valor, ignorancia, presunción e inocencia, todo al mismo tiempo, para atreverse a criticar algo que se desconoce, o peor aún, que no se conoce bien. Yo ando falto de valor y sobrado de ignorancia, presunción e inocencia, pero me apasiona la vida universitaria -no en vano he estado vinculado a ella bastante más de la mitad de mi vida- y comparto muchas de las críticas que personas con mejor conocimiento de causa que yo vienen realizando sobre los males que afectan a la universidad española y sobre sus posibles soluciones. 

Mis opiniones al respecto son recurrentes -basta con poner en el buscador del blog la palabra "universidad" , y aunque superficiales y probablemente equivocadas, las tengo muy arraigadas: que la universidad debería ser, por principio, una institución elitista a la que se fuera para aprender y no una fábrica de títulos a la que se va para obtener una acreditación profesional con la que ganarse la vida; que solo deberían acceder a ella los mejores, no los que tuvieran más medios económicos, sino los más inteligentes y capaces; que quizá sería mejor tener menos universidades públicas -una o dos por comunidad autónoma- pero mucho más dotadas en infraestructuras, campus, centros de investigación, bibliotecas y personal docente, que nos las cincuenta y tantas que tenemos ahora; y por último, que la selección del profesorado -incestuosa más que endogámica- tendría que cambiar radicalmente, suprimiendo la titularidad de por vida de las plazas de profesores, prohibiendo doctorarse en la misma universidad en que se obtiene el grado, e impidiendo impartir la docencia en la universidad de origen hasta haber acreditado su valía como profesor en otras universidades, Lo ideal sería que estas prohibiciones funcionaran como una especie de tabú académico-profesional y no como una imposición legaj. 

Planteao de nuevo en el blog estas reflexiones tras la lectura de varios artículos de opinión publicados en el diario El País a lo largo de estos meses: El primero de ellos, el sábado pasado, por el filósofo y profesor de la Universidad Complutense de Madrid, José Luis Pardo. Se titula "El destino deportivo de la cultura", que remite a su vez a sendos escritos de Tomás Ortín Miguel, profesor de investigación de Física Teórica de la Universidad Autónoma de Madrid y del Consejo Superior de Investigaciones Científicas: "La calidad de la universidad española", del 13 de diciembre de 2010; de Ángel Cabrera, rector de la Thunderbid School of Global Management estadounidense: "España necesita un Madrid-Barça universitario", del 19 de abril de ese mismo año; y por último, de Rafael Argullol, profesor de Estética y director del Instituto Universitario de Cultura de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona: "Disparad contra la Ilustración", del 7 de septiembre de 2009.

Les recomiendo su lectura, no solo por su contenido y la agudeza de sus críticas, no exentas de humor, sino también y sobre todo,por el magnífico estilo literario de sus autores, tan críticos con la "aurea mediocritas" que decía Horacio, que no parecen escritos por profesores universitarios. Sean felices a pesar de todo. Nos lo merecemos. Tamaragua, amigos. HArendt






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Entrada núm. 1342 -
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