Desde 1978, España es una Monarquía constitucional descentralizada que otorga a los ciudadanos las mismas libertades que cualquier otra democracia de la UE. Con muchos defectos, pero entre ellos no está la restauración de la dictadura franquista, comenta en El País el filósofo español José Luis Pardo en El País en una carta abierta a los intelectuales europeos que acusan de prácticas franquistas al gobierno de España.
En los últimos tiempos he recibido de muchos de vosotros mensajes emotivos sobre la situación creada en España por el independentismo catalán. Algunos eran mensajes de ánimo y de apoyo a la “República” frente a la represión “franquista” del Gobierno de Mariano Rajoy. Os los agradezco. Sé que en la memoria del izquierdismo europeo pesa aún cierto sentimiento de culpa y de vergüenza porque el resto de Europa dejó bastante solo a mi país ante el ataque del fascismo en 1936. Lo comprendo. Pero, como decía Albert Camus, “la guerra de España nos ha enseñado que la historia no discrimina entre las causas justas y las injustas, sino que se somete a la fuerza bruta, cuando no al mero azar”. Puede que, desde el punto de vista moral, aquella tibieza de Europa fuera un error, pero no es posible corregir la historia porque, según afirmaba Aristóteles, ni siquiera los dioses pueden hacer que lo que ha sucedido no haya sucedido (aunque es cierto que luego vinieron algunos dioses más coléricos que se atribuían el poder de cambiar el pasado). Sólo quiero recordaros que vuestro apoyo llega con 80 años de retraso, si lo que intentáis es derrotar a Franco, o con 40 si lo que queréis es denunciar la dictadura.
Es posible que no hayáis reparado en ello, pero desde 1978 España es una Monarquía constitucional descentralizada que otorga a los ciudadanos las mismas libertades civiles que cualquier otra democracia parlamentaria de la UE. Con muchos defectos, lo reconozco. Pero entre ellos no está la restauración de la dictadura franquista, por mucho que a algunos os entristezca enteraros de esta cruel realidad.
Todavía recuerdo cuando, no hace mucho, vosotros mismos me mandabais mensajes de apoyo a la “liberación del pueblo vasco” en cuyo nombre la organización terrorista ETA asesinaba regularmente a ciudadanos inocentes y constituía la amenaza más grave contra la recién renacida democracia española, porque tampoco estabais al corriente de que España había dejado de ser una dictadura ni de que el País Vasco es una de las regiones con mayor poder de autogobierno en el contexto de las democracias avanzadas del mundo. Comprendo que la imagen heroica y romántica de la alegre y combativa (y también algo tercermundista y rural, pero por ello mismo más auténtica) segunda República española levantada en armas contra el fascismo haya quedado congelada en vuestras retinas como un fetiche que os protege contra los posteriores descalabros históricos de la izquierda y os asegura una confortable superioridad moral allí donde las victorias electorales no están a vuestro alcance. Comprendo incluso que, como algún atlético economista griego que llevó a su país a altísimas cotas de bienestar, encontréis mucho más cómodo luchar contra el franquismo 40 años después de su desaparición, porque sé por experiencia que hacerlo cuando aún estaba vivo no era nada agradable. Y lo comprendo bien porque esto no os pasa únicamente a vosotros, que podéis excusaros de ello por la falta de información directa de quien habita en el extranjero, sino a bastantes de mis compatriotas.
No sois, en verdad, los únicos que habéis resucitado al franquismo para obtener satisfacciones político-emocionales. Lo hicieron también aquí mismo (en paralelo con fenómenos similares surgidos en otras latitudes europeas) los populistas que con tanto éxito lanzaron sus redes para pescar descontentos en las turbias aguas del río revuelto por la crisis económica. Y a ellos se unieron al poco los nacionalistas catalanes (no os voy a descubrir ahora los profundos vínculos existentes entre nacionalismo y populismo), que desde hace muchos años mantenían —eso sí, hasta entonces sólo en el discreto ámbito de su hegemonía territorial— ese mismo discurso anacrónico de “lucha contra la España franquista”, porque el antifranquismo (más presunto que real) es el único timbre de progresismo que puede exhibir una ideología tan poco progresista como la suya.
Se creó entonces en España un conflicto que podríamos considerar “narrativo” (porque se libra más en el terreno de las palabras y de las imágenes que en el de las cosas), que enfrenta a dos relatos incompatibles: uno, minoritario pero muy bullicioso, apoyado en el fetichismo heroico-romántico de la Guerra Civil de 1936 que tanto os complace, según el cual lo ocurrido en España desde 1978 no ha sido más que una continuación encubierta del fascismo; y otro, mayoritario aunque muy silencioso, apoyado únicamente en los prosaicos hechos y en el seco formalismo de las leyes, según el cual la dictadura del general Franco murió con él, en 1975, dando paso a un Estado social y democrático de derecho como los del resto de los países de la UE.
Entre estos dos relatos no hay comunicación posible, porque a quienes niegan los hechos y las leyes es inútil acusarles de estar en contradicción con la realidad, ya que es la realidad —la realidad histórica, política, social y económica del Estado español— lo que ellos impugnan, y por eso el enfrentamiento, no sólo en Cataluña, ha producido un estado de malestar que atraviesa las familias, las escuelas, las empresas, las universidades y las amistades. Pero, aunque quienes vocean el relato nacional-populista sean insensibles a su incongruencia con la realidad, la falsedad de sus posiciones se revela en una contradicción más grave: su contradicción consigo mismos. Pues si ellos estuvieran en lo cierto: ¿por qué se presentan a las elecciones, se aferran a sus cargos y a sus sueldos públicos, recurren a los tribunales o apelan a la UE (según ellos, contaminada por el franquismo triunfante) en lugar de pasar a la clandestinidad, tomar las armas contra la tiranía y reclutar entre vosotros unas brigadas internacionales de apoyo a la república auténtica, a las que seguramente os apuntaríais con gran ilusión?
Algunos me decís que no podemos capitular ante la derecha. También estoy de acuerdo en eso, y me encantaría volver a la contienda política tradicional entre izquierda y derecha. Pero sabéis bien que esa contienda sólo es posible entre quienes aceptan el marco común del Estado de derecho. Por desgracia, hoy nos enfrentamos por todas partes a movimientos que cuestionan ese marco, que combaten contra el pluralismo y contra la prosperidad, que desprecian los mecanismos de redistribución fiscal de las rentas e invocan una justicia más alta que la de las leyes democráticas.
Así que permitidme una recomendación: si de verdad queréis luchar contra las derivas autoritarias, los totalitarismos líquidos y los caudillismos fanáticos, digamos todos en voz alta que el nacionalismo y el populismo, como ambos reconocen, no son de izquierdas ni de derechas, sino que pretenden justamente terminar con el pluralismo democrático y con la distinción entre izquierda y derecha para instituir en su lugar el reinado de “un solo pueblo” (un pueblo que, os lo aseguro, no es el mío). Si lo hacéis así, os quedaré infinitamente agradecido por vuestra ayuda.
1 comentario:
Toda una declaración ...
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