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miércoles, 10 de octubre de 2018

[A VUELAPLUMA] La evolución en sus manos





Pese a que se inspiren en la naturaleza, las obras de ingeniería no son producto de un proceso evolutivo, escribe el profesor Javier Sampedro, doctor en genética y biología molecular, investigador del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa de Madrid y del Laboratorio de Biología Molecular del Medical Research Council de Cambridge, y columnista habitual de El País.

En la mitología, comienza diciendo Sampedro, no hay nada más fácil que crear un ser vivo. Llega un dios por ahí, hace un semidiós con tres de pipas y encima luego se lo carga infligiéndole gran daño y penalidad. Según el folclore judío, talmúdico y bíblico, un hombre sabio puede dotar de vida a una efigie —el gólem—sin más que hallar una permutación de letras que forme uno de los infinitos nombres de Dios. Bueno, supongo que eso sería fácil en la época, antes de que Cantor descubriera que los infinitos, como casi todo en este mundo, se organizan en una jerarquía que ni Dios puede violar. También Gepetto insufló vida a Pinocho por arte de magia y de forma instantánea, como hizo Mary Shelley con su Frankenstein hace dos siglos. Esperemos, por cierto, que el bicentenario no se quede en esa película que no está a la altura del mundo real. Hagamos otra, al menos.

Para desconcierto de mitólogos y guionista, los seres vivos no se crean así. Nunca. Un ser vivo, como el gólem, Pinocho o los replicantes de la secuela de Blade Runner, otra película insuficiente, no se puede hacer de golpe, a cascoporro y con un adulto saliendo de la bolsa de plástico en plena posesión de sus facultades físicas y mentales. Los seres vivos del planeta Tierra, los únicos que conocemos, son el producto de un proceso enteramente diferente de todo eso. Es la evolución, estúpido, como diría Bill Clinton si no fuera creyente. Las personas tenemos brazos porque los inventaron los peces de aletas carnosas hace 390 millones de años, en pleno Devónico. Eran tiempos difíciles en el océano, y estos peces estaban empeñados en escaparse del mar, por alguna razón. De sus aletas lobuladas vienen nuestros brazos y piernas; de sus espinas, nuestros dedos. Ay, estos pobres peces sarcopterigios, no sabían la que les esperaba en tierra firme.

Una cuestión más actual es cómo crear un cerebro. La mitad de los ingenieros del planeta Tierra estará pronto dedicada a eso. Lo llamamos inteligencia artificial (IA), y es aún mucho más complicado que construir un brazo desde cero. La inteligencia artificial siempre se ha inspirado en la natural, esa que poseen algunos humanos, y en los últimos años lo está haciendo más que nunca. Las “redes neurales” de las ciencias de la computación se inspiran en las neuronas del cerebro, que reciben información de mil dendritas y la conjugan en una sola señal de su axón; el rabioso deep learning (aprendizaje profundo) que ha revolucionado la robótica en los últimos años absorbe su estructura de una propiedad aún más profunda del cerebro: su organización en capas de abstracción progresiva, de la línea al ángulo al polígono al poliedro, y de ahí a una gramática de las formas. Así es como vemos los humanos, y así es como quieren ver, y pensar, las máquinas actuales.

Pese a que se inspiren en la naturaleza, sin embargo, las obras de ingeniería no son producto de un proceso evolutivo. Están, por así decir, hechas aposta, diseñadas para su propósito, fabricadas a lo bestia al estilo del gólem y Gepetto. Frances Arnold, galardonada ayer con el Premio Nobel de Química, ha creado una ingeniería radicalmente nueva. Consiste en no inspirarse en la naturaleza, sino en el proceso que la crea: la evolución.

Una de las cuestiones más difíciles de percibir para el lector general es que los genes son textos (gatacca...) que, como todo texto propiamente dicho, tienen un significado. Para una inteligencia visionaria como la de Arnold, ese significado es el conocimiento y la salud, y el texto está en sus manos.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

martes, 29 de agosto de 2017

[Pensamiento] El retorno del gen egoísta





El fenotipo extendido (Madrid, Capitán Swing, 2017), publicado originariamente en 1982, es la continuación ligeramente corregida y considerablemente ampliada de El gen egoísta (1976), la primera y con mucho más popular de las obras de Richard Dawkins (un libro que me dejo un indeleble recuerdo, matizado por mi ignorancia sobre asuntos de genética), adelantada en la floreciente empresa divulgadora del pensamiento evolutivo que, hasta entonces, estaba mayormente circunscrito al estricto dominio académico, que reseña en un reciente artículo en Revista de Libros Carlos López-Fanjul, catedrático de Genética en la Universidad Complutense, profesor del Colegio Libre de Eméritos y coautor con Laureano Castro y Miguel Ángel Toro de A la sombra de Darwin. Las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003) y coordinador del libro El alcance del darwinismo. A los 150 años de la publicación de «El Origen de las Especies» (Madrid, Colegio Libre de Eméritos, 2009).

Como indica su autor en una nota añadida a la edición de 1989 (p. 19), los capítulos iniciales del libro «son respuestas a las críticas de la versión del “gen egoísta” de la evolución que ahora es aceptada ampliamente», los centrales «tratan de la polémica sobre las “unidades de selección” [...] [donde] quizás la contribución más útil [...] sea la distinción entre “replicadores y vehículos”», y los finales se dedican a la elaboración del flamante concepto de fenotipo extendido: «la idea del gen como el centro de una red de un poder radiante». En lo que sigue trataré de establecer, siguiendo el orden expresado, lo que aún permanece de esta declaración de intenciones, con el conveniente distanciamiento que proporcionan los treinta y cinco años transcurridos desde la publicación original del texto reseñado, cuya traducción al castellano acaba de aparecer.

La primera inculpación de que Dawkins trata de desembarazarse es el sambenito de adaptacionismo universal, que estigmatiza a los apegados a la idea de que cualquier atributo de un ser vivo proporciona una mejor adaptación al medio en que transcurre su existencia. En sus propias palabras: «el adaptacionismo como hipótesis de trabajo, casi como un credo, ha sido la indudable inspiración de algunos descubrimientos sobresalientes [...] esto no es, desde luego, una evidencia para la validez de la fe adaptacionista. Cada cuestión debe ser abordada de nuevo, por sus propios méritos» (pp. 68-69). Con todo, no parece que esta prudente puntualización pase de ser un mero ejercicio de captatio benevolentiæ, como ponen de manifiesto sus opiniones sobre la evolución de la inteligencia humana que examinaré seguidamente a título de ejemplo (pp. 60-61). Aun reconociendo que «lo que queremos decir por “inteligente” también es muy conflictivo», propone que este rasgo ha evolucionado de acuerdo con la siguiente secuencia: 1) «hubo un tiempo en el que nuestros antepasados fueron menos inteligentes de lo que somos ahora»; 2) «ha habido un incremento en la inteligencia en nuestro linaje ancestral»; 3) «ese incremento ocurrió mediante la evolución, posiblemente impulsada por la selección natural»; y 4) «al menos una parte del cambio evolutivo reflejó un cambio genético subyacente: la sustitución de alelos tuvo lugar y consecuentemente implicó un incremento de las aptitudes mentales a lo largo de las generaciones». Sin embargo, carecemos de pruebas que permitan suponer convincentemente que: 1) nuestros ancestros sapiens fueran, de promedio, inferiores a nosotros con respecto a esa «conflictiva» inteligencia; 2) las diferencias fenotípicas entre ellos obedecieran en alguna medida a causas hereditarias; 3) si así fuera, lo cual cabe en lo posible, tampoco disponemos de datos que indiquen que los individuos más ingeniosos se reprodujeran más eficazmente que los menos capaces por causas genéticas, condición indispensable para que la selección natural hubiera operado en el pasado; y 4) la selección puede acarrear el reemplazo de unas variantes génicas (alelos) por otras, o bien conducir a un equilibrio estable donde distintas variantes coexistan. De poco vale que, con intención contemporizadora, la argumentación finalice concediendo que «incluso si existe tal variación genética en las poblaciones humanas modernas, basar cualquier política en ella sería ilógico y malévolo».

La segunda acusación que Dawkins trata de eludir es la calificación de determinista genético, aduciendo que «gente como yo está continuamente postulando genes “para” esto y genes para aquello [...] porque estamos interesados en la selección natural y la selección natural es la supervivencia diferencial de los genes» (p. 49). Aunque el segundo capítulo comienza con un extenso y correcto deslinde del alcance de los genes, a continuación, y siguiendo su inveterado proceder, el autor ignora las restricciones aludidas para caer, si no en un determinismo estricto, sí al menos en un reduccionismo genético. De hecho, la mayoría de sus especulaciones están fundadas en conclusiones derivadas del análisis de simples modelos de un solo locus, aunque trate de justificar esta limitación aduciendo que «es sólo una comodidad conceptual» que únicamente pretende «una defensa de los modelos de genes frente a los modelos que no incluyen a los genes», y se cure en salud con la adición de una coletilla exculpatoria: «por supuesto que tendremos que enfrentarnos finalmente a la complejidad multilocus» (pp. 53-54), algo que no ocurre a lo largo de las más de cuatrocientas páginas que componen el texto de El fenotipo extendido. No pretendo negar en modo alguno el valor exploratorio de los modelos monolocus, pero sí trato de combatir la tendencia a extrapolar sin más las inferencias extraídas de patrones sencillos a otras situaciones más complejas, máxime cuando los primeros suelen construirse ignorando la acción del medio o, como mucho, suponiendo que éste afecta por igual a los distintos genotipos. Dicho de otro modo, un cierto reduccionismo operativo puede ser lícitamente utilizado con propósitos ilustrativos, siempre que no encubra un reduccionismo esencial.

Me referiré ahora a la unidad de selección, esto es, a la entidad sobre la que actúa la selección. En la formulación neodarwinista, dicha unidad puede ser cualquiera que posea dos propiedades indispensables: la existencia de 1) diferencias fenotípicas en la eficacia biológica de sus distintas variantes, es decir, entre sus correspondientes tasas de supervivencia y reproducción, y 2) un componente hereditario o heredabilidad, en la manifestación de dichas diferencias, esto es, cierta semejanza entre padres e hijos por encima de lo esperado por azar, que no tiene por qué ser completa y ni siquiera precisa de la especificación de una teoría de herencia concreta. El primer requisito es suficiente para que la selección pueda actuar, favoreciendo unas variantes frente a otras, y el segundo es necesario para que dicha acción tenga consecuencias en las generaciones futuras. Sin embargo, para que la selección natural produzca adaptaciones es preciso que se cumpla una tercera precisión: al menos algunos de los genes con efecto sobre la eficacia biológica deben tenerlo también sobre el rasgo adaptador considerado, sea éste morfológico, fisiológico o conductual. Por tanto, cualquier entidad que posea las propiedades antedichas (genes, cromosomas, individuos, grupos de individuos o especies) estará habilitada como unidad de selección. Más aún, la selección puede operar simultáneamente sobre distintas unidades, actuando incluso en sentidos opuestos. Es evidente que la magnitud del efecto selectivo estará directamente relacionada con la heredabilidad de la unidad correspondiente, disminuyendo ésta al pasar de genes a individuos y de estos a grupos. A su vez, la velocidad con que dicho efecto se transmite de generación en generación dependerá inversamente de la duración del ciclo reproductivo propio de cada unidad, menor en genes e individuos que en grupos.

Confío en que esta tediosa descripción pueda servir para colocar al «gen egoísta» en su sitio. Para su inventor, «la evolución es la manifestación externa y visible de la supervivencia diferencial de replicadores alternativos. Los genes son replicadores. Es mejor no considerar a los organismos o a los grupos de organismos como replicadores: son vehículos en los que los replicadores viajan» (p. 147). En consecuencia, postula que las propiedades de la unidad de selección deben ser «longevidad, fecundidad y fidelidad» (p. 150). Pero, aunque la «fecundidad» (eficacia biológica) diferencial de las variantes de cualquier unidad es esencial para que la selección se produzca al nivel pertinente, la «fidelidad» (heredabilidad) de la copia y la «longevidad» (duración del ciclo reproductivo) de ésta sólo cuantifican, como se ha dicho antes, la magnitud y velocidad del cambio evolutivo temporal. Aunque la acción de la selección natural sobre distintas unidades ha sido certificada convincentemente, la consideración del gen como único replicador o unidad de selección, junto con la relegación de las demás unidades a la simple condición de vehículos que compiten en una larga carrera gobernados por los genes que los tripulan, responde únicamente al deseo, injustificado empíricamente, de plantear el mecanismo selectivo en clave reduccionista, ignorando que su funcionamiento ni es ni tiene por qué ser perfecto.

Al introducir la noción de fenotipo extendido, motivo central de la obra reseñada, indica su autor que «demostraré que la lógica ordinaria de la terminología genética conduce inevitablemente a la conclusión de que se puede afirmar que los genes tienen efectos fenotípicos extendidos, efectos que no necesitan ser expresados al nivel de ningún vehículo particular» (p. 318). Hasta aquí sólo cabe asentir, pues es sobradamente conocido que los efectos de los genes no se limitan al cuerpo del organismo portador, sino que también producen manifestaciones externas a él, como los nidos de las aves o las colmenas de las abejas. Por otra parte, los genes de un individuo pueden modificar el comportamiento de otros, incluso si estos pertenecen a especies distintas, como ocurre con el condicionamiento de los hospedadores por parte del intruso polluelo de cuco que solicita su cuidado. Más aún: el comportamiento altruista de un individuo puede reforzar la supervivencia del grupo al que pertenece, tal como propugna Edward O. Wilson, o la de sus parientes, de acuerdo con la noción de eficacia biológica extendida, propuesta originalmente por William D. Hamilton. En otras palabras, el fenotipo extendido no pasa de ser una reformulación de conceptos anteriores compuesta a mayor gloria del gen egoísta. Además, la acción a distancia dista mucho de ser una propiedad universal de los genes, y cuando Dawkins asevera que «el mundo viviente puede verse como una red de campos entrelazados de poder replicador» (p. 396) sólo está hiperbolizando pro domo sua, puesto que la mayoría de las adaptaciones han podido ser explicadas mediante la acción de la selección individual, de parientes o de grupos.

Atrapado por las metáforas o confundido por la imprecisión de los argumentos verbales, uno no sabe a qué carta quedarse pasados los divertidos momentos que, innegablemente, proporciona la lectura del texto de Dawkins. Por así decirlo, no es fácil saber a primera vista si lo que se ofrece tiene o no substancia. Pero, ateniéndose a la declaración de principios plasmada al comienzo de El fenotipo extendido, la intención de la obra se clarifica: «lo que estoy proponiendo no es una nueva teoría, ni una hipótesis que pueda ser verificada o, por el contrario, demostrarse que es falsa, ni un modelo que pueda ser juzgado por sus predicciones [...]. Lo que estoy defendiendo es un punto de vista, una forma de mirar las ideas y los hechos familiares, y un modo de responder a nuevas cuestiones sobre ellos» (p. 23). Por dar una muestra de los lujos que permite esta elasticidad conceptual, mencionaré la transmutación de los «genes [que] manipulan el mundo y le dan forma para que eso ayude a su replicación» (p. 29), en los que «son seleccionados por su capacidad de cooperar con otros genes en el acervo genético» (p. 383). Acaso haya que tomar todo esto como una advertencia de que el darwinismo desenfrenado puede conducir a casi cualquier parte, y que sólo ateniéndose a principios científicos acreditados cabe opinar sobre evolución, aunque, inevitablemente, de una forma mucho menos atractiva y limitándose a temas no tan trascendentales. Contrastando con la gran influencia que Richard Dawkins ha tenido en la percepción de la evolución biológica por parte del gran público, su aportación al quehacer científico no ha sido «aceptada [tan] ampliamente» como él pretendía, pero es de justicia añadir que ha contribuido en buena medida a la consideración del gen como una de las posibles unidades de selección.





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lunes, 8 de diciembre de 2008

Genética española

El territorio que hoy conocemos como la península ibérica, en el extremo sudoeste de Europa, ha sido colonizado y habitado por pueblos diversos a lo largo de los siglos, pueblos que han dado a su nueva patria nombres también diversos. Tras sus primeros pobladores conocidos, los iberos y los celtas, fenicios y cartaginenses la conocieron como Ispani; los griegos la dieron el nombre de Iberia; romanos y visigodos el de Hispania; los judíos, que llegaron a ella en el siglo III a.C., le dieron el nombre de Sefarad; y por último, los musulmanes, el de Al-Andalus. A partir del siglo XIII d.C. los reinos cristianos del norte de la península, en contraposición a los musulmanes del sur, considerándose herederos directos del reino visigodo, le dan ya el nombre de España.

Todos ellos se fueron asentando e integrando en el territorio peninsular y mezclándose con la poblaciones anteriores. Así ocurrió entre romanos e iberos, y entre visigodos e hispanorromanos. La invasión musulmana propicia una conversión masiva de la población aborigen al islam, quedando como únicos reductos cristianos la cornisa cantábrica y los pirineos.

Aunque los historiadores no se han puesto de acuerdo en el número de los judíos españoles, se supone que a finales del siglo XV podían ser unos 400.000. Es el momento en que los reyes católicos, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, decretan la conversión forzosa de los judíos al catolicismo, y la expulsión inmediata para los que no lo hagan, con confiscación de todos sus bienes y propiedades. Aproximadamente la mitad del total de los judíos españoles optan por el exilio.

Cien años más tarde, Felipe III orden la expulsión tajante y definitiva de los moriscos de todo los territorios de la Corona. Los moriscos eran los cristianos de origen musulman que se habían convertido al catolicismo durante el período de la reconquista. Aproximadamente otros 300.000 españoles son obligados a exiliarse sin opción contraria alguna.

Cientos de miles de españoles desarraigados, desterrados, exiliados por la voluntad de otros españoles... La historia se ha repetido después en numerosas ocasiones; la última hace apenas 70 años. La pregunta es: ¿Cuántos judíos conversos y moriscos quedaron en la península y cuantos son sus descendientes? Hasta ahora no había forma de dar una respuesta concreta, pero el estudio genético de los españoles realizado por la American Journal of Human Genetics, que estos días presenta sus datos en Madrid, viene a confirmar que unos ocho millones de nuestros compatriotas son descendientes directos de judíos conversos (aproximadamente el 20 por ciento de la población total de España), y unos cuatro millones y medio lo son de moriscos (el 10 por ciento del total). Lo cuenta Javier Sampedro en un interesante artículo ("Sefardíes y moriscos siguen aquí", El País, 05/12/08), que reproduzco más adelante. No deja de ser curioso en un país en el que el antisemitismo campa a sus anchas, que uno de cada cinco de sus pobladores sea descendiente directo de aquellos a los que detesta, es decir de sus antepasados, sus padres y sus abuelos. Y uno de cada diez, descendiente de esos "moros" que le atemorizan, pero necesita...

En el otoño de 1956 yo tenía 10 años y acababa de comenzar los estudios de primero de bachillerato en el colegio "Infanta María Teresa" de Madrid. Era el primer día de clase de la asignatura de Historia de la Música, que impartía un joven profesor muy atildado,al que siempre conocí vestido de riguroso traje negro, con corbata de colores chillones y camisa blanca. Podría tener unos cuarenta y pocos años, y lamento no recordar su nombre. Lo que no voy a olvidar nunca fue ese primer día de clase, pues nada más comenzar la misma se dirigió a mi, me preguntó mi nombre y apellidos, y me soltó: "Usted es de origen judío, ¿verdad, señor Campos?". Me quedé tan sorprendido, -era la primera vez que alguien me mencionaba tal cosa-, que le respondí con sinceridad que no tenía la menor idea, pero que pensaba que no, puesto que yo, mis padres, mis hermanos y toda mi familia eran católicos. Me contestó que los rasgos de mi cara y mi apellido paterno decían que sí, y que se lo preguntara a mis padres. Nunca lo hice. Mucho más tarde vine a confirmar que formo parte, orgullosa, de ese veinte por ciento de españoles de origen judeo-converso. Y que Américo Castro, y no Sánchez Albornoz, tenía razón en cuanto a la famosa polémica sobre el "Ser de España". Sean felices. Tamaragua. (HArendt)





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Sinagoga de Santa María la Blanca, Toledo





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Patio de Los Leones, La Alhambra, Granada




"Sefardíes y moriscos siguen aquí", por Javier Sampedro

El 30% de los españoles tiene huella genética de su origen judío o magrebí. Los historiadores no creen que España albergara a más de 400.000 judíos sefardíes en 1492, y encima los Reyes Católicos expulsaron ese año a casi la mitad. También en 1609 fueron desterrados cientos de miles de moriscos, a los que se suponía últimos herederos de los siete siglos de reinado musulmán en la península. Pero los cromosomas cuentan otra historia. Nada menos que el 20% de la población ibérica actual desciende de sefardíes. Y otro 11%, de norteafricanos. Si ambos siguen aquí, es que nunca se marcharon.

Los estudios genéticos se han aplicado hasta ahora a los grandes flujos migratorios prehistóricos, pero aún hay mucho margen para ampliar su resolución -estudiando a más personas en cada zona geográfica- e iluminar episodios más recientes, como las invasiones, migraciones y otros movimientos de población registrados en la historia. En la Península han coincidido durante largos periodos históricos dos poblaciones, los musulmanes norteafricanos y los judíos sefardíes, que tienen unos orígenes geográficos muy distintos, y que por ello pueden rastrearse fácilmente con marcadores genéticos como los asociados al cromosoma Y. Como sólo se transmite por línea paterna, su rastro no se diluye con el paso de los milenios. Un consorcio de científicos británicos, españoles, portugueses, franceses e israelíes ha analizado a 1.140 hombres de 18 poblaciones de la península y las Islas Baleares. El resultado es una proporción más alta de lo esperado de personas con ancestros norteafricanos (11%), y sobre todo de judíos sefardíes (20%). Estos datos revelan, según los autores, "un alto nivel de conversión, voluntaria o forzosa, impulsada por episodios históricos de intolerancia social y religiosa, y que condujo a la integración de los descendientes". Los resultados se presentan hoy en el American Journal of Human Genetics. Los 15 kilómetros de agua del Estrecho de Gibraltar nunca han sido un buen aliado de la pureza racial ibérica. El primer contacto registrado históricamente fue el cruce desde Marruecos de un ejército árabe y bereber en el 711. Los ocupantes conquistaron la mayor parte de la península en cuatro años y la controlaron durante más de cinco siglos. La población de la península antes del 711 era de unos siete u ocho millones de personas, y unos 200.000 visigodos constituían la clase dominante. Las fuerzas invasoras no sumaban más de 10.000 o 15.000 personas inicialmente. La islamización fue rápida, pero la tendencia de los historiadores ha sido atribuirla a la conversión de los pobladores anteriores. Los judíos ya estaban en la península antes del 711. Muchos llegaron desde Oriente Próximo, como ciudadanos libres o esclavos romanos, tras la derrota de Judea en el año 70. Su población se estimaba en unos 400.000 en 1492, cuando 160.000 fueron expulsados por los Reyes Católicos. Se supone que la población actual de sefardíes en todo el mundo es de unos dos millones de personas. Pero sólo los descendientes españoles de sefardíes, según los nuevos datos, suman ocho millones. No hay evidencia de un gradiente sur-norte en los cromosomas norteafricanos. Más bien hay una divisoria entre el oeste (alta frecuencia) y el este (baja): la ascendencia norteafricana va de 0% en los Pirineos al 20% en Galicia y el 22% en Castilla noroccidental. Andalucía tiene uno de los índices más bajos. Esto cuadra con las expulsiones de moriscos ordenadas por Felipe III en 1609, que diezmaron los guetos de Valencia y Andalucía, pero poco pudieron hacer contra las dispersas e integradas poblaciones de Extremadura y Galicia. Los cromosomas de origen sefardí, siendo de una época más remota, aparecen distribuidos por el territorio de forma homogénea, con la excepción del noreste de Castilla, Cataluña y los Pirineos, donde su frecuencia es muy baja. (El País, 05/12/08)




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Catedral de Santa María, León