Biblioteca del Real Monasterio del Escorial
Treinta y dos grados a la sombra a las diez de la mañana son muchos grados para la ciudad de Las Palmas. Además, acabo de vislumbrar por una esquina a un vecino que no quiero saludar... Ya me he topado hace un momento con uno de esos pelmas que se hacen el gracioso cuando te echan el ojo encima. Dos seguidos sería demasiado para mi cuerpo sudoroso... Hago un quiebro en redondo y me alejo. Mis pasos me llevan en volandas hacia San Telmo, y una vez allí, a la Biblioteca Pública del Estado. Es sábado, y está fresquita, calmosa, sin apenas gente. Ojeo las estanterías al albur y me encuentro con los libros de poesía. En la balda que queda a la altura de mis ojos veo varias ediciones de la Ilíada de Homero; ninguna de la Odisea, lo que me llama la atención. E inmediatamente antes de Homero un librito, delgado, de apenas un centenar de páginas, en cuyo canto leo Cantos - Friedrich Hölderlin (Linteo, Orense, 2010). Me quedo ojeándolo un rato y decido llevármelo a casa para leerlo.
No sé mucho de Hölderlin (1770-1843), poeta lírico alemán cuya poesía acoge la tradición clásica y la funde con el nuevo romanticismo. De vida atormentada y trágico final, fue amigo y compañero de Hegel y Schelling, y lector de Spinoza, Leibniz y Kant. Si sabía de su admiración por la Grecia clásica, admiración que comparto, en la que veía una lejana imagen, panteísta, de la armonía original entre el ser humano, la sociedad y la naturaleza.
Hölderlin, dice su editor, concibió toda su obra poética al modo de los rapsodas griegos, como un canto, aunque utilizó también ese término para designar unos determinados poemas tardíos escritos entre mayo de 1801 y diciembre de 1803. Estos poemas, sigue diciendo el editor, se caracterizan por un tinte memorialístico, de tono elevado y visionario, paisajes grandiosos y afirmaciones aforísticas, pero sobre todo por su transgresión, algo nuevo y escandaloso que haría de Hölderlin durante muchos años un poeta maldito, de lectura poco recomendable y religiosidad apocalíptica, que hizo saltar todos los moldes formales conocidos.
He leído el libro, veinte poemas, de un tirón. En voz baja, pero audible para mí. Con entonación y ritmo, como dicen que hay que leer la poesía. Pero falla la rima, tarea casi imposible en una traducción. Les dejo con el último "canto" del libro, el titulado Mnemosine (la musa de la memoria). Espero que les guste.
MNEMOSINE
Maduros están, sumidos en el fuego, ardientes,
los frutos que fueron en la tierra probados, y es ley
que todo en él se adentre, como las serpientes,
proféticamente, soñando
en las cimas del cielo.
Y hay que retener
mucho, igual que se sostiene
en la espalda la carga de leña.
Pero son tortuosos los caminos. Y forzados
como rocines avanzan, cautivos,
los elementos y las viejas leyes
de la Tierra. Pero un anhelo siempre
tiende a la libertad. Y es mucho
lo que hay que retener. La lealtad
es necesaria. Pero no queremos mirar
ni delante ni atrás. Queremos dejar que nos acunen,
como una barca que oscila sobre el mar.
Pero, ¿y lo qué amamos? Vemos
sobre el suelo un rayo de sol y polvo seco
y sombríos los bosques de la patria. En los tejados
florece, mansamente, el humo, y sube
hacia las viejas coronas de las torres. Herida
está el alma por un rayo celeste, y sin embargo,
son buenas las señales del día:
pues la nieve, como los lirios del valle,
noblemente, brilla
en las verdes praderas
de los Alpes, allí,
por una carretera de lo alto,
un caminante habla,
acaloradamente, con otro,
de una cruz que antaño
al borde del camino
pusieron para honrar a los muertos. ¿Qué es lo que
significa?
Bajo la higuera se me ha muerto
Aquiles, y Áyax
yace al lado de las grutas marinas,
junto a los arroyos
cercanos de Scamandros.
En el rumor del sueño
el gran Áyax murió,
según la firme y constante tradición de Salamina,
en tierra extraña.
Patroclo estaba revestido con la coraza real. Murieron
otros muchos. En Citerea está
Eleutera, ciudad de Mnemosine. Dios
quito el manto a la musa, y alguien luego, de noche,
desató sus rizos. Pues los Seres Celestes
se enfurecen cuando alguno no puede
retener su alma, como debe; si así sucede
no merece duelo.