Mapa del imperio austro-húngaro en 1914
"Nací en 1881 en un imperio grande y poderoso, la monarquía de los Habsburgo –escribió Stefan Zweig en el prefacio de sus memorias, El mundo de ayer –; pero no se molesten en buscarlo en el mapa: ha sido borrado sin dejar rastro”.
Lo comentaba el escritor Lluís Uría hace unos días en el diario barcelonés La Vanguardia: "Abrumado por la furia suicida de Europa, -comienza diciendo Uría- que por segunda vez en el siglo XX dirigía el continente hacia la destrucción, el escritor austriaco lamentaba la pérdida de un mundo basado en la razón y la tolerancia, y añoraba la Austria culta, cosmopolita, abierta y plural, arruinada por las guerras mundiales y condenada en aquel momento –finales de los años treinta, principios de los cuarenta– a convertirse bajo la bota de Hitler en una provincia alemana: “Sólo las décadas venideras demostrarán el crimen cometido contra Viena con el intento de nacionalizar y provincializar esta ciudad, cuyo sentido y cultura consistían precisamente en el encuentro de elementos de lo más heterogéneo, en su supranacionalidad”. Un siglo después de la caída y desmembramiento del imperio austro-húngaro –el pasado 10 de septiembre se cumplieron cien años de la firma del tratado de Saint-Germain-en-Laye entre Austria y las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial, que certificó su fenecimiento–, algunos estudiosos valoran el legado de la monarquía de los Habsburgo, cuya evolución a finales del siglo XIX ven como un ejemplo de Estado multinacional moderno, alejado del mito de la “prisión de naciones” con el que fue calificado al término de la Gran Guerra. Los historiadores Paul Miller-Melamed y Claire Morelon, autores de un artículo reciente publicado en The New York Times con el título Lo que el imperio de los Habsburgo hizo bien , presentan la monarquía multinacional austriaca casi como un antecedente de la Unión Europea: en sus vastos territorios –que incluían Austria, Hungría, Chequia, Eslovaquia, Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, buena parte de Polonia y Rumanía, y porciones de Italia y Ucrania–, no había fronteras interiores, funcionaba una moneda única, había 11 lenguas reconocidas oficialmente, se permitía la libertad de expresión y de religión, y todos los ciudadanos eran iguales ante la ley. No se trataba, desde luego, de un Estado democrático, pero sí era más abierto y tolerante que los imperios vecinos, el alemán y el ruso. Para Paul Miller-Melamed y Claire Morelon, la monarquía de los Habsburgo demostró que “un Estado multinacional no está necesariamente condenado al fracaso” y que “el Estado-nación no es la única forma natural de organización política”. ¿Hasta qué punto el modelo de los Habsburgo fue una apuesta política consciente o resultado de las contingencias históricas? El escritor italiano Claudio Magris, nacido en una antigua posesión austro-húngara, Trieste, y autor de un formidable libro histórico y cultural sobre las tierras del viejo imperio – El Danubio –, sostiene que la inclinación de Viena por la construcción de la denominada Mitteleuropa , fue consecuencia de su impotencia a la hora de disputar a Berlín la hegemonía del mundo germánico. “Incapaz de llevar a cabo la unificación alemana, a cuya cabeza se sitúa Prusia, la Austria de los Habsburgo busca una nueva misión y una nueva identidad en el imperio supernacional, crisol de pueblos y de culturas”, escribe Magris. El Danubio se acabaría erigiendo en símbolo de cruce y de mezcla, en contraposición al Rin, “místico guardián de la pureza de la estirpe”. Quien más quien menos reconoce la originalidad del modelo supranacional austriaco, pero no todo el mundo comparte el mismo entusiasmo. En un trabajo realizado en 1997 para el Center for Austrian Studies of Minnesota –y publicado en el 2009 on line por Cambridge University Press–, el desaparecido historiador norteamericano Solomon Wank, uno de los mayores expertos mundiales en el imperio austro-húngaro, constataba ya en aquel momento –dos décadas atrás– la existencia de una cierta “ola de nostalgia” historiográfica hacia lo que representó la monarquía de los Habsburgo, que compartía sólo parcialmente. Wank reconocía de buena gana los avances que el imperio introdujo a nivel económico y social, pero –por más que consideraba también contingente la organización del Estado-nación, modelo que según decía “no durará siempre”– veía serias disfunciones en la estructura austro-húngara. El modelo presentaba claros desequilibrios. Fruto del llamado Compromiso de 1867, por el cual se reconocieron como iguales las entidades nacionales austriaca y húngara, el imperio otorgó un segundo rango al resto de nacionalidades y nunca llegó a adoptar la forma federal e igualitaria que reivindicaba en 1848 el líder nacionalista checo Francis Palacký. A juicio de Solomon Wank, las sucesivas concesiones descentralizadoras realizadas por los Habsburgo –que no dejaban de verse a sí mismos como una dinastía alemana– perseguían solamente salvaguardar la continuidad de su monarquía y no hicieron sino acrecentar las pulsiones nacionalistas en el seno del imperio. “La cuestión de cómo purgar el nacionalismo de Europa central y del este de sus agresivas y destructivas tendencias y crear una estructura política multinacional –razonaba Wonk– sigue abierta. (...) Quizá la solución radica en una Europa comunitaria ampliada”. Eso escribía en 1997. Austria había ingresado en la UE apenas dos años antes, y el resto de países del viejo imperio, aún tardarían bastante: Chequia, Eslovaquia, Eslovenia y Polonia entrarían en el 2004; Rumanía en el 2007; Croacia en el 2013... No deja de ser irónico que el nacionalismo de los antiguos países del viejo imperio, lejos de haberse curado en la Europa unida, no ha hecho más que exacerbarse, hasta el punto de que son precisamente ellos –reunidos en el Grupo de Visegrado– los que amenazan hoy más directa y gravemente los principios y la cohesión de la UE".
La diosa Clío, musa de la Historia
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