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martes, 27 de junio de 2017

[A vuelapluma] El abono intelectual del populismo





El populista manipula los peores instintos del ciudadano, escribía Benito Arruñada, catedrático de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona en El País el pasado mes de mayo. Arraiga en ambientes viciados por quienes alimentan una visión maniquea de la realidad —adornada con elementos plausibles— y hacen creíble su discurso, añade.

Occidente ha enfermado de populismo, con consecuencias que podrían ir de lo ruinoso a lo catastrófico, comienza diciendo. A menudo, se culpa a las viejas élites, por su corrupción y pasividad. Pero la corrupción había sido tolerada y las élites nunca habían estado tan dispuestas a complacernos. El virus populista sólo ha podido arraigar en un clima intelectual viciado. Se ha incubado con la ayuda encubierta de quienes, con su crítica simplista y sin admitir nunca su propia culpa, han alimentando esa visión maniquea, ocultando de paso la gran mentira: la brecha que existe entre nuestros recursos y nuestros deseos.

Durante décadas, añade más adelante, esa intelectualidad había apostado por una economía social de mercado, que, a cambio de tolerar un mercado maniatado, prometía cierto grado de igualdad, una panoplia ampliable de derechos y un nivel creciente de consumo. Cuando la crisis viene a recordarnos que los recursos son limitados, pasa a argüir que los políticos la han gestionado mal y en su propio provecho. Ni menciona que la criatura sufría vicios estructurales: el principal, haber prometido lo imposible. En vez de reconocer su error, el intelectual modesto insinúa que los gobiernos “no la han reformado a tiempo” mientras el soberbio truena que "no le han hecho caso".

Este discurso intelectual comparte sus vicios con el populismo político, dice más adelante. Como éste, también denuncia la penosa corrupción de las élites sin mencionar nunca la corrupción de las masas; y aún menos la de los propios intelectuales. Cada plaza universitaria amañada conlleva una corrupción millonaria; pero la tilda de “endogamia” o “amiguismo”, fenómenos menos reprobables y, por tanto, fáciles de perdonar. Y eso cuando no construye mitos para desviar su responsabilidad, como la entelequia de la “generación mejor preparada”, que no sólo oculta una doble estafa, fiscal y generacional, sino que atribuye el paro juvenil a supuestos fallos en los mercados y las empresas.

Este populismo intelectual es insidioso, pues late encubierto en todo tipo de diagnósticos, señala después. Subyace cuando se critica la dependencia política de nuestros jueces sin prestar atención a su perversa independencia de la ley ni a su laxo régimen de responsabilidad. O cuando se censura a nuestros gobiernos sin reconocer que son serviles ante un votante cada vez más narcisista, lo cual no es óbice para que algunos le adulen con la cantinela de que las élites le han “excluido” del proceso político. O, en fin, cuando se vitupera el “capitalismo de amiguetes” sin señalar que el nuestro sería, más bien, un “estado de amiguetes”.

Ciertamente, añade, estas críticas se adornan de elementos plausibles; pero son parciales y, aun peor, maniqueas, pues culpan de todo mal a una parte, ora el capitalismo, ora las instituciones que lo apoyan o las élites que las gobiernan. Omiten, en cambio, mencionar cualquier conducta nociva del ciudadano, incluidas las del propio intelectual. Este sesgo en el diagnóstico conduce a soluciones desequilibradas. En lo político, defienden modificar las instituciones de representación para trasmitir mejor los deseos de la ciudadanía, como si los grandes errores del pasado no hubieran venido a concretar, precisamente, tales deseos. En lo social, proponen nuevas políticas asistenciales, algunas de las cuales podrían ser convenientes; pero sobre las cuales siembra dudas el que ni se pregunten cómo contener la picaresca que pervierte a las ya existentes. En lo económico, apelan al bálsamo de la independencia regulatoria, dando por supuesto que esta es posible y que la independencia del regulador siempre es positiva, sin apreciar que también aquí es imprescindible el equilibrio. El juez, como el regulador, ha de ser independiente tanto de las élites como de las masas y, para que cumpla la ley, ha de estar sujeto a una responsabilidad efectiva. En vez de pensar con cuidado ese delicado equilibrio, se nos promete independencia regulatoria y judicial como por arte de magia. Pero dotarnos de zares regulatorios y judiciales sería un error, salvo que pudiéramos nombrar ángeles reguladores. Si hemos de nombrar seres humanos, hacerles zares puede ser peor que la enfermedad. Piensen, por ejemplo, que reducir aforamientos puede ser razonable, pero antes debemos saber evitar el abuso partidista de los procesos judiciales.

Se despliega así un juego que, en el fondo, es similar al del populismo político convencional, pues exalta y cabalga con la masa, y atribuye toda la responsabilidad al gobernante, alimentando la misma soberbia moral y el mismo deseo de revancha, continúa escribiendo. Además, quienes usan este discurso también se distancian de la élite, lo que les permite proponerse como alternativa. Una alternativa que, como el populismo convencional, da por supuesta su propia benevolencia.

Sin embargo, a la postre, su efectividad política es dudosa, quizá por la contradicción entre lo acervo y desenvuelto de su crítica al establishment y el conservadurismo real de su promesa, que apenas consiste en retocarlo para gobernar en beneficio general, añade más adelante. Además, su recurso al maniqueísmo lastra futuros intentos racionalizadores, los cuales exigen que todos cooperemos. Quien insiste en que las élites se han portado mal, se sitúa en malas condiciones para pedir al votante que contribuya a un esfuerzo colectivo.

Como ocurrió con el regeneracionismo de hace un siglo, este maniqueísmo táctico solo autoengaña a algunos de sus practicantes, señala. No al votante más racional, que, apesadumbrado, mantiene su apoyo a los viejos partidos excepto para castigarles ocasionalmente o para cubrir un vacío momentáneo. Su escepticismo es tal que apenas siente frustración cuando el león regenerador engendra peluches continuistas (como el regalar título de bachiller a los suspensos), cuando no reaccionarios (como es reducir el IVA de la ópera y demás recreos artesanales).

Por otro lado, al votante que se cree la versión maniquea de la crítica le cuesta identificarse con quien, amén de reemplazar al gobernante, tan solo propone cambios dudosos y de los cuales, por su origen y complejidad, desconfía. De ahí que ese votante opte, de entre las ofertas rupturistas, por aquélla que mejor se ajusta a sus pasiones, afirma.

Como antaño, el regeneracionismo maniqueo está condenado al fracaso, concluye diciendo. Hoy aspira a surfear la ola populista para alcanzar el poder; pero tan sólo sacude un árbol cuyas nueces recoge el populista genuino, tanto el que aún lucha por el poder como el que ya lo detenta. Entre nosotros, ya se atisba esta posibilidad en algunos procesos judiciales. Parece haber fiscales que decretan penas reputacionales y jueces orgullosos de legislar sus prejuicios sobre cómo debe funcionar la sociedad. Mientras que el populismo político aún ha de vencer, a este populismo togado le basta con erigirse en instrumento de la turba mediática. Sus mecanismos formales de responsabilidad nunca han sido muy eficaces. La novedad es que, tras años de masivo diagnóstico maniqueo, han desaparecido las normas sociales que proveían un mínimo control informal, creando así la ocasión para que estos oportunistas puedan usurpar impunemente el poder. Aprendamos la lección. El regeneracionismo sólo dejará de ser dañino cuando abandone sus atajos maniqueos.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3585
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 19 de septiembre de 2016

[A vuelapluma] ¿El pacto educativo,una excusa para no asumir responsabilidades?





Los perceptibles e innegables fallos del sistema educativo español, de la enseñanza primaria a la universitaria, ¿son solo un problema de dinero?, ¿de organización o planificación?, ¿de formación deficiente del profesorado?, ¿de falta de alicientes? ¿O hay otras causas? ¿Tienen alguna responsabilidad en ese fallo estructural, si es que existe, los propios alumnos, sus familias, o la propia sociedad española en su conjunto? Para algunos expertos, el pacto educativo que las formaciones políticas están buscando podría ser la mejor forma de que nadie asuma la responsabilidad de su fracaso.

El pasado viernes apareció en El País un artículo del catedrático de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona Benito Arruñada, que me provocó un innegable desasosiego por la dura y explícita crítica que formula al sistema educativo español, del que entiende que falla sobre todo, no por falta de medios materiales como dinero o formación del profesorado, sino porque ni autoridades políticas, ni académicas, ni profesores, ni familias, ni alumnos tienen claro que se pretende con él ni para que sirve. 

Nuestro sistema educativo es imperfecto, dice al comienzo de su artículo, pero el pacto por la educación que se busca como panacea no va a atacar sus fallos estructurales, por el simple motivo de que estos responden a una demanda ciudadana que, en el fondo, concibe la educación más como consumo o disfrute que como inversión. Si estoy en lo cierto, el pacto aumentará el gasto educativo para tener un impacto dudoso en la formación de las futuras generaciones.

Pese a lo elevado del desempleo, añade, la queja de los empleadores sobre sus empleados más jóvenes no se centra tanto en su aptitud (que también), como en sus actitudes: en su escasa madurez y capacidad de dedicación, concentración y autocrítica. Es un caso extremo pero común e indicativo que lo primero que pida un recién contratado, sin pareja y que vive con sus padres, sea conocer la política de “conciliación” del bufete puntero al que acaba de incorporarse.

La explicación optimista, sigue diciendo, es que los jóvenes desean trabajar menos para así llevar una vida más tranquila. Sospecho, en cambio, que los jóvenes no son conscientes de las consecuencias de sus decisiones. Están sobrevalorando su potencial de ingresos e infravalorando el coste de satisfacer sus deseos. Toman por ello decisiones que pronto se revelan inconsistentes: eligen carreras y empleos en los que invierten menos de lo necesario para alcanzar el nivel de vida al que aspiran.

Lo hacen porque no han sido educados para posponer la gratificación, añade. Al menos, no en la medida en que lo exigen los empleos que les permitirían mantener el nivel de vida de sus padres. Esta incongruencia se confirma cada vez que un bachiller elige estudiar, digamos, Políticas; o cada vez que un recién licenciado actúa como si su formación hubiera concluido; o cuando opta por un empleo de poco esfuerzo y menos futuro.

Las causas y hasta la prevalencia de esta mala educación son, por supuesto, debatibles, añade conciliador. Una hipótesis, quizá simplista pero atendible, reposa, en última instancia, en que, tras desplomarse la natalidad, muchos jóvenes han disfrutado una posición de monopolistas emocionales. Como hijos y nietos únicos, a menudo tardíos, han disfrutado de un enorme poder negociador.

La fuerza de los niños, continúa diciendo, y la debilidad de los padres favorecen un “equilibrio” de normas sociales de alta permisividad y consumismo juvenil; normas que probablemente han sido arropadas, que no causadas, por las falacias pedagógicas de los años sesenta, consagradas ya en la Ley General de Educación de 1970. (Sí, mucho antes de la LOGSE). Me refiero a falacias como la visión negativa de todo castigo y competencia; la necesidad de contener el esfuerzo y educar en el disfrute; la marginación del ejercicio de la memoria y el sacrificio; el énfasis en que la responsabilidad es principalmente social y, por tanto, ajena; y la supresión de reválidas y cursos selectivos.

Normas y falacias que, por cierto, dice, aún cautivan a nuestro establishment pedagógico, a juzgar por la propuesta de suprimir los deberes, las reformas que hacen aún más blando el bachillerato, el engaño de enseñar supuestas “competencias” en vez de conocimiento, o la resistencia a permitir a los centros concertados organizarse en libertad.

Normas y falacias, sigue diciendo, que también favorecen mitos exculpatorios tan corrosivos como el de la “generación mejor preparada”; y que generan gregarismo: muchos padres, ante las dificultades que encuentran para educar a sus hijos como hubieran deseado, modifican sus valores para reducir así la disonancia con respecto a sus acciones. Por muy reales que sean, los fallos del sistema educativo representan un similar papel exculpatorio.

Llovía sobre mojado, por la fuerza que tiene en España, pese al descenso en la práctica religiosa e incluso en medios ateos que se creen progresistas, la cultura católica tradicional. Me refiero, añade, a aquella que antepone las relaciones personales a las impersonales; en especial, la protección de familia y amigos a todo imperativo social de mayor alcance. El control efectivo de la natalidad ha sido más disruptivo de las normas sociales en sociedades que, como la nuestra, son en este sentido tan culturalmente católicas. El debate sobre los niños mimados se inicia en los años ochenta del siglo pasado en Italia, un país que es aún más católico que el nuestro.

Ese trasfondo cultural, dice a continuación, también ayuda a explicar la disposición a sostener un ingente flujo de transferencias intrafamiliares. Más que Estado benefactor tenemos aquí familias benefactoras; con similar destrucción de los incentivos para invertir y producir. Quizá no sea casual que el personaje familiar más denostado haya dejado últimamente de ser la suegra, para serlo el cuñado. Un cambio natural, pues este último es ahora el principal competidor por las rentas familiares que, a menudo, es la propia suegra quien distribuye entre hijos, yernos y concuñados.

Lógico por todo ello, añade, que en las últimas décadas hayamos anticipado en versión XL dos tendencias que en otros países solo están apareciendo al envejecer los millennials: la de los “niños trofeo” y la “generación bumerán”. Por un lado, padres y profesores hemos premiado el rendimiento de hijos y alumnos, no ya cuando alcanzaban un rendimiento estándar, sino incluso cuando este era mediocre. También hemos desprestigiado el esfuerzo y la competitividad, al fomentar el igualitarismo en la recompensa. En 2016, el porcentaje de estudiantes que superó las pruebas de Selectividad fue del 97%, y eso tras sonoras quejas por lo duro de algunos exámenes.

Como mucho, asevera el profesor Arruñada, los jóvenes mejor educados lo han sido en que basta con esforzarse. Se asombran al ser evaluados en función de sus resultados. Es común que el graduado recién contratado rompa a llorar al recibir la primera censura de su jefe. Nadie le ha enseñado a asumir la crítica hacia su trabajo. Muchos incluso están acostumbrados a que las reglas sean flexibles y su incumplimiento negociable, cuando no evitable con solo pedir perdón. Da el tono aquella madre que hace meses regañaba a una anciana porque esta, malherida, se quejaba de que su hijo la había atropellado con el patinete: “Señora, no se queje. ¿No ve que el niño ya le ha pedido perdón?”.

Por otro lado, continúa diciendo, tenemos también la versión límite de la generación bumerán: si en EE UU algunos hijos retornan a casa tras la universidad, muchos en España nunca la abandonan. El asunto alcanza tintes cómicos cuando, tras empezar a trabajar, alguno de estos jóvenes sigue viviendo con sus padres sin contribuir al presupuesto familiar ni realizar tarea doméstica alguna.

Ojalá haya aquí exceso de pesimismo; pero, concluye su artículo, en la medida en que esta hipótesis de mala educación familiar se ajuste a la realidad, es probable que las reformas educativas consensuables no solo se queden en la superficie, sino que escondan e incluso magnifiquen el problema. Por supuesto que otras reformas sí podrían restaurar un equilibrio social productivo, aquel en el que la educación fuera inversión y dejara de ser solo consumo. No obstante, ¿cree usted que es ese el verdadero deseo de la mayoría de padres? 

Como contrapunto a lo expuesto por el profesor Arruñada, El País de hoy, en su sección de Formación, publica una interesante entrevista con el profesor Sugata Mitra de la Universidad de Newcastle, Gran Bretaña, cuyos métodos educativos se imparten en una cincuenta de países, en la que defiende una opción educativa diferente. 

Con una idea tan simple como poner a un grupo de estudiantes a trabajar con un solo ordenador y sin un profesor como supervisor, Sugata Mitra (1952, Calcuta) ganó en 2013 el TED Prize. Consiguió así la atención mediática de todo el mundo y un millón de dólares para poner en marcha su proyecto SOLE (siglas en inglés de Self Organised Learning Environments), en español, entornos de aprendizaje auto organizados, que hoy emplean colegios de 50 países. La charla Construyendo una escuela en la nube, que suma más de 2,6 millones de visitas, fue considerada por TED -organización nacida en 1984 en Estados Unidos para promover la tecnología, educación y diseño- como la más inspiradora del año y con mayor potencial de cambio.

En su conferencia de 20 minutos, este ingeniero, que trabaja como profesor en la Universidad de Newcastle, critica el actual sistema educativo. Cree que se basa en un modelo que se diseñó hace 300 años, en la era de los imperios, cuando los gobiernos formaban ciudadanos idénticos para que funcionasen en cualquier punta del planeta.

Para él, la revolución educativa pasa por acabar con los programas académicos para situar Internet en el centro del aprendizaje. También aboga por el fin de los exámenes como instrumento de evaluación. Simplemente porque “la época de las trincheras ha terminado y los estudiantes ya no necesitan aprender con la amenaza y el miedo como una constante”.

A la pregunta si los exámenes ya no son útiles porque no permiten a los estudiantes pensar con claridad, responde que tiene la evidencia científica que ha aportado la neurociencia. En el centro de nuestro cerebro se encuentra lo que llamamos el cerebro reptiliano y su función es decidir en cada momento si luchar o volar -escapar ante una situación-. Aunque no somos conscientes, está continuamente evaluando y cuando siente una amenaza apaga otras partes del cerebro como la corteza prefrontal, que juega un papel primordial en la coordinación de pensamientos. Los exámenes son percibidos como una amenaza y, por tanto, la creatividad se bloquea. Si le preguntas a un estudiante qué le pide el cuerpo durante un examen, su respuesta será salir corriendo. El estrés le lleva a pensar que no es el momento para las grandes ideas.

A la pregunta sobre cuándo comenzó a interesarle la educación, responde que no fue algo premeditado. Me encargaba de diseñar programas formativos, dice, pero al final acabé haciendo lo contrario: demostrar que la tecnología se puede aprender de forma autodidacta. En los noventa éramos pocos los que teníamos ordenador en casa y un día comenté con un grupo de amigos la facilidad con la que nuestros hijos los manejaban sin apenas directrices. A modo de experimento, se me ocurrió incrustar un ordenador en un muro de un barrio pobre de Nueva Delhi para analizar la reacción de los niños. Ocho horas más tarde, estaban navegando por la Red y enseñando a otros a hacerlo. Esos niños nunca habían ido a la escuela y no sabían inglés. Repliqué la misma prueba en zonas remotas de la India y gracias al apoyo económico del Banco Mundial llevé a cabo la primera ivestigación en 2002. El gran descubrimiento: un grupo de niños sin ningún supervisor y con acceso a Internet pueden aprender en nueve meses a manejar un ordenador como cualquier secretario de occidente.

Más adelante le preguntan que cómo aplicó ese descubrimiento a las aulas. Su respuesta es que años más tarde, la Universidad de Newcastle le llamó para llevar el experimento a los colegios de la India. Ahí descubrimos, dice, que sucedía lo mismo con las matemáticas, la física o el arte; los niños aprendían sin las lecciones del profesor, solo trabajando en grupos con un ordenador conectado a Internet. La única guía que recibían era una gran pregunta que debían contestar. ¿Por qué llueve? Una profesora de un colegio británico contactó conmigo para llevar el sistema en su centro. Cuando lo probaron, los docentes decían que lo imposible estaba pasando; los chicos aprendían sin una enseñanza dirigida. No hablaban de ventajas o desventajas, solo de que se podía hacer. En los países desarrollados, SOLE acaba con la rigidez del sistema, ayuda a abrir la mente.

Respecto a la pregunta sobre qué novedad representa su metodología con respecto a otros modelos de aprendizaje colaborativo, como, por ejemplo, el planteado por los hermanos estadounidense Roger y David Johnson en los sesenta, responde que ya se hablaba de aprendizaje autodirigido en los años 20. Un caso conocido, añade, es el del cura jesuita que puso en marcha un sistema en la India en el que estudiantes de cursos superiores enseñaban a los más pequeños. ¿Cuál es la diferencia? Internet. Mi investigación habla de otra forma en la que los niños pueden aprender, un método más rápido e igual de eficiente.

Ante la pregunta de que han surgido muchas voces críticas con su proyecto SOLE, y que le han acusado de falta de evidencias científicas que prueben que realmente funciona, su respuesta es que resulta muy difícil definir qué es funcionar bien cuando ya se está planteando cambiar el modo en que evaluamos. La realidad, continúa diciendo, es que hay más de 1.000 SOLE por el mundo, grupos de niños conectados a Internet y aprendiendo en grupos. La mejor evidencia del éxito del modelo son los datos que hemos recopilado de Twitter: más de 10.000 profesores están hablando de SOLE. Cuando les pregunto a los críticos si han leído mis investigaciones, la respuesta suele ser negativa. Son 15 publicaciones en los últimos 17 años en revistas científicas como British Journal of Educational Technology o American Educational Research Association. Los papers muestran que el aprendizaje de los niños es exponencial, siempre suben de nivel, o que mejora su nivel de inglés, entre otros muchos aspectos. Este año quiero poner en marcha un equipo de investgación en la Universidad de Newcastle para medir el impacto de este aprendizaje.

Respecto al papel que juegan los profesores en SOLE responde que su trabajo no tiene que ser enseñar, sino dejar que los niños aprendan. Tienen que quitar el foco de ellos mismos, perder el protagonismo, añade. Su función es plantear las preguntas adecuadas, incluso si no conocen la respuesta. Ahí es donde se produce el aprendizaje. No tienen que decir a sus alumnos “yo tengo la respuesta”, sino “esto es lo que habéis encontrado”.

¿Cómo están reaccionando los gobiernos de los diferentes continentes ante su modelo de aprendizaje?, le preguntan más adelante. Con la excepción de los países escandinavos, dice, que tienen la habilidad de cambiar, la mayoría de gobiernos, especialmente aquellos que tuvieron grandes imperios como Reino Unido o India, no saben cómo avanzar y son incapaces de cambiar. Los burócratas entienden lo que propongo, pero me han llegado a decir que mientras ellos vivan, el cambio de paradigma no se producirá. Los libros de texto son una industria que mueve trillones de dólares, es imposible retirarlos. Su máxima es mantener las cosas como están para conservar su trabajo.

¿Cómo cree que se debe medir el conocimiento? le preguntan más adelante. Hay que cambiar la norma de lo que hay que evaluar, responde. Creo que la clave está en analizar la creatividad de cada uno, y con las herramientas que tenemos ahora no se puede. No estoy seguro de si necesitamos la evaluación individual o basta con la del grupo. Ahora el mundo funciona con sinergias. La virtud que se valorará en pocos años será la de ser capaz de hacerse preguntas continuamente y tener la habilidad de contestarlas.

Al final de la entrevista le preguntan que cómo lleva lo de ser un gurú mundial de la educación. Su respuesta es que si lo es, es por accidente. No tengo ninguna habilidad especial para conseguir cambios sociales, dice, y tampoco es mi objetivo. Solo quiero ayudar a los niños a encajar en un escenario en el que todas las reglas serán distintas a las de ahora. En 20 o 30 años, los robots controlarán el mercado laboral y solo sobrevivirán los que sepan construir o inventar. Los llamados makers.

Por último, les invito a visitar el número especial de El País titulado La educación en España: radiografía en diez claves. Espero que les resulte interesante.




Dibujo de Eduardo Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt






Entrada núm. 2907
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