«En tiempos en que el sentido de la vida parece no quitar el sueño a nadie, los problemas de insomnio se multiplican», afirma el autor del texto en la revista Ethic [El sentido de la vida, una pregunta apremiante, 18/02/2025] el lingüista Manuel Casado Velarde.
Desde la filosofía, desde la poesía, desde la psicología o, sencillamente, desde que se levanta por las mañanas, el ser humano se plantea la cuestión del sentido de su vida. Para qué o cómo puedo vivir son las grandes cuestiones que ocuparon a los filósofos, y muy especialmente a los filósofos romanos. Las reformuló Kant con sus preguntas «qué puedo saber, qué debo hacer, qué me está permitido esperar». En este artículo, Manuel Casado repasa una buena nómina de nombres y obras de ayer y de hoy que declinan la pregunta por el sentido de la vida de forma directa o no tanto. Imposible no comenzar por Viktor Frankl, al que se unen Miguel de Unamuno, Rubén Darío, Etty Hillesum y los contemporáneos Francesc Torralba, Remedios Zafra, Josefa Ros… Así, este texto configura una pequeña (gran) biblioteca alrededor de la pregunta por el sentido de la vida.
Pero más allá de lecturas introductorias o que centran la pregunta por el sentido, lo esencial de dicha cuestión es que es algo personal, propio de cada uno: un aro por donde es necesario pasar. Y no se trata de disquisiciones metafísicas o teóricas. Es posible que tenga ese lado, pero la pregunta por el sentido de la vida es una cuestión de índole práctica, con consecuencias tangibles. Y es que sin la pregunta por el sentido de la vida este se aleja —o ni se plantea—. La vida se instala en el modo piloto automático y con él llega, como poco, la rutina, si no el aburrimiento, el tedio, el nihilismo… ¿Tendrá esto que ver con la explosión de trastornos de todo tipo relacionados con la salud mental? «Quien teme a la nada, lo necesita todo», escribió Savater. Preguntarse por el sentido de la vida actúa en ambos frentes: ayuda a temer menos y a necesitar menos, sobre todo lo que es innecesario. A la hora de la verdad, lo verdaderamente necesario son muy pocas cosas y la pregunta por el sentido ha sido, es y será una de ellas.
De un tiempo a esta parte, la pregunta por el sentido de la vida surge con frecuencia como tema de reflexión. Y no solo en el discurso subjetivo, autobiográfico, más o menos problematizado, de quien se encuentra perdido en una maraña emocional de la que no acierta a ver la salida. También en el discurso público se invoca la cuestión del sentido —por lo común, su ausencia— como causante de diversas disfunciones o enfermedades mentales.
Recientemente, al conmemorar el 80º aniversario del campo de exterminio nazi de Auschwitz, ha saltado de nuevo a la actualidad el libro de uno de los más famosos supervivientes del Lager: el psiquiatra vienés Viktor Frankl y su obra El hombre en busca de sentido. Resulta asombroso cómo un libro publicado en 1946 siga figurando en las listas de superventas, en diferentes lenguas, tantos años después. Se trata, como se sabe, de un relato estremecedor, en el que el autor nos narra su experiencia en varios campos de concentración. Después de haberlo perdido todo, de las mil penalidades que sufrió, de encontrarse tantas veces a punto de ser ejecutado, pudo reconocer que, pese a todo, la vida es digna de ser vivida, y que la libertad interior y la dignidad humana son indestructibles. Tan profundamente arraigada tenía esta convicción que, hasta su muerte en 1997, Frankl no tuvo otro objetivo en su existencia que «ayudar a la gente a encontrar el sentido de sus vidas».
Panorama de autores. El tema del sentido de la vida ha seguido dando lugar, en los últimos años, a libros y monografías de diverso alcance y finalidad. Unos, más cercanos a la autoayuda. Otros, de carácter más teórico o filosófico. Entre estos últimos, cabe citar el ensayo de Francesc Torralba titulado precisamente El sentido de la vida (2011). Pero hay otras obras en las que se abordan, aunque de manera menos monográfica, cuestiones relativas al sentido de la existencia. Me refiero, sin afán de ser exhaustivo, a libros como los de Juan Alfaro (De la cuestión del hombre a la cuestión de Dios, 1988), Fernando Savater (Las preguntas de la vida, 1999), Jean Grondin (Del sentido de la vida: un ensayo filosófico, 2005), Remedios Zafra (El informe.Trabajo intelectual y tristeza burocrática, 2024), así como a varios ensayos de Byung-Chul Han, entre los que destacaría La sociedad del cansancio (2022) y El espíritu de la esperanza (2024). El ensayo de Josefa Ros Velasco, titulado La enfermedad del aburrimiento (2022), aunque aparenta tratar una cuestión tangencial, resulta decisivo para tener una visión histórica de una de las consecuencias de la falta de sentido.
Asunto, por otra parte, nada nuevo, como se han encargado de manifestar, a lo largo de los siglos, especialmente las sensibilidades poéticas. Rubén Darío, por ejemplo, en su famoso poema Lo fatal, expresa así el desasosiego existencial que le lleva a envidiar a los seres que carecen de consciencia:
Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura, porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
y no saber adónde vamos,
¡ni de dónde venimos!…
(Antología poética, prólogo y selección por Guillermo de Torre, Buenos Aires, Losada, 1966, pp. 181-182).
También la atormentada conciencia de Miguel de Unamuno se hace eco, en diversos pasajes de su obra, de la cuestión del sentido. He aquí uno de ellos:
«Todos esos miserables están muy satisfechos porque hoy existen, y con existir les basta. La existencia, la pura y nuda existencia, llena su alma toda. No sienten que haya más que existir. Pero ¿existen? ¿Existen de verdad? Yo creo que no; pues si existieran, si existieran de verdad, sufrirían de existir y no se contentarían con ello. Si real y verdaderamente existieran en el tiempo y el espacio, sufrirían de no ser en lo eterno y lo infinito».
(Miguel de Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, I, Madrid, Cátedra, 1988, p. 141).
El teólogo Josef Ratzinger identificaba la falta de sentido para la propia vida como «la pobreza más radical que puede padecer una persona». Justo lo contrario de lo que acontece a quien tiene en sí motivos que le surten de sentido: «El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria» (Ernesto Sábato). La sabiduría popular lo sedimentó en el refranero: «No hay hombre más opulento que aquel que vive contento».
Jenofonte, discípulo de Sócrates, decía que el dinero no servía de nada si no ayudaba a llevar una vida lograda. De su maestro afirmaba que era el hombre más rico de Atenas, aunque fuera descalzo y vistiera pobremente. Y es que «ser rico significaba no solo ganar dinero, sino saber qué hacer con tu vida» (Th. Zeldin).
Una cuestión práctica. La pregunta por el sentido, como se ve, viene de lejos, interpelando a todo ser humano con mayor o menor apremio, según la edad y circunstancias de cada existencia. Desde luego, que cualquier crisis, acontecimiento interno o externo que nos afecte, nos «descoloque», remueva el terreno que pisamos, «puede ser una ocasión no buscada, pero valiosa, para descubrir la verdad de uno mismo, para reconocer dónde está su consistencia, y de este modo establecer un fundamento adecuado para afrontar la situación presente o futura, el difícil desafío que tenemos ante nosotros» (Julián Carrón).
Forma parte de nuestra naturaleza el deseo de conocer. Y una de las preguntas que nos hacemos, quizá la más radical de todas, es la pregunta por el sentido de nuestra propia existencia: la cuestión «que más hondamente nos afecta y más vivamente nos interesa. […] Qué soy yo» (Alfaro). El sujeto y el objeto de la pregunta coinciden. Un sujeto, por lo demás, que experimenta la vida marcada por unos límites precisos: mi existencia tiene un comienzo —no existo desde siempre— y un final con la muerte —no existiré por siempre—. Un final que hace de nuestra vida un enigma: ¿qué hay después?, ¿para qué vivir?, ¿qué sentido tiene mi vida? No es una cuestión meramente teórica, sino también, y sobre todo, práctica. De la respuesta que le demos dependerá cómo decidamos vivir. La premio Nobel de Literatura polaca cinceló en estos versos lo perentorio de la pregunta:
Cómo vivir, me preguntó por carta alguien
a quien yo pensaba formular
la misma pregunta.
De nuevo y como siempre,
según lo dicho anteriormente,
no hay preguntas más apremiantes
que las preguntas ingenuas (Wislawa Szymborska).
Ahí siguen, pues, vigentes e interpelantes las preguntas de Kant: qué puedo saber, qué debo hacer, qué me está permitido esperar. Dicho de otra manera: qué sentido tiene la vida, mi vida.
No una pregunta sino la pregunta. Ante estas preguntas caben diferentes actitudes: hoy quizá predominan la indiferencia, el desinterés, el rechazo… Pero contentarse con «vivir por vivir», con «un mero vivir, sin un por qué y para qué de la vida, sería una degradación de lo más humano del hombre» (Alfaro). Como ha escrito el citado Viktor Frankl, «es una prerrogativa y un privilegio del ser humano no solo buscar sentido a su vida sino incluso el hecho de preguntarse si existe tal sentido. Ningún otro animal se plantea esa cuestión».
Aunque el ritmo vertiginoso de la existencia actual no lo facilite, quizá compense pararse a pensar sobre ese argumento. La vida ganará en riqueza y profundidad, pues no se trata de una cuestión más, entre otras muchas. Es la cuestión, la que funda y a la que se refieren todas las demás, la que puede dar respuesta a la inquietud radical del ser humano. Acertar con la respuesta —y esto depende de cada cual— es hacer diana con la propia vida; convertirla en una vida lograda, pues afecta a todas las dimensiones fundamentales de la existencia (A. Llano, La vida lograda).
Etty Hillesum (1914-1943), ante el espectáculo de los arrestos y traslados a campos de concentración de judíos en Holanda, intuyendo su propio futuro, escribe en su Diario (14.6.1941): «Buscamos el sentido de la vida, preguntándonos si aún queda algún resto del mismo. Pero esto es algo que cada uno debe resolver consigo mismo y con Dios». «Creo que para demasiadas personas la vida sigue estando formada por momentos bastante desconectados, accidentales»; faltos de un relato que les otorgue significado.
En efecto, «el sentido de la vida ya no está tan claro como se suponía que tendría que estar. Nunca ha habido tanta gente que se pregunte por el propósito de la existencia, más allá de las pequeñas luchas y los placeres cotidianos. Las viejas creencias se están derrumbando y amenazan con dejarnos desnudos. Muchos son los que ya se sienten desprotegidos, sin ninguna certidumbre personal a la que aferrarse» (Theodore Zeldin, Los placeres ocultos de la vida, 2015).
Consecuencias de una vida sin sentido. Desde luego, «la cultura de masas, con su perfecta indiferencia hacia las preguntas fundamentales» (Adam Zagajevski), parece no solo haber cancelado, sino incluso haber prohibido, plantearse preguntas de ese tipo. La cultura es hoy una forma de entretenimiento, de «llenar la nada», de ahuyentar el aburrimiento, como de forma certera diagnosticó hace años Rafael Sánchez Ferlosio: «El gigantesco auge del deporte, singularmente del fútbol, procede de un estado de hastío, de nihilismo; es como la sustitución de todo designio por una expectativa recurrente, rotatoria, sin fin: lo siempre nuevo siempre igual garantizado».
La sed humana, sin embargo, no se calma fácilmente. La floreciente industria del entretenimiento, con sus mil y una ofertas, no apacigua el hastío: lo disfraza de actividad y de vértigo, llenando nuestro día de insignificancias. Es la otra cara del tedio y el bostezo. Pero la íntima desazón sigue intacta. Como ha explicado Ros Velasco en su citada monografía sobre el aburrimiento, «lo más normal es que [el aburrimiento] al final se traduzca en comportamientos disfuncionales, desadaptativos, perjudiciales para uno mismo. Casi siempre vamos al consumo de drogas, consumo de alcohol, reacciones violentas, autolesiones y toda esta ristra de comportamientos nocivos que se asocian al aburrimiento».
Si hoy, aunque ya desde hace tiempo, el aburrimiento es epidemia en las sociedades occidentales, quizá tenga que ver con el derrumbe de las creencias que nos han dejado sin anclaje, sin identidad sobre la que construir el relato de la propia biografía. ¿Tiene esto algo que ver, como apuntaba Ros Velasco, con los aumentos de enfermedades mentales, disfunciones alimentarias, comportamientos autolesivos y consumo desmadrado de psicofármacos? En tiempos en que el sentido de la vida parece no quitar el sueño a nadie, los problemas de insomnio, en cambio, se multiplican.
La ansiedad e inquietud que nos llevan a deslizarnos por el carnaval infinito y banal de las redes sociales, a la ingesta bulímica de informaciones inútiles (ese parte diario de meniscos y abductores, de compraventa de jugadores) o a cuantificar con precisión narcisista nuestros pasos, latidos o quema de calorías, son síntomas de profunda insatisfacción y de vacío. Y es que, como dice Fernando Savater, «quien teme a la nada, lo necesita todo». Y si no atisba un más allá, necesitará «prótesis de inmortalidad», llámense fama, prestigio, imagen, influjo… o simplemente llamar la atención.
Es posible que los revolucionarios sean hoy quienes tengan la capacidad de pararse a pensar y a plantar cara a tanta avalancha de fuegos de artificio virtuales, vacíos de cosas (B.-Ch. Han), sin materia ni cuerpo, y se atrevan a contemplar la realidad real (no la virtual ni la aumentada), esa realidad que nos hace reales a nosotros mismos (R. Spaemann); y tengan el coraje de preguntarse por el sentido de la propia vida. Pensar, y más ahora con la sedicente inteligencia artificial, se ha convertido en un verdadero acto subversivo. Gran parte de la industria del entretenimiento va dirigida precisamente a evitarlo; a crear zombis. Pero si «el secreto de la existencia humana consiste en saber para qué se vive» (F. Dostoievski), quizá compense pararse a pensar de vez en cuando para tratar de averiguarlo. Manuel Casado Velarde. Catedrático emérito de la Universidad de Navarra y académico correspondiente (desde 2004) de la RAE. Durante una década (2010-2020) fue investigador principal del proyecto «Discurso público» del Instituto Cultura y Sociedad (Universidad de Navarra). Socio Fundador de la Sociedad Española de Lingüística, ha impartido docencia en la Universidad de Sevilla, Universidad Autónoma de Barcelona y Universidad de La Coruña. La imagen que ilustra el texto es de Gerd Altmann/geralt y forma parte de Pixabay.
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