Hace unas semanas, en dos artículos sucesivos [I y II) aparecidos en Revista de Libros, el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado, escribía que el presente no es un futuro digno para las expectativas que de él nos habíamos creado.
Recién comenzado el nuevo año, comienza diciendo el profesor Arias, empezó a circular por la red una imagen en apariencia enigmática: sobre un fondo negro, dos líneas: «Los Angeles / November 2019». Tras la sorpresa inicial, no era difícil reconocer el primer plano de Blade Runner, la película de Ridley Scott cuya trama se desarrolla allí: en una caótica ciudad de Los Ángeles que en noviembre de 2019 se halla en perpetuo estado de oscuridad, azotada por la lluvia y adornada por una publicidad luminosa de aires orientales que refleja la fortaleza económica de Japón en 1982, momento del estreno. Se trata de una estampa apocalíptica cuya fecha se nos ha echado encima, como recordaba el fotograma que pasaba de un smartphone a otro en plena Nochevieja sin revelar su significado. ¿Se trataba de un mero recordatorio para mitómanos? ¿Estamos aún a tiempo, de aquí a noviembre, de adentrarnos en esa tiniebla futurista? ¿Acaso estamos ya en ella, aunque no lo parezca? ¿O más bien se llamaba la atención sobre el contraste entre el mundo ficcional de Blade Runner, donde no sólo hay replicantes, sino que ha dado tiempo a que éstos se rebelen contra sus creadores, y la prosaica realidad de un planeta donde todavía se publican periódicos de papel?
Recién comenzado el nuevo año, comienza diciendo el profesor Arias, empezó a circular por la red una imagen en apariencia enigmática: sobre un fondo negro, dos líneas: «Los Angeles / November 2019». Tras la sorpresa inicial, no era difícil reconocer el primer plano de Blade Runner, la película de Ridley Scott cuya trama se desarrolla allí: en una caótica ciudad de Los Ángeles que en noviembre de 2019 se halla en perpetuo estado de oscuridad, azotada por la lluvia y adornada por una publicidad luminosa de aires orientales que refleja la fortaleza económica de Japón en 1982, momento del estreno. Se trata de una estampa apocalíptica cuya fecha se nos ha echado encima, como recordaba el fotograma que pasaba de un smartphone a otro en plena Nochevieja sin revelar su significado. ¿Se trataba de un mero recordatorio para mitómanos? ¿Estamos aún a tiempo, de aquí a noviembre, de adentrarnos en esa tiniebla futurista? ¿Acaso estamos ya en ella, aunque no lo parezca? ¿O más bien se llamaba la atención sobre el contraste entre el mundo ficcional de Blade Runner, donde no sólo hay replicantes, sino que ha dado tiempo a que éstos se rebelen contra sus creadores, y la prosaica realidad de un planeta donde todavía se publican periódicos de papel?
Para no pocos aficionados a la ciencia ficción, el presente es, desde luego, decepcionante. Si ya estamos en el futuro, nada menos que a punto de terminar la segunda década del siglo XXI, ¿no debería el mundo tener otro aspecto? Es conocido que Peter Thiel, controvertido cofundador de PayPal y activista político libertario, dio expresión duradera a este sentimiento en una frase pegadiza: «Queríamos coches voladores y en su lugar tenemos 140 caracteres». Aunque en el ínterin hemos doblado el número de caracteres disponibles en Twitter, el problema subsiste; esperábamos, en líneas generales, otra cosa. Todo debería ser más limpio, más sofisticado, más extraño. La propia ciencia ficción nos ha malacostumbrado con su ocasional acierto prospectivo: si Ernst Jünger anticipó Internet y el teléfono de nuestros días en su Eumeswil, Julio Verne describió coches silenciosos y muebles de uso múltiple en París en el siglo XX, por mencionar sólo dos obras que llegan ‒o vuelven‒ ahora a nuestras librerías.
Y, sin embargo, no, el presente no es un futuro digno para nuestras expectativas. Es una sensación que lleva un tiempo instalada en la cultura; preguntado en 1986 por su visión del futuro, el escritor británico J. G. Ballard respondía lo siguiente: Me parece que lo que más debemos temer del futuro no es que algo terrible vaya a suceder, sino más bien que nada va a suceder. Que vivamos, o que nuestros hijos vivan, en un mundo aburrido, en lo que yo llamaría un mundo sin acontecimientos, un mundo donde no pasa nada. Y lo que temo es que eso nos lleve a una atrofia de la imaginación.
Añade Ballard que eso es algo que experimentó con fuerza al atravesar en coche, unos años atrás, Alemania Occidental: «Si quiere una imagen de lo que el futuro puede traer consigo, se parece a un suburbio de Düsseldorf, y eso no puede ser bueno para el espíritu humano». Ballard identifica la vida suburbial en un país ordenado con el aburrimiento y, podemos adivinar, la mediocridad estética. Y cuando habla de «un mundo en el que no pasa nada», parece estar refiriéndose al fin de la Historia: como si anticipase al Fukuyama que, como nos recordaba hace poco Jorge del Palacio, presentaba el mundo poshistórico como un lugar triste. Ballard, pues, prefigura a Fukuyama: ¡el fin de la Historia es un suburbio de Düsseldorf! Claro que Fukuyama no hacía más que seguir en esto a Alexandre Kojève, reputado intérprete de Hegel para quien el tipo humano que vive después de que la Historia haya terminado se dedica al entretenimiento banal: un género de vida que supone el retorno humano a la animalidad, entendida como renuncia del ser humano a su propia realización. Para Leo Strauss, quien se carteó con Kojève, se trata de un destino indeseable: «El estado en el cual el hombre está llamado a sentirse satisfecho es un estado en el cual las bases de la humanidad desaparecen, o en el que el hombre pierde su humanidad». En otras palabras, un presente sin expectativas de futuro sería un presente muerto: las páginas en blanco de los períodos felices en el libro hegeliano de la historia.
Ahora bien, no puede decirse que la relación de las sociedades occidentales con el presente esté caracterizada por el aburrimiento: nos produce más bien descontento o frustración. Y es conveniente subrayar la cualidad «occidental» de semejante estado de ánimo, pues, por más que con frecuencia globalicemos alegremente lo que siente la vieja Europa, las sociedades asiáticas ‒incluida Australia‒ y más de una de las latinoamericanas encuentran pocos motivos para el pesimismo. Tampoco está claro que el malestar occidental se deba a que contemplamos el presente desde el punto de vista del pasado, es decir, como un futuro que no se ha realizado satisfactoriamente. La dificultad no está detrás, sino delante: las promesas incumplidas de la modernidad nos preocupan menos que la dificultad de asomarnos al futuro con esperanza. Por momentos, parece que el futuro ha dejado de ser el depósito de la ilusión colectiva y se ha convertido en lo contrario: el lugar donde todo irá mal.
Para el ensayista Jacob Silverman, de hecho, el futuro «ha terminado». Nos hemos pasado varios siglos usándolo, pero la ideología futurista ‒religiosa por definición‒ no sobrevivirá en un mundo climáticamente alterado que el solucionismo tecnológico no conseguirá salvar. Para Silverman, los shitty futurists que recopilan imágenes distópicas de nuestro presente tienen razón: un mundo en el que hay empleados de Facebook dedicados a evitar el suicidio en vivo de los usuarios adolescentes de la plataforma, o donde unos drones dejan en tierra a cientos miles de pasajeros navideños en el aeropuerto de Gatwick, es un mundo en descomposición y no la cornucopia que nos fue prometida. Para colmo, la desestabilización antropogénica de los sistemas planetarios añade una nota agónica a la imagen del futuro: «En el Antropoceno, el apocalipsis es administrado con cada molécula de carbón quemado». Difícilmente podrá sorprendernos entonces que la filósofa Déborah Danowski y el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro hayan constatado la reaparición en nuestra época, bajo formas nuevas, de la vieja idea del fin del mundo. Este colapso civilizatorio es presentado alternativamente como acontecimiento o como proceso, pero rara vez como una mera probabilidad: estamos convencidos de que la orquesta humana ensaya ya la sinfonía para el fin de los tiempos. Ballard se equivocaba entonces; pueden pasar cosas terribles. El filósofo alemán Günther Anders podría sentirse reivindicado: fue él quien dictaminó tras las explosiones atómicas de Hiroshima y Nagasaki que «la falta de futuro ha comenzado ya». Y, ¿acaso hay algo peor que no tener futuro?
Paradójicamente, del futuro podría decirse que no existe. El porvenir, como la palabra indica, no llega nunca: siempre está por delante, como si escapase a nuestras constantes cavilaciones sobre él. ¿O sí existe? En el Leviatán, Hobbes describía así la diferencia entre los distintos momentos temporales: El presente sólo existe en la naturaleza; las cosas pasadas tienen un ser solamente en la memoria, pero las cosas por venir no tienen ser alguno; el futuro no es más que una ficción de la mente, que establece una continuidad entre las acciones del pasado y las acciones presentes.
Así que el futuro se encuentra únicamente en la imaginación, donde jamás descansa a causa de nuestra inquietud; una inquietud que para Hobbes condiciona, más que ninguna otra cosa, la existencia humana: preocupados por nuestro bienestar, dedicamos todos nuestros esfuerzos a garantizarlo. Todo indica, de hecho, que el ser humano lleva incorporado de serie un sesgo de futuro tan profundo que ni siquiera lo advertimos. Es comprensible: nadie quiere que sus mejores días hayan quedado atrás y, como dejó razonado Derek Parfit, todos preferimos haber sido picados ayer por una avispa a tener que serlo mañana, pese a que la picadura duele igual mañana de lo que nos habría dolido ayer. Y aunque el humano no es el único animal concernido por el futuro, como demuestra el almacenaje de comida que llevan a término las hormigas con admirable disciplina, sí somos los únicos que han desarrollado el concepto de «futuro»: un tiempo que no es la simple prolongación del presente y está abierto a distintos desarrollos contingentes. Y es tal nuestro deseo por anticipar la forma del tiempo futuro que quienes se dedican a especular sobre ella pueden hacer fortuna: pregunten al editor de Yuval Noah Harari.
Anticipar el futuro se ha convertido, incluso, en una ciencia. Para ello ha sido necesario que culminase el paso de una concepción estática o cíclica del tiempo a la creencia, por lo demás empíricamente constatable, en la capacidad de transformación de las sociedades. Ésta última se impone a los sentidos: salvo en el caso de las comunidades aisladas sin contacto con el exterior, no hay grupo humano que no termine cambiando. Pero es preciso que tomemos conciencia de ello para poder plantearnos el problema del futuro: sólo si estamos seguros de que las cosas han mejorado y pueden seguir mejorando, arguye Nick Monfort, podemos preguntarnos por los medios de que es necesario disponer para dar forma al porvenir con arreglo a nuestras preferencias. Este optimismo habría encontrado su culminación en las Exposiciones Universales de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, auténticas ferias temáticas sobre el futuro en las que se intercambiaban las tecnologías emergentes del mundo de ayer. Ahora bien: Monfort viene a decir, sin decirlo, que sólo pueden construirse futuros halagüeños que conduzcan a una buena sociedad, mientras que los futuros malogrados o catastróficos serían el resultado de un déficit de conciencia o cooperación. Sobrevalora así la capacidad de los seres humanos para actuar exitosamente en sociedades complejas, donde la acción puede conducir al fracaso o al desastre; al mismo tiempo, subestima la potencial diversidad de los futuros imaginados que en cada momento histórico entran en juego y en conflicto.
Es ahí donde reside la dimensión social del futuro, que el antropólogo Marc Augé ha querido enfatizar: el futuro, tanto individual como colectivo, siempre depende de otros. De ahí que, a su modo de ver, un futuro democrático aceptable sería aquel donde todos pudiéramos gestionar nuestro propio tiempo y dar sentido a nuestra existencia, creando futuros individualizados en la medida de lo posible. A este objetivo sólo podríamos aproximarnos, sostiene Augé, eliminando los factores estructurales que más obviamente provocan la infelicidad individual. Esto es: creando un espacio para el ejercicio de la libertad negativa donde cada persona pudiera, como dice la Constitución estadounidense, «perseguir su felicidad». Sin embargo, nunca podremos evitar que el futuro de cada individuo sea en medida variable un ‒digamos‒ heterofuturo condicionado por el marco social en que se desenvuelve. Naturalmente, hay diferencias: no es lo mismo vivir en la China de Xi Jinping que en la Alemania de Angela Merkel.
Se da aquí, en cualquier caso, una curiosa paradoja: cuanto menos creemos en el futuro, con mayor ahínco tratamos de desentrañarlo. Los llamados Future Studies, disciplina académica interdisciplinar que se dedica al estudio sistemático del porvenir, han sobrevivido al fin del optimismo ilustrado. ¿No lleva apenas unos años abierta en Alemania la Haus der Zukunft, «casa del futuro» que persigue influir en el porvenir mediante la reflexión colectiva y el lanzamiento de ideas de vanguardia? Jennifer Gidley ha trazado la genealogía de este campo de estudio, que tendría su origen más inmediato en el desarrollo de la futurología en la segunda posguerra mundial. Tiene sentido: enfrentados a un futuro que el Departamento de Defensa norteamericano caracterizó en 1990 como volátil, incierto, complejo y ambiguo (VUCA, por su acróstico en inglés), los esfuerzos por conocerlo de antemano se hacen más necesarios que nunca. Pregunten, si no, a las compañías de seguros, algunas de las cuales ‒Munich Re es un ejemplo‒ invierten cantidades astronómicas en sus departamentos de prospectiva. No en vano, el futuro es también el lugar del riesgo. Y lo improbable, como señalara Niklas Luhmann en un trabajo clásico, es perjudicial para la racionalidad: mejor convertirlo en una dimensión cuantificable de la vida social. Esta nueva concepción del futuro, como es obvio, tiene su trasunto cultural en la desconfianza posmoderna hacia las grandes narraciones: si no podemos creer en nada, ¿cómo vamos a creer en el futuro?
De lo que se trata, entonces, es de identificar tendencias que puedan ayudarnos a discernir los futuros posibles, para así influir sobre ellos. Según decía Nick Bostrom (director del Future of Humanity Institute de la Universidad de Oxford) a la revista australiana New Philosopher en una entrevista publicada hace dos años, el truco está en hacer un «rastreo inverso»: arrancar de los buenos futuros que desearíamos hacer realidad e identificar las acciones o desarrollos contemporáneos que podrían hacerlos realidad. No es lo que solemos hacer; la mayoría de las veces usamos el futuro para criticar aspectos indeseables de la sociedad actual o para proyectar sobre él nuestras esperanzas y miedos. Por el contrario, los Future Studies tratan de actualizar la reflexión de Luis de Molina, teólogo jesuita español del siglo XVI que arguyó provocadoramente que el futuro no estaba ni determinado del todo por Dios ni dejado a la libre disposición de los hombres, sino que existen futuros contingentes para estos últimos que Dios puede conocer. Si en el lugar de Dios situamos las estructuras sociales que no podemos hacer desaparecer por arte de ensalmo, encontramos una rendija abierta para el diseño humano del futuro. No obstante, esas estructuras no son sólo sociales, sino, en todo caso, socionaturales. De ahí que Jennifer Gidley, tras oponer un futuro «humanocéntrico» a otro «tecnotópico», subraye la necesidad de que las sociedades humanas reexaminen su relación con el tiempo, redescubriendo el vínculo multifacético que la temporalidad humana mantiene con la naturaleza y el cosmos: un vínculo que teníamos delante sin que pudiéramos verlo.
Pero, ¿cómo lograr esa reorientación de la conciencia en una era hipertecnológica y marcada por el imperativo de la innovación? Si la brecha entre el tiempo de la vida y el tiempo del mundo ya es infranqueable, como mostrase Hans Blumenberg, ¿qué sucede cuando el individuo se enfrenta a los nuevos vértigos derivados de la globalización, la simultaneidad digital o el cambio climático? Más aún: ¿cómo afecta la pérdida de futuro a una vida política que no puede entenderse sin la constante apelación al futuro? ¿De qué manera podrían operar las democracias sin la promesa recurrente de un futuro mejor?
Noviembre en Los Ángeles a la altura del año 2019, decíamos: un anuncio distópico al comienzo de Blade Runner, estrenada en 1982, que se convierte en un comentario irónico sobre la relación entre pasado, presente y futuro durante la última noche de 2018. O lo que es igual: al comienzo del año invocado por una película futurista cuyo pronóstico está lejos de haberse cumplido. Y decíamos, también, que esa imagen puede servir como emblema del agotamiento del futuro; del fin de su carrera como recurso de sentido para los contemporáneos. Aunque de nuevo la ironía haga acto de aparición: un futuro tan indeseable como el imaginado en Blade Runner no debería estimular ningún sentimiento de privación.
Sea como fuere, en la entrada anterior se ponía, asimismo, de manifiesto que una parte de las energías intelectuales de nuestro tiempo es canalizada, no obstante, hacia ese mismo futuro. Aunque cada vez depositemos en él menos esperanzas, deseamos predecirlo; hasta el punto de que existe una disciplina académica, denominada Future Studies, que se dedica a ello. No se trata de una variación del viejo oráculo que leía las entrañas de las aves, sino que traduce el esfuerzo por leer de manera «científica» el presente. Su propósito es identificar tendencias duraderas e identificar escenarios probables de futuro. Sólo así podremos ejercitarnos en la práctica del future-making, esto es, potenciar aquellas actitudes o procesos que habrían de conducir a los futuros más deseables. Naturalmente, se pone de manifiesto el viejo problema del enfoque histórico que se orienta al futuro, pues no podemos anticipar de qué manera nuestra acción presente modificará los escenarios hacia los que deseamos aproximarnos.
En todo caso: la vida política mantiene una relación de necesidad con el futuro. Es así, cuando menos, en una modernidad que ha dejado atrás la concepción cíclica del tiempo propia de la Antigüedad. Si entonces el tiempo no se encaminaba a ninguna parte, sino que quedaba encapsulado en trayectorias circulares de esplendor y corrupción, ahora no nos vale el tiempo salvo que posea dirección y, por tanto, finalidad. A eso se dedican, entre otras cosas, ideologías y partidos: a prometer buenos futuros. Separo ideologías y partidos por una sencilla razón: la temporalidad en que se mueven los partidos posee una inmediatez incompatible con las necesidades de realización de los propósitos ideológicos, que requieren de tractos históricos mucho más amplios que los de las legislaturas. Digan lo que digan los departamentos de publicidad antes de cada cita electoral.
Ahora bien: ¿qué pasa con la política cuando se queda sin futuro? Podríamos decir también: cuando se queda sin tiempo. En sus meditaciones acerca de la génesis del sentido moderno del tiempo, Hans Blumenberg ha hablado del proceso por el cual la razón humana adquiere una cualidad temporal cuando se la vincula a procesos históricos en los que puede desplegarse todo su potencial. Por eso dice que resultó útil para el concepto de razón de la Ilustración el hecho de que la razón, para desplegar toda su efectividad, precisaba del consumo de tiempo, de modo que ya no era posible separar racionalidad y experiencia histórica.
Sólo así, señala, podía explicarse que la racionalidad humana hubiese hecho tan tardío acto de aparición: la Ilustración adviene sin poder explicar por qué no ha advenido antes. Puede alegarse, para justificar ese retraso, que la Ilustración llega para corregir las aberraciones surgidas con el paso del tiempo, y que esa corrección en sí misma necesita tiempo. Pero nada de eso resuelve el conflicto que, tal como señala Bernard de Fontenelle de acuerdo con Blumenberg, se plantea entre la idea de la Ilustración y el concepto de tiempo: «Es cierto que el mundo cuesta tiempo; pero también es irrefutable que el tiempo no es favorable a la perdurabilidad de lo alcanzado por él». Resuenan aquí ecos griegos, romanos: el progreso alcanzado puede desmoronarse, pues el tiempo corrompe y destruye. Es, en definitiva, su ocupación principal.
Pues bien, se diría que nuestra época está convencida de que nos hemos embarcado en un inquietante proceso de degeneración material y moral que amenaza con arruinar los logros alcanzados ‒a pesar de los pesares‒ en el curso de la modernidad occidental. En su versión más moderada, el mundo amenaza con deslizarse por una pendiente iliberal donde los hijos vivirán peor que los padres y se verán sometidos a la tiranía del algoritmo en el marco de una regresión de las comodidades materiales; en su variante más desesperanzada, el cambio climático convertirá el planeta en un lugar progresivamente inhabitable donde ni la especie humana ni su razón podrán desenvolverse en absoluto. Esta ausencia de futuro produce efectos políticos inmediatos, que no pocos comentaristas identifican con el surgimiento del populismo. En su monografía sobre este último, Fernando Vallespín y Máriam Martínez-Bascuñán aluden a la hipótesis del sociólogo alemán Oliver Nachtwey sobre la «descivilización» de las sociedades contemporáneas. A su juicio, que el futuro ahora nos inspire temor en lugar de esperanza estaría afectando a la propia estructura psíquica del sujeto, huérfano de un futuro que le proporcionaba sentido y forzado, en lo sucesivo, a proveérselo él mismo en la más descarnado de las soledades. El descrédito del ideal de progreso suministraría así al discurso populista la poderosa arma retórica del «declinismo», declive material y moral que sólo el populista, recuperando la vieja afirmación soberana, sería capaz de revertir. Desde este punto de vista, el triunfalismo liberal que sigue a la derrota del comunismo soviético habría sido el canto del cisne del optimismo ilustrado: la Gran Recesión nos habría devuelto a la dolorosa realidad de un futuro que, de tanto ser usado, hemos terminado por malgastar.
También entre nosotros, Manuel Cruz ha visto en la pasión contemporánea por el pasado y la memoria un efecto paradójico de la privación de futuro. Tiene su sentido: quien topa con un muro al final de un callejón no tiene más remedio que mirar hacia atrás. No se trata de que el futuro no pueda depararnos sorpresas, sino que ya no podemos decidir el sentido de las mismas: se ha vuelto imposible hablar de nosotros como «sujetos de la historia», habiéndonos convertido más bien en «sujetos pacientes» de la misma. Ya no damos forma a la historia, sino que ésta ha adoptado la forma de una jaula que nos constriñe. Para Cruz, la modernidad estaría agotada por razón del incumplimiento de sus promesas; ahora que sabemos que éstas no podrán hacerse realidad, nuestra fe en la capacidad emancipadora de la acción política queda severamente menguada. Y el populista se aprovecha de ello.
Sin embargo, no está nada claro que alguna vez fuésemos realmente sujetos de la historia, capaces de dar forma a los acontecimientos conforme a nuestra voluntad. Otra cosa es que, estimulados por la confianza que exudaban las filosofías de la historia, llegásemos a creerlo. Bien mirado, que esa creencia se haya demostrado ilusoria ‒que nunca fuésemos los dueños de la historia‒ es lo que ha terminado para nosotros con el futuro. Irónicamente, esta desilusión provoca en los contemporáneos occidentales un contramovimiento demasiado brusco: no sólo dejamos de creer en la capacidad humana para dar forma a la historia, sino que descreemos por completo del progreso y nos entregamos a un melancólico declinismo compensado con una conexión wi-fi. Lo tiramos todo a la vez: el niño, el agua y la bañera. ¡O el futuro es perfecto, o no hay futuro!
Ya hemos dicho que la concepción moderna del tiempo, que surge con la Ilustración europea, rompe con la percepción del tiempo propia de los antiguos. Pasamos así de una imagen cíclica ‒y, por tanto, esencialmente inmutable‒ del tiempo, a una lineal y unidireccional; es decir, a una progresista o dirigida a un progreso. La Revolución Francesa fue decisiva para persuadir a los grandes pensadores de la época ‒Kant, Hegel, Marx‒ de que la temporalidad política moderna abría nuevas posibilidades para la materialización de las esperanzas humanas. Por su parte, el proceso de aceleración del tiempo moderno que ha descrito Reinhart Koselleck vendría a confirmar que el sujeto moderno se sitúa en unas nuevas coordenadas temporales. Tal como apunta Kimberly Hutchings, una vez consumada la ruptura con la tradición ‒y, de hecho, identificada esa tradición con la reacción contraria al progreso‒ se hizo posible convertir el modelo occidental de progreso en el modelo universal de progreso. Para las sociedades que no experimentaban similares transformaciones se reservaban adjetivos como «retrasadas», «subdesarrolladas» o «en vías de desarrollo».
Pero, como ya mostrase de forma convincente Karl Löwith a mediados del siglo pasado, la filosofía de la historia tiene truco, ya que no es sino la versión secular de la escatología cristiana. Si entendemos por filosofía de la historia la «interpretación sistemática de la historia del mundo según un principio rector, por el que se ponen en relación acontecimientos y consecuencias históricos, refiriéndolos a un sentido último», fue Voltaire el primero que habló de ella en su Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones. Se eliminó entonces la voluntad de Dios como principio rector de la historia, poniéndose en su lugar la voluntad del hombre y sus previsiones racionales: de la divina providencia pasamos entonces al humano plan. Nótese que ya perdemos desde el principio un elemento fundamental para la coherencia de la historia planificada: mientras que la voluntad de Dios es el producto de un único agente que no tiene que discutir con nadie el sentido de su decisión, la historia humanizada sobre cuya forma debe decidir nuestra razón será forzosamente el producto de una pluralidad de agentes con argumentos e impulsos contrapuestos. En otras palabras: la perfección de la providencia divina daba paso a la imperfección de la razón humana, que, no obstante, se aparecía como perfecta a ojos de los teorizadores de la emancipación a la carta.
En todo caso, la operación secularizadora aquí implicada sería evidente a ojos de Löwith, quien entiende que toda filosofía de la historia es dependiente de la teología. O lo que es igual, de una interpretación teológica de la historia como historia de la salvación. ¿Y cómo podría ser «ciencia» una interpretación de la historia que tiene como fundamento la creencia en la redención humana al final de los tiempos? Sus consecuencias también pueden interpretarse bajo una óptica religiosa: si los acontecimientos históricos sólo adquieren sentido en relación con un fin último que trasciende los sucesos fácticos, el futuro pasa a existir para nosotros en la espera y la esperanza. Paradójicamente, pues, la historia se convierte en futurología. Y cuando el plan fracasa, la espera se convierte en impaciencia, y la esperanza, en desilusión. Pero esta operación secularizadora, advierte Löwith, no puede funcionar: ¿cómo podría, si ya no se sostiene sobre la fe cristiana que articulaba la idea de la historia como camino de salvación? Esto es: «La imposibilidad de construir un sistema progresivo de la historia profana sobre la base de la fe tiene como contrapartida la imposibilidad de diseñar un plan pleno de sentido de la historia por medio de la razón». La filosofía de la historia sería entonces, o quizá más bien habría sido, una enorme maquinaria hueca: una fe de sustitución carente de los poderosos soportes de la creencia religiosa.
Pese a ello, no puede decirse que careciera de potencia. Cuando el cineasta francés Chris Marker viaja a Siberia en 1957 y se pone a rodar el material del que extraerá su formidable Carta desde Siberia, estrenada un año después, da testimonio de las monumentales obras públicas que las autoridades comunistas impulsaban por entonces en aquella remota región. Sabido es, empero, que la fuerza creadora de la razón histórica tiene su reverso siniestro: de las guerras mundiales a la destrucción ecológica, pasando por la opresión totalitaria y la violencia política. De ahí que el filósofo alemán Odo Marquard señalase que la filosofía de la historia no es la modernidad, sino que, por el contrario, la modernidad se malogra con ella. El pensador alemán formula así la aporía resultante: Si la época moderna ‒según una posible definición‒ es la neutralización de la escatología bíblica, entonces la filosofía de la historia es la venganza que la escatología neutralizada se toma contra esa neutralización.
Sucede entonces que la filosofía de la historia, como auténtica ideología del futuro, constituye el más acabado mito de la Ilustración. Y de ahí que Marquard pueda concluir melancólicamente que «el mundo debe ser cuidado frente a la filosofía de la historia». ¡Para no quedarnos sin él! Por desgracia ‒o por suerte‒, la humanidad no puede desvincularse fácilmente de la promesa de la redención. El fin del futuro es, ante todo, el fin de una esperanza. Y la sensación resultante deja su sello en la cultura: ahí tenemos al protagonista tipo de las novelas de Michel Houellebecq, ese sujeto triste que vagabundea por las ruinas del mundo posmetafísico y anhela una unidad de sentido. O, en la versión paródica que nos presenta Wall-E, esa humanidad obesa que se refugia en un mall espacial de la catástrofe climática que ha arrasado la Tierra. Ayuno de fe en la salvación ultraterrena y decepcionado con los rendimientos del plan de salvación secular, el humano occidental ‒al humano no occidental ya le llegará su hora‒ no sabe a qué agarrarse. Así que una posible lectura del populismo es ésta: palanca de emergencia para desilusionados con el futuro.
Es sintomático, en ese sentido, que la vieja filosofía de la historia haya sido reemplazada en las conciencias orientadas a la emancipación por una creencia distinta: creencia en el tiempo mesiánico capaz de producir una ruptura de carácter transformador. Podemos comprobarlo en la vigencia de Benjamin o en la recuperación que hace Giorgio Agamben de Pablo de Tarso como pensador mesiánico: frente a la continuidad tediosa del chronos, la redención por medio del kairos o tiempo de la acción. También en la última obra de William Connolly se plantea un desenlace mesiánico a la crisis ecológica cuando se alude a una posible «huelga global» contra el neoliberalismo depredador. Y la mismísima Hannah Arendt, fuera del esquema mesiánico, hace del «nacimiento» a través de la acción política una categoría central de su pensamiento. ¡Golpes de futuro!
Sobre esta base cultural ‒o, si se quiere, espiritual‒ se hace hoy política democrática. Mientras la lógica de los medios sigue enfocada hacia un futuro cada vez más inmediato, los partidos abusan de la promesa como estímulo electoral: no se conoce todavía al líder que haya renunciado a ella o matizado de manera realista su significado. Y no es de extrañar, pues por su propia naturaleza la política es una actividad que se conjuga en tiempo futuro. ¿Qué aspecto habría de tener una política del presente? Nadie lo sabe, pues no se ha ensayado sino en un solo sentido: la crítica demoledora de la situación existente a fin de que reluzca con más fuerza a su lado la oferta correspondiente. Este imperativo propagandístico, que se complace en la denigración tremendista del presente, dificulta ese entendimiento maduro del progreso humano que se ha defendido aquí en alguna ocasión: un progreso cierto, pero desigual, que resulta de los rasgos de la especie antes que de la cualidad trascendental de la historia interpretada teológicamente. Pero no parece que este ejercicio de sobriedad pueda llevarse a término: solemos preferir la seducción escatológica del fin de los tiempos. Y así nos va, podríamos concluir. Sin embargo, podría irnos mucho peor: que el presente no se parezca al futuro descrito en Blade Runner ya es, bien mirado, un logro considerable.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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