"Guernica y la historia vasca del mundo" es un reciente artículo del abogado y escritor José María Ruiz Soroa en Revista de Libros, en el que reseña varias publicaciones dadas a luz con motivo del ochenta aniversario del bombardeo de la ciudad vasca de Guernica por la aviación alemana durante la guerra civil española.
El año 2017 ha conmemorado, comienza diciendo, el octogésimo aniversario de la destrucción brutal de la villa de Gernika por los aviones alemanes (y unos pocos italianos) utilizados por la Legión Cóndor, la unidad de apoyo aéreo que el régimen hitleriano puso a disposición de los sublevados contra la República en 1936. Unidad que actuó con especial intensidad y eficacia en la campaña militar de 1937 para conquistar la zona fiel a la República que había quedado aislada en el Norte cantábrico. Las dos obras que comentamos aprovechan esa efeméride para volver a visitar los ya clásicos lugares historiográficos que suscita la matanza de Gernika: quién, cómo y por qué. Las grandes cuestiones que han atizado la controversia desde 1937 (dejando de lado la deliberada ocultación y mentira franquista hasta 1970): ¿por qué se destruyó Gernika? ¿Cómo se hizo? ¿En quién recae la responsabilidad? ¿Qué consecuencias tuvo?
Xabier Irujo está doctorado en Historia y Filosofía, imparte cursos sobre genocidio y genocidio cultural, y trabaja especialmente vinculado a la Universidad de Nevada en Reno (Estados Unidos), donde los estudios vascos gozan de especial acogida por la importancia histórica de la emigración de pastores de ese origen. Se ha ocupado reiteradamente del asunto en El Gernika de Richthofen. Un ensayo de bombardeo de terror (Gernika, Gernikako Bakearen Museoa Fundazioa, 2012) y Gernika 1937. The Market Day Massacre (Reno, University of Nevada Press, 2015), obras que repiten en lo fundamental el mismo esquema argumental y contenido que la última que comentamos, por mucho que vaya incrementando su aportación cuantitativa de datos y testimonios.
Roberto Muñoz Bolaños, también doctor en Historia Contemporánea (por la Universidad Autónoma de Madrid), es especialista en historia militar y se acerca al episodio de Gernika desde esa perspectiva específica, por mucho que intente enmarcarlo en una historia política más amplia, en concreto la de las complejas relaciones, contactos y negociaciones entre el Partido Nacionalista Vasco y los sublevados contra la República, tanto antes como durante y después del 18 de julio. Contactos en los que el protagonista fue el general Mola (el «director» de la sublevación), figura que Bolaños nos describe con acierto. Se ha publicado también una versión gráfica, con dibujos de José Pablo García, de La muerte de Guernica (Barcelona, Debate, 2017), de Paul Preston, un ensayo aparecido ya en 2012 y que no aporta novedades sobre su texto original.
Cuando Pierre Vilar presentó la primera edición del célebre libro de Herbert Rutledge Southworth sobre el bombardeo (La destrucción de Guernica. Periodismo, diplomacia, propaganda e historia, París, Ruedo Ibérico, 1975) calificó éste como «acontecimiento-símbolo»: un hecho histórico concreto, como tal susceptible de historiarse y conocerse, pero también un potentísimo símbolo superpuesto (se trata probablemente del episodio más conocido y sentimentalizado de la Guerra Civil), capaz por ello de ser trabajado como eje para muchos argumentos: el horror de la guerra moderna que supera los límites humanitarios hasta entonces implícitos en los conflictos bélicos (por lo menos los habidos entre europeos), la barbarie de unos militares sublevados y sus ayudantes nazis-fascistas, la mentira y ocultación vergonzante durante decenios, el anticipo o puesta a punto de una técnica que destruiría ciudades en la posterior guerra mundial: algo que, en definitiva, aparece como una «ruptura de civilización». Casi todos ellos, significados universales o, por lo menos, al servicio de la universalidad del valor de la dignidad humana. Como el celebérrimo cuadro.
Sin embargo, Gernika es también (y quizás es ésta su historia menos conocida) un hito importante para el mantenimiento de una narración localista y particular: la que podríamos llamar «la historia vasca del mundo»; o, mejor, la construcción del relato del País Vasco articulado en clave nacionalista. El cual gira en torno a dos ejes (como exponen magistralmente los profesores Luis Castells y Antonio Rivera en «Las víctimas. Del victimismo construido a las víctimas reales»: el primero, el de la historia como confrontación secular España-Euskadi, y el segundo, derivado de ésta, el de la consideración de los vascos como víctimas sempiternas de una opresión-destrucción sistemáticas. La Guerra Civil y el franquismo fungen así como casos paradigmáticos de la represión española sobre los vascos martirizados, y Gernika se convierte en el momento culminante de la victimización colectiva (Stefanie Schüler-Springorum así lo subraya también), en su icono perfecto para todo el mundo (un icono que la izquierda blande también en España con entusiasmo ingenuo sin darse cuenta de que sólo el nacionalismo puede usufructuarlo). Para ello, y por si la desnuda realidad no fuera bastante, la narración del hecho se dramatiza hasta lo indecible, adoptando como propios los conceptos más gruesos tomados de situaciones terribles, como la de los judíos bajo el nazismo: Gernika se convierte en un holocausto franquista, en un genocidio vasco, en un intento de solución final sobre un pueblo mártir. Y esto se acepta hoy socialmente: en abril de este año, el lehendakari Íñigo Urkullu y una delegación de jóvenes pacifistas se desplazaban a Auschwitz para hermanar simbólicamente este campo de exterminio con Gernika y plantar allí un retoño del árbol santo.
Sin olvidar que, además, esta traída constante del caso de Gernika a la memoria cumple también una función relevante para integrar (y así disculpar) el reciente terrorismo étnico etarra en un continuum de violencia de la que el vasco habría sido casi siempre el receptor inocente. En cualquier caso, para los buenos vascos, Gernika es «un pasado que no pasa», es el lieu de mémoire por excelencia.
Este paradigma de comprensión del hecho histórico estaba ya en germen en la obra del periodista que tuvo la gloria de descubrir al mundo la brutalidad del crimen perpetrado por la aviación franquista: basta hojear The Tree of Guernica. A Field Study of Modern War (Lonres, Hodder & Stoughton, 1938) para comprobar que su autor, el conservador británico George L. Steer, comulgaba con la visión nacionalista de la Guerra Civil, que describe literalmente como una lucha entre «vascos», por un lado, y «alemanes, italianos y castellanos», por otro, estos últimos empeñados en destruir a un pueblo pacífico, tradicional, campesino, con costumbres propias, autogobernado, diferente de España. Una Arcadia feliz, espontáneamente democrática y carente de luchas sociales.
Quienes se sitúan, explícitamente o no, en esta «invención» del bombardeo como caso límite de la represión de un pueblo destacan indefectiblemente la finalidad terrorista del bombardeo, rechazan cualquier posibilidad de que la villa fuera bombardeada por ser considerada (con razón o sin ella) como objetivo militar por los mandos franquistas, acentúan la crueldad sádica del plan de bombardeo y ametrallamiento, y elevan la contabilidad de los muertos a millares. Para ellos, Gernika no es comparable con otros bombardeos de la Guerra Civil, como los de Durango, Éibar, Cabra, Madrid o Barcelona, a pesar de que algunos fueron peores en número de víctimas. E, invariablemente, exigen que el Gobierno o el Estado españoles actuales reconozcan el daño causado y pidan perdón por él, «como hizo el alemán en su día». Y, de paso, que el cuadro vuelva (¿?) al lugar que lo inspiró y que sería su dueño simbólico. De esta forma, la historia como disciplina que intenta construir el relato y dar sentido a las cosas que realmente pasaron termina por subordinarse a las necesidades de construir una memoria que sea funcional para la ideología hegemónica, para la reconciliación nacional, o para la terapia política de los traumas o el mal sabor de boca dejados en la sociedad vasca por la reciente violencia.
Un ejemplo de este uso interesado del pasado: el caso del bombardeo del pueblo de Otxandio (Ochandiano) el día 22 de julio de 1936, escasos tres días después de producirse la sublevación de los militares. Permítasenos citar textualmente cómo lo relatan autores como Xabier Irujo o Paul Preston (cómo se relata en la actualidad año tras año en la prensa bilbaína cuando llega su aniversario):
Ese día 22 de julio dos Breguet Br. 19 con insignias republicanas procedentes del aeródromo de Recajo (Logroño) aparecieron sobre Otxandio, donde se estaban celebrando las fiestas patronales. Volando bajo, los pilotos atrajeron mediante gestos a un nutrido número de niños que, como había ocurrido en días anteriores, esperaban una lluvia de cuartillas o papeles. Tras practicar varias vueltas a unos 70 metros de altura, bombardearon y ametrallaron el centro urbano durante unos 25 minutos, ejecutando repetidas pasadas y lanzando todas las bombas que portaban. Según el periódico Euzkadi murieron 39 personas, de ellas 16 menores de diez años (Gernika, p. 199; en Gernika 1937. The Market Day Massacre coincide la descripción y lo califica como «the first terror bombing in the Basque Country and the first mass bombing of the war»).
Así contado, éste sería algo así como el «protobombardeo» terrorista español sobre los vascos: unos aviones pilotados por españoles, con insignias republicanas, que atacan unas fiestas patronales de un pueblo vasco, que atraen deliberadamente a los niños para ametrallarlos mejor: sadismo y brutalidad en estado puro. No hay necesidad de alemanes ni italianos, dice Irujo, puesto que ya el 22 de julio de 1936 se ponía de manifiesto una necesidad patológica por parte española de aniquilar a los mártires vascos.
La cuestión desde el punto de vista de la honestidad histórica es si puede lícitamente relatarse el hecho de esa escueta forma, omitiendo del relato la parte siguiente: que habiéndose mantenido fieles a la República las fuerzas militares y policiales de Bilbao, ya el día 20 de julio salió de esta capital una potente columna mandada por el teniente coronel Vidal Munárriz y compuesta por una compañía del Batallón de Montaña «Garellano» y por guardias civiles, guardias de asalto, carabineros, miñones y milicianos, con la intención de atacar y ocupar Vitoria, que estaba en manos de los sublevados. Descubierta casualmente por un avión de reconocimiento a la altura de Villareal de Álava (a veinte kilómetros de Vitoria), la columna fue hostigada desde el aire y, desmoralizada por ello, se replegó a Otxandio, donde se instaló con sus camiones el día 21 entre las casas del pueblo. Al día siguiente, fue atacada por los dos Breguet de Logroño (uno de los hermanos Salas Larrazábal pilotaba uno), resultando muertos tanto personal civil como militar.
Si citamos este caso, no es tanto por discutir si ese bombardeo fue o no justificado a la luz de lo ocurrido (juzgue el lector por sí mismo), sino por una cuestión puramente historiográfica: la de si puede relatarse lo sucedido omitiendo cualquier mención a la existencia y presencia de la columna de militares en aquel punto y en aquel momento. Si eso puede hacerse (y efectivamente se hace), estamos situados probablemente extramuros de la historia como disciplina científica, y hemos pasado con aplauso general al territorio de la llamada memoria.
El libro de Irujo, como los suyos anteriores sobre el asunto, aunque exhaustivo, resulta un tanto barroco y argumentativo. Barroco por lo recargado de las referencias documentales (que, además, se mezclan sin un criterio de valoración suficiente), por un texto que repite demasiado una y otra vez sus puntos fuertes y por un exceso de detalles triviales o puramente personales (más propios de una «microhistoria» que de un texto global). Es argumentativo porque combate cualquier opinión o interpretación que se aparte de la suya, atribuyéndola directamente al «negacionismo franquista» o al «reduccionismo neofranquista». Pelea de continuo con Jesús María Salas Larrazábal, Ricardo de la Cierva o Vicente Talón, olvidando que muchos y buenos historiadores (españoles, británicos y alemanes) han escrito sobre el tema desde 1980 en adelante sin contaminación franquista visible. Es notable que pase de lado sin citarlo para nada a un historiador vasco como Imanol Villa y su equilibrada obra Gernika. El bombardeo, publicada en 2008 y apadrinada por entidades tan respetables como el Ayuntamiento de Gernika-Luno, la Fundación Museo de la Paz de Gernika, el Centro de Gernika de Documentación del Bombardeo y la Fundación Sabino Arana. Claro que a éste no habría podido calificarlo de neorrevisionista.
Pero vayamos a lo más llamativo: Xabier de Irujo propone una hipótesis interpretativa del bombardeo que se centra en la ambición y el medro personal de Hermann Göring, el factótum del armamento aéreo en la Alemania nazi y, por ello, controlador último de la Legión Cóndor desplazada a la guerra civil hispana. Su tesis es sencilla y sorprendente: el mando aéreo alemán procuró organizar el bombardeo de Gernika el 19 de abril, lunes, un día antes del cumpleaños de Hitler. ¿Por qué? Para que Göring pudiera ofrecérselo como una especie de macabra tarta de cumpleaños y así ganara puntos en la lucha por el poder dentro del régimen. Pero no pudo ser. En su obra de 2012, dice Irujo que desconoce todavía las razones por las que se suspendió el bombardeo del día 19 (páginas 17 y 73 de El Gernika de Richthofen), pero en 2017 ya las sabe: el 19 de abril, un temporal de lluvia impidió el bombardeo (páginas 78 y 81 de Gernika). En cualquier caso, el bombardeo se aplazó al lunes siguiente, el día 26, día en que efectivamente se llevó a cabo por la aviación alemana e italiana.
Irujo no aporta absolutamente ninguna prueba o indicio de este cuando menos importante descubrimiento que afirma, y que convertiría el bombardeo, de ser cierto, en una cuestión interna alemana. Más aún: ni siquiera desarrolla o presta atención a su propia hipótesis en el grueso de su libro, precisamente porque, de ser tomada en serio, dejaría sin sentido alguno a la discusión sobre el «quién» y el «porqué» a que dedica tan largo texto. En efecto, parece difícil argüir simultáneamente que fue Franco quien tomó la decisión de bombardear Gernika como parte de su campaña militar terrorista para sojuzgar a los vascos (p. 93) y que fue Göring quien lo había decidido ya una semana antes por mor del cumpleaños de su Führer. Lo de haber elegido un lunes (el famoso lunes de mercado guerniqués) no puede ser a la vez fruto de que la onomástica de Hitler cayera en martes en 1937 y de que ese día había mucha gente para matar. En fin, si fue Göring quien tomó la decisión del día 19, huelga cualquier discusión acerca de si la villa foral era o no un objetivo militar precisamente el 26, debido a que el frente se había venido abajo el 25 y los batallones vascos se retiraban desde Markina y Lekeitio y quizá podían ser copados destruyendo Gernika.
No seguimos con el argumento, porque el mismo Irujo, con escaso rigor, lo abandona no bien presentado: la hipótesis de Göring no sólo carece de soporte empírico alguno sino que, de ser cierta, condenaría a la papelera a casi toda la historiografía seria de estos últimos años, incluida la alemana especialista en el campo militar, como la de Klaus Maier, Hans-Henning Abendroth y Walther Bernecker, que nunca la han insinuado siquiera.
El libro de Muñoz Bolaños es, en comparación con el anterior, de una marcada sobriedad y concisión, tanto en sus argumentos y citas de corroboración como en su exposición, notablemente sistemática y bien ordenada, además de cimentada en una competencia específica como historiador militar. Lástima, sin embargo, por dos detalles: el primero, ese afán publicitario de los editores de colmar las portadas y contraportadas de sus libros con rutilantes promesas de contener «una nueva historia» con «las claves que nunca se han contado». Nada más incierto. Pero, antes de comentarlo, vaya por delante nuestro segundo reparo, más serio, específicamente al primer párrafo del libro, ese que dice que «desde el 14 de abril de 1931, determinados grupos políticos y de la élite militar tomaron la decisión de enfrentarse violentamente contra el proyecto revolucionario que representaba la Segunda República» (p. 23). Por mucho que en nota al pie se matice ese calificativo de «revolucionario», nos parece especialmente desacertado haber elegido esa expresión cuando, como es el caso, la sublevación militar pretendió legitimarse en la existencia de una revolución comunista en marcha, algo que no era cierto (más bien fue el alzamiento militar el que desencadenó varios procesos revolucionarios). Si algo era el proyecto republicano, era reformista, radicalmente reformista si se quiere, pero nunca fue revolucionario en el sentido de ese término en el debate sobre las causas de la guerra.
En cuanto a las «nuevas claves» de comprensión del bombardeo, la hipótesis de Muñoz Bolaños es la de que la destrucción de la villa foral se enmarca en un proceso político más amplio que el meramente militar de la campaña del norte. Ese proceso es el de las relaciones complejas y pendulares que mantuvo el PNV con los militares sublevados (sobre todo con el «director» Mola) y con sus sostenedores civiles, a los que le acercaba un común sentimiento religioso y social, pero de quienes su centralismo españolista les espantaba. Relaciones que hoy todo el mundo prefiere púdicamente ignorar, como en su momento prefirió ignorarlas el Gobierno de la República (en aquel caso con probable buen juicio, ya que había una guerra, hoy sólo por corrección política). Pero lo cierto es que, como relata Muñoz Bolaños, el nacionalismo vasco mayoritario optó en julio de 1936 por la legitimidad republicana, pero con reservas, puesto que siempre mantuvo abierta la posibilidad de negociar una salida unilateral del País Vasco de la guerra (aunque fuera como «protectorado» británico), y finalmente se rindió a los italianos cuando su solar patrio estaba ya sojuzgado. Luchaban por lo que luchaban y nunca dejaron de hablar con los sublevados al tiempo que blandían las armas. Era lógico, y Azaña deja buena cuenta en sus cuadernos de que nadie en Valencia se llamaba a engaño sobre el asunto.
Ahora bien, siendo como es muy interesante este ángulo particular de la guerra del norte, lo cierto es que el análisis que realiza Muñoz Bolaños no proporciona ninguna clave interpretativa para dar un nuevo sentido o arrojar nueva luz sobre el bombardeo de Gernika. El ataque no parece haber tenido ninguna relación particular con los contactos entre Bilbao y Salamanca que fueron sucediéndose (vía Biarritz o Roma), ni fue consecuencia de un impasse o de un órdago en esos contactos. No fue una salida de tono del furioso general Mola ante la lentitud de su avance por los valles vascos (provocado esencialmente por la escasez de tropas de que disponía), ni una amenaza directa del tipo «lo que haremos con Bilbao si no os rendís», porque, de hecho, no lo hicieron ni pudieron hacerlo (los alemanes se rieron de Mola cuando éste quiso arrasar la industria bilbaína).
Por ello, afirmar como primera conclusión del libro que la causa directa del bombardeo de Gernika lo fue la imposibilidad de llegar a un acuerdo entre el gobierno de Franco y el del lehendakari Aguirre (p. 230) resulta a la vez obvio e inconcluyente: claro que Gernika fue destruida porque hubo una guerra (como Durango, Markina, Otxandio o Éibar), y que, si Aguirre y Franco hubieran hecho las paces antes, no se hubiera bombardeado, pero tal afirmación no aclara nada específico sobre las causas directas de ese particular ataque y de su salvajismo.
Superada la etapa negacionista del franquismo, así como la posterior neofranquista de atribuir el bombardeo a una iniciativa autónoma de los alemanes que se habría ocultado al mando español, parece hoy claro (por lo menos desde la obra de Gordon Thomas y Max Morgan-Witts, The Day Guernica Died, Londres, Hodder & Stoughton, 1975) que hubo dos actores principales en el proceso de toma de decisión del ataque: el coronel Juan Vigón, jefe del Estado Mayor de las Brigadas de Navarra, y el teniente coronel Wolfram Freiherr von Richthofen, jefe del Estado Mayor de la Legión Cóndor en el frente norte, ambos en contacto diario y mañanero a los efectos de determinar los objetivos de cada día para la aviación en función de los movimientos previstos de las tropas terrestres. En orden ascendente, por encima están los generales españoles Mola y Franco, y el alemán Sperrle, responsables directos también de lo que hacían los aviones y de cómo lo hacían, porque lo conocían y lo aprobaban, incluyendo el operar «sin tener en consideración a la población civil afectada» (Orden de colaboración Tierra/Aire de 29 de marzo 1937).
Que Franco fuera pleno responsable militar de los bombardeos de los aviones alemanes e italianos no implica que fuera él personalmente quien ordenara el de Gernika, autoría personal que defiende Irujo, pero con argumentos muy endebles y, desde luego, sin corroboración empírica o documental alguna. Afirmar que cualquier bombardeo de un centro urbano (incluido un pueblo cercano al frente) exigía el permiso personal de Franco no parece realista ni congruente con la lógica de la conducción organizada de la guerra, a la que sometería a un centralismo asfixiante al exigir que cualquier orden diaria de operaciones en el frente fuera comprobada y aprobada por el Cuartel General de Salamanca. Muy improbable.
En el fondo, nos topamos aquí con una de esas cuestiones que, más que a la historia, parecen pertenecer a la construcción de una memoria presente bien engrasada. Pues siendo evidente, como lo es, la responsabilidad moral y militar de Franco, ¿por qué tanto empeño en atribuirle también la autoría directa de la orden? ¿Qué añadiría esa autoría a su responsabilidad? ¿Una maldad específica? ¿Permitiría una asociación simple de términos entre Franco y Gernika? Es difícil responder, pero lo cierto es que late en muchos nacionalistas la idea de que la verdad sobre Gernika no estará bien establecida sino el día que aparezca el papel firmado por el caudillo ordenando que se destruyera la villa.
Vigón y Richthofen conferenciaron dos veces muy temprano en la mañana del día 26 de abril. Contamos con la ventaja histórica del diario privado que el militar alemán, bastante engreído, mantenía en secreto y en el que parece recoger sus verdaderos pensamientos. El frente se había derrumbado el día anterior y los batallones vascos o republicanos se replegaban desde la línea Lekeitio-Markina-Durango hacia las defensas más a retaguardia, alrededor del «cinturón de hierro» construido en torno a Bilbao. Y Gernika estaba en la línea de repliegue de parte de esos batallones.
Para unos, vale lo que cuenta Richthofen en su diario privado como motivación del bombardeo: que es la brillante estrategia de cerrar el camino de repliegue a los batallones de la parte norte del dispositivo republicano, poniendo un obstáculo insalvable en su senda de retirada. Las ruinas de Gernika obstruirán el camino y, así, las tropas podrán ser embolsadas o copadas por las brigadas navarras, siempre que, claro está, éstas avancen rápidamente para ejecutar la maniobra de copo. Lo que, según Richthofen, no hicieron, para su desesperación y desprecio, prefiriendo avanzar lentamente por otro eje distinto de progresión. La destrucción, finalmente, no sirvió para nada útil desde el punto de vista táctico, porque los españoles, «como siempre», fueron lentos y perezosos y no estuvieron a la altura de la Blitzkrieg diseñada por el germano.
En esta versión, Gernika no era un objetivo militar en abstracto días antes del bombardeo (a pesar de que en ella había alguna fábrica de armas y explosivos), pero se convirtió en objetivo militar el día 25 de abril, en el momento en que colapsó el frente e iniciaron su repliegue los batallones vascos, por ser un nudo de comunicaciones en las líneas de retirada (la versión estándar de muchos, como Javier Tussell, Imanol Villa o Klaus Maier). Aunque es importante señalar que lo que Richthofen realmente ejecutó como método para obstruir el camino fue nada menos que la destrucción total del caserío para que fueran sus escombros los que embotellaran la carretera. La paradoja fue que el único puente que cruza la carretera quedó intacto. Eso explica la brutalidad del bombardeo, que se valió de una técnica de «alfombra» mediante el vuelo en formación de escuadrilla de los JU-52, que descargan primero bombas de doscientos cincuenta kilos para reventar las casas de tres pisos y derribar sus muros (los aviadores italianos habían constatado en Durango que las de cien kilos las desventraban en sus pisos superiores, pero no las derribaban) y luego de pequeñas bombas incendiarias para provocar un fuego devastador de las fachadas y los restos. Lo que no explica, sin embargo, es el ensañamiento llevado a cabo por los cazas Me-109, He-51 y Fiat al ametrallar a todo el personal que bullía espantado o intentaba escapar del centro.
Esta versión es la que acepta también Muñoz Bolaños en su equilibrado tratamiento del asunto, aun cuando señala que, junto a la finalidad estratégica del copo, concurrieron adicionalmente fines puramente terroristas y de experimentación de nuevas técnicas de bombardeo.
Irujo defiende denodadamente la tesis de que se trató solamente de un bombardeo de terror y de un experimento de guerra, y rechaza la posibilidad de que Gernika pudiera servir como camino de retirada a las tropas que se replegaban. En su opinión, la villa foral fue elegida para un experimento de terror por varias razones: por encontrarse intacta en aquel momento, lo que permitía observar los efectos del bombardeo de manera científica; por estar densamente poblada aquel día (el asunto del mercado de los lunes), mientras que Durango y Éibar estaban –según él– prácticamente desiertas cuando les tocó el turno, y porque era «el blanco óptimo para desmoralizar a la población vasca y sus milicias». En esta tesis, aunque sin sus argumentos, coincide Walther Bernecker, profesor de la Universidad de Erlangen-Núremberg («Gernika y Alemania: debates historiográficos», Historia Contemporánea, núm. 35 (2007), pp. 507-527). Para Irujo, toda la documentación que se conserva del diario privado de Richthofen o del mando de la Aviazione Legionaria de Soria que hacen referencia al sentido estratégico del bombardeo son puras falsificaciones de autojustificación, aunque sus pretendidas pruebas de tal falsificación son inconsistentes.
La versión del bombardeo del terror para desmoralizar a la población y a las milicias también tiene, a nuestro juicio, dificultades. Resulta un tanto extraño leer el argumento de que Durango estaba desierto cuando fue destruido por los italianos el 31 de marzo, dado que se identificaron como mínimo 336 muertos, más que los que generalmente se admiten para Gernika (en torno a doscientos). La cuestión de si en Gernika se hallaban seis mil o doce mil personas aquel día es altamente controvertida entre los autores, por lo que la densa población no sirve como argumento para su elección como blanco. Y, más en general, dar por sentado que el carácter «sagrado» de Gernika para los vascos haría que su destrucción tuviera un fuerte impacto en la sociedad vasca tal como para desmoralizarla es un argumento que parte de la consabida sinécdoque: la de dar por supuesto que todos los vascos y todos los batallones eran nacionalistas, cuando lo cierto es que más de la mitad de la población y de sus milicias no daban seguramente especial valor a la villa foral, si es que habían oído hablar de su particular sentido histórico.
Por otra parte, parece que habría que distinguir entre la moral de la población bilbaína, que era muy baja ya antes de Gernika (señala Julián Zugazagoitia en su Guerra y vicisitudes de los españoles que el clima derrotista en Bilbao era generalizado, exactamente el opuesto al de Madrid en el otoño anterior), y que no parece que la moral de los combatientes en el frente sufriera ningún desplome después del bombardeo. Por el contrario, Antony Beevor señala que, en el mes de mayo de 1936, «el progreso de los nacionales se volvió más lento porque los vascos y sus aliados luchaban ahora con mayor eficacia y parecían menos afectados por los ataques aéreos» (La Guerra Civil española, Barcelona, Crítica, 2005)6. Y es que, como se comprobó en la Segunda Guerra Mundial, los bombardeos aéreos sobre poblaciones civiles no desmoralizaban a éstas (Londres, Hamburgo, Berlín), salvo que previamente se hubiera ya perdido la esperanza de victoria (Dresde).
En cuanto al aspecto «experimental» del bombardeo, que tiende a verlo como un ensayo de sofisticadas técnicas de destrucción puestas en juego en el siguiente conflicto europeo, parece que existe una gran exageración en cuanto a su importancia. El hecho de que los JU-52 bombardeasen en formación de escuadrilla de tres en fondo y de que empleasen una mezcla de bombas explosivas e incendiarias sí puede considerarse como parte de unos ensayos progresivos de los alemanes acerca de cómo destruir totalmente casas del tipo europeo. El punto a investigar era el de la mezcla más adecuada de tipos y tamaños de bombas para destruir por completo edificaciones con muros de piedra y varios pisos, como las más comunes en la Europa verde. Los experimentos de Córdoba en el invierno de 1936 (Bujalance, Montoro, El Carpio) no fueron concluyentes, porque el tipo de casa era muy débil. El País Vasco (Durango, Éibar, Gernika) proporcionaba un escenario más adecuado y Richthofen lo explotó a fondo, modificando en cada caso el tamaño y mezcla de bombas para conseguir una destrucción material superior. Una ventaja adicional para la experimentación venía dada por el hecho de que se trataba de pueblos que se conquistaban pocos días después de su bombardeo, de manera que la observación de los efectos de éste podían hacerla los técnicos en directo y rápidamente. Pero el ametrallamiento a muy baja altura de los supervivientes por los cazas de cobertura fue pura crueldad, ensañamiento y castigo, y nada innovador desde luego.
Probablemente tiene razón Imanol Villa cuando escribe, al hablar del «porqué», que el error está en formular la pregunta esperando una respuesta que deje nítidas y claras las razones de lo sucedido, que lo convierta en un suceso perfectamente racional visto a posteriori. La contingencia tiene sus caprichos y, probablemente, en el caso de Gernika, confluyeron aquel día varios y diversos factores: una situación estratégica concreta, un militar deseoso de sobresalir y demostrar que su fuerza era la decisiva, el desprecio total por las vidas de los civiles, la crueldad y el deseo de castigar a unos defensores republicanos coriáceos. En pocas palabras, la guerra y, además, civil. Después vino Picasso y proyectó al mundo su asombro espantado. Y seguimos discutiendo porque al final es el asombro ante lo que hay o lo que hubo lo que nos motiva a pensar.
La del número de aviones empleados por alemanes (unos cuarenta) e italianos (trece), los aeródromos de partida usados (Burgos, Soria y Vitoria), así como el peso (entre treinta o cuarenta toneladas) y tipo de bombas arrojadas (unas cien explosivas y casi cuatro mil pequeñas incendiarias), coincide hoy en general, sin variantes significativas entre autores. Igual que coincide el porcentaje de edificios destruidos totalmente por las explosiones y el incendio, alrededor del 75%. Curiosa y sarcásticamente, sólo quedaron intactos los objetivos más claramente militares (las fábricas y el puente) o más señaladamente simbólicos (la Casa de Juntas y el árbol).
La historiografía se ha cebado, sobre todo, en la discusión sobre el número de las víctimas, con cifras absolutamente dispares que van desde los «menos de una docena» (Ricardo de la Cierva) hasta los 1.645 muertos y 889 heridos que proclamó con sorprendente exactitud el lehendakari Aguirre el 11 de junio de 1937 (sorprendente, porque parece denotar la existencia de listas detalladas de víctimas que, sin embargo, nunca se han encontrado). Desde luego, el régimen franquista hizo todo lo posible por borrar cualquier rastro documental de sepelios o defunciones, con desaparición de registros y documentación, lo que deja muy abierta la cuestión. En las obras que reseñamos encontrará el lector una amplia exposición de argumentos sobre el asunto, que renunciamos a detallar. Baste decir que Irujo defiende la bondad de las cifras facilitadas en un primer momento por las autoridades vascas y aporta un amplio catálogo de declaraciones más o menos impresionistas de testigos directos de la matanza, que cree que deben aceptarse mientras no se demuestre otra cosa. Por su parte, Muñoz Bolados expone sistemáticamente las diferentes cuantificaciones que desde 1937 hasta hoy se han utilizado y las analiza críticamente para concluir en una cifra en torno a los doscientos muertos, que es la que proponen también los historiadores locales Txato Echániz y Vicente del Palacio, del Gernikazarra Historia Taldea, que han llevado a cabo desde hace años un proceso cuidadoso de identificación y cuantificación (han identificado a 157 víctimas a día de hoy, la última en 2017, hace pocos meses).
Nos resulta más convincente la tesis común y más generalizada de Muñoz Bolaños por una serie de razones. En primer lugar, porque un hipotético porcentaje de víctimas superior al 10% de la población existente (incluyendo población estable, refugiados, soldados acantonados y visitantes del mercado), que es a lo que llega Irujo, no parece congruente con los porcentajes de víctimas en bombardeos de saturación de la Segunda Guerra Mundial, que llegan al 4% en los casos más terribles (Hamburgo y Dresde). En segundo lugar, porque se ha identificado a día de hoy a los habitantes de Gernika muertos, en torno al centenar, lo que obligaría a pensar que la gran cantidad hasta los mil seiscientos restantes eran foráneos que se encontraban allí circunstancialmente, distribución que entrañaría una selección ilógica y desproporcionada. Si los habitantes de Gernika eran unos seis mil y murieron cien, ¿por qué de los otros seis mil transeúntes habrían muerto mil quinientos? Y, por último, porque no queda claro dónde estarían los cadáveres, excluida como está la existencia de fosas comunes. Gernika se reconstruyó sobre una capa de más de un metro de escombros apelmazados, eso es cierto, pero afirmar que entre ellos se mezclan los restos físicos de más de mil seres humanos no parece de recibo, por estremecedor que resulte. Aunque en este asunto, hay que decirlo, todo estremece al observador. El espanto que no cesa. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
1 comentario:
Muy interesante ...
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