viernes, 17 de enero de 2025

De las entradas del blog de hoy viernes, 17 de enero de 2025

 






Hola, buenos días de nuevo y feliz viernes, 17 de enero de 2025. ¿Es Elon Musk el mayor villano de la historia, se dice en la primera de las entradas del blog de hoy, o el mayor cuñado (que se ha comprado una barra de bar por 44.000 millones para gritar “pásame el cubata” y soltar barbaridades)? En la segunda, un archivo del blog de noviembre de 2016, se hablaba de la complejidad de las democracias y de que eran regímenes únicamente posible en sociedades ricas. El poema del  día, por su parte, comienza hoy con estos versos: "¡Y que ahora tenga que dejarte/para emprender otro camino!". Y la cuarta, como siempre, son las viñetas de humor. Pero ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Nos vemos mañana si la Fortuna lo permite. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos míos.










De Trump, Musk y las amenazas de cuñado

 






¿Es Elon Musk el mayor villano de la historia (por primera vez, el hombre más rico del planeta controla la tecnología más avanzada, el Gobierno más poderoso y la plaza pública más influyente del mundo) o el mayor cuñado (que se ha comprado una barra de bar por 44.000 millones para gritar “pásame el cubata” y soltar barbaridades)?, escribe en El País [Ciudadano Musk, 14/01/2025] el politólogo Víctor Lapuente.

Podemos temer lo peor. De hecho, es más lucrativo ser agoreros. Conseguiremos más clics —esos que criticamos tanto cuando son de los otros— si pronosticamos el fin de la democracia con la vuelta de Trump. Nadie hizo caso a Obama cuando quiso tranquilizar al staff de la Casa Blanca tras la primera victoria del republicano en 2016 diciendo que no era el apocalipsis. Todos corrimos a creer los pronósticos más aterradores.

Quizás EE UU intente anexionarse Canadá porque Trump, en una rueda de prensa, dijo que usaría la “fuerza económica” para absorber a la nación vecina. O invada el canal de Panamá y Groenlandia —frente a una Dinamarca cuyo único ejército conocido son los soldados de Lego—. O llame golfo de América al golfo de México —cuando quien debe renombrarse como Golfo de América es el propio Trump—.

Son amenazas de cuñado. No hay persona en la Tierra con más trecho del dicho al hecho que Trump. Ya, pero ¿y Musk? ¿No está alentando con sus vergonzosas acusaciones al primer ministro británico de ser cómplice de violaciones de niñas y su vergonzante apoyo a la ultraderecha alemana un movimiento reaccionario internacional, como acertadamente señaló Macron?

Sin duda. Y Europa tiene que movilizarse para evitar injerencias externas en su política, vengan del Kremlin o de un podcast de bros. Pero, para evitar la contaminación de ideas tóxicas de ultraderecha, no podemos caer en la misma trampa mental que ellos. Es decir, asumir que hay una gigantesca conspiración tecnológica contra la democracia liberal. El populismo reaccionario ha medrado precisamente denunciando el supuesto sesgo progresista de todas las redes sociales, como (el antiguo) Twitter, Instagram o Facebook. Las Big Tech eran acusadas de “totalitarismo” izquierdista y hace unos meses, Trump amenazó, por escrito, a Zuckerberg con enviarle a prisión de por vida.

Europa debe ser más inteligente. Tenemos la mejor regulación del mundo contra la desinformación. Y, si una red (X) tergiversa, nos pasamos a otra (Bluesky). Para defender la democracia, nada mejor que votar con el dedo. No veo a Musk en el futuro como líder de una Spectra global, sino como Ciudadano Kane, un multimillonario derrotado por su propio ego.










[ARCHIVO DEL BLOG] La complejidad de las democracias. Publicado el 24/11/2016











Dicen algunos, no sé muy bien si de buena o mala fe, que la democracia es un régimen únicamente posible en sociedades ricas. Me parece una opinión simplista, pero desde luego reconozco que no es un régimen barato. Pagar un sueldo a quienes nos representan, mantener instituciones varias y plurales, convocar y celebrar elecciones periódicamente... Todo eso es caro, sin duda. Y su mantenimiento sale del bolsillo de los ciudadanos. Y encima hay que mantener jefaturas de estado meramente simbólicas, presidentes de gobierno que casi rozan la imbecilidad, ministros incompetentes, políticos venales, jueces comprados, partidos corruptos... 
Tuve un compañero de trabajo, por lo demás una buenísima persona, que decía sin asomo alguno de ironía que lo mejor era un régimen en el que solo uno decidiera lo que es bueno y malo, pertinente o inconveniente, que pensara por nosotros. En fin, uno donde solo cuente la voluntad del líder carismático. Un líder -como decían los apologistas del Caudillo-, cuya luz no se apagaba nunca en su dormitorio, siempre en vela, cuidando de nosotros... Yo, evidentemente, me quedo con la democracia, por imperfecta que sea y por cara que nos resulte.
Las democracias son regímenes complejos, dice el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política en la Universidad del País Vasco, profesor invitado en la Universidad de Georgetown y autor de un libro, La política en tiempos de indignación, que ya he comentado en el blog, con anterioridad.
Nuestros sistemas políticos son impotentes ante quienes ofrecen una simplificación tranquilizadora, afirma también Innerarity en un reciente artículo en El País, afirmando que hay que promover una cultura en la que los planteamientos matizados no sean castigados sistemáticamente con la desatención o el desprecio.
Las democracias son regímenes de escasa previsibilidad, dice al comienzo del mismo. Que pueda suceder lo inverosímil es algo posibilitado por la lógica de un sistema abierto aunque lo paguemos con una vulnerabilidad en ocasiones inquietante. Cuando los estadounidenses eligieron como presidente a George Bush algunos lo saludaron como la posibilidad de que una persona normal llegara hasta allí (alguien que había tenido dificultades con el alcohol y se atragantaba comiendo galletas) y ahora podemos asegurar que la democracia es un sistema tan abierto que puede llegar a ser presidente incluso alguien muy por debajo de lo normal.
Más allá de esta indeterminación, añade, de nuestros sistemas políticos, ¿qué está pasando para que los populistas (si quienes han declarado este término como políticamente incorrecto me permiten utilizarlo) parezcan disfrutar de tantas ventajas competitivas?
Mi hipótesis, sigue diciendo el profesor Innerarity, es que nuestros sistemas políticos no están siendo capaces de gestionar la creciente complejidad del mundo y son impotentes ante quienes ofrecen una simplificación tranquilizadora, aunque sea al precio de una grosera falsificación de la realidad y no representen más que un alivio pasajero. Quien hable hoy de límites, responsabilidad, intereses compartidos, tiene todas las de perder frente a quien establezca unas demarcaciones rotundas entre nosotros y ellos, o entre las élites y el pueblo, de manera que la responsabilidad y la inocencia se localicen de un modo tranquilizador. Poco importa que muchos candidatos propongan soluciones ineficaces para problemas mal identificados, con tal de que ambas cosas —problemas y soluciones— tengan la nitidez de un muro o sean tan gratificantes como saberse parte de un nosotros incuestionable.
Las recientes elecciones en Estados Unidos, continúa diciendo, han sido la apoteosis de algo que se venía observando desde hace algún tiempo en muchas democracias del mundo: más que elegir, se des-elige; hay mucho más rechazo que proyecto. Estos comportamientos del “soberano negativo” manifiestan una profunda desesperación: no se vota para solucionar sino para expresar un malestar. Y, en lógica correspondencia, son elegidos quienes prefieren encabezar las protestas contra los problemas que ponerse a trabajar por arreglarlos. Por eso la competencia o incompetencia de los candidatos es un argumento tan débil. Lo decisivo es representar el malestar mejor que otros.
Por supuesto que no basta con estar indignados para tener razón, dice más adelante, ni los llamados “perdedores de la globalización” (o quienes así se llaman sin serlo o sin serlo en exclusiva) tienen una mayor clarividencia acerca de lo que nos conviene; la cólera, tantas veces justificada, no nos exime de hacer análisis correctos y proponer soluciones eficaces. La extrema derecha no es la que está en mejores condiciones de hacer frente a los desarreglos de la globalización sino la que ha ofrecido el relato más verosímil para una buena parte de los enfurecidos. Otra parte ha ido a buscar esa explicación simple en el extremo opuesto, en políticos como Iglesias, Grillo o Mélenchon, a quienes el hecho de compartir la misma lógica que sus siniestros oponentes no parece inquietarles demasiado. No tienen la misma ideología, por supuesto, pero sí la misma lógica simplificadora.
Se equivoca, añade, quien juzga este incremento de los extremismos a partir del precedente de los movimientos antidemocráticos que dieron lugar a los totalitarismos del siglo pasado. A diferencia de aquellos, estos utilizan un lenguaje democrático. Lo que ocurre es que tienen una idea simplista de la democracia y absolutizan una de sus dimensiones. Por eso no haremos frente a esta amenaza mientras no ganemos una batalla conceptual que haga inteligible y atractiva la idea de una democracia compleja. La democracia es un conjunto de valores y procedimientos que hay que saber orquestar y equilibrar (participación ciudadana, elecciones libres, juicio de los expertos, soberanía nacional, protección de las minorías, primacía del derecho, deliberación, representación…). Los nuevos populismos tienen una retórica democrática porque toman uno solo de ellos y lo absolutizan, desconsiderando todos los demás. Se degrada la democracia cuando se absolutiza el momento plebiscitario o cuando entendemos la democracia como soberanía nacional impermeable a cualquier obligación más allá de nuestras fronteras. Si los populismos resultan tan aceptables para sectores cada vez más amplios de la población no es porque haya cada vez más fascistas entre nosotros, sino porque hay más gente que se deja convencer de que la democracia es solo eso. Por esta razón, a tales amenazas en nombre de la democracia, a su mutilación simplista, solo se les hace frente con otro concepto de democracia, más completo, más complejo.
Lo primero que nos enseña un concepto complejo de democracia, enfatiza, es que la democracia es un proceso. Una democracia de calidad es más compleja que la aclamación plebiscitaria; en ella debe haber espacio para el rechazo y la protesta, por supuesto, pero también para la transformación y la construcción; el tiempo dedicado a la deliberación es mayor que el que empleamos en decidir. No se toman las mejores decisiones cuando se decide sin buena información (como el Brexit) o con un debate presidido por la falta de respeto hacia la realidad (como Trump). Tampoco hay una alta intensidad democrática cuando la ciudadanía tiene una actitud que es más propia del consumidor pasivo, al que se arenga y satisface en sus deseos más inmediatos y al que no se le sitúa en un horizonte de responsabilidad.
La implicación de las sociedades en el gobierno, añade, debe ser más sofisticada que como tiene lugar en las lógicas plebiscitarias o en la agregación de preferencias a través de la red; ha de ser entendida como una intervención continua en su propio autogobierno a través de una pluralidad de procedimientos, unos más directos y otros más representativos, donde sea posible rechazar pero también proponer, con espacios para el antagonismo pero también para el acuerdo, que permitan la expresión de las emociones tanto como el ejercicio de la racionalidad.
Hemos de trabajar, concluye diciendo, en favor de una cultura política más compleja y matizada. Uno de nuestros principales problemas tiene su origen en el hecho de que cuando las sociedades se polarizan en torno a contraposiciones simples no dan lugar a procesos democráticos de calidad. ¿Cómo promover una cultura política en la que los planteamientos matizados y complejos no sean castigados sistemáticamente con la desatención e incluso el desprecio? ¿Cómo evitar que sea tan rentable electoralmente la simpleza y el mero rechazo? ¿Por qué son tan poco reconocidos valores políticos como el rigor o la responsabilidad? Solo una democracia compleja es una democracia completa. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



















Del poema de cada día. Hoy, Despedida, de José Hierro

 






DESPEDIDA



¡Y que ahora tenga que dejarte

para emprender otro camino!…

Por más que intente al despedirme

llevar tu imagen, mar, conmigo;

por más que quiera traspasarte,

fijarte, exacto, en mis sentidos;

por más que busque tus cadenas

para negarme a mi destino,

yo sé que pronto estará rota

tu malla gris de tenues hilos.

Nunca jamás volveré a verte

con estos ojos que hoy te miro.



José Hierro (1922-2002)

poeta español

















De las viñetas de humor de hoy viernes, 17 de enero de 2025








 



























jueves, 16 de enero de 2025

De las entradas del blog de hoy jueves, 16 de enero de 2025

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves, 16 de enero de 2025. ¿Por qué aceptamos ser mandados en el ámbito laboral de un modo que nos resultaría intolerable en otro sitio, especialmente en la sociedad política?, nos preguntamos en la primera de las entradas del blog de hoy. En la segunda, un archivo del blog de enero de 2016, se comentaba que la crisis de la democracia era sobre todo una crisis de confianza generada por la creencia de que los líderes no solo eran corruptos o estúpidos, sino que, además, eran incapaces. El poema de hoy, en la tercera entrada del día, comienza con estos versos: "En el principio/fue la onda/como un gato ovillado". Y la cuarta, como todos los días, son las viñetas de humor. Pero ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Nos vemos mañana si la Fortuna lo permite. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos míos.













De la necesidad de democratizar el trabajo

 






¿Por qué aceptamos ser mandados en el ámbito laboral de un modo que nos resultaría intolerable en otro sitio, especialmente en la sociedad política?, se pregunta en El País [Democratizar el trabajo, 13/01/2025] el catedrático de Filosofía política Daniel Innerarity. Hay, dice Innerarity, una incongruencia en el hecho de que, en tanto que miembros de una sociedad democrática, nos proclamemos sujetos en relaciones de igualdad y en el mundo del trabajo haya tantas personas que viven en un régimen de dominación. La exclusión de las mujeres del mundo del trabajo reconocido y retribuido (por mencionar tal vez el caso más agudo y universal de marginación) ha tenido una gran significación democrática; hay quien propone medir el valor económico de ese trabajo, pero no deberíamos olvidar la discriminación política que acompaña necesariamente a esa exclusión. No es solo que se les deje de pagar; también se les recluye en un espacio de menor significación política.

No hay libertad, tampoco libertad política, allí donde trabajadores y trabajadoras no tienen el derecho de codeterminar sus condiciones laborales; no puede haber ciudadanía política sin ciudadanía económica. Solo quien disponga de un trabajo digno y reconocido tiene la capacidad real de participar en la formación de la voluntad política colectiva. Es probable que el hecho de que voten menos los pobres corresponda a esta correlación entre las condiciones laborales y la participación política, entre justicia laboral y democracia política. Los sociólogos han estudiado profusamente el hecho de que la abstención vaya por barrios y que sea mayor en ciudades donde hay más segregación, lo que coincide con que hay peores condiciones laborales. El hecho de que los trabajadores, siendo más que los propietarios, hayan sido tan impotentes en las decisiones colectivas se explica, entre otras razones, porque sus circunstancias laborales no facilitan el ejercicio del poder y la responsabilidad política. Son más, pero son peores sus condiciones de información, tiempo e implicación que se requieren para la participación política.

En las actuales teorías de la democracia haya una ausencia llamativa de reflexión acerca del mundo del trabajo, como si fueran dos asuntos que tuvieran muy poco que ver. El sufragio censitario fue abolido y se reconoció a todos el derecho de votar con independencia de la situación económica, pero una cosa es el reconocimiento formal de un derecho y otra la capacidad real de ejercerlo. La causa de este desfase puede estar precisamente en las experiencias vitales en el mundo laboral. La mayoría de las empresas son islotes de autocracia en medio de sociedades que valoran la autonomía, los derechos humanos, la libertad de expresión y el desarrollo personal. La idea de ciudadanía democrática implica tener el derecho y la posibilidad real de participar en las decisiones colectivas en igualdad de condiciones, pero las circunstancias de la economía capitalista, la dependencia, precariedad, inseguridad y discriminación, lo dificultan enormemente. Hay presupuestos materiales, psicológicos y temporales para la implicación política que no se dan en un entorno económico de dominación. Durante mucho tiempo —y todavía hoy en buena medida— el trabajo ha sido para muchas personas una experiencia penosa, de subordinación, cuyas condiciones apenas podían negociar o modificar, con la sensación de que no se contribuía así a nada socialmente valioso, es decir, exactamente lo contrario de lo que se supone que es una relación política en una sociedad democrática.

Nos quejamos de que la actitud de las personas hacia la política sea clientelar, sin compromiso sólido, ocasional, pero no advertimos que esa es la contrapartida política de un empleo inestable, sin implicación del trabajador o la trabajadora en el futuro de la empresa, discontinuo y eventual. A la creciente precarización de la propia biografía laboral le corresponde un mundo político en el que se han debilitado estructuras de intervención duradera en la sociedad como los sindicatos y los partidos, sustituidos ahora por una explosión emocional con ocasión de grandes acontecimientos, como las crisis o las catástrofes, y seguidas poco tiempo después por periodos de depresión y desinterés hacia lo público. El efecto amenazante de las disrupciones tecnológicas sobre el trabajo y la creciente inutilidad de las competencias adquiridas en el pasado discurre en paralelo con un mundo político volátil e imprevisible, de ciclos especialmente cortos, tanto en lo que se refiere a la gestión como a la duración de los liderazgos. Son igualmente breves los tiempos de utilidad de la tecnología, la duración de los contratos y el cortoplacismo político.

Al mismo tiempo, el trabajo en un entorno digital tiene menos capacidad de integración social que el trabajo en los espacios físicos; la dificultad de situar el propio trabajo en un proyecto conjunto reconocible impide a los trabajadores experimentar en qué medida están contribuyendo a la mejora general de la sociedad; el hecho de que el propio puesto de trabajo esté al vaivén de las deslocalizaciones o en una economía volátil hace que el trabajador no se sienta parte de una comunidad que le necesite y respecto de la cual pueda sentirse de alguna medida responsable. Si la empresa solo nos necesita eventualmente, ¿qué experiencia podemos adquirir de identificación y compromiso con una comunidad política? Si no nos quieren (o solo provisionalmente) en el ámbito laboral, pierde sentido que nos requieran en el ámbito político. El trabajador prescindible acaba siendo un abstencionista político. Aquí tenemos una clave para explicar tanto la falta de expectativas del abstencionista como la desesperación del voto de los trabajadores a la extrema derecha, al que achacamos estar actuando contra sus intereses cuando lo que hacen es reflejar las contradicciones del mundo en el que viven.

La solución a todo esto pasa por considerar a la empresa, tal como sugiere Isabelle Ferreras, como una entidad política susceptible de democratización e, inversamente, entender que el mundo del trabajo puede ser un ámbito para el cambio político; su democratización tiene más efectos políticos que puramente económicos. ¿Y si el Ministerio de Trabajo fuera el que más hace o puede hacer por la regeneración democrática? Los sindicatos y la patronal tienen una responsabilidad democrática, más allá de sus funciones económicas o estrictamente laborales. Axel Honneth menciona cinco presupuestos laborales de la participación política: independencia económica, tiempo libre, autoestima, espíritu de cooperación, creatividad. En su ausencia podemos encontrar una explicación de las diversas sintomatologías de la desafección democrática. En el mundo del trabajo hay prácticas de cooperación, responsabilidad, negociación, que tienen una gran significación política. Y al contrario: donde hay relaciones que favorecen la irresponsabilidad o la falta de reconocimiento, faltan los presupuestos necesarios para el desarrollo de la conciencia política y la implicación democrática. La reducción de la jornada laboral, por ejemplo, tiene el efecto social y político de permitir el cumplimiento de otras obligaciones cívicas, como el cuidado de otras personas o el tiempo para el compromiso político.

Quien mejora las relaciones laborales está regenerando la política porque mejora las condiciones sobre las que se apoya y construye la sociedad democrática. La reducción del tiempo laboral equivale a un incremento del tiempo político (en la medida en que posibilita un tiempo libre que va más allá de la mera necesidad de la supervivencia y permite una atención hacia lo común). El desafío final no es limitar nuestra relación con la empresa sino su transformación; no se trata tanto de conseguir un derecho a la desconexión como de fortalecer el derecho de participación, tanto en el interior de las empresas como en la sociedad política en general.















[ARCHIVO DEL BLOG] Entrevista a Zygmunt Bauman. Publicado el 13/01/2016











Zygmunt Bauman (Poznań, Polonia, 1925) es un sociólogo, filósofo y ensayista polaco de origen judío. Su obra se ocupa, entre otras cosas, de cuestiones como las clases sociales, el socialismo, el holocausto, la hermenéutica, la modernidad y la posmodernidad, el consumismo, la globalización y la nueva pobreza. Desarrolló el concepto de la «modernidad líquida», y junto con el también sociólogo Alain Touraine, recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades de 2010.
Acaba de publicarse en español su libro Estado de crisis (Paidós, Barcelona, 2016) y viene de participar en el Foro de la Cultura que convoca cada año en la ciudad de Burgos a los grandes pensadores mundiales, entre los cuales, indiscutiblemente, está él. La revista Babelia (El País) le entrevistaba hace unos días con tal motivo y no me resisto a dejar constancia en el blog de algunas de sus respuestas. Por cierto, que ya he pedido a la Biblioteca Pública de Las Palmas el libro de Bauman y estoy esperando su aviso para pasar a recogerlo. Ya les contaré sobre ello...
Bauman opina que la crisis de la democracia es sobre todo una crisis de confianza generada por la creencia de que los líderes no solo son corruptos o estúpidos, sino que son incapaces. Para actuar se necesita poder, ser capaz de hacer cosas, y se necesita política: la habilidad de decidir qué cosas tienen que hacerse. La cuestión es que ese matrimonio entre poder y política en manos del Estado-nación se ha terminado. El poder se ha globalizado pero las políticas son tan locales como antes. La política tiene las manos cortadas. La gente ya no cree en el sistema democrático porque no cumple sus promesas. Actuamos en términos parroquianos, añade: las instituciones democráticas no fueron diseñadas para manejar situaciones de interdependencia; la crisis de la democracia es una crisis de las instituciones democráticas.
Sobre el dilema en que Occidente se debate ahora mismo entre libertad y seguridad, Bauman cree que son dos valores tremendamente difíciles de conciliar. Si tienes más seguridad tienes que renunciar a cierta libertad, dice; si quieres más libertad tienes que renunciar a seguridad. Ese dilema va a continuar ya para siempre. 
Afirma igualmente que la idea de progreso es un mito, que estamos en un estado de interregno, entre una etapa en que teníamos certezas y otra en que la vieja forma de actuar ya no funciona. No sabemos qué va a reemplazar esto. Las certezas han sido abolidas, añade, y el movimiento de los indignados sabe cómo despejar el terreno pero no cómo construir algo sólido. La gente suspendió sus diferencias por un tiempo en la plaza por un propósito común, continúa diciendo. En cierto sentido pudo ser una explosión de solidaridad, pero las explosiones son muy potentes y muy breves, añade. El cambio de un partido por otro partido no va a resolver el problema. El problema hoy no es que los partidos sean los equivocados, sino que no controlan los instrumentos. Los problemas de los españoles no están confinados al territorio español, sino al globo. La presunción de que se puede resolver la situación desde dentro es errónea.
Preguntado por la crisis del Estado-nación y las aspiraciones independentistas de Cataluña la respuesta de Bauman es que el derecho de autodeterminación es hoy es una ficción porque no existen territorios homogéneos. Hoy toda sociedad es una colección de diásporas, dice. La gente se une a una sociedad a la que es leal, y paga impuestos, pero al mismo tiempo no quieren rendir su identidad. La conexión entre lo local y la identidad se ha roto. La situación en Cataluña, como en Escocia o Lombardía, es una contradicción entre la identidad tribal y la ciudadanía de un país. Ellos son europeos, pero no quieren ir a Bruselas vía Madrid, sino desde Barcelona. La misma lógica está emergiendo en casi  todos los países. Seguimos en los principios establecidos al final de la Primera Guerra Mundial, pero ha habido muchos cambios en el mundo, añade. A la pregunta sobre si las redes sociales han cambiado la forma en que la gente protesta, Bauman se muestra escéptico sobre lo que él denomina "activismo de sofá", y subraya que Internet también nos adormece con entretenimiento barato. Las redes sociales, dice, pueden crear un sustituto de comunidad, pero que la diferencia entre la comunidad y la red es que tú perteneces a la comunidad pero la red te pertenece a ti. Puedes añadir amigos y puedes borrarlos, controlas a la gente con la que te relacionadas. La gente se siente un poco mejor porque la soledad es la gran amenaza en estos tiempos de individualización. Pero en las redes es tan fácil añadir amigos o borrarlos que no necesitas habilidades sociales. Estas las desarrollas cuando estás en la calle, o vas a tu centro de trabajo, y te encuentras con gente con la que tienes que tener una interacción razonable. Ahí tienes que enfrentarte a las dificultades, involucrarte en un diálogo. Mucha gente usa las redes sociales no para unir, no para ampliar sus horizontes, dice, sino al contrario, para encerrarse en lo que llama zonas de confort, donde el único sonido que oyen es el eco de su voz, donde lo único que ven son los reflejos de su propia cara. Las redes son muy útiles, dan servicios muy placenteros, pero son una trampa, concluye diciendo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














Del poema de cada día. Hoy, En el principio, de Marnie Pomeroy

 






EN EL PRINCIPIO



En el principio

fue la onda

como un gato ovillado.


Sin agua

solo movimiento.


Sin estrella

tan solo la luz brillante de la electrocución

día y noche.


Locura

sin cuerpo


Después el principio

esa era la palabra


para las nubes que llovieron al mar

para la tierra en erupción y después

el jardín con su árbol fatídico


y demasiado pronto las espadas de fuego,

radioactivo. Ahora,


misterio es lo que nunca se dijo:

hay algo inquietante

donde las ventanas abiertas

al aire puro

mantienen su posición


incluso cuando no hay nadie.



Mairne Pomeroy (1932)

poetisa canadiense




















De las viñetas de humor de hoy jueves, 16 de enero de 2025