Mostrando entradas con la etiqueta J.Cercas. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta J.Cercas. Mostrar todas las entradas

viernes, 31 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Élites y gentes corrientes



Deberíamos evitar que las élites nos impongan conflictos ilusorios; es la única forma de empujarlas a solucionar los reales, afirma en el A vuelapluma de hoy viernes [Infectarse de odio. El País Semanal, 26/7/2020] el escritor Javier Cercas.

"Yascha Mounk -comienza diciendo Cercas- constataba hace poco en este diario la existencia, en Estados Unidos, de un contraste cada vez más acusado entre una mayoría de gente corriente, que está de acuerdo en lo esencial, y unas élites cada vez más enfrentadas. “¿Infectará el odio mutuo que se tienen las élites a la gente corriente?”, se preguntaba el politólogo. “¿O la tolerancia hacia los demás de la mayoría obligará a las élites a tranquilizarse?”.

La pregunta también es pertinente en otras democracias, empezando por la nuestra. Permítanme que vuelva a hablar de mí, que es lo que más cerca me pilla. Durante gran parte del año vivo en un pueblecito del Ampurdán, en la provincia de Girona; aquí, en todas las elecciones, los vecinos votan por mayoría aplastante candidaturas secesionistas, el alcalde es secesionista (de la CUP) y en la calle abundan los símbolos secesionistas; de modo que, como un servidor no se ha caracterizado por ocultar su escasa simpatía por el secesionismo, cada vez que un periodista se pierde por aquí me pregunta cómo es posible que viva en un sitio como éste un tipo al que la élite político-mediática secesionista sitúa más o menos al nivel de Jack el Destripador. Siempre me veo obligado a defraudarles: la verdad es que mantengo una relación excelente con todos mis vecinos, empezando por el alcalde. Mi caso no es excepcional. Semanas atrás aludía Javier Marías a su experiencia de confinamiento en una localidad catalana y nacionalista, entre cuyos habitantes tampoco había encontrado él, conspicuo detractor del secesionismo y para colmo madrileño, más que “amabilidad, buena educación y cordialidad”. Líbreme Dios de incurrir en el cliché más tóxico del nacionalpopulismo, según el cual las élites son malvadas y corruptas, y el pueblo, puro y bondadoso; lo único que digo es que, a pesar de la división que el procés ha instaurado en la sociedad catalana, en Cataluña la convivencia civilizada es lo habitual. La razón es que, aquí como en todas partes, la gente corriente bastante tiene con tratar de salir adelante, para lo cual es indispensable un mínimo de concordia; las élites, en cambio, prosperan a menudo en la discordia. Sólo esa prosperidad letal explica que, mientras España se hundía en la crisis económica más profunda desde la Guerra Civil, conspicuos representantes de nuestras élites políticas se enzarzasen en agrias discusiones parlamentarias sobre si no sé quién era condesa o marquesa y no sé quién era hijo de un terrorista. Hay quien piensa que “cuanta más sangre retórica corra por el salón de plenos (del Congreso), menos peligro habrá de que riegue las calles”; ingenioso, pero falso: si fuera cierto, no hubiera estallado la Guerra Civil, ni tantas otras calamidades precedidas por debates parlamentarios de pirómanos. Sea como sea, ignoro si los protagonistas del estúpido rifirrafe que acabo de evocar sabían que la discusión sobre su linaje nos importa un rábano a todos (y mucho más cuando tanta gente está muriendo), pero lo que no podían ignorar es que serviría para enconar la vida pública y monopolizar las portadas de los medios de comunicación; estos, por su parte, también sabían que iban a gozar de una audiencia más nutrida si reproducían en sus portadas aquella reyerta de chulos que si la ignoraban o minimizaban. Así inyectan o intentan inyectar las élites político-mediáticas el odio y la discordia en la sociedad; por eso lo hacen: porque les sale a cuenta. Por eso y, claro está, porque pueden: porque, como ocurrió en el otoño catalán de 2017 —cuando un puñado de irresponsables prendió un incendio cuyas brasas tardarán mucho tiempo en apagarse—, nosotros les permitimos hacerlo.

No deberíamos permitírselo. Quiero decir que deberíamos evitar que esas élites nos impongan conflictos ilusorios, porque es la única forma de empujarlas a solucionar los reales. Esas élites son nuestro reflejo, de acuerdo; las necesitamos y las votamos, sí; pero no hay que tolerar que confundan sus intereses particulares con los generales, sobre todo no hay que aceptar que nos infecten con su odio. Aunque sólo sea porque el odio destruye mucho antes a quien odia que al odiado".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog.  








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







HArendt




Entrada núm. 6270
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 25 de junio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Sobre dictaduras y lecturas. Publicada el 16 de marzo de 2010



Plaza de Santa Ana, Las Palmas de Gran Canaria


Las dictaduras son dictaduras, a secas. No son de derechas ni de izquierdas, son dictaduras sin más. Sin adjetivos. Ni buenas ni malas, sino peores. Ya lo dijo Kelsen en los años 30 del pasado siglo: "Sólo hay dos tipos de Estados, o democracias o autocracias".

Yo también comulgué con ruedas de molino en mi juventud. Comulgué con el fervor del neófito, del converso; pero comulgué. Y como Saulo de Tarso un momento antes de convertirse en Pablo, camino de Damasco yo también me caí del caballo. No sabría decir en que momento me la pegué. Me caí yo solo; no me derribó ningún fulgor divino, ni escuché ningún "¿Quo vadis, HArendt?". No fue la mía una conversión a la democracia repentina ni fulminante; se produjo poco a poco, a base de inquietudes, desasosiegos, lecturas, estudio, ir conociendo otras verdades..., de maduración personal, en suma. Ahora, creo, me siento vacunado contra las ruedas de molino. Pienso que no volveré a comulgar con ellas, pero nunca se sabe; hay que estar muy alerta para no caer en tentación...

Me maravilla la pasmosa credulidad de gentes y personas que se definen de izquierdas con la dictadura castrista. No soy capaz de entenderlo. Ya he contado alguna que otra vez en el blog como viví, a mis trece años, la entrada de Fidel Castro y sus hombres en La Habana, el 1 de enero de 1959. No es cuestión de repetirlo. Y respecto a los logros de su "revolución", yo diría lo mismo que oí una vez a un ilustre profesor de historia sobre los logros del franquismo: que se habían conseguido "no gracias a Franco, sino a pesar de Franco". ¿Que hubiera sido de Cuba si Castro no hubiera triunfado? Pues no lo se, pero estoy absolutamente seguro que los cubanos  se habrían quitado a Batista de encima y hoy serían más libres y más felices que con Castro. Y lo mismo habría pasado en España si Franco no hubiera existido: nos habríamos ahorrado una guerra civil, una posguerra más atroz aún, y unas cuantas decenas de años de atraso y falta de civilidad, que aún pesan como una losa sobre los españoles. Las dictaduras son malas siempre, sin excepciones, sin apellidos, sin colores ni banderas.

Cada vez me cuesta más ponerme ante el teclado del ordenador. No estoy justificándome. Se trata de una realidad insoslayable que más pronto que tarde, me temo, va a llevarme a abandonar por mera consunción este agradable pasatiempo que comencé va a hacer cuatro años sin saber muy bien ni el "por qué" ni el "para qué" lo iniciaba. Casi cuatro años y casi 1300 artículos, son mucho hablar. La verdad es que ya no tengo mucho que contar. O no se como contarlo, que es peor.

Dicen que la vida es maestra de la literatura. ¿O es al revés?... No lo tengo muy claro. Amo los libros casi tanto o más que a las personas. Hay excepciones, claro está. Hay libros y personas (o personas y libros) excepcionales en mi vida. 64 años dan para mucho en libros y personas (o personas y libros). Últimamente me refugio más en los libros que en las personas.

En estos días, sin dejar de cumplir con mi agradable función de abuelo a tiempo completo, que es una de las mayores alegrías de mi vida, he caído en una especie de lectura casi compulsiva (aunque seleccionada): Junto al "César o nada" de Pío Baroja, de la que ya hablé en el blog hace unos días, he leído con fruición "El mundo es ansí" y "La sensualidad pervertida", que completan su trilogía titulada "Las ciudades" (Alianza, Madrid, 1982). Y "Abierto toda la noche" (Anagrama, Barcelona, 2005) de David Trueba, una agridulce comedia regalo de mi amiga Ana C. También sucumbí a "La velocidad de la luz" (Tusquets, Barcelona, 2005) de Javier Cercas , una espléndida novela sobre la amistad y el desencanto del éxito, y con algunas de las más afiladas y memorables páginas sobre lo que supuso la guerra de Vietnam en la sociedad norteamericana. Y ayer terminé de leer "Los libros arden mal" (Punto de Lectura, Madrid, 2007), de Manuel Rivas. Una novela sobre la guerra civil y la losa del franquismo, en la que la ciudad de La Coruña y sus gentes se erigen en auténticos protagonistas de una historia que transcurre entre julio de 1936 y el día de hoy.

Comencé a leerla el martes pasado en un banco de la plaza de Santa Ana, en Las Palmas, mientras esperaba la salida del colegio de mi nieto mayor. Encuadrada por el Ayuntamiento de la ciudad al oeste, la Catedral al este, el palacio episcopal y la Casa Regental -la sede del presidente de la Audiencia de Canarias desde hace cinco siglos- al norte, y edificios "civiles" al sur , la plaza de Santa Ana fue la primera "plaza mayor" española (o la segunda, según se mire, pues la primera de todas fue en tierras americanas, la de la ciudad de Santo Domingo, en La Española, hoy República Dominicana) y su catedral, la Catedral de Canarias, la primera de África, de ahí su condición de Sede Primada del continente. Conmovido por sus primeras páginas envié un "sms" a una antigua y querida amiga de La Coruña, Luisa M., compañera de fatigas, amores no correspondidos y andanzas universitarias. Aprovechaba para decirla que hacía siglos que no sabía nada de ella, que había comenzado a leer la novela de Rivas, con su querida La Coruña como protagonista, y para contarle la profunda desazón que su lectura me estaba ocasionando. Y es que a mí, las guerras, las historias de guerras, por muy literarias que sean, me dejan profundamente desasosegado. No he tenido contestación, demasiadas cosas para un "sms", pero estoy seguro de que ha leído el libro, y también estoy seguro de que me contestará. Como dice en la contraportada del libro el periodista de El País Jordi Gracia, "Los libros arden mal" es una historia para leer dos veces. Lo haré, sin duda, porque con desasosiego o sin él, es una novela fascinante.

Y con su lectura cierro el bucle espacio-temporal que ha tenido como protagonista de la semana a las dictaduras, las de izquierdas y las de derechas, a raíz de las declaraciones del actor Guillermo (Willy) Toledo, tan gilipollas como siempre, sobre la muerte por huelga de hambre de Zapata, el disidente cubano en prisión. Comparto plenamente la opinión de la periodista Cristina Galindo en su artículo en El País del pasado día 11  titulado "Dictadura es siempre dictadura" , que pueden leer desde el enlace anterior. HArendt








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt




Entrada núm. 6148
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 7 de diciembre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Anatomía de un instante. (Publicada el 28 de abril de 2009)



Adolfo Suarez y Gutiérrez Mellado se enfrentan a los golpistas


Al final lo compré antes de lo que pensaba. El mismo día 23 de abril, por la tarde, mientras paseaba con mis nietos, por la calle Mayor de Triana, en Las Palmas, compré en la Librería Atlántico el libro que da título a este comentario: Anatomía de un instante (Mondadori, Barcelona, 2009), escrito por Javier Cercas. Lo comienzo a leer esa mismo noche y lo termino, emocionado, el día 26 por la tarde bajo el porche de nuestra casa en Maspalomas. No voy a hacer una crítica, ni textual, ni de ningún tipo, del libro en cuestión. Que cada uno de los lectores saque sus propias conclusiones, y que lo disfrute, porque merece la pena leerlo.

Tengo la sacrílega (para algunos) costumbre de rellenar con anotaciones, pensamientos a vuelapluma, preguntas, interrogantes y signos de admiración, amén de subrayados y líneas al margen, las páginas de los libros que leo. Cuando son de mi propiedad, claro está. El número de anotaciones no es signo indiscutible de mi mayor o menor interés sobre lo que estoy leyendo, pero sí de que me ha interesado.

Mi primera anotación al texto de Anatomía de un instante la realizo al margen de la página 208 y dice así: "Yo, ese día, lo único que sentí fue una vergüenza inmensa". Y lo que la ha motivado es este párrafo en el que Javier Cercas habla de las similitudes entre la ocupación del Congreso de los Diputados por el teniente coronel Tejero, en 1981, y la de la mítica entrada a caballo en el hemiciclo, en 1874, del general Pavía. Mítica, sí, porque Pavía nunca entró a caballo en el Palacio de la Carrera de San Jerónimo, sino a pie, ante lo cual los diputados republicanos salieron de las Cortes en desbandada. En 1904, Nicolás Estébanez, grancanario como yo, poeta, político liberal, revolucionario republicano que acabó monárquico, y treinta años atrás diputado en las Cortes republicanas, escribiendo sobre ese hecho, comentó: "No rehuyo la parte de responsablidad que pueda corresponderme en la increible vergüenza de aquel día; todos nos portamos como unos indecentes". Y afirma Javier Cercas al respecto: "Aún no han transcurrido treinta años desde la asonada de Tejero, y que yo sepa, ninguno de los diputados presentes el 23 de febrero en el Congreso ha escrito nada semejante". Y en la página siguiente, la 209, afirma con rotundidad: "Ésa fue la respuesta popular al golpe: ninguna. Mucho me temo que, además de no ser una respuesta lúcida, no fuera una respuesta decente". Totalmente de acuerdo con él. Y esa es una más de las razones de mi vergüenza esa fatídica tarde: los españoles (entre los que me incluyo, claro está) ese día nos quedamos sentados ante la radio viéndolas venir... A partir de esa pagina las anotaciones se van a ir sucediendo con profusión.

Anatomía de un instante es el relato-crónica pormenorizado, detallista y exhaustivo del golpe de estado del 23 de febrero. Del "por qué", del "cómo" y los "por quién". De la "placenta" del golpe, como la denomina Cercas, de su desarrollo y de sus consecuencias. Y su título hace referencia a ese momento, clave, en que tras los disparos de los guardias civiles en el interior del hemiciclo, como en el fotograma congelado de una película, aparte de los asaltantes, sólo el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez; su vicepresidente, el general Gutiérrez Mellado, y el diputado y secretario general del Partido Comunista de España, Santiago Carrillo, permanecen impertérritos en sus escaños mientras las balas silban a su alrededor. A explicar el "por qué" de ese hecho y a reinvindicar históricamente sus figuras, y el protagonismo y responsabilidad que tuvieron en la génesis del 23-F, está destinado buena parte del libro.

La última de mis anotaciones está en la páginas 434 (el libro tiene 437 sin contar notas y apéndices), y no es tal, sino un subrayado de diez líneas que dicen lo siguiente: "El franquismo fue una mala historia, pero el final de aquella historia no ha sido malo. Pudo haberlo sido: la prueba es que a mediados de los setenta muchos de los más lúcidos analistas extranjeros auguraban una salida catastrófica de la dictadura; quizá la mejor prueba es el 23 de febrero. Pudo haberlo sido, pero no lo fue, y no veo ninguna razón para que quienes por edad no intervinimos en aquella historia no debamos celebrarlo; tampoco para pensar que, de haber tenido edad para intervenir, nosotros hubiésemos cometido menos errores que los que cometieron nuestros padres".

Disfrútenlo, de verdad que merece la pena. Para los que tenemos edad para recordar lo que pasó aquel día, asumiendo nuestra cuota de responsabilidad personal e histórica; para los que no tenían edad para recordarlo y mucho menos comprenderlo, para que aprendan el valor de la libertad, los sacrificios de su conquista, y la facilidad con que ésta puede perderse por la estupidez y la ambición y la soberbia de los hombres. Sean felices. Tamaragua, amigos. HArendt





http://desdemirincon.files.wordpress.com/2008/08/adolfo_suarez.jpg?w=444&h=526
El presidente del Gobierno, Adolfo Suárez



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt




Entrada núm. 5516
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 5 de diciembre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] 23-f: Anatomía forense. (Publicada el 23 de abril de 2009)



El escritor Javier Cercas


Hace unos días polemizaba a través del correo electrónico con mi amigo, el periodista argentino Alberto Atienza, sobre el diferente criterio que debemos asumir ante el contenido de una obra pretendídamente histórica, y por tanto construida con rigor académico y objetividad, y el de otra obra construida como una historia novelada o una novela con ínfulas históricas.

Alberto vive en la ciudad de Mendoza, en el centro-oeste argentino y con el Aconcagua a la vista, y escribe en un interesante blog colectivo que lleva el nombre de "La Quinta Pata", cuya lectura les recomiendo. La discusión, amigable como no podía ser menos, surgió con motivo del cabreo de mi corresponsal con el contenido de una novela del escritor escocés, Phillip Kerr, titulada Una llama misteriosa (RBA, Barcelona, 2009), relativamente publicitada en España, sobre el desembarco en la Argentina peronista de los años 50 de numerosos jerarcas nazis huidos de Europa tras el fin de la II Guerra Mundial, en la que se mezclan sucesos históricos con embarazos de Eva Perón por ex-generales nazis...

He recordado esta discusión a causa de la reciente publicación de una nueva novela del escritor catalán, y profesor de Literatura española en la Universidad de Gerona, Javier Cercas, sobre los sucesos del 23-F, que lleva el titulo de Anatomía de un instante (Mondadori, Barcelona, 2009). ¿Novela histórica o historia novelada? No la he leído, pero pienso hacerlo. De momento, he recogido dos comentarios recientes sobre ella, ambos elogiosos pero, como no podía ser menos, desde ópticas diferentes: la del historiador y profesor de la UNED, Santos Juliá, titulado "Mientras zumbaban las balas" (El País, 22/04/09), y la del escritor y periodista Jesús Ruiz Mantilla, con el título "23-F. El juicio de los hijos" (El País Semanal, 12/04/09). Los reproduzco en los enlaces inmediatamente anteriores para que ustedes se formen su propia opinión. Sean felices. Tamaragua, amigos. HArendt

P.S.: Hoy, Día del Libro, me he comprado "Anatomía de un instante", y ya lo estoy leyendo... HArendt







La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 5510
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 4 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Ya no basta contar la verdad...



Foto de Josefina Blanco (Europa Press)


“Ya no basta con contar la verdad, también hay que destruir las mentiras", afirma en el A vuelapluma de hoy el escritor Javier Cercas, tras recibir el premio Francisco Cerecedo de Periodismo de manos del rey Felipe VI el pasado 28 de  viembre.

"En primer lugar -comienza su discurso Javier Cercas-, me gustaría contarles una anécdota que he contado alguna otra vez y que, estando en presencia del rey Felipe VI, me siento obligado a repetir.

En una ocasión, el rey Alfonso XIII, su bisabuelo, condecoró a Miguel de Unamuno. Y cuentan que, durante la ceremonia, una vez que el Rey le hubo impuesto la condecoración, Unamuno le espetó: “¡Gracias, señor, me la merezco!”. Como es natural, Alfonso XIII se sorprendió un poco —no mucho, creo yo, al fin y al cabo conocía al personaje: de hecho, no mucho después lo mandó al destierro—; el caso es que el Rey se sorprendió o fingió sorprenderse, y dijo: “Caramba, don Miguel, es el primer galardonado que me dice eso; todos los demás me habían dicho exactamente lo contrario: ‘Gracias, señor, es un honor que no merezco…’” Y en ese momento Unamuno interrumpió al Rey: “Y tenían razón”.

Bueno, pues a mí me encantaría hacer gala hoy de la misma magnífica soberbia de don Miguel. Por desgracia, cualquiera que eche un vistazo a la lista de galardonados que me han precedido en el Premio Francisco Cerecedo comprenderá que no es posible, y que no tengo más remedio que decir la verdad; o sea: que este premio significa un grandísimo honor para mí, y que, al contrario que don Miguel de Unamuno, yo sí sé que no lo merezco.

Lo digo con absoluta sinceridad.

Siento demasiado respeto por el periodismo para considerarme un periodista. No estudié periodismo. Nunca he trabajado en la redacción de un periódico, ni en una radio o una televisión. Nunca he sido corresponsal de ningún medio, ni tampoco reportero. Ni siquiera me he ganado la vida escribiendo en los periódicos, y desde luego mi velocidad de escritura es salvajemente antiperiodística, porque es más o menos la de Oscar Wilde, que en una ocasión declaró: “Hoy me he pasado el día escribiendo: por la mañana, quité una coma; por la tarde, la volví a poner”. ¿Cómo es posible, entonces, que me hayan concedido un premio de periodismo, y para colmo tan importante como este? ¿Hay que culpar únicamente del desaguisado a la generosidad insensata del jurado? ¿O acaso soy yo como Monsieur Jourdain, aquel personaje de Molière que llevaba toda su vida hablando en prosa sin saberlo? ¿Seré yo también, sin saberlo, un periodista?

Es posible. Al fin y al cabo, desde hace veinte años escribo de manera regular en el diario El País, lo cual significa, supongo, que, aunque no sea un periodista, quizá sí puedo considerarme, más modestamente, un escritor de periódicos. Más modestamente, pero con no menos orgullo: no en vano, esa categoría de escritor es, en nuestra tradición, una categoría ilustre. Se ha dicho tan a menudo que ya es casi un cliché: gran parte de la mejor prosa escrita en España durante los dos últimos siglos se ha publicado en los periódicos. Ahora bien, las ideas no se convierten en clichés porque sean falsas, sino porque son verdaderas, o al menos porque contienen una parte sustancial de verdad. Es sin duda el caso de esta: baste recordar que quien es, para mi gusto, el mejor prosista de nuestro siglo XIX fue, sobre todo, un escritor de periódicos, si no un periodista a secas: Mariano José de Larra; baste recordar que Azorín, Ortega o Josep Pla fueron, quizá esencialmente, periodistas.

Lo cierto es que yo, a los periódicos, llegué tarde, como a casi todo. También es cierto que, aunque sea en lo esencial un novelista, la escritura en los periódicos cambió mi forma de escribir novelas, o simplemente mi forma de escribir. Quiero decir que, en un determinado momento de mi vida, escribir en los periódicos me obligó a dejar de ser un escritor de gabinete, libresco y hasta un poquito autista, y me obligó a salir a la intemperie y a contrastar la escritura con la realidad, me forzó a escribir una prosa más nítida, más viva y más rápida, me empujó a intentar decir las cosas más complejas de la forma más transparente y directa posible, y me ayudó, en definitiva, a tratar de escribir los libros que siempre he soñado con escribir: libros fáciles de leer y difíciles de entender; libros que, como los mejores que conozco, cualquier lector de buena fe puede disfrutar a fondo y sin tropiezos, pero que, al mismo tiempo, ni el lector más concienzudo o exigente puede agotar del todo, sencillamente porque son inagotables, porque nunca acaban de decir aquello que tienen que decir, como escribió Italo Calvino de los clásicos. En resumen, los periódicos me han dado a mí mucho más de lo que yo les he dado a ellos. Así que no debería ser el periodismo quien me premiase hoy a mí, sino yo quien premiase al periodismo.

Hay una cosa, sin embargo, que sí me hace sentirme periodista, y que me hermana con los periodistas auténticos. Me refiero al respeto, incluso al amor por la verdad. Sobre todo hoy, cuando parece que se cuentan más mentiras que nunca, cuando nos asedia por momentos la sospecha asfixiante de que vivimos en la era de la mentira.

No es una sospecha injustificada. Igual que la crisis económica de 1929 dio lugar en gran parte del mundo al surgimiento o la consolidación del fascismo, la crisis de 2008 ha propiciado el surgimiento, también en gran parte del mundo, de eso que solemos denominar nacionalpopulismo; este no es una repetición del fascismo, porque en la historia nada se repite exactamente, pero sí es, en muchos sentidos (como ha mostrado Federico Finchelstein en un libro importante), una transformación de determinados rasgos del fascismo, porque en la historia, como en la naturaleza, nada se crea ni se destruye —solo se transforma—, lo cual significa que todo se repite con máscaras diversas. Sea como sea, la extensión venenosa de ese nacionalpopulismo ha ido acompañada de verdaderas invasiones de mentiras: lo hemos visto en los Estados Unidos de Donald Trump, en el Reino Unido del Brexit o en la Cataluña del llamado procés, todos ellos avatares diversos del mismo fenómeno (por distintos que sean), todos ellos causantes de crisis profundas y profundas divisiones en nuestras sociedades.

Vaya por delante, Señor, que soy un votante fiel de partidos de izquierdas, aunque —no sé si me explico— no siempre soy su simpatizante. Vaya por delante, también, que, a mi modo de ver, la Monarquía que usted encarna es una Monarquía republicana; o dicho de otro modo: que es una Monarquía democrática precisamente porque está basada en valores republicanos —la libertad, la igualdad, la fraternidad— y que por lo tanto es, se diga o no, implícita o explícitamente, heredera del último y frustrado experimento democrático español, la II República. Así que, como cualquier ciudadano español con dos dedos de frente, yo sé que nuestro verdadero dilema político no es Monarquía o República, sino mejor o peor democracia: la prueba es que todos preferimos un millón de veces una Monarquía como, pongamos, la noruega, que una República como, pongamos, la siria. Sentado lo anterior, quisiera decirle una cosa que, me temo, los catalanes no le hemos dicho con la claridad con que hubiéramos debido decírselo. Quisiera darle las gracias porque el día 3 de octubre de 2017, mientras un grupo de políticos felones intentaba imponernos a la mayoría de nosotros, por las bravas, un proyecto minoritario, inequívocamente antidemocrático y profundamente reaccionario —es decir, mientras esos políticos arremetían contra nuestras libertades e intentaban derogar el Estatut y violar la Constitución, aboliendo el Estado de derecho—, usted nos dijo a quienes nos hallábamos del lado de la legalidad democrática que no estábamos solos. Porque éramos, repito, la mayoría, centenares de miles, millones de catalanes, pero nos sentíamos solos. Y teníamos miedo. Mucho más miedo del que ahora queremos recordar, mucho más del que nos gustaría confesar, mucho más del que ustedes se imaginan. Y aquel día usted, señor, nos dijo que no estábamos solos, y —esto es lo más importante— al decírnoslo usted nos lo dijo el Estado democrático que usted representa. Que no estábamos solos, nos dijo. Que no nos iban a abandonar. Y que, esta vez, por lo menos esta vez, no pasarían. Y no pasaron.

Así que muchas gracias.

Pero me he desviado del tema. Para volver a él, y aunque no sea periodista, quisiera darles una gran exclusiva, una noticia bomba: Jorge Manrique nunca dijo que cualquier tiempo pasado fue mejor. Los grandes poetas jamás dicen tonterías, y Manrique, vive Dios, es uno de los más grandes. Lo que Manrique dijo en realidad es que “a nuestro parescer” cualquier tiempo pasado fue mejor; es decir: que el pasado casi nunca es mejor, pero casi siempre nos lo parece.

La observación, por supuesto, es exactísima. No: en nuestro tiempo probablemente no se cuentan más mentiras que nunca, aunque a menudo nos lo parezca; mentiras, en la política y fuera de la política, se han contado siempre, porque el hombre es el animal que miente. Lo que sí ocurre hoy, me parece, es que la mentira posee mayor capacidad de difusión que nunca. Y ocurre porque uno de los hechos fundamentales de nuestro tiempo es el poder creciente, imparable, casi omnímodo de los medios de comunicación, hasta el punto de que no hay hipérbole alguna en decir que los medios no solo reflejan el mundo, sino que lo configuran, en cierto modo lo crean. Esto significa que los medios poseen una responsabilidad extraordinaria; también los periodistas, que son quienes hacen los medios y pueden usarlos para mal, difundiendo mentiras, o para bien, difundiendo verdades. No revelo ningún secreto si añado que hay periodistas que no los usan para bien. El por qué es evidente. Sabemos que el poder y el dinero son fuerzas por definición ciegas, insaciables, cuya esencia consiste en la pura repetición de sí mismas, en la búsqueda de su pura perduración: el poder quiere por definición más poder; el dinero, más dinero. Y sabemos que, para perpetuarse, el dinero y el poder no necesitan hombres y mujeres libres —que los humanicen y pongan límites racionales a su expansión voraz e incontrolada—, sino que necesitan ciudadanos sumisos, con lo que poder y dinero intentan controlar los medios para controlar la realidad que configuran. ¿Cómo? Difundiendo mentiras, puesto que también sabemos todos, al menos desde el Evangelio, que la verdad fabrica hombres y mujeres libres, mientras que la mentira solo fabrica esclavos.

Es así: la mentira constituye el instrumento principal de dominación de los hombres, y por eso el primer deber de un mal periodista consiste en difundirla, mientras que el de un buen periodista consiste en combatirla, aunque el poder y el dinero la prefieran, o precisamente porque la prefieren. Es cierto que, a menos que se resigne a convertirse en un esclavo, cualquier ciudadano está obligado a pelear contra la mentira; pero los periodistas auténticos son quienes pelean en primera línea del frente, y quienes más riesgos corren. Se trata, a veces, de un combate heroico, que no suele terminar en los salones de un hotel tan bonito como este, en una ceremonia tan maravillosa como esta, junto a un Rey y una Reina, como si estuviéramos en un cuento de hadas. No. Algunos periodistas se juegan la vida en esa batalla. Algunos la pierden. Ellos son los periodistas auténticos. Y lo son porque demuestran que la verdad sigue importando, sigue siendo relevante: por eso el poder y el dinero la temen. Esos periodistas demuestran que la verdad es hoy, de hecho, más revolucionaria que nunca, precisamente porque por momentos nos abruma la impresión deprimente de que la mentira ha vencido. Ellos demuestran que, como la mentira tiene hoy mayor capacidad de difusión que nunca y los periodistas más responsabilidad que nunca, el periodismo honesto —el que pelea con la verdad en la mano contra la tiranía de las mentiras que el poder y el dinero tratan de imponer— es más que nunca necesario. También, claro está, más difícil. Porque hoy ya no basta con contar la verdad; además, hay que destruir las mentiras, empezando por esas grandes mentiras que se fabrican con pequeñas verdades y que son las peores mentiras, porque tienen el sabor de la verdad. Esos periodistas valientes demuestran, en definitiva, lo que demuestra todo periodista auténtico: que el combate por la verdad es un combate contra la esclavitud".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 5508
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

domingo, 31 de marzo de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] 80 años después...



Bosque de laurisilva (Islas Canarias, España)


Mañana, 1 de abril, se cumplen 80 años del final de la más cruenta guerra civil en la historia de España, que se saldaba con la derrota de la República. Pero algunos pensamos, como dice el escritor catalán Javier Cercas, que aunque la democracia española actual sea pobre, débil e insuficiente, la democracia de hoy es, humanamente, la victoria de la II República. Y que aunque el régimen político español de 1931 fuera una república y el de 1978 sea una monarquía, lo esencial es que ambos son democracias.

Hay unas palabras de Antonio Machado, comienza diciendo Cercas, que siempre me intrigaron. Las escribió en las postrimerías de la Guerra Civil, en Barcelona, a punto ya de partir hacia el exilio y la muerte tras haber defendido hasta el último aliento la II República. “Esto es el final”, anotó. “Cualquier día caerá Barcelona. Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero, humanamente, no estoy tan seguro… Quizá la hemos ganado”. ¿Qué quería decir Machado? ¿En qué sentido pensaba que la república derrotada podía haber ganado la guerra? ¿O esas palabras terminales eran sólo un voluntarioso intento de dar sentido a tanto espanto, tanta decepción y tanto sufrimiento?

En España parece casi imposible reivindicar hoy, al mismo tiempo, la II República y la democracia actual, o al menos la Transición, que fue su comadrona. Quien revindica la II República —la izquierda— tiende a abominar de la Transición, y quien reivindica la Transición —la derecha, sobre todo— abomina de la II República. Esto es curioso, porque, aunque es verdad que la derecha o gran parte de la derecha destruyó la II República, también es verdad que la construyó; igualmente curioso es que ahora reivindique una Transición que, tal y como se produjo, no deseaba, porque suponía renunciar al poder omnímodo que había detentado durante 40 años y construir una democracia como la que contribuyó a destruir en 1936. En cuanto a la izquierda, llama la atención que reivindique con fervor excluyente la II República, una democracia en la que muchos izquierdistas no creían, y menosprecie una Transición que engendró una democracia semejante a la de 1936 y que, tal y como se produjo, sin la izquierda hubiera sido imposible. Es verdad que la democracia de 1931 se llamaba república y la de 1978 se llama monarquía, pero lo esencial es que ambas son democracias: es un hecho que ahora mismo la calidad de una democracia no depende de si es una monarquía o una república, según demuestran algunas de las mejores democracias del mundo, como las escandinavas. En este sentido la democracia de 1978 es heredera de la de 1931, aunque una se llame monarquía y la otra república; una heredera mejorada: pese a que la democracia española figura en cabeza de todos los rankings internacionales de calidad democrática, todos sabemos que es una democracia pobre, débil e insuficiente, pero quien no sepa también que es mucho mejor que la de la II República no sabe lo que es la democracia actual, a pesar de sus muchos defectos, ni lo que fue la II República, a pesar de sus muchas virtudes. Esto no es triunfalismo baboso, sino terca realidad (y sin conocer la realidad es imposible mejorarla). Una de las cosas que demuestra que la democracia actual es mejor que la de 1931 es que, a diferencia de la de 1931 —que fue acosada desde el principio por sectores muy poderosos—, la de hoy sólo es cuestionada por minorías que, de la CUP a Vox, apenas en los últimos años han cobrado relevancia, y que además critican esta democracia en nombre de la democracia (sea ésta lo que sea para ellos): ni siquiera Vox, que defiende la herencia del franquismo, se atreve a proponer nada semejante al franquismo como alternativa a la democracia. Este descrédito casi total de lo que destruyó la II República e instauró una dictadura de 40 años, este prestigio de la democracia que encarnaba la II República y que los republicanos —creyeran o no en ella— defendieron en la guerra con las armas, constituye el gran triunfo póstumo de la II República.

Se dice con frecuencia que la historia la escriben los vencedores; pese a que la frase se haya convertido en cliché, es verdad. Pero con la misma frecuencia se olvida que la derrota de los perdedores debe ser total y absoluta, sin remisión; la de la II República no lo fue. Al menos yo apuesto a que, si Machado viviera, no tendría ninguna duda: pensaría que, aunque sea pobre, débil e insuficiente, la democracia de hoy es, humanamente, la victoria de la II República. Y pensaría que su espanto, su decepción y su sufrimiento, igual que el de tantos otros republicanos como él, habían merecido la pena.




Franco celebra su victoria (Madrid, 19 de mayo de 1939)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4825
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 16 de mayo de 2018

[A VUELAPLUMA] Pesadilla en Barcelona





¿Representa el señor Torra, con su xenofobia salvaje, al independentismo actual? ¿Esto es lo que había detrás del nacionalismo tolerante, transversal, abierto e integrador que el catalanismo predicaba en Cataluña?, se pregunta en el diario El País el escritor catalán Javier Cercas. Me sumo a su petición final: Ya no sé si merece la pena pedir ayuda a un Gobierno español que ni siquiera ha sido capaz de explicar a la opinión pública europea qué es lo que está pasando en Cataluña; se la pido al Estado democrático, a los europeos, a los españoles y a los catalanes de buena fe —incluidos los separatistas catalanes de buena fe—: hay que parar esta pesadilla. 

Repitámoslo una vez más, comienza diciendo Cercas, a ver si repitiéndolo acabamos de creerlo: Joaquim Torra, flamante presidente de la Generalitat, es un entusiasta de Estat Català, un partido fascista o parafascista y separatista que en los años treinta organizó milicias violentas con el fin de lanzarlas a la lucha armada; también es un entusiasta de sus líderes, en particular de los célebres hermanos Badia, dos terroristas y torturadores a quienes, como recordaba Xavier Vidal-Folch en este periódico, el señor Torra calificó como “los mejores ejemplos del independentismo”. La palabra “entusiasta” no es, como se ve, exagerada. Hace apenas cuatro años, en un artículo titulado Pioneros de la independencia y publicado en el diario El Punt Avui, el señor Torra escribía refiriéndose a Estat Català y a Nosaltres Sols!, una corriente de Estat Català nacida en torno a una red paramilitar clandestina: “Y hoy que el país ha abrazado lo que ellos defendían desde hace tantos años, me parece de justicia recordarlos y agradecerles tantos años de lucha solitaria. ¡Qué lección, qué bellísima lección!”.

Todo lo anterior es más o menos conocido; no lo es tanto, en cambio, que el partido venerado por el señor Torra sobrevivió a la Guerra Civil y el franquismo y revivió durante la Transición. Así, la hemeroteca de la Universidad Autónoma de Barcelona conserva un cuaderno firmado por Nosaltres Sols! que, según el historiador Enric Ucelay-Da Cal, se publicó en torno a 1980. Está escrito en catalán, consta de ocho páginas mecanografiadas, se titula Fundamentos científicos del racismo y concluye de esta forma: “Por todo esto tenemos que considerar que la configuración racial catalana es más puramente blanca que la española y por tanto el catalán es superior al español en el aspecto racial”. Cambiando “alemán” por “catalán” y “español” por “judío”, estas palabras las hubiera firmado cualquier ideólogo nazi de pacotilla: ¿son ellas la lección, la bellísima lección que, según el señor Torra, debemos aprender los catalanes de sus admirados pioneros independentistas? La respuesta sólo puede ser sí, al menos a juzgar por los artículos y tuits que el señor Torra ha escrito en los últimos años y que hemos conocido con incredulidad estos últimos días, en los que los españoles aparecen sin falta como seres indeseables, candidatos a ser expulsados de Cataluña (“Aquí no cabe todo el mundo”, escribió en 2010, refiriéndose a dos socialistas catalanes con apellidos españoles).

En su primera entrevista como candidato, el señor Torra declaró sobre esas porquerías xenófobas: “Pido disculpas si alguien las ha entendido como una ofensa”. ¡Pero, hombre de Dios, cómo se le ocurre! ¿Quién en su sano juicio consideraría una ofensa que se le califique de sucio, fascista, violento y expoliador, como hace usted en sus textos con millones de personas? Y ahora la pregunta se impone: ¿representa el señor Torra, con su xenofobia salvaje, al independentismo actual? ¿Esto es lo que había detrás del nacionalismo tolerante, transversal, abierto e integrador que el catalanismo predicaba en Cataluña y que tantos nos creímos durante años (aunque no fuéramos nacionalistas)?

Uno entiende muy bien que el señor Puigdemont y tres o cuatro insensatos como él compartan las ideas del señor Torra, pero ¿las comparte también el PDeCAT, la antigua Convergència de Pujol y Roca y Mas? ¿Las comparten ERC y la CUP, partidos que dicen ser de izquierdas? Y, si no las comparten, ¿cómo es posible que hayan permitido con sus votos que este señor sea presidente de Cataluña? Porque no es que el señor Torra no merezca ser presidente de la Generalitat; es que no merece ser representante político de nadie, y los partidos catalanes que conservan un mínimo de cordura y dignidad hubieran debido exigir su inmediata dimisión como parlamentario. ¿Cuánto hubiera durado en su escaño un diputado de cualquier parlamento español que hubiera escrito sobre los catalanes las brutalidades que ha escrito este señor sobre los españoles y hubiera expresado hace cuatro días su entusiasmo por Falange, el equivalente español de Estat Català?

Hasta aquí, el asco y la vergüenza; ahora viene el miedo. Porque el señor Torra ha prometido en el Parlamento catalán hacer exactamente lo mismo que, en nombre de la democracia y sin el más mínimo respeto por la democracia, hizo su antecesor en la presidencia de la Generalitat, lo mismo que en otoño pasado llevó a Cataluña, tras el golpe desencadenado el 6 y 7 de septiembre, a vivir dos meses de locos durante los cuales el país se partió por la mitad y quedó al borde del enfrentamiento civil y la ruina económica (una ruina que algunos economistas consideran en voz baja difícil de evitar: una muerte lenta). Por supuesto, este xenófobo entusiasta de un partido fascista o parafascista y violento se halla en condiciones de cumplir su ominosa promesa, porque a partir de su toma de posesión tendrá en sus manos un cuerpo armado compuesto por 17.000 hombres, unos medios de comunicación potentísimos, un presupuesto de miles de millones de euros y todos los medios ingentes que la democracia española cedió al Gobierno autónomo catalán, además de cosas como la educación de decenas de miles de niños. Dicho lo anterior, sólo puedo añadir que me sentiría mucho más tranquilo si el presidente de la Generalitat fuera un paciente escapado del manicomio de Sant Boi con una sierra eléctrica en las manos.

A veces la historia no se repite como comedia, según creía Marx, sino como pesadilla; es lo que está ocurriendo ahora mismo en Cataluña. El señor Torra lleva razón en una cosa: de un tiempo a esta parte, todo el nacionalismo catalán y dos millones de catalanes parecen haber abrazado las ideas que en los años treinta defendían Estat Català y Nosaltres Sols!; la mayoría de los separatistas no lo saben, claro está, pero eso explica que nuestro nuevo presidente sea el señor Torra. O dicho de otro modo: ayer tomaron el poder en Cataluña aquellos a quienes la mayor parte del nacionalismo catalán, desde los años treinta hasta hace muy poco, consideraba extremistas peligrosos, cuando no directamente descerebrados. En estas circunstancias, no sé si merece ya la pena pedir ayuda a un Gobierno español que ni siquiera ha sido capaz de explicar a la opinión pública europea qué es lo que está pasando en Cataluña; se la pido al Estado democrático, a los europeos, a los españoles y a los catalanes de buena fe —incluidos los separatistas catalanes de buena fe—: hay que parar esta pesadilla.



Dibujo de Raquel Marín para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 4444
elblogdeharendt@gmail.com
Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)