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jueves, 2 de mayo de 2019

[PENSAMIENTO] La estructura política de la verdad





Lo verdadero se reconoce porque obliga a cambiar de amigos y porque causa grave lesión a identidades, individuales o colectivas, escribe el profesor Antonio Valdecantos, catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III. Cuando aparece, es un episodio incómodo que se intenta ignorar.

El camino que lleva a la justificación de la mentira propia, comienza diciendo Valdecantos, está inundado de mala fe, pero quien lo recorra actuará persuadido, hasta llegar a cierto trecho, de haber obrado en posesión de la virtud. El itinerario es sencillo y familiar. Se parte de la idea, muy fácil de adquirir y a menudo cierta, de que el enemigo (el individuo o grupo al que como tal se reconoce) es perverso y odioso, de modo que en su condición corrompida se incluirá, desde luego, la mendacidad. El siguiente paso es combatir tal perversión, lo cual implicará, no pocas veces, suspender provisionalmente la virtud: ¿acaso al mal absoluto se lo doblega comportándose como hermanitas de la caridad? Quien así proceda estará convencido de que actúa en legítima defensa y de manera controlada, deseando de todo corazón que vuelvan las circunstancias en que ya no sea necesario beber ni dar a beber tan amargo trago. Esta suspensión cautelar incluirá a veces —“por desgracia”, se añadirá, al principio con pesadumbre, pero pronto con hipocresía— la práctica de la mentira: ¿cómo no mentir, aunque sea un poco y a desgana, en un mundo de mentirosos?

El paso posterior consistirá en proclamar que uno, en realidad, no ha mentido, y que llamar “mentira” a sus palabras es una exageración o quizá una insidia. También puede ocurrir que la mala conciencia se pierda y que la mentira cobre plena justificación, pues —se dirá— todo lo que se haga contra los enemigos será mejor que lo que ellos acostumbran a hacer. Y cabe, desde luego, persuadirse de que tales preocupaciones son ociosas, ya que la cuestión de la verdad no tiene importancia ninguna: lo único relevante es ganar, porque a la victoria la admira todo el mundo y nadie le pone pegas ridículas. ¿Implica esto que ya no cabe acusar al enemigo de perversidad? De ningún modo: el adversario es malo de por sí, porque su esencia está viciada, hagamos nosotros lo que hagamos. Y, si todo en él es perverso, cualquier cosa que se le oponga merecerá la bendición. Quien derrota a cierta clase de gentes se hace un favor a sí mismo y se lo hace a la humanidad.

Estos deshonestos trucos forman parte de la astucia mundana de todas las épocas y lugares. Con quien dice despreciar la verdad cualquier cuidado es poco, pero también cuando a alguien se le llena la boca con esta palabra es aconsejable extremar las precauciones, pues no será raro que lo expresado constituya una estratagema para ganar prestigio o un resultado del autoengaño. No faltarán lectores que, dando la razón a la descripción que hasta aquí se ha hecho, la tomen como un cuadro realista de lo que a menudo se presenta ante nuestros ojos. Sin embargo, pocos serán, por regla general, quienes estén dispuestos a encontrar en ello un retrato de sí mismos y de sus amigos. Todas estas miserias abundan, se dirá, en tales o cuales individuos, partidos, tendencias o escuelas, de las que los míos y yo, de manera notoria, estamos muy alejados: si quieres convencerte de ello, no tienes más que vernos y tratarnos. Muy poco puede hacerse para disuadir de esta frecuente convicción.

Repárese, no obstante, en algo que seguramente afecta a la naturaleza más profunda de la verdad. La opinión popular, respaldada por algunos filósofos, según la cual la verdad es el acuerdo o correspondencia con algo que se llama “los hechos” está muy bien para tranquilizar las conciencias, pero, además de no tener demasiado que ver con hecho alguno, es un apresurado refugio de la pereza. Que la realidad se componga precisamente de “hechos”, aptos para su emparejamiento con juicios humanos verdaderos, implica una noción de lo real demasiado ordenada y limpia. Conforme a ella, los hechos fueron inventados para que nos dieran la razón y para que el mundo pudiese ser concebido como una inmensa estructura ajustable a nuestro entendimiento, aunque quizá dicho mundo no tenga nada que ver con este piadoso deseo. Lo que se llama realidad no se manifiesta dando respaldo a nuestras afirmaciones ni corrigiéndolas cortésmente, sino burlándose de nuestra confianza en ella y vapuleándonos sin ninguna clase de miramientos. Convencerse de que los hechos se han ceñido a las creencias de uno es una ilusión bien pueril: espere usted un poco más y verá cómo se portan con sus certidumbres, incluida ésa.

Si lo que se quiere es mantener las lealtades, con la rutina hay suficiente y la verdad no hace ninguna falta. Ni siquiera resulta muy oportuna, porque lo más destacable de ella es la amenaza de ruptura que siempre lleva consigo. Para conjurar este peligro, es frecuente aplicar al hábito el nombre y las galas de la verdad, pero el momento más característico en que la verdad entra en juego, unas veces de lleno y otras en forma de sospecha, surge cuando algún supuesto muy arraigado se desploma o da señales de ruina. Lo compartíamos con nuestros amigos, correligionarios y seres queridos, los cuales nos repudiarían si lo pusiésemos en duda, y por nada del mundo abjuraríamos de tan sagrada creencia. Ni imaginar podemos cómo nos las arreglaríamos en caso de que aquello que está en peligro dejase de ser verdad, y esto basta, de ordinario, para persuadirnos de que el riesgo es sólo aparente: lo que parece imponerse como verdad no lo es, y no lo es porque no puede serlo.

La verdad es un huésped inoportuno para el que no hay sitio en casa. Se la reconoce porque obliga a cambiar de amigos y porque causa grave lesión a identidades, individuales o colectivas, dispendiosamente alimentadas durante mucho tiempo. “Platón es amigo, pero más lo es la verdad”: así suelen parafrasearse las palabras que Aristóteles hubo de proclamar alguna vez. Nos juntamos para convencernos, entre todos, de la verdad de nuestras creencias, si bien la verdad consiste en destruir ese convencimiento y, llegado el caso, en dejar de estar juntos. Cuando aparece, es un episodio incómodo que se intentará ignorar, confiando en que las aguas vuelvan a su cauce y se olvide semejante pesadilla. Ésta es la estructura de la verdad, ciertamente política, aunque todavía falta un elemento importante en la descripción: a veces la verdad no obliga a cambiar de bando, pero, allí donde da razones para perseverar en el propio, tales razones no siempre serán aceptables por éste y a veces habrán de permanecer cuidadosamente ocultas. También cuando deja las cosas en paz resulta la verdad un agente inquietante.


Dibujo de Eulogia Merle para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4874
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 7 de octubre de 2011

En defensa de lo público: Emilio Lledó





Emilio Lledó






La filosofía no suscita excesivo interés en la sociedad española. El pensar por el pensar, sin finalidad económica o de prestigio inmediatos, no vende. Expulsada en la práctica del currículo de los estudios de secundaria y del bachillerato, no atrae como disciplina académica sino a unas docenas de estudiantes "rara avis", o que la escogen como una asignatura "maría" que no les va a exigir excesivo esfuerzo. Y fuera de esos ámbitos, el vacío más absoluto. Lamentable, pero cierto. Así nos va...

El escritor y cineasta David Trueba aludía a ello, a esa absoluta falta de interés social por dicha materia en el diario El País del pasado miércoles, en un artículo titulado, precisa y escuetamente, así; "Filosofía". Situación esta que nos convierte, a su juicio, en una excepción dentro del mundo civilizado. Trueba se refiere en concreto al tratamiento de la Filosofía en el medio televisivo, con programas que divulguen su contenido bien temáticamente o mediante el concurso de entrevistas a lo más destacado de nuestros pensadores. La filosofía, que nos acompaña desde siglos, -dice-, debería dar una pista a la televisión sobre lo que es permanente, pero ella se pliega sumisa a lo provisional.

Y sin embargo, los filósofos, han sido generalmente, y casi siempre, gente comprometida con su tiempo y con sus contemporáneos. La nómina es impresionante, desde Sócrates y Platón, hasta Savater. No suelen caer en la tentación de la política como actividad pública,  quizá curados en salud por la experiencia de Platón, que acabó vendido como esclavo por meterse en ella, pero sí que denuncian con convicción los males de su tiempo. Por ceñirnos a España, lo hicieron en tiempos recientes Ortega, D'Ors, Zubiri, Marías, Aranguren...

Emilio Lledó es hoy, con toda seguridad, a sus 84 años, el más importante e influyente de los filósofos españoles vivos. Y es el único de los filósofos citados anteriormente que he conocido y tratado en persona, como alumno suyo que fui, durante su etapa de profesor en la UNED entre 1978 y 1987. Él me abrió las puertas al conocimiento de Platón, Aristóteles y San Agustín durante un Seminario que impartió en el Centro Asociado de la UNED en Las Palmas a mediados de los años 80.  No puedo saber la impresión que ese Seminario causó entre mis otros compañeros, pero para mí, y lo he comentado en alguna otra ocasión en el blog, supuso un punto de inflexión en la forma de acercarme a la Historia de la Filosofía y al pensamiento filosófico en general, algo que no domino pero me cautiva, y que lo convirtió en la experiencia más gratificante de mi vida como universitario, una relación con la universidad que se ha prolongado, con altibajos, desde 1964 hasta 2006. 

No ha sido el profesor Lledó, contrariamente a los citados anteriormente, un filósofo dado a las declaraciones o manifestaciones de carácter político, y mucho menos, partidistas, aunque siempre ha hecho gala de un talante claramente democrático y de carácter progresista, si es que este término aun designa algo reconocible en el panorama político español. 

Muy harto tiene que estar de la situación de torpeza, inoperancia y desvergüenza de nuestra clase política cuando a unas semanas del inicio de una campaña electoral como la que se avecina y adivina, a cara de perro, y en la que parece que todo va a valer con tal de destruir al adversario, se lanza a la palestra de la opinión públicada con un artículo (El País, 4.10.2011), que titula, nada menos: "¿Quién privatiza a los políticos?", en busca, dice, de las razones de la degeneración intelectual de parte de la clase política, y para descubrir las razones ocultas de ese "tsunami" privatizador que asola la  democracia española. 

La defensa de lo público hace vivir la democracia, dice, Y añade poco más adelante: el verdadero sustento de la sociedad, de la vida colectiva tan importante como la vida de la naturaleza, es la educación, la cultura, la ética. Ellas son las verdaderas generadoras de riqueza ideal, moral y material.

Parece que la raíz de todas esas razones ocultas privatizadoras, sigue diciendo, con independencia de determinadas claves genéticas, brota también de la educación, de los ideales que, al abrirnos al mundo del saber y la cultura, hayan acertado a enseñarnos aquellos en cuyas manos está alumbrar la inteligencia y la sensibilidad. Las opiniones que se clavan en las neuronas y que determinan la forma de actuar sobre las palabras y sobre aquello a que esas palabras nos empujan, proviene de esos reflejos condicionados que, desde la infancia, han aprisionado nuestra manera de ver e interpretar el mundo.

Podemos intuir, concluye, que la degeneración intelectual de buena parte de la clase política, y de los llamados emprendedores -los que, por ejemplo, emprendieron la destrucción de nuestras costas-, procede de esos conglomerados ideológicos en los que se mezclan, con la indecencia, alguno de los males a que se ha aludido. ¿Quién privatiza a los políticos? ¿Quién nos devolverá, en el futuro, la vida pública, los bienes públicos, que nos están robando? Eso me pregunto yo también, mi admirado y querido profesor Lledó.. 

Como anexo a la entrada he incorporado el vídeo que recoge la entrevista que en mayo del pasado año el periodista David Cantero realizó al profesor Lledó para la 2 de TVE. De nuevo el editor del vídeo ha equivocado la fecha situándola en el mes de julio de ese mismo año. No tiene mayor importancia el dato pero lo aclaro por si acaso.

Espero que tanto mi entrada como el artículo del profesor Lledó y el vídeo les resulten interesantes. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt 





Viñeta de Forges




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"Tanto como saber, me agrada dudar" (Dante)
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)
"La historia del mundo no es un suelo en el que florezca la felicidad. Los tiempos felices son ella páginas en blanco" (Hegel)

lunes, 23 de noviembre de 2009

Hay pocas cosas nuevas bajo el Sol...




Antígona en una representación pictórica neoclasicista



Que hay pocas cosas nuevas bajo el Sol es una frase ciertamente manida, pero certera. Sobre todo en política. Y en teatro. En mi comentario de ayer en el Blog llegue a decir que a partir de determinado momento la vida de cada ser humano no es más que una paráfrasis de sí misma. Quizá pequé de exagerado, aunque no estoy muy seguro de ello. Desde luego en teatro y política todo lo que se ha dicho o escrito después del siglo V a.C. no es más una mera paráfrasis de lo que ya dijeron por esas fechas Esquilo, Sófocles, Eurípides, Platón, Aristóteles, Tucídides, Heródoto y unos cuantos atenienses más.

El teatro y la democracia nacen casi al mismo tiempo y en el mismo lugar, en la Atenas del siglo V a.C., y no por casualidad. Hay un libro precioso titulado "La fragilidad del bien. Fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega" (Antonio Machado Libros, Madrid, 2004), de la profesora norteamericana de Derecho y Ética de la Universidad de Chicago, Martha C. Nussbaum, que explica muy bien esa inextricable relación entre Tragedia y Política que encontramos en la Atenas de esa época.

El mismo tema, pero con un enfoque distinto, lo trata el profesor Ferrán Requejo, catedrático de Ciencia Polítiica de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona en su artículo "Tragedia y democracia (Porque no somos dioses)", publicado el pasado día 18 de noviembre en el Boletín electrónico de la Safe Democracy Foundation-Foro para una Democracia Segura.

Las tragedias clásicas, dice el profesor Ferrán Requejo, remiten al complejo mundo de las acciones humanas en cuanto éstas tienen de "representación" de valores muchas veces irreconciliables. Y lo mismo ocurre con nuestros actos políticos, nunca del todo decidibles de manera racional. En el núcleo de la democracia antigua, añade, se hallaba el intento de superar el despotismo y la anarquía a través de un sistema que permitiera la expresión de la pluralidad, pluralidad a la que el pensamiento liberal añadió la idea de los derechos individuales como fuente de legitimación y limitación del poder, convirtiendo a la democracia representativa y pluralista en algo "trágico" por necesidad.

No deberíamos tener tanto miedo al enfrentamiento político, pues ese enfrentamiento es la esencia de la democracia pluralista. Lo otro, la paz de los cementerios, es lo propio de las dictaduras y los estados totalitarios. Salgamos al ágora sin temor pues sólo a la luz pública de la controversia y la libre discusión la democracia tiene sentido. Pongámonos nuestra máscara de actores trágicos, nuestro "πρόσωπον" (prósopon), la que nos convierte de individuos en "personas" y ciudadanos y representemos nuestro papel en la escena pública. Como nos enseñaron los atenienses hace 2500 años. Sean felices. Tamaragua, amigos. (HArendt)





La profesora Martha C. Nussbaum




"TRAGEDIA Y DEMOCRACIA (PORQUE NO SOMOS DIOSES)", por Ferrán Requejo
Boletín Safe Democracy Foundation - Foro para una Democracia Segura
18 de noviembre de 2009

Las tragedias clásicas siguen y seguirán fascinándonos. Y las democracias nunca dejarán de parecernos algo necesario e incompleto a la vez. Tragedia y democracia aparecieron como productos inéditos en la ciudad de la Grecia clásica. Aún hoy, de los cuatro grandes trágicos de la historia –Esquilo, Sófocles, Eurípides y Shakespeare-, tres son autores griegos del siglo V a C.

Las tragedias remiten al mundo contingente y complejo de las acciones humanas. Sin acción no hay tragedia, decía Aristóteles. Pero la mimesis que introducen debe entenderse más como representación que como imitación de nuestras acciones. Se trata de la representación del tablero en el que discurre el juego de nuestras decisiones políticas y morales. Y lo humano resulta contradictorio ya que los valores desde los que intentamos ordenar moralmente el mundo resultan a menudo irreconciliables. Tomados aisladamente, el amor, la justicia, la libertad, el deber o la amistad, resultan efímeros en lo práctico y abocan al dogmatismo en lo teórico. Se trata de valores convenientes pero que no pueden ser sintetizados de una manera armónica. El conflicto moral es entre el bien y el bien. Una característica de nuestras acciones prácticas que resulta informativa para las democracias. En contraste con el mundo que muestran las tragedias, las ideologías monistas –aquellas que aún pretenden la armonía moral reduciendo la pluralidad a un único principio superior- se revelan empobrecedoras y coactivas (como buena parte de las versiones religiosas monoteístas o de las ideologías políticas totalizadoras). En otras palabras, en el ámbito de la racionalidad práctica, Platón y Kant se equivocan; la democracia remite a un inevitable pluralismo trágico.

Somos también lo que hacemos. Pero las acciones humanas nunca configuran una imagen única, sino los múltiples destellos de un “espejo roto” moral (Vidal-Naquet). No seremos más justos tratando de enmascarar la pluralidad contradictoria en la que debemos actuar. Y probablemente tampoco seremos más felices. Las tragedias muestran aquello que las teorías morales y políticas suelen callar. Nuestra razón instrumental es fuerte, nuestra moralidad es frágil. Las acciones prácticas no son nunca del todo decidibles de manera racional. Pero Creonte, Antígona, Orestes, Brutus, Enrique IV o Lear no pueden sino actuar, a pesar de que sus preguntas tienen varias respuestas racionales y morales posibles. El carácter “agonístico” de la moralidad y de la política deviene “trágico” no solo porque cualquier acción que emprendamos comporta alguna pérdida, sino porque no podremos evitar que la acción emprendida arrastre efectos negativos, sea lo que sea lo que decidamos hacer

Por ello, la representación de las tragedias, como también vio Aristóteles, siempre viene acompañada por el placer de oírlas, por la comprensión hacia los personajes, y por el temor que despierta la acción en los espectadores (el enfrentamiento de personajes es el que lleva a Arthur Miller a preferir el teatro a la novela “porque veo la vida humana como un enfrentamiento; una confrontación entre las ideas y las personas. El teatro permite esta explosión, esta relación”). Shakespeare insistirá en situar en el interior de los mismos personajes esa pluralidad de motivos. Lo expresa H. Bloom comentando Macbeth: “Machbeth, es el Mr Hide para nuestro Dr Jekyll … las ironías de Macbeth no nacen de las perspectivas en conflicto, sino de las divisiones en el yo de Macbeth y del público”. Estamos moralmente atrapados en nosotros mismos, y fuera, no hay nada más.

Las tragedias suponen, así, un buen fundamento para las nociones de representación y de pluralismo en las democracias liberales. En el núcleo de la democracia antigua se hallaba el intento de superar el despotismo y la anarquía a través de un sistema que permitiera la expresión de la pluralidad. El liberalismo político añadirá la idea de los derechos individuales como fuente de legitimación del poder y una serie de técnicas exitosas para su limitación. Debemos invertir a Rousseau: precisamente porque no somos dioses (o ángeles), la democracia, representativa y pluralista, es decir, trágica, resulta imprescindible.





El profesor Ferrán Requejo




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Entrada núm. 1251 -
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"Pues, tanto como saber, me agrada dudar" (Dante)
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)