sábado, 20 de enero de 2024

[ARCHIVO DEL BLOG] El calendario del príncipe. [Publicada el 23/01/2019]












La decisión de alargar o abreviar el desempeño de la magistratura, el denominado "calendario del príncipe", le corresponde solo a quien la ganó, señala el profesor Antonio Valdecantos, catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III.
Puede que el único resto de soberanía del gobernante contemporáneo sea la potestad de elegir el momento en que poner fin al mando, comienza diciendo. En algunos casos, esa capacidad no equivale, sin más, al poder de abdicar (propio de la monarquía, el papado, las repúblicas presidencialistas y, desde luego, las tiranías), sino que, por el contrario, permite decidir sobre el momento más ventajoso para confiar a las urnas el inicio de un nuevo mandato.
El caso español encierra elementos que hacen reverdecer, aunque sea de manera teatral, la fantasía del poder soberano: que la fecha de la disolución anticipada de las Cortes —y la palabra “disolución” no puede ser más resonante— solo la conozca el jefe del Poder Ejecutivo es lo más parecido que cabe encontrar a los viejos arcanos del imperio, y resulta natural que los inquilinos del palacio de la Moncloa no se priven, uno tras otro, de mencionar de cuando en cuando esta prerrogativa suya, dando a entender que en la ignorancia de su secreto todos estamos igualados, desde el segundo de a bordo del Gobierno hasta el más desdichado de los súbditos. La soberanía era divina, pero sus restos mortales tienen un aspecto demasiado humano.
Algún residuo de soberanía tendría que mostrar el gobernante para que no se le perdiera totalmente el respeto, si bien la ostentación habrá de ser cauta. El príncipe de la modernidad tardía tiene que parecer, sin duda, un ciudadano más y debe sobreactuar todo lo posible para ser tomado como tal, aunque, al mismo tiempo, habrá de guardarse una reserva de aura, más semejante, eso sí, a la de las estrellas del espectáculo que a la de los santos o los sabios. Su fortuna dependerá de cómo se desempeñe en la gestión de este double bind. El soberano no decide porque no existe, pero sí caben ficciones y dramaturgias en las que el titular del Gobierno determina ciertas fechas, y también son posibles tiempos baldíos y devastados (casi más afines a la poesía de T. S. Eliot que a la teoría política de Carl Schmitt) en los que el poder escenifica su propia evanescencia.
Gobernar meramente “en funciones” parece implicar una suerte de desnudez política en la que no es posible poder efectivo alguno, y de cuya anomalía se ha querido derivar a veces (como ocurrió en España en 2016) la ausencia de responsabilidad parlamentaria. Cuando el tiempo político está estancado, quien manda no manda del todo y se resistirá a someterse a quienes sí lo hacen.
Es natural que la ilusión de lograr que el tiempo deje de correr y la de ponerlo nuevamente en movimiento proporcionen un placer no pequeño a quien gobierna, aunque sería un delirio tomarla en serio. Sin embargo, a veces se está condenado a gobernar de manera que la capacidad de decidir el final del propio mandato constituya el principal motivo de fortaleza, si es que no el único.
Por agobiante que sea la indigencia de apoyo parlamentario padecida y por adversa que resulte la fortuna, la decisión de alargar o abreviar el desempeño de la magistratura le corresponde solo a quien la ganó, lo cual puede ser causa de un pundonor envenenado.
Acaso sepa el gobernante que le conviene darse prisa en la decisión porque la ocasión propicia está aquí mismo (o quizá descubra con melancolía que ha pasado ya y no volverá), pero lo primero que debe mostrar es su pertenencia a las gentes que no abandonan una empresa cuando la han asumido. ¿Quién lograría ganar unas elecciones si no ha acreditado perseverancia en el mando y es incapaz de lo que Maquiavelo llamaba mantenere lo stato?
Como el elector ya no admira nunca al gobernante, lo que exige es ponerlo y quitarlo a su gusto, sobre todo sin sufrir largas esperas. Busca la feliz gobernación, si bien no una tan próspera que haga deseable su perpetuidad. Quiere estar bien servido, aunque eso implica, sobre todo, cambiar de amo con frecuencia. Sin embargo, necesita que, mientras dure el gobierno, sea efectivamente gobierno, y no el embrollo de alguien que va con prisas. Al igual que quien manda, el elector quiere una cosa y quiere la contraria, y está atado a ambas obediencias.
Las ataduras dobles son muy frecuentes en la vida y seguramente no pueden eliminarse nunca del todo, pero lo que más importa es que hay veces en que su confesión es un tabú. El príncipe y el pueblo están unidos por un destino común: el de tener que disimular la esquizofrenia que los consume y fingir otra cosa. Sus servidumbres resultan muy semejantes, y sobre todo se parecen en que, con tal de evitar su explicitación, el uno y el otro están dispuestos a las sobreactuaciones más inverosímiles. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














viernes, 19 de enero de 2024

Del muro de la religión

 







Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz viernes. La percepción del conflicto entre Israel y Palestina desde la lente de la identidad religiosa limita las vías de reconciliación, escribe en El País la politóloga Eva Borreguero, y remontarse al Antiguo Testamento o al siglo VII solo alimenta la islamofobia y el antijudaísmo. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com












El muro de la religión
EVA BORREGUERO
15 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Cuántos muertos deberán caer antes de que se agote el dolor, la cólera y la ira que une a israelíes y palestinos. Cuánto tiempo pasará antes de que dejen de vivir de espaldas y se miren en reconocimiento mutuo. En el corazón de la pugna por la tierra, crepita el ascua de la religión que anima la identidad de implicados y movilizados, concepciones de una idea de justicia y sufrimiento que se refractan en la visión del mundo. De ello da fe la reacción de la calle árabe a la demoledora respuesta de Israel por la bárbara masacre de Hamás. A lo largo y ancho de Oriente Próximo se han sucedido protestas en solidaridad con la causa palestina, justa empatía ante la devastación de Gaza, si bien el clamor y la indignación de los manifestantes ofrecen un claro contraste con la indiferencia o escasa movilización ante otros sucesos igualmente graves perpetrados por gobiernos de países musulmanes. Algunos ejemplos: la guerra civil en Yemen que ha causado cerca de 400.000 muertos o la deportación de 1,7 de refugiados afganos decretada por las autoridades paquistaníes, a pesar de que muchos de ellos padecerán a su regreso la persecución de los talibanes. Suceso que está teniendo lugar en estos momentos ante la indiferencia de los medios de comunicación.
La percepción del conflicto desde la lente de la identidad religiosa, por otro lado, difícilmente eludible, limita las posibilidades de buscar vías de reconciliación, generando dinámicas de exclusión y rivalidad. Por eso están de más los gestos que incidan en la dimensión sacrosanta, como las del primer ministro israelí, Bibi Netanyahu, en sintonía con sus socios de la extrema derecha integrista en el Gobierno, apelando a la lógica de las escrituras sagradas para justificar la réplica a Hamás. Cualquier reivindicación que remita a promesas bíblicas para ejercer un dominio unilateral sobre la Tierra Santa avivará la discordia.
Por su parte, la izquierda musulmana debería significarse frente al anti-judaísmo inveterado que permea las sociedades islámicas y que reverberó en las concentraciones de protesta en contra de Israel al grito de ¡Jáibar, Jáibar!, referencia al oasis histórico de la península arábiga donde en el año 628 las fuerzas del islam exterminaron a la población judía. Judeofobia que alimenta el rechazo hacia Israel y explica el doble rasero de calificar la guerra contra Hamás de genocidio, pero guardar un elocuente silencio frente a crímenes con la marca de genocidio perpetrados contra musulmanes: el de los rohinyás en Myanmar —actualmente expulsados de Bangladés— o el trato del Partido Comunista de China a los uigures: más de un millón internados en centros de “reeducación”. En otro orden de cosas, pero en línea con lo anterior e igualmente con un trasfondo étnico-religioso, tenemos, de nuevo, la erradicación de los cristianos armenios. Tal y como se ha denunciado en estas páginas. Tras evacuar a la población civil armenia de las tierras que han ocupado durante siglos, Nagorno-Kabaraj será forzosamente integrado en Azerbaiyán, con el beneplácito del presidente turco, Erdogan, quien considera a Hamás un movimiento de resistencia, pero no duda en favorecer las políticas revisionistas en el sur del Cáucaso.
Tampoco ayuda el dogma de presentar a Israel como una anomalía, un cuerpo ajeno al entorno, compuesto por judíos blancos llegados de Europa. Idea que omite el origen oriental de cerca de la mitad de la población israelí, los mizrají, algunos presentes en Tierra Santa desde siglos, y el resto mayoritariamente llegados de los países del entorno de donde fueron expulsados tras fundarse el Estado hebreo. Quienes consideren a Israel como un “Estado artificial”, escribe el columnista paquistaní Kunwar Khuldune Shahid en The Freethinker, deberían fijarse en el carácter arbitrario de los Estados poscoloniales, formados a modo de retales y costurones, con especial énfasis en el que es, en muchos aspectos, el doble de Israel: Pakistán, creado en 1947 sobre la base de una teoría defendida por la Liga Musulmana, sin contar con el consentimiento de los 14 millones de indios desplazados —el mayor éxodo de la historia— entre zonas del subcontinente tan diferenciadas entre sí como lo pueden ser Polonia y Portugal en Europa.
Cualquier solución, por lejana que pueda parecer hoy, más allá de la fórmula de los dos Estados, requiere ahondar en la seguridad, la esperanza y la confianza. Las dos primeras, lógico intercambio entre israelíes y palestinos, como aclaró el antiguo director del servicio secreto interior israelí, Ami Ayalon, en una entrevista publicada en La Vanguardia. La tercera, porque en ausencia de confianza, impera el miedo, la sospecha y las posiciones defensivas. Para Israel, que ha padecido de continuo la hostilidad belicosa de sus vecinos, la confianza pasa por normalizar relaciones y que se acepte la legitimidad de su Estado. Para los palestinos, poner fin a la expansión de los asentamientos de colonos propiciado por Netanyahu y al borrado de sus derechos. A menos que unos y otros separen la tierra en disputa de las percepciones religiosas extremas, no habrá soluciones duraderas. Eva Borreguero es politóloga.







































[ARCHIVO DEL BLOG] Un año volátil. [Publicada el 19/01/2019]










Tendremos que aprender a vivir con menos certezas, itinerarios vitales menos lineales, electorados imprevisibles, representaciones contestadas y futuros más abiertos que nunca, escribe el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. 
Sugiero, comienza diciendo, que la palabra del año 2018 sea “volatilidad”, y su metáfora las revueltas de los chalecos amarillos, tras las que no había ningún sindicato ni coherencia reivindicativa y que tiene a su vez que ser gestionada por un presidente de la República, Emmanuel Macron, que no representa propiamente a un partido político sino a algo que prefiere denominarse a sí mismo como un movimiento.
La volatilidad se manifiesta en impredecibilidad que hace fracasar a las encuestas, inestabilidad permanente, turbulencias políticas, histeria y viralidad. Desde Trump, el Brexit y Vox parece que estamos condenados a las sorpresas políticas, esos “accidentes normales” (Charles Perow) que no obedecen ni a la causalidad ni a la casualidad sino que forman parte de una nueva lógica que está todavía por explorar. El resultado de todo ello es la constitución de un público con la atención dispersa, la confianza dañada y en continua excitación.
Cuando Marx y Engels formularon aquella famosa sentencia de que “todo lo sólido se evapora” estaban refiriéndose a un paisaje cultural y político mucho más estable que el actual. Diagnosticaban un conflicto entre dos fuerzas identificables como el capital y el trabajo, unas contradicciones cuya resolución parecía apuntar en un sentido que era posible anticipar. Comparado con el mundo descrito por la idea de volatilidad, el vocablo “revolución” es un término conservador pues presupone un orden que solo habría que subvertir. En una situación de volatilidad, por el contrario, no hay nada estable arriba o abajo, ni centro o periferia, y la distinción entre nosotros y ellos se torna borrosa. Esta es la razón por la que, hablando con propiedad, ya no hay revoluciones sino algo menos visible, menos épico, rotundo y puntual; las transformaciones sociales no son la consecuencia de acciones intencionales, planificadas o gobernadas y las degradaciones de la democracia son más bien procesos de desvitalización; se parecen más al resultado azaroso de la simple agregación de voluntades, donde hay menos perversión que estupidez colectiva.
Nos encontramos en un mundo gaseoso y no en el mundo líquido que Bauman contraponía a la geografía sólida de la modernidad. La idea de liquidez no es suficientemente dinámica para explicar el paso de los flujos a las burbujas. Lo gaseoso responde mejor a los intercambios inmateriales, vaporosos y volátiles, muy alejados de las realidades sólidas de eso que nostálgicamente denominamos economía real. El mundo gaseoso, una imagen muy apropiada también para describir la naturaleza cada vez más incontrolable de determinados procesos sociales, el hecho de que todo el mundo financiero y comunicativo se base más sobre la información “gaseosa” que sobre la comprobación de hechos.
La primera manifestación de la volatilidad es de orden cognitivo. La explosión de posibilidades informativas, el acceso generalizado a la información o la profusión de datos son, al mismo tiempo y por los mismos motivos, una liberación y una saturación. La desintermediación produce una sobrecarga informativa en la medida en que el aumento de los datos disponibles no es compensado con una correspondiente capacidad de comprenderlos. Se podría hablar de una “uberización de la verdad”, en el sentido de que cualquiera tiene acceso a todo, una desprofesionalización del trabajo de la información. Se debilitan los clásicos monopolios de la información, desde la universidad hasta la prensa, en beneficio de las redes sociales, pero en la medida en que no mejora nuestro control de la explosión informativa el resultado es un individuo que puede caer en la perplejidad o en la grata confirmación de sus prejuicios.
La volatilidad afecta muy especialmente a la política. Venimos de una democracia de partidos, que era la forma adecuada a una sociedad estructurada establemente en clases sociales, destinadas a encontrar una correspondencia en términos de representación. Al igual que otras organizaciones sociales, los partidos eran organizaciones pesadas que no se limitaban a gestionar los procesos institucionales de la representación, sino que también incorporaban a sus estructuras áreas enteras de la sociedad, orientando su cultura y sus valores de modo que pudieran asegurarse la previsibilidad de su comportamiento político y electoral. Hoy tenemos una “democracia de las audiencias” (Manin), es decir, una democracia en la que los partidos han sido de alguna manera arrollados por esta volatilidad y actúan con oportunismo en vez de estrategia, en correspondencia con un comportamiento de los electores sin compromisos estables. Esos individuos se sienten mal representados porque de hecho ya no son representables a la vieja manera de un mundo estable; emiten señales difusas que el sistema político no consigue identificar, elaborar y representar adecuadamente. Por eso los partidos tienen grandes dificultades para escuchar a sus votantes y entender, agregar o procesar sus demandas.
No estaríamos en un entorno de tal volatilidad si no fuera porque el tiempo se ha acelerado vertiginosamente. Vivimos en lo que Paul Valéry llamaba un “régimen de sustituciones rápidas”. Qué poco duran las promesas, el apoyo popular, las esperanzas colectivas e incluso la ira, que se aplaca antes de que se hayan solucionado los problemas que la causaban. En el carrusel político las cosas “irrumpen”, pero también se desgastan rápidamente y desaparecen.
En un panorama acelerado se pierde, paradójicamente, la lógica de la acción política, su capacidad de gobernar el cambio social. El desconcierto puede dar lugar a la agitación improductiva o a la indiferencia apática, nada que se parezca a la voluntad política clásica. Se han debilitado las instituciones que otorgaban estabilidad a la sociedad y que al mismo tiempo articulaban el cambio político. Por eso puede darse la extraña situación de que en el régimen de la volatilidad convivan la aceleración y el estancamiento. Tanto las convulsiones emocionales como la indecisión obedecen a una psicología sobrecargada de excitaciones y coinciden también en no dar lugar a ninguna transformación efectiva de nuestras democracias. Detrás de muchos fenómenos de indignación y protesta hay estimulaciones que irritan pero no movilizan de manera organizada.
El gran problema político del mundo contemporáneo es cómo organizar lo inestable sin renunciar a las ventajas de su indeterminación y apertura. Tendremos que aprender a vivir con menos certezas, itinerarios vitales menos lineales, electorados imprevisibles, representaciones contestadas y futuros más abiertos que nunca. No creo que haya una posibilidad de revertir esta situación, que se ha convertido en aquello que tenemos que gobernar. En el célebre lamento del Manifiesto comunista se percibe un tono de nostalgia hacia un mundo más estructurado y ese mundo, entonces y ahora, ha quedado atrás. La gran tarea de la inteligencia colectiva consiste hoy en explorar las posibilidades de producir equilibrio en un mundo más cercano al caos que al orden. Hemos de preguntarnos de qué modo podemos regular esos nuevos espacios, hasta qué punto está en nuestras manos proporcionar una cierta estabilidad, si podemos corregir nuestra fijación en el presente y hacer del futuro el verdadero foco de la acción política, cómo generamos confianza cuando los otros son tan imprevisibles como nosotros, si es posible construir los acuerdos necesarios en entornos de fragmentación política y radicalización, en qué medida podemos mitigar el impacto social de lo inevitable. De lo único que podemos estar ciertos es de que se equivocan quienes aseguran que la política es una tarea simple o fácil. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













jueves, 18 de enero de 2024

De la felicidad y el pensamiento positivo

 






Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz jueves. Ni siempre somos felices, ni siempre conseguimos lo que nos proponemos, ni pasa nada por no serlo o no conseguirlo, comenta en El País la escritora Carmen Domingo, porque no hay fórmulas mágicas para alcanzar la felicidad. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com












Contra el pensamiento positivo
CARMEN DOMINGO
16 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

El otro día, leyendo un artículo en este mismo medio, aprendí un nuevo concepto nacido en redes sociales: “filosofía delulu”. Al resumir su significado llevado a la práctica, explicaba el periodista su uso: “Delulu is the solulu”, que traducido quiere decir “autoengañarse es la solución”. Carlos Megía aseguraba que en redes decían que, repetido como un mantra, los jóvenes se adentraban en el pensamiento positivo. Enseguida pensé en autoayuda y las fórmulas mágicas de la felicidad tan de moda ahora, y tan de toda la vida, según las que debemos creer —incluso los hay que se lo creen— que nuestra felicidad depende de nosotros mismos.
¿Que nos quedamos sin trabajo? ¿Que nuestros hijos reciben una educación que los sitúa bajo mínimos en el informe PISA? ¿Que recibimos un mal diagnóstico médico? Pensamiento positivo: “Todo va a salir bien”. Eso, en lo cercano. Ya lo “universal”, por llamarlo de alguna manera: genocidio en la franja de Gaza, hambruna en países africanos, niñas sin derecho a la educación en Afganistán, o miles de ancianos muertos en la pandemia… En eso, amigos, ni pensemos, claro. No vaya a ser que nos demos de bruces con la realidad. Visto con la perspectiva que me da tener ya cierta edad, dejadme deciros que me parece que evidencia cómo coaches, psicólogos sin escrúpulos o autores de libros de autoayuda a la caza de lectores ingenuos quieren convencernos de que “Si algo no te va bien es culpa tuya, maja”, restándole importancia a los actores que, sin duda ninguna, son los que en realidad ayudan a que todo nos vaya bien.
Sí, lo sé, nuestro cerebro segrega dopamina y mil otras sustancias que nos ayudan a funcionar mejor si creemos que somos felices, bien, pero, amigos, poco podrán hacer esas sustancias si la realidad no nos acompaña. Quizás nos darán un respiro, pero poco más. “Se trata” —sigo leyendo en el artículo— “de estructurar tu mente hacia lo positivo —no para atraerlo sin más—, sino para creer que es posible”. Y me pregunto cómo pensar en positivo en un país que tiene según los últimos informes la mayor tasa de pobreza infantil de Europa. Cómo, si no actúa el Estado para resolverlo, claro está. Sigo leyendo y veo que la “filosofía delulu” ayuda también a superar el síndrome de la impostora. Ya sabéis, ese pensamiento que —a las mujeres, sobre todo— nos hace pensar que sabemos menos de lo que en realidad sabemos (dicho así con trazo grueso) y nos hace situarnos en un segundo plano. Y me pregunto entonces cómo las mujeres, solo pensándolo, superaremos la selección para acceder a mejores puestos, si los que eligen a sus candidatos suelen ser hombres, y no hay detrás una legislación que obligue a ello.
Recuerdo ahora que hace unos años ya nos bombardearon con imágenes positivas, lemas optimistas en tazas y libretas desde redes sociales o desde “voces autorizadas”. Y ya entonces, muchos de los que queríamos luchar contra ese imperativo de ser felices levantábamos la mano evidenciando un sinfín de realidades negativas que se vivían en ese mismo momento y que no cambiaban con una sonrisa y éramos mirados como agoreros (siendo suave). Me pregunto ahora qué pasará con esas generaciones, inmersas en la nueva religión del narcisismo, el egocentrismo, las superexpectativas, la autoayuda y el pensamiento positivo qué harán cuando, al final, constaten que no siempre suelen cumplirse.
Porque no basta con creer en el éxito profesional para que este llegue, ni aspirar a un mundo en paz si no exigimos a nuestros gobernantes que apuesten por él, ni creer que viviremos felices si no podemos pagar el alquiler con nuestro sueldo, ni curarnos si no existen una sanidad pública. Eso por no hablar de que la generación Z, amigos, que es la que lo ha puesto de moda según el artículo, ronda ya los treinta años y esto me hace pensar que, quizás, sería mucho más productivo que se pusieran a trabajar pensando en mejorar el mañana de todos, y no en que todo les va a salir bien a ellos. Porque el esfuerzo, el optimismo, la gratitud, la creencia en la felicidad, la sonrisa como respuesta o lo que se nos ocurra, poco o nada tendrá que hacer si ocultamos el lado negativo de las cosas porque, solo siendo conscientes de que existe ese lado, solo así, lograremos hacer algo para intentar cambiarlo.
Y mientras tanto, id pensando qué hacer con aquellos que no conseguirán profesionalmente lo que esperaban, aquellos que se quedarán sin pareja, los que no podrán pagarse una casa propia porque están sin trabajo o los que, por desgracia, se verán afectados por una enfermedad o se les morirá un familiar. Porque ni siempre somos felices, ni siempre conseguimos lo que nos proponemos, ni pasa nada por no serlo o no conseguirlo. A no ser, claro, que deseemos vivir en Un mundo feliz, como auguraba Huxley, y prefiramos que los poderosos nos controlen con fármacos las emociones negativas y vivamos narcotizados e inmersos en un pensamiento mágico que cree que la vida solo es sonrisa y brindis. Carmen Domingo es escritora.