lunes, 4 de septiembre de 2023

Del mes de agosto

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la filósofa Aurora Freijo, va del mes de agosto. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com







Agosto a veces
AURORA FREIJO - El País
31 AGO 2023 - harendt.blogspot.com

Agosto no es un mes de fiar. No es febrero ni octubre, meses estáticos y medidos. Agosto se extiende y se contrae, se expande y se repliega en un ritmo informe y arbitrario. Puede contener tiempos infinitos o micromomentos, puede detenerse o correr. Agosto a veces pasa de la celebración inmensa a la soledad infinita. Agosto, más que ninguno de los otros 11 meses, nos muestra la metafísica del tiempo, sus capas, su caudal y su desmesura. Agosto nos muestra la insuficiencia de la razón para desentrañar en qué consiste en realidad el tiempo. Porque agosto a veces es la culminación del instante, el logro del descanso, el colmo del encuentro y el triunfo del ocio (otium) frente al negocio (negotium). Dinámico y movedizo, en agosto, más que nunca, el tiempo se hace pura durée bergsoniana, manifestando su estructura heterogénea, mientras se resiste a nuestra humana intención de parcelarlo y cuantificarlo. El tiempo que es agosto contiene todos los tiempos a la vez. Su inmensidad abisma, asusta. Solo agosto, entre todos los otros meses, puede ser el Tipasa luminoso habitado por los dioses del que escribió Camus, o el erial estéril de una tierra baldía. Sorprende agosto, olas y tierra seca a la vez. Y es que agosto es pura sensación, magma subjetivo y cualitativo en el extremo.
Más que nunca, a veces el mes de agosto es el tiempo vivido y la memoria intensa del sujeto que somos cada uno de nosotros. No se entiende bien agosto, porque la temporalidad que es agosto solo puede ser pensada con la intuición; el latido que es agosto no es el de un mes cartesiano; agosto no es un mes para el intelecto, sino más bien para el corazón, un mes para la pura sensación. Agosto no es sensato. El mes de agosto se desprende de la mano de Cronos, el dios del tiempo de cada día, el dios ordenado, secuenciado, encajonado, el devorador de sus hijos, de sus horas. Al mes que es agosto le apetece mucho más ir de la mano de Aión, el tiempo privilegiado de la divinidad, de la eternidad, el tiempo generoso que es capaz de detener el devenir, el tiempo circular. Desmesurado, sin duda agosto no tiene remedio, paralítico y a la vez veloz.
Agosto a veces es inmenso, es anómalo, de naturaleza espectacular, y en ocasiones es breve como un destello, como el rayo de Heráclito que todo gobierna, que enlaza noche y día, cielo y tierra. El mes de agosto tiene naturaleza de coágulo, posee textura de grumo en mitad del año. Discontinuo y sagrado, agosto es una extrañeza, un lugar disimuladamente inscrito entre la vida y la muerte, aromático y evocador, proustiano, visitador de lugares del pasado y tiempos de infancia, amasijo de esperanzas y escombros. Aventurero o reposado, en agosto se está más vivo que nunca, más muerto que siempre. Admite agosto lecturas de piscina y de sol, pero agosto tiene también sed de lecturas carnívoras. Aunque queramos, nunca agosto es tiempo de paso, no deja indiferente a nadie. Agosto a veces es un instante que consigue ser un remanso o un remolino. No es un mes discreto agosto, nadie puede ignorarlo. Invencible, es la presencia contundente de la dificultad que es la temporalidad. Y no es un mes kantiano, no es una categoría, no obedece al deber, ni al imperativo categórico, pero abre la posibilidad a un cambio de aliento. Agosto, si sabemos verlo, está lleno de dioses.
Pero agosto a veces es calladamente el mes del destierro, oscuro pese a su vasta luz. Tiene aspecto de paz, pero guarda corrientes frías submarinas. Agosto, el mes de la excepción, el mes carnavalesco, el tiempo de la sucesión de instantes, el mes del kairós, del dios de la oportunidad, el mes que tiene pretensiones de ser el instante sostenido. Y es que agosto tiene la vocación de ser el mes logrado. Con su peculiaridad, agosto nos ofrece tomar el ritmo del dinamismo interno del tiempo que en el resto del año parcelamos, porque en él la temporalidad asoma con su realidad no cuantificable. Da miedo agosto, da ganas agosto. Agosto para el aburrimiento a veces, el leve e infecundo, pero también para el aburrimiento profundo, heideggeriano, el posibilitante, operador metafísico abridor de mundo, de otra atención, de otros modos de vida. Agosto a veces también dispuesto para cumplir el imperativo de la aceleración y el deseo de estar en el todo. Inaprensible y de naturaleza contradictoria, cénit y punto cero, el más excelente de los meses. A veces agosto es la posibilidad de un poema. Agosto, y no abril, a veces es el mes más cruel.
Después, una vez más, necesariamente septiembre. Con su llegada, la vuelta a la seguridad del orden y a la atadura al reloj. Y nos entregamos a los brazos de Cronos, el del pecho aprisionado, al regazo del rendimiento, dispuestos de nuevo para la utilidad y el cansancio.




























[ARCHIVO DEL BLOG] Equinoccio. [Publicada el 23/09/2015]





 




Según los cálculos del Observatorio Astronómico Nacional el otoño de 2015 ha comenzado en Canarias, hoy miércoles, 23 de septiembre, a las 09:21, hora local. Esta estación durará 89 días y 20 horas, y terminará el 22 de diciembre con el comienzo del invierno.
El inicio astronómico de las estaciones viene dado, por convenio, como el instante en que la Tierra pasa por una determinada posición de su órbita alrededor del Sol. En el caso del otoño, esta posición es aquella en la que el centro del Sol, visto desde la Tierra, cruza el ecuador celeste en su movimiento aparente hacia el sur. Cuando esto sucede, la duración del día y la noche prácticamente coinciden, y por eso, a esta circunstancia se la llama equinoccio de otoño en el hemisferio norte, y en el hemisferio sur, de primavera.
El equinoccio de otoño puede darse, a lo sumo, en cuatro fechas distintas (del 21 al 24 de septiembre). A lo largo del siglo XXI el otoño se iniciará en los días 22 y 23 de septiembre (fecha oficial española), siendo su inicio más tempranero el del año 2096 y el inicio más tardío el de 2003. Las variaciones de un año a otro son debidas al modo en que encaja la secuencia de años según el calendario (unos son bisiestos, otros no) con la duración de cada órbita de la Tierra alrededor del Sol (duración conocida como año trópico).
Esta es la época del año en que la longitud del día se acorta más rápidamente. El Sol sale por las mañanas cada día un poco más tarde que el día anterior y por la tarde se pone antes, siendo el acortamiento del día especialmente apreciable por las tardes. En definitiva, al inicio del otoño el tiempo en que el Sol está por encima del horizonte se reduce en casi tres minutos cada día a las latitudes de la península.
Los equinoccios (del latín "aequinoctium" (aequus nocte), "noche igual") son los momentos del año en que el Sol está situado en el plano del ecuador terrestre. Ese día y para un observador en el ecuador terrestre, el Sol alcanza el cenit (el punto más alto en el cielo con relación al observador, que se encuentra justo sobre su cabeza a 90°). El paralelo de declinación del Sol y el ecuador celeste entonces coinciden.
Los equinoccios tienen lugar dos veces por año: el 20 o 21 de marzo y el 22 o 23 de septiembre de cada año, momento en el que los dos polos terrestres se encuentran a una misma distancia del Sol, así la luz se proyecta por igual en ambos hemisferios.
En las fechas en que se producen los equinoccios, el día tiene una duración igual a la de la noche en todos los lugares de la Tierra. En el equinoccio sucede el cambio de estación anual contraria en cada hemisferio de la Tierra.
El día de los equinoccios, el Sol sale exactamente por el punto Este y se pone por el punto Oeste, en todos los lugares de la Tierra -excepto en los Polos dónde no sale, ni se pone-. En el Ecuador el Sol alcanza el cenit. Por otra parte, y para cualquier día del año, nótese que desde el hemisferio norte el Sol culmina hacia el sur, moviéndose en sentido horario, mientras que desde el hemisferio sur culmina hacia el norte y se mueve en sentido antihorario.
Desde el ecuador -latitud 0º-, el Sol sigue aparentemente una trayectoria vertical, desde que nace por el Este hasta que se pone por el oeste, alcanzando al mediodía el cenit del observador.
Por el contrario, desde los polos, bien sea el norte o el sur, el Sol no se levanta sobre el horizonte, sino que describe un círculo rasante. Prescindiendo de la refracción, se verá sólo medio disco solar durante todo el día: ni amanece, ni culmina ni se pone.
La foto que acompaña esta entrada ha sido tomada a las 07:53 del 23 de septiembre de 2015 desde la ventana de nuestra casa en Las Palmas, en la latitud N. 28º04'53.72".  Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 












domingo, 3 de septiembre de 2023

Del concepto de amistad

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo Juan Arnau, va del concepto de amistad. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











Hannah Arendt, la amistad frente al totalitarismo
JUAN ARNAU - Revista de Libros
23 AGO 2023 - harendt.blogspot.com

Arendt es una figura excepcionalmente libre de la historia intelectual del siglo XX. Discípula y amante de Heidegger, estudia fenomenología con Husserl en Friburgo y, bajo la dirección de Jaspers en Heidelberg, escribe una tesis sobre la idea del amor en Agustín de Hipona. Cartografiará los males del siglo XX. Con el auge del nazismo, trabaja en favor del sionismo alemán, huye a Francia y, tras incontables dificultades, emigra a Estados Unidos. Enseña en la neoyorquina New School for Social Research y conferencia en las universidades más prestigiosas del país. Desacreditada en Alemania, sigue siendo una referencia fundamental para la filosofía moral y política. Su pensamiento conserva una actualidad desconcertante a la luz de los nuevos totalitarismos que asoman tras la dependencia tecnológica. Aunque su análisis de las fuentes del totalitarismo se centra en el comunismo y el nazismo, su lectura se adapta con facilidad al contexto actual de una sociedad dominada por la técnica.
Arendt tenía una idea firme de la libertad como realidad política viva, que ejerce el individuo. La libertad no es algo que pueda darse, la libertad hay que tomársela. Es algo que ella hará en numerosas ocasiones. La libertad es como la respiración, necesita de “espacio” entre las personas. El totalitarismo es el intento, por parte del Estado o de cualquier otro poder, de comprimir ese espacio. El terror total destruye el espacio entre las personas y no deja respirar. Una compresión del espacio mental que se opera mediante la uniformización del pensamiento. El individuo singular se convierte en masa uniforme. “Los totalitarismos no logran arrancar de los corazones el amor a la libertad, pero destruyen el único prerrequisito esencial de todas las libertades, que es la capacidad de movimiento, que no puede existir sin ese espacio mental”.
Las fuerzas de la naturaleza y de la historia son aceleradas por el totalitarismo y solo pueden ser frenadas mediante el ejercicio de la libertad. La libertad no es un derecho otorgado por otro (el Estado), la libertad es algo que ejerce cada cual, está en la raíz misma de la condición humana. Alienar esa condición libre y esencial de lo humano es el objetivo del terror totalitario. La gestión del miedo es aquí fundamental (lo hemos visto recientemente) y de ella se encargan los medios de información: la propaganda totalitaria.
Aunque su análisis de las fuentes del totalitarismo se centra en el comunismo y el nazismo, su lectura se adapta con facilidad al contexto actual de una sociedad dominada por la técnica
Ese freno de las fuerzas imparables de la naturaleza y de la historia es posible por el hecho de que las personas nacen. Cada individuo supone “un nuevo comienzo”. Esta es una noción fundamental de Arendt. La referencia al origen (aunque ella no lo llama así). La vida tiene eso. El origen está siempre presente. Cada nuevo comienzo es una fuente de libertad. Desde el punto de vista totalitario, cada nuevo comienzo es un obstáculo en su labor de adoctrinamiento. “El terror ejecuta las sentencias de muerte que se supone ha pronunciado la naturaleza sobre razas o individuos que no son ‘aptos para la vida’, o la historia sobre las ‘clases moribundas’, sin aguardar al proceso más lento y menos eficiente de la naturaleza o de la historia”. Los totalitarismos aceleran estos procesos. En este sentido se parecen a los laboratorios. Crean las condiciones de presión y temperatura que hacen posible la aceleración de los procesos naturales. Y se ciega a su origen, al hecho de que esa labor científica, cuando innova, se gesta gracias a un “nuevo comienzo”, que es el impasse del que, el genio investigador, saca su teoría.
Cada ciencia es un “aspecto” de lo real. Lo real es poliédrico. Cuando una ciencia reclama el monopolio de lo real (como hizo la Física), está haciendo propaganda y desbarra en sus ambiciones. Cualquier “teoría del todo” es una forma de totalitarismo. Forma parte de una retórica científica, resultado del imperialismo de una ciencia particular. La Física pretendió extender sus dominios sobre la Química, la Biología o la Psicología. Como si una sola ciencia, una única perspectiva, pudiera dar cuenta de lo real. Arendt, que ha leído a Alexandre Koyré, advierte la obsesión por la ciencia que caracteriza al mundo moderno desde el siglo XVII. Y cita a Eric Voegelin: “El totalitarismo parece ser la última fase de un proceso durante el cual la ciencia se ha convertido en un ídolo que curará mágicamente todos los males de la existencia y que transformará la naturaleza del hombre”. El cientifismo, como la propaganda totalitaria, trata de eliminar la imposibilidad de predecir las conductas individuales, ofreciendo certezas a las masas. Una idea que pertenece al sentido común decimonónico, primero positivista, luego conductista. Suponen que la naturaleza humana es siempre la misma, y que la historia es el relato de las cambiantes circunstancias objetivas. El ser humano solo hace que sufrir o encajar las leyes inmutables del proceso histórico o natural. Pero los hechos dependen del poder que pueda fabricarlos. Un mundo sometido al control totalitario puede hacer realidad sus mentiras, lograr que se cumplan todas sus profecías. En todo caso, nunca será un sistema “completo”. Como no lo son los veredictos de la genética de los nazis o la lógica de la historia de los bolcheviques.
La libertad es como la respiración, necesita de “espacio” entre las personas. El totalitarismo es el intento, por parte del Estado o de cualquier otro poder, de comprimir ese espacio uniformando el pensamiento
Arendt no habla de historia de la ciencia, pero su visión del totalitarismo encaja con nuestro propósito. “En un perfecto gobierno totalitario, todos los hombres se han convertido en Un Hombre”. Toda ciencia particular exige cierta uniformización del pensamiento. Los físicos piensan todos de forma parecida, también los psicólogos o los biólogos. Es la consecuencia de su formación. Pero es un abuso que un modelo particular se considere el único válido. De ahí que el propósito de la propaganda totalitaria, que no es tanto inculcar convicciones como la capacidad de destruir la formación de alguna.
Arendt no habla de la “teoría del todo”, pero sí de ideologías e ismos que lo explican todo. Para el pensamiento libre y creativo, una ideología es una simplificación inadmisible. Puede funcionar en los niveles más elementales y tiernos del pensamiento, constituir un horizonte único, pero en seguida se advierte que es una cárcel para el pensamiento. Y un truco mental para no pensar. Deducir todo a una única premisa tiene consecuencias políticas catastróficas, pero muy útiles para la dominación totalitaria. El instinto de Arendt, que carece de formación científica, advierte el peligro. “Las ideologías son conocidas por su carácter científico: combinan el enfoque científico con resultados de relevancia filosófica y pretenden ser filosofía científica. La palabra ideología parece implicar que una idea puede llegar a convertirse en objeto de una ciencia de la misma manera que los animales son el objeto de la zoología, y que el sufijo -logía en ideología, como en zoología, no indica más que las logoi, las declaraciones científicas sobre el tema. Si esto fuera cierto, una ideología sería una pseudociencia y una pseudo filosofía, trasgrediendo al mismo tiempo las limitaciones de la ciencia y la filosofía”.
Arendt conoce bien (lo ha sufrido) el fetiche de la ideología. La ideología es la lógica de una idea y su objeto es la historia, a la que aplica esa idea. “La ideología trata el curso de los acontecimientos como si siguieran la misma ley que la exposición lógica de su idea”. Las ideologías pretenden conocer los misterios de todo el proceso histórico, los secretos del pasado, las complejidades del presente, las incertidumbres del futuro, merced a la lógica inherente de sus ideas”. Quien se rige por la ideología pretende ser el más listo (lo explica todo) y acaba siendo el más ingenuo. La ideología, además, apantalla lo real. Lo tiene todo demasiado claro, nunca se interesa por el misterio de las cosas. Tiene vocación totalitaria. “La coacción puramente negativa de la lógica, es decir, la prohibición de contradicciones, se convierte en productiva”.” Ese proceso productivo no podrá ser interrumpido o desdicho por una nueva idea o una nueva experiencia. Esa es la cerrazón ideológica: “Cambiar la capacidad inherente de pensar por la camisa de fuerza de la lógica, nos fuerza tan violentamente como si estuviéramos forzados por un poder exterior”. Las principales ideologías totalitarias del siglo XX fueron el nazismo y el estalinismo. En el siglo XXI han cambiado de máscara y son la biotecnología (la idea de que el ser humano es solo un algoritmo biológico) y la tecnolatría o digitalización del mundo (la idea de que lo real es básicamente información). Ambas replican la idea de Derrida de que “no hay nada fuera del texto”.
El totalitarismo se consolida cuando es destruida la forma más elemental de la creatividad humana, que se suscita siempre en el origen, en el “nuevo comienzo”, al que la persona creativa regresa continuamente. Mientras existan personas creativas, que añadan algo propio al mundo común, podrá sortearse la amenaza totalitaria y su sistemática preparación de ejecutores y víctimas. La persona creativa, como decía Marco Aurelio, no es ni amo ni esclavo. O, en este contexto, ni ejecutor ni víctima. Ambos han renunciado al ejercicio de la libertad. La mayoría de los amos del mundo, ni siquiera saben que son esclavos.
Mientras que el totalitarismo pretende convertir al ciudadano en autómata., en nuestro momento presente, pretende convertirlo en algoritmo biológico: programable, jaqueable, prescindible
Arendt parece hablar del ātman cuando habla de la soledad y la distingue de la vida solitaria. “Lo que torna tan insoportable la soledad es la pérdida del sí mismo que puede realizarse en la vida solitaria. Cuando se pierde la confianza en el sí mismo como compañero del pensamiento y la elemental confianza en el mundo necesaria para tener experiencias. El sí mismo y el mundo, la capacidad para el pensamiento y la experiencia, se pierden al mismo tiempo”. Parece seguir al primer Wittgenstein cuando dice que la única capacidad de la mente que no requiere del sí mismo ni del mundo, que no necesita del pensamiento y la experiencia, es la lógica. La verdad de la lógica, tautológica, es una verdad vacía, que no revela nada, por lo que no es una verdad en absoluto. Y, entre paréntesis: “definir la conciencia como verdad, tal como hacen algunos lógicos modernos, significa negar la existencia de la verdad”. Esa es la última coacción, la negación de las contradicciones, que son la esencia de lo que está vivo. Esa autocoacción, extendida, “encaja en el anillo de hierro del terror”, haciendo que se desvanezca la posibilidad de que la soledad se transforme en vida solitaria y la lógica en pensamiento.
Mientras que el totalitarismo pretende convertir al ciudadano en autómata., en nuestro momento presente, pretende convertirlo en algoritmo biológico: programable, jaqueable, prescindible. “La dominación totalitaria porta los gérmenes de su propia destrucción”. El miedo y la impotencia son principios antipolíticos y “lanzan a las personas a una situación contraria a la acción política.” Hannah se despoja de fatalismo. Cada final en la historia anuncia un nuevo comienzo, y ese comienzo se identifica con la libertad humana. Heráclito ha regresado. Un conocimiento garantizado por cada nuevo nacimiento, por cada ser vivo.
Hannah Arendt niega ser filósofa, escribe ensayos, a veces con tono de manifiesto, que no son enteramente filosóficos, históricos o periodísticos, sino que navegan libremente entre los géneros. Aunque colabora con revistas norteamericanas de izquierdas, es difícil decir si es conservadora o progresista. Nació en 1906 en Hanover, la ciudad de Leibniz, en el seno de una próspera familia judía. Apenas conoce a su padre, que muere de sífilis cuando ella es solo una niña. Crece en la ciudad de Kant, cuya filosofía será una referencia constante. Un lugar seguro en el que refugiarse. Filosóficamente, se educa con Heidegger. Aunque el énfasis del maestro en el ser, lo dirige la discípula al actuar. Su vida recorre muchos de los episodios que han hecho del siglo XX el más despiadado de la historia.
Arendt pertenece a una familia judía acomodada, culta y liberal. Su abuelo Jacob Cohn es un lituano que ha hecho fortuna con la importación de té ruso. Hannah hereda el carácter de su madre: valiente, independiente y orgullosa. No sabe mentir y parece no temer a nada ni a nadie. Martha registrará en un diario la evolución de su única hija. Con tres años la familia se traslada a Königsberg, para que su padre sea tratado de su enfermedad. Martha y su marido son cultos y comprometidos. Afiliados al socialismo (entonces ilegal en Alemania), participan del ideal de un mundo más justo. En la biblioteca familiar encuentra los clásicos griegos y latinos, que comienza a leer con precocidad. Tras sucesivos trastornos, parálisis, delirios, su padre es hospitalizado. Hannah lo cuida y no permite que su madre le hable con dureza. Lo visita en el hospital, juegan a las cartas. Reza por él sin que nadie le haya enseñado a hacerlo. No es en su casa donde descubre que es judía. Sus padres no practican, pero permiten que los abuelos lleven a Hannah a la sinagoga. Su abuelo Max promueve la integración de los judíos en el Estado alemán y no renuncia a su germanismo, sin ceder a la asimilación o el sionismo. El judaísmo, más que una fe, evoca una historia. Hannah no recordará las lecturas del Talmud, sino los dulces del Sabbat, el aroma de las almóndigas de pescado y los cantos en la sinagoga. La muerte de su padre le lleva a buscar refugio en la filosofía y afianza el lazo entre madre e hija. Hannah buscará siempre amparo en su madre, enfermera y confidente. Algunos amigos cuentan que, incluso después de los cuarenta años, acude a acurrucarse junto a Martha y, hecha un ovillo, pasa con ella veladas enteras.
Su madre admira las convicciones y la firmeza de Rosa Luxemburgo. En Königsberg, asiste con su hija a las veladas clandestinas y manifestaciones del socialismo alemán. En 1918 verá el nacimiento del partido comunista alemán, tras los Consejos de Obreros y Soldados en el Reichstag. La guerra ha arruinado a Alemania. Pero no todo está perdido. Franz Rosenzweig, ha escrito en las trincheras del frente balcánico La estrella de la redención, Wittgenstein el Tractatus. Ambos dejarán su huella en Hannah. El rigor de la lógica se ahoga en su virtud: es tautológico. Arendt será siempre escéptica respecto a la posibilidad de cambiar la sociedad. Rosa Luxemburgo es asesinada un año después en el parque de Tiergarten y su cuerpo arrojado a un canal. En Königsberg, Martha lleva a su hija a la manifestación silenciosa en memoria de las víctimas del levantamiento de Spartakus. Tiene 13 años. Con catorce ya ha leído a Kant. A los diecisiete escribe sus primeros poemas. Jóvenes de excepcional talento se acercan a la filosofía. La primera gran guerra ha hecho madurar a Walter Benjamin, Hans Jonas y Gershom Scholem. Buscan comprender los tormentos que asedian sus vidas y su época: el fracaso de la revolución, el horror de la guerra, la delgada línea roja que separa el bien del mal. Hannah vive con ellos la crisis de inteligibilidad del mundo. En Berlín, Kierkegaard le distancia de Hegel. Reducir la filosofía a una forma de representación simbólica, a una ciencia puramente conceptual, es un error. Supone negar el ser y el valor del individuo en favor de totalidades abstractas como el pueblo o el Estado. Un sentimiento de angustia prepara su encuentro con Heidegger. El mago de Messkirch será el primero en sintonizar con su desasosiego, y en reconocer la fuerza intelectual de Arendt.
Una noche la alumna va a ver al profesor. La oscuridad reina en el despacho. Cuando se levanta para despedirse sucede algo insólito. “De repente se arrodilló delante de mí. Yo me incliné y él, desde su posición, alzó los brazos hacia mí y cogí su cabeza entre mis manos: medió un beso y yo se lo devolví”. El profesor tiene 35 años, ella 19. “Jamás podré atribuirme el derecho de quererla para mí, pero usted ya no saldrá de mi vida”. No se equivoca. Los encuentros se prolongarán hasta poco antes de la muerte de Hannah. Será una interlocutora privilegiada mientras redacta El ser y el tiempo. Una obra fecundada por la inmersión amorosa. Heidegger admira en ella su carácter libre y pertinaz, y su capacidad de compartir el silencio. Los encuentros son secretos. Ella se acomoda a la apretada agenda del profesor. Se intercambian poemas.
Conoce a un estudiante con el que traba una sólida amistad. Hans Jonas se enamora de Hannah y le confiesa su amor. Es rechazado, pero se convierte en su confidente. Ambos comparten el gusto por la teología. Jonas la describe como tímida y reservada, de sorprendente belleza y ojos solitarios. Admira su aplomo intelectual, su independencia, la intensidad de su búsqueda, su determinación absoluta para ser ella misma y su gran vulnerabilidad. Una combinación irresistible para el futuro investigador de los gnósticos.
Hannah conoce a Jaspers en Heidelberg en 1926. Jaspers es psiquiatra y filósofo. Le atrae su profunda bondad y su firmeza moral. Forjan una amistad de por vida. Él dirigirá su tesis sobre el concepto de amor en Agustín de Hipona. Conoce también a Günther Stern, su primer marido, que pone orden en su vida de estudiante atormentada. Aunque se seguirán escribiendo de por vida, ella nunca reconocerá públicamente su talla intelectual y omitirá las referencias a los trabajos que hicieron juntos. Los dos son judíos desasimilados. Comparten un mismo amor por la filosofía, un mismo origen, las mismas amistades y un apartamento en Berlín, que sólo pueden ocupar por la noche. Durante el día se alquila a una escuela de danza. Günter y Hannah se casan en una ceremonia sencilla en 1929. Hannah entra en contacto con el sionismo a través de Kurt Blumenfeld, que ha sido su mentor desde que era niña, y que se declara sionista por la gracia de Goethe. Hannah trabaja para una organización sionista reuniendo textos antisemitas que visibilicen el conflicto en el exterior. Es arrestada con documentos comprometedores. Pasa ocho días en una celda, sometida a interrogatorios a puerta cerrada. Cuenta historias absurdas al agente que la interroga y, mediante la astucia, logra finalmente quedar libre a la espera de juicio.
Tras una fiesta de despedida con los amigos, huye junto a su madre de la Alemania nazi. En mitad de la noche, cruza la frontera con Checoslovaquia por el bosque de Erzgebirge. Les guía una organización sionista. Praga, Ginebra y finalmente París, donde se reúne con su marido. Encuentra una Francia hostil con el inmigrante alemán y devastada por el paro. Solo algunos intelectuales como Raymond Aron les prestan ayuda. No encuentran trabajo y viven en la miseria. Emmanuel Levinas publica el primer un artículo contundente contra el hitlerismo, una nueva criminalidad erigida en doctrina legal, cuya lectura fascina a Hannah. Retoma el tema de la servidumbre voluntaria de La Boétie, del que ella se servirá cuando escriba Eichmann en Jerusalén.
Hannah encuentra trabajo como secretaria en una organización sionista. Recita a Baudelaire para mejorar su francés y lee a Kafka, cuyos libros le ayudan a superar la desesperación. En los cafés, donde siguen arreglando el mundo, conoce a Heinrich Blücher, un marxista dialéctico, autodidacta y culto, que pasa las noches jugando al ajedrez con Walter Benjamin. Heinrich prefiere el cine de vanguardia al catecismo leninista. Filosofan hasta la madrugada. Heinrich, que está casado, le declara su amor. Viven con angustia el auge del nazismo, con la culpabilidad de sentirse lejos de sus camaradas. Marxismo y sionismo se introducen en la alcoba. Amor significa respeto mutuo. Una eterna conversación que durará hasta el final de sus vidas. Ambos cuidan de “Benji”, que no tiene un céntimo y vive como un vagabundo. Intelectualmente agotado y asediado por la depresión, escribe el libro de los Pasajes.
En Francia, los enemigos de Hitler de origen alemán son internados en campos. A Heinrich lo envían al campo de Villemard, con el único pretexto de su nacionalidad alemana. El 23 de junio de 1940, Hannah ingresa en el campo de Gurs, donde convive en condiciones deleznables con nueve mil trescientas reclusas. Soldados franceses custodian las alambradas, sólo se permite la ducha cada quince días. Barro, suciedad y hambre. Piensa que Francia les ha encerrado para dejarles morir. En septiembre se inicia el censo de los judíos en la zona ocupada. El régimen de Vichy prohíbe a los extranjeros viajar. Hannah escapa a pie de Gurs, con un cepillo de dientes como única pertenencia. Encuentra refugio en la ciudad de Montauban, cuyo alcalde socialista acoge a evadidos de los campos. Está al borde de la desesperación cuando, de pronto, se encuentra a Heinrich por la calle.
Europa es un inmenso campo de batalla y de concentración. Marsella es Casablanca: la ciudad de la esperanza. Hannah viaja allí en busca de un visado que le permita emigrar a Estados Unidos. Los exiliados son arrestados cada día. Se mueve con precaución para no verse atrapada en una redada. Pasa días enteros en el consulado. Benjamin le confía el manuscrito con sus tesis sobre la filosofía de la historia. Finalmente, logran tomar un tren hacia Lisboa, donde los barcos son más numerosos y las gestiones para el visado menos draconianas. Logran embarcar. Heinrich viaja en la sala de máquinas, ella con las mujeres. En tres semanas divisan la isla de Ellis. Recuerdan a Kafka. Ninguno de ellos habla inglés. Heinrich descree de los soviets, pero no renuncia a su ideal revolucionario. Hannah tiene 36 años y no sabe qué hacer con su vida.
Walter Benjamin, desesperado, se quita la vida en Portbou. Su obra será rescatada por sus amigos: Bertold Brecht, Gershom Scholem y la propia Arendt
Walter Benjamin, desesperado, se quita la vida en Portbou. Su obra será rescatada por sus amigos: Bertold Brecht, Gershom Scholem y la propia Arendt, y publicada en América. Hannah aprende inglés y consigue trabajo cuidando a una pareja de ancianos. Luego como profesora en un college de Brooklyn. Publica sus primeros artículos, donde increpa a la opinión pública por su silencio ante el destino de los judíos europeos. Mientras arden los guetos en Europa, una sinagoga de Manhattan organiza una fiesta en honor de un actor. En junio de 1942, la conferencia nazi de Wannsee pone en marcha la “Solución final”. Hannah inicia sus reflexiones sobre el totalitarismo. Rechaza tanto a Hegel como a Marx y su idea de un provenir más brillante. Benjamin la inspira. Se libera de cualquier hipoteca sobre el futuro. La justicia y la libertad son un asunto del presente, una invención cotidiana, que se ha de reconquistar incesantemente. Se opone al concepto de “pueblo elegido”, sinónimo de aceptación de un sufrimiento eterno. Se declara sionista, pero ataca al sionismo oficial y fustiga el comportamiento de los extremistas judíos, a los que tacha de fascistas. Ser judío no es una singularidad o una carga, sino un deber moral, un compromiso con la dignidad y la libertad. Tiene la certeza de que el fundamento del nazismo es el antisemitismo. Rinde homenaje a los levantamientos judíos en el gueto de Varsovia y Vilnius.
La moral judía debe ser combate, no victimización. Los únicos judíos valerosos son los que toman las armas. La Shoah es una derrota de todo el pueblo judío. A partir de 1944, Hannah empieza a levantar el acta del fracaso del sionismo y se opone con más fuerza a sus políticas. Defiende un acuerdo con los árabes y un estado binacional. Denuncia acuerdos de los nazis con los sionistas y les culpa de haber hecho negocios con Hitler en 1933. Los nazis querían a los judíos fuera de Alemania, los sionistas que se instalaran en Palestina. El acuerdo de Haavara establecía que los judíos alemanes que emigraban a Palestina debían llevarse mil libras, que era la cantidad que exigían las autoridades británicas para que se instalasen en calidad de capitalistas con divisas extranjeras. Las compañías de seguros judías y alemanas se encargaban de las transferencias. Los beneficios se destinaron a la adquisición de tierras y la implantación de colonias. El sistema estuvo operativo hasta la mitad de la guerra. Veinte mil judíos alemanes lo utilizaron.
En 1945, Arendt publica “Reconsideración del sionismo” que cae como una bomba en los círculos sionistas y provoca una profunda herida en su amistad con Kurt Blumenfeld, que considera su postura agresiva y arrogante. No será el último desencuentro. Deja entrever su malestar con esa mentalidad judía que ha interiorizado su supresión en lugar de enfrentarse al antisemitismo. Todo comenzó cuando los judíos asimilados y acomodados de Alemania no salieron en defensa de los judíos de Europa del este. Hannah indaga en la responsabilidad de los judíos en el exterminio. El antisemitismo no es un problema de raza o de clase, sino una cuestión política. La definición de judaísmo es esencialmente externa. Los judíos son personas como las demás. La existencia de los campos es una advertencia, el experimento puede repetirse. Para Primo Levi, Hannah habla demasiado y demasiado a la ligera de la falta de resistencia en los campos. ¿Con qué derecho se permite juzgar a las víctimas? Lo exagera todo, es demasiado brillante y pasional, pero no convence. Arendt nunca renunciará a sus textos provocadores y a su capacidad de meter el dedo en la llaga. Desaprueba la política de Ben Gurion en Palestina. Lo considera un terrorista que expande los territorios israelíes mediante la iniciativa armada. Descree de los sueños de un estado modélico. Pelea porque los árabes reconozcan a Israel.
En 1951, apenas cinco años después del fin de la guerra, Arendt publica su obra fundamental: Los orígenes del totalitarismo. Un trabajo que, por diversas razones, tiene hoy una actualidad electrizante. Ella analiza el totalitarismo nazi y estalinista. Hoy podría escribirse su epílogo apuntando hacia el totalitarismo tecnológico. Pese a que las credenciales filosóficas del nazismo (chapuza neodarwinista y nietzscheana) y el estalinismo (bodrio cristiano y hegeliano) no son comparables; Arendt establece un paralelismo entre el genocidio del pueblo judío y el asesinato de los campesinos rusos a manos de los bolcheviques, la persecución y destrucción sistemática de todo movimiento democrático, la purgas internas dentro del partido, la desaparición de intelectuales, artistas y disidentes, y la supresión de una sociedad civil autónoma
La gran intuición de Arendt es que ve en el totalitarismo el culmen de la idea moderna del mundo que se empieza a gestar con el mecanicismo del siglo XVII. Un logro facilitado por la técnica y la ciencia aplicada, espoleadas por la idea fija de un crecimiento económico ilimitado. Tres impulsos estrechamente relacionados que culminan en la producción industrial de la muerte, la obsesión por el control y la gestión del miedo. Paradójicamente, la ciencia y la técnica desbocadas llevan a la sinrazón y a la negación de la dignidad y la libertad humanas.
Para Arendt la característica principal de las masas modernas es que no confían en la realidad de su propia experiencia (lo hemos visto recientemente). “No confían en sus ojos ni en sus oídos, sólo en sus imaginaciones… (configuradas por los medios de información). Las masas se niegan a reconocer el carácter fortuito que penetra la realidad. Están predispuestas a todas las ideologías porque éstas explican los hechos como simples ejemplos de leyes y eliminan las coincidencias, inventando una omnipotencia que lo abarca todo. La propaganda totalitaria medra en esa huida de la realidad a la ficción, de la coincidencia a la constancia”.
Hay en las masas un miedo general a la libertad, y un deseo de escapar de la realidad. Una ceguera voluntaria. Ese miedo es el que gestiona el proyecto totalitario, utilizando el anhelo de consistencia. Hitler afirmaba que en el Estado total no debía haber diferencia alguna entre ley y ética. “La dominación total aspira a organizar la pluralidad y diferenciación infinitas de los seres humanos como si fueran un único individuo, algo que sólo es posible si cada individuo particular es reducido a un complejo de reacciones nunca cambiante… El asunto es fabricar algo que no existe, un tipo de especie humana cuya única libertad consista en preservar la especie”. Darwin y el determinismo de Laplace (la tentación geométrica) se dan aquí la mano. Se trata de eliminar, mediante condiciones científicamente controladas, la espontaneidad como expresión del comportamiento humano y transformar a las personas en simples “perros de Pávlov”, regidas bajo la ley única del reflejo condicionado. Este es el primer paso para volver a todas las personas superfluas (i. e., prescindibles, jaqueables, programables).
Las ideologías preparan el terreno para el totalitarismo. Y lo hacen gracias a la “fuerza de la lógica”, a la reivindicación de la “validez total”. “En los sistemas lógicos, como los sistemas paranoicos, todo se deduce comprensiblemente e incluso obligatoriamente una vez que ha sido aceptada la primera premisa. La locura de semejantes sistemas radica no sólo en su primera premisa, sino en la lógica con la que han sido construidos. La curiosa cualidad lógica de todos los ismos, su confianza simplista en el valor salvador de la devoción tozuda sin atender a factores específicos y variables, alberga ya los primeros gérmenes del desprecio totalitario por la realidad y los hechos”. Ese desprecio esconde la ambición orgullosa de dominar el mundo. Un dominio que exige la creación de un individuo prefabricado (un autómata) y una fuerte devaluación de la realidad. Lo único que importa es ser consecuente. Arendt asocia ese impulso con los fines de la burguesía y del imperio. “Con estas nuevas estructuras, construidas sobre la fuerza del supersentido e impulsadas por el motor de la lógica, nos hallamos en el final de la era burguesa del incentivo y el poder tanto como en el final del imperialismo y la expansión”. El imperialismo, como la lógica, es una fuerza de coerción, ya sea de los pueblos o de la naturaleza.
Para Arendt la ecuación es sencilla: la idea de una lógica de la historia conduce al totalitarismo estalinista, así como la idea de unas leyes naturales universales conduce al racismo de los nazis. “Ninguna ideología que pretenda explicar todos los acontecimientos históricos del pasado o la delimitación de todos los acontecimientos futuros puede soportar la imprevisibilidad que procede del hecho de que los hombres sean creativos, que puedan producir algo que nadie llegó a prever.” Un sistema lógico, como un sistema ideológico, no puede ser creativo. Su naturaleza es tautológica. Imponerlo sobre el individuo es cercenar los más sagrado de la condición humana: la libertad y la creatividad. Y eso es lo que hace la propaganda totalitaria, que hoy, en el milenio de los prodigios tecnológicos, toma la forma del dataísmo o culto al dato. Lo que está en juego es la naturaleza humana como tal. Esa es la nueva manipulación global. El monstruo totalitario dice obedecer a leyes positivas, de las que obtiene su legitimación. Absolutiza la ley natural, que ha dejado de ser un constructo humano (un híbrido naturaleza-cultura), para convertirse en ley irrevocable. Los nazis hablaban de la ley de la naturaleza, los bolcheviques de la ley de la historia, los tecnócratas de la ley de la información, que el algoritmo hace efectiva tras la digitalización de la realidad.
Arendt, que ha sido sionista, no está contra el Estado de Israel per se, está contra algunas de sus políticas que reproducen las perversidades de una lógica racista. En una carta a su amigo Scholem, el gran estudioso de la mística hebrea, escribe lo siguiente: “Siempre he considerado mi cualidad de judía como uno de los hechos reales e indiscutibles de mi vida y jamás he querido cambiarlo o desmentirlo”. No le causa vergüenza ser judía, aunque tampoco un orgullo especial. Y, respecto a su falta de amor a Israel, deja escrita una frase que cualquier amante de la libertad suscribiría: “Tiene usted razón, no me anima ningún amor de esta clase, y esto por dos motivos: jamás en mi vida he amado a ningún pueblo, a ninguna colectividad; ni al pueblo alemán, ni al francés, ni al norteamericano, ni a la clase obrera, ni nada de todo eso, Yo amo únicamente a mis amigos y la sola clase de amor que conozco y en la que creo es el amor a las personas”. Se puede amar lo concreto, no lo abstracto. El amor a las ideas es tan ridículo como en amor a unos colores. Eso no quiere decir que no podamos ejercerlo, siempre y cuando seamos conscientes de nuestra propia ridiculez. Solo ese amor concreto puede ser profundo y radical.
Se puede amar lo concreto, no lo abstracto. El amor a las ideas es tan ridículo como en amor a unos colores
Cuando Hannah cumple 60 años, Heidegger le envía un poema de Hölderlin de felicitación. Le responde que su carta es la mayor alegría imaginable. El filósofo, al cumplir los 80, recupera sus honores universitarios. Hannah supervisa sus traducciones en América. En 1970, Heinrich muere de un ataque al corazón. Heidegger, con quien mantiene una correspondencia constante, le dará impulso y energía para seguir viviendo. Lee a Eckhart e Iris Murdoch. En 1975 tiene el último encuentro con el filósofo del Ser en Friburgo. Lo encuentra viejo, sordo, lejano e inaccesible. Ella sigue siendo una mujer profunda, humana, leal y con sentido del humor. Se burla de los que predicen el futuro, una costumbre arraigada en la historia profética de marxistas y judíos. La contingencia es el factor primordial de la historia. La lógica de la historia es una superstición. “A todos nos da miedo la libertad, pero no lo decimos”. Cada persona, al llegar al mundo, tiene la posibilidad de conquistar la libertad. Sigue fumando dos paquetes de cigarrillos al día. Tras un acceso se tos, se desploma sobre el sillón. Muere como ha vivido, junto a sus amigos, a los que ha preparado la cena, en su apartamento neoyorkino, claro y luminoso, frente al río Hudson. Cada muerte es un nuevo comienzo, una ventana abierta a la libertad.






















[ARCHIVO DEL BLOG] La lúcida desolación de la izquierda seria. [Publicada el 28/03/2019]









El abogado y ensayista vasco José María Ruiz Soroa reseñaba en un reciente artículo en Revista de Libros la publicación de La deriva reaccionaria de la izquierda (Barcelona, Pagina indómita, 2018), del profesor de la Universidad de Barcelona Félix Ovejero, una izquierda, comenta Ruiz Soroa, que se encuentra incursa en una lúcida desolación, opinión que dicho sea de paso, comparto con perplejidad y tristeza.
El libro de Félix Ovejero trata, comienza diciendo Ruiz Soroa, desde luego, de lo que anuncia su título, es decir, de la deriva posmoderna de tintes reaccionarios de una parte de la izquierda intelectual y política, pero no trata sólo de ello, ni principalmente de ello. El grueso de su contenido (que en gran parte proviene de trabajos previos ahora reelaborados) está más bien dedicado a describir tanto la evolución histórica como el fracaso final y sin paliativos de unas ideas –las socialistas– acerca de cómo organizar una sociedad decente, es decir, cómo acceder a un Estado en el que el ser humano pudiera gozar de las mejores y mayores posibilidades para una autorrealización personal libre de dominación material. Es por eso que, objetivamente consideradas sus conclusiones, es un libro desolador para la gente de izquierda, que es para quienes está escrito. Pues hay que advertir que Félix Ovejero escribe sólo para su gente, para quien comparte la idea socialista, no para quienes cultivan otras ideas, sean los conservadores o los liberales.
Desolador, sí, aunque debe decirse en su favor que en ningún momento incurre en los vicios típicos de los intelectuales desolados. La jeremiada, el resentimiento moral, el orgullo despechado, la superioridad ética, son todas reacciones en las antípodas de las del autor, que, muy por el contrario, prefiere analizar y diseccionar con lucidez, finura y elegancia tanto las estaciones por las que ha transitado el fracaso histórico del proyecto socialista como los motivos por los que se ha vuelto altamente implausible y difícilmente sostenible en una sociedad como la contemporánea, de acusada complejidad y de pluralismo acentuado.
Y ni que decir tiene que tampoco comparte territorio el autor con las propuestas de sabor populista que pretenden analizar la realidad con una heurística caracterizada por un uso excesivo del voluntarismo o moralismo («los problemas derivan de la iniquidad de cierta gente»), por el sentimentalismo («las emociones suplen a los argumentos»), por el anticientifismo («el mundo es una construcción cultural») y, para terminar, por una apoteosis del perfeccionismo impoluto («si no es perfecto, es basura»).
Nada de esto. El libro es un placer para la inteligencia: las ideas están bien explicadas y no se deja recodo argumental sin explorar dentro del pensamiento igualitarista. Para la izquierda y desde la izquierda, pero las serias, se trata de un libro exhaustivo. Va implícito en lo anterior que, para entender correctamente este libro y, sobre todo, para entender «desde dónde» está escrito, hay que tener en cuenta que Ovejero no maneja una concepción sociológica de lo que hoy sería la izquierda o el socialismo. No valen como socialistas muchos que se consideran hoy tales sin otra razón que la de denominarse así en el mercado político, o ser percibidos bajo ese signo en la usual escala de posicionamiento político. No, el autor parte de un concepto estipulativo de lo que entiende por socialismo o izquierda, de una definición que remite al tipo de pensamiento o ideas que abrazan el proyecto racionalista y humanista de la Ilustración y lo llevan a su desarrollo pleno al defender que el fin de la política está en el logro de una sociedad que reparta igualitariamente entre todos las oportunidades vitales, suprima la dominación heterónoma sobre el individuo y haga así posible que la persona pueda realizar sus posibilidades con total libertad. Es la idea de Marx y también –según Ovejero– el ideal social de Aristóteles y Kant. Unas ideas que están resumidas, como el autor subraya en varias ocasiones, en el lema de la Revolución francesa «libertad, igualdad y fraternidad», con la condición, sentada por Marat, de que las tres cobren cuerpo «en una República unida e indivisible».
Dos terceras partes del libro están dedicadas a describir este proyecto ideológico y sus fundamentos éticos, a relatar de qué forma particular ha ido avanzando la idea socialista en la historia, mediante revueltas, tensiones y revoluciones (con un resultado global positivo, por mucho que algunas se hayan pagado con retrocesos desastrosos), y a mostrar que, por sí mismo, el proyecto socialista incluía tanto una promesa con base científica de redistribución radical de los bienes y de las oportunidades como la aspiración a una democracia política exigente en la que el autogobierno de todos los ciudadanos, reflexivos y deliberantes, encontrara por fin lugar. Socialismo y democracia iban inexorablemente unidos en las ideas de la izquierda, por mucho que en el de su realización política histórica tuvieran desencuentros ocasionales.
La obra analiza concisa y claramente por qué esas propuestas y promesas han fracasado en el mundo contemporáneo y se han vuelto altamente improbables: sobre todo por el hecho de que la «hipótesis de la abundancia» se ha demostrado radicalmente imposible. Hoy sabemos, dice Ovejero, que ninguna sociedad puede ser una sociedad de la abundancia, ni la generada por un modo social de producción específico como el capitalismo ni por ningún otro que imaginemos en su lugar, pues el crecimiento ilimitado es imposible. Y, sin abundancia, resulta más que dudosa la posibilidad de motivar y organizar una transición al socialismo como no sea mediante una modificación radical de la antropología humana, construyendo un hombre nuevo dotado de motivaciones exclusivamente altruistas. Esto último implica creer en algo tan improbable como la infinita plasticidad de la condición humana. En cualquier caso, sería imposible realizar la transición sin recurrir a un grado de autoritarismo coactivo que destruiría por el camino los valores que dice perseguir. Y eso sin hablar de otras hipótesis operativas de Marx, de alcance más limitado, que también se han revelado un fiasco.
Fracaso también en cuanto a la democracia. Pues si el socialismo era el inspirador, el partero y el guía intelectual de la democracia entendida como autogobierno de unos seres libres y fraternos dentro de una república indivisible, en la realidad lo que Occidente ha terminado por tener es una democracia simplemente liberal (ya de por sí pobre por miedosa) y, además, en su peor versión, la de la democracia como método de competición electoral de inspiración schumpeteriana. Algo así como un simple sistema de selección de elites gobernantes a través del voto, un sistema que genera una competición insensata en ofertas por parte de unos partidos políticos que buscan adecuarse a las preferencias manifiestas del público, que a su vez vienen distorsionadas por el egoísmo de grupos sociales bien situados y la búsqueda de rentas (pues el público aprende rápido cómo se consiguen las políticas favorables a sus intereses). Este pobre sistema se complementa con una trama institucional blindada de derechos personales y políticos (el Estado de Derecho constitucional) que se inspira al final en un alto grado de desconfianza ante la ciudadanía. Es una democracia de baja calidad que puede satisfacer a los liberales, a quienes se contentan con la libertad negativa, o a los conservadores adoradores de la supuesta espontaneidad del mercado como mejor regulador de conductas, pero que para el socialismo es un fracaso en toda regla.
De ese naufragio –siempre según el autor– quedan algunos restos, por lo menos en Europa. Queda, sobre todo, un pecio, pomposamente denominado «Estado de Bienestar», que la izquierda moderada socialdemócrata, después de habérselo apropiado como un logro político particular suyo (con algo hay que consolarse), concibe a la manera de un cuidadoso artefacto de depurado diseño racional: Keynes, Beveridge, la planificación y así sucesivamente. Pues ni una ni otra cosa. Félix Ovejero es implacable al describir con quirúrgica precisión que el dichoso Welfare State es un subproducto de variadas intervenciones y casualidades históricas, un resultado bastante inintencional y, por eso mismo, agregativo y un tanto caótico, lleno de ineficiencias y redundancias. Aunque es cierto, y así lo advierte, que es lo mejor de lo que queda. El problema es que –implacable lógica la de Félix– es más que dudosamente sostenible en el futuro. Y no tanto por las razones que suelen alegarse para ello, como son la apertura de los sistemas económicos nacionales que comporta la globalización y que obliga a las políticas públicas estatales a competir a la baja (bottom race), como por una razón sistémica: el Estado de Bienestar requiere para sostenerse de la difusión social de virtudes ciudadanas, esas que son capaces de hacer que la persona perciba el bien del conjunto a largo plazo y lo anteponga al propio e inmediato. Y de instituciones que las incentiven. Pero el funcionamiento real del Estado de Bienestar y de la democracia de mercado hace disfuncionales para el individuo esas virtudes desde el momento en que enseña a cada cual, o a cada segmento social, a buscar su propia conveniencia mediante el uso táctico del voto: los reduce a consumidores de derechos y prestaciones. Es una constatación vieja que usó ya Jürgen Habermas en su análisis del capitalismo tardío: un sistema que surge y vive gracias a consumir unos recursos conductuales y culturales de la sociedad que, sin embargo, no es capaz de reproducir a futuro.
Por otro lado, observa el autor, lo que en principio era contradictorio (es decir, presentar como acabado proyecto de intervención social diseñada racionalmente lo que no es sino el resultado final e imprevisto de complejos conflictos de intereses y de renuncias) puede ser incluso contraproducente y volverse contra la misma izquierda, pues da munición intelectual a todos los debeladores de la intervención social y, ya puestos, a condenar la idea misma de la política como acción racional. Al final no queda muy claro si el Estado de Bienestar es para Ovejero lo bueno de la poca izquierda que subsiste o un ídolo de la izquierda reactiva.
Ovejero pasa revista, y se le agradece su capacidad inmensa para hacer fácil el pensamiento complejo, a algunos pensadores de izquierda que resisten todavía y que se empeñan en discurrir alguna forma de hacer viables unas sociedades igualitarias. Son las que llama «propuestas de izquierda en tiempo de tribulaciones», entre las que destacan las de Gerald Cohen en su Por una vuelta al socialismo y las de Erik Olin Wright en Construyendo utopías reales. Ideas bien trabadas e inteligentes, análisis lúcidos de cómo interfieren los valores de la libertad y la igualdad, pero que, al final, recalan todas –lo advierte el autor– en la misma «bahía de la decepción»: el buenismo o el moralismo, en el sentido de que condicionan cualquier posibilidad de su realización efectiva a un cambio de actitud en las personas; es el déficit insalvable en el terreno de la institucionalización operativa de la teoría: nadie parece capaz hoy de dar el salto del ideario socialista al modelo operativo político o social que lo ponga en marcha, aunque sea limitada o sectorialmente.
Desilusión también con la mejor teoría, por tanto, aunque dice Ovejero que por el camino se han cosechado algunos resultados y se ha obtenido valiosa información: «Hoy sabemos que la democracia no conjura todos los males, que la participación sin reglas explícitas no mejora las decisiones ni asegura la libertad y que ningún proyecto económico de envergadura podrá prescindir del mercado». No es mucho, «aunque ayudará a las gentes de izquierda a no despilfarrar energías y a no repetir despropósitos colectivos que sólo trajeron padecimientos, como los del socialismo real o los del hombre nuevo» (p. 239).
Para quien lee estas reflexiones desde una ideología y una comprensión de la política diversa de la socialista de Ovejero, en concreto desde una precomprensión liberal, sorprende un tanto el hecho de que estas observaciones no difieran para nada de las que ya hace tiempo alcanzó la teoría política de inspiración liberal y sentido realista. Y, sobre todo, que encajen perfectamente en el desarrollo de los modelos procedimentales de democracia más corrientes. Porque estos hechos significan que el fin del camino histórico e intelectual del socialismo estricto no es otro que el del «liberalismo triste», como reconoce implícitamente Ovejero: «Hace ya tiempo que sabemos que la mejor sociedad no será el paraíso, sino el infierno más llevadero [...], como nos recordaron las mentes más lúcidas y honestas, y las más radicales» (p. 76).
Quizá sucede que el relato completo del nacimiento, desarrollo, lucha y fracaso final del socialismo, tal como lo presenta Ovejero, es un paradigma completo y cerrado en el sentido fuerte de este término. Uno puede estar en desacuerdo con este o aquel punto concreto del relato y mostrar sus dudas ante ciertas afirmaciones. Por ejemplo, a mí me ofrece muchos reparos intelectuales la afirmación de que Aristóteles, Kant y Marx coinciden en valorar el desarrollo de la personalidad individual como el fin último de la sociedad. ¿Hablan los tres del mismo concepto de individuo y tienen la misma concepción de la sociedad, o están hablando en realidad de cosas distintas? O, también, me ofrece serias dudas la afirmación de que en el pensamiento de Marx latía una concepción ética interna que hubiera suscrito incluso Kant, porque ponía el fin de la libertad humana como autodesarrollo por encima de todo; una ética implícita que se volvía innecesaria en el estadio final de la evolución social (en «Jauja»), mientras que aparecía como pura trampa formalista durante la transición al socialismo. Me parece un retorcimiento del significado de la ética como guía del comportamiento. En Marx nunca hubo una concepción de la política, o de la ética, como realidades autónomas separadas de la dialéctica economicista. Es lo que advirtió Eduard Bernstein y, con él, todo el revisionismo teórico y reformismo político, responsables de los mejores logros del liberalismo en la actividad socialista práctica.
Pero todo esto es hasta cierto punto anecdótico, porque el paradigma socialista no va a verse afectado por discrepancias puntuales. La cuestión es otra, en concreto la de la pluralidad de los paradigmas ilustrados. Es decir, que tiene razón Ovejero al decir que el socialismo es heredero en línea directa de la Ilustración. Pero se equivoca al decir o sugerir que es el único heredero o el heredero más fiel. Pues junto a él, y con los mismos, si no mejores derechos de filiación, están el anarquismo y el liberalismo, unos paradigmas políticos diversos del de la izquierda.
Y sucede que, si uno piensa desde el universo mental liberal, entonces lo que al socialismo le resulta un fracaso al liberal se le aparece como un éxito: la libertad y la igualdad política han aumentado grandiosamente para la humanidad gracias a unos sistemas políticos que no son ni pretender ser «democracias», sino Estados de Derecho protectores de los derechos humanos y abiertos cautelosamente a un muy limitado y tasado autogobierno popular. La «democracia real» que echa en falta el socialista nunca figuró entre los objetivos del liberal, que siempre supo más de limitaciones cautelosas que de desarrollos pletóricos. La igualdad que, junto con la libertad, defendió el credo liberal no era la igualdad de bienes o posibilidades del socialista, sino la igualdad política. Y así sucesivamente.
Al examen de las que califica «derivas reaccionarias» es a lo que se dedica Ovejero en el tercio restante del libro, que constituye su aportación más novedosa. Parte de la constatación general de que al socialismo o a la izquierda les habría asaltado últimamente la brigada ligera del posestructuralismo, lo que, con muy poco esfuerzo intelectual, les habría llevado a recaer en posiciones directamente reaccionarias o antiilustradas, como son las del comunitarismo y el nacionalismo culturalista o identitario. Esta brigada ha regurgitado un tipo de ideas que son precisamente aquellas contra las cuales el socialismo construyó en la historia su propia identidad, que era la de una izquierda racional, universalista y cientifista. Junto con ellas, dice el autor, la izquierda ha comenzado a sentirse comprensiva con la sinrazón religiosa a pesar de que en sus genes llevaba (debería llevar) la crítica a las religiones como lo que en realidad eran: auténticos viveros de irracionalidad y los trampantojos de la injusticia. Y, en el lado más económico, se ha vuelto profundamente enemiga del proceso globalizador que la razón y la ciencia pusieron en marcha hace ya siglos y por los cuales el Manifiesto comunista daba entusiasta las gracias a la clase burguesa y al capitalismo.
Son tres patologías diversas cuya exposición y crítica por parte de Ovejero no merecen el mismo juicio. En cualquier caso, conviene anotar el doble sentido del calificativo de «reaccionarias» aplicado por el autor, pues designa tanto el disvalor ínsito de tales posturas vistas desde la mente ilustrada como su génesis reactiva. En efecto, parte de la izquierda real que perdió hace ya tiempo el rumbo intelectual anda buscando nuevos santos a los que encomendarse, en una actitud que se pone a contrapelo de lo que fue buena parte de su historia, caracterizada precisamente por la confianza fanática en el progreso y en la razón: hoy piensa de manera reactiva ante una realidad que le asusta, y así incide en posiciones reaccionarias.
Pero vayamos al juicio sobre «las reacciones reaccionarias» que denuncia el libro: poca duda cabe del apogeo espectacular del nacionalismo culturalista o identitario en la inteligencia catalana, así como de la aceptación entre resignada y acomplejada de la corrección de sus fundamentos ideológicos en el pensamiento político español contemporáneo. Un fenómeno que, en el plano intelectual, se abastecería de munición en el comunitarismo de allende el Atlántico de Michael Sandel, Charles Taylor o Michael Walzer. Pero es más dudoso que este revival identitario pueda considerarse una deriva generalizada de la izquierda racionalista y universalista en el resto de Europa. El caso catalán que presenta Ovejero es un caso muy circunscrito en su alcance, y el nacionalismo culturalista e identitario es, allende nuestras fronteras, más bien patrimonio de las nuevas derechas.
En el caso de la religión, parece muy exagerado atribuir a la izquierda o al socialismo, en general, una deriva reaccionaria que consistiría en aceptar sin reparo, e incluso con gusto, la presencia de la religión como actor relevante de la escena pública. No parece ser tal el caso en una Europa que incluso rechazó mayoritariamente la simple mención a los genes históricos cristianos de la democracia liberal hace no mucho tiempo. El «coqueteo con los fundamentalismos» de que habla Ovejero parece que expresa, más que una actitud hacia la religión como tal, una postura relativista que venera los rasgos de la diferencia cultural (en este caso, el religioso) como valor positivo. Es decir, no es sino una manifestación de las ideas comunitaristas acerca de la cultura grupal como elemento necesario y respetable para la autodefinición del individuo como persona.
El capítulo que dedica el libro al examen del lugar de los ciudadanos religiosos (provistos de una verdad metafísica) en la democracia, examinando las opiniones de John Rawls y Jürgen Habermas (así como los interesados deslices de Joseph Ratzinger), no parece que guarde mucha relación con las preocupaciones de la izquierda. Admitir la invocación de la razón religiosa en el ámbito de la sociedad civil es un problema, desde luego, para el tipo de democracia por el que opta el autor, una democracia deliberativa con aspiraciones epistémicas. Si la democracia es un debate racional en pos de la verdad, la razón religiosa debe estar excluida a priori del juego democrático por su carácter particular, absoluto y racionalmente incomunicable. Pero, en una concepción más procedimental de la democracia, no parece que su juego sea inadmisible, por lo menos si nos referimos a religiones que han hecho ya el tránsito a la admisión de la secularización de la política.
Y queda la deriva que consistiría en el rechazo acrítico y un tanto perezoso de los valores positivos de la globalización en su vertiente económica y social. Es la parte menos trabajada y elaborada por Ovejero, que se limita a constatar que, si bien el proceso globalizador ha traído mejoras sustantivas en las condiciones de vida de la humanidad (con el contrapeso –discutible– del aumento de la desigualdad), hay, sin embargo, víctimas reales y perdedores locales en ese proceso. Perdedores que se localizan sobre todo dentro de unas sociedades europeas cargadas hasta ayer de expectativas crecientes. La frustración consiguiente la aprovechan sectores sociales y políticos para reclamar populistamente fronteras, aranceles y protecciones. Bastante obvio, pero en absoluto patrimonio exclusivo de la izquierda.
Hasta cierto punto, parece que Ovejero está tan centrado dentro de su universo intelectual y político de izquierda que tiende a asumir y valorar como afecciones particulares de la izquierda lo que al final no son sino fenómenos de mucho más amplio espectro. El cambio del paradigma de la distribución al paradigma de la identidad es un fenómeno de la evolución social e intelectual occidental que vale para todos, derechas o izquierdas, conservadores, liberales o socialistas. Como decía Pierre Rosanvallon, la conciencia social dominante ha mutado desde un individualismo de lo universal o lo similar a un individualismo de la distinción. Hoy resultaría simplemente necia aquella frase de Goethe cuando afirmaba que «debemos cultivar nuestras virtudes, no nuestras peculiaridades»: esa era la Ilustración antes de la pasada por el Romanticismo.
Pero la implacable crítica intelectual de Ovejero al nacionalismo identitario y culturalista, afín al peor historicismo savigniano, ese nacionalismo particularista que se enseñorea de las Españas o de sus mentes, está absolutamente sobrada de razón. En nada podría mejorarla su glosa detallada aquí. Como en tantos otros asuntos de este libro, la lucidez del autor corre pareja con su capacidad analítica y expresiva.
Me gustaría hacer finalmente dos llamadas de atención a aspectos complementarios de la exposición del autor. El primero, que su idea de una izquierda socialista que habría sido siempre partidaria radical de los Estados grandes e indivisibles como ámbitos necesarios para el desarrollo de un proyecto de progreso y democracia (la conocida crítica de Engels a los «pueblos sin historia») no es del todo exacta. La izquierda socialista fue jacobina con Marx y Engels por motivos fundamentalmente estratégicos, porque convenía a su política. Pero no tuvo inconveniente en aprovechar los nacionalismos culturales cuando le convino, caso de irlandeses y polacos. En realidad, no hay un tratamiento específico y detallado del tema nacional en el socialismo hasta Iósif Stalin (cuyas tesis eran descaradamente nominalistas) o el austromarxismo de Karl Renner y Otto Bauer (este mucho más interesante, pero atento precisamente a los rasgos culturales tanto como a los políticos). Y, si ampliamos la nómina de la izquierda al ideario de la Revolución Francesa, deberíamos no olvidar que la nación republicana fundada en valores universales del comienzo se tiñó pronto de particularidades culturales. Incluso el laicismo francés es en gran parte nacionalismo cultural disfrazado. Vamos, que la nación fundada única y exclusivamente en el patriotismo constitucional clásico (ubi bene, ibi patria) nunca ha pasado de ser un «tipo ideal» sin existencia real, como todos los dichosos tipos.
Por eso, apelar a un principio rígido de «unidad e indivisibilidad del cuerpo político» (sobre el que sólo podrían decidir todos juntos, porque es un condominio de todos) me resulta una propuesta de Ovejero un tanto unilateral, que desconoce los elementos históricos contingentes por descontado, pero simbólica y socialmente relevantes, que han configurado a ese condominio como lo que es en su totalidad: una nación que no es sólo política ni es sólo cultural. Y de ahí las tensiones que no se resuelven desde la unilateralidad.
Sucede, por llevar el planteamiento a la actualidad más inmediata, que el total rechazo a cualquier contenido culturalista o histórico del nacionalismo que hace Ovejero, y su reivindicación sin fisuras de un nacionalismo sólo político (el «patriotismo constitucional» de Dolf Sternberger o el «patriotisme des Lumières» de Alexis de Tocqueville), por mucho que se haga desde la mejor de las razones intelectuales, colabora indirectamente a mantener petrificada una situación indeseable que se produce en la sociedad y la política españolas: en concreto, la situación de identidad disminuida y devaluada que aqueja al sentimiento de identidad española por contraposición a la identidad reforzada que poseen los nacionalismos periféricos. Helena Béjar ha destacado con acierto que el sentimiento nacional español está aquejado de un síndrome de privación relativa respecto a los prestigiosos catalán y vasco. A lo que se añade la probada incapacidad de los partidos de centro o izquierda para dotar de un contenido liberal y respetable –normal– a este nacionalismo panespañol, de manera que el sentimiento de pertenencia patrio no encuentra una forma de expresarse que no sea caricaturizable de inmediato. El nacionalismo español termina preso en un callejón sin salida: si no se afirma, demuestra sus carencias; si lo hace, exhibe su carácter autoritario.
Creo que el sentimiento nacional español, que existe vivaz en nuestra sociedad, como han demostrado los acontecimientos catalanes, precisa urgentemente de ser normalizado, tanto en su propia expresión y contenidos como en su aceptación por parte de las elites políticas de izquierda o progresistas, que deben simplemente empezar a saber existir con él. Sentirse español y decirlo no es facha, es tan normal como sentirse francés y proclamarlo: ¿por qué, sin embargo, hacerlo se califica automáticamente de castizo y rancio? No es de recibo que la socialdemocracia –no digamos los sociopopulistas– se sacudan incómodos cualquier expresión de españolismo como una cosa de catetos, amas de casa o franquistas nostálgicos, al tiempo que se inclinan obsequiosos ante las expresiones más hirientes para la libertad y la igualdad en que, con frecuencia, se esmeran las culturas envidiadas y tenidas en el fondo por superiores: las de ellos. La falta de autoestima como nación es el lastre de la política española, también de la de izquierda, y una de las causas de su entreguismo sempiterno ante los periféricos.
Pues bien, la posición de Ovejero, la de reivindicar un nacionalismo sólo y enteramente político, no hace al final sino desviar la atención de esta candente cuestión (tan candente que llevamos cuarenta años sin siquiera afrontarla) y, con ello, dejarla para las calendas griegas. Cuando, más bien, lo que parece urgente es un debate intelectual y político sobre la conciencia nacional española que ha venido hurtándose durante decenios.
Segunda observación: en el pensamiento de la izquierda socialista clásica, desde Marx, latía un mecanismo que hacía que al intérprete le resultara fácil deslizarse desde las concepciones universalistas de las personas y sus valores a las concepciones situadas y particulares, como ha sucedido en los últimos años con el comunitarismo y con la comprensión socioidentitaria del individuo. Me refiero al asunto de la abstracción de los derechos y de su crítica por parte de Hegel o Marx. Para la Ilustración estándar, el individuo y sus derechos se conciben de manera abstracta, desvinculados de su situación particular, porque es el camino para llegar a la universalización necesaria de sus derechos. Para Marx, esa abstracción no hace sino ocultar las relaciones reales de clase, de manera que los derechos del hombre son una abstracción inoperativa, una auténtica robinsonada. Comenzó entonces lo que Leszek Kołakowski llamaba «la jerga del hombre concreto», la cual pretendía que el hombre abstracto no era sino una estrategia intelectual para obviar la importancia de las relaciones reales (históricas, económicas o de otra clase), únicas de verdad determinantes. Toda la historia del socialismo está teñida de una constante apelación a la substantividad de lo «real» por oposición a lo «formal» o «abstracto», tanto cuando se habla de sujetos o de derechos como de democracia. Pues bien, para los marxistas desengañados de los años ochenta no debió de ser difícil transitar a una nueva concepción que, de nuevo, denunciaba la abstracción del sujeto liberal como una operación que ocultaba sus determinaciones reales, esta vez culturales, y su pertenencia a un ámbito social donde se descubría concreto, vinculado, comprometido y cohesionado. El feminismo, o cierto feminismo, nos muestra hoy una operación similar de des-abstracción del individuo y descubrimiento de su género como instancia real necesaria para su adecuado reconocimiento. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt