lunes, 31 de julio de 2023

Del miedo como antídoto

 




Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del historiador José Andrés Rojo, va del miedo como antídoto. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









Elecciones en el país del miedo
JOSÉ ANDRÉS ROJO
28 JUL 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Este titular sirve para cualquier parte, el miedo campa a sus anchas, hay mucha inseguridad y no se dibuja con claridad un proyecto, un lugar hacia el que dirigirse. Pero las elecciones se celebraron en España y fue aquí donde los partidos utilizaron el miedo para movilizar a los votantes (lo hacen en todas partes). La derecha se refirió a Frankenstein, ese engendro que en una narración de Mary Shelley construyó un científico del mismo nombre a partir de trozos de cadáveres diseccionados, y que dicen ha gobernado en los últimos años. La izquierda señaló a los ultras, a los herederos del franquismo, a los iliberales, incluso a Donald Trump, el paradigma de una política que se construye sobre una realidad paralela.
El miedo se cuela mejor en las sociedades que están tocadas, que son más frágiles. Y España acumula en las últimas décadas una buena colección de sacudidas que la han dejado temblando. En 2004, el siglo XXI se estrenó en España con los atentados yihadistas que convirtieron Atocha en el referente de un terror que venía de lejos, pero que circulaba ya con una furia desconocida por las venas de las sociedades europeas. Hacia 2007-2008 se produjo en Estados Unidos una brutal crisis financiera que se trasladó de manera fulminante al resto del mundo. En España se cerraron negocios, hubo mucha gente que se quedó sin trabajo, se pidió un rescate a Bruselas, que aplicó en la Unión la terapia de choque de la austeridad. Más pobreza y dolor. En Cataluña se inició en 2012 el proceso soberanista que partió en dos a la sociedad y la ha dejado herida para un largo tiempo. Luego llegó la pandemia en 2020 y después Vladímir Putin invadió Ucrania en 2022. Tuvo también lugar otro episodio que resulta casi una metáfora de esta época. La erupción de un volcán en La Palma, en Canarias: esa lava negra que descendía de las cumbres arrollando cuanto se pusiera a su paso y que avanzaba a paso de tortuga con una determinación incontenible.
El terrorismo yihadista, una economía global desregulada y radicalmente injusta, el empuje autodestructivo de los nacionalismos voraces, los virus imprevisibles (la covid recordaba las pestes medievales), la violencia de los imperios: como para no quedarse tiritando y con el miedo en el cuerpo. Y el cambio climático, tan presente en todas partes. “Nada es más difícil de analizar que el miedo, y la dificultad aumenta más todavía cuando se trata de pasar de lo individual a lo colectivo”, escribió el historiador Jean Delameau. Intentó reconstruir sus avatares entre el siglo XIV y el XVIII en El miedo en Occidente (Taurus), donde lo distinguía de la angustia, y explicaba que a esta se la vencía “nombrando, es decir, identificando, incluso fabricando miedos particulares”.
“El miedo nos impulsa a actuar”, observa Bernat Castany en Una filosofía del miedo (Anagrama). Podía haber dicho también que nos fuerza a votar. “El miedo es ambiguo” (Delameau), puede convertirse en algo patológico y bloquearnos, convertir la vida en un infierno y destruirnos. Pero a veces es una garantía contra los peligros. El 23-J y con la ventana abierta: un vecino habla en el patio. “Hay que ir a votar” dice, “es necesario parar al señorito Iván —el personaje de Delibes de Los santos inocentes— y es que algunos quieren que España vuelva a ser la de la Milana bonita”. El Partido Popular no supo, no sabe, escuchar esas voces. Por eso está tan desconcertado.































domingo, 30 de julio de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] La fe de los carboneros. [Publicada el 19/03/2018]










Hoy, 19 de marzo, Hans Küng, sacerdote católico, suizo, teólogo, famoso por su postura contra la infalibilidad papal, profesor emérito de Teología Ecuménica en la Universidad de Tubinga, prolífico autor y presidente de la Fundación por una Ética Mundial, cumple 90 años. Y con tal motivo el profesor​ Manuel Fraijó, también catedrático emérito de la Facultad de Filosofía de la UNED (mi alma mater), de la cual Küng es "Doctor Honoris Causa", le dedica un artículo en El País sobre la agonía de la fe (o de su falta) que no me resisto a subir al blog. Espero que les resulte interesante. A mí, que no soy creyente, pero que he leído con pasión casi toda la obra de Küng, me ha emocionado. 
Los grandes teólogos, escribe Fraijó, son gentes que, como Unamuno y Pascal, han pasado por las aulas del saber. Pero hay una asignatura que ni los más eruditos aprueban: el anuncio cristiano de la resurrección. Es algo siempre “esperado” y nunca “sabido”. Miguel de Unamuno, comienza diciendo, consideró siempre que San Manuel Bueno, mártir era su mejor novela filosófico-teológica. En ella puso, según propia confesión, todo su “sentimiento trágico de la vida cotidiana”. De hecho, la diócesis imaginaria a la que pertenece la aldea de Valverde de Lucerna, en la que Unamuno sitúa su relato, se llama Renada, es decir, doble nada, o una nada muy agrandada. La nada, como destino último de los seres humanos, es la mejor expresión del sentimiento trágico, agónico, unamuniano. Unamuno sintió incluso, en una noche de marzo de 1897, las “garras del Ángel de la Nada”. Tampoco olvidó la nada nuestra de cada día, la hermana menor de la nada final, los sinsentidos intrahistóricos.
Hay en esta novela una figura que siempre ha despertado ternura: Blasillo, el bobo del pueblo. Su nombre parece remitir a Blas Pascal, figura muy presente en la obra del pensador vasco. Obviamente, Unamuno no pretendía llamar “bobo” a Pascal. Lo que Blasillo simboliza es la fe sencilla de Pascal, fe que siempre añoró Unamuno, la fe de su niñez y de sus años jóvenes en su Bilbao natal. Es, podríamos aventurar, la “fe del carbonero”, la fe heredada en la que se nace y se muere, la fe más sentida que pensada, la fe sin ilustración. Es la que practica Pascal cuando aconseja “encargar misas”, o cuando escribe: “Toma agua bendita y acabarás creyendo”. Es, también, la fe que practican hoy creyentes musulmanes que, al ser ciegos o analfabetos, deslizan cada día sus dedos por un número determinado de páginas del Corán; así, al terminar el mes, habrán “leído” el libro santo entero.
Es claro el contraste con don Manuel, el cura de Valverde de Lucerna que ni “celebrando misa” ha logrado creer. Preguntado por su fe, el párroco, llamémoslo “carbonero ilustrado” —había estudiado teología— “bajó la mirada al lago y se le llenaron los ojos de lágrimas”. Y, preguntado por la resurrección de los muertos, “el pobre santo sollozaba”. ¡Conmovedora forma unamuniana de revelar al lector el drama del cura! Era un santo, sus feligreses lo adoraban, pero su fe era débil, vivía más de la búsqueda de la verdad que de su posesión. Eso sí: nunca reveló a sus parroquianos su drama personal; y no lo hizo, escribe bellamente Unamuno, “para no quebrantar su contentamiento”, para no arrebatarles el consuelo de la fe. Hay en la novela un sostenido elogio de la fe del carbonero, del creer de las gentes sencillas que continúan creyendo porque siempre creyeron.
Blasillo recorría una y otra vez las calles del pueblo repitiendo en tono patético el grito de Jesús en la cruz que él tantas veces había escuchado de labios de don Manuel: “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?”. A las buenas gentes del pueblo se les saltaban las lágrimas al oírlo. Y, lleno de regocijo, Blasillo festejaba su triunfo iniciando una nueva vuelta a la aldea. Unamuno hace coincidir, magistralmente, la muerte del párroco con la de Blasillo, que se había sentado en la iglesia a los pies de un don Manuel ya moribundo. Con memorable sensibilidad escribe: “Así que hubo luego que enterrar dos cuerpos”. De esta forma, el carbonero ilustrado y el carbonero a secas, Blasillo, quedaron unidos para siempre.
Pero Unamuno era consciente de que la fe de Pascal no siempre olió a carbón. De hecho se refiere al gran científico como “un alma que llevaba cilicio”. Un alma, en definitiva, que murió a los 39 años “de vejez”. Su conversión, la que le sacó del “mar de distracciones” en el que navegaba, tuvo lugar, como él mismo informa, el 23 de noviembre de 1654 “ente las diez y media y las doce y media de la noche”. Al parecer se trató de una intensa experiencia religiosa, de una conmoción interior, de una sacudida mística. Algo muy diferente del sueño de Descartes ante su estufa. Al autor del Discurso del método se le reveló una “ciencia admirable” que le resolvió su duda metódica. Pero la duda de Pascal, como la de don Manuel, era existencial, dramática, trágica incluso. La consignó en su Memorial, un papel arrugado, cosido al forro de su levita, encontrado por un criado después de su muerte. La primera palabra lo dice todo: “Fuego”. A continuación, Pascal contrapone el Dios de los filósofos y de los sabios al Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob y de Jesucristo. Es de este último Dios de quien Pascal espera “certidumbre, paz, alegría”. Si Descartes había dicho “pienso, luego existo”, Pascal optará por su conocido “creo, luego existo”. En su caso triunfaron las razones del corazón. La fe de Pascal, afirma Unamuno, no era fruto de la “convicción”, sino de la “persuasión”, tenía voluntad de creer, pero su inteligencia matemática se lo puso difícil. De ahí su insistencia en las razones del corazón. La frase que mejor revela su lucha interior tal vez sea esta: “Incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista”. Con ella, Pascal dejó atrás los días del agua bendita y la fe del carbonero para adentrarse en el misterio de la “caña pensante” que somos y en el “eterno silencio de los espacios infinitos” que nos sobrecoge y aterra. Al presentir su final, repartió su dinero entre los pobres y los hospitales de París y rogó a su hermana Gilberta que le trasladase al Hospital de los Incurables, algo a lo que Gilberta se negó; lo cuidó ella con todo esmero y cariño. Aún tuvo tiempo Pascal de acoger en su casa a una familia necesitada. Unos días después, el 9 de agosto de 1662, una extraña y terrible enfermedad que los médicos no acertaron a diagnosticar acabó con su vida. Pero con nosotros siguen sus Pensamientos, obra genial que tanto ha dado que pensar.
En un conocido texto confiesa Kant que tuvo que “anular el saber para dejar un sitio a la fe”. Es el sitio que siempre andan buscando todas las religiones, pero no solo ellas. El carácter enigmático del universo condujo a un científico de la talla de Severo Ochoa a afirmar que sentía “irse de este mundo sin saber exactamente dónde había estado”. Todos los espíritus profundos se han visto obligados a llevarse bien con la incertidumbre. Tal vez por eso acuñó Nicolás de Cusa la fórmula “docta ignorancia”, fórmula que Ortega y Gasset consideraba la mejor definición conocida de la ciencia. “Carboneros ilustrados” es otra forma de decir “docta ignorancia”. Los grandes teólogos son carboneros leídos, gentes que, como don Manuel y Pascal, han pasado por las aulas del saber. Pero existe una asignatura que ni los más ilustrados aprueban, un asunto en el que todos compartimos la condición ignorante del pobre Blasillo. Me refiero al anuncio cristiano de la resurrección, al que Unamuno consagró su San Manuel Bueno, mártir. Es algo siempre “esperado” por muchos, pero nunca “sabido” por nadie. Cabe la opción generosa de Nicolás de Cusa “quia ignoro, adoro” (justo porque lo desconozco, lo adoro), pero también hay espacio para la duda, incluso para la negación, dolorosa unas veces, despreocupada o airada otras. El carácter misterioso del tema deja muchas puertas abiertas. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












Del suicidio de las naciones

 





Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del periodista Lluís Bassets, va del suicidio de las naciones. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com






Las naciones no mueren, se suicidan
LLUÍS BASSETS
27 JUL 2023 - El País 

A Benjamin Netanyahu solo le quedaba un cartucho, después de 16 años como primer ministro. Martin Yndik, exembajador de Estados Unidos en Israel y enviado especial de Washington en las negociaciones de paz con los palestinos, ha señalado en declaraciones al diario Haaretz que el veterano político derechista israelí “ha sido una víctima de las circunstancias”, obligado tras las últimas elecciones de noviembre pasado a coaligarse con dos grupos de extrema derecha, uno de fundamentalistas judíos y otro de colonos supremacistas, para poder formar un Gobierno que ha resultado el más ultra e intransigente de la entera historia israelí.
Bibi no quería tan solo recuperar el poder, sino sobre todo blindarse ante el asedio judicial por tres casos de corrupción. Al primer ministro y a sus socios extremistas les une un mismo propósito: sacarse de encima la división de poderes y más en concreto el delicado escrutinio de las leyes por parte de la Corte Suprema. Israel no tiene constitución escrita, de modo que el único criterio a disposición de los jueces es la racionalidad o sensatez de las leyes aprobadas por la mayoría simple de la Knesset, ahora en manos de la coalición ultranacionalista y religiosa.
Pero Netanyahu es propenso a la insensatez y de ahí que no haya tenido escrúpulo alguno para liquidar el control de constitucionalidad hasta dejar a la única democracia liberal de Oriente Próximo a la intemperie. Tras desposeer a la Corte Suprema de sus poderes, los fundamentalistas podrán equiparar el estudio de la Torah al servicio militar y eximir a los estudiantes de las escuelas talmúdicas de la obligación que afecta a los otros jóvenes israelíes y que con frecuencia les lleva a poner en riesgo su vida para garantizar la seguridad de su país. No podía faltar en su agenda la legalización de la anexión de las colonias y los territorios ocupados de Cisjordania, hasta dejar a los palestinos sin territorio donde se pueda organizar algún día el Estado al que tienen derecho. O permitir que un criminal ya condenado forme parte del Consejo de Ministros. Y, por supuesto, nombrar a jueces y fiscales a su gusto, de forma que se paralicen los procesos penales que le afectan.
Sin control de constitucionalidad, nada impedirá que los derechos de los palestinos sean vulnerados todavía con mayor intensidad que ahora por una coalición supremacista que no está dispuesta a negociar la paz, ni siquiera la desea, y no reconoce tampoco —muy al estilo de Putin con Ucrania—, que la nación palestina exista y esté asistida por el mismo derecho a la autodeterminación ejercido por el pueblo judío. Está a la vuelta de la esquina el modelo de la Sudáfrica del apartheid, en la que había dos clases de ciudadanos, los boers blancos con plenos derechos y el resto, sin derechos políticos ni civiles.
El Parlamento, elegido por el sistema proporcional, se convierte así en el único y absoluto soberano, al borde de la dictadura avalada por las urnas. Lo que apruebe el actual, donde hay 64 diputados extremistas, tres más que la mayoría simple, lo puede revocar otro Parlamento de signo contrario, pero puede ser irreversible el daño que se produzca mientras no se rompa la mayoría o se convoquen nuevas elecciones. Hay que escuchar la voz de Shlomo Ben Ami, eminente historiador y exministro de Exteriores israelí, en su libro Profetas sin honor. La lucha por la paz en Palestina y el fin de la solución de los dos Estados (RBA): “A las naciones casi nunca se las asesina: se suicidan. Y la ocupación va camino de desembocar en la autodestrucción de Israel”. Este camino está ya abierto. De momento, esta semana Israel se ha situado abiertamente en el campo de las democracias iliberales, como Turquía o Hungría.



























sábado, 29 de julio de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Ciudad y democracia. [Publicada el 09/10/2009]










Al concluir mis estudios de licenciatura en Geografía e Historia en la UNED, me planteé seguir con un doctorado en Ciencias Políticas, que era realmente la opción que siempre me había atraído más. Diversos avatares profesionales y personales hicieron que la cuestión no pasara de mero proyecto, pero recuerdo que llegué a proponerme dos temas como posibles a la hora de acometer la tesis doctoral que culminaría mi paso por la universidad. Uno fue el del papel del Senado en las democracias modernas, asunto que siempre me ha atraído, y me sigue atrayendo, dada la escasa relevancia que la Constitución y los sucesivos gobiernos le han dado al español. El otro asunto posible objeto de esa tesis "non nata" era el del papel de la ciudad como sujeto y objeto de renovación democrática; en cierto sentido, una vuelta al ámbito originario de la democracia participativa, siguiendo la estela de pensadores como Hannah Arendt.
Esta es, también en cierto modo, la tesis del filósofo, escritor y periodista Josep Ramoneda, que el pasado 19 de agosto escribía un interesantísimo artículo en El País, titulado "Hacia una Europa de las ciudades", en el que venía a decir que frente al carácter cerrado de la nación, el ámbito urbano es el lugar idóneo para forjar una identidad abierta, la que necesita la nueva conciencia europea, que sea políticamente solidaria y capaz de compartir la soberanía.
La cultura nacional es una cultura cerrada y unitaria, dice. Se basa en la presunta homogeneidad de los ciudadanos que pueblan el Estado. Pero esta idea de comunidad está hoy completamente obsoleta, en sociedades que por su composición ya no pueden esconder su heterogeneidad. ¿No sería la hora de volver a este "lugar de una humanidad particular" que es la ciudad europea? Las ciudades son identidades abiertas frente a las naciones que son identidades cerradas. ¿No podrían ser éstas los nodos adecuados sobre los que tejer una red de identificación básica europea?
Pero la ciudad -concluye- es sobre todo el lugar de una identidad abierta, es el lugar en que es posible encontrar un denominador común entre los extraños que la componen; una identidad mínima muy parecida a la que requiere la reconstrucción de la conciencia europea, una identidad basada en el reconocimiento al otro y en la defensa de un modelo europeo que tiene todos los elementos de la cultura urbana: la soberanía compartida entre extraños; la solidaridad política; la diversidad y el conflicto como portadores de oportunidades y de cambio, y la negociación y el diálogo, como manera de relacionarse. Sin necesidad de inclinarse ante ningún dios menor, sea la patria o la religión de turno.
Me gustaría terminar esta entrada de hoy citando de nuevo al politólogo Robert A. Dahl, y su libro "La democracia y sus críticos" (Paidós, Barcelona, 1993). Dice en el mismo que sea cual sea la forma que adopte, la democracia de nuestros sucesores no será ni puede ser igual a la de nuestros antecesores. Ni debe serlo. Ya que los límites y posibilidades de la democracia serán radicalmente distintos de los que existieron en otras épocas y lugares del pasado. La brecha existente entre el conocimiento de las élites de la política pública y el de los ciudadanos corrientes, añade, puede reducirse, pues ya es técnicamente posible que todos los ciudadanos puedan disponer de información sobre todas las cuestiones públicas accesible de inmediato. ¿Está pensando Dahl en Internet?... Lo que parece claro es que el ámbito de la ciudad es quizá, o sin quizá, el idóneo para un ensayo de democracia participativa universal. Y las ciudades europeas, por su historia de libertad, el marco adecuado. ¿Por qué no intentarlo? Espero que les resulte interesante. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. (HArendt)










Del amor y la amistad

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo Jordi Ibañez Fanés, va del amor y la amistad. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.










Amistad y amor mundi: la vida de Hannah Arendt
JORDI IBÁÑEZ FANÉS 
01 FEB 2008 - Revista de Libros

Recensión de los libros HANNAH ARENDT, de Laura Adler (Destino, Barcelona) y HANNAH ARENDT, de Elisabeth Young-Bruehl (Paidós, Barcelona).
Al final de su ensayo «La crisis de la cultura» (incluido en Entre el pasado y el futuro), Arendt alude al criterio de acompañarse bien en esta vida y saber escoger los amigos, las ideas y las cosas. La conocida sentencia de Cicerón de que es preferible errar con Platón a tener razón con sus enemigos (Errare mehercule malo cum Platone […] quam cum istis vera sentire), y que Hannah Arendt cita en este mismo contexto, entreabre una puerta por cuyo resquicio es posible entenderla a ella y al contenido de verdad que ella misma dio a su vida. El arte de escoger a los amigos, el juicio para conocer a las personas más allá de sus aciertos y desaciertos, no es una actividad incidental o privada: es donde comienza el primer círculo de la acción política, de una existencia decente capaz de reconocer y producir sentido. En el mundo ­estropeado por los totalitarismos es, además, un modo de supervivencia y de heroísmo.
Para comprender a Hannah Arendt hay que asumir su concepto de la amistad: exigente, generoso, dinámico, tenso, profundo, leal. Su relación con Heidegger, por ejemplo, va mucho más allá de un enamoramiento de juventud guardado en el relicario de la propia vida. Se convierte en una forma de amor impresionante a partir del momento en que resulta a todas luces incomprensible (si no se ve todo desde un prisma hecho de entrega y generosidad). No es que Hannah Arendt le perdone a Heidegger su deriva nacionalsocialista. Es que simplemente se sobrepone, se coloca por así decirlo más allá de las miserias y debilidades del pobre Martin, y acude a él en sus años más oscuros, como el «rey escondido» que fue pero ahora ya destronado, simplemente para retomar un diálogo tan necesario para ella como para él. Podemos pensar que, en plena barbarie nazi, Hannah Arendt (como Jaspers, como tantos otros amigos) hubiera podido morir ante la puerta de Heidegger sin que ésta se abriera. Es duro pensarlo, pero no tenemos motivos más razonables para no pensarlo, visto el comportamiento del filósofo durante esos años negros. Y, sin embargo, ahora ella va en su busca, le ahorra esta imposible palabra de la disculpa, que él nunca pronunciará, le vuelve a ofrecer su amistad, su amor incluso. A partir de aquí (verano de 1949), Hannah Arendt no dejará de buscar y apreciar el contacto con su antiguo maestro, a pesar de no encontrar en él nunca, o sólo muy al ­final, un reconocimiento por sus propios libros. Deja huella este modo incondicional de entender y de vivir la amistad, dejándola que se alimente de la propia claridad y de los hábitos irre­gulares, y en cualquier caso cómicamente oraculares, de Heidegger como corresponsal. Si se comparan las cartas de Arendt con las de Heidegger, se descubre de inmediato dónde está la filosofía más profunda y dón­de que­da simplemente la que más imposta la voz. La biografía de Laure Adler, sin aportar grandes novedades, rela­ta muy bien el melo­dramático reencuentro (siempre en el verano de 1949) entre los dos antiguos amantes, la escena grotesca, inducida por Heidegger, ante su esposa Elfriede, antisemita hasta los tuétanos, enloquecida por los ­celos, transida por el odio y el dolor, y la actitud de Hannah Arendt, que pa­rece sobrevolar este drama familiar como alguien de otro mundo. Heidegger, que siempre filosofó como si fuera él el que descendía de otro mundo, tu­vo posiblemente en Hannah Arendt la percepción más clara de lo que era real­men­te ser de otro mundo. Aunque, si ella no lo condenó, ¿por qué deberíamos hacerlo nosotros? Personalmente, creo que se desprende mayor profundidad existencial de cinco minutos de la vida de Hannah Arendt que de cinco páginas de Ser y tiempo. Pero también esto es una exageración que ella no hubiera aceptado bajo ningún pretexto (aunque sea verdad).
Ese culto intenso a la amistad, al juicio como una apuesta y un conocimiento dado por los otros a través de la experiencia de la amistad, no lo explica todo, pero sí explica lo esencial, o por lo menos ofrece una visión que permite ir al núcleo vital del personaje. La biografía de Hannah Arendt resulta una lectura apasionante (más allá del chisme, que brilla por su ausencia en alguien que vivió libremente, sin dobles fondos) precisamente porque esa viva experiencia de la amistad y la entrega lo articula todo. Las ideas y las posiciones políticas no se pronuncian en una soledad extraña o superior, sino en el seno de una constelación humana muy diversa y compleja. No hay camino de amistad en Hannah Arendt que no sea de ida y vuelta. Y no hay juicio sumario (a los que también podía ser proclive) que no ponga en evidencia a su condenado de un modo definitivo. El ejemplo de Adorno es, al respecto, devastador. Podemos pensar que hay una cierta incongruencia en el hecho de no perdonarle a Adorno ciertos titubeos cobardicas con respecto al nacionalsocialismo en los primeros meses de la llegada de Hitler al poder, y que luego, en cambio, no le pidiera explicaciones a Heidegger por su compromiso y su identificación con los nazis. Plantear eso supone equivocar completamente el plano desde el que se juzga la cuestión. Adorno nunca fue amigo, más bien fue enemigo desde el primer instante. Por muy irracional que parezca, digamos que ella lo caló, y ahí ya no había nada que hacer. Na­turalmente, los tejemanejes de Adorno y Horkheimer con el que fuera su primer marido (Günther Anders), o la condescendencia vagamente prepotente y de maestrillo sabihondo que ella creyó captar en el trato que Adorno le dispensaba a su amigo Walter Benjamin en el exilio parisino, no ayudaron en nada a lavar esta mala impresión inicial. También puede entenderse el estilo vital e intelectual de Arendt a partir del contraste con Adorno. Arendt nunca fue hegeliana (el error esencial de Hegel fue, según ella, entender el pensar y el actuar como lo mismo; además, para ella, como para Heidegger, el absoluto es una presunción abusiva de la que la filosofía debe precaverse). Tampoco fue marxista (aunque pocos de su generación leyeron a Marx con tanta generosidad para comprenderlo como ella). Fue kantiana y aristotélica, y en cierto modo Adorno tuvo que envejecer para volverse kantiano. El lugar de la negatividad adorniana, además, aparece en ella ocupado por una idea completamente antagónica: el amor al mundo, a las cosas como lo que son. Es decir, frente a la comprensión de lo que es mediante su inversión y su negación, ella siempre opuso la comprensión de lo que es como lo que es. Esto la hizo ser una pensadora valiente, y esto la colocó también en algún apuro.
Si no tenemos presente esta exaltación vital por el dilucidamiento de la verdad, no se entiende que entrara en tromba en un tema tan complejo y vivo como el del holocausto, y no digamos ya en 1961-1963, en el momento del primer relevo generacional entre supervivientes y descendientes de supervivientes. Me refiero a los cinco artículos que publicó en The New Yorker sobre el proceso al nazi Eichmann en Jerusalén y al libro que inmediatamente publicó a partir de ellos (sin rectificar nada, sin matizar lo que ya hubiera podido matizar). Aunque hay una notable y copiosa literatura sobre el tema, las biografías de Young-Bruehl y Laure Adler permiten una reconstrucción y un cierto juicio sobre los hechos. Los «pecados» de su libro fueron básicamente dos. El primero: haber analizado la supuesta sumisión de las víctimas como un fenómeno general de compleja subordinación ideológica respecto del mismo sistema que las masacraba (algo que ya estaba en sus Orígenes del totalitarismo). Su célebre afirmación de que si los judíos no hubieran estado organizados en términos de racionalidad moderna e identi­ficados con un mundo administra­tivamente competente hubieran sido menos vulnerables, no es ni una paradoja ni un sarcasmo, sino un modo (seguramente poco delicado) de tocar un punto singularmente doloroso del exterminio: el de las zonas grises de la colaboración judía con los verdugos nazis. Su segundo error fue haber comentado el mal personificado por Eichmann y por el aparato administrativo nazi en términos de banalidad. Esta idea era, por un lado, coherente también con su propio análisis del totalitarismo: la maldad es una plaga, una epidemia que se apodera de la mediocridad general y se propaga como mezquindad. Pero también es cierto que, de entrada, parecía trivializar el sufrimiento y convertía a las víctimas en cómplices de una rutina siniestra. Arendt sólo se explicó mejor sobre esto cuando la resaca de la dura polémica (que en algunos momentos rozó el linchamiento civil) remitió. El reverso de la trivialidad del mal es la profundidad del bien. La crisis por su libro sobre Eichmann puso a prueba a su «tribu». Viejos amigos como Hans Jonas, Gershom Scholem o Kurt Blumenfeld se enfren­taron a ella; otros, como J. Glenn Gray, Mary McCarthy o Jaspers se pusieron de su lado (no sin ayudarla a ver que la locura de los otros tenía una razón de ser que su propio sentido de la verdad no podía ignorar). Fue en este contexto cuando Arendt se declaró no-filósofa. Pero creo que también fue en el fragor de esta batalla dolorosa por una verdad que no se dejaba decir cuando se encontró a sí misma filosóficamente. Tuvo que pelearse con la vergüenza que le ocasionaba su pasado para aprender a ser generosa no solamente con sus amigos, sino con el mundo.
El lector en español dispone de estas dos biografías (más la de Alois Prinz, que es una introducción nada desdeñable al pensamiento de la autora tomando la vida como guión1). ¿Cuál elegir? La de Young-Bruehl data de 1982, fue escrita cuando toda la correspondencia de Hannah Arendt estaba inédita, y la autora es alguien que la conoció y estuvo muy cerca de ella en los últimos tiempos. La de Laure Adler es de 2005, y aunque también trabaja con material inédito, buena parte de las grandes colecciones de cartas (a Jaspers, a Heidegger, a Blücher, a McCarthy) son bien conocidas. La de Young-Bruehl es algo más distante, la de Laure Adler es más empática. Young-Bruehl nos muestra un recorrido intelectual forjándose a sí misma en juego con el mundo, Laure Adler nos muestra a una mujer en busca de sí misma en juego con los demás. Yo he releído la primera (ya había sido publicada en Edicions Alfons el Magnànim en 1993) y la segunda en paralelo, y sólo puedo decir que los dos libros son excelentes, extraordinarias biografías. Que donde no llega la una, llega la otra, y que las dos se dan apoyo mutuo. ¿Para qué elegir, pues, si Hannah Arendt no fueron dos, sino una: profunda, coherente, formidable y de una pieza?