sábado, 3 de junio de 2023

Del mundo en blanco y negro

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la lingüista Beatriz Gallardo Paúls, va del mundo en blanco y negro. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 











Polaridades, el mundo en blanco y negro
BEATRIZ GALLARDO PAÚLS
02 JUN 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Existe un universal lingüístico según el cual todas las lenguas lexicalizan al menos dos términos para color, traducibles (con matices) como “blanco” y “negro”, es decir, claro y oscuro. Esa estructura mínima de dos polos supone la representación enormemente reduccionista de una realidad, la cromática, en la que los seres humanos estamos capacitados para percibir millones de matices. Obviamente, que solo existan dos términos de color no impide a esas lenguas transmitir diferencias cuando sus hablantes lo necesitan, pero para hacerlo no cuentan con palabras específicas y recurren a otras técnicas lingüísticas. En cualquier caso, las lenguas con solo dos términos de color, como el bassa de Liberia, ejemplifican bien cómo una realidad enormemente rica y compleja puede simplificarse al máximo en su representación verbal.
El discurso público actual, el que proporciona escenario a nuestros procesos electorales, ilustra otro tipo de reduccionismo que ya no es léxico sino discursivo. Los múltiples factores sociales, tecnológicos y culturales que alientan ese proceso esquematizador populista son bien conocidos. La digitalización, el individualismo, la gran concentración empresarial del sistema de medios, la desinformación creciente o la celeridad general de nuestras vidas son algunos de los fenómenos que facilitan esta tendencia a lo simplificado y, en suma, a la polarización; proceso, por cierto, en el que tampoco se debe olvidar el papel de los modelos educativos neoliberales, enormemente importantes para desintegrar la conciencia cívica y la ciudadanía crítica. Con ese contexto, en las últimas décadas nos hemos acostumbrado a aceptar que la esfera pública está polarizada.
A partir de los ámbitos ideológicos manejados por la politología o la filosofía, situados normalmente entre progresismo y conservadurismo, socialdemocracia y liberalismo (obviamos aquí los avatares del lexema “liberal”), cabría pensar que estos sean los mismos polos que articulan el eje discursivo político, de manera que cada uno tenga una manifestación discursiva propia. Pero al observar ambos modelos (”izquierdas” y “derechas”, por utilizar otra simplificación léxica) se diría que su retórica es diferente, quizás porque no mantienen una relación simétrica. Así lo indicaba Albert Hirschman al inicio de Retóricas de la intransigencia (1991), donde señalaba una desventaja intrínseca en el pensamiento conservador debida a la visión generalizada del progreso como algo positivo. Por decirlo brevísimamente, la era moderna asume que la historia es inevitablemente progresista y, por lo tanto, considera que las objeciones conservadoras a la acción de los autodeclarados progresistas son, por naturaleza, no simplemente reactivas, sino reaccionarias. Esta asimetría se da entre evolución e involución, pero también entre afirmación y negación: puesto que solo puede negarse una afirmación previa, la negación es siempre reactiva. Ingrato papel, pues, el de los conservadores.
Ante esta desventaja, seguía Hirschman, las tres grandes olas reaccionarias de los siglos XIX y XX (contra la Revolución francesa, contra el sufragio universal, contra el Estado de bienestar) habrían desarrollado tres estrategias retóricas para trasladar su oposición a las propuestas progresistas: los argumentos de perversidad (la ley o las medidas con las que se pretende solucionar cierto problema solo conseguirán agravarlo), de futilidad (serán inoperantes y no lograrán los objetivos), y de riesgo (suponen un precio demasiado alto). Estos esquemas textuales permiten enmascarar la oposición a unas medidas o a unas políticas, mientras aparentemente, en un alarde de concesión ciceroniana (”sí, pero…”), se defiende lo contrario; no en vano los discursos conservadores se apropiaron en los noventa de la terminología progresista: ¿cómo explicitar que no se defiende la igualdad, la justicia, el Estado de derecho o la libertad?
Hirschman, hay que decirlo, es cuidadoso en señalar que el discurso progresista tiene también su manera de recurrir a estas estrategias, aunque con otros matices retóricos. En cualquier caso, se diría que para 2023 su análisis de grandes tópicos argumentativos en el discurso conservador ya no es válido. El tipo de sutilezas que describe no ha estado presente en la campaña, tal vez porque nuestra sociedad —esa que, en un formidable arrebato negacionista, Margaret Thatcher afirmó que “no existe”— es incapaz de gestionarlas.
Gran parte del discurso político actual ha sido fagocitado por historias en clave personalista y temas casi anecdóticos, mientras el ecosistema comunicativo, especialmente en televisión y redes, facilita el protagonismo de discursos simples, más aptos para el maniqueísmo moralista que para el debate democrático. Estos discursos enfatizan una polaridad axiológica, de buenos y malos, que permite caracterizarlos como “retóricas negativas”. Derogar, anular, suspender, revocar, abolir son sus promesas electorales preferidas. Por supuesto, se trata de acciones inherentes al rol de oposición, pero no van acompañadas de propuestas alternativas, de discurso en positivo. Se vio en la moción de censura, presentando un posible candidato sin programa; lo hemos visto en la reciente campaña basada en acusaciones. La intransigencia, resumida en el dicho español “de entrada, no”, es su posición enunciativa más característica.
Las retóricas negativas de los populismos —conservadores o no— no se entretienen en dar empaquetado argumentativo a sus tesis, sino que apuntan directamente a las presuntas consecuencias (catastróficas, huelga decirlo) de las políticas ajenas: te ocuparán el apartamento, implantarán una dictadura, excarcelarán terroristas, no habrá pisos de alquiler, Europa retirará sus fondos… te quitarán las chuches. La acción política prometida no se refiere a la sociedad o sus valores, al bien común, sino al oponente político; hablan (vehementemente) de lo que desharán más que de lo que harán; el personalismo condensa la ideología (”sanchismo”); el mensaje focaliza filias y fobias, banaliza el dolor; en su forma extrema, muestra una desinhibición que ya no se azora por reivindicar la injusticia o el fin del Estado de derecho. Es, en definitiva, un discurso que se mueve entre el sí y el no, siendo casi irrelevante aquello que se afirma o se niega. El resto es hojarasca discursiva que rellena turnos de habla y que tanto medios como ciudadanos amplifican mejor —sobre todo en redes y mensajería— cuanto más excéntricos y pasionales resultan. Este discurso, por lo demás, no actúa en el vacío ni es exclusivo de la clase política; conecta y moviliza a un tipo específico de ciudadano destinatario que tiene ese mismo concepto de la polis y la res publica. La cuestión es cómo debe hablar quien pretende interpelar y movilizar a los otros ciudadanos, muchos de ellos claramente refractarios a la simplificación, sabiendo que su discurso apenas tendrá eco en esa esfera discursiva en blanco y negro.
Decía al comienzo que existe un universal lingüístico según el cual todas las lenguas tienen al menos dos términos para color, traducibles como “blanco” y “negro”. Pero es importante saber que la distancia entre ambos no solo incluye todos los matices del gris, sino también toda la escala cromática. De hecho, un segundo universal afirma que, si las lenguas tienen un tercer término de color, este es el “rojo”, o sea, el color(e)ado. Y algo parecido ocurre con la realidad del discurso político: sus temas, sus argumentos, sus conceptos y sus tonos exigen un discurso amplio y elaborado que no puede reducirse al eje lineal y egocéntrico construido entre “nosotros, los buenos” y “ellos, los malos”, entre blanco y negro. Los ciudadanos, de cualquier ideología, merecen un discurso que recorra el amplio espectro de complejidad y diversidad de la sociedad, y que, en medio de todo eso, les hable más de sus vidas. Beatriz Gallardo Paúls es catedrática de Lingüística de la Universidad de Valencia.

































[ARCHIVO DEL BLOG] Demagogia. [Publicada el 25/06/2017]










Tengo que corregirme la manía de comenzar mis escritos definiendo casi cualquier término controvertido que uso. Espero que me crean si les digo que no se trata de pedantería por mi parte, sino más bien de intentar emplearlos con la mayor precisión posible para así evitar malentendidos innecesarios. Si no estamos de acuerdo en el sentido real de las palabras que empleamos será difícil no ya ponernos de acuerdo sino tan siquiera entendernos los unos con los otros. ¿No les parece?
Comencemos hoy con la palabra Demagogia, del griego δημαγωγία, que se define como práctica política consistente en ganarse con "halagos" el favor popular, y también como degeneración de la democracia consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos "elementales" de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder. El entrecomillado es mío; las definiciones del Diccionario de la Lengua Española de la RAE.
Timothy Garton Ash es un eminente catedrático británico de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige el proyecto freespeechdebate.com, e investigador en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford, que recientemente ha recibido el prestigioso Premio Internacional Carlomagno. Garton Ash, brillante polemista, se ha distinguido siempre por un acendrado europeísmo. Y hace unos días escribía en el diario El País, con el que colabora de forma habitual, un interesante artículo titulado Hacia lo peor de los dos mundos, en el que afirmaba que si la prioridad es la economía, lo lógico sería pensar que el Reino Unido debería permanecer en la Unión Europea, y que eso es lo que muchos conservadores y laboristas piensan en privado, pero no se atreven a decirlo porque "el pueblo ha hablado".
Los británicos no saben lo que quieren, decía el titular de portada del gran diario suizo Neue Zürcher Zeitung, comienza diciendo. O dicho de otra forma: los británicos no se ponen de acuerdo en qué quieren ni saben cómo conseguirlo. En el primer aniversario del referéndum que aprobó la salida de la Unión, resulta doloroso ver el caos en que se encuentra el país.
En cambio, añade, el resto de la UE está haciendo serios esfuerzos para recuperarse. Desde que el presidente francés, Emmanuel Macron, apareció ante el Louvre la noche de su victoria electoral, a los sones del himno de Europa, y todavía más desde su éxito en las elecciones legislativas, existe un nuevo optimismo sobre la capacidad de la pareja franco-alemana de volver a enderezar el proyecto europeo. En el primer trimestre de este año, la economía de la eurozona creció más deprisa que la de Reino Unido. Después de las victorias del Brexit y Trump, en muchos Estados miembros ha aumentado el apoyo popular a la UE. Angela Merkel ha dicho que Europa tiene que cuidar de sí misma porque ya no puede depender de Estados Unidos ni de Reino Unido.
Las autoridades de París, Berlín y Bruselas tienen sus propios problemas, y el Brexit, para la mayoría, no es más que una cuestión irritante pero secundaria, dice más tarde. Una fuente alemana bien informada ha contado que, en la primera entrevista entre Macron y Merkel, dedicaron unos 60 segundos al tema.
La UE de 27 hablará brevemente del Brexit durante la cumbre de hoy, 23 de junio, por la mañana en Bruselas, mientras May se toma el té en Downing Street. Quizá se disputen el reparto de los organismos europeos que están en Londres, pero todos están de acuerdo en el mensaje básico de la UE al Gobierno británico: “No, no podéis tenerlo todo” (The Daily Mail lo llamará intimidación).
Mientras tanto, las elecciones en Reino Unido han dado nuevo impulso a un Brexit más blando, comenta. Los laboristas arrebataron votos a los conservadores, sobre todo en circunscripciones que en 2016 votaron por la permanencia en la UE. Ahora tenemos un Parlamento sin una mayoría partidaria de un Brexit duro, ni mucho menos de la tontería que le gusta repetir a May, que “ningún acuerdo es mejor que un mal acuerdo”. Los laboristas, los demócratas liberales y los nacionalistas escoceses quieren un Brexit blando o permanecer en la UE. Incluso el Partido Unionista Democrático (DUP) de Irlanda del Norte, favorable al Brexit, y cuyos 10 votos necesita el Gobierno, quiere que se mantenga abierta la frontera con la República de Irlanda. Además, los resultados electorales han empujado a los diputados conservadores que votaron por la permanencia a luchar por un Brexit más blando y dar prioridad a la economía y el empleo. El ministro de Hacienda, Philip Hammond, defiende una visión del Brexit diferente a la que propuso May al pueblo británico. En un discurso pronunciado el 20 de junio en la City, volvió a convertir la economía en el aspecto prioritario del Brexit.
Sin embargo, es una postura ligeramente extraña e incoherente, sigue diciendo. Porque, si las prioridades son la economía y el empleo, es evidente que lo mejor para Reino Unido es permanecer en la UE. Por eso David Cameron, en la campaña del referéndum, apeló exclusivamente (demasiado exclusivamente) a las consecuencias económicas. En otro discurso pronunciado también el día 20, el gobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, relacionó directamente el hecho de que haya “menor crecimiento de las rentas reales” con las negociaciones del Brexit. Es decir, que ya se ven las consecuencias negativas. Y no hemos hecho más que empezar.
Cameron perdió el referéndum porque, a muchos votantes, limitar la inmigración y restablecer la soberanía formal y el autogobierno democrático —es decir, “recuperar el control”— les pareció más importante que la economía, que les hicieron creer que tampoco iría tan mal, señala. Si la prioridad es la economía, lo lógico es pensar que Reino Unido debe permanecer en la UE, y eso es lo que Hammond y muchos otros conservadores y laboristas piensan en privado. Pero no se atreven a decirlo, porque “el pueblo ha hablado” y porque no quieren dividir a sus propios partidos.
Si hemos aprendido algo en este último año es que, en política, nadie sabe qué va a suceder mañana: ahí están el Brexit, Trump y Macron, comenta. No obstante, tengo la impresión de que, después de un periodo de transición con las condiciones actuales, Reino Unido acabará probablemente con un acuerdo similar al de Noruega sobre el Espacio Económico Europeo (EEE), el acuerdo especial de libre comercio de Suiza o el de pertenencia de Turquía a la unión aduanera. Podrán adornarlo con la Union Jack, pero Reino Unido será miembro del mercado común, tendrá que respetar unas reglas en las que no ha intervenido, seguirá pagando a las arcas de la UE, verá muy poca reducción del número de inmigrantes de la UE y tendrá que aceptar unos acuerdos vinculantes de arbitraje en los que el Tribunal de Justicia de la UE seguirá teniendo un papel muy importante. La mayoría del Parlamento seguramente se lo tragará y saldrá del paso a la británica.
Aunque no existe ningún consenso entre los británicos (las proclamas de May sobre “la unidad del país” sobre el Brexit son descaradamente ridículas), dice más adelante, quizá esa posición sea un medio camino entre los extremos de la salida y la permanencia. El otro día hablé con un estudiante suizo y me dijo que, aunque sabe que su país depende enormemente de la UE, no quiere que Suiza se incorpore a la Unión porque “sigo teniendo la sensación de que mandamos en nosotros mismos”. Muchos británicos desean recuperar ese sentimiento, a pesar de ser conscientes de que una cosa es la soberanía formal y otra, muy distinta, el verdadero poder.
Tal como van las cosas, termina diciendo, me parece que ese es el terreno en el que acabaremos. Pero no es inevitable. Los británicos europeos debemos unir nuestras fuerzas para decir, cuando se presenten los resultados de una negociación descafeinada ante el Parlamento: “Lo que hemos conseguido es quedarnos sin nada. ¿Por qué conformarnos con ser de segunda categoría, con todos los inconvenientes y muy pocas ventajas, cuando podríamos permanecer en la UE y ser miembros de pleno derecho?”. Al fin y al cabo, como dijo hace unos años el hoy ministro del Brexit, David Davis, “si una democracia no es capaz de cambiar de opinión, deja de ser una democracia”. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












viernes, 2 de junio de 2023

De la democracia y la política

 





Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Sergio del  Molino, va de la democracia y la política. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 










¿Quién quiere la democracia, pudiendo jugar a la política?
SERGIO DEL MOLINO
31 MAY 2023 - El País
harendt.blogspot.com

La política puede ser una partida de póquer (o de mus), pero la democracia es algo más. El poder puede narrarse como un juego de victorias y derrotas sobre cuyo tapete los jugadores más temerarios ganan o pierden todo. Identificamos al cobarde, al timorato, al fanfarrón, al farolero y al tramposo, y admiramos la fiereza del jugador que apuesta hasta el alma. Buena parte del columnismo y la literatura políticas consisten precisamente en eso: se analizan las estrategias, se deploran las trampas y se aplauden los golpes de efecto. Desde las Meditaciones de Marco Aurelio hasta la última serie de televisión sobre presidentes y embajadores, la política se narra con una frivolidad muy solemne. Que la realidad, a poco que se asome uno, se parezca más a una película de Torrente que al segundo acto de Ricardo III no importa demasiado: vista de cerca y a las tres de la madrugada, una timba tampoco transmite mucho encanto. Ya se encargará el narrador (el columnista, el tertuliano, el cronista, el guionista) de echarle épica y lírica.
A diferencia del juego del poder, que siempre es entretenido, la democracia es una cosa aburrida de la que estamos deseando olvidarnos. Todos le agradecen a Pedro Sánchez sus gestos hiperbólicos. Quienes están a favor, por razones obvias, y quienes están en contra, porque da que hablar y permite eludir un montón de asuntos soporíferos. Desde que convirtió la campaña de las municipales y autonómicas en un preludio al plebiscito, nos hemos ahorrado miles de horas de debate acerca de cuestiones municipales, financiación autonómica, gestión de servicios públicos, inversiones en infraestructuras y un largo etcétera de temas sobre los que efectivamente se votaba este domingo. En lugar de discutir sobre el deterioro de la sanidad, la protección de parajes naturales o la regulación de las energías renovables en el campo, nos hemos engolosinado en discusiones mucho más excitantes sobre apocalipsis ideológicos y olas reaccionarias. Que las autonomías y los municipios acumulen un caudal de competencias enorme que incide de lleno en la vida de sus administrados parece irrelevante al lado de la supervivencia política del presidente del Gobierno.
Con el adelanto electoral también se quedan sin tramitar varias leyes importantes, como la de familias, que suponía un avance reformista muy notable. Pero quedarse para defenderla y ponerla en marcha es democracia aburrida. ¿Quién quiere remangarse y hacer funcionar los trabajosos resortes de un Estado social cuando puede alargar la partida con unos órdagos? ¿Quién va a elegir la democracia, pudiendo jugar a la política? Sergio del Molino es autor, entre otros, de los ensayos 'La España vacía' (2016) y 'Contra la España vacía' (2021). Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por 'La hora violeta' (2013) y el Espasa por 'Lugares fuera de sitio' (2018). Entre sus novelas destacan 'La piel' (2020) o 'Lo que a nadie le importa' (2014). Su último libro es 'Un tal González' (2022).
























[ARCHIVO DEL BLOG] 30 años en la Unión Europea. [Publicada el 12/06/2015]









Hoy, 12 de junio, se cumplen treinta años de la entrada de España en la Unión Europea. La profesora Araceli Mangas, catedrática de Derecho Internacional Público en la Universidad Complutense de Madrid, traía a colación la proximidad de la efeméride en un artículo del diario El Mundo titulado "España en la U.E.: Luces y sombras"
Ha sido una historia de éxito, dice en él la profesora Mangas. Una historia plagada de enormes dificultades en una negociación durísima, con vetos temporales (del presidente francés Giscard), con reconversiones industriales dramáticas y obstáculos hasta en las horas finales de la adopción del Tratado de Adhesión. España, continúa diciendo, siempre se mostró favorable a avanzar y profundizar en el proceso de unidad europea, impulsando todas las medidas que tendían a ese objetivo en el marco del eje París-Bonn, es decir, el grupo de países europeístas dispuestos a sacrificar parte de su soberanía por un ejercicio compartido en aras de mayor libertad, bienestar y fortaleza europea en sus dimensiones interna y externa. España ha sido un socio leal, añade, que ha compartido las mismas percepciones y compromisos con el proceso de integración que los seis socios fundadores frente al 'caballo de Troya' que siguen representando británicos y daneses o la pasiva y remolona Grecia, y aportó una renovada vitalidad institucional a la Unión Europea. Se adhirió rápido al sistema monetario, al Convenio de Schengen sobre supresión general de los controles sobre las personas en las fronteras y estuvo con los primeros en la moneda única. Pero la crisis económico-financiera desde 2008, sigue diciendo, trastocó la euforia en crisis de confianza hacia el proceso europeo. La torpeza y falta de impulso político de la Comisión Europea, presidida por Barroso, provocó desconfianza al inhibirse de sus responsabilidades y sustituir la simetría cooperativa del eje París-Berlín y de los integracionistas por el intergubernamentalismo asimétrico de Alemania. Aún con fallos clamorosos al hacer pagar la crisis a las clases medias europeas, que son el sustento de la integración, la Unión Europea ha sido el revulsivo imprescindible que ha logrado importantes reformas como las relativas a la disciplina financiera y la unión bancaria. De la necesidad ha hecho virtud.
Pero también España ha evolucionado, añade. De socio leal en lo político hemos derivado al socio más incumplidor de la UE. Gobierno y Administraciones se lo deben hacer mirar. Somos los segundos (de 28) en mayor nivel de incumplimiento sólo superados por Italia y seguidos del Grecia. El club Med. En el quinquenio 2010-2014, el Tribunal de Justicia pronunció 32 sentencias constatando infracciones de España por sólo tres desestimatorias de la infracción; y si hablamos de sentencias del Tribunal sin ejecutar, somos los primeros en rebeldía... No creo que España sea un Estado de Derecho europeo, afirma con rotundidad. Y ¿ahora qué? Frente al desprecio de tertulianos y medios de comunicación, los españoles, los europeos todos, tenemos que recobrar la fe y la emoción en Europa. Sin ideales y proyectos no prospera una sociedad ni se hace fuerte frente a las amenazas como la corrupción o el yihadismo asesino. Europa, pese a nuestras críticas, es una aventura única de civilización, de bienestar y de igualdad; la UE es una superpotencia normativa que ha generado leyes que han contribuido a construir un mundo algo más justo e igualitario, concluye.
También el Real Instituto Elcano se ha sumado a la efeméride con la publicación en su página electrónica de un "Informe Especial" que recoge el vídeo de la firma del acto de adhesión de España, firmado ese 12 de junio de 1985 en el Palacio Real de Madrid, y los discursos del rey Juan Carlos I y del presidente del gobierno, Felipe González, así como sendos análisis del director del Instituto, el profesor Charles Powell, titulado "La larga marcha hacia Europa. España y la Comunidad Europea, 1957-1986", y del profesor investigador senior asociado al Instituto, Andrés Ortega, titulado "30 años después. ¿Una U.E. demasiado angosta para España?". Les invito encarecidamente a su lectura en los enlaces reseñados.
Especialmente interesantes me han resultado asimismo los artículos que en El País de hoy, titulados "España: 30 años de compromiso europeo" y "Europa es ahora el problema", firman, respectivamente, el presidente del Parlamento europeo Martin Schulz y el profesor José Ignacio Torreblanca, a cuyos enlaces de más arriba les remito.
No quiero terminar esta entrada tan especial sin traer hasta el blog un artículo publicado en septiembre del pasado año en Revista de Libros, titulado "Europa: Poder, afecto y utopía", escrito por el diplomático Fidel Sendagorta, embajador de España en Egipto, reseñando el libro "Poder y Derecho en la Unión Europea" (Civitas/Thomson Reuters, Madrid, 2014), del profesor de Derecho Público en ESADE, José María de Areilza Carvajal. 
El último libro de José María de Areilza, dice el profesor Sendagorta, versa sobre los avatares de la construcción europea. Las elecciones al Parlamento europeo de mayo de 2014, añade, marcaron un nuevo hito en la creciente desafección del electorado hacia el proyecto de integración europea. Partidos con programas contrarios a la propia Unión Europea han batido a las formaciones políticas mayoritarias en un país, como el Reino Unido, que se interroga sobre su permanencia en la Unión, pero también en Francia, uno de los Estados fundadores del proyecto de integración. En un momento en el que prevalecen los sentimientos en los debates europeos, el libro de José María de Areilza, continúa diciendo nos sitúa en los argumentos de la razón. Pero el autor sabe que las ideas necesitan del motor de la emoción para ser verdaderamente movilizadoras. De ahí que su obra empiece y termine con la inquietud por la pérdida del horizonte utópico en el proyecto europeo y la apelación a recuperarlo como condición esencial para que pueda revitalizarse.
Las elites europeas han pecado de arrogancia en sus planteamientos integracionistas y no han sabido detectar las resistencias que iban fraguándose en amplios sectores sociales de algunos Estados miembros. Esta rebelión inesperada estalla en los referendos de 2005 sobre la Constitución europea con el triunfo del «no» en Francia y en Holanda. Y el malestar entonces todavía difuso acaba articulándose políticamente con propuestas contrarias a algunas de las realizaciones más ambiciosas de la construcción europea como el euro, la libre circulación de personas o el espacio Schengen. Entre medias, una severísima crisis financiera ha debilitado la lógica de la soberanía compartida y puesto viento, sigue diciendo, en las velas de quienes propugnan la recuperación de la capacidad para controlar los destinos de cada nación. Renace, pues, en Europa el fantasma del nacionalismo, esta vez para conjurar las amenazas reales o imaginarias de la globalización, de la inmigración y de la transferencia de poder a las instituciones de Bruselas.
Las soluciones que propone el autor del libro reseñado, dice Sendagorta, para estas deficiencias pasan, en primer lugar, por una unión de competencias limitadas en la que la integración no es la prioridad absoluta ni un objetivo en si mismo. Cuánta integración y para qué se convierten, así, en las preguntas clave para abrir un debate necesario en cada Estado miembro y Areilza no esconde su respeto por la manera en que esta discusión pública se produce en Alemania, al tiempo que brilla por su ausencia en España. En segundo lugar, el ensayo propone dar entrada en el Parlamento europeo a representantes de los parlamentos nacionales con el fin de que éstos puedan ejercitar su función de control sobre las competencias transferidas a la Unión Europea.
El ensayo de José María de Areilza, continúa diciendo, presta una atención muy especial al caso español en el tercer capítulo. Hay dos ideas que resultan especialmente pertinentes en la actualidad política de nuestro país. Una de ellas es que el Tratado de Lisboa define un régimen antisecesión que situaría a toda región que optara por la independencia en una posición extramuros de la Unión Europea. La segunda reflexión sobre España se refiere a su papel en Europa. Si, en las últimas décadas, Europa ha sido el gran proyecto de la España contemporánea y los gobiernos españoles más activos han apostado siempre por un liderazgo basado en un sincero europeísmo, esta posición no sería ya sostenible en el nuevo contexto europeo. En la medida en que España quiera seguir influyendo en Bruselas, nuestros políticos no podrán mantener ya el lema de «más Europa» como un mantra que encuentra cada vez menos eco allende los Pirineos. La definición de un nuevo europeísmo más crítico y exigente constituye, así, la condición básica para recuperar nuestra capacidad de ser escuchados.
El libro acaba con una recapitulación de los dilemas europeos a la luz de la reciente crisis del euro, y de la revitalización del proyecto de integración mediante la asunción de un nuevo idealismo basado en la compatibilidad del proyecto europeo con las democracias nacionales, la proyección de la Unión Europea en la escena internacional y la movilización de los jóvenes mediante un sistema europeo de voluntariado. Si las dos primeras tienen una plena justificación política, dice, la última presenta un componente moral propiamente metapolítico, ya que implica el paso de una cultura que contempla al ciudadano exclusivamente como sujeto de derechos a otra que incluya también la entrega desinteresada al servicio de la comunidad.
La apelación final del ensayo de Areilza a un europeísmo de nueva generación, concluye, se ilustra con una cita de Goethe, siempre evocadora y sugerente: «Lo que has heredado de tus padres tienes que merecerlo para hacerlo tuyo». Por mi parte, me sumo orgulloso y emocionado a la efeméride que celebramos trayendo de nuevo hasta ustedes las ilusionantes palabras que un gran francés y europeo, el escritor Víctor Hugo, pronunciara en un ya lejano 1848: "Llegará un día en que todas las naciones del continente, sin perder su idiosincrasia o su gloriosa individualidad, se fundirán estrechamente en una unidad superior y constituirán la fraternidad europea. Llegará un día en que no habrá otros campos de batalla que los mercados abriéndose a las ideas. Llegará un día en que las balas y las bombas serán reemplazadas por los votos".  Así sea. Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt












jueves, 1 de junio de 2023

De la democracia partidista





 



Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Javier Cercas, va de la democracia partidista. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 











La democracia, un artículo de exportación
JAVIER CERCAS
27 MAY 2023 - El País
harendt.blogspot.com

En Democracia de trincheras, Lluís Orriols recuerda una frase del sociólogo Robert Michels: para los partidos políticos, la democracia no es un artículo de consumo interno, sino de exportación. El aforismo vale por un tratado.
Una democracia siempre está en crisis: la palabra crisis significa cambio, y la democracia no es un sistema estático sino dinámico. El problema es que, más o menos a partir del cataclismo económico de 2008, ese cambio ha significado la muerte del optimismo político de fin de siglo, cuando, tras el colapso de la Unión Soviética, muchos pensaron que, dadas determinadas circunstancias favorables, la democracia era un sistema irreversible: “The only game in town”, la única alternativa (eso es lo que significaba el famoso fin de la historia de Fukuyama, no que la historia se hubiera acabado, como dicen quienes no han leído a Fukuyama). En España, el cambio se hizo visible en mayo de 2011, con el estallido del 15-M. Activada por el sacudón brutal de la crisis económica, esa revuelta tuvo una intuición política: la democracia española se había convertido en una partitocracia. Era exactísimo. Convencidos de que no hay democracia sólida sin partidos sólidos, los fundadores de la nuestra buscaron crear partidos fuertes con el fin de evitar los errores que socavaron la democracia de la II República; el problema es que, al cabo de más de 30 años sin freno, los partidos se habían vuelto demasiado fuertes y su prepotencia voraz lo había colonizado todo, desde las instituciones del Estado hasta la vida social y económica; y lo peor es que, para entonces, también se habían convertido en organizaciones militarizadas, donde se obraba a toque de corneta y quien pensaba por su cuenta no salía en la foto. Muchos de los lemas más repetidos del 15-M denunciaban esa atrofia (“Democracia real ya”, “Lo llaman democracia y no lo es”, “Me gustas, democracia, pero estás como ausente”); sí, algunos eran ingenuos o cursis, pero también lo eran los de Mayo del 68 (“Seamos realistas, pidamos lo imposible”, “Debajo de los adoquines está la playa”) y sin embargo contribuyeron a mejorar las cosas. ¿Las mejoró el 15-M? ¿Nuestra democracia es mejor hoy que en 2011? ¿Lo es al menos nuestro sistema de partidos?
Hay quien opina que sí: como mínimo, dicen, hemos cambiado un bipartidismo empobrecedor (PSOE y PP) por un enriquecedor multipartidismo (PSOE, PP, UP, Ciudadanos y Vox). El juicio peca de optimista. De entrada, el antiguo bipartidismo era muy imperfecto: el PCE, y luego IU, siempre estuvieron ahí (y, aunque menos tiempo, el CDS de Adolfo Suárez y la UPyD de Rosa Díez); en cuanto al multipartidismo actual, Ciudadanos se halla en vías de extinción, Vox nunca debió haber aparecido y UP no ha hecho otra cosa que sustituir la vieja cultura del PCE —que trata de sobrevivir en Yolanda Díaz— por un izquierdismo populista y woke: no sé yo si hemos ganado mucho con el trueque, aparte de alguna poltrona, ni si ha sido mucho más que el clásico “quítate-tú-pa-que-me-ponga-yo”. El caso es que apenas existen indicios de que los partidos de 2023 no sean tan insalubres como los de 2011; al contrario: vistos desde fuera, todos parecen organizaciones todavía más herméticas, más castrenses, más verticales, más sectarias, más autofágicas, más cesaristas. En suma: mal rollo.
Si la democracia quiere sobrevivir, la solución a su precariedad congénita sólo puede ser una: más democracia. O sea: más participación, más compromiso de la ciudadanía con las decisiones colectivas, más poder del pueblo, que es lo que en griego antiguo significaba la palabra democracia. Y, en España como en cualquier parte, ese cambio es impracticable sin partidos más democráticos, más abiertos y porosos a las demandas sociales. Como escribe Orriols, “la democracia interna de los partidos es (…) un instrumento para tomar el pulso constantemente al estado de ánimo de la sociedad y una alerta temprana para detectar errores” que “permite anticiparse a los cambios o al malestar social y adaptarse antes de que sea demasiado tarde”. Dicho de otro modo: o los partidos importan democracia o la democracia deja de ser democracia.

































[ARCHIVO DEL BLOG] Tiananmen, veinticinco años después. [Publicada el 11/06/2014]








Ya sé que en cuestión de relaciones internacionales no hay amigos ni aliados sino intereses. Aun así, aun reconociendo -sin compartirlo del todo- que los Estados, en política exterior, se deben a "intereses" mayores que los de sus ciudadanos, me repugna profundamente la obsequiosidad con la que los gobiernos occidentales y democráticos explicitan ante la opinión pública sus "relaciones" con el gobierno de la República Popular China. Un régimen al que como mínimo hay que calificar de autocracia colegiada y plutocracia partidista, aunque un servidor piense que lo que es, realmente, es una feroz dictadura corrupta hasta la médula. Pero en fin, por fortuna para mí, no formo parte del servicio diplomático y no tengo que guardar las formas de cortesía debidas.
Hace unos días, en concreto el 4 de junio pasado, se cumplieron veinticinco años de lo que se ha dado en llamar "los sucesos de Tiananmen", que hacen referencia a la feroz represión que el ejército de la República Popular China llevo a cabo ese día contra los ciudadanos de ese país que se manifestaban en la renombrada plaza pekinesa en solicitud de reformas y libertades políticas para su pueblo. Les sugiero ver este vídeo emitido el 10 de junio de 1989, solo seis días después de la matanza, en el programa "Informe semanal" de RTVE. 
Hoy, veinticinco años después, Amnistía Internacional continúa reclamando de las autoridades chinas una aclaración de los sucesos acaecidos en una nueva campaña a la que pueden sumarse desde el enlace de más arriba.
El sociólogo español Julio Aramberri, que lleva muchos años enseñando en universidades de Extremo Oriente y es un profundo conocedor de los entresijos de la política china, trataba el asunto hace unos días en su blog en un artículo titulado "¿Todo quedó en el olvido?". En los primeros párrafos del mismo denunciaba el férreo e impenetrable muro de silencio que el régimen chino ha impuesto a su pueblo sobre el aniversario, lo que no ha impedido que miles de hongkoneses lo recordaran masivamente en una vigilia cargada de emoción y simbolismo. Sean felices, por favor, y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt.