sábado, 28 de enero de 2023

De la mentira como arma política

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del profesor Ignacio Sánchez-Cuenca, va de la mentira como arma política. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.








Cuestión de confianza

IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA

24 ENE 2023 - 


Tras los asaltos a las instituciones en Estados Unidos (2021) y Brasil (2022), hay un temor justificado de que este fenómeno se extienda y nos acabe afectando. En este sentido, se ha hablado últimamente de la posibilidad de que, si no ganan las derechas por mayoría absoluta en las próximas elecciones generales, Vox denuncie el recuento y diga que Pedro Sánchez ha manipulado los resultados para perpetuarse en el poder. Al fin y al cabo, después de lo que hemos oído y leído en estas últimas semanas, no sería la más grave de las acusaciones que se han lanzado contra el Gobierno.

Si alguien está convencido de que se han robado las elecciones, es lógico que acabe participando en un asalto a las instituciones. Más que el asalto en sí, el problema está en que esa persona llegue a creer en el robo sin tener ningún indicio de ello. Podría pensarse que, en realidad, no se trata más que de un pretexto con el que justificar su acción, cuyo fin último es instaurar un régimen autoritario de derechas. Según esta interpretación, nadie en sus cabales se toma en serio la posibilidad de que se haya podido cometer un pucherazo a gran escala.

Sin embargo, cuando los periodistas entrevistan a los participantes en los asaltos, da la impresión de que están realmente convencidos de que “el sistema” (una oligarquía corrupta y mafiosa) ha trucado los resultados. De hecho, lo dicen con una convicción desconcertante, hasta el punto de que no entienden por qué los demás no lo vemos igual.

¿Están acaso chalados? Supongo que algo de chaladura hay para llegar tan lejos, pero me gustaría sugerir que sus mentes funcionan de manera parecida a las del resto. No es que no sepan aplicar las reglas básicas del razonamiento. ¿Pero cómo han llegado entonces a vivir en una realidad paralela? ¿Acaso no hay que entrar en un proceso delirante para alcanzar conclusiones como las suyas? No exactamente. Intentaré explicarme dando un pequeño rodeo.

Nuestra vida social ha alcanzado unos niveles de complejidad asombrosos. El grado de diferenciación y especialización de las tareas que realizamos solo es posible mediante lo que Durkheim llamó la “solidaridad orgánica”, que nace de la interdependencia y complementariedad entre los individuos. Cada uno de nosotros sabe hacer unas pocas cosas, pero colectivamente conseguimos logros impresionantes. Esto produce gran dependencia mutua. De hecho, si nos dejaran solos en medio de una selva desconocida, no sobreviviríamos más de unos pocos días. No sabríamos alimentarnos, ni defendernos de los múltiples peligros que acechan. Robert Boyd, el antropólogo evolucionista, arranca su apasionante libro A Different Kind of Animal (2018) con la historia de dos exploradores perdidos en el interior de Australia que perecieron en medio de una tierra de abundancia. Intentaron alimentarse mediante las semillas que los aborígenes utilizaban, pero no sabían que dichas semillas eran tóxicas y que resultaba necesario someterlas antes a un tratamiento que los autóctonos practicaban desde hacía siglos. No es una historia excepcional, sino un ejemplo más de lo que Boyd llama “el experimento del explorador europeo extraviado”. Este experimento muestra la importancia de la cultura y sus formas de solidaridad: fuera de nuestra cultura, somos seres indefensos.

Las sociedades avanzadas, caracterizadas por una división extrema del trabajo, funcionan gracias a unos niveles masivos de solidaridad orgánica. En nuestros quehaceres diarios, realizamos múltiples tareas partiendo del supuesto de que hay personas que hacen posible la provisión de alimentos, el transporte, la seguridad, la sanidad, la información, etcétera. Todo ello requiere enormes dosis de confianza no solo en las personas, sino también en las organizaciones y las instituciones. Cuando vamos al mercado y pedimos medio kilo de carne, confiamos en el vendedor o vendedora: suponemos que la carne no está en mal estado y que la báscula no está trucada. Cuando ponemos gasolina, suponemos que el líquido que sale del surtidor es lo que el coche necesita. Cuando alguien nos paga por algún servicio o producto, suponemos que no es dinero falsificado. Cuando alguien va a la Universidad, supone que el profesor o profesora no le va a contar mentiras. Y así podríamos continuar llenando páginas y más páginas con ejemplos de cómo prácticamente toda interacción social presupone un cierto nivel de confianza.

¿Qué tiene todo esto que ver con la cuestión inicial sobre la creencia en el fraude electoral y el asalto a las instituciones? Más de lo que podría parecer. Pensemos en el proceso electoral. Cuando echamos el sobre con la papeleta en la urna, la inmensa mayoría creemos que los miembros de la mesa, los interventores de los partidos, los funcionarios del Ministerio de Interior, la empresa que gestiona el recuento, la Junta Electoral y el propio Gobierno, todos ellos, con mayor o menor fortuna, cumplen con sus obligaciones. Sin embargo, no tenemos pruebas fehacientes de ello, ni las demandamos, es una simple cuestión de confianza.

Trumpistas y bolsonaristas, sin embargo, por la naturaleza sectaria y extrema de sus creencias políticas, han perdido la confianza social. No creen en lo que puedan decir los funcionarios, los jueces, los periodistas o los académicos. Consideran que todos ellos forman parte de una élite traidora y deshonesta en la que no cabe confiar.

Es el mismo mecanismo que se observa en las teorías de la conspiración. Su éxito se basa en la desconfianza social. Una vez que se desconfía de lo que aseguran los expertos en la materia, a quienes se atribuye intenciones torcidas, queda el campo libre para las ideas más fantasiosas y lunáticas. El problema de fondo consiste en el cuestionamiento de la validez de lo que puedan decir o hacer las personas involucradas en un cierto asunto. Si se trata de las vacunas, nada de lo que afirmen investigadores, farmacéuticas y funcionarios hará mella en las creencias de quienes desconfían.

Hay una afinidad clara entre la sospecha paranoide del fraude electoral y las teorías conspirativas. En ambos casos, lo que explica su auge es una desconfianza creciente en la autoridad de las personas, las instituciones y las organizaciones a las que se les encomienda garantizar ciertos procesos o tareas.

A mi juicio, fenómenos políticos patológicos como los asaltos a las instituciones son, en último término, consecuencia del proceso generalizado de desintermediación que estamos viviendo de forma acelerada (así lo he intentado mostrar en un libro reciente, El desorden político). Los niveles de confianza en los intermediadores tradicionales que se encargan de certificar el valor de los procesos sociales se han reducido notablemente en los últimos tiempos (ya sean representantes políticos, críticos culturales, periodistas, académicos expertos o funcionarios públicos). Mucha gente es cada vez más escéptica hacia los mecanismos institucionales de intermediación. Todo esto tiene una parte liberadora, pues se cuestionan jerarquías y dependencias verticales, pero también otra profundamente inquietante, tal como se manifiesta en el auge de comunidades cerradas y sectarias que son impermeables a las razones que proporcionan los intermediadores habituales. De ahí que observemos fenómenos como el auge de líderes sin escrúpulos que extienden la desconfianza política y social y su corolario, los asaltos a las instituciones políticas por grupos que han dejado de creer en ellas. Cosas que hubieran sido impensables hace unas pocas décadas.
























[ARCHIVO DEL BLOG] Homenaje a Simone Weil. [Publicada el 03/02/2016]









Simone Weil nace en París el 3 de febrero de 1909 en el seno de una familia judía intelectual y laica. Su padre era un renombrado médico y su hermano mayor, André, un matemático reputado. Estudia filosofía y literatura clásica y es alumna de Émile Chartier. A los 19 años ingresa, con la calificación más alta, seguida por Simone de Beauvoir, en la Escuela Normal Superior de París. Se gradúa a los 22 años y comienza su carrera docente en diversos liceos.
En uno de sus escritos autobiográficos, Simone de Beauvoir comenta sobre ella: «Me intrigaba por su gran reputación de mujer inteligente y audaz. Por ese tiempo, una terrible hambruna había devastado China y me contaron que cuando ella escuchó la noticia lloró. Estas lágrimas motivaron mi respeto, mucho más que sus dotes como filósofa. Envidiaba un corazón capaz de latir a través del universo entero».
Al comienzo de los años treinta parte por algunas semanas a Alemania y a su regreso escribe algunos artículos donde expresa con lucidez hacia dónde se dirige Alemania. A los veintitrés años de edad es transferida del liceo donde trabajaba por encabezar una manifestación de obreros cesantes. Los problemas con los superiores de los liceos se suceden, por cuestiones políticas y de metodología docente, lo que significa que una y otra vez será transferida de liceo. Conoce a León Trotsky en París, con quien discute sobre la situación rusa, Stalin, y la doctrina marxista.
A los veinticinco años, abandona provisionalmente su carrera docente, para huir de París y durante los años 1934 y 1935, trabaja como obrera en Renault: "Allí recibí la marca del esclavo", dirá. En 1941, ya en Marsella, trabaja como obrera agrícola. Piensa que el trabajo manual debe considerarse como el centro de la cultura y sostiene que la separación creciente a lo largo de la historia entre la actividad manual y la actividad intelectual ha sido la causa de la relación de dominio y poder que ejercen los que manejan la palabra sobre los que se ocupan de las cosas.
Pacifista radical, luego sindicalista revolucionaria, finalmente llegará a pensar que sólo es posible un reformismo revolucionario: los pobres están tan explotados que no tienen la fuerza de alzarse contra la opresión y, sin embargo, es absolutamente imprescindible que ellos mismos tomen la responsabilidad de su revolución. Por eso es necesario crear condiciones menos opresivas mediante avances reformistas para facilitar una revolución responsable, menos precipitada y violenta. Sindicalista de la educación, se muestra a favor de la unificación sindical y escribe en la revista La escuela enmancipada. Antiestalinista, participa desde 1932 en el Círculo comunista democrático de Boris Souvarine a quien ha conocido a través de Nicolás Lazarévitch. Participa en la huelga general de 1936. Milita apasionadamente por un pacifismo intransigente pero, al mismo tiempo, forma parte de la columna Durruti en España, que lucha contra Franco dentro del bando republicano. Es periodista voluntaria en Barcelona y se incorpora al combate armado en Aragón. Allí aprende a usar el fusil pero nunca se atreve a dispararlo. De esta cruda experiencia, le queda el amargo sentimiento de la brutalidad y del sinsentido de la guerra.
Lúcida sobre lo que está sucediendo en Europa nunca tuvo demasiadas ilusiones de las amenazas que desde el comienzo de la guerra se cernían sobre ella y su familia. Su familia estaba en grave peligro de ser clasificada como no-aria, con las consecuencias del caso. Irónicamente, Weil no tuvo formación judía alguna. Sus escritos religiosos son netamente cristianos, si bien sumamente heterodoxos. Su posición frente al judaísmo y a la identidad comunitaria judía es de rechazo explícito y total, lo cual ha resultado en que haya sido acusada de "auto-odio" por algunos autores.
Cuando en 1940 es obligada a huir de París y refugiarse en Marsella, escribe permanentemente para exponer una filosofía que se quiere proyecto de reconciliación (siempre dolorosa) entre la modernidad y la tradición cristiana, tomando como brújula el humanismo griego. En 1942, visita a sus padres y hermano en Estados Unidos, pero rechaza para ella ese estatuto que siente como demasiado confortable en tiempos tempestuosos. Parte hacia Inglaterra para incorporarse a la resistencia pero sólo consigue trabajar como redactora en los servicios de Francia Libre, liderada por el General Charles de Gaulle. En julio de 1943 deja de pertenecer a esta organización.
Es en este período final de su breve vida que encuentra el mensaje evangélico de Jesús de Nazareth. Es un descubrimiento como el de San Pablo en el camino de Damasco o el de Blas Pascal la noche del Memorial. Sin embargo, permanecerá a las puertas de la Iglesia, en la orilla. Es una cristiana que plantea preguntas embarazosas a los cristianos y será rechazada por los teóricos de la Iglesia, que la acusan de no haber comprendido bien la historia de la misma.
Esta dimensión de rechazo de la fuerza que asimila con la violencia es una constante de su pensamiento. Y si tuvo al comienzo una percepción moderada sobre la no-violencia preconizada por Gandhi –que ella juzgaba más reformista que revolucionaria- se encontrará muchas veces con Lanza del Vasto.
Enferma de tuberculosis, se dice que se deja morir en el sanatorio de Ashford el 24 de agosto de 1943. Deseosa de compartir las condiciones de vida de la Francia ocupada por la Alemania nazi, es posible que no se hubiera alimentado lo suficiente, lo que podría haber agravado su enfermedad.
Todas sus obras aparecieron después de su muerte, editadas por sus amigos. Desde entonces, ha atraído la atención creciente de literatos, filósofos, teólogos, sociólogos y lectores corrientes por su ética de la autenticidad y la rara combinación de lucidez, honestidad intelectual y desnudez espiritual de su escritura. Albert Camus, uno de sus editores y enamorado amigo admiró su obra como una de las más importantes del fin de la guerra. T.S. Eliot dijo que la obra de Simone Weil pertenecía a ese género de «prolegómenos de la política, libros que los políticos rara vez leen, y que tampoco podrían comprender y aplicar». Consideraba que debían ser leídos por los jóvenes antes de que las propagandas políticas anularan su capacidad de pensamiento. 
He escogido tres artículos sobre ella, sobre su vida y su obra, que me parecen esclarecedores. Les invito a su lectura. El primero de ellos, titulado Revolucionaria, ¿y Santa?, está escrito por Gabriel Arnaiz y publicado en la revista Filosofía Hoy. El segundo, Vida y obra de Simone Weil, está escrito por Cecilia Lammertyn y publicado en la revista Antropos Moderno. El tercero, y último, se publicó en la revista Esfinge, con el título Simone Weil, una filósofa socialmente comprometida, escrito por María Angustias Carrillo de Albornoz. Y yo, por mi parte, les invito a leer y descargar en internet, una de sus más hermosas obras, Carta a un religioso. Un librito de apenas setenta páginas, donde expone su visión del cristianismo, y más concretamente, del catolicismo, que ella quiso abrazar, y no pudo, precisamente porque su rigor intelectual y moral le impedían aceptar dogmas y proclamas que consideraba incompatibles con la verdadera esencia de la espiritualidad. Uno de los textos más hermosos y emocionantes que he leído nunca y que han influido, sin duda alguna, en mi formación espiritual y humana.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt









viernes, 27 de enero de 2023

De rebeldes sin causa

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Fernado Aramburu, va de rebeldes sin causa. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.








Johnny Rotten, ‘one point’
FERNANDO ARAMBURU
24 ENE 2023 - El País

En un primer momento, pensé que se trataba de la última provocación de uno de los adalides del punk. John Lydon, alias Johnny Rotten, 66 tacos, excantante (es un decir) de Sex Pistols, aspira a representar a Irlanda en la próxima edición del Festival de la Canción de Eurovisión, que se celebrará en Liverpool el próximo mes de mayo. Johnny competirá en igualdad de oportunidades, a principios de febrero, con otros cinco candidatos. Lo hará interpretando una balada suave que es algo así como un himno a su mujer, Nora Forster, aquejada de alzhéimer. Este detalle imprime a la iniciativa de Johnny un punto de humanidad que desaconseja la burla fácil. A mí me parece de todo punto respetable, por más que no me encaja con aquel chaval de mirada torva, malhablado, enemigo feroz de las normas, no digamos de las buenas maneras; un punki que vociferaba: No future y que, sin embargo, se las ingenió, a diferencia de otros de su cuerda, para llegar vivo a nuestros días y mantenerse en el negocio.
Uno ya ha visto lo suficiente como para no extrañarse de nada. Es cosa demostrable que la rebeldía permanente implica una forma de acomodo social, tras la cual se esconde a menudo un sólido núcleo de conservadurismo. Para demoler se necesita que otros construyan, lo que genera dependencia respecto al orden que se pretende subvertir. Andando los años, el gamberro patibulario, hoy dueño de una colección de pasaportes (es británico, irlandés y estadounidense), dio en simpatizar con Donald Trump y apoyar el Brexit. Y es que las transformaciones de calado no las promueve la acción inicial, negativa y tantas veces pueril de la rebeldía, sino aquella otra posterior, que induce al verdadero rebelde a colocar algo afirmativo o provechoso en el hueco dejado por la negación. Pero para saber esto había que leer a Camus y no parece que Johnny estuviese por la tarea.






















[ARCHIVO DEL BLOG] Darwin sigue en entredicho. [Publicada el 01/02/2014]











Doscientos cinco años después del nacimiento de Charles Darwin, -se cumplen el próximo 12 de febrero-, y casi ciento cincuenta y cinco después de la publicación de su obra fundamental: "Sobre el origen de las especies" (Alianza, Madrid, 2007), Darwin sigue en entredicho. El profesor José Manuel Sánchez Ron, miembro de la Real Academia Española y catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid, escribía con ocasión del bicentenario de su nacimiento un interesante artículo titulado "El ejemplo y las lecciones de Darwin", en el que se preguntaba como era posible que un hecho científico contrastado de manera abrumadora y cuya relevancia para situarnos en el mundo es obvia, no es todavía universalmente aceptado.
Por citar únicamente dos ejemplos de sociedades tecnificadas y culturizadas: en Estados Unidos solamente la acepta el 40% de la población. En Europa su aceptación es mayor, especialmente entre los franceses y los escandinavos (creen en ella aproximadamente el 80%), aunque no deja de tener problemas: en una encuesta realizada en Reino Unido por la BBC en 2006, el 48% la aceptaba, mientras que el 39% optaba por alguna forma de creacionismo, y un 13% "no sabía".
El intento de compaginar ciencia y fe es un intento valdío. Lo han intentado muchos, y todos han fracasado. La ciencia es racionalidad y prueba; la fe, irracionalidad y dogma. Lo intentó, por citar un solo ejemplo, el jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), paleontólogo y filósofo, en una excepcional obra "El fenómeno humano" (Taurus, Madrid, 1965), uno de los libros más interesantes que he leído nunca. El intento le costó la separación de la iglesia, en una práctica excomunión, sin lograr tampoco el reconocimiento de la comunidad científica.
El Creacionismo, una teoría pseudocientífica muy arraigada en ciertas comunidades protestantes de los Estados Unidos, defiende una explicación del origen del mundo basada en uno o más actos de creación por un Dios personal. Tiene un gran número de seguidores, pero no responde a base científica alguna, y sólo es un rebuscado intento de compaginar lo incompaginable.
Recuerdo haber leído una entrevista al eximio premio Nobel de Medicina de 1959, el español Severo Ochoa (1905-1993), contestando con esa sencillez que le caracterizaba a la impertinente pregunta del periodista que le interrogaba sobre la vida después de la muerte: "no hay nada después de ésto, somos átomos y en átomos nos reconvertimos al morir". Yo, más poéticamente, diría que somos "polvo de estrellas", que es lo que le responde su padre a Hilde, la protagonista de "El mundo de Sofía" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1999), ante una pregunta similar. Un magistral libro, este de Jostein Gaarder, que debería ser lectura obligatoria en la escuela española. En fin, espero que pasen un buen fin de semana y disfruten del artículo del profesor Sánchez Ron. 
Sean felices, por favor. Y como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt










jueves, 26 de enero de 2023

De los museos y sus contenidos

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del historiador Juan Pimental, va de los museos y sus contenidos. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.









Descolonizar las colecciones: algunas preguntas
JUAN PIMENTEL
22 ENE 2023 - El País

Desde hace tiempo, en ciertos países y museos se discute sobre la descolonización de las colecciones. Se trata de presentar y contar sus piezas de otra forma. E incluso de restituir algunos bienes culturales, como ha hecho Francia al devolver a Benín y Senegal, de manera simbólica, ciertas piezas alojadas en sus museos. El debate está llegando a España, y recientemente el Ministerio de Cultura ha creado un grupo de trabajo para descolonizar las colecciones. Es previsible que pronto habrá dos líneas argumentales, fácilmente reconocibles y que se solaparán con las que mantienen hispanófilos e hispanófobos, los partidarios de las leyendas dorada y negra del pasado colonial español.
Unos y otros hacen del pasado un escenario donde proyectan sus valores y glorifican o condenan a sus antepasados. Lo mismo se ven reflejados en sus gestas que avergonzados por ellas. Más que de explorar y aprender del pasado, parece que se trata de organizar terapias reparadoras, baños de autoestima o sesiones de penitencias laicas.
¿Debemos sentirnos orgullosos o culpables de lo que hicieron nuestros antepasados? Más aún, ¿quiénes son nuestros antepasados y quiénes los suyos? ¿Puede alguien apropiarse del pasado indígena, homogeneizar todos los “pueblos indígenas” y hablar por ellos? Las preguntas no cesan: ¿dónde acaba la repatriación en la línea del tiempo? ¿De qué patrias hablamos? ¿Es la actual república mexicana heredera directa de los aztecas? ¿No sometieron los aztecas y los incas a sus pueblos vecinos y se apropiaron igualmente de algunas de sus formas culturales?
Llegados al paroxismo de la exigencia de la restitución y la simetría cultural, ¿no habría que pedir a cambio que se repatriaran las catedrales o los retablos barrocos? Así las cosas, deberían devolverse los puentes romanos, los templos griegos de Sicilia y todos los productos culturales no originarios de los pueblos “autóctonos”. Pero ¿cuáles son los pueblos autóctonos en una especie que no ha parado de migrar, colonizar, atravesar océanos y mezclarse con gentes de otros lugares?
Coleccionar objetos, apropiarse de ellos, conservarlos, estudiarlos y exhibirlos son prácticas culturales de todos los pueblos. Occidente, cuya expansión fue notable en los últimos cinco siglos, tiene incontables piezas en sus museos creadas más allá de sus límites geográficos. ¿Deben devolverse? ¿Quién señala lo que es una apropiación cultural legítima y cuál es indebida? ¿Están llenos los museos de piezas expoliadas o se han conservado gracias a la actividad museística? Obviamente, la casuística es muy variada. Los discursos museísticos, las narrativas históricas y las nociones sobre el patrimonio han variado a lo largo del tiempo. No conviene rehuir el debate, sino afrontarlo de la mano de los expertos y de la ciudadanía.
Entre las numerosas preguntas, hay dos fundamentales, ambas difíciles de responder. La primera es quiénes somos nosotros, es decir, ¿cuál es el sujeto colectivo que nos asiste para reclamar un pasado, una herencia o un ultraje y por lo tanto nos da derecho a una restitución? Me temo que la respuesta no está clara, que los españoles actuales somos tan herederos del Inca Garcilaso como los latinoamericanos de Cervantes y que en realidad muchos españoles y latinoamericanos de hoy día tenemos muchas más cosas en común entre nosotros que con Cortés o con Moctezuma. La segunda pregunta es en qué consiste una apropiación cultural legítima y cuál no lo es. El humanismo renacentista, por ejemplo, se apropió de la cultura clásica y las vanguardias se apropiaron del arte africano, mesoamericano y andino. ¿Hay que sentar por ello a Lorenzo Valla o a Picasso frente al tribunal del Santo Oficio retrospectivo? ¿Fue Bernardino de Sahagún un franciscano que robó conocimientos indígenas?
Lo que sí constituye una forma de hurtar el pasado es apropiarse indiscriminadamente de él, convertirlo en un escenario donde proyectar nuestros valores, nuestros criterios, nuestras bendiciones, también nuestras sanciones. Es un mal frecuente hoy día desplazar sobre el pasado nuestras opiniones sobre lo que hicieron bien o mal nuestros antepasados. Vivimos una hiperplasia de las identidades colectivas. Y un tiempo quizás demasiado doctrinario. Más que un escenario de nuestras ideas, el pasado a veces parece un patético escaparate de nosotros mismos. Hay quienes proclaman su imperio sobre el pasado y lo convierten en una colonia sometida a su capricho. Resulta paradójico que algunos que denuncian el colonialismo en el pasado lo colonicen de manera tan implacable, sometiéndolo al yugo de sus propias convicciones y principios, cuya universalidad y atemporalidad dan por hechas. Vivimos bajo la soberanía absolutista del presente.
Pero el pasado es un país extraño, como escribió Hartley en El mensajero: “Allí las cosas se hacen de forma diferente”. Descolonizar el pasado tal vez debería comenzar por no querer entenderlo con nuestra propia lengua, por no querer juzgarlo o condenarlo, y menos por no querer emplearlo como arma arrojadiza contra los que piensan o pensaban de forma diferente.





















[ARCHIVO DEL BLOG] Sobre dictaduras y lecturas. [Publicada el 16/03/2010]










Las dictaduras son dictaduras, a secas. No son de derechas ni de izquierdas, son dictaduras sin más. Sin adjetivos. Ni buenas ni malas, sino peores. Ya lo dijo Kelsen en los años 30 del pasado siglo: "Sólo hay dos tipos de estados, o democracias o autocracias". 
Yo también comulgué con ruedas de molino en mi juventud. Comulgué con el fervor del neófito, del converso; pero comulgué. Y como Saulo de Tarso un momento antes de convertirse en Pablo camino de Damasco, yo también me caí del caballo. No sabría decir en que momento me la pegué. Me caí yo solo; no me derribó ningún fulgor divino, ni escuché ningún "¿Quo vadis, HArendt?". No fue la mía una conversión a la democracia repentina ni fulminante; se produjo poco a poco, a base de inquietudes, de desasosiegos, de lecturas, de estudio, de ir conociendo otras verdades, de maduración personal. Ahora, creo, me siento vacunado contra las ruedas de molino. Pienso que no volveré a comulgar con ellas, pero nunca se sabe; hay que estar muy alerta para no caer en tentación...
Me maravilla la pasmosa credulidad de gentes y personas que se definen de izquierda con la dictadura castrista. No soy capaz de entenderlo. Ya he contado alguna que otra vez en el blog como viví, a mis trece años, la entrada de Fidel Castro y sus hombres en La Habana, el 1 de enero de 1959. No es cuestión de repetirlo. Y respecto a los logros de su "revolución", yo diría lo mismo que oí una vez a un ilustre profesor de Historia sobre los logros del franquismo: que se habían conseguido "no gracias a Franco, sino a pesar de Franco". ¿Qué hubiera sido de Cuba si Castro no hubiera triunfado? Pues no lo se, pero estoy absolutamente seguro que los cubanos  se habrían quitado a Batista de encima y hoy serían más libres y más felices que con Castro. Y lo mismo habría pasado en España si Franco no hubiera existido: nos habríamos ahorrado una guerra civil, una posguerra más atroz aún, y unas cuantas decenas de años de atraso y falta de civilidad que aún pesan como una losa sobre los españoles. Las dictaduras son malas siempre, sin excepciones, sin apellidos, sin colores ni banderas.
Cada vez me cuesta más ponerme ante el teclado del ordenador. No estoy justificándome. Se trata de una realidad insoslayable que más pronto que tarde, me temo, va a llevarme a abandonar por mera consunción este agradable pasatiempo que comencé va a hacer cuatro años sin saber muy bien ni el "por qué" ni el "para qué" lo iniciaba. Casi cuatro años y casi 1300 artículos, son mucho hablar. La verdad es que ya no tengo mucho que contar. O no se como contarlo, que es peor.
Dicen que la vida es maestra de la literatura. ¿O es al revés?... No lo tengo muy claro. Amo los libros casi tanto o más que a las personas. Hay excepciones, claro está. Hay libros y personas (o personas y libros) excepcionales en mi vida. 64 años dan para mucho en libros y personas (o personas y libros). Últimamente me refugio más en los libros que en las personas.
En estos días, sin dejar de cumplir con mi agradable función de abuelo a tiempo completo, que es una de las mayores alegrías de mi vida, he caído en una especie de lectura casi compulsiva (aunque seleccionada): Junto al "César o nada" de Pío Baroja, de la que ya hablé, he leído con fruición "El mundo es ansí" y "La sensualidad pervertida", que completan su trilogía titulada "Las ciudades" (Alianza, Madrid, 1982). Y "Abierto toda la noche" (Anagrama, Barcelona, 2005) de David Trueba, una agridulce comedia regalo de mi amiga Ana. También sucumbí a "La velocidad de la luz" (Tusquets, Barcelona, 2005) de Javier Cercas , una espléndida novela sobre la amistad y el desencanto del éxito, y con algunas de las más afiladas y memorables páginas sobre lo que supuso la guerra de Vietnam en la sociedad norteamericana. Y ayer terminé de leer "Los libros arden mal" (Punto de Lectura, Madrid, 2007), de Manuel Rivas. Una novela sobre la guerra civil y la losa del franquismo, en la que la ciudad de La Coruña y sus gentes se erigen en auténticos protagonistas de una historia que transcurre entre julio de 1936 y el día de hoy.
Comencé a leerla el martes pasado en un banco de la plaza de Santa Ana, de Las Palmas, mientras esperaba la salida del colegio de mi nieto mayor. Encuadrada por el Ayuntamiento de la ciudad al oeste, la Catedral al este, el palacio episcopal y la Casa Regental -la sede del presidente de la Audiencia de Canarias desde hace cinco siglos- al norte, y edificios "civiles" al sur , la plaza de Santa Ana fue la primera "plaza mayor" española en tierra europea (la primera de todas fue en tierras americanas, la de la ciudad de Santo Domingo, en La Española, hoy República Dominicana) y su catedral, la Catedral de Canarias, la primera de África, de ahí su condición de Sede Primada del continente. Conmovido por sus primeras páginas envié un "sms" a una antigua y querida amiga de La Coruña, Luisa, compañera de fatigas, amores no correspondidos y andanzas universitarias. Aprovechaba para decirla que hacía siglos que no sabía nada de ella, que había comenzado a leer la novela de Rivas, con su querida La Coruña como protagonista, y para contarle la profunda desazón que su lectura me estaba ocasionando. Y es que a mi las guerras, las historias de guerras, por muy literarias que sean, me dejan profundamente desasosegado. No he tenido contestación, demasiadas cosas para un "sms", pero estoy seguro de que ha leído el libro, y también estoy seguro de que me contestará. Como dice en la contraportada del libro el periodista de El País Jordi Gracia "Los libros arden mal" es una historia para leer dos veces. Lo haré, sin duda, porque con desasosiego o sin él, es una novela fascinante.
Y con su lectura cierro el bucle temporal-espacial que ha tenido como protagonista de la semana a las dictaduras, las de izquierdas y las de derechas, a raíz de las declaraciones del actor (y gilipollas compulsivo), Guillermo (Willy) Toledo, sobre la muerte por huelga de hambre de Zapata, el disidente cubano en prisión. Comparto plenamente la opinión de la periodista Cristina Galindo en su artículo en El País del pasado día 11  titulado "Dictadura es siempre dictadura" sobre el susodicho impresentable y el régimen castrista
Y sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt











miércoles, 25 de enero de 2023

De los límites de la IA

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del profesor universitario Miguel de Lucas, va de los límites de la IA. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.










Lo que Sócrates diría a la inteligencia artificial
MIGUEL DE LUCAS
17 ENE 2023 - El País

Una de las pocas leyes incontestables de la historia es aquella según la cual cada nueva tecnología engendra su propia catástrofe. Sin la invención del barco la humanidad jamás habría conocido los naufragios. Hubo que esperar a la llegada del tren para ver el primer descarrilamiento. Como especie, avanzamos por los siglos sorteando precipicios previamente inconcebibles. El último año se despidió con la aparición de un chat de inteligencia artificial asombrosamente elocuente, de acceso abierto y gratuito, que dejó estupefactos a millones de internautas. Cuesta saber qué causa más desconcierto, si la velocidad con la que el nuevo ingenio genera sus textos o la soltura con la que ofrece respuestas convincentes a cualquier tipo de preguntas. Es pronto para saber qué cataclismos nos aguardan. Por ahora, las reacciones van del temor al éxtasis, dos respuestas demasiado humanas ante el vértigo tecnológico.
En momentos así, resulta tentador preguntarse cómo habría reaccionado Sócrates de haber coincidido con la máquina pensante. De tener hoy una conexión a la red, me lo imagino aguijoneando al chat como una avispa, buscando los puntos flojos del ingenio hasta verlo caer en flagrantes contradicciones. Podríamos incluso compartir sus suspiros de alivio al comprobar que, pese a su sofisticadísimo diseño, el programa todavía inventa información inexistente o comete errores de bulto propios de un cuñado charlatán. De hecho, abundan en la red usuarios que cantan victoria cuando el chat admite sus errores. Aunque me temo que a quienes conjuran así sus miedos les esperan noticias aciagas. La tecnología que hace posible estas conversaciones está dando pasos de bebé. Asistimos a sus primeros balbuceos. Apenas un gorjeo de lo que vendrá. Nos hallamos a las puertas de la mayor revolución cognitiva desde la aparición de internet, quién sabe si desde la imprenta de Gutenberg.
Más inquietante quizás para Sócrates sería reconocer tras los algoritmos de la inteligencia artificial el espíritu de un viejo enemigo: el sofista Gorgias. A usted es muy probable que ahora mismo el nombre de Gorgias de Leontinos no le diga gran cosa. En otros tiempos, en la Grecia clásica, su figura generaba una mezcla de admiración y rechinar de dientes. Tanta era su fama que Platón usa su nombre como título para uno de sus célebres diálogos. Si se acercan al texto, verán que arranca con dos palabras contundentes: “guerra” y “combate”. Platón cuenta cómo su maestro, Sócrates, se dirige al encuentro con Gorgias con ganas de gresca. Van a verse las caras dos colosos del pensamiento. Es un duelo similar al de Aquiles y Héctor en la Ilíada. Discutirán sobre la retórica, la virtud y la justicia. En el fondo, allí resuena una pregunta familiar en nuestros días: ”¿Importa algo la verdad?”. Para Gorgias, no demasiado. Cuando habla, nunca sabemos si cree de verdad en sus palabras o sencillamente hace ostentación de su soberbio don para el lenguaje. No en vano, su obra más conocida es el Elogio de Helena de Troya. ¿Por qué Helena? Porque con su defensa, Gorgias quiere demostrar que es posible ensalzar a la mujer más despreciada por los griegos, la causante de todos los males. El hábil uso de la retórica permite ennoblecer lo infame y envilecer lo honorable. Un buen orador, para Gorgias, debe ser aquel versado en esa técnica, que puede enseñarse y aprenderse, y cuyo fin no es otro que persuadir a los demás. Sócrates, naturalmente, difería. Tales ideas le resultan aborrecibles. A diferencia de Gorgias, estima que la retórica no debería ser solo arte, sino revelación y conocimiento, únicos caminos a la virtud. La retórica permite ganar debates, pero no necesariamente nos acerca a la justicia.
Imaginemos ahora la preocupación de Sócrates al toparse de bruces, dos mil años más tarde, con un Gorgias elevado al infinito, con el mismo desdén olímpico por la virtud y con un acceso inmediato y automático al caudal de conocimiento humano disponible en la red. Ante tal colosal adversario, Sócrates se lanzaría de nuevo al “combate” y a la “guerra”. Al fin y al cabo, esa lucha infatigable por la verdad es lo que nos hace humanos, la esencia misma que nos distingue de las máquinas pensantes, tan listísimas como idiotas, tan ricas en datos como vacías de ideas.
¿Quién se proclamaría vencedor en este nuevo duelo? Mirando a la historia, no parece que el padre de la filosofía occidental tuviera suerte en sus augurios frente a los avances tecnológicos. Es bien conocida, por ejemplo, su fobia a la escritura. “No producirá sino el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria”, sostiene Sócrates en Fedro. Y añadía sobre quienes confiasen en las letras: “Cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes”. Si los presagios de hoy ante la inteligencia artificial terminan gozando del mismo éxito, la batalla está decidida: el futuro pertenece a Gorgias.