martes, 10 de febrero de 2009

Religión contra Democracia

"La política moderna es un capítulo dentro de la historia de la religión". Quién así se expresa tan contundéntemente es John Gray, autor de "Misa negra. La religión apocalíptica y la muerte de la utopía" (Paidós, Barcelona), catedrático de Pensamiento Europeo en la London School of Economics de Londres. Y quien da cuenta de ello es Álvaro Delgado-Gal, profesor en la Faculta de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid y director de Revista de Libros, en el artículo central del número de febrero. "El genio dentro de la botella", que es su título, sirve al profesor Delgado-Gal para comentar el citado libro de Gray así como otra de sus más famosas obras: "Perros de paja. Reflexiones sobre los humanos y otros animales" (Paidós, Barcelona), escrita unos años antes. También lo hace con el libro "The Stillborn God. Religion, Politics and the Modern West" (Alfred A. Knopf, Nueva York), del catedrático de Humanidades en la Universidad de Columbia de Nueva York, Mark Lilla, historiador de las ideas como Gray.

Es un artículo denso, de no fácil lectura, aunque revelador e interesante en extremo para aquellos que se interesen por la teoría política. No puede leerse completo en la edición electrónica de Revista de Libros salvo que se sea suscriptor de la misma, así que lo reproduzco en su integridad más adelante por si alguno de los lectores tiene interés en él; lo recomiendo encarecidamente.

El profesor Delgado-Gal nos recuerda al comienzo de su artículo que el mismo Cicerón (siglo I a.C.), aun habiendo percibido el carácter supersticioso de la religión romana, dejaba escrito en su obra "De divinatione", que la religión era un tejido de fábulas de las que no convenía descreer en público, no fuera a quedar confundido y patas arriba el orden civil de la República... Desde ese momento, la confrontación entre Religión y Política estaba servida, ¿pero cuál será el final de la misma?, ¿habrá algún ganador claro en esa guerra soterrada desde hace siglos?

Ciñéndonos a lo que denominamos "Occidente", nos dice Delgado-Gal, para el profesor Gray el cristianismo es una sangrienta patología cuya falsa secularización, cerrada en falso a lo largo de los últimos cuatrocientos años, ha provocado más sangre aún. Pero una patología, añade, que ha durado ese tiempo parece difícil que pueda ser, en realidad, una patología. Si nos tomamos la teoría de la evolución en serio, dice, lo normal sería concluir que la patología cumple alguna función, o, sumando eones y yendo más allá del cristianismo, que la religión se halla enredada con nuestra dotación genética. «Las religiones expresan necesidades humanas que ningún cambio en la sociedad puede eliminar. Los seres humanos no dejarán de ser religiosos por lo mismo que no dejarán de ser sexuados, lúdicos o violentos», continúa Gray. La pregunta, entonces, sería si se logrará contener la religión en el ámbito privado, como quería John Locke en el siglo XVII. Según Gray, ni siquiera eso será posible, porque si la religión es una necesidad primaria de los hombres, no podrá suprimirse ni relegarse al ámbito de la vida privada y debería integrarse plenamente en la esfera pública, lo que no significa que haya de establecerse una religión pública.

Para Mark Lilla, dice Delgado-Gal, que pone como ejemplo lo que ocurre al respecto en los Estados Unidos, se está manteniendo la religión a raya mediante un esfuerzo constitucional, pero tan "empeñoso", que ya empiezan a acusarse síntomas de lo que los ingenieros denominan «fatiga de materiales», provocando un derrumbe del sistema. La adecuación de Dios al orden civil, concluye, habilitó a la religión en la sociedad liberal al precio de dejarla medio muerta. Al revivir la religión, la sociedad liberal ha saltado por los aires...

La desasosegante conclusión a la que llegan ambos autores desde posiciones distintas, afirma Delgado-Gal, es que si Dios se está resistiendo a morir, no cabe excluir que nos espere a la vuelta de la esquina el caos anterior a Locke, la atmósfera moral que precedió a la Gran Separación (el mundo de ideas en el que la Política dejó de depender de la Teología, enunciado por Hobbes en su "Leviatán") con la diferencia fundamental de que lo que en este momento histórico podría haber entrado en crisis no fuera Dios, sino la democracia. ¿Se saldrá la "religión" con la suya? Ejemplos recientes, caso Eluana -añado yo-, tenemos de sobra. Sean felices. Tamaragua. (HArendt)





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El profesor John Gray




"El genio dentro de la botella", por Álvaro Delgado-Gal

Revista de Libros nº 146 · febrero 2009

John Gray
PERROS DE PAJA. REFLEXIONES SOBRE LOS HUMANOS Y OTROS ANIMALES
Trad. de Albino Santos
Paidós, Barcelona 240 pp. 9,90 €

John Gray
MISA NEGRA. LA RELIGIÓN APOCALÍPTICA Y LA MUERTE DE LA UTOPÍA
Trad. de Albino Santos
Paidós, Barcelona 350 pp. 29 €

Mark Lilla
THE STILLBORN GOD. RELIGION, POLITICS AND THE MODERN WEST
Nueva York, Alfred A. Knopf


El pasado es un caos que los historiadores atenúan poniendo marcas en el calendario. Este ejercicio, mitad ceremonioso, mitad mnemotécnico, no es necesariamente inútil. Cabe afirmar, sin daño aparatoso de la verdad, que la Roma del legendario Escévola y de los verídicos escipiones empezó a acabarse el año en que César se declaró dictador vitalicio de la República; o que Grecia baja de punto y se desliza tras ser vencida la coalición de ciudades estado por las tropas imperiales macedonias en Queronea. Ni el golpe de mano de César, ni la rota de Queronea, cambiaron, por sí solos, los destinos romano o griego. Pero constituyen episodios límite. Se diría que hay ocasiones en que el tiempo se dobla sobre sí y adquiere espesor, lo mismo que un cordón al ser herido por la torcedera. Presentan un perfil más esquivo, más difuso, las grandes crisis espirituales. ¿Qué es una crisis espiritual? Y supuesto que sepamos lo que es, ¿por qué señales se manifiesta?

Sigo con los clásicos. Dos siglos antes de Cicerón, Roma era una robusta ciudad guerrera, sólidamente asentada sobre las costumbres atávicas. Los romanos, cuando partían para fundar una nueva colonia, cargaban, junto a los enseres y las armas, los penates domésticos. Y también al revés: no era infrecuente que, invirtiendo el flujo numinoso, agregaran al botín de guerra las estatuas de los dioses vencidos, cuyos poderes propiciatorios confiaban en apropiarse. La religión integraba, en fin, un galimatías eficaz, que los poetas no habían estilizado aún en hermosos hexámetros. Pero Cicerón ha probado el veneno de la filosofía griega, y aunque pertenece al colegio de augures y practica los ritos sagrados con el celo de un homo novus, percibe ya el carácter supersticioso de la fe nativa. En De divinatione sugiere que la religión es un tejido de fábulas de las que no conviene descreer en público, no vaya a quedar confundido y patas arriba el orden civil de la República. San Agustín imputa el mismo parecer a Varrón (La ciudad de Dios, VI, 6). Sin duda alguna, algo se ha quebrado en la visión de las cosas de los romanos cultos. Es lícito hablar de crisis, de crisis espiritual. Al tiempo, no lo es, si por crisis hemos de entender una suspensión del orden vigente y la llegada inmediata de otro alternativo. Habrán de transcurrir casi cuatrocientos años, digo bien, cuatrocientos, antes de que se consolide en el orbe romano la disciplina de la cruz.

La historia ulterior del cristianismo es, de nuevo, la de una sucesión de crisis, resueltas de modo más o menos compatible con la Palabra Revelada o con las reinterpretaciones que de la última hubieron de ensayarse al compás de los tiempos y los conflictos entre los hombres. No existe un guión limpio, una sucesión apretada y coherente de conceptos. En 1679, Bossuet invoca todavía los milagros para vindicar la fe verdadera. Dios asegura sus designios mediante intervenciones directas que anulan las leyes de la naturaleza y alteran el curso de la historia (Discours sur l'histoire universelle, II, 1). Al año siguiente, y a contrapelo de Bossuet, Malebranche teoriza, en su Traité de la nature et de la grace, un Dios arquitecto cuya obra no es perfecta porque, más importante todavía que la perfección de la obra, es la pulcritud y economía de medios con que ésta debe ser ejecutada. Malebranche no es el innombrable Spinoza, y no niega los milagros. Ha redactado el Traité con un objetivo devoto: el de explicar la razón por la que Dios, a despecho de ser infinitamente bueno, ha generado un mundo en que la inmensa mayoría de los hombres están condenados a tostarse en el infierno. Los milagros, no obstante, ya sólo entran de canto o como al bies en la composición de lugar de Malebranche, de claro sabor deísta. En el póstumo A Discourse on Miracles (1706), Locke cruza el Rubicón. El argumento de Locke es expeditivo. Un hecho sólo constituye un milagro si subvierte una ley natural; nunca llegaremos a un acuerdo definitivo sobre cuáles son las leyes naturales; luego será mejor que no nos fatiguemos indagando tras este suceso o el de más allá la acción portentosa del Creador. ¿Ha entrado en crisis irreversible el cristianismo, o bien se han averiguado maneras de hacerlo congruente con la nueva ciencia?

La ortodoxia contemporánea tiende a apuntarse al primer brazo del dilema. Según ésta, una serie de acontecimientos marcan, a lo largo de los siglos XVII y XVIII, una crisis magna, una crisis cuyo desenlace es el final de la era teológica y el comienzo del mundo en que vivimos ahora. Ese proceso, o mejor, lo que de él se deriva, recibe el nombre de «secularización». El mecanicismo galileano en Física; la distinción, dentro del Derecho Natural, entre teología moral y una inteligencia de las leyes sociales de prosapia utilitarista; el auge de la burguesía y la correlativa invención en el área protestante de mecanismos constitucionales que desplazan la fe a la esfera privada y basan la legitimidad de la política sobre principios meramente civiles habrían sido los agentes principales del cambio.

Anticipo que nuestros dos autores dedican el grueso de su esfuerzo a desautorizar la ortodoxia contemporánea. Mark Lilla con suavidad de formas y John Gray desgañitándose como un hooligan; para que no haya equívocos, abre Misa negra con esta afirmación lapidaria: «La política moderna es un capítulo dentro de la historia de la religión». Pero antes de centrarme en los textos y quienes los han escrito, estimo conveniente discutir una ambigüedad inherente al concepto de secularización. A veces, se entiende que se ha secularizado el que ha conseguido reconstruir sus representaciones morales a partir de principios exentos de connotaciones religiosas. El ejemplo canónico nos viene dado por Kant o, para ser más precisos, nos habría venido dado por Kant en la hipótesis de que hubiese logrado lo que probablemente no logró: erigir una ética desde premisas que se justifican sin acudir a la autoridad de la religión recibida. En otras ocasiones, por el contrario, la especie «secularización» no alude a una aventura o un denuedo en el campo de las ideas sino a una mera constatación sociológica: la de que la gente está dejando de ir a misa, o ya no consulta el santoral para decidir qué nombre pondrá a sus hijos, o come carne los viernes, o se disgusta mucho cuando un familiar se mete a cura. La distinción no impresionará demasiado al sociólogo positivista. Éste dará por hecho que las ideas que la gente tiene son una cosa, y su manera de ir por la vida, otra, y aquí paz y después gloria. Si nos tomamos, empero, las ideas en serio –y Lilla y Gray son historiadores profesionales de las ideas–, el asunto varía por completo. Imaginemos que la moral laica que a la sazón profesamos resultara ser, o precaria y vulnerable –veredicto de Lilla–, o religión disimulada –John Gray–. Entonces parecerá razonable concluir que la conducta aparentemente secularizada de la gente en las democracias occidentales representa un caso de falsa conciencia. Es oportuno recuperar el paralelo con la Roma de Cicerón. Esa Roma experimentó una crisis por cuanto los optimates cultos percibieron una incongruencia entre los principios que animaban el orden social y político, y la razón. Pero ahora nos encontramos en la situación inversa. Lo que estaría ocurriendo ahora es que la gente cree estar viviendo con arreglo a principios racionales que, o son postizos, o no terminan de ser lo que pretenden ser. Gray, cuya antipatía hacia el cristianismo es notoria, llega a afirmar que los cristianos deliberados de antaño eran más inteligentes que los inconfesos de hogaño. Al menos, sabían qué terreno pisaban. Y Lilla nos invita permanentemente a no olvidar nuestros orígenes, que no han sido suprimidos, sino provisionalmente desactivados. Sea como fuere, no atravesaríamos una era de secularización triunfante, sino, más bien, de confusión galopante.

John Gray es un hombre sugestivo, extravagante, y en trashumancia permanente desde los tiempos en que ofició como asesor de Margaret Thatcher. En Misa negra se refiere a ella con un respeto mitigado por una objeción de fondo. La objeción es que el conservadurismo liberal de Thatcher constituye una contradictio in terminis. Gray, siguiendo la tesis de Karl Polanyi en La gran transformación, sostiene que el capitalismo se afirmó en Inglaterra a través de una férrea política centralizadora, más hacedera en ese país que en otras regiones de Europa porque el Parlamento de Londres reunía poderes excepcionales. La consolidación del orden capitalista/liberal se levantó sobre un montón de ruinas: el de las complejas formas culturales y societarias que conformaban la vieja vida inglesa, venerable e improductiva. El reproche que dirige a Thatcher se repite en su análisis de Hayek: no es dable exaltar los méritos de la destrucción creadora del capitalismo y declararse a la vez conservador (Hayek, por cierto, negó serlo; pero no creo que haya convencido a nadie). Gray escribió un buen libro sobre Hayek, al que añadió en ediciones sucesivas un post scriptum con las notas disidentes que acabo de comentar. La conclusión de Gray es que Hayek fue un excelente economista, y un mal fenomenólogo cultural. Me parece que lleva razón.

¿Qué intuye Gray tras la exaltación por Hayek del carácter proteico, innovador, del liberalismo capitalista? El mito del progreso –«La civilización es progreso y el progreso es civilización», afirma Hayek en The Constitution of Liberty–. Pero el mito del progreso reproduce el mito cristiano de un orden providencial... con un matiz agravante. En realidad, los cristianos mainstream, los que han tenido vara alta desde el asentamiento de la doctrina tras los primeros y balbucientes años, han tendido a asociar el orden providencial cristiano con el triunfo de la Iglesia tras la llegada del Mesías, es decir, con un proceso cuyo cumplimiento se sitúa en el pasado. Agotado el tiempo mundano, ingresaremos en otra esfera: nuestros cuerpos serán gloriosos y nuestras miradas extáticas estarán fijas en Dios. El progresista secularizado, sin embargo, ha licenciado el más allá. De resultas, la dislocación cristiana entre los dos tiempos, el de la historia y el de la eternidad, se suelda para dar lugar a un tiempo único, con resultados explosivos: el reino de Dios en la tierra, prudentemente metaforizado como el triunfo de la Iglesia en la historia, se convierte de nuevo en un anhelo, en un deseo exigible de gloria, aquí y ahora. Y se abre la caja de los truenos, la que habían acertado a sellar hombres más avisados que Condorcet, Comte o Marx.

En Misa negra, Gray ubica en la Revolución Francesa el momento fatídico en que Occidente traslada a los afanes del día la promesa cristiana de salvación. Con arreglo al calendario de los secularistas, la Revolución Francesa integró un exceso del que surgirían a continuación innúmeros bienes: los derechos, la participación política universal, la libertad. Gray, a quien Norman Cohn, uno de los máximos especialistas en movimientos milenaristas, ha asesorado en Misa negra, prefiere decir que los jacobinos inauguran un nuevo quialismo, con tal cual brote gnóstico. Los fanáticos antañones se movían en ámbitos de dimensión artesanal: la glosolalia o el creerse invulnerables a las balas, originó, o lances cómicos, o muertes absurdas. Pero las enormes capacidades de la técnica y del Estado moderno han puesto en manos de los iluminados instrumentos de destrucción aterradores. Gray incluye en su requisitoria el rosario de experimentos comunistas que dejó al siglo XX convertido en un camposanto. Tampoco omite a los nazis, a los que considera, provocadoramente, hijos de la Ilustración.

Nazismo y comunismo son objeto de improperio y deprecación que el decoro vigente tolera. Gray es más subversivo, y no deja títere con cabeza. Incluso el liberalismo aparece como una anomalía cristiana más, como una burbuja liberada por el fondo de un cristianismo oculto. Misa negra es un libro desaforado, y también irregular. El periodismo de urgencia, el tratamiento histérico de la guerra de Irak y la militancia antiBush –éste, sí, cristiano a tocateja–, ocupan un espacio absurdo dentro de un libro escrito al trote. Gray carga tanto las tintas que se tiene, en ocasiones, la impresión de que ha empuñado la pluma sacudido por una catástrofe personal. Esta sensación se modera cuando se echa un vistazo a Perros de paja, publicado unos años antes que Misa negra. Perros de paja nos depara, por así decirlo, la clave filosófica de la que manan las fulminaciones del libro más tardío. Se trata de una clave sencilla: el hombre es un animal, no el compuesto de alma inmortal y cuerpo deleznable que ha pretendido la tradición cristiana y quiso antes Platón. Si el hombre es sólo un animal, y carece por tanto de los atributos que penden de su presunta singularidad óntica –la encarnada por el auriga, por retomar la imagen platónica del Fedro–, será inevitable recibir cum grano salis el sistema de derechos, capacidades o expectativas que a esa singularidad van asociados. A lo que, a la postre, nos lleva la naturalización radical del hombre es a invertir a Kant, fénix y cifra de muchos lugares comunes de la filosofía contemporánea. En la filosofía kantiana, la libertad, Dios y la vida eterna aparecen como exigencias deducibles de nuestra experiencia moral. Gray echa a chacota que seamos libres, no se entretiene en discutir si Dios existe, y niega incluso que seamos propietarios de una conciencia, en la acepción que defendió Kant y alega el sentido común. Para Gray, por supuesto, Kant es otro cristiano embozado. Cita, a este respecto, un divertido pasaje de El fundamento de la moral de Schopenhauer. Un hombre acude a un baile e inicia un escarceo con una belleza enmascarada. Pero al final del baile ésta se quita la máscara y el hombre descubre que ha estado pelando la pava con su esposa. El hombre es Kant, y la esposa, el cristianismo.

El errático, aunque intenso, examen de Gray plantea una pregunta capital: la de qué precio ha de pagarse por el abandono de las supersticiones cristianas. La respuesta es que el precio es enorme. Habríamos de renunciar, por ejemplo, a los derechos, entendidos como una garantía acreditable por el hombre con independencia de la sociedad o el régimen cultural que le hayan caído en suerte. Esto es un corolario del naturalismo tomado en serio. La consecuencia fue extraída, mucho antes, por Jacques Monod, nobel de medicina y autor del celebérrimo El azar y la necesidad. Escribe Monod (capítulo noveno): «Las sociedades liberales de Occidente celebran de dientes afuera, y proponen como fundamento de la moral un fárrago repugnante de religiosidad judeocristiana, progresismo cientificista, creencia en los derechos "naturales" del hombre, y pragmatismo utilitarista». Conviene reparar, sobre todo, en que Monod ha entrecomillado "naturales" al hablar de «derechos». El concepto de derecho natural, como insistiré en demostrar dentro de un instante, o es teológico o no es. El naturalismo de verdad nos deja a solas en un mundo cuyas leyes no hemos construido y que es indiferente a nuestros anhelos. Gray renuncia heroicamente a la noción de derecho, aunque suaviza este arrojo con una conjetura facilona: sugiere que la mutilación que supone el abandono de los derechos no es peor que las devastaciones causadas por la fe, bien en sus manifestaciones palmarias, bien en las recónditas. A esto los economistas lo llaman un trade-off: lo comido por lo servido. A la vista del mundo que apunta, yo preferiría llamarlo wishful thinking: no hay mal que por bien no venga.
Pese a todo, compensa leer Misa negra. ¿Por qué? La razón es que la perspectiva forzada de Gray sirve de contrapeso a las no menores violencias que en nuestra comprensión de las cosas han introducido los prejuicios dominantes. Llevamos siglos procurando recuperar las certidumbres del cristianismo desde un punto de partida no cristiano. Kant, un hombre de genio, dio el pistoletazo de salida, y Rawls ha encendido la última bengala. Pero una lectura atenta de los libros fundadores, y cierta independencia de la presión que ejerce la opinión establecida, deberían bastar a persuadirnos de que el intento es mucho menos sencillo de lo que se cree. El concepto, por ejemplo, de derecho individual, o derecho humano, es dudosamente inteligible, como aventuré hace un rato, fuera de una matriz teológica. La idea de derecho humano, humano a secas, proyecta a escala cósmica un artículo jurídico cuya definición presupone la existencia de un orden civil y de un magistrado que pueda garantizar ese orden con su autoridad. La extrapolación no tendrá sentido si no se realiza in toto: si no incluye, junto al artículo en cuestión, un orden de magnitud también cósmica y alguien que desde arriba lo tutela. Pretender lo primero sin conceder lo segundo suscita dificultades enormes, según se aprecia, con claridad maravillosa, en el reproche que Barbeyrac dirige a Grocio en la traducción anotada que de Los derechos de la guerra y de la paz realizó al francés. La idea de Grocio es que lo justo seguiría siendo de obligado cumplimiento incluso si, per impossibile, Dios no lo ordenara (Libro I, capítulo I, X). Barbeyrac contesta que esto es absurdo, porque nadie está obligado a nada si un tercero no lo fuerza a la obediencia. Mucho antes, el tomismo había afirmado que el mundo, en cuanto creado por Dios, exhibe una estructura que está orientada a un fin bueno y que el hombre puede aprehender por medio de la razón.

Ello franquea la puerta a una justicia universal y a la vez ateológica, en la línea seguida por Grocio. Pero este compromiso es inestable. Aunque no estemos postulando a Dios, estamos postulando su Providencia, y entonces, bien mirado, estamos postulando a Dios. Lo natural es que la cuestión acabe por resolverse, o en clave abiertamente religiosa, o en clave spinozista. En Spinoza ha desaparecido del cosmos todo rastro providencial. El resultado es que lo lícito y lo ilícito, lo piadoso y lo impío, no se pueden determinar antes de que el soberano los defina mediante sus decretos positivos, los cuales sólo serán vinculantes en la medida en que aquél se halle en situación de instarlos apelando a su poder incontrastable (Tratado teológico-político, capítulo XIX). En el mundo de Spinoza, evidentemente, queda poco margen para los derechos. Me refiero a los que proclama la Declaración de 1789 o a los que enarbolan las cartas de la ONU. Los clásicos modernos comprendieron la relación entre derecho y teología, y la arduidad de separarlos –y en ocasiones, de hacerlos compatibles– mucho mejor que nosotros.

Mark Lilla, el autor del tercer libro, es también, ya lo sabemos, historiador de las ideas, especialmente, historiador del pensamiento alemán. Profesa como catedrático de Humanidades en la Universidad de Columbia y escribe con frecuencia en The New York Review of Books (Gray es catedrático de Pensamiento Europeo en la London School of Economics y ha colaborado abundantemente en The Times Literary Supplement, de modo que asistimos a una perfecta simetría transatlántica). Entre The Stillborn God, el libro de Lilla, y los dos de Gray, se registran intrigantes paralelismos e, igualmente, diferencias muy importantes. Lilla prefiere no exceder los límites de su especialidad y es siempre más razonable que Gray. Pero opina, lo mismo que éste, que llevamos la religión pegada a la espalda. En Europa, según Lilla, ha sido históricamente hegemónica la teología política, entendida como una justificación del poder a partir de la Palabra Revelada y de su articulación por teólogos y juristas. Lilla atribuye la «Gran Separación» –el ingreso en un mundo de ideas en que la política deja de depender de la teología– a Hobbes (la idea germinal, por cierto, es de Carl Schmitt, al que Lilla prefiere no citar). Es Hobbes quien, en Leviatán, reinterpreta la religión como un artificio puramente humano y logra, por lo mismo, desactivarla. Nietzsche haría lo mismo unos siglos más tarde, aunque para sacar consecuencias por entero distintas. Sea como fuere, el Dios subyugado de Hobbes no tardará en sacudirse las cadenas. Lilla traza un itinerario arbitrario, aunque fascinante, que pasa por «La profesión de fe de un vicario saboyano» de Rousseau, se alarga a Kant y Hegel, y surca de caminos y menudos senderos la teología liberal alemana.

La reaparición de Dios representa también una reincorporación de éste al mundo social, bajo sucesivos disfraces. En Rousseau, nos asomamos al dios de los deístas: un Dios que nuestro corazón solicita y que no conoce acepción de ritos o cultos concretos. En Kant, Dios es una exigencia de la ley moral: se precisa un más allá en que el sujeto pueda alcanzar la perfección que no le ha sido concedida en este mundo y donde el sentido del deber y los impulsos del sentimiento se confundan hasta constituir un todo inconsútil y perfecto. Kant, por cierto, elaboró una eclesiología: es misión de las iglesias cristianas apacentar a sus rebaños con el propósito de converger hacia una religión límite que sólo puede ser racional. Al cabo, la Iglesia Militante dará lugar a la Iglesia Triunfante. Hegel da un paso más en la reinserción de Dios en la estructura civil y política. Las citas exactas valen más que mil exégesis, de modo que invocaré la sección 552 de la Enciclopedia: «Puede calificarse de error monstruoso de nuestro tiempo esto de empeñarse en considerar como separables, incluso como recíprocamente independientes, cosas inseparables (la conciencia religiosa y la ética)». El error se repite, añade Hegel, cuando ponemos de un lado la religiosidad subjetiva, y del otro el Estado y el derecho constitucional. En el esquema hegeliano, el Estado y la Iglesia han entrado en armonía, aunque no son equipolentes: el Estado liberal hegeliano luce más galones en la bocamanga que la clericatura y, en caso de conflicto, deberá prevalecer sobre ésta. En la estela de Hegel, los teólogos liberales –protestantes y judíos– intentan una adaptación de la religión a las ideas e instituciones modernas. El experimento concluye penosamente en la Gran Guerra. Adolf von Harnack y Ernst Troeltsch, los dos representantes señeros de la teología liberal, apoyan al káiser y se van, lo mismo que él, por el desaguadero de la historia.

El gran desastre europeo transformó la faz de Occidente. Se renueva el arte, la ciencia, el pensamiento. El gran acontecimiento teológico es la publicación de la Epístola a los romanos, en la que Karl Barth clama por un Dios que ya no tiene nada que ver con la deidad cortés, aburguesada, cortada a la medida de las necesidades civiles del Estado alemán, que habían cultivado sus antecesores liberales. Esto fue emocionante, pero alojaba también grandes peligros. Antes de la Gran Separación, la teología política se había visto contenida por una serie de mecanismos defensivos cuya expresión heráldica nos viene dada por la doctrina agustiniana de las Dos Ciudades. Los elegidos son peregrinos en la tierra, y mientras no llegue la parusía, habrán de acomodarse a convivir con los poderes que tienen la sartén por el mango en Babilonia (véase La ciudad de Dios, Libro XIX, capítulo XVII). La restitución de Dios al mundo profano operada por los teólogos liberales destruyó este equilibrio. Si la teología liberal hubiese triunfado, Dios habría desaparecido por asimilación: su mensaje habría acabado por confundirse con los manuales de buena conducta del ciudadano comme il faut. Dado, sin embargo, que la teología liberal no triunfó, sino que fracasó, lo que vino a ocurrir es que Dios resurgió desde el interior del reducto en que se le había intentado confinar. Es decir, desde la propia sociedad, infructuosamente secularizada. El efecto fue explosivo. Aunque Barth fue un antinazi impecable, no sentó ejemplo entre muchos de sus colegas. A lo largo de los veinte y los treinta, la teología política hizo estragos en la cultura europea. No sólo porque muchos hombres de religión se plegaron a la barbarie, sino porque ésta se adornó con atributos teológicos. El libro de Lilla concluye en un tono vagamente ominoso: el triunfo de la democracia y de la civilidad liberal no puede darse por sentado. Alojamos un volcán, que podría estallar en cualquier momento y cuyas devastaciones resultarán tanto mayores cuanto más ignoremos de dónde venimos o cuál es la componenda excepcional sobre la que se erige el orden actual.

Como he observado antes, las coincidencias entre Lilla y Gray son en ocasiones asombrosas. Sobre el libro de Lilla me permitiré exponer dos comentarios críticos. Ambos se refieren a Hobbes. Se me antoja excesivo atribuir a Hobbes la Gran Separación. Allí donde ésta fue duradera y eficaz –Estados Unidos e Inglaterra–, el modelo no vino dado por Hobbes, sino por Locke. Y Locke no destierra a Dios, sino que lo domestica. La estrategia lockeana está muy bien resumida en el capítulo que Locke dedica a los entusiastas en An Essay Concerning Human Understanding (Libro IV, XIX). Consiste en limitar las revelaciones de Dios a las que ya están codificadas en la Biblia y exigir que las restantes teofanías se sometan al examen de la razón. Lo que aparece entonces es un espacio de expresión pública que no niega a Dios pero que embrida eficazmente la invocación de Su Nombre. En The Reasonableness of Christianity se dibuja claramente una forma de fe que hace caso omiso de la teología y sus complejidades (la divinidad de Cristo, etc.), y que apunta hacia el deísmo. La separación entre Estado e Iglesia que establecen años más tarde los constituyentes americanos es consecuencia plausible del trabajo previo de Locke.

Mi segunda objeción es que la lectura que Lilla hace de Hobbes es unilateral. Hobbes fue, casi con seguridad, ateo. No obstante, ello no le impidió trasladar al soberano los atributos temibles que las teologías escotista y ockhamista habían asignado al Creador. La clave de esas teologías es el voluntarismo: ante el dilema de si Dios está obligado a querer lo que es bueno, o nada puede oponerse a la voluntad de Dios, se respondió diciendo que es bueno lo que Dios quiere. Dios define lo bueno queriéndolo. El hallazgo portentoso atraviesa de la cruz a la fecha la teología calvinista, y Hobbes lo aplica sin sombra de duda a Leviatán, un heterónimo de Dios de tejas abajo. De aquí a la construcción de un pensamiento político totalitario, plenamente asumido por los exponentes más radicales de la fórmula democrática, media un paso. Quedarse sólo con el Hobbes desacralizador es perderse la mitad de la función.

Ignoro qué título dará al libro de Lilla el editor que tenga el buen acuerdo de publicarlo en nuestro idioma. Sea cual fuere su decisión, la traducción literal reza así: «El Dios nacido muerto». ¿A qué Dios se refiere Lilla? Al alumbrado por los teólogos liberales. Fue un Dios de tan baja tensión, un Dios tan a ras de la moral cotidiana, que no acertó a cumplir la función que siempre ha cumplido Dios. Que es la de prometer la salvación y ayudarnos a soportar mediante esa promesa las incongruencias y miserias que devastan el mundo sublunar. Dios, en fin, no cabe en código civil. Pero, ¿es necesario, según Lilla? O mejor: ¿existen motivos para pensar que las alternativas laicas a Dios son un mero sueño de la razón?

Lilla elude pronunciarse sobre este asunto. Mi impresión, sin embargo, es que está al borde de decir «sí». Entiéndase, de admitir –con pesar– que Dios es imprescindible. Extraigo esta conclusión del tenor general de su argumento y de alguna que otra incursión –repárese, sobre todo, en las páginas 253-254– en el viejo asunto de los entusiastas, a saber, las sectas que se creían en comunicación directa con el Espíritu Santo y pusieron a Europa manga por hombro a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Las extravagancias de los entusiastas no conocieron límites. Todas las orquestas de rock del orbe, reunidas y ampliadas, son un aburrimiento en comparación con esos grupos de iluminados fanáticos que los poderes seculares y las iglesias establecidas persiguieron, diezmaron y torturaron. Para tener una vislumbre de ese mundo desaparecido, basta acudir a la glosa que de Locke hace Leibniz en sus Nouveaux essais sur l'entendement humain. Leibniz menciona, entre los entusiastas, a Antoinette Bourignon. ¿Quién fue Antoinette Bourignon? Una dama rica de Brabante que se creyó esposa de Cristo y que edificó una teología personal. Entre sus prodigios está el de haber inspirado al arquitecto Lacoste la demostración de la cuadratura del círculo. O el de conjeturar el procedimiento por el que Adán se reproducía antes de cometer el pecado original y dividirse en hombre y mujer. Gracias a su amor místico a Dios, Adán, d'après Bourignon, quedaba fecundado, y ponía unos huevos de los que salían otros tantos retoños. Los elegidos, en el paraíso, se multiplicarán de idéntica manera.

Los entusiastas fueron con frecuencia gente ignorante y siempre intratable. Pero sedujeron a teólogos e intelectuales formados. Bourignon se ganó, entre otras devociones, la de Poiret, un hombre cultivado. La fascinación que ciertos loquinarios ejercen sobre personas respetables brota de un sentimiento profundo: el de que no vivimos, no podemos vivir, con arreglo al sistema cerrado de ideas que se despliegan en los libros de filosofía. Estos sistemas son racionalizaciones ex post de otras ideas, salvajes y colmas de energía, y existencialmente más aptas que sus sucedáneos, por así llamarlos, exotéricos, o pasados por la aduana del pensamiento organizado. Para nosotros Poiret se pierde en el fondo de un pasado casi ininteligible. Pero autores modernos, y enormemente inteligentes, parecen participar del sentimiento que acabo de señalar. Un ejemplo obvio es Weber. A todas luces, Weber se siente más cerca del capitalista de primera generación, el cual acumulaba buscando en la riqueza señales de que había sido distinguido por la gracia, que de los capitalistas inerciales de su época. Éstos se le antojan a Weber puros autómatas, en el fondo, meros imbéciles morales. Otro ejemplo interesante es el que nos depara Schumpeter. En Socialismo, capitalismo y democracia, Schumpeter conjetura que el capitalismo morirá, no a impulso del socialismo, sino de sí mismo. ¿El motivo? El motivo es que su ethos reposa en estructuras culturales antiguas, que el propio éxito del capitalismo socava. Vuelvo a los entusiastas y a Lilla. El último no cita un artículo que sería rarísimo que no hubiese leído: «Religious Freedom and the Desacralization of Politics: From the English Civil Wars to the Virginia Statute», de J. G. A. Pocock. La tesis de Pocock es que la desactivación de los entusiastas fue una de las grandes tareas de la política durante los primeros siglos modernos, y que la solución consistió finalmente en convertir la religión en un asunto de mera «opinión». En algo que no estaba vedado a la especulación, pero que de ningún modo debía invocarse como argumento en las relaciones entre los hombres, o de éstos con la esfera pública. Nos encontramos, de nuevo, ante la «Gran Separación» de que habla Lilla, aunque en clave lockeana mucho más que hobbesiana. Por las razones que ustedes conocen, me inclino más por el retrato que hace Pocock de la situación que por el que bosqueja Lilla. Este punto, no obstante, no es el que me importa destacar ahora. Lo interesante es que el artículo de Pocock está escrito en un registro weberiano: Pocock aventura que el amansamiento de Dios integró también su desvirtuación, y que no está claro que el fuego, al extinguirse, no nos haya cegado el corazón de escorias y ceniza. O, por hablar al modo de Lilla, que la normalización de la teología no haya alumbrado un Dios muerto. El mismo escrúpulo he percibido en la discusión lateral que hace Lilla de los entusiastas en The Stillborn God. De ser mi sensación certera, la inanidad del Dios herrado por el poder civil, y la inanidad consiguiente de las formas de vida que crecieron en el espacio abierto por la Gran Separación, no serían sólo imputables a un episodio de la cultura alemana. La inanidad, la debilidad, y el peligro, afectarían a todo el mundo occidental contemporáneo.

Pero Lilla, a la vez, es un hobbesiano sincero. Contempla con más horror que trepidación interior el retorno a los desgarros civiles que la religión provocó en la Europa de su mentor. Ello confiere a su libro una sabrosa ambigüedad: vivimos una época mejor, una época en muchos sentidos deseable. Pero también vivimos una época de aleación espiritual baja. Esencialmente, porque descansa sobre la represión de Dios, no sobre su superación. Resulta interesante notar que Lilla publicó en The New York Times («The Politics of God», 19 de agosto de 2007) un anticipo popularizado de The Stillborn God. No se trata de un mero resumen, puesto que se adentra en cuestiones de actualidad que no trata en su estudio sistemático. Y afirma dos cosas tremendas. La primera, que es un «milagro» –o sea, algo que es probable que no vaya a durar– que el edificio constitucional estadounidense esté soportando las disensiones que sacuden al país en materias tales como el aborto, la eutanasia, las células madre o la oración en las escuelas. La segunda, que el islamismo es inadaptable. Lo es por cuanto se trata de una auténtica religión, entiéndase, de una religión no despotenciada por la Gran Separación. Los intentos por sujetarla al orden de las democracias liberales resultan, por tanto, vanos. Si el islamismo se hace por fin compatible con nuestras formas de vida, será gracias a una revolución teológica interior, no menos formidable que la obrada por Lutero hace quinientos años. Y no sabemos si eso ocurrirá, ni, por supuesto, cuándo ocurrirá. Mientras tanto, la creciente presencia de musulmanes en suelo occidental habrá de gestionarse acudiendo al procedimiento medieval del gueto, en la acepción laxa del concepto. Tendrá que reconocerse a una parte de la población el derecho a regirse por normas que difieren de las de la mayoría. Es inevitable no advertir la naturaleza crepuscular de estas reflexiones. Según el guión oficial, Occidente superó primero la cuestión religiosa, y luego consiguió evitar la lucha de clases. De ahí resultaron sociedades altamente homogéneas, en que se combinaba la libertad individual con dosis grandes de redistribución. Estábamos en el paraíso socialdemócrata. Pero el paraíso socialdemócrata empezó a deteriorarse en lo cultural en los sesenta, y en lo económico en los setenta. Ahora la socialdemocracia empieza a parecer una cosa del pasado. Los valedores de las indiscutibles virtudes del orden socialdemócrata recordarían crecientemente a los defensores de la sociedad patriarcal en época de Locke. Serían reaccionarios en la acepción aséptica del término, como fue un reaccionario objetivo Filmer, el gran rival de Locke.

¿Qué pronósticos adelanta por su lado Gray sobre el futuro de la religión? Se detecta una inflexión, un giro, al comparar Perros de paja con Misa negra. En el primer libro, el cristianismo nos es presentado como una sangrienta patología cuya falsa secularización promete más sangre aún. Se diría que Occidente, y por extensión todo el mundo occidentalizado, terminarán por morir de un atracón de sí mismos, como lo hicieron los habitantes de las islas de Pascua en la descripción que de ese fenómeno misterioso nos ha transmitido Jared Diamond. Pero una patología que ha durado más de dos mil años parece difícil que pueda ser, en realidad, una patología. Si nos tomamos la teoría de la evolución en serio, lo normal será concluir que la patología cumple alguna función, o, sumando eones y yendo más allá del cristianismo, que la religión se halla enredada con nuestra dotación genética. Es la consecuencia a la que Gray llega en Misa negra. Escribe textualmente Gray: «Las religiones expresan necesidades humanas que ningún cambio en la sociedad puede eliminar [...]. Los seres humanos no dejarán de ser religiosos por lo mismo que no dejarán de ser sexuados, lúdicos o violentos». Todavía queda en pie una pregunta: ¿se logrará contener la religión en el ámbito privado, como quería Locke? Ni siquiera, según Gray. Añade nuestro autor: «Si la religión es una necesidad primaria de los hombres, no debería suprimirse ni relegarse al ámbito de la vida privada. Debería integrarse plenamente en la esfera pública, lo que no significa que haya de establecerse una religión pública. Las sociedades tardías alojan una diversidad enorme de puntos de vista [...]. El mundo moderno tardío es insobornablemente híbrido y plural».

Pero la coletilla final de Gray suena a falso. Una religión afirmativa no se resignará nunca a no ser una religión expansiva, porque la verdad no es negociable, no se restringe a ser «mera opinión». En el caso alemán, como explica Lilla, la adecuación de Dios al orden civil habilitó a la religión en la sociedad liberal al precio de dejarla medio muerta. Al revivir la religión, la sociedad liberal saltó por los aires. En el caso de Estados Unidos, se está manteniendo la religión a raya mediante un esfuerzo constitucional tan empeñoso que ya empiezan a acusarse síntomas de lo que los ingenieros denominan «fatiga de materiales». En resumen: si es verdad que Dios se resiste a morir, no cabe excluir que nos espere, a la vuelta de la esquina, el caos prelockeano, la atmósfera moral que precedió a la Gran Separación. Mutatis mutandis: lo que podría haber entrado en cuarto menguante es la democracia liberal, no Dios. Esto es lo que insinúa Mark Lilla, y Gray firmemente piensa, aunque a veces se muerda la lengua.




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El profesor Mark Lilla




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sábado, 7 de febrero de 2009

Bananaria, despendolada

Paulino Rivero, presidente del des-gobierno canario es como Berlusconi (al menos parece que lo intenta) a lo pobre y sin gracia. Dos artículos de opinión del mismo períódico, La Provincía-Diario de Las Palmas, en la isla de Gran Canaria, que reproduzco más adelante, dan cuenta con cierta dosis de humor, de los límites de corrupción y cachondeo institucional en que el ejercicio de la política ha caído en estas, otrora, Islas Afortunadas. La República de Bananaria (perdón, de Canarias), dirigida en comandita por ATI-CC y por el PP, da ya a los canarios grima y rabia más que pena y tristeza. Como estamos en Carnaval, vamos a tomárnoslo sin acritud y un poco a broma, pero ¡por Dios, qué pase pronto!. ¿Qué mal hemos hecho los canarios a la divinidad para merecer este gobierno?

Esta es la entrada 1100 de este su blog. Desde el 1 de agosto de 2006 hasta la fecha de hoy. Gracias por esta ahí. Son ustedes, sus lectores, una de las razones de su existencia. Sean felices.
Tamaragua. (HArendt)


















HArendt




"Amenaza y periodismo: Sentencias de fondo", por Ángel Tristán Pimienta
(El Blog "Apuntes". La Provincia-Diario de Las Palmas, 07/02/09)

La Sección Primera de la Sala de lo Contencioso Administrativo del TSJC ha dado otro demoledor varapalo a la técnica escapista del Gobierno de Canarias de utilizar informes externos para puentear a los funcionarios en el ámbito de las licencias o las adjudicaciones, y con el claro objetivo de imponer un grado inaceptable de discrecionalidad. Siempre se ha dicho que el recurso a la consultoría externa era una puerta abierta a la prevaricación, un intento, descarado por su abuso, de dar cobertura legal al chanchullo, porque es una obviedad que quien paga, manda, aunque no lo exprese por escrito, como es lógico en estos asuntos. Todos los que tengan algo que ver con este mundo de los concursos y los trámites saben de varios casos en que un dictamen con tales conclusiones puede dar paso a otro idéntico en sentido contrario, incluso motu proprio cuando se olfatea un cambio térmico en las alturas.

Los magistrados Francisco J. Gómez Cáceres, Jaime Borras Moya y Javier Varona Gómez- Acedo han sido especialmente claros y firmes en dos recientes sentencias, la 529/2008 en el recurso de la Opinión de Tenerife contra la adjudicación de las TDT por el Gobierno de Canarias, y la 579/2008 sobre la reclamación de LIDL contra el mismo Gobierno de Canarias que le denegó la apertura de sus tiendas de descuento duro. En ambos episodios los jueces condenan sin paliativos el puenteo de los técnicos de la propia Comunidad Autónoma, y la sustitución de sus funciones constitucionales por elementos ajenos a la esfera pública.

"… debe asimismo afirmarse que los informes técnicos que recabe las Mesas de contratación deben ser realizados por los propios servicios técnicos con que cuenta la Administración, y solo en los casos en que quede acreditado que tales servicios no existen o son insuficientes, podría acudirse a asesoramientos externos. Entenderlo de otra forma sería desnaturalizar la propia existencia de la Administración constitucionalmente concebida para servir con objetividad los intereses generales en la forma que se contiene en el artículo 103 CE. No existe la posibilidad de que los titulares de las potestades administrativas acudan a su libre albedrío a los órganos de la Administración o a otros externos según pueda en cada caso convenirles. Ello implicaría por sí mismo un ejercicio arbitrario de tales potestades". Sin embargo, José Manuel Soria ha considerado en sus declaraciones públicas meros 'problemas técnicos' la sentencia que anula la baremación, y por lo tanto, la adjudicación de las TDT.

La sentencia relativa a los comercios baratos LIDL abunda en estaargumentación doctrinal. "…la Administración en este caso encargó directamente a una empresa externa - sin que conste que en su selección se han observado los principios de publicidad y concurrencia - la elaboración del informe que de acuerdo con la Ley debía ser emitido por la propia Administración (Dirección General de Comercio)". Tras recordar que "solo los informes emitidos por los propios servicios de la administración gozan de la presunción de acierto y objetividad", se reitera que en las distintas leyes aplicables "no se encuentra la posibilidad de encomendarlos o contratarlos con entidades u organizaciones privadas".

No hace falta estar dotado de unas especiales condiciones intelectuales para deducir a tenor del pronunciamiento y explicaciones de sus señorías la sospecha de que la Administración haya querido dar un pucherazo. Dudas que aumentan si consideramos que la empresa que sustituyó a quienes no podía sustituir es propiedad de un antiguo alto cargo del Gobierno vinculado precisamente al área de Comercio. No son tiquismiquis, como dice el líder del PP José Manuel Soria, meros asuntillos administrativos fáciles de solucionar y pelillos a la mar. El problema no es de forma, como se quiere hacer ver, sino de fondo, y de mucho calado. Tanto que una lectura contextualizada de esta y de otras sentencias sugiere la existencia de métodos consolidados cuya persistencia y contumacia en el error suscita la sospecha de prevaricación: actuar mal a sabiendas.

La contundente descalificación judicial de la perversa práctica gubernamental de hurtar los informes a los funcionarios, cuya independencia de criterio está protegida por las leyes, y sustituirlos por encargos a empresas privadas para conseguir un criterio predeterminado sin duda comenzará a cambiar un sistema impregnado de discrecionalidad con finalidades abiertamente tramposas. Además, se conseguirá un sustancial ahorro en los Presupuestos, y la extinción de uno de los canales que los expertos consideran 'clásicos' para la corrupción y la financiación ilegal.

Lo grave es que los políticos concernidos quiten importancia a estos avisos de ilegalidad y a las evidencias inconstitucionales que señalan, y anuncien en cambio que proseguirán en el intento de hacer de estas islas el definitivo archipiélago de Bananaria.




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Paulino Rivero, presidente del Gobierno de Canarias




"El Anticristo del imputado", por Juan José Jiménez
La Provincia-Diario de Las Palmas, 06/02/09

Al señor Barak Obama le han salido rana cuatro de los candidatos que su equipo había propuesto para formar parte del gabinete. Diversos motivos, mayormente todos relacionados con el fisco, han devuelto al cuarto de piletas de sus propias casas a tres de ellos antes de poder calentar el echadero, y el que queda está en veremos.

Pero con la tercera y última, la de antier, Nancy Killefer, una señora que en principio se tenía que dedicar a controlar los presupuestos, que ya es casualidad, se ha bordado el proceso.

La doña Killefer dejó de pagar un impuesto sobre una compensación a un empleado del hogar por unos 731 euros, según la cuenta que le hace The New York Times.

Muchos se han llevado las manos a la cabeza, por fitetú, cómo la señora Killefer, toda una doctora del Instituto Tecnológico de Massachusetts, se las ha querido pegar con ketchup a los norteamericanos con tremendo palo. A mí, qué quieren que les diga, lo de la Killefer me parece una mala suerte del carajo la vela: sólo por culpa de nacer en la otra costa de este mismo Atlántico que nos baña se le arruinado la carrera, que por cierto y según su biografía es verdaderamente estratosférica.

De ser la doña Killefer pongamos de Mogán, o de Las Teresitas, o de Telde, y alguien de la oposición, un periodista o un magistrado osara pasarle por los besos el asunto este de los 731 euros sería, perdonando la licencia, un descojono.

Aquí con un pufo de 731 euros lo más que se conseguiría es pagar otro chorro en uno de los cinco baños secretos de Rivero, o aflojarse cuatro güisquis a bordo de la avioneta a chorro con la que Soria dice que no fue a pescar el salmón a Noruega, o la facturación de un bolso falso del impagable caso Faicán. O el conmutador del generador de las comisiones eólicas.

Además es tan poquita la cantidad, para nuestros lujuriosos criterios, que ni sale a cuenta movilizar al círculo de empresarios para encender los faxes y emitir un comunicado contra jueces, fiscales, policías y demás arrieros del pescaíto fresco.

Y esta es la diferencia entre un proyecto ilusionante como el de Obama, un anticristo del imputado que comienza con un majo y limpio de todo lo que distraiga del fino cometido público, y el de un gobierno aturullado que antes de sacudirse a sus tramposos prefiere cargarse el sistema. De esto cabe deducir que si Obama hiciera escala en Gando se nos queda en blanco.




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Paisaje de Gran Canaria



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viernes, 6 de febrero de 2009

Antisemitismo

Comparto muy pocas de las posiciones políticas del premio Nobel y vecino mio (vive en la isla de Lanzarote), el escritor portugués, José Saramago. Desde luego no comparto sus públicas manifestaciones de desprecio y odio hacia Israel, comparando su enfrentamiento con los palestinos como un nuevo Holocausto, a la inversa. Suena a rectificación de esa postura, rayana en el antisemitismo, el artículo publicado ayer en su, por otra parte, interesante blog, "El cuaderno de Saramago". Se titula "Adolf Heichmann". Reclama en él la necesidad de una revolución moral en Israel, y condena la actitud manifestada por relevantes personalidades de la iglesia católica negando el Holocausto. Bienvenida sea la puntualización.

De su obra literaria no puede opinar con gran conocimiento de causa. He leído su "El Evangelio según Jesucristo" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1992), que me encantó; y también su último libro: "El viaje del elefante" (Alfaguara, Madrid, 2008), que me ha defraudado y cabreado a partes iguales por su particularísimo uso de la ortografía, que ofende a cualquier lector inteligente por mucho que el autor pretenda justificarla en una peculiar visión del lenguaje.

De antisemitismo va el artículo del escritor mexicano Enrique Krauze, director de la revista literaria "Letras Libres", titulado "El enfásis sospechoso", y publicado en El País, también de ayer. Se critica en él las últimas actuaciones concretas del gobierno israelí en su confrontación con los palestinos, pero también denuncia como muy preocupante la ola de antisemitismo que se ha extendido por toda la izquierda europea, y en concreto entre la población española, la más radicalizada de Europa en su antisemitismo.

¿Atavismos de un pasado y una injusticia histórica aún no asumidos por la sociedad española, ignorancia, irresponsabilidad? De todo un poco; a mi me avergüenza profundamente esa actitud de mis compatriotas, no sólo como descendiente de judíos, sino como español y como persona de izquierdas. Sean felices. Tamaragua. (HArendt)


Fotos:
(1) Manifestación antiisraelí en España:
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(2) El escritor José Saramago:
http://www.mundolatino.org/cultura/saramago/pplano_1.jpg
(3) El escritor Enrique Krauze:
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Manifestación antiisraelí en España




"Adolf Heichmann", por José Saramago
El Cuaderno de Saramago, 05/02/09

Al comienzos de la década de los 60, cuando trabajaba en una editorial de Lisboa, publiqué un libro con el título de Seis millones de muertos en que se relataba la acción de Adolf Eichmann como principal ejecutor de la operación de exterminio de judíos (seis millones fueron) llevada a cabo de modo sistemático, casi científico, en los campos de concentración nazis. Crítico como he sido siempre con los abusos y represiones ejercidas por Israel sobre el pueblo palestino, mi principal argumento para esa condena es y sigue siendo de orden moral: los inenarrables sufrimientos infligidos a los judíos a lo largo de la Historia y, sobre todo, en el marco de la llamada "solución final", deberían ser para los israelíes de hoy (desde los últimos sesenta años para mayor exactitud) la mejor de las razones para no imitar en tierra palestina a sus verdugos. De lo que Israel necesita realmente es de una revolución moral. Firme en esta convicción nunca he negado el Holocausto, solamente me he permitido extender esa noción a los vejámenes, a las humillaciones, a las violencias de todo tipo a que el pueblo palestino ha estado sometido. Es mi derecho y los actos se encargan de irme dando la razón.

Soy un escritor libre que se expresa tan libremente como la organización del mundo que tenemos lo permite. No dispongo de tanta información sobre este asunto como la que está al alcance del papa y de la Iglesia Católica en general, lo que conozco de estas materias desde el principio de los años 60 me basta. Me parece por tanto altamente reprobable el comportamiento ambiguo del Vaticano en toda esta cuestión de los obispos de obediencia Lefebvre, primero excomulgados y ahora limpios de pecado por decisión papal. Ratzinger nunca ha sido persona de mis simpatías intelectuales. Lo veo como alguien que se esfuerza por disimular y ocultar lo que efectivamente
piensa. En miembros de la Iglesia no es procedimiento raro, pero a un papa hasta un ateo como yo tiene derecho de exigirle un comportamiento frontal, coherencia y consistencia crítica. Y auto-crítica.





http://www.mundolatino.org/cultura/saramago/pplano_1.jpg
El escritor José Saramago




"El énfasis sospechoso", por Enrique Krauze

El País, 04-02-2009

Hace cinco siglos que los judíos fueron expulsados de España, pero a veces pareciera que todavía ronda en España el fantasma del judío, no en las calles de Gerona o las sinagogas de Toledo, sino en el alma de algunos españoles en quienes persiste -soterrado, inconfesable- el viejísimo prejuicio antisemita.

Conviene aclarar, en negativo, qué entiendo por antisemitismo:

Criticar la fundación de Israel teniendo en cuenta el altísimo costo que tuvo que pagar desde entonces el pueblo palestino, no implica por fuerza un acto antisemita: historiadores israelíes de la corriente post-sionista han ejercido y documentado esa crítica. Criticar la política exterior israelí en las últimas décadas conlleva aún menos una actitud antisemita: de hecho, los propios israelíes liberales y de izquierda han visto en los asentamientos un acto de ocupación inadmisible, cruel y, a fin de cuentas, contraproducente.

Criticar la reciente ofensiva israelí en Gaza tampoco supone albergar un prejuicio antisemita: existen argumentos serios contra su desproporción y una indignación general por el sufrimiento de la población civil. Ni siquiera criticar a "los judíos" supone necesariamente un reflejo antisemita: los fanáticos de la identidad suelen generalizar así sus antipatías, lo mismo contra "los judíos" que contra "los yanquis", "los chinos", "los sudacas" o "los gachupines".

Dicho todo lo cual, creo que a raíz de la guerra de Gaza afloraron dos actitudes preocupantes: una roza el antisemitismo, otra lo asume abiertamente.

La primera es la parcialidad noticiosa y editorial de algunos medios con respecto al tema, como si la ofensiva israelí se hubiese dado (casi) en el vacío, sin la provocación previa de los proyectiles de Hamás sobre el sur de ese país y la amenaza cierta de que en un futuro cercano cayeran sobre Tel Aviv.

Creo que no se documentó de manera suficiente el hecho (recogido con amplitud, por ejemplo, en el Corriere de la Sera) de que Hamás puso en posiciones de riesgo militar deliberado y forzado a su población civil.

Creo que ese énfasis condenatorio no se ha visto en otras tragedias: pienso en Chechenia, donde fueron torturadas y muertas decenas de miles de personas. La doble moral resulta inexplicable.

Nadie comparó entonces a los rusos con los nazis. Hubiera sido una infamia, a pesar de lo que hicieron en Chechenia. Y es que los rusos sufrieron indeciblemente a manos de los nazis. Los judíos aún más. Otorgar a las víctimas la identidad de los victimarios es una perversidad moral.

Allí reside la segunda actitud, francamente antisemita:

Su expresión más socorrida es la amalgama de maldad: la equiparación (ostentada en las manifestaciones de Madrid y Barcelona) de la Esvástica con la Estrella de David, que a su vez supone la equiparación (formulada por varios importantes escritores y periodistas) de la tragedia de Gaza con el Holocausto. Se trata de dos fenómenos distintos que por su magnitud y naturaleza no pueden ser homologables.

La amalgama de todos los males conduce a la banalización del mal: si 600 víctimas inocentes son lo mismo que seis millones (aunque la muerte de los seis o 600 sea claramente reprobable) el mal resulta relativo, el mal no importa. Pero aún más decisiva que la diferencia cuantitativa es la diferencia de sentido.

El Holocausto representó la voluntad (cumplida en un 50%) de exterminar un pueblo, de borrarlo, de tratar a niños, mujeres, ancianos como plaga y no como personas. Este exterminio no fue solamente un crimen contra los judíos sino contra el concepto mismo del ser humano. La inteligencia, la racionalidad y el lenguaje desaparecen si no suponemos una semejanza radical entre los hombres.

En el caso actual, son los fundamentalistas islámicos quienes reproducen el ánimo nazi: quieren borrar al otro, en Jerusalén, Nueva York, Madrid o Londres. Ni en esta ofensiva ni en ninguna otra, Israel se ha propuesto exterminar a la población palestina.

Según el Pew Research Center de Chicago, desde 2005 España es el país de Europa donde el prejuicio antisemita ha aumentado más aceleradamente: pasó del 21% al 46%. Según una encuesta realizada por el Observatorio Español de Convivencia Escolar, más de la mitad de los estudiantes de secundaria declararon que preferirían no sentarse junto a un joven judío en sus aulas.

La España tolerante y plural que ha otorgado el Premio Príncipe de Asturias a las comunidades que preservaron el legado de Sefarad no puede -sin negarse a sí misma- desdeñar esos datos sin hacer un análisis valiente y objetivo.

Y la España democrática y moderna, que ha sido víctima reciente del terrorismo islámico, no puede ignorar -sin caer en la esquizofrenia- que Hamás busca la imposición de un régimen fundamentalista mientras que Israel es el único Estado democrático de la región.

¿Qué haría España, mutatis mutandis, en el caso, improbable pero no imposible, de que un triunfo generalizado del islam radical en el norte de África se tradujera en una amenaza sobre sus puertos mediterráneos bajo el pretexto teológico de recobrar el territorio de Al Andalus que fue suyo siete siglos?

En el tema judío, hay que volver a la tradición liberal de Benito Pérez Galdós, quien en tres novelas (Aita Tettauen, Misericordia y Gloria) mostró comprensión y compasión por el drama histórico del pueblo judío. Israel no es una nota al pie de página en ese drama.

Israel es el corolario de ese drama. Si se acepta la legitimidad de su existencia (producto, no olvidemos, de las circunstancias sin precedente creadas por el Holocausto), debe admitirse también su derecho a vivir sin la amenaza cotidiana que ha pendido sobre sus habitantes.

Esa doble aceptación no implica, repito, justificar la política israelí de los últimos decenios. Pero sí implica mirar al conflicto en toda su diabólica complejidad, distinguir la responsabilidad de ambos
bandos, y dar a los muertos israelíes el mismo peso que los muertos palestinos.

Implica evitar la inmoral referencia al Holocausto y exorcizar el fantasma del judío para poder verlo como los nazis y los fundamentalistas no lo ven: como un ser humano.





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El escritor Enrique Krauze




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jueves, 5 de febrero de 2009

Café con leche

Durante muchos de los 62 años (y 362 días) de mi vida he tenido "vida pública", de bajo nivel, pero pública. Pública en el sentido que da al termino la pensadora Hannah Arendt, de manifestación en el ágora, de relación y actividad activa más allá de la vida propia y familiar,
con los "otros", los ajenos, los contrarios de los intimos. Durante todo ese tiempo de vida pública siempre creo haber manifestado un rechazo explícito, aunque nunca airado, por los "Mayúsculos", es decir, por las personas que hablan en "mayúsculas", que pronuncian con mayúsculas, y con énfasis, palabras como "Dios, Patria, Nación, Justicia, Libertad, Enemigo, Estado, Amigo, Unidad, Derecho, Nosotros, Yo"..., etc., etc.

Tuve un compañero de actividades "públicas" que gustaba siempre de decir que el mundo, y los que en el habitan, o son "café" o son "leche"; así, sin matices. Todo pureza inmaculada o mal absoluto. A eso, en filosofía, se le conoce con el nombre de maniqueísmo. A mi me gusta decir que el mundo, y las personas que lo habitan, somos mayoritariamente "café con leche", que tenemos matices; que son los matices, precisamente los matices, los que marcan la diferencia, los que distinguen, los que otorgan la gracia, lo mejor del mundo... ¡Ah!, y que conste: a mi el café me gusta solo, cortado, con leche, caliente, tibio, frio, ..., pero con azucar. Igual que el mundo y sus gentes.

Tenía pensado y hasta medio concluido un borrador sobre la "crisis", pero la lectura de un artículo del profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona, Félix Ovejero Lucas, en El País de hoy, me ha hecho cambiar de opinión. Y ahora, me vuelvo a la cama, que son las seis de la mañana y hoy no tengo que llevar a mi nieto al colegio. Sean felices. Tamaragua. (HArendt)





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Lámina del pintor Thomas Wood




"Y, además, se comen a los niños crudos", por Félix Ovejero Lucas


No hace mucho, en estas mismas páginas, alguien, no recuerdo quién, sostenía que Franco era racista. Las pruebas, de eso estoy más seguro, eran bastante circunstanciales. Desde luego, mucho más débiles que las que permitirían calificar como racista a Jordi Pujol cuando escribía que "el otro tipo de inmigrante es, generalmente, un hombre poco hecho. Es un hombre que hace centenares de años que pasa hambre y vive en un estado de ignorancia, y de miseria cultural, mental y espiritual".

¿Era Franco racista? ¿Lo era Pujol? ¿Lo seguía siendo hace un par de años cuando declaraba sentirse muy satisfecho de aquellos escritos? No, ni uno ni otro eran racistas, si acaso otra cosa, no sé si mejor. Desde luego, no eran ideólogos racistas. Nadie que profese una ideología se avergüenza de ella y estoy seguro de que se sentirían ofendidos si se los llamara racistas.

Pero no me interesa ahora el racismo, sino ese afán que lleva a cargar todos los muertos al personaje odiado. El malo sería malo como el tonto es tonto en la caracterización orteguiana: vitalicio y sin poros, no descansa nunca. El hábito es común. Se ha repetido a cuenta de los niños del gueto de Gaza: Israel, responsable de sus muertes, porque responsable de una muerte es el que dispara, no sólo se burla del derecho internacional, sino que los exterminaría con gusto y ganas; los de Hamás no sólo eran terroristas, es que estarían encantados de sacrificarlos como escudos. Ni un matiz. Con qué facilidad circularon esos días, ante el menor "ejem", calificativos
como "antisemita" o "prosionista". Aquí, desde luego, también hacemos uso del recurso. Los rivales son inmorales, ignorantes e imbéciles. El lote completo, la triple I. No cabe que a Aznar le pudiera gustar la poesía y, por supuesto, Zapatero es simplemente bobo. Ni agua.

Esa disposición a describir a los otros como la encarnación de todos los males incapacita para entender el mundo. Pocos ejemplos más chuscos que el de esos extraviados soldados de una guerra fría que se resisten a creer acabada, que necesitan no dar por acabada, y que en cualquier esquina encuentran agentes imperialistas, "fascistas" se añade con despendolada ligereza, o, en el otro lado del fantasmal muro, equiparan, sin que les estorben las sutilezas, a Zapatero, Chávez y Castro, todos ellos, a su parecer, pequeños aprendices de Stalin. Incluso, ya en la pendiente del delirio, empaquetan en el mismo lote a Putin, sin otra razón que su condición de ruso, en un
movimiento simétrico, todo hay que decirlo, de aquellos otros que en la izquierda se sienten obligados a defenderlo por lo mismo, por ruso.

Lo peor de tales obnubilaciones es que tienen consecuencias prácticas, malas, como sucede siempre que la acción se basa en una incorrecta información. La lucha contra ETA proporciona un claro ejemplo. Cuantas veces escuchamos aquello de "son irracionales", "me niego a interpretar sus acciones", "matan cuando pueden". Quienes sostienen esas cosas se incapacitan para la política antiterrorista. Guste o no, la racionalidad de ETA es un supuesto imprescindible. De todos. Desde luego, de los partidarios de la negociación o del diálogo: uno no negocia con una piedra. La negociación, por definición, asume que el de enfrente, a la luz de sus posibilidades, mueve sus fichas. Pero también de quienes creemos que no hay nada que negociar o discutir, que el mejor modo de acabar con los criminales es hacerles entender que los crímenes no tienen retribuciones políticas.

En uno y otro caso, en contra de lo que muchas veces se dice, resulta inevitable hacer algún tipo de "juicio de intenciones", de juicio sobre los motivos de los otros. Allí y en cualquier relación humana, cuando nos hablan y hasta cuando nos callan, por ejemplo, cuando no nos contestan un emilio. En nuestras relaciones mutuas los humanos somos poco más que máquinas de hacer juicios de intenciones.

El mecanismo de las extrapolaciones es conocido, incluso está catalogado en psicología como "efecto halo": un sesgo cognitivo que, a partir de una característica más o menos circunstancial, extrae conclusiones sobre rasgos esenciales de la personalidad que contaminarían cada uno de los actos del individuo. A veces, sin que tengan nada que ver, como sucede con la disposición a tomar una cara bonita como señal de honradez. Los soldados del Vietcong atrajeron a muchos vietnamitas, antes que por sus ideas, por sus maneras incorruptibles. En las culturas políticas calvinistas el político a quien se descubre una relación extramatrimonial se puede dar por acabado. La máxima que permite sentenciarlo viene a ser: "si miente en esto, miente en todo".

La vida, bien sabemos, es más compleja. Está instalada en el matiz. Como en el poema de Borges, somos un yo plural de sombra única. Conozco investigadores honestos, amantes de la verdad y entregados al estudio de nobles principios, que en su trato con los demás mienten más que hablan. Uno no se casaría con ellos, pero estaría encantado de escribir un libro a dos manos. Entre los alemanes que arriesgaban sus vidas por rescatar a los judíos no faltaban los golfos irrecuperables. ¿Tenemos que dudar de las teorías de los científicos estadounidenses porque el 40% de ellos creen en Dios y le rezan? Sobran los ejemplos de músicos de jazz de vida disipada, entregados al principio del placer más inmediato, cuyo buen hacer artístico sólo puede ser el resultado de una portentosa capacidad de disciplina y de concentración.

Por supuesto, hay coherencias exigibles. Resulta difícil tomarse en serio al psicoanalista que ante el menor avatar emocional se atiborra de pastillas, al maestro zen que cierra los garitos en Las
Vegas o al político nacionalista que lleva a sus hijos a la escuela alemana. Ellos son los primeros en no tomarse en serio. Pero lo que no podemos hacer es juzgar la calidad del asesor financiero por sus consejos amorosos o la integridad del político por sus gustos literarios. Una cosa es ser coherentes y otra graníticos. Salvo los imbéciles irreparables y los psicópatas no hay "personas de una sola pieza". En realidad, si encontramos alguno, hay que desconfiar. El político que sabe que su comportamiento en las distancias cortas servirá para sopesar su conducta pública acabará por fingir hasta con sus amigos. Lo primero que nos dicen quienes nos acaban engañando es que ellos no mienten nunca.

Todo lo demás es ejercer de maniqueo y dar curso a la autocomplacencia moral. Como si faltaran razones y hubiera que trucar las pruebas. Como si nuestra sensibilidad necesitara algo más de lo ya sabido. Hitler no era mejor persona por sus refinados gustos estéticos y Franco no se salva porque no se comiera a los niños crudos. Simplificar no es pensar claro, sino evitarse la fatiga de pensar. Y la simplificación, conviene aclarar, nada tiene que ver con la radicalidad. No era precisamente un pusilánime el político que acuñó aquello del "análisis concreto de la situación concreta". Hay encendidos, o por mejor decir, incendiarios defensores de la moderación democrática que, cuando se los escucha, entran ganas de invadir Polonia y no parar hasta el Mar de China. Pero, si nos detenemos a pensar en lo que dicen, pronto se cae en la cuenta de que las atronadoras palabras no rozan un concepto ni iluminan un detalle.

Un pequeño test de autocontrol. Acaso algún lector, tras la lectura del primer párrafo, haya pensado "facha españolista". A su pesar me estará dando la razón. Gracias por colaborar en el
experimento. (El País, 05/02/09)




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El profesor Ovejero Lucas




Fotos:
(1) El profesor Ovejero Lucas:
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(2) Lámina del pintor Thomas Wood:
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domingo, 1 de febrero de 2009

Darwin en su bicentenario

Doscientos años después del nacimiento de Charles Darwin, -se cumplen el próximo 12 de febrero-, y casi ciento cincuenta después de la publicación de su obra fundamental: "Sobre el origen de las especies" (Alianza, Madrid, 2007), el profesor José Manuel Sánchez Ron, miembro de la Real Academia Española y catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid, escribe un interesante artículo en El País de hoy titulado "El ejemplo y las lecciones de Darwin", en el que se pregunta como es posible que un hecho científico, contrastado de manera abrumadora, y cuya relevancia para situarnos en el mundo es obvia, no es todavía universalmente aceptado.

Por citar únicamente dos ejemplos de sociedades tecnificadas y culturizadas: en Estados Unidos solamente la acepta el 40% de la población. En Europa su aceptación es mayor, especialmente entre los franceses y los escandinavos (creen en ella aproximadamente el 80%), aunque no deja de tener problemas: en una encuesta realizada en Reino Unido por la BBC en 2006, el 48% la aceptaba, mientras que el 39% optaba por alguna forma de creacionismo, y un 13% "no sabía".

El intento de compaginar ciencia y fe es un intento valdío. Lo han intentado muchos, y todos han fracasado. La ciencia es racionalidad y prueba; la fe, irracionalidad y dogma. Lo intentó, por citar un solo ejemplo, el jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), paleontólogo y filósofo, en una excepcional obra "El fenómeno humano" (Taurus, Madrid, 1965), uno de los libros más interesantes que he leído nunca. El intento le costó la separación de la iglesia, en una práctica excomunión, sin lograr tampoco el reconocimiento de la comunidad científica.

De manera mucho más burda que Tielhard e Chardin, el "Creacionismo", una teoría pseudocientífica muy arraigada en ciertas comunidades protestantes de los Estados Unidos, defiende una explicación del origen del mundo basada en uno o más actos de creación por un Dios personal. Tiene un gran número de seguidores, pero no responde a base científica alguna, y sólo es un rebuscado intento de compaginar lo incompaginable.

Recuerdo haber leído una entrevista al eximio premio Nobel de Medicina de 1959, el español Severo Ochoa (1905-1993), contestando con esa sencillez que le caracterizaba a la impertinente pregunta del periodista que le interrogaba sobre la vida después de la muerte: "no hay nada después de ésto, somos átomos y en átomos nos reconvertimos al morir". Yo, más poéticamente, diría que somos "polvo de estrellas", que es lo que le responde su padre a Hilde, la protagonista de "El mundo de Sofía" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1999), ante una pregunta similar. Un magistral libro de Jostein Gaarder, que debería ser lectura obligatoria en la escuela española. En fin, espero que hayan pasado un buen fin de semana. Disfruten del artículo del profesor Sánchez Ron y sean felices, por favor. Tamaragua. (HArendt)


Notas:
(1) http://es.wikipedia.org/wiki/Charles_Darwin
(2) http://www.cervantesvirtual.com/FichaObra.html?Ref=2174
(3) http://www.elpais.com/articulo/opinion/ejemplo/lecciones/Darwin/elpepuopi/20090201elpepiopi_12/Tes
(4) http://es.wikipedia.org/wiki/Pierre_Teilhard_de_Chardin
(5) http://www.cibernous.com/autores/tchardin/textos/fhumano.html
(6) http://es.wikipedia.org/wiki/Creacionismo
(7) http://es.wikipedia.org/wiki/Severo_Ochoa
(8) http://www.librosgratisweb.com/pdf/gaarder-jostein/el-mundo-de-sofia.pdf
(9) http://es.wikipedia.org/wiki/El_mundo_de_Sof%C3%ADa
(10) http://es.wikipedia.org/wiki/Jos%C3%A9_Manuel_S%C3%A1nchez_Ron

Fotos:
(1) http://api.ning.com/file/cwatjpG2ncWVAvYp7iB0lLtqacsuA2sfMQRolFXv3fBdNB78gNaBfiTsfLG1mIG-vQ*ZnGC-7dhi2UoDiWr1LU20PmDlSrS0/CharlesDarwin.jpg
(2) http://www.uned.es/psico-1-fundamentos-biologicos-conducta-I/orientaciones/images/cap10.jpg




http://api.ning.com/files/cwatjpG2ncWVAvYp7iB0lLtqacsuA2sfMQRolFXv3fBdNB78gNaBfiTsfLG1mIG-vQ*ZnGC-7dhi2UoDiWr1LU20PmDlSrS0/CharlesDarwin.jpg
Charles Darwin




"El ejemplo y las lecciones de Darwin", por José Manuel Sánchez Ron
(El País, 01/02/09)

Cuando se cumplen 200 años del nacimiento del científico y 150 de la publicación de 'El origen de las especies', el creacionismo sigue dando batalla en numerosos países ilustrados de Occidente, incluida España.

Hace 200 años, el 12 de febrero de 1809, nació Charles Darwin. Podemos debatir si los trabajos y teorías -y a la cabeza de éstas, la del origen de las especies mediante selección natural- de Darwin son más o menos importantes que el sistema geométrico que sistematizó Euclides, que la dinámica y teoría gravitacional de Newton, que la química que creó Lavoisier, que la relatividad de Einstein, que la física cuántica o que la teoría biológico-molecular de la herencia, pero lo que es difícil negar es que ninguna de esas contribuciones logró lo que consiguieron las de Darwin, que desencadenaron una serie de procesos que afectaron a algo tan básico como nuestras ideas acerca de la relación que nos liga con otras formas de vida animal que existen o han existido en la Tierra. En este sentido, abordó cuestiones que van dirigidas a la médula de la condición humana.

Expresado muy brevemente, Darwin sustanció con muy variadas evidencias la idea (que otros antes que él habían propuesto) de que las especies evolucionan, encontrando además un mecanismo que hacía plausible tal evolución; defendió que la vida es como un árbol, de cuyas raíces han ido brotando diferentes ramas, esto es, especies que con el paso del tiempo continúan diversificándose, dando origen a otras bajo la presión de determinados condicionamientos. Después de esforzarse por encajar en una gran síntesis las piezas (zoología, botánica, taxonomía, anatomía comparada, geología, paleontología, cría domestica de especies, biogeografía...) del gigantesco rompecabezas que es la naturaleza, y estimulado por la noticia de que Alfred Wallace había llegado a conclusiones similares, aunque no tan sustanciadas, en noviembre de 1859 -pronto hará, por consiguiente, 150 años- publicó un libro que forma parte del tesoro más precioso de que dispone la humanidad: El origen de las especies. Doce años más tarde, en otro gran libro (El origen del hombre), aplicó a los humanos las lecciones del primero, despojándonos del lugar privilegiado en la naturaleza que hasta entonces nos habíamos adjudicado.

A lo largo del siglo y medio que nos separa de la publicación de El origen de las especies, la esencia de su contenido no ha hecho sino recibir confirmación tras confirmación. Puede que aún resten cuestiones por dilucidar, pero el evolucionismo darwiniano nos suministra un marco conceptual y explicativo imprescindible para comprender el mundo natural de manera racional, sin recurrir a mitos.

A la vista de todo lo dicho, podría pensarse que la única actualidad de Darwin y de su obra es la de honrar su memoria utilizando la excusa de los dos mencionados aniversarios. Ojalá fuese así. La evolución entendida a la manera de Darwin es un hecho científico, contrastado de manera abrumadora, y su relevancia para situarnos en el mundo es obvia, pero no es universalmente aceptada. En Estados Unidos solamente la acepta el 40% de la población. En Europa su aceptación es mayor, especialmente entre los franceses y los escandinavos (creen en ella aproximadamente el 80%), aunque no deja de tener problemas: en una encuesta realizada en Reino Unido por la BBC en 2006, el 48% la aceptaba, mientras que el 39% optaba por alguna forma de creacionismo, y un 13% "no sabía".

La historia de la oposición de los creacionistas a Darwin ha sido comentada en numerosas ocasiones y no pretendo volver a este asunto, que, sin embargo, continúa vigente, aunque ahora sea recurriendo sobre todo a una nueva terminología: el diseño inteligente, la idea de que un Dios debió de diseñar cada una de las especies que existen. Me interesa más hacer hincapié en el hecho de que una teoría científica contrastada y de enorme relevancia social sea rechazada o muy pobremente comprendida. En mi opinión, una explicación posible del tal rechazo reside en el desconocimiento.

Debatimos insistentemente -ahora estoy pensando en España- acerca de los programas educativos para nuestros jóvenes; por ejemplo, si es aceptable o no imponer asignaturas como Educación para la Ciudadanía, ante la cual algunos argumentan que limita la libertad de los padres a ejercer sus derechos en la formación (moral y religiosa) de sus hijos. Y, mientras tanto, la enseñanza de ciencias sufre cada vez de más carencias.

No parece preocuparnos demasiado, por ejemplo, si se enseñan adecuadamente sistemas científicos tan básicos como la teoría de la evolución de las especies. El pasado noviembre, se publicó un libro en el que se adjudicaba a la Reina, doña Sofía, la siguiente manifestación: "Se ha de enseñar religión en los colegios, al menos hasta cierta edad: los niños necesitan una explicación del origen del mundo y de la vida".

Podrá resultar doloroso a algunos, pero la única explicación que da lugar a comprobaciones contrastables sobre el origen del mundo y de la vida procede de la física, de la química, de la geología y de la biología. La religión pertenece a otro ámbito.

¿Es legítimo ocultar a los niños ese mundo científico, condicionando así sus opiniones futuras, en aras a algo así como "mantener su inocencia", o por las ideologías de sus padres? Haciendo públicas sus opiniones en una cuestión cuya importancia no puede ignorar, y por la elevada posición que ocupa, doña Sofía hizo publicidad de una determinada forma de entender el mundo, que jamás ha recibido comprobaciones contrastables.

Una forma, además, que, al menos en España, de la mano de la jerarquía católica, pretende intervenir en apartados que pertenecen al poder legislativo, como son los programas educativos o lo que es admisible o no en los tratamientos médicos (no puedo olvidar en este punto las manifestaciones de la Conferencia Episcopal Española a raíz del nacimiento, en octubre de 2008, de un niño tratado genéticamente para curar a un hermano que sufría anemia congénita: "El nacimiento de una persona humana ha venido acompañado de la destrucción de sus propios hermanos a los que se ha privado del derecho a la vida"; palabras no sólo cuestionables desde el punto de vista de la ciencia sino también, en mi opinión, carentes de compasión ante el sufrimiento ajeno).

Necesitamos educar en la ciencia a nuestros jóvenes; no, naturalmente, para que entiendan que ella es el juez supremo para las opciones que quiere asumir una sociedad democrática. La ciencia es, simplemente, un instrumento -el mejor- que los humanos hemos inventado para librarnos de mitos, orientarnos ante el futuro y protegernos de una naturaleza que no nos favorece especialmente. Sucede, no obstante, que no se ha instalado de manera tan segura en nuestras sociedades como se podría pensar, siendo contemplada frecuentemente con sospecha. Si como muestra sirve un botón, he aquí la siguiente cita (Juan Manuel de Prada, XL Semanal, 5-11/X/2008): "La ciencia parece dispuesta a demostrar esto y lo otro; y mañana podrá sin empacho alguno desdecirse y demostrar que lo opuesto a lo contrario es lo cierto, en un tirabuzón enloquecido y sin fin. Y todo ello bajo un manto de inapelable respetabilidad". Por supuesto que existen científicos envanecidos, incluso tramposos, y también que se cometen errores, pero no olvidemos que en última instancia la ciencia no es sino capacidad de identificar y remediar equivocaciones, de buscar sistemas con capacidad predictiva.

Recordar y celebrar a Darwin es más que un acto festivo; constituye un homenaje a la ambición y el rigor intelectual, al poder de nuestra mente para comprender el mundo. Y también es un ejemplo de que la investigación científica no tiene por qué ser ajena a atributos humanos como son el amor a la familia, la decencia, la discreción o el ansia de justicia. La biografía de Charles Darwin -un hombre que llevó a cabo un largo y complejo camino, que le llevó a consecuencias que no había previsto y que le obligaron a desprenderse, en un doloroso proceso, de las creencias religiosas en que había sido educado- está repleta de todo esto.





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El mecanismo de la evolución




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jueves, 29 de enero de 2009

Canarias en la picota

Enésima afrenta del gobierno regional de ATI-CC y PP a los grancanarios a cuenta del famoso mapa del periódico El Día, repartido en los centros públicos de la Comunidad Autónoma, en los que se ignora y modifica el nombre de su isla. Menosprecio gratuito, innecesario y bastante idiota, por cierto. ¿Voluntario? Pues es posible que no, pero en política la mujer del César no sólo tiene que ser honesta sino parecerlo, y este gobierno de honestidad, la verdad, y en base a la de querellas judiciales en que sus miembros están enfrascados, no parece muy sobrado.

¿Consecuencias? En principio, muchos grancanarios están convencidos de que Canarias no tiene viabilidad política mientras continúe en el gobierno ATI-CC, y comienzan a pensar que, contra los tinerfeños nada, pero con Tenerife a ningún sitio. ¿Opciones? Tres: la doble autonomía, federalizar Canarias, y coyunturalmente, y a los solos efectos de modificar el Estatuto de Autonomía y el sistema electoral canario, un pacto PSOE-PP que desaloje a ATI-CC del poder, y después, a quién Dios de la dé, San Pedro se la bendiga.

Personalmente, prefiero la doble autonomía. Pero reconozco las dificultades de todo tipo que ese paso supone y que la convierten en, prácticamente, inviable. Así pues, quedaría una segunda opción: federalizar Canarias.

Federalizar Canarias supondría replantearse la distribución del poder político en el seno de la Comunidad Autónoma de manera horizontal entre el gobierno regional y los gobiernos insulares mediante un reparto de competencias tasado estatutariamente tanto a nivel regional como insular, y la configuración de un parlamento regional (o Cabildo General de Canarias) bicameral en el que estuvieran representados tanto el pueblo del archipiélago en su conjunto como cada una de sus islas (consideradas como entidades territoriales propias y autónomas) con competencias legislativas iguales y capacidad de exigir la responsabildad política del gobierno regional. La Cámara de elección popular sería elegida por la totalidad de la población del archipiélago por un sistema proporcional puro, en una circunscripción electoral única. La Cámara territorial estaría conformada por representantes de los gobiernos de los Cabildos Insulares, en número igual para cada uno de ellos, independientemente de su población.

No es la primera vez que planteo esta posibilidad. Lo hice ante el propio Parlamento de Canarias en 1995, 1996 y 1997, con ocasión de las deliberaciones que llevaron a la reforma del Estatuto de Autonomía, y en varios artículos publicados en la prensa regional que tuvieron cierta repercusión en medios académicos y universitarios, pero casi ninguna política. Esos artículos pueden leerse, en mi anterior blog ("Desde el Trópico de Cáncer") (1) en las entradas correspondientes a los días 26 y 27 de octubre, y 25 y 28 de noviembre, de 2006. Y si alguien ve algún tipo de animadversión a Tenerife en esta crónica, se equivoca de medio a medio, pero como ocurre a veces en los matrimonios mal avenidos, el divorcio de mutuo acuerdo puede ser lo mejor para todos. Más abajo pueden leer el artículo que sobre la polémica del mapa escribe hoy en La Provincia-Diario de Las Palmas, titulado "Un mapa para la discordia", el director de dicho periódico, Ángel Tristán Pimienta. Sean felices. Tamaragua. (HArendt)


Notas:
(1) http://ccampos1946.blog.com

Fotos:
(1) El Escudo de Armas de Canarias:
http://www.estecha.com/imagen/escudos-piedra-comunidades/canarias-escudo.jpg




http://www.estecha.com/imagen/escudos-piedra-comunidades/canarias-escudo.jpg
Escudo de Armas de Canarias



"Un mapa para la discordia", por Ángel Tristán Pimienta

José Miguel Ruano nació y se crió en Schamann, concretamente en la calle Doña Perfecta. Es un 'canarión' de origen rural que vive en Tenerife desde que fue a estudiar a La Laguna, y que ha escalado puestos en ATI, perdón, en la Coalición Canaria tinerfeña a base de trabajar duro. Porque sólo desde el famoso síndrome del converso se puede explicar una inoportunidad que puede traducirse como que un alto cargo de la Comunidad Autónoma tome partido en una cuestión sensible y disparatada que constituye un ataque contra una de las islas. Miren ustedes que hay mapas antiguos para reproducir en el calendario 2009, año posterior a la rebambaramba por los editoriales de El Día, de la Consejería de Presidencia, planos que reflejan una historia real y que no han sido utilizados torcidamente por personajes llenos de odio que llevan su obsesión al punto de pretender que las otras islas impongan el cambio de nombre a la que es objeto de sus delirios.

Ya los Reyes Católicos, desde el momento mismo de la conquista y de la fundación del real de Las Palmas, se referían en sus cartas y cédulas reales a "la ysla de la Gran Canaria", término que alternaban de vez en cuando con "la dicha ysla de Canaria", incluso en los mismos textos, por la sencilla razón de que al archipiélago no se le denominaba en plural, Canarias, sino en singular, Canaria, tomado el nombre de la principal, que también recibía el de Gran. El archipiélago de Canaria quedó a la postre en archipiélago canario o de Canarias. Y Gran Canaria siguió con la denominación que ha llegado hasta la actualidad. Pretender que es más exacto históricamente suprimir el Gran en base a datos descontextualizados, minoritarios y manipulados, sería lo mismo que pretender que Tenerife se llamara Isla del Infierno porque así está en algunos documentos de la época, sin duda influidos por las poderosas explosiones del Teide, entonces en erupción, que asustaban a los navegantes y aterrorizaban a los vecinos. Sinceramente, no parece muy probable que este se publique el año que viene.

Pero no. José Miguel Ruano, y con él todo el Gobierno, se ha inclinado por el bando que sigue las consignas del periódico El Día, y no sólo hiere la sensibilidad de los grancanarios, constantemente agraviados no sólo por ese diario y sus medios vicarios, sino por la ATI que fue y que, en el fondo y en la forma, sigue estando ahí, sino que da un paso más en dirección a la crispación.

Se duelen muchos miembros de buena fe de Coalición Canaria en Gran Canaria cuando se cita a CC tras las siglas de ATI. Puede que sea un error. Pero no pueden negar que casos como la utilización extemporánea y malévola de este mapa no son el mejor argumento para creer en la sinceridad regional de Coalición Canaria y de su Gobierno. En esta ocasión, que no es una ocasión cualquiera, sino que la cuestión está en plena efervescencia, con amonestación parlamentaria incluida, ni ha demostrado tener sensibilidad ni, por supuesto, neutralidad objetiva. Es decir, se ha dejado llevar por el instinto y ha arrinconado, una vez más, cualquier demostración de vida inteligente y de respeto hacia 'los demás'.

Saldrán en coro ahora sus portavoces quitando importancia al asunto; diciendo que tanta es su bondad y su altruismo que nunca pensaron que se fuera a formar un lío, lo cual, sensu contrario, sería muestra de un preocupante retraso mental en su variante de capacitación política. Pero no se trata de una anécdota, que es la clásica disculpa prepotente y cínica. Es parte de una estrategia fría y premeditada que trampea los mandatos del Estatuto y quiere provocar un estado de tensión que permita desactivar las defensas naturales de Gran Canaria. En esa visión estratégica se incluye, además de sorpresas como la de este mapa francés del mil setecientos elevado a categoría en un documento oficial del Gobierno regional, la voluntad del presidente Paulino Rivero de no cumplir cabalmente con su obligación de residir en Las Palmas de Gran Canaria estos cuatro años y de celebrar, en dicha ciudad, las obligaciones oficiales de agenda. Muy al contrario, son numerosos los empresarios y cargos de las administraciones que se quejan por la necesidad de desplazarse a Tenerife para ser atendidos por el presidente, que tiene una disculpa 'fenomenal': como está arreglando los baños de la residencia oficial con largueza digna de Versalles y lleva año y medio en el hotel Santa Catalina le es más cómodo estar en Santa Cruz.

¿Quién es el que desata el 'pleito insular'?, ¿el que agrede o el que se defiende?, ¿el que aviva los delirios de un expolio demente o el que trata de evitarlo?, ¿el que apoya una locura cerril o el que defiende el buen juicio y la convivencia pacífica y productiva entre todos los canarios?

El Gobierno autonómico sólo tiene una manera de demostrar que se ha equivocado y que no ha querido ofender ni colaborar en el 'golpe de estado' palaciego para dañar la imagen y los intereses de Gran Canaria: retirar con toda urgencia el calendario.
Si la 'guanchancha' se utiliza con los mismos parámetros, el lío del espionaje en Madrid sería un cómic. (La Provincia-Diario de Las Palmas, 29/01/09)



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domingo, 25 de enero de 2009

"Que se avergüence quien haya pensado mal"

"Que se avergüenze el que haya pensado mal". Doña Esperanza Aguirre, condesa de Murillo, presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, es, sin duda, una mujer culta. Así que es más que probable que conozca la frase que da título a este comentario, pronunciada por el rey Eduardo III de Inglaterra a mediados del siglo XIV con ocasión de un lance cortesano que se hizo célebre. Y que haya pensado en ella (a mi, infinitamente menos culto que la señora condesa, me ha venido enseguida a la cabeza) a raíz de la que le está cayendo encima por causa de la trama de espionaje interno en el seno del PP madrileño puesta en público por el diario El País. Sinceramente, los problemas internos de los partidos, y los del PP en particular (perdónenme lo soez de la expresión) me la traen floja, así que mencionado el asunto, voy a referirme a la destacada influencia francesa (o más específicamente normanda; pues fueron normandos, no los autóctonos sajones, los fundadores del Reino de Inglaterra) en la tradición británica.

Dos ejemplos. El lema de la monarquía británica: "Dieu et mon droit" (1): Dios y mi derecho, así escrito, en francés. Y también, en francés, la fórmula mediante la cual la reina de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, sanciona y promulga las leyes del reino: "La Reine le veult" (2): La Reina lo quiere. Por último, la historia del lance que dio origen a la frase "Honi soit qui mal y pense" (3) y con ella al nacimiento de la Orden de la Jarretera, una de las más preciadas condecoraciones de la monarquía británica.

Cuenta la leyenda que una noche en que el rey Eduardo III de Inglaterra estaba bailando con la condesa de Salisbury en una gran fiesta de la corte, hacia el año 1344, la dama perdió su jarretera (liga). Después de recogerla, cuando el rey estaba devolviéndosela, se dio cuenta de que la gente de su alrededor estaba sonriendo y murmurando. Airado, exclamó "honi soit qui mal y pense" (que se avergüence el que mal haya pensado), y colocándose la media sobre su propio muslo, añadió que haría la pequeña jarretera azul tan gloriosa que todos querrían poseerla. Con tal fin creó el rey la Orden de la Jarretera, cuyo símbolo es una jarretera azul oscuro, de borde dorado en la que aparecen en francés las palabras dichas por el rey. Buen fin de semana. Y sean felices, por favor. Tamaragua. (HArendt)




http://participacion.abc.es/myfiles/tiempovariable/jarretera.jpg
Emblemas de la Orden de la Jarretera




Notas:
(1) http://es.wikipedia.org/wiki/Dieu_et_mon_droit
(2) http://en.wikipedia.org/wiki/Royal_Assent
(3) http://es.wikipedia.org/wiki/Orden_de_la_Jarretera

Fotos:
(1) Emblemas de la Orden de la Jarretera:
http://participacion.abc.es/myfiles/tiempovariable/jarretera.jpg
(2) Escudo de Armas del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte:
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/8/84/UK_Royal_Coat_of_Arms.svg/250px-UK_Royal_Coat_of_Arms.svg.png




http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/8/84/UK_Royal_Coat_of_Arms.svg/250px-UK_Royal_Coat_of_Arms.svg.png
Escudo de Armas del Reino Unido




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miércoles, 21 de enero de 2009

El valor de la libertad

Los europeos en general y la mayoría de los españoles en particular solemos mofarnos de ellos, comentar que son infantiles, pueriles, prepotentes, matones e incultos... Pero que gran lección nos están dando... Sí, me refiero al pueblo norteamericano. La mayor, la más antigua democracia del mundo, con solo 232 años de existencia... Y cuando la "política" parecía desaparecida de la faz de la tierra, la elección de un hombre, Barack Hussein Obama, como presidente de esa gran nación, nos la devuelve en toda su grandeza al primer plano del acontecer cotidiano de la humanidad... ¡Increíble!...

Oí anoche el discurso de toma de posesión de Obama, pero no tengo buen oído, y dicho sea de paso, la traducción simultánea de las cadenas de televisión que lo retransmitían en directo dejaba mucho que desear. Lo he leído esta mañana en El País (1), ya con detenimiento. Pero no voy a glosarlo. Ni tengo capacidad para ello, ni creo que mi opinión al respecto tenga mayor interés. Leo en el mismo periódico las opiniones y comentarios de relevantes personalidades que sí lo hacen. Lo comparan con los discursos de Franklin D. Roosevelt, de John F. Kennedy, de Ronald Reagan, e incluso con el memorable de Abraham Lincoln (2), no en su toma de posesión, sino en el de la inauguración del cementerio en honor de los soldados muertos en el batalla de Gettysburg (19 de noviembre de 1863) aún en plena guerra civil. O con el más próximo de Winston Churchill (3), apelando al coraje del pueblo británico para enfrentarse a la barbarie nazi, y pronunciado ante la Cámara de los Comunes el 13 de mayo de 1940...

Pero a mi me ha traido a la memoria otro histórico discurso pronunciado mucho antes, en Atenas, en una fecha indeterminada del año 430 a.C. Me refiero a la famosísima Oración Fúnebre (4) de Pericles ante la asamblea ateniense, en homenaje a los soldados muertos durante el primer año de la guerra entre Atenas y Esparta, y que el historiador ateniense Tucídides, contemporáneo de los hechos, dejó reflejada en su "Historia de la Guerra del Peloponeso" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1997)

Tómense unos minutos y hagan el esfuerzo de leer ambos discursos (los de Obama y el de Pericles). Y luego los de Lincoln y Churchill. Compárenlos. Admírenlos. Y reconozcan luego conmigo que todos ellos tienen un mismo sujeto, aunque su nombre se pronuncie con acentos distintos: la libertad, y sobre todo, el valor intrínseco de la libertad. Sean felices. Tamaragua. (HArendt)




Notas:
(1) http://www.elpais.com/articulo/internacional/Discurso/inaugural/presidente/Barack/Obama/elpepuint/20090120elpepuint_15/Tes (Texto original en inglés)
(2) http://es.wikipedia.org/wiki/Discurso_de_Gettysburg
(3) http://www.profes.net/rep_documentos/Propuestas_Bachillerato/La_Segunda_Guerra_Mundial.pdf
(4) http://es.wikipedia.org/wiki/Discurso_f%C3%BAnebre_de_Pericles


Fotos:
(1) El presidente Barack Obama pronunciando su discurso de toma de posesión, en:
http://www.diariolasamericas.com/uploaded_pictures/70488_1.jpg
(2) Busto de Pericles,en:
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/4/4b/Pericles_Pio-Clementino_Inv269_n2.jpg/395px-Pericles_Pio-Clementino_Inv269_n2.jpg





http://www.diariolasamericas.com/uploaded_pictures/70488_1.jpg
El presidente Barack H. Obama




"Queridos conciudadanos:

Me presento aquí hoy humildemente consciente de la tarea que nos aguarda, agradecido por la confianza que habéis depositado en mí, conocedor de los sacrificios que hicieron nuestros antepasados. Doy gracias al presidente Bush por su servicio a nuestra nación y por la generosidad y la cooperación que ha demostrado en esta transición.

Son ya 44 los estadounidenses que han prestado juramento como presidentes. Lo han hecho durante mareas de prosperidad y en aguas pacíficas y tranquilas. Sin embargo, en ocasiones, este juramento se ha prestado en medio de nubes y tormentas. En esos momentos, Estados Unidos ha seguido adelante, no sólo gracias a la pericia o la visión de quienes ocupaban el cargo, sino porque Nosotros, el Pueblo, hemos permanecido fieles a los ideales de nuestros antepasados y a nuestros documentos fundacionales. Así ha sido. Y así debe ser con esta generación de estadounidenses.

Es bien sabido que estamos en medio de una crisis. Nuestro país está en guerra contra una red de violencia y odio de gran alcance. Nuestra economía se ha debilitado enormemente, como consecuencia de la codicia y la irresponsabilidad de algunos, pero también por nuestra incapacidad colectiva de tomar decisiones difíciles y preparar a la nación para una nueva era. Se han perdido casas; se han eliminado empleos; se han cerrado empresas. Nuestra sanidad es muy cara; nuestras escuelas tienen demasiados fallos; y cada día trae nuevas pruebas de que nuestros usos de la energía fortalecen a nuestros adversarios y ponen en peligro el planeta.

Estos son indicadores de una crisis, sujetos a datos y estadísticas. Menos fácil de medir pero no menos profunda es la destrucción de la confianza en todo nuestro territorio, un temor persistente de que el declive de Estados Unidos es inevitable y la próxima generación tiene que rebajar sus miras. Hoy os digo que los problemas que nos aguardan son reales. Son graves y son numerosos. No será fácil resolverlos, ni podrá hacerse en poco tiempo. Pero debes tener clara una cosa, América: los resolveremos.

Hoy estamos reunidos aquí porque hemos escogido la esperanza por encima del miedo, el propósito común por encima del conflicto y la discordia. Hoy venimos a proclamar el fin de las disputas mezquinas y las falsas promesas, las recriminaciones y los dogmas gastados que durante tanto tiempo han sofocado nuestra política.

Seguimos siendo una nación joven, pero, como dicen las Escrituras, ha llegado la hora de dejar a un lado las cosas infantiles. Ha llegado la hora de reafirmar nuestro espíritu de resistencia; de escoger lo mejor que tiene nuestra historia; de llevar adelante ese precioso don, esa noble idea, transmitida de generación en generación: la promesa hecha por Dios de que todos somos iguales, todos somos libres, y todos merecemos una oportunidad de buscar toda la felicidad que nos sea posible.

Al reafirmar la grandeza de nuestra nación, sabemos que esa grandeza no es nunca un regalo. Hay que ganársela. Nuestro viaje nunca ha estado hecho de atajos ni se ha conformado con lo más fácil. No ha sido nunca un camino para los pusilánimes, para los que prefieren el ocio al trabajo, o no buscan más que los placeres de la riqueza y la fama. Han sido siempre los audaces, los más activos, los constructores de cosas -algunos reconocidos, pero, en su mayoría, hombres y mujeres cuyos esfuerzos permanecen en la oscuridad- los que nos han impulsado en el largo y arduo sendero hacia la prosperidad y la libertad.

Por nosotros empaquetaron sus escasas posesiones terrenales y cruzaron océanos en busca de una nueva vida. Por nosotros trabajaron en condiciones infrahumanas y colonizaron el Oeste; soportaron el látigo y labraron la dura tierra. Por nosotros combatieron y murieron en lugares como Concord y Gettysburg, Normandía y Khe Sahn. Una y otra vez, esos hombres y mujeres lucharon y se sacrificaron y trabajaron hasta tener las manos en carne viva, para que nosotros pudiéramos tener una vida mejor. Vieron que Estados Unidos era más grande que la suma de nuestras ambiciones individuales; más grande que todas las diferencias de origen, de riqueza, de partido.

Ése es el viaje que hoy continuamos. Seguimos siendo el país más próspero y poderoso de la Tierra. Nuestros trabajadores no son menos productivos que cuando comenzó esta crisis. Nuestras mentes no son menos imaginativas, nuestros bienes y servicios no son menos necesarios que la semana pasada, el mes pasado ni el año pasado. Nuestra capacidad no ha disminuido. Pero el periodo del inmovilismo, de proteger estrechos intereses y aplazar decisiones desagradables ha terminado; a partir de hoy, debemos levantarnos, sacudirnos el polvo y empezar a trabajar para reconstruir Estados Unidos.

Porque, miremos donde miremos, hay trabajo que hacer. El estado de la economía exige actuar con audacia y rapidez, y vamos a actuar; no sólo para crear nuevos puestos de trabajo, sino para sentar nuevas bases de crecimiento. Construiremos las carreteras y los puentes, las redes eléctricas y las líneas digitales que nutren nuestro comercio y nos unen a todos. Volveremos a situar la ciencia en el lugar que le corresponde y utilizaremos las maravillas de la tecnología para elevar la calidad de la atención sanitaria y rebajar sus costes. Aprovecharemos el sol, los vientos y la tierra para hacer funcionar nuestros coches y nuestras fábricas. Y transformaremos nuestras escuelas y nuestras universidades para que respondan a las necesidades de una nueva era. Podemos hacer todo eso. Y todo lo vamos a hacer.

Ya sé que hay quienes ponen en duda la dimensión de mis ambiciones, quienes sugieren que nuestro sistema no puede soportar demasiados grandes planes. Tienen mala memoria. Porque se han olvidado de lo que ya ha hecho este país; de lo que los hombres y mujeres libres pueden lograr cuando la imaginación se une a un propósito común y la necesidad al valor.

Lo que no entienden los escépticos es que el terreno que pisan ha cambiado, que las manidas discusiones políticas que nos han consumido durante tanto tiempo ya no sirven. La pregunta que nos hacemos hoy no es si nuestro gobierno interviene demasiado o demasiado poco, sino si sirve de algo: si ayuda a las familias a encontrar trabajo con un sueldo decente, una sanidad que puedan pagar, una jubilación digna. En los programas en los que la respuesta sea sí, seguiremos adelante. En los que la respuesta sea no, los programas se cancelarán. Y los que manejemos el dinero público tendremos que responder de ello -gastar con prudencia, cambiar malos hábitos y hacer nuestro trabajo a la luz del día-, porque sólo entonces podremos restablecer la crucial confianza entre el pueblo y su gobierno.

Tampoco nos planteamos si el mercado es una fuerza positiva o negativa. Su capacidad de generar riqueza y extender la libertad no tiene igual, pero esta crisis nos ha recordado que, sin un ojo atento, el mercado puede descontrolarse, y que un país no puede prosperar durante mucho tiempo cuando sólo favorece a los que ya son prósperos. El éxito de nuestra economía ha dependido siempre, no sólo del tamaño de nuestro producto interior bruto, sino del alcance de nuestra prosperidad; de nuestra capacidad de ofrecer oportunidades a todas las personas, no por caridad, sino porque es la vía más firme hacia nuestro bien común.

En cuanto a nuestra defensa común, rechazamos como falso que haya que elegir entre nuestra seguridad y nuestros ideales. Nuestros Padres Fundadores, enfrentados a peligros que apenas podemos imaginar, elaboraron una carta que garantizase el imperio de la ley y los derechos humanos, una carta que se ha perfeccionado con la sangre de generaciones. Esos ideales siguen iluminando el mundo, y no vamos a renunciar a ellos por conveniencia. Por eso, a todos los demás pueblos y gobiernos que hoy nos contemplan, desde las mayores capitales hasta la pequeña aldea en la que nació mi padre, os digo: sabed que Estados Unidos es amigo de todas las naciones y todos los hombres, mujeres y niños que buscan paz y dignidad, y que estamos dispuestos a asumir de nuevo el liderazgo.

Recordemos que generaciones anteriores se enfrentaron al fascismo y el comunismo no sólo con misiles y carros de combate, sino con alianzas sólidas y convicciones duraderas. Comprendieron que nuestro poder no puede protegernos por sí solo, ni nos da derecho a hacer lo que queramos. Al contrario, sabían que nuestro poder crece mediante su uso prudente; nuestra seguridad nace de la justicia de nuestra causa, la fuerza de nuestro ejemplo y la moderación que deriva de la humildad y la contención.

Somos los guardianes de este legado. Guiados otra vez por estos principios, podemos hacer frente a esas nuevas amenazas que exigen un esfuerzo aún mayor, más cooperación y más comprensión entre naciones. Empezaremos a dejar Irak, de manera responsable, en manos de su pueblo, y a forjar una merecida paz en Afganistán. Trabajaremos sin descanso con viejos amigos y antiguos enemigos para disminuir la amenaza nuclear y hacer retroceder el espectro del calentamiento del planeta. No pediremos perdón por nuestra forma de vida ni flaquearemos en su defensa, y a quienes pretendan conseguir sus objetivos provocando el terror y asesinando a inocentes les decimos que nuestro espíritu es más fuerte y no podéis romperlo; no duraréis más que nosotros, y os derrotaremos.

Porque sabemos que nuestra herencia multicolor es una ventaja, no una debilidad. Somos una nación de cristianos y musulmanes, judíos e hindúes, y no creyentes. Somos lo que somos por la influencia de todas las lenguas y todas las culturas de todos los rincones de la Tierra; y porque probamos el amargo sabor de la guerra civil y la segregación, y salimos de aquel oscuro capítulo más fuertes y más unidos, no tenemos más remedio que creer que los viejos odios desaparecerán algún día; que las líneas tribales pronto se disolverán; y que Estados Unidos debe desempeñar su papel y ayudar a iniciar una nueva era de paz.

Al mundo musulmán: buscamos un nuevo camino hacia adelante, basado en intereses mutuos y mutuo respeto. A esos líderes de todo el mundo que pretenden sembrar el conflicto o culpar de los males de su sociedad a Occidente: sabed que vuestro pueblo os juzgará por lo que seáis capaces de construir, no por lo que destruyáis. A quienes se aferran al poder mediante la corrupción y el engaño y acallando a los que disienten, tened claro que la historia no está de vuestra parte; pero estamos dispuestos a tender la mano si vosotros abrís el puño.

A los habitantes de los países pobres: nos comprometemos a trabajar a vuestro lado para conseguir que vuestras granjas florezcan y que fluyan aguas potables; para dar de comer a los cuerpos desnutridos y saciar las mentes sedientas. Y a esas naciones que, como la nuestra, disfrutan de una relativa riqueza, les decimos que no podemos seguir mostrando indiferencia ante el sufrimiento que existe más allá de nuestras fronteras, ni podemos consumir los recursos mundiales sin tener en cuenta las consecuencias. Porque el mundo ha cambiado, y nosotros debemos cambiar con él.

Mientras reflexionamos sobre el camino que nos espera, recordamos con humilde gratitud a esos valerosos estadounidenses que en este mismo instante patrullan desiertos lejanos y montañas remotas. Tienen cosas que decirnos, del mismo modo que los héroes caídos que yacen en Arlington nos susurran a través del tiempo. Les rendimos homenaje no sólo porque son guardianes de nuestra libertad, sino porque encarnan el espíritu de servicio, la voluntad de encontrar sentido en algo más grande que ellos mismos. Y sin embargo, en este momento -un momento que definirá a una generación-, ese espíritu es precisamente el que debe llenarnos a todos.

Porque, con todo lo que el gobierno puede y debe hacer, a la hora de la verdad, la fe y el empeño del pueblo norteamericano son el fundamento supremo sobre el que se apoya esta nación. La bondad de dar cobijo a un extraño cuando se rompen los diques, la generosidad de los trabajadores que prefieren reducir sus horas antes que ver cómo pierde su empleo un amigo: eso es lo que nos ayuda a sobrellevar los tiempos más difíciles. Es el valor del bombero que sube corriendo por una escalera llena de humo, pero también la voluntad de un padre de cuidar de su hijo; eso es lo que, al final, decide nuestro destino.

Nuestros retos pueden ser nuevos. Los instrumentos con los que los afrontamos pueden ser nuevos. Pero los valores de los que depende nuestro éxito -el esfuerzo y la honradez, el valor y el juego limpio, la tolerancia y la curiosidad, la lealtad y el patriotismo- son algo viejo. Son cosas reales. Han sido el callado motor de nuestro progreso a lo largo de la historia. Por eso, lo que se necesita es volver a estas verdades. Lo que se nos exige ahora es una nueva era de responsabilidad, un reconocimiento, por parte de cada estadounidense, de que tenemos obligaciones con nosotros mismos, nuestro país y el mundo; unas obligaciones que no aceptamos a regañadientes sino que asumimos de buen grado, con la firme convicción de que no existe nada tan satisfactorio para el espíritu, que defina tan bien nuestro carácter, como la entrega total a una tarea difícil.

Éste es el precio y la promesa de la ciudadanía. Ésta es la fuente de nuestra confianza; la seguridad de que Dios nos pide que dejemos huella en un destino incierto. Éste es el significado de nuestra libertad y nuestro credo, por lo que hombres, mujeres y niños de todas las razas y todas las creencias pueden unirse en celebración en este grandioso Mall y por lo que un hombre a cuyo padre, no hace ni 60 años, quizá no le habrían atendido en un restaurante local, puede estar ahora aquí, ante vosotros, y prestar el juramento más sagrado.

Marquemos, pues, este día con el recuerdo de quiénes somos y cuánto camino hemos recorrido. En el año del nacimiento de Estados Unidos, en el mes más frío, un pequeño grupo de patriotas se encontraba apiñado en torno a unas cuantas hogueras mortecinas a orillas de un río helado. La capital estaba abandonada. El enemigo avanzaba. La nieve estaba manchada de sangre. En un momento en el que el resultado de nuestra revolución era completamente incierto, el padre de nuestra nación ordenó que leyeran estas palabras:

"Que se cuente al mundo futuro... que en el más profundo invierno, cuando no podía sobrevivir nada más que la esperanza y la virtud... la ciudad y el campo, alarmados ante el peligro común, se apresuraron a hacerle frente".

América. Ante nuestros peligros comunes, en este invierno de nuestras dificultades, recordemos estas palabras eternas. Con esperanza y virtud, afrontemos una vez más las corrientes heladas y soportemos las tormentas que puedan venir. Que los hijos de nuestros hijos puedan decir que, cuando se nos puso a prueba, nos negamos a permitir que se interrumpiera este viaje, no nos dimos la vuelta ni flaqueamos; y que, con la mirada puesta en el horizonte y la gracia de Dios con nosotros, seguimos llevando hacia adelante el gran don de la libertad y lo entregamos a salvo a las generaciones futuras. Gracias, que Dios os bendiga, que Dios bendiga a América. (Discurso de toma de posesión de Barack Hussein Obama como presidente de los Estados Unidos de América, 20 de enero de 2009)





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Busto de Pericles




“Ciudadanos:

La mayoría de los que aquí han hablado anteriormente elogian al que añadió a la costumbre el que se pronunciara públicamente este discurso, como algo hermoso en honor de los enterrados a consecuencia de las guerras. Aunque lo que a mí me parecería suficiente es que, ya que llegaron a ser de hecho hombres valientes, también de hecho se patentizara su fama como ahora mismo ven en torno a este túmulo que públicamente se les ha preparado; y no que las virtudes de muchos corran el peligro de ser creídas según que un solo hombre hable bien o menos bien. Pues es difícil hablar con exactitud en momentos en los que difícilmente está segura incluso la apreciación de la verdad. Pues el oyente que ha conocido los hechos y es benévolo, pensará quizá que la exposición se queda corta respecto a lo que él quiere y sabe; en cambio quien no los conoce pensará, por envidia, que se está exagerando, si oye algo que está por encima de su propia naturaleza. Pues los elogios pronunciados sobre los demás se toleran sólo hasta el punto en que cada cual también cree ser capaz de realizar algo de las cosas que oyó; y a lo que por encima de ellos sobrepasa, sintiendo ya envidia, no le dan crédito. Mas, puesto que a los antiguos les pareció que ello estaba bien, es preciso que también yo, siguiendo la ley, intente satisfacer lo más posible el deseo y la expectación de cada uno de vosotros.

Comenzaré por los antepasados, lo primero; pues es justo y al mismo tiempo conveniente que en estos momentos se les conceda a ellos esta honra de su recuerdo. Pues habitaron siempre este país en la sucesión de las generaciones hasta hoy, y libre nos lo entregaron gracias a su valor. Dignos son de elogio aquéllos, y mucho más lo son nuestros propios padres, pues adquiriendo no sin esfuerzo, además de lo que recibieron, cuanto imperio tenemos, nos lo dejaron a nosotros, los de hoy en día. Y nosotros, los mismos que aún vivimos y estamos en plena edad madura, en su mayor parte lo hemos engrandecido, y hemos convertido nuestra ciudad en la más autárquica, tanto en lo referente a la guerra como a la paz. De estas cosas pasaré por alto los hechos de guerra con los que se adquirió cada cosa, o si nosotros mismos o nuestros padres rechazamos al enemigo, bárbaro o griego, que valerosamente atacaba, por no querer extenderme ante quienes ya lo conocen. En cambio, tras haber expuesto primero desde qué modo de ser llegamos a ellos, y con qué régimen político y a partir de qué caracteres personales se hizo grande, pasaré también, luego al elogio de los muertos, considerando que en el momento presente no sería inoportuno que esto se dijera, y es conveniente que lo oiga toda esta asamblea de ciudadanos y extranjeros.

Tenemos un régimen político que no se propone como modelo las leyes de los vecinos, sino que más bien es él modelo para otros. Y su nombre, como las cosas dependen no de una minoría, sino de la mayoría, es Democracia. A todo el mundo asiste, de acuerdo con nuestras leyes, la igualdad de derechos en los conflictos privados, mientras que para los honores, si se hace distinción en algún campo, no es la pertenencia a una categoría, sino el mérito lo que hace acceder a ellos; a la inversa, la pobreza no tiene como efecto que un hombre, siendo capaz de rendir servicio al Estado, se vea impedido de hacerlo por la oscuridad de su condición. Gobernamos liberalmente lo relativo a la comunidad, y respecto a la suspicacia recíproca referente a las cuestiones de cada día, ni sentimos envidia del vecino si hace algo por placer, ni añadimos nuevas molestias, que aun no siendo penosas son lamentables de ver. Y al tratar los asuntos privados sin molestarnos, tampoco transgredimos los asuntos públicos, más que nada por miedo, y por obediencia a los que en cada ocasión desempeñan cargos públicos y a las leyes, y de entre ellas sobre todo a las que están dadas en pro de los injustamente tratados, y a cuantas por ser leyes no escritas comportan una vergüenza reconocida.

Y también nos hemos procurado frecuentes descansos para nuestro espíritu, sirviéndonos de certámenes y sacrificios celebrados a lo largo del año, y de decorosas casas particulares cuyo disfrute diario aleja las penas. Y a causa de su grandeza entran en nuestra ciudad toda clase de productos desde toda la tierra, y nos acontece que disfrutamos los bienes que aquí se producen para deleite propio, no menos que los bienes de los demás hombres.

Y también sobresalimos en los preparativos de las cosas de la guerra por lo siguiente: mantenemos nuestra ciudad abierta y nunca se da el que impidamos a nadie (expulsando a los extranjeros) que pregunte o contemple algo —al menos que se trate de algo que de no estar oculto pudiera un enemigo sacar provecho al verlo—, porque confiamos no más en los preparativos y estratagemas que en nuestro propio buen ánimo a la hora de actuar. Y respecto a la educación, éstos, cuando todavía son niños, practican con un esforzado entrenamiento el valor propio de adultos, mientras que nosotros vivimos plácidamente y no por ello nos enfrentamos menos a parejos peligros. Aquí está la prueba: los lacedemonios nunca vienen a nuestro territorio por sí solos, sino en compañía de todos sus aliados; en cambio nosotros, cuando atacamos el territorio de los vecinos, vencemos con facilidad en tierra extranjera la mayoría de las veces, y eso que son gentes que se defienden por sus propiedades. Y contra todas nuestras fuerzas reunidas ningún enemigo se enfrentó todavía, a causa tanto de la preparación de nuestra flota como de que enviamos a algunos de nosotros mismos a puntos diversos por tierra. Y si ellos se enfrentan en algún sitio con una parte de los nuestros, si vencen se jactan de haber rechazado unos pocos a todos los nuestros, y si son vencidos, haberlo sido por la totalidad. Así pues, si con una cierta indolencia más que con el continuo entrenarse en penalidades, y no con leyes más que con costumbres de valor queremos correr los riesgos, ocurre que no sufrimos de antemano con los dolores venideros, y aparecemos llegando a lo mismo y con no menos arrojo que quienes siempre están ejercitándose. Por todo ello la ciudad es digna de admiración y aun por otros motivos.

Pues amamos la belleza con economía y amamos la sabiduría sin blandicie, y usamos la riqueza más como ocasión de obrar que como jactancia de palabra. Y el reconocer que se es pobre no es vergüenza para nadie, sino que el no huirlo de hecho, eso sí que es más vergonzoso. Arraigada está en ellos la preocupación de los asuntos privados y también de los públicos; y estas gentes, dedicadas a otras actividades, entienden no menos de los asuntos públicos. Somos los únicos, en efecto, que consideramos al que no participa de estas cosas, no ya un tranquilo, sino un inútil, y nosotros mismos, o bien emitimos nuestro propio juicio, o bien deliberamos rectamente sobre los asuntos públicos, sin considerar las palabras un perjuicio para la acción, sino el no aprender de antemano mediante la palabra antes de pasar de hecho a ejecutar lo que es preciso. Pues también poseemos ventajosamente esto: el ser atrevidos y deliberar especialmente sobre lo que vamos a emprender; en cambio en los otros la ignorancia les da temeridad y la reflexión les implica demora. Podrían ser considerados justamente los de mejor ánimo aquellos que conocen exactamente lo agradable y lo terrible y no por ello se apartan de los peligros. Y en lo que concierne a la virtud nos distinguimos de la mayoría, pues nos procuramos a los amigos, no recibiendo favores sino haciéndolos. Y es que el que otorga el favor es un amigo más seguro para mantener la amistad que le debe aquel a quien se lo hizo, pues el que lo debe es en cambio más débil, ya que sabe que devolverá el favor no gratuitamente sino como si fuera una deuda. Y somos los únicos que sin angustiarnos procuramos a alguien beneficios no tanto por el cálculo del momento oportuno como por la confianza en nuestra libertad.

Resumiendo, afirmo que la ciudad toda es escuela de Grecia, y me parece que cada ciudadano de entre nosotros podría procurarse en los más variados aspectos una vida completísima con la mayor flexibilidad y encanto. Y que estas cosas no son jactancia retórica del momento actual sino la verdad de los hechos, lo demuestra el poderío de la ciudad, el cual hemos conseguido a partir de este carácter. Efectivamente, es la única ciudad de las actuales que acude a una prueba mayor que su fama, y la única que no provoca en el enemigo que la ataca indignación por lo que sufre, ni reproches en los súbditos, en la idea de que no son gobernados por gentes dignas. Y al habernos procurado un poderío con pruebas más que evidentes y no sin testigos, daremos ocasión de ser admirados a los hombres de ahora y a los venideros, sin necesitar para nada el elogio de Homero ni de ningún otro que nos deleitará de momento con palabras halagadoras, aunque la verdad irá a desmentir su concepción de los hechos; sino que tras haber obligado a todas las tierras y mares a ser accesibles a nuestro arrojo, por todas partes hemos contribuido a fundar recuerdos imperecederos para bien o para mal. Así pues, éstos, considerando justo no ser privados de una tal ciudad, lucharon y murieron noblemente, y es natural que cualquiera de los supervivientes quiera esforzarse en su defensa.

Esta es la razón por la que me he extendido en lo referente a la ciudad enseñándoles que no disputamos por lo mismo nosotros y quienes no poseen nada de todo esto, y dejando en claro al mismo tiempo con pruebas ejemplares el público elogio sobre quienes ahora hablo. Y de él ya está dicha la parte más importante. Pues las virtudes que en la ciudad he elogiado no son otras que aquellas con que las han adornado estos hombres y otros semejantes, y no son muchos los griegos cuya fama, como la de éstos, sea pareja a lo que hicieron. Y me parece que pone de manifiesto la valía de un hombre, el desenlace que éstos ahora han tenido, al principio sólo mediante indicios, pero luego confirmándola al final. Pues es justo que a quienes son inferiores en otros aspectos se les valore en primer lugar su valentía en defensa de la patria, ya que borrando con lo bueno lo malo reportaron mayor beneficio a la comunidad que lo que la perjudicaron como simples particulares. Y de ellos ninguno flojeó por anteponer el disfrute continuado de la riqueza, ni demoró el peligro por la esperanza de que escapando algún día de su pobreza podría enriquecerse. Por el contrario, consideraron más deseable que todo esto el castigo de los enemigos, y estimando además que éste era el más bello de los riesgos decidieron con él vengar a los enemigos, optando por los peligros, confiando a la esperanza lo incierto de su éxito, estimando digno tener confianza en sí mismos de hecho ante lo que ya tenían ante su vista. Y en ese momento consideraron en más el defenderse y sufrir, que ceder y salvarse; evitaron una fama vergonzosa, y aguantaron el peligro de la acción al precio de sus vidas, y en breve instante de su Fortuna, en el esplendor mismo de su fama más que de su miedo, fenecieron.

Y así éstos, tales resultaron, de modo en verdad digno a su ciudad. Y preciso es que el resto pidan tener una decisión más firme y no se den por satisfechos de tenerla más cobarde ante los enemigos, viendo su utilidad no sólo de palabra, cosa que cualquiera podría tratar in extenso ante ustedes, que la conocéis igual de bien, mencionando cuántos beneficios hay en vengarse de los enemigos; antes por el contrario, contemplando de hecho cada día el poderío de la ciudad y enamorándose de él, y cuando les parezca que es inmenso, piensen que todo ello lo adquirieron unos hombres osados y que conocían su deber, y que actuaron con pundonor en el momento de la acción; y que si fracasaban al intentar algo no se creían con derecho a privar a la ciudad de su innata audacia, por lo que le brindaron su más bello tributo: dieron, en efecto, su vida por la comunidad, cosechando en particular una alabanza imperecedera y la más célebre tumba: no sólo el lugar en que yacen, sino aquella otra en la que por siempre les sobrevive su gloria en cualquier ocasión que se presente, de dicho o de hecho. Porque de los hombres ilustres tumba es la tierra toda, y no sólo la señala una inscripción sepulcral en su ciudad, sino que incluso en los países extraños pervive el recuerdo que, aun no escrito, está grabado en el alma de cada uno más que en algo material. Imiten ahora a ellos, y considerando que su libertad es su felicidad y su valor su libertad, no se angustien en exceso sobre los peligros de la guerra. Pues no sería justo que escatimaran menos sus vidas los desafortunados (ya que no tienen esperanzas de ventura), sino aquellos otros para quienes hay el peligro de sufrir en su vida un cambio a peor, en cuyo caso sobre todo serían mayores las diferencias si en algo fracasaran. Pues, al menos para un hombre que tenga dignidad, es más doloroso sufrir un daño por propia cobardía que, estando en pleno vigor y lleno de esperanza común, la muerte que llega sin sentirse.

Por esto precisamente no compadezco a ustedes, los padres de estos de ahora que aquí están presentes, sino que más bien voy a consolarles. Pues ellos saben que han sido educados en las más diversas experiencias. Y la felicidad es haber alcanzado, como éstos, la muerte más honrosa, o el más honroso dolor como ustedes y como aquellos a quienes la vida les calculó por igual el ser feliz y el morir. Y que es difícil convencerles de ello lo sé, pues tendrán múltiples ocasiones de acordarse de ellos en momentos de alegría para otros, como los que antaño también eran su orgullo. Pues la pena no nace de verse privado uno de aquellas cosas buenas que uno no ha probado, sino cuando se ve despojado de algo a lo que estaba acostumbrado. Preciso es tener confianza en la esperanza de nuevos hijos, los que aún están en edad, pues los nuevos que nazcan ayudarán en el plano familiar a acordarse menos de los que ya no viven, y será útil para la ciudad por dos motivos: por no quedar despoblada y por una cuestión de seguridad. Pues no es posible que tomen decisiones equitativas y justas quienes no exponen a sus hijos a que corran peligro como los demás. Y a su vez, cuantos han pasado ya la madurez, consideren su mayor ganancia la época de su vida en que fueron felices, y que ésta presente será breve, y alíviense con la gloria de ellos. Porque las ansias de honores es lo único que no envejece, y en la etapa de la vida menos útil no es el acumular riquezas, como dicen algunos, lo que más agrada, sino el recibir honores.

Por otra parte, para los hijos o hermanos de éstos que aquí están presentes veo una dura prueba (pues a quien ha muerto todo el mundo suele elogiar) y a duras penas podrían ser considerados, en un exceso de virtud por su parte, no digo iguales sino ligeramente inferiores. Pues para los vivos queda la envidia ante sus adversarios, en cambio lo que no está ante nosotros es honrado con una benevolencia que no tiene rivalidad. Y si debo tener un recuerdo de la virtud de las mujeres que ahora quedarán viudas, lo expresaré todo con una breve indicación. Para ustedes será una gran fama el no ser inferiores a vuestra natural condición, y que entre los hombres se hable lo menos posible de ustedes, sea en tono de elogio o de crítica.

He pronunciado también yo en este discurso, según la costumbre, cuanto era conveniente, y los ahora enterrados han recibido ya de hecho en parte sus honras; a su vez la ciudad va a criar a expensas públicas a sus hijos hasta la juventud, ofreciendo una útil corona a éstos y a los supervivientes de estos combates. Pues es entre quienes disponen de premios mayores a la virtud donde se dan ciudadanos más nobles. Y ahora, después de haber concluido los lamentos fúnebres, cada cual en honor de los suyos, márchense”. (Discurso de Pericles a la asamblea ateniense, en el 430 a.C.)





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