Detrás de estas cifras desmesuradas [de muertes], se encuentra ante todo Iósif Stalin, el padre de la patria, el enamorado de Chaikovski y de las bailarinas del Lago de los cisnes, que no tuvo ningún problema, en los años 1936-1938, en mandar ejecutar con una simple firma a casi todos sus compañeros bolcheviques, que habían desempeñado un papel de primer orden durante la Revolución rusa de 1917. Un monstruo en cuyo honor el presidente ruso Vladímir Putin, ese falsario en jefe de la historia, erigió en 2017 un busto en Moscú.
Vamos a reseñar unos libros. Estos libros apuntan a un enigma: qué pasó con la música rusa en el siglo XX, en el siglo soviético. No es un misterio, sino un enigma. Apuntaremos por qué.
El libro de Pauline Fairclough nos cuenta los avatares de lo que se consideró en cada momento (cambiante, siempre) que debían escuchar las gentes del pueblo liberado de sus esclavitudes seculares. Se detiene en Stalin, esto es, en marzo de 19532; recordemos que, por azares de la muerte, Stalin y el compositor Serguéi Serguéyevich Prokófiev (1891-1953) murieron el mismo día, el 5 de marzo. La obra de González Mira es un manual que recorre la escuela nacional rusa desde sus orígenes hasta las secuelas de la desaparición de Dmitri Dmítrievich Shostakóvich (1906-1975), una muy útil historia que abarca casi dos siglos. La lectura de ambos libros puede resultar apasionante para cualquiera con interés en la música y en la historia. Pero el enigma continúa después de la lectura, aunque ahora tal vez enriquecido con más preguntas.
A estas alturas, deberíamos haber tenido oportunidad de reseñar un libro de especial importancia, que nos consta que está preparado para aparecer desde hace unos dos años, y que la siempre interesante editorial Acantilado no ha publicado aún. Me refiero a una obra del maestro Richard Taruskin, que falleció en 2022, una de las mentes más lúcidas para con la historia de la música y el fenómeno musical mismo; con especial conocimiento de la música rusa. El libro que echamos de menos lleva un título nada fácil de verter al castellano sin que quede mal, Defining Russia musically3; y cumple con su título, esto es, ofrece un dibujo de Rusia a través de la música. Renuncio, con pena, a detallarles este libro, espero que pronto haya oportunidad de hacerlo a partir de su edición española, tal vez inminente. El nombre de Taruskin ha sido elevado a los altares de los estudios sobre música, desde su Historia de la música occidental (como editor) para Oxford University Press, y por estudios concretos, en especial ―para lo que nos interesa― On Russian music4.
En cambio, existe otro libro importante del que no hay esperanzas a corto plazo para una edición española, ojalá me equivoque. Se trata de Russian music and Nationalism, from Glinka to Stalin5, de Marina Frolova-Walker, nacida en la Unión Soviética y ciudadana británica. La obra incluye lo musical en un imaginario ruso más amplio, como demuestra, por ejemplo, que parta de la comparación entre las mitologías originales de Glinka y Pushkin, esto es, los dos fundadores: de la escuela musical rusa y de la poesía y la literatura rusas.
Tanto Taruskin como Frolova muestran la sociedad, la historia, aunque tal vez haya que acudir para ello a otras obras, otras fuentes. Historias hay muchas. Hay menos estudios sobre la mentalidad y la vida rusas. Señalaré una referencia imprescindible para recorrer la vida rusa del siglo XIX, y entrado el XX; la vida, más que la historia, pero la historia está ahí, no oculta, sino latente. Es El baile de Natacha, de Orlando Figes, una obra inmensa sobre el imaginario ruso del siglo XIX, y no se detiene en el umbral del siglo. Pero no es la música lo que más atención reclama del autor. De Figes es también una de las más importantes historias de la Revolución6. El tema ruso aparece de soslayo en su reciente éxito, Los europeos, aunque solo sea por la importancia de Iván Turguéniev a lo largo de este fascinante libro sobre la unificación cultural de Europa gracias a fenómenos como el ferrocarril, las giras artísticas o los derechos de autor7.
Antes de la Gran guerra, parece que era un sentimiento, un criterio general, incluso una necesidad que se produjese una revolución. La ceguera de los Románov durante todo el siglo XIX lo propiciaba. De tal manera que el reinado de Alejandro II, el reformista, parece un paréntesis abrupto. Ahora bien, ¿cómo has de actuar para terminar con la servidumbre? No como se hizo, dando una libertad ilusoria. En la maravillosa novela de Tolstói Anna Karénina, hay campesinos que están descontentos con los resultados de la abolición de la servidumbre. En El jardín de los cerezos, de Chéjov, uno de los personajes del servicio doméstico de aquella casa familiar en decadencia señala que todo el mal empezó con la abolición de la servidumbre. Uno de los antimodernos, el reaccionario Joseph De Maistre, aconsejaba al zar (a la sazón, Alejandro I) que no aboliera la servidumbre, sin duda aterrado ante el tinglado del campo ruso, de la continuidad del régimen señorial: ¿cómo desmontar este sistema sin que se derrumbe todo por completo?
Ahora bien, a comienzos del siglo XX, y desde antes ya, la sociedad rusa era consciente de que se iba a producir un movimiento revolucionario, que algo tenía que cambiar por completo. Claro está, nadie previó la Primera Guerra Mundial, con Rusia como coloso con pies de barro; nadie previó la caída de la dinastía Románov en febrero de 1917, ni el golpe revolucionario de octubre, ni la guerra civil, ni la continuidad de una dictadura supuestamente revolucionaria durante el siglo. Entre lo mucho que se escribió antes de 1914, y que uno no puede abarcar sino en parte, se podría destacar un panfleto escrito a seis manos, por tres autores, Dmitri Merezhkóvski, su esposa Zinaída Guíppius y Dmitri Filosófov, con un punto de vista más bien religioso, incluso mesiánico: El zar y la Revolución, de 19078. En cualquier caso, el vaticinio y la necesidad de un cambio radical estaban presentes en todos los estamentos cuando la dinastía celebraba con pompa sus tres siglos en el trono ruso (1913).
Imponer estéticas. El enigma se puede plantear desde un punto de partida para la Rusia revolucionaria: no hay libertad de programar, no hay libertad de discutir estéticas, es la burocracia política la que asigna recursos, como los asigna en los planes quinquenales, si hoy se condena lo que ayer se exaltó, y sobre lo cambiante se impone una rutina heroica y pretendidamente realista que en rigor supone la continuidad del siglo XIX por idénticos medios. Y pese a ello, no se detectan movimientos artísticos o sociales que se opongan a estas prácticas.
Es decir, el gran problema a la hora de abordar las artes en las ocho décadas largas del régimen soviético es calibrar si lo que se hizo, cada cosa que se compuso o pintó o filmó o escribió, fue producto de un ucase o de una voluntad artística. Y si esa voluntad, cuando se daba, no era fruto de adelantarse al ucase. El ucase (un decreto del zar) no era necesario promulgarlo; estaba en el ambiente, se respiraba en lo irrespirable. Nadie prohibió Lady Macbeth de Msensk, de Shostakóvich, en 1936 (después de dos años de éxito en toda la Unión, incluso en algunos países fuera de ella). El artículo de condena en Pravda, Caos, en lugar de música, fue suficiente. El compositor quedó condenado, la ópera se retiró y solo se volvió a ver una versión más «tolerable» en la época del Deshielo (incluso se filmó esa nueva versión, Katerina Ismaílova, con Galina Vishnévskaya, 1964, el último año de Jrushchov en el poder)9.
Escribir sobre la música rusa del siglo XX y, en especial, sobre la ópera compuesta por soviéticos y puesta en escena en la URSS, roza lo imposible10. Primero, porque las mejores obras no llegaron a componerse, siempre había una instancia revolucionaria, espontánea o, por el contrario, burocrática, que lo impedía. Esto es, las primeras víctimas del régimen fueron las obras que no se llegaron a componer, o acaso también las que desaparecieron en cualquier desagüe. Segundo, porque las obras que se estrenaron son, en su mayoría, menores, aunque aquí habría que ser prudentes y, sobre todo, diligentes en buscar las pequeñas joyas que hay en medio del erial; por ejemplo, las óperas breves de Yuri Butsko (1938-2015), aunque en este caso hablamos de una época ya tardía, es imposible saber, solo conjeturar, si Diario de un loco o Noches blancas hubieran pasado la censura en exceso plural (más tarde, imprevisible) del estalinismo o, incluso antes, en tiempos de la censura espontánea de los vigilantes revolucionarios que dictaminaban lo que «no es popular». Y no se puede decir que estas dos óperas tengan nada que ver con los movimientos vanguardistas del siglo XX. Pero tanto Gógol como, sobre todo, Dostoyevski, cuyos relatos inspiraron a Butsko, sufrieron revisiones populares que se acercaron a la condena, en especial el segundo, ¡un reaccionario!
Tampoco hay que olvidar que grandes compositores soviéticos nacieron a mediados de la década de 1930, que cumplían unos veinte años cuando Jrushchov venció en la lucha por el poder: Schnittke, Gubaidúlina, Kancheli, Shchedrín… Tampoco hay que olvidar la continuidad de la soberbia escuela pianística rusa. Hay un libro que se refiere a esta continuidad, una obra especialmente rigurosa, muy recomendable, El piano soviético, de Luca Ciammarughi11. La música soviética no fue un erial, pero la tradición (tanto la pianística como la vocal y el ballet) sufrieron amenazas continuas por parte de una ideología en la que se alojaban populistas contrarios a la considerada cultura artística del viejo régimen.
Eso que hemos llamado «golpe de estado», no «Revolución», dio paso a un esbozo de régimen que, al estar en clamorosa minoría, no pudo mantenerse sino con el terror. Lo que dio lugar a la guerra civil que nos narra con detalle Antony Beevor en un libro reciente12. Después de que quedara establecido que el golpe de estado bolchevique de octubre de 1917, hasta la disolución violenta de la Duma a principios de 1918 (consumación final del golpe), había sido una revolución del pueblo en toda regla, si bien dirigido por el partido13; después de que esto se impusiera como verdad histórica irrefutable y que la victoria en la guerra civil le añadiese legitimidad, se esperaba que el proletariado de otras naciones, en especial Alemania, hiciera cada uno su propia revolución y acudiese en auxilio del primer país socialista. Ese país se llamó Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas desde 1922; la guerra civil llegaba a su fin, el comunismo de guerra daba sus boqueadas y se permitía el paso a una cierta liberalización del mercado en determinados productos (no hubo libertad de mercado en absoluto en cuanto a asignación de recursos, y aquello no fue sino el primer paso hacia el plan quinquenal). Y, lo que es más importante, no hubo revoluciones triunfantes en ningún país occidental, aparte de los tres meses escasos del lamentable régimen comunista de Hungría bajo la dirección de Béla Kun, que fue expulsado por fuerzas internacionales encarnadas por rumanos y checos (pero impulsadas por las potencias Aliadas), con la ficción de la entrada del almirante Horthy a caballo en Budapest14.
Es decir, el nuevo régimen está solo y aislado cuando Lenin desaparece del poder en 1923 y muere en 1924. Y entonces se produjo el enfrentamiento, no violento al principio, entre los que querían llevar la revolución a Occidente, fuera como fuera ―se supone que eran los seguidores de Trostki, que acaso hubiera hecho figura de nuevo Napoleón al servicio de otro orden europeo― y los que consideraron que era mejor conservar lo ya logrado (la victoria sobre los blancos que no gozaron de un decidido apoyo extranjero) que aventurarse por lo que acaso no se iba a conseguir nunca. Y esto fue la ideología del socialismo en un solo país, un país después de todo muy grande y con muchos recursos, la URSS, que en realidad era el imperio ruso. Vino muy bien entonces un resurgir del nacionalismo, al que le dedicaremos atención.
El primer terror, muy anterior al estalinista, se formó a medida que transcurría la guerra civil que no terminó hasta 1921, por agotamiento de las partes. La cultura ocupa un lugar importante en muchos de los bolcheviques, pero con diferencia de objetivos y de matices, de tal manera que los conflictos entre creación, crítica, gestión cultural, burocracia, policía, y poder empezaban a tomar forma, y no eran sino continuación de las disputas habituales entre escuelas, que también se habían dado en Rusia. Poco a poco surgen las uniones, cada una de las cuales tiene su propio concepto de lo que es de veras proletario y qué es lo útil para el pueblo; en consecuencia, cada una tiene una clara idea de qué es lo aristocrático, lo zarista, lo que es condenable, lo que hay que borrar del mapa. Esas uniones sindicales forjan las armas que más tarde utilizará el estalinismo para justificar la persecución de las artes y los artistas, pero de pronto se las obliga a unificarse, mediante ucase, en tiempos del primer Plan quinquenal. Se acabó la diversión, camaradas. Junto a estas uniones sindicales, tremendamente sectarias, había crecido la sensibilidad de muchos músicos: hay que darle al proletariado la oportunidad de conocer lo mejor de la cultura musical de Rusia y de Occidente, ambición muy anterior a la revolución y ajena al bolchevismo (el bajo Shaliápin lleva la música al pueblo antes y después de 1917). Lunacharski y otros lograrán que no se clausuren ni el Teatro Bolshói de Moscú ni el Mariinski de Petrogrado (antes, San Petersburgo; pronto, Leningrado), y con ello consiguen que no se condene la tradición por burguesa o aristocrática; es el comienzo de la salvación del patrimonio del pasado, que con el tiempo (pero no de momento) será carta de presentación, de prestigio, de la URSS ante los países de occidente.
A todo esto, las figuras más importantes, tanto intérpretes como compositores, se encontraban en Occidente: Stravinski, Rajmáninov, Auer, Heifetz, Piatigorski, el joven Prokófiev (solo este regresará, para su infortunio). Tal es la base del libro Clásicos para las masas. Moldeando la identidad musical soviética bajo los regímenes de Lenin y Stalin, de Pauline Fairclough. Que es un recorrido en flash back y con saltos adelante: lo prerrevolucionario, lo que surge, lo que desaparece, o por decirlo en términos ortodoxos, los cambios que se agitan en la superestructura, con restos de superestructura anterior y brotes de la posterior; en fin, lo que se formulará como regla del régimen y que no es algo fijo en lo ideológico ni en la praxis política: el Terror tantea sugerencias de política cultural que solo con el tiempo se formulan como realismo socialista, concepto que es problemático de trasladar a la música15.
Pero no se arredraron los inquisidores: No solo no había servidumbre ―oprimida o no― a describir, sino que los principios básicos del Realismo socialista no admitían que el arte contemporáneo pudiese representar la pobreza y la injusticia social que seguían imperando bajo el régimen de Stalin. Es notable asimismo hasta qué punto el estatus de la cultura campesina ―el antiguo «culto al pueblo», tan menospreciado en la década de 1920― era ahora elevado por su vinculación con el nacionalismo ruso (capítulo IV, página 168).
Que sea problemático no desanima a los audaces; el estalinismo tendrá su propia manera de entender el realismo socialista en música: una música que se pueda recordar y canturrear, que se pueda marcar con los pies mientras suena. Se produce una auténtica reinvención del pasado musical ruso (capítulo IV, antes de la cita anterior).
Sin embargo, en los años que van de 1917 a 1924 la música en el imperio ruso corre verdadero riesgo mortal, como detalla Fairclough en el primer capítulo. Había que formar orquestas en las dos capitales, porque habían desaparecido, había que preservar el legado del siglo XIX y comienzos del XX, en serio peligro (se detalla la labor de Borís Asafiev y Pavel Lamm); y, para tocar, había que conformarse con un repertorio en el que faltaban muchas obras importantes del pasado, simplemente porque no había partituras. Poco a poco se elaborará el canon soviético, con tres nombres principales, en este orden: Chaikovski, Músorgski y Glinka, más la kuchka, pese a ataques por su fidelidad zarista. Rajmáninov16 tendría que esperar, y se da detalle en el capítulo V de ese regreso al repertorio de este «ruso blanco», nacionalizado estadounidense, aunque nunca había desaparecido por completo de las programaciones.
El libro es rico en detalles sobre las preferencias oficiales en cuanto a repertorio y las purgas de la segunda mitad de los años 30, contemporáneas de los grandes procesos. En la guerra se concede cierto lugar a la música religiosa, por oportunismo político. A menudo hay carencia de partituras extranjeras, hasta que se llega al gran cambio del régimen, que pasa a afirmar una cerrada actitud nacionalista que se dibuja en la preguerra, se consolida durante el espantoso conflicto contra Alemania (Fairclough dedica gran atención a la resistencia musical durante el sitio de Leningrado, con la gran jugada del estreno de la Séptima Sinfonía de Shostakóvich ante el mundo entero, con expectación y hasta anhelo de más de uno, en Occidente, por ver quién estrenará la obra; en Estados Unidos, inevitablemente).
Este nacionalismo, tan propio de la élite prerrevolucionaria, tan distinto, pero tan complementario de la devoción campesina por tierra, ortodoxia y zar, se impone de manera exclusivista durante el periodo de posguerra hasta la muerte de Stalin en 1953. La URSS se cierra a la prometedora colaboración cultural con los antiguos aliados, y a la crítica se la obliga a condenar la degeneración cultural de Occidente. Tiene especial interés la descripción de la no prevista purga conocida como Zhdanóvshchina o doctrina Zhdánov, por el nombre de su impulsor, Andréi Zhdánov, cuyo hijo, Iuri, se casaría meses después con la hija de Stalin, Svetlana. La purga afectó en 1948 a los más importantes compositores de la época; y no solo a Shostakóvich, Prokófiev y Jachaturián. Todo ello, impulsado desde el politburó a partir de la condena de la ópera La gran amistad, del georgiano Manó Muradeli, que en realidad trataba de halagar al líder supremo y paisano suyo. Zhdánov, no hay que olvidarlo, murió ese mismo año de un infarto, apenas disfrutó de su hazaña: sobrecarga de trabajo al servicio del régimen y del pueblo, quién sabe si inducción oculta (se admiten conspiranoias). Lástima, su estrecho parentesco con Stalin prometía mucho para la carrera de este ideólogo y verdugo voluntario17.
Ahora, si lo permiten, dedicaré un par de pausas; una, a las luchas estéticas, que encierran peleas por el acceso a los recursos, por el poder, un fenómeno en que la realidad soviética quedará reflejado por la desgarrada pelea occidental; y otra, a la dimensión que adquirió el nacionalismo ruso, y habrá que regresar después a este libro. De momento, me despido de él; es apasionante, y requerirá más detalle. Siempre contiene una dimensión política de las preferencias y las prohibiciones, de la recepción de la música occidental, de la progresiva desconfianza ante cualquier cosa que suene a vanguardia, a algo avanzado. En rigor, es una historia de la URSS hasta la muerte de Stalin, pero a través de la música. Se puede echar de menos la referencia a hechos conocidos, como el caso de las condenas de Shostakóvich o de Muradeli. Pero abunda en cuestiones poco conocidas. Por ejemplo: la visión del Anillo de Wagner como obra revolucionaria, mientras que los nazis habían convertido a Siegfried en una bestia aria (pp. 136-137). Era 1937; el pacto germano-soviético hará cambiar los términos, los conceptos y el sentido de la oportunidad.
Diferencias estéticas y luchas por el poder. Hay momentos históricos en los que un grupo de presión consigue que el público consuma sus productos culturales. Hablemos solo de los culturales. Más aún, hablemos sobre todo de los musicales. Los reaccionarios y filisteos han existido siempre, y de manera especial desde el siglo XIX, porque hasta entonces existían los estilos, y los grandes compositores componían cosas grandes dentro del estilo de la época, como Mozart o Haydn durante el Clasicismo, y aún había sitio para todos los demás.
TRIGORIN.- ¡Se enoja, protesta, predica formas nuevas en el arte!… ¡Pero es que hay sitio para todos!… ¡Tanto para los nuevos como para los viejos! Entonces, ¿por qué darse empujones? (Antón Chéjov: La gaviota, III, 1).
TREPLEV [Kostia].- Cada vez me acerco más al convencimiento de que el hombre, cuando escribe, no piensa en viejas o en nuevas formas, sino que deja fluir su alma con libertad… (Antón Chéjov: La gaviota, IV, 3).
Valgan estas citas de un dramaturgo que, precisamente, sí que renovó tanto el relato como la literatura dramática. Referencias tanto más interesantes cuanto que Treplev comprende por fin lo arbitrario de su pretensión: sus nuevas formas son un arma en la trama de celos. O simplemente no había encontrado eco en una organización que tuviese el poder de excluir a otros18.
El llamado Grupo de los Cinco, el poderoso puñado de San Petersburgo, la mogúshaia kuchka, tenía como objetivo lograr una auténtica música nacional, con el ejemplo de Mijaíl Glinka y el más inmediato de Aleksandr Dargomizhski19. En rigor, tenían también otro objetivo: excluir. Las relaciones de los miembros de la kuchka con Chaikovski son en este sentido algo más que ilustrativos. Desde la buena educación colaboradora de Balákirev, el jefe de filas y el que menos compuso de todos, hasta la hostilidad manifiesta de Músorgski (sí, parece que los dos grandes de la música rusa del XIX no se podían ni ver). Y la hostilidad meliflua, disfrazada de aparato crítico, de César Cui20. Y, siempre, con el respeto tenso de Rimski-Kórsakov, al que algunos acusaron de llevar a lo largo de su vida la carga del rival, de Chaikovski, carga de la que no se libraría ni siquiera cuando este falleció en 1893. Rimski le sobrevivió quince años. Esto no debería oscurecer su gran aportación como creador; señalemos, por ejemplo, que compuso y estrenó nada menos que quince óperas, a menudo magistrales, además de obras sinfónicas tan conocidas como el poema sinfónico Scherezade o como el Capricho español.
Después de la Segunda Guerra Mundial hubo un intento de imponer músicas que el compositor Henri Dutilleux calificó como «el terrorismo de Darmstadt»21. Era la vanguardia europea de posguerra, al principio eficaz en ingenio y con éxito en ámbitos restringidos, con entusiasmos tan aparentes como enormes, en especial algunas radios alemanas e italianas de las que literalmente se apoderaró. Henze cuenta la anécdota de cómo algunos gestores (recién vencidos los sistemas totalitarios, que imponían estéticas propias) se dejaban convencer por las despectivas alusiones del joven Stockhausen hacia la música de sus colegas22. Detrás de la vanguardia musical de posguerra había eso que se llama endogamia. Soy yo quien dice quién es vanguardia. En la URSS, por el contrario, estaba prohibido el experimento. La vanguardia era el sistema, no el compositor que se buscaba otras vías de comunicación estética. Y es que si hay algo aciago para la creación musical es la dictadura de un aparato estatal. En la URSS montajes como los de la doctrina Zhdánov eran propiamente estatales.
En Occidente, operaciones como la de la vanguardia europea no hubieran logrado nada sin complicidades públicas. No basta con que los partidos políticos elegidos democráticamente para gobernar carezcan de ideologías estéticas; es necesario también que no encarguen la gestión cultural a administradores que sí tienen una estética oficial. Una estética incluye lo propio y excluye todo lo demás. Como escribió Ortega, «para hacer grandes cosas es la peor una táctica de exclusiones» (España invertebrada). La confusión de lo que se compuso y estrenó en los años de la URSS está marcado por la exclusión. Que en ese ámbito cultural subsistieran manifestaciones soviéticas de primer orden se debe sin duda a la capacidad de unos cuantos para preservar el presente en contra de un dudoso fantasma que es el futuro. En cuyo nombre se cometen crímenes, como es sabido.
La vanguardia de posguerra, en Occidente, eliminó sin duda talentos cargados de molesta competencia, pero no pudo con Henze, ni con Dutilleux, entre otros muchos. Mas la endogamia oculta tras una ideología de ruptura, de vanguardia, de ímpetu juvenil, es un fenómeno universal en las sociedades abiertas. En nuestro país son buen ejemplo la Universidad y el teatro público, entre otros dominios. El caso es que en la URSS consiguieron coartar, pero no anular, a un compositor como Dmitri Shostakóvich. ¿Un héroe? «Pobre del país que necesita héroes», reflexiona el protagonista de Galileo Galilei, de Bertolt Brecht. En la URSS no había término medio, ni necesidad de disimular. Se premiaba a los adeptos que ponían todo su talento en justificar la estética del régimen y la condena de los que se salían de la norma (acusaciones como la de desviacionismo, una maldición). Es divertida la historia de la venganza de Shostakóvich, cuando, después de aceptar el carné del partido (lo que le reprocharon sus amigos), se convirtió en el inquisidor de quienes habían sido sus inquisidores. Requeriríamos demasiado tiempo para contar toda la historia, pero se reduce a eso. Una lucha por los recursos públicos para la creación privada, con una sola justificación: la de los que componen buena música frente a… los demás.
Intermedio con nacionalistas.
El nacionalismo ruso sirvió como armazón ideológico a otra ideología, la del socialismo en un solo país. Una de las maldiciones del pueblo de la URSS fue que la extracción de riquezas de su suelo, tanto en Siberia como en Ucrania o en Uzbekistán, supuso de hecho una nueva forma de servidumbre. Si a eso le añadimos la lucha por el poder, en la que el grupo de Stalin estaba convencido de que su hegemonía iba a salvar al régimen y al nuevo sistema, el clima de terror tenía ya asentadas sus bases.
El primer plan quinquenal se pone en marcha en 1928. Es el comienzo de la ruina humana y económica de todo un país que es un continente. Y ahora ya no se envolverá tanto en el socialismo, que es la divisa y es la empresa, como en el nacionalismo. La palabra narod vale lo mismo para pueblo que para nación. Los denostados naródkini del siglo XIX suministrarán buena munición a este giro total de la potencia socialista que se convierte en la patria. Y en eso da tiempo a que la historia de la música rusa del siglo XIX se interprete y se reinterprete cuantas veces sea necesario. Así, los músicos del poderoso puñado de San Petersburgo, del siglo anterior, son condenados o bendecidos, uno por uno, según la coyuntura. Ahora toca condenar a uno y ensalzar a otro: más o menos así. A medida que prima la nación sobre el socialismo, este grupo nacionalista será considerado ejemplar. Sobre todo Músorgski, al que se llegó a elevar a los altares del protosocialismo bolchevique. Modest Petróvich se removería en su tumba al ver que le identificaban con movimientos terroristas como Naródnaia Volia (la voluntad del pueblo), el grupo que tuvo la responsabilidad histórica de quitarle la vida al único zar reformista del siglo, Alejandro II, hijo del cruel Nicolás I, padre del brutal Alejandro III, abuelo del último zar de la dinastía.
Una de las características de la crítica musical rusa (y de otras partes, claro) es que, una vez elevados estos compositores a los altares del sistema, nadie podía ejercer una crítica contra ellos. Pongamos: no se podía dudar de la grandeza, ni siquiera de la coherencia de Jovánschina; y que conste que a esta espléndida ópera inconclusa de Músorgski lo que le falta es, precisamente, un poco de coherencia en la pura dramaturgia de base, la del libreto. Adviértase que de la Internacional se pasó a la exaltación de la Gran guerra patria, porque había sido la patria (el inmenso imperio ruso disfrazado de patria) y no el proletariado ni la Internacional la que había luchado contra el fascismo. Y, dicho sea de paso, de Shostakóvich se esperaba en 1945 una Novena sinfonía exaltada y exaltadora, un canto del triunfo, una Nueva obertura 1812 pero con la grandeza de la Séptima sinfonía, «Leningrado». Y, para decepción de los nacionalistas y chauvinistas rusos compuso los cinco movimientos breves de la (¿burlona?) Sinfonía n.º 9: ¡ay, una Novena que no estaba a la altura de otras novenas, en especial de la Beethoven! Ahora bien, ¿acaso no retrató Shostakóvich como nadie el terror en el Allegro de la Octava Sinfonía? El terror de la guerra, ojo, ¿o acaso era otro terror? Narod, pueblo, nación, confusión de imperio y nación… y en esas estamos, en recomponer la nación, que nos ha sido robada. Y eso se sale de este estudio y de estos libros. Pero nos lo recuerda Géraldine Schwarz en el texto suyo que elegí para encabezar este recorrido.
Recorrido por dos siglos. Como he adelantado, el libro de Pedro González Mira es un manual muy útil y a la vez un lúcido recorrido por los más importantes de la música compuesta entre los orígenes de la escuela nacional (antes incluso de Glinka) y los compositores actuales en pleno ejercicio, como Rodión Shchedrín, magnífico compositor de ballets y óperas, además de otros géneros. El título, Los compositores de Stalin, no se corresponde del todo con el contenido, y acaso sea producto de una sugerencia de la editorial. El nombre de Stalin, lo mismo que el de Hitler y el Tercer Reich, venden, se dice.
No sé por qué, acaso porque vivimos una época en la que nos gustan mucho los relatos y películas de terror. ¿Hay mayor terror que el de ambos pájaros de cuenta y su poder sobre tantas vidas, tantas muertes? Años nefastos para buena parte del mundo. No todos los compositores que estudia González Mira vivieron los tiempos infames de Stalin, no los sufrieron. Pero sí son compositores cuya obra se escuchó en tiempos de Stalin, una vez que se produjeran los procesos de condena, rehabilitación y normalización de los músicos del pasado (de nuevo, el caso de la kuchka). Los compositores más cercanos, los del pleno siglo XX, sí se vieron envueltos en serios problemas; recordaré de nuevo la gran purga musical de 1948, con Sostakóvich, Prokófiev, Jachaturián, Miaskovski y muchos más.
Caramba, ¿era Miaskovski un formalista? Ahí están sus numerosas sinfonías para demostrar que su estética se atenía a lo que impuso el partido desde determinado momento: la herencia del romanticismo con cúspides como la del indiscutible Chaikovski. Hoy día solo podemos acusar a ese santo laico que fue Miaskovski de una cosa: fue uno de los que más insistió a su amigo Prokófiev para que regresara a la Unión Soviética, permítanme la ironía. En fin, tal vez se trataba, sencillamente, de poner a los músicos en su sitio, que no se creyeran héroes ni distinguidos. Los artistas estaban para servir al pueblo, esto es, a la nomenklatura, y asimilados, no para endiosarse con sus obras de arte.
Ahora bien, es necesario advertir, una vez más, que en tiempos de Stalin nunca se ejecutó, ni se llevó a gulag a ningún compositor. Eso quedaba, entre los artistas, para escritores molestos, como Isaak Bábel, como el poeta Ósip Mandelshtam o como el padre Florenski. Lo cuenta muy bien Vitali Shentalinski en uno de los libros que recordé antes, en nota al pie. Pero los músicos no sabían que no los iban a ejecutar, tenían ejemplos para creer lo contrario. Lo cierto es no los fusilaban, pero les destrozaban la vida. Hay muchas leyendas alrededor de la supuesta disidencia de Shostakóvich; hay asombro ante el regreso de Prokófiev en los años treinta; hay estupor ante la grandeza de Músorgski y Chaikovski, tan diferentes y hasta opuestos. En este libro, González Mira destapa velos y rebusca en los datos que tenemos para darles un sentido que no sea ese que huele más a legendario que a histórico. Felizmente, quedan las obras, muchas obras, y en ellas se detiene el autor para declarar, por ejemplo, que Prokófiev (al menos en vida) fue el mejor compositor de la URSS, por encima de Shostakóvich. Es una reivindicación atrevida que no sigue el camino de siempre.
Creemos que se podía aceptar sin temor a errar que es un músico más interesante que Shostakóvich y poco comparable con Rajmáninov. Sin embargo, desde siempre (digamos toda la segunda mitad del siglo XX) los medios musicales han puesto en tensión las posibles diferencias existentes entre las obras de Stravinski y Prokófiev (página 184).
Y, ya de paso, y para ver que hay muchas formas de censura, quisiera recordar cierto manual francés sobre música del siglo XX (lo reseñé en la revista Scherzo, hace años, pero en esta ocasión me callo el título, baste con tan pequeña denigración). En este libro no aparecen compositores como Ravel, como Janáček, como Prokófiev. ¿Para qué? Se supone que la música del siglo hubiera sido la misma sin ellos. ¡Por favor! ¿Se imaginan ustedes el siglo XX sin Janáček y (pongamos) Jenůfa; sin Prokófiev y (pongamos) su Tercer concierto para piano y orquesta; sin Ravel y (pongamos) Gaspard de la nuit? Claro, ese autor estaba hablando de gramáticas (de vanguardia), eso que surge inevitablemente cada vez que analizamos una pieza o, por el contrario, una de las obras del XIX con inevitable forma sonata, teorización gramatical tardía de lo que Haydn o Mozart, además de Beethoven, hicieron antes de que lo fijaran otros, los que no componían.
El libro de González Mira es sobresaliente comparado con las monografías que se han escrito sobre algunos compositores. En especial, González Mira sobresale en el estudio de aquellos que trata con más simpatía. Sobre todo, Prokófiev, mas también Rajmáninov. La figura de Prokófiev ―humana, profesional, artística, creativa― la trata González Mira con especial rigor. Asistimos al agudo y doloroso contraste entre quien fue una de las figuras más prominentes de la emigración rusa y el hijo pródigo que retorna a la URSS como un pollo que se metiera él mismo en la cacerola (palabras del falso Dmitri, esto es, del Shostakóvich de Solomon Volkov23). El recorrido de la vida y el detalle de las obras hacen que este amplio estudio sobre Serguéi Serguéyevich, junto con el de Rajmáninov, Shostakóvich (y muchos más) y la síntesis de los compositores del XIX (en especial Chaikovski, claro está), otorga ya a este libro un nivel de atractivo suficiente. Por lo penetrante y por la empatía con los personajes (pues, en efecto, estos artistas son personajes de un drama) a los que no adorna de cualidades de color de rosa, pero que sabe comprender en su humana dimensión de hombres de especial talento y circunstancias históricas adversas.
Siempre habrá explicaciones para entender la decisión de Prokófiev para regresar a Rusia, a la URSS; siempre serán insuficientes desde la perspectiva de su sufrimiento suyo y el de los suyos posterior a ese aciago 1936. Las transiciones desde el XIX al XX, tan poco conocidas, las trata el autor descubriéndonos cosas que no sabíamos. El colofón, al que no podemos dedicar el espacio que merece, se da en el tercio final del libro. Es la época de Schnittke, Gubaidúlina, Schchedrín, un final prometedor para la cultura, pese a las dificultades que padecieron estos y otros soviéticos tardíos, representantes de un mundo sonoro nuevo. Todos ellos emigraron.
Tal vez haya alguna inexactitud, que es opinable, porque no sabemos en rigor qué sucedió: no creemos que Stalin mandase asesinar a Kírov; simplemente, ese crimen le resultó un buen pretexto para desencadenar el Gran Terror. Este desacuerdo con el autor no invalida la importancia y hasta la magnitud de la obra, un esfuerzo basado en el conocimiento de un mundo que abarca más de los cien años que invoca el subtítulo. Es un libro excelente y revelador que acaso conviene leer al mismo tiempo que oímos esas músicas en casa: Ruslán y Liudmila, ópera de Glinka, o su Jota aragonesa; un Cuarteto de Borodín; la Scherezade de Rimski; un par de sinfonías de Chaikovski, la Quinta y la Sexta, o su ópera Evgeni Oneguin. Para saltar a lo más bello compuesto por rusos en el siglo XX; pongamos, cualquier sinfonía de Weinberg o la Sinfonía n.º 14 de su maestro Dmtri Shostakóvich, obra que en rigor no es una sinfonía… Me detendré ahí, y no porque pretenda llevarle la contraria a González Mira porque, después de todo, ¿no es de una grandiosa belleza la doble ópera Guerra y paz, de Prokófiev? Santiago Martín Bermúdez es dramaturgo, narrador y ensayista de música y ópera.