viernes, 26 de abril de 2024

Del horror del comunismo

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. En la entrada de hoy, reseña del libro Tres minutos, de Ismaíl Kadaré, el escritor Marc Casals, la extraña relación entre el escritor Boris Pasternak y Stalin. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









Una investigación sobre el horror comunista
MARC CASALS
08 abr 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Reseña del libro Tres minutos, de Ismaíl Kadaré. Alianza Editorial, Madrid, 2023
El sábado 23 de junio de 1934, se produjo en Moscú la llamada que ha inspirado a Ismaíl Kadaré su nueva novela, Tres minutos, finalista del Premio Booker Internacional. «Se ha determinado con exactitud el nombre de los dos interlocutores: Iósif Stalin, jefe supremo del Estado más amenazador de la época, y Borís Pasternak, distinguido escritor y a la vez malquisto por ese Estado y por su jefe», nos cuenta el principal autor balcánico vivo. Estos tres minutos de intercambio entre el Kremlin y el apartamento moscovita de Pasternak suscitaron numerosas versiones que, sin embargo, coincidían en lo fundamental: el amo y señor de la URSS había preguntado al escritor su opinión sobre el arresto del poeta Ósip Mandelshtam, quien en un epigrama se había referido despectivamente a él como «el montañés del Kremlin»; Pasternak se había distanciado de su colega caído en desgracia, y Stalin, tras despreciarle por su deslealtad, le había colgado el teléfono. Mandelshtam salió libre en esa ocasión, pero cuatro años más tarde caería víctima de la Gran Purga: fue deportado y murió de fiebre tifoidea en un campo de tránsito hacia el gulag.
Pese al desprecio del dictador, Pasternak sobrevivió al estalinismo ―por Moscú circulaba el rumor de que, cuando le propusieron su arresto, el Líder Supremo respondió: «A ese no le toquéis, que vive en las nubes»―, pero volvió a tener problemas con el régimen soviético en la era Jruschov. Consciente de que, en la URSS, su novela Doctor Zhivago jamás iba a ver la luz del día, Pasternak decidió publicarla en una editorial extranjera, la italiana Feltrinelli, en un auténtico desafío al poder. Al cabo de un año, en 1958, la Academia Sueca le proclamó ganador del premio Nobel de Literatura. Enseguida el régimen emprendió una campaña destinada a que Pasternak renunciase: fue vituperado en todos los medios y censurado por sus compañeros de profesión. Cuando las autoridades le comunicaron que, si asistía a la entrega del premio en Estocolmo, jamás volvería a entrar en la URSS, Pasternak optó por renunciar al Nobel. Luego atravesó un periodo depresivo con ideaciones suicidas y, al cabo de solo dos años, murió de un cáncer de pulmón.
«Fue una corona de terror», afirma el narrador de Tres minutos. «Borís Pasternak expiró, abatido por su premio Nobel. Poco más de medio siglo después de que el premio fuera instituido, el poeta ruso era su primera víctima». La figura de Pasternak siempre ha obsesionado a Kadaré, quien vivió la campaña contra él de bien cerca. Por aquel entonces, el albanés era estudiante del Instituto Gorki de Moscú, adonde acudían jóvenes escritores procedentes de los países en los que se había implantado el socialismo. En su novela autobiográfica El ocaso de los dioses de la estepa, una crítica al realismo socialista y a la mediocridad e hipocresía de sus autores, la figura de Pasternak resulta crucial para la trama. A lo largo del libro, el protagonista encuentra una edición en samizdat de Doctor Zhivago, ve al propio Pasternak cavando la tierra frente a su dacha cerca de Moscú, asiste a la asamblea donde los alumnos del Instituto Gorki se unen a la condena general contra el flamante Nobel e incluso se cruza en la residencia con la hija de su amante, quien, a causa de la situación, tiene los ojos encharcados en lágrimas.
La primera parte de Tres minutos es autoficcional: un escritor que acaba de volver a Albania tras estudiar en el Instituto Gorki termina una novela sobre lo vivido allí, fácilmente identificable como El ocaso de los dioses de la estepa. Sin embargo, el escritor duda sobre si entregar el libro para su publicación por tratarse de un material de riesgo, ya que Albania ha roto relaciones con la URSS y las purgas se multiplican: «Era como mantener un hermoso pájaro, pero muy peligroso, en una jaula». Sigue un relato de las inquietudes del autor por los elementos de la novela que podrían enfurecer al régimen: aparecen escritores espías, se sugiere una identificación del narrador con Pasternak, la Moscú asfixiante del libro podría verse como un trasunto de Tirana… El manuscrito circula por un universo kafkiano, habitado por censores, comités y organismos desconocidos, pero potencialmente letales, ya que si uno de ellos advierte intenciones subversivas en el texto puede ser el fin del autor. Aquí Kadaré reproduce una vez más la atmósfera de la Albania socialista: el individuo no comprende exactamente qué está sucediendo ni por qué, pero tiene la certeza de que nadie está a salvo.
Más adelante, Kadaré procede a desglosar las trece versiones de la llamada de Stalin a Pasternak, «aquellos doscientos segundos fatales en los que el ritmo de la tragedia había hecho que se tropezaran el poeta y el tirano». Entre las versiones que detalla, figuran las dadas por personajes de los círculos íntimos de Pasternak (su esposa, su amante) y Mandelshtam (su viuda, Nadezhda); pero también por autores de estudios dedicados al tema y por literatos como Ana Ajmátova o Isaiah Berlin. Sin embargo, pronto queda claro que el objetivo de Kadaré en estas investigaciones no es tanto arrojar luz sobre el desarrollo de la conversación como reflexionar acerca de la relación entre escritores y dictadores o, por formularlo a su manera, entre «el poeta y el tirano»: «El poeta y el príncipe. La comparación, más exactamente, la antigua rivalidad, vieja como el mundo, se había convertido en una suerte de tormento en el régimen comunista. Se había obviado el calificativo de “príncipe”, sustituyéndolo por “guía” o “dirigente”, pero el paradigma subsistía».
Olga Ivinskaya, amante de Pasternak, dejó escrito en sus memorias: «Creo que, entre Stalin y Pasternak, existe un notable duelo silencioso». Este pulso sordo entre el literato y el autócrata tampoco resultaba ninguna novedad en la historia rusa, y Kadaré explora algunos de sus antecedentes. El más antiguo es el registro que efectuó la policía zarista en el domicilio de Pushkin buscando el manuscrito de su poema Exegi monumentum, en el que compara su obra ―un monumento «no hecho con las manos»― con una columna más alta que la de «Alejandro». Temerosas de que el lector interpretase que la alusión no se refería a Alejandro Magno, sino al zar Alejandro I, las autoridades sustituyeron el nombre del gobernante imperial por el de Napoleón. Ya durante el comunismo, el narrador constata que Lenin, hostil a la literatura ―«¡Abajo los hiperescritores!», reza su consigna más célebre al respecto― mostraba una benevolencia insólita con Gorki y le dejaba pasar toda clase de conductas: «Los errores, los caprichos, las maneras burguesas […], la ofensa que infligía a la Rusia soviética al no regresar a su país. […] Simplemente, cada vez que se le mentaba, la mirada de Lenin se volvía de hielo».
En el caso de Pasternak y Stalin, la timorata reacción del poeta a la llamada ―ya fuese por sorpresa, por cobardía o por cualquier otro motivo― parece haber otorgado la victoria al tirano, como el Estado ruso venció al lograr que Pasternak renunciase al Nobel. Mandelshtam se convirtió en mártir por atacar explícitamente al dictador, pero las ambigüedades de Pasternak forman parte de una historia mucho más común en Europa del Este: «El tránsito de los grandes escritores de la época burguesa a la comunista se vivió dolorosamente en todos los países del campo socialista, tras la Segunda Guerra Mundial. El terror y las cárceles fueron la parte más tangible del cuadro. La otra, la de los dramas interiores, la de las rupturas y concesiones, que continúa sin ser analizada hasta el presente, ha acabado por ser la más incomprensible». Ante esta frase, cualquier conocedor de la biografía de Kadaré no puede evitar pensar en las acusaciones que, desde hace décadas, persiguen al autor por su tacticismo al tratar con el régimen de Enver Hoxha. En la eterna lucha entre poetas y tiranos, Kadaré se habría alejado de la confrontación de Mandelshtam para aproximarse al posibilismo de Pasternak.
El autor albanés se ha defendido de estos reproches alegando que debía calibrar al milímetro tanto lo que escribía como su difusión posterior «para no llamar la atención del monstruo». El tema del enfrentamiento entre el literato y la dictadura ya figuraba en su libro Invitación al taller del escritor, donde Kadaré comparaba a sus críticos con espectadores del circo romano que «contemplando al gladiador aislado, peleando en la arena cubierta de sangre, se dedican a darle lecciones de moral», y sus exigencias con «pedirle a un individuo que, de golpe, se encuentra bregando con una serpiente o un tigre […] que afronte el combate frente a frente». La vulnerabilidad que mostró Pasternak frente a Stalin no resulta ajena ni a Kadaré ni al narrador de Tres minutos, quien fantasea con recibir una llamada idéntica a la que da pie al libro, pero realizada por Hoxha: «Va a hablar con usted el camarada Enver». Este Hoxha imaginado le pregunta su opinión acerca de varios autores albaneses ―algunos encarcelados, otros en libertad― y el narrador vacila en responder. Hasta que el dictador le inquiere sobre sí mismo: «Yo, como todos, pienso escribir sobre la vida…».
Todas estas investigaciones sobre poetas y tiranos vienen envueltas en un halo de misterio, generado según el método particular de Kadaré: el suceso ―aquí la llamada de Stalin a Pasternak― se difumina, en este caso por la acumulación de versiones, hasta que la única certeza parece ser que llegó a producirse, e incluso eso se pone en duda. Kadaré también introduce transiciones bruscas entre algunos pasajes referidos a Pasternak y otros centrados en el narrador autoficcional para plantear, al tiempo que la emborrona, la posibilidad de identificación entre ambos. Todos estos procedimientos destinados a ofuscar la narración responden a la voluntad de recrear la incertidumbre exasperante que reinaba en las sociedades comunistas: «Quizá el principal rasgo de los enigmas del comunismo es precisamente su aparición donde menos se los espera». Sin embargo, el narrador de Tres minutos sugiere que hay una clave de interpretación en la literatura: «El caos campaba por sus respetos. Las palabras resultaban incomprensibles, igual que los pensamientos, por no hablar de los hechos mismos. ¿No comprende nada?, había preguntado un buen día el director Meyerhold medio en broma. Para añadir de inmediato: para llegar a comprender algo lea Macbeth».
En el trasfondo de la novela se halla la impugnación del comunismo, empezando por sus padres político y filosófico: Lenin y Marx. El narrador evoca la implacabilidad de Lenin a la hora de fusilar al zar Nicolás II junto a toda su familia e impulsar el Terror Rojo, pero es en Marx en quien se detiene como supresor de la conciencia moral: «Con solo hojear a Karl Marx se podía comprender sin dificultad que el hombre que había consagrado su vida a derrocar por medio de la violencia el orden establecido no había dedicado ni media página en sus decenas de libros al desasosiego y arrepentimiento que produce el hecho de verter sangre humana […]. Se podría decir que Karl Marx le propone a la humanidad la gran carnicería, pero sin acompañarla, al menos, de esta sencilla recomendación humana: ¡cuidado, no obstante, con el remordimiento de conciencia!». Es el propio Marx quien aplana el camino a los crímenes de Lenin y Stalin, una responsabilidad que Kadaré presenta como no depurada. Cuando un compañero letón del Instituto Gorki le predice que, un día, serán juzgados todos los terrores, el narrador se repite a sí mismo: «Incluso a Marx le llegará la vez».
En la novela, la llamada que hizo Stalin a Pasternak condensa el horror de la época comunista, la misma que el compañero del narrador define como «la más pérfida que jamás haya existido». Incluso afirma que, por el simple hecho de haberla vivido, le embarga el sentimiento de culpa: «Pienso que también tú habrás tenido ese deseo, ¿verdad? El deseo de no sentir tanta vergüenza de esta época puesto que, al fin y al cabo, habíamos pecado por culpa suya». La voluntad de expiación mueve al narrador a escribir sobre aquel tiempo, resumido en tres minutos de conversación entre el poeta y el tirano: «Fue, sí, un contacto de mal agüero, que no debió acontecer y sin embargo sucedió, para desgracia de aquellos a los que consideramos nuestros hermanos de sangre. Por eso nosotros, que algo sabemos al respecto, debemos dar testimonio de ello, incluso cuando esto resulte improbable […]. Lo mismo que él y aquellos a los que consideramos nuestros hermanos de sangre habían dado testimonio quizá por él, sin que nadie lo supiera y sin ponerse de parte de nadie. Porque el arte, al contrario que el tirano, no aspira a la piedad. Solo la ofrece». Marc Casals es escritor y traductor especializado en los Balcanes. 

























[ARCHIVO DEL BLOG] Añoranzas. [Publicada el 06/05/2020]









Nuestras libertades son grandes y minúsculas. Y tu hijo tiene razón: no hay nada más extraordinario que las rutinas, comenta en el A vuelapluma de hoy [Habitantes de la extrañeza. El País Semanal, 26/4/2020] la escritora Irene Vallejo. 
Sonríes cada vez que tu hijo de cinco años -comienza diciendo Vallejo- pronuncia esa frase con toda seriedad y gesto rotundo: cuando era pequeño, me divertía. A su avanzada edad, está seguro de haber dejado atrás las aduanas de la infancia y haber llegado a tierra de gigantes. Es mayor. Y con la experiencia de toda una vida —nada menos que un lustro—, ya siente nostalgia. Echa de menos otros tiempos, un ayer nebuloso pero más feliz. No hay duda, somos seres añorantes.
Aferrado a la barandilla del balcón, tu hijo quisiera regresar al territorio perdido de los sencillos acontecimientos cotidianos: tirar piedras al río, vaciar la regadera en el jardín de los abuelos, la algarabía del recreo, la biblioteca de barrio de vuestro amigo Albano. A su lado piensas que, hasta hace pocas semanas, la rutina era solo el engranaje aburrido y repetitivo que la vida nos impone y del que nos gustaría huir para ser más libres. Ahora soñamos con esa monótona libertad. De hecho, la palabra “rutina” es un diminutivo cariñoso de “ruta”. La explicación remonta al lenguaje del campo, a tiempos remotos cuando las rutas —rotas— se desbrozaban cortando la maleza y rompiendo los obstáculos. Después de todo, la palabra contiene ecos aventureros, la imagen de un viajero abriendo caminos en la vegetación impenetrable: el sendero del bosque, el érase una vez de los cuentos. Cuando la realidad nos cierra las calles, descubrimos en las antiguas rutinas el placer extraño de lo conocido.
Ahora permanecer en casa se ha convertido en una tarea insólita, tejida de tantas renuncias que a veces nos sentimos exiliados en el propio hogar. No éramos conscientes de que nuestro mundo de ayer nos gustase tanto. De amar esas pequeñas cosas en las que ni siquiera deteníamos la mirada. Entre prisas y ajetreos, vivíamos distraídos de tantos privilegios conquistados. ¿Reconocemos los mejores tiempos solo cuando quedan atrás? ¿Todos nuestros paraísos son paraísos perdidos? Emily Dickinson escribió: “El agua, se aprende de la sed. La tierra, por los océanos atravesados. El arrebato, mediante la angustia. La paz, la cuentan las batallas. El amor, los huecos de la memoria. Por la nieve, los pájaros”.
Si no aprendemos a reconocer la felicidad con facilidad, corremos el riesgo de extrañar lo cotidiano, como el héroe Aquiles. Cuenta la leyenda que Aquiles recibió el don de elegir su futuro: podía optar, rodeado de hijos y nietos, por una vida común y ordinaria que sería devorada por el hambriento olvido. En cambio, si acudía al asedio de Troya, maravillaría a todos con sus hazañas pero moriría en lo mejor de la juventud. Aquiles escogió la muerte gloriosa y su destino se cumplió. En la Odisea, el poema homérico sobre la posguerra, Ulises desciende al reino de los muertos y se reencuentra con su antiguo compañero de batalla. Ulises le dice: “Allá arriba todos honran tu memoria”. Y entonces Aquiles, repentinamente enamorado de la vida, contesta: “Preferiría ser labrador en tierra ajena que ser el soberano de los muertos”. Desde las sombras, el gran Aquiles envidia el transcurrir rutinario de nuestros días.
En épocas de política apocalíptica, algunos discursos encendidos reivindican la grandeza perdida de un pasado heroico, extraña nostalgia de tiempos en que los niños morían de una diarrea, las madres en los partos y las pestes mataban millones. Ahora has aprendido a añorar las pequeñas virtudes de la vida corriente, las asombrosas conquistas cotidianas. Abrimos el grifo y mana agua. Salimos de casa y las aceras están limpias. Si enfermamos, un médico nos atenderá. La algarabía de las escuelas. Los abuelos cuidando a sus nietos en el parque. La primavera abriéndose paso entre los racimos de adolescentes absortos en sus deseos y su vértigo. Quedar para tomar un café sin motivo particular un día cualquiera. Rozar el brazo del desconocido al que adelantas en la prisa de las ocho de la mañana. El bullicio de los sábados, la vida callejera, las multitudes. Nuestras libertades grandes y minúsculas. Tu hijo tiene razón: no hay nada más extraordinario que esas rutinas. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













jueves, 25 de abril de 2024

De los socialistas de antaño

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Celebrar a los antiguos líderes de la izquierda, dice en El País el escritor y académico Antonio Muñoz Molina, es una manera que tiene la derecha de poner en duda la legitimidad de quienes ejercen su tarea en el presente. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












Socialistas de antaño
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
20 ABR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Ha habido escritores varones eminentes que elogiaban con fervor a mujeres escritoras a condición de que llevaran muertas mucho tiempo (ahora se detecta una tendencia intelectual y varonil parecida pero inversa, que es la de elogiar a mujeres escritoras que sean fotogénicas y no pasen de los 30 años). Los mecanismos del elogio son siempre complicados en España, porque proceden muchas veces más de un cierto cálculo que del entusiasmo o la admiración verdadera. Hay políticos y periodistas de derechas que se permiten, con un aire de grandeza de miras, elogiar a personas de izquierdas, a condición tan solo de que ya hayan vuelto al menos tan de derechas como ellos, y a ser posible además que renieguen de sus anteriores lealtades con la apropiada vehemencia de recién convertidos. Así se viene dando el caso de que la nostalgia por los socialistas de antaño la suelen manifestar personas que jamás los habrían votado cuando estaban en activo. Pasan los años y el enemigo de entonces al que se denostaba y en caso necesario se calumniaba ahora es invocado como un hombre íntegro y un gran estadista, a diferencia de los botarates que han usurpado las nobles siglas de otros tiempos. Como me acuerdo bien de cómo trataron los políticos y los medios de derechas a Felipe González en sus últimos años de gobierno, entre 1993 y 1996, cuando ya no controlaban las ganas de echarlo de cualquier manera del poder, me sorprende ahora la reverencia que muchos de aquellos mismos personajes le muestran. También me sorprende el propio Felipe González, que ha sido siempre un hombre un poco estratosférico, asomado desde las alturas del pedestal histórico en el que se acomodó muy pronto, como quien se acomoda después del retiro en la poltrona anatómica de un consejo de administración.
No tengo nada contra los cambios de opinión, ni de intención de voto, ni de partido. Me gusta la interrogación amable de John Maynard Keynes: “Cuando cambian los hechos, cambian mis opiniones. ¿Y usted, señor, qué hace?”. Cuando era joven yo estaba convencido de que la República Democrática Alemana era democrática, y la Cuba de Fidel Castro no era una dictadura. Ahora mi modelo político es aquella socialdemocracia que en la posguerra de 1945, colaborando con el centroderecha de la democracia cristiana, levantó el Estado del bienestar sobre las ruinas de Europa. Uno de los socialistas más cabales a los que he conocido, Mario Onaindía, había militado en su primera juventud en la banda ETA. Mi abuelo materno, que había sido simpatizante socialista y miembro de la Guardia de Asalto durante la Guerra Civil, se hizo franquista por inercia o distracción con el paso de los años, y porque estaba agradecido por el seguro de enfermedad y la pensión de jubilado que disfrutó en su vejez. Pero en las elecciones de 1977 volvió a votar al Partido Socialista, igual que lo había votado por última vez en las de febrero de 1936. En los primeros ochenta, después de la victoria desmedida de octubre de 1982, muchos antiguos militantes de la extrema izquierda y del Partido Comunista se pasaron a las filas del PSOE, bastantes por el arrimo provechoso al poder, y otros muchos por verdadera convicción, por ganas de contribuir a la transformación del país, igual que habían hecho unos años antes con plena integridad los profesionales de muy variados saberes que participaron en la UCD.
Hay formas pragmáticas de idealismo mucho más útiles para el bien común que los grandes ademanes de pureza ideológica. Y quizás las derivas más estériles y autodestructivas de la izquierda proceden de una obsesión ideológica que tiene mucho de fiebre religiosa y acaba en un activismo de catacumbas, alimentado por la expulsión de los desviados, que suelen ser además los que se muestran desafectos a un mesías de intransigencia egocéntrica.
El conocimiento de primera mano es el mejor antídoto contra la nostalgia. Vi de cerca las actitudes de algunos de aquellos socialistas victoriosos a los que ahora celebra tanto la derecha y encontré en ellos una ebriedad arrogante de poder, una falta de escrúpulos que se justificaba muchas veces por la necesidad de cambiar rápidamente las cosas, venciendo los obstáculos de un aparato administrativo ineficiente y hostil. Pero la prisa, la falta de miramientos, la arrogancia de tener razón, les provocaron una ceguera que no les permitía distinguir a los corruptos, y a veces un cinismo que les llevaba a aceptarlos como un efecto secundario, pequeños gestos confidenciales para premiar la lealtad.
Celebrar a los socialistas de antaño, como a las escritoras muertas, es una manera no muy sutil de poner en duda la legitimidad de quienes ejercen su tarea en el presente. Aquellos sí que eran socialistas. Y lo eran tanto que a la vuelta de los años y en nombre de aquella lejana integridad se han vuelto propagandistas de una bronca derecha que al acogerlos en su seno se felicita a sí misma por una falta de sectarismo de la que sería incapaz esta izquierda de ahora: con mezquindad, con rencor, el Partido Socialista expulsó a Joaquín Leguina, sin más motivo que su ardoroso apoyo electoral a Isabel Díaz Ayuso; con una generosidad que los antiguos correligionarios de Leguina nunca tendrían, el Gobierno regional premia sus muchos méritos con la presidencia del Consejo de la Cámara de Cuentas, en la que el beneficiario confiesa que no sabe lo que tendrá que hacer, sin que esa ignorancia le impida aceptar un sueldo anual de más de 100.000 euros. Que un gobierno tan partidario de la extrema austeridad en el gasto en salud pública y educación pública sea así de generoso con quien al fin y al cabo fue su adversario es un gesto que el quizás todavía socialista de corazón Joaquín Leguina sabrá apreciar. Quizás por eso ha sido tan elegante al expresar su reacción a las críticas que está recibiendo de la izquierda. Dice que se la sudan.
Es fácil que a uno lo exasperen las tonterías de la izquierda. El peligro es que ese hartazgo lo lleve a uno casi insensiblemente a aceptar las tonterías de la derecha. A mí me harta de una gran parte de la izquierda establecida su autocomplacencia, su abandono del espíritu crítico en favor de una ortodoxia que se disfraza de rebeldía, su entrega a los papanatismos lingüísticos y a las jergas de moda de las identidades. A la izquierda más radical me aproxima la conciencia ecologista, pero me aleja de ella irremediablemente su fascinación por los nacionalismos antiespañoles y más todavía su desdén hacia las formalidades de la democracia y su romanticismo de la violencia política y de los caudillos que se declaran antiimperialistas. No entiendo qué tiene que ver la defensa de la igualdad y del medio ambiente o el trato digno hacia los animales con la incapacidad de condenar los crímenes terroristas o el despotismo ruso. Pero miro al otro lado y veo a personas inteligentes a las que tuve aprecio celebrando la fiesta de la matanza de los toros y la épica de la conquista de América, y sumándose a la extrema derecha y a las multinacionales del petróleo en el negacionismo del cambio climático.
Creo que el mayor aprendizaje político de mi vida fue que las libertades personales y la justicia social son inseparables la una de la otra, y las formalidades legales de la democracia la mejor garantía contra la irracionalidad humana y la propensión al despotismo y al servilismo. Como algunos socialistas de antaño que apenas salen en los periódicos y a los que ni reivindica la derecha ni hace caso la izquierda —con algunos de ellos tengo amistad— me gusta pensar que aún es posible una lucidez sin sectarismo, y que la antigua causa progresista aún merece ser defendida. Antonio Muñoz Molina es escritor y miembro de la Real Academia Española.































[ARCHIVO DEL BLOG] Portugal: 25 de abril de 1974. [Publicada el 24/04/2011]










Visité Portugal por vez primera en octubre de 1970. Había llegado en barco a Algeciras, desde Gran Canaria, junto con mi mujer y nuestra hija Myriam, que aun no había cumplido dos años. En Algeciras nos estaban esperando mis padres que habían venido desde Madrid. Pasamos allí la noche y al día siguiente partimos para Portugal, al que entramos por Rosal de la Frontera. En Lisboa nos alojamos en un pequeño hotel cuyo encargado, español, parecía odiar cordialmente a sus paisanos. Nos encantó la ciudad, aunque la encontramos "decadente". Por las noches, después de cenar, cuando mis padres ya estaban descansando, mi mujer y yo salíamos a pasear por la calles de la ciudad vieja con la niña en su cochecito.
Desde Lisboa, subimos hacia el norte, hasta Oporto. Nos encantaron Nazaré, con sus barcos de pesca sobre la orilla de la playa, y Coímbra, un encanto de ciudad. Oporto, no tanto. Pero lo que más nos impresionó del viaje fue la escena que vimos en Fátima, a la que llegamos un 12 de octubre: decenas y decenas de soldados, con sus uniforme de campaña, recorriendo de rodillas en compañía de esposas, madres e hijas la gran explanada que da acceso a la basílica.
Supusímos que eran soldados que daban gracias a la Virgen por haberles devuelto con vida de la sangrienta guerra que Portugal, la última potencia colonial de Europa, mantenía en sus posesiones africanas. Impresionaba de verdad el espectáculo.
Tres años y medio después, jóvenes oficiales del ejército, con la llamada "Revolución de los Claveles", que se iniciaba un 25 de abril de 1974, ponían fin a aquella anacrónica dictadura y a la guerra y devolvían su libertad a los portugueses. Y hacían que el régimen franquista en España pusiera sus barbas a remojar.
Una canción, "Grândola, Vila Morena", que treinta y siete años después aún hace que se me humedezcan los ojos cuando la escucho, se convirtió en icono de una revolución casi incruenta: la "Revolución de los Claveles". Las prisas de algunos estuvieron a punto de llevarla al traste, pero como la Historia demuestra una y otra vez, las democracias cuando son reales tienen recursos para solventar todas las crisis. La portuguesa lo era y la solventó. Como solventará la que sufre ahora, con su propio esfuerzo y con la ayuda del resto de los europeos. No tengo la menor duda al respecto. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt














miércoles, 24 de abril de 2024

Del victimismo como fuente de autoridad

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. El escritor Ricardo Dudda entrevista en la revista Ethic a la filósofa estadounidense Susan Neiman, que dirige desde el año 2000 el Einstein Forum en Potsdam, y acaba de publicar ‘Izquierda no es woke‘ (Debate, 2024), una defensa de la izquierda ilustrada y una crítica a los enemigos de la razón. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com













El victimismo se ha convertido en una fuente de autoridad
RICARDO DUDDA
11 ABR 2024 - Ethic - harendt.blogspot.com

La filósofa estadounidense Susan Neiman, que dirige desde el año 2000 el Einstein Forum en Potsdam, acaba de publicar ‘Izquierda no es woke‘ (Debate, 2024), una defensa de la izquierda ilustrada y una crítica a los enemigos de la razón. Más que criticar al movimiento ‘woke’ –que se niega a definir porque lo considera incoherente– su libro defiende aspectos de la Ilustración que considera que están en peligro: desde el universalismo de los valores a la noción de progreso o la idea de que la razón es emancipadora y no un instrumento de dominación como sugieren sus críticos.
Hay siempre un debate sobre lo que es exactamente lo woke. Una definición breve podría ser «política de la identidad desde la izquierda», es decir, la politización de unas identidades concretas que son esencializadas.
En primer lugar, no uso el concepto de política de la identidad. Creo que está mal y tenemos que dejar de usarlo. Yo uso tribalismo. Pero ese es solo uno de los problemas de lo woke. Hay otros dos problemas en los que creo que lo woke se acerca a una visión reaccionaria y que abordo en el libro, que es la distinción entre justicia y poder y la cuestión del progreso humano. Creo que son más importantes que la cuestión de la identidad, pero son menos atendidas. En segundo lugar, no creo que sea posible definir lo woke, porque es un concepto incoherente. Una de las razones por las que escribí el libro era para explicarme eso. Lo woke se construye sobre una base de emociones muy de izquierdas (estar del lado de los oprimidos, corregir los errores del pasado), con las que estaba y estoy de acuerdo. El problema es que las emociones están completamente separadas de las ideas. Y se usan ideas muy reaccionarias.
Hace décadas, esencializar a la gente («los blancos son así», «los negros son de esta manera», «las mujeres de esta otra») era algo reaccionario, pero hoy es progresista. Cita una frase de Benjamin Zachariah: «La autoesencialización y el autoestereotipo no solo están permitidos, sino que se consideran emancipadores».
Creo que tiene que ver con algo que estoy investigando para otro libro. Hemos pasado de identificarnos con el héroe como el sujeto de la historia a identificarnos con la víctima. El héroe es activo, nadie es un héroe solo por sufrir. Pero en los últimos setenta años nos hemos centrado en la víctima. Es una corrección, era algo positivo al principio. Siempre se ha dicho que la historia la escriben los vencedores. Y las víctimas de la historia quedan fuera de la historia. Y a mitad del siglo XX nos dimos cuenta de que estábamos dejando fuera de la historia a mucha gente. Y hubo individuos que comenzaron a sentir que no debían rechazar su condición de víctimas, e incluso comprobaron que había incluso ventajas materiales al identificarse como miembro de un grupo históricamente oprimido.
¿Qué ocurrió a mitad del siglo XX para que se produjera ese cambio? ¿Es consecuencia del movimiento anticolonial o poscolonial?
Creo que hubo dos causas, una el anticolonialismo y el otro el Holocausto, que pusieron a la víctima en el centro. Igual que muchas cosas, la gente quería corregir un error y una ausencia (la falta de víctimas en el relato histórico) pero se pasaron de la raya. Alemania es un ejemplo de esa «sobrecorrección» con respeto al Holocausto.
Quien quiere identificarse como víctima es porque espera algún tipo de reparación. Y esto es algo que solo puede ocurrir en una democracia. A nadie se le ocurriría exigir el estatus de víctima en una dictadura totalitaria.
Es cierto, pero creo que no es un proceso tan consciente. Sí, hay individuos que se posicionan como víctimas para obtener beneficios, pero la mayoría no. Por ejemplo, odio absolutamente cuando me invitan a un acto o comité solo porque necesitan una mujer. Y odio cuando se me identifica como «filósofa mujer». Hago filosofía y mi género quizá sea importante en otras situaciones pero no es importante en mi profesión. Y la mayoría de gente creo que en cierto modo se siente así, se sienten incómodos explotando su posible victimismo. Pero incluso aunque no sea una cuestión de reparaciones monetarias, hay una reparación simbólica: hoy parece que tienes más autoridad por haber sido víctima. El victimismo se ha convertido en una fuente de autoridad. Antes mencioné a Alemania. He escrito bastante al respecto. Una de las cosas que cambió mi opinión fue convertirme en una conferenciante prominente en cuestiones sobre el antisemitismo e Israel y Palestina desde una perspectiva de una judía de izquierdas, que es algo común en Israel y en EE.UU. pero muy poco común en Alemania. Hay muy pocos judíos de izquierdas. Y los pocos que se atreven a hablar en contra de Israel son incluso llamados nazis. En Alemania no hay muchos judíos en puestos importantes. Yo dirijo el Einstein Forum. Me he dado cuenta de que las voces más autorizadas de la comunidad judía en Alemania son los judíos que hablan solo de antisemitismo. Y es lo que hacen constantemente las organizaciones oficiales judías, de tendencia de derechas. Y los judíos que no queremos ser vistos simplemente como posibles víctimas del Holocausto somos considerados menos auténticos. Es un cambio bastante interesante. Ha pasado también en EE.UU. con el racismo. Las voces negras auténticas son las que enfatizan la historia del racismo. Estoy leyendo mucho a Franz Fanon, y en uno de sus ensayos dice: «No soy esclavo de la esclavitud que deshumanizó a mis antepasados». Y dice muchas cosas parecidas, que resultan chocantes hoy. Se ha convertido en un símbolo de la teoría poscolonial, que por cierto es algo muy diferente al movimiento anticolonial. Pero no se suelen mirar esas citas de Fanon, en las que insiste una y otra vez que no quiere ser una víctima, que esa no es su identidad.
Es un debate parecido al de una película reciente, American fiction, en la que un escritor negro cansado de las novelas «auténticamente negras» escribe una parodia que acaba siendo un éxito.
La disfruté mucho, pero tengo entendido que el libro de Percival Everett es mucho mejor. Curiosamente, si no hubiera estado viviendo tanto tiempo en Alemania habría visto la película y me habría gustado pero habría estado más nerviosa sobre mi propia posición en el establishment cultural. Habría estado más preocupada. Pero ahora que los alemanes me han llamado nazi… la veo con otros ojos.
Su libro, más que una crítica a lo woke, es una defensa de la Ilustración.
Mi objetivo en este libro no era definir lo woke sino definir a la izquierda. Porque conozco a mucha gente confundida sobre lo que significa ser de izquierdas hoy. Y creo que es una categoría que sigue teniendo sentido. Hay gente que se pregunta, y lo entiendo, por qué seguimos definiendo las ideologías políticas según la distribución accidental de asientos del Parlamento francés en 1789. Puedes cuestionar eso, pero hay una tradición que yo reivindico, que comienza en la Ilustración, y que creo que hemos perdido hoy. Es verdad que ha habido muchos críticos de la Ilustración durante mucho tiempo, en el siglo XX especialmente, Adorno y Horkheimer con Dialéctica de la Ilustración, un libro un poco deslavazado… Me sorprendió que fuera un libro que atrajera tanto a la izquierda. Pero su importancia fue sobre todo en Alemania a finales de los 60. Lo que sí que trascendió más allá fue la teoría poscolonial. La primera vez que escuché una crítica a la Ilustración fue con el término «eurocéntrico», me acuerdo exactamente que fue en 2006. Estaba escribiendo un libro en defensa de la Ilustración desde otra perspectiva. Me pareció una crítica tan estúpida que pensé que ni merecía la pena preocuparse, pensé que desaparecería pronto. Porque fueron precisamente los pensadores de la Ilustración los primeros en avisar de la necesidad de ver el mundo desde una perspectiva no europea. Me equivoqué. 2024 es el año de Kant, el aniversario 300 de su nacimiento. Desde el Einstein Forum he estado pensando en programas y eventos que hacer. Muchas instituciones llevan meses y años preparando algo, pero todas piensan que tienen que enfatizar en que la Ilustración fue un proyecto colonial, que Kant era racista… En Alemania se están centrando en eso. Es la imagen que se está trasladando al público. El problema es que si descartamos la Ilustración perdemos muchas ideas genuinamente de izquierdas. Y me parecía importante preservar estos valores y criticar la idea de que la razón es un instrumento de dominación, que está en Adorno y Horkheimer pero también en Foucault, los pensadores poscoloniales. Piensan que podemos deshacernos de la razón, que es un concepto occidental, y centrarnos solo en la «posicionalidad».
Carl Schmitt es otro de los pensadores que analiza en el libro. Su atractivo para la izquierda es sorprendente, teniendo en cuenta sus explícitas inclinaciones nazis. Dice una cosa interesante: «Schmitt sugiere que conceptos universalistas como la humanidad son invenciones judías […] El argumento está peligrosamente cerca de la tesis contemporánea de que el universalismo de la Ilustración disfraza intereses europeos particulares».
Se critica a Kant por sus opiniones racistas puntuales pero se obvia que el pensamiento central schmittiano es básicamente nazi. La idea más célebre de Schmitt es que las categorías básicas en política son las de amigo y enemigo. Me encanta que Adorno criticó esto como algo infantil, porque lo es. Una parte de la fascinación de la izquierda por Schmitt tiene que ver con su fascinación con la voluntad política, la política sin límites, cierto autoritarismo. Pero creo que lo que gusta realmente es su crítica a la hipocresía liberal. Es la idea de que el liberalismo realmente no consigue lo que se propone. Su crítica del imperialismo británico y estadounidense. La izquierda alaba que critique eso. Pero sigo sin entender la fascinación. Organicé un simposio precisamente sobre eso, sobre por qué a la izquierda le fascina Carl Schmitt. Y fue muy gracioso porque atendió más gente que nunca a las conferencias. Los participantes eran gente muy respetable, casi todos alemanes. Y todos demostraron su absoluta fascinación con Schmitt. No eran capaces de criticarlo. La prosa de Schmitt es hipnótica pero de una manera distinta a la de Foucault o Judith Butler, que es una prosa densa e imposible, son pensadores que agitan las aguas para que parezcan profundas. Schmitt tiene una capacidad de atracción diferente, porque su prosa es muy simple. Basta con pararse a analizar su tesis de amigo y enemigo, que es de una simpleza asombrosa y resulta casi infantil, pero lo dice con tanta autoridad… Toda su obra es así, llena de pronunciamientos contundentes. Y uno piensa que no debe ser tan sencillo, que debe haber algo detrás más complicado. Y por eso creo que se considera uno de los pensadores alemanes más profundos.
En el libro hace una distinción interesante entre optimismo y esperanza. Me da la sensación de que hoy el pesimismo es de izquierdas (por ejemplo con respecto al cambio climático), cuando quizás antes era considerado reaccionario.
Tienes razón, pero quizá no es algo nuevo. Piensa en el movimiento antinuclear hace décadas, en los 50 y los 60. La izquierda reivindicaba una preocupación por la destrucción nuclear. Soy suficientemente mayor como para recordar que mucha gente tenía pesadillas nucleares, y construían refugios y decidían no tener hijos por miedo a que nacieran en un mundo inhabitable (algo que también dicen muchos con respecto al cambio climático). Al mismo tiempo, creo que no era la misma desesperanza. Hay varios factores que explican esta mayor desesperanza actual en la izquierda. Una es el fin del socialismo real en 1991. Para mucha gente de izquierdas, tras la caída de la URSS, cayó toda posibilidad de aplicar una idea de justicia social global. También influyó mucho, para los pocos que lo leyeron en su momento, la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer. Pero sobre todo Foucault: todo lo que crees que es un paso adelante y un progreso es en realidad una forma de dominación sutil. Y esto es algo que se traslada al debate público y a los medios. La gente se ríe de ti si hablas del progreso. 
Dirige el Einstein Forum, que está radicado en Potsdam, y ha escrito a menudo sobre Alemania y sobre cómo está gestionando su pasado, su posición con respecto al conflicto palestino-israelí… ¿Se está restringiendo la libertad de expresión cuando se tratan esos temas?
Por primera vez en mi vida me estoy autocensurando cuando hablo de Israel en Alemania. Incluso alguien como Thomas Friedman de The New York Times es considerado radical. No puedo ni citar sus textos sobre Israel, que son bastante moderados. Hace poco se canceló un evento de derechos humanos, lo canceló la propia organización, porque no podrían hablar del tema. Me preocupa la libertad de expresión, pero sobre todo me preocupa que el debate se está planteando de manera errónea: ¿te preocupa más la libertad de expresión o el antisemitismo? Es un falso dilema. La cuestión es si lo que consideran antisemitismo es realmente antisemitismo. Muchas veces no. Hemos visto un aumento terrible de antisemitismo, pero es en parte por el comportamiento del Gobierno israelí. Y también porque el Gobierno israelí y el establishment judío conservador han convertido toda crítica al Gobierno de Israel en antisemitismo. Por eso la gente rescata los viejos clichés del estilo de «los judíos controlan los medios»… Si fuera ignorante llegaría a esa posición, entiendo que se llegue a esas conclusiones. Durante mucho tiempo, especialmente desde el gobierno de Menájem Beguín, las críticas al Estado de Israel han sido etiquetadas de antisemitas. Y ha sido una estrategia muy exitosa. Y la derecha en todo el mundo, da igual lo antisemita que sea (de Orbán a Trump o Modi), se ha dado cuenta de que la manera de que no te tachen de fascista es apoyar incondicionalmente al Gobierno de Israel.

 


















  




[ARCHIVO DEL BLOG] Nacionalismos identitarios: el cáncer que envenena Europa. [Publicada el 20/10/2017]











Los nacionalismos identitarios fueron los cánceres que envenenaron Europa, pero la inclusión de todos los ciudadanos en un mismo Estado ha logrado solucionar problemas que parecían imposibles, dice en el El País el periodista Guillermo Altares, uno de los responsables de la sección de internacional de diario y antiguo corresponsal de guerra en Afganistán, Irak y Líbano.
Toda la historia de Europa, señala al comienzo de su artículo, discurre en un sentido: la construcción de Estados donde los derechos sean políticos y, por lo tanto, correspondan a todos los ciudadanos, frente a aquellas naciones en las que los derechos dependen de la pertenencia a una idea, etnia, lengua o religión. Y no ha sido fácil llegar hasta aquí. El camino ha superado una larga sucesión de desastres y cataclismos, desde las guerras de religión en los siglos XVI y XVII hasta los conflictos que provocaron cientos de miles de muertos en la antigua Yugoslavia en los años noventa del siglo pasado. La Europa actual tiene muchos problemas, algunos con tantos ecos en el pasado como los efectos de la crisis económica o el resurgir de la ultraderecha, pero la inclusión de todos los ciudadanos en un mismo modelo ha logrado apagar conflictos que parecían imposibles de resolver.
El mundo de ayer (Acantilado), las memorias del escritor judío vienés Stefan Zweig, se ha convertido en el equivalente literario al Himno a la alegría, de Beethoven, un canto inagotable a la sabiduría de este continente, pero también una advertencia sobre la fragilidad de sus logros. Zweig se suicidó en Brasil en 1942 cuando pensaba que ya no existía ninguna esperanza para Europa y que el triunfo de Hitler era inevitable. Esto es lo que escribe sobre el nacionalismo: “Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea”.
La frase de Zweig debe ser aplicada con cautela a la situación actual: no nos encontramos ante un asalto contra la razón y la sociedad similar al que representaron los grandes totalitarismos, no hay en Europa nada parecido a Hitler o Stalin. Pero cuando el escritor sitúa el nacionalismo como el peor de los males, como un veneno, se refiere a la exclusión que representa para todos los que se quedan fuera. Su idealización del Imperio Austrohúngaro se debe a que fue una entidad en la que pudieron vivir bajo una misma ley y unos mismos derechos pueblos, lenguas y religiones totalmente diferentes.
El derrumbe de aquel Imperio provocó el levantamiento de fronteras que siempre dejaban fuera a alguien, porque si se trazan los límites basándose en imaginarios derechos nacionales siempre hay alguien excluido —los húngaros de Rumanía o los rumanos de Hungría, los italianos y los eslovenos de Trieste y así hasta el infinito—. No hay naciones uniformes. El gran escritor austriaco era plenamente consciente de ello y por eso veía con tanto pesimismo la evolución que vivió Europa en los años treinta.
Como la de Zweig, la peripecia personal del sociólogo alemán Norbert Elias puede servir para resumir el siglo XX: veterano de la Primera Guerra Mundial, huyó de Alemania por ser judío —su madre no consiguió escapar y fue asesinada en Auschwitz—, vivió en Inglaterra, donde fue deportado a la isla de Man por ser alemán, y luego trabajó en universidades de Alemania y Holanda. Escribió un libro muy influyente, El proceso de civilización (FCE), sobre la cimentación del Estado en Occidente y la protección que, al final, daba el Estado-Leviatán a los individuos. Esta obra sirvió de inspiración a Steven Pinker para escribir Los ángeles que llevamos dentro (Paidós), un ensayo que da una visión profundamente optimista del presente ya que, mantiene, vivimos en el momento menos violento de la historia. Elias explica que Europa en el siglo XV tenía 5.000 unidades políticas independientes, la mayoría baronías; 500 a principios del siglo XVII; 200 en la época de Napoleón, a principios del siglo XIX; y menos de 30 en 1953.
Estos datos representan un resumen perfecto de lo que ha ocurrido en el continente desde que Zweig escribió sus memorias: menos Estados como solución a los conflictos nacionales. La UE nació con el propósito de compartir los recursos —el carbón y el acero—, pero rápidamente cuajó como algo mucho más ambicioso: crear una estructura inclusiva, en la que estén representados los países, las naciones y sus diferencias, pero sobre todo los ciudadanos. La historia de Europa es tan intrincada que no hay otra forma de resolver conflictos milenarios. En su libro L’invention de l’Europe, el demógrafo francés Emmanuel Todd explica que “la civilización europea actual es el producto de una síntesis, lenta y trabajosa” porque “sus pasiones, religiosas o económicas, están inscritas en el espacio”. Darle un nuevo sentido a ese espacio, que sea de todos los ciudadanos sin que importen sus pasiones (porque, no lo olvidemos, el nacionalismo es una pasión, no una realidad), es el gran logro de la UE. Y dar marcha atrás sería un error gigantesco.
Algún político insensato ha hablado de algo así como el “modelo esloveno” para el desafío separatista de Cataluña. Incluso obviando datos que no se deberían obviar —una guerra de 10 días, 70 muertos, el principio de la catástrofe yugoslava, la peor que ha sufrido Europa desde el final de la II Guerra Mundial—, es interesante recordar un fleco de aquella independencia, que refleja lo que ocurre cuando se crean Estados basados en la nación: los llamados “borrados”. Cuando Eslovenia se independizó, un 10% de la población (200.000 de dos millones) era de origen yugoslavo, se había instalado en la República más rica, pero no había nacido allí, aunque estaban integrados. Primero se les obligó a regularizarse (¡en el país en el que llevaban viviendo desde hacía décadas!) y 18.000 de ellos fueron “borrados”, eliminados de los registros como si nunca hubiesen existido. Era una conclusión lógica: en el Estado de los eslovenos, los que no lo son no tiene cabida. En un Estado plurinacional, ese problema no existe. ¿Cuándo se solucionó? Después de que Eslovenia entrase en la UE y Bruselas le obligase a arreglar tan feo asunto.
El fin de semana del referéndum ilegal, visitó España un escritor bosnio llamado Velibor Colic, autor de un libro, lleno de humor, sobre la dificultad de empezar de cero en otro país, Manual de exilio (Periférica). Bosnio de origen croata, desertó durante la guerra, estuvo en un campo de concentración del que se fugó y se exilió en Francia. Aprendió el idioma y acabó convertido en un escritor de éxito. Ahora vive en Estrasburgo, trabaja con inmigrantes (50 nacionalidades conviven en la ciudad) y contemplaba con una mezcla de preocupación e incredulidad lo que ocurría en Cataluña. Colic decía que los referendos nacionalistas los carga el diablo. Y no paraba de bromear con que su siguiente exilio sería el más cómodo y barato, porque un tranvía une Estrasburgo con Khel, en Alemania. Se inauguró el 24 de abril y cruza, por 1,40 euros, una frontera que provocó tres guerras entre 1870 y 1945. Aquel exiliado bosnio no podía entender que alguien quisiese bajarse de ese tranvía que cruza fronteras y deja atrás para siempre una triste historia, concluye diciendo Altares. Pero Puigdemont y sus secuaces de PDC, ERC, CUP y sus ἰδιώτης (idiotas) compañeros de viaje de Podemos, IU y demás mareas y meandros de la extrema izquierda prefieren volver a la era de las cavernas, en la que, evindtemente, se encuentran a sus anchas. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt