El filósofo Xavier Rubert de Ventós, en un artículo titulados La red del pescador nos contaba como los dioses castigaron tanto a Prometeo como Adán por curiosear más de la cuenta; por su pretensión de romper el monopolio divino del conocimiento y repartirlo entre los mortales. Para nuestros teóricos de Internet, la Red sería hoy su reencarnación: el nuevo héroe que rompe el monopolio institucional de la información para distribuirlo entre los usuarios de Google. Una hermosa metáfora para explicar que el castigo le fue impuesto por robar el fuego a los dioses y ofrecérselo a los humanos. Les pasó "información privilegiada", que diríamos hoy, y por eso se quedó sin empleo en el Olimpo.
El término red -o en red-, señalaba, ha venido asociándose desde entonces a una libre y masiva difusión de los saberes. Frente a su tradicional distribución jerárquica y parsimoniosa, estos saberes se estarían haciendo hoy inmediatamente, democráticamente accesibles a todos.
Pero no nos precipitemos, nos dice. Mejor quizá demorarnos por un momento en las palabras mismas y su aura. Nietzsche decía que "las palabras son metáforas que hemos olvidado que lo eran". Ahora bien, si dejamos que las palabras repercutan en nosotros, que nos golpeen con toda la carga de su origen, pronto descubrimos que la palabra red evoca un universo de asociaciones muy distinto, opuesto incluso al anterior. La palabra red no nos sugiere algo que difunde sino algo que más bien retiene; no nos suena tanto a acumulador o difusor como a filtro o malla que captura ciertos elementos (peces o datos) y permite a otros pasar. Y lo decisivo es entonces la trama más o menos tupida de nuestra red; de una red que nos permita atrapar todos -y sólo- los datos o informaciones relevantes para el caso que nos ocupa.
¿Y no será -se pregunta- que en el saber, como en el pescar, lo importante es la correspondencia entre el tupido de la red y el tamaño de la presa a capturar? Una cuestión de ajuste, de encaje, adecuación, acomodo o como quiera llamársele. En todo caso, no una cuestión de pura cantidad o intensidad. Y así son al cabo -pienso aún- todas las operaciones delicadas, sean de la naturaleza que sean: sea el Faeton de Ovidio siempre en peligro de ser víctima del "calentamiento global", sea la observación microscópica de Heisenberg, que, como la mirada del Basilisco, puede distorsionar o incluso matar lo observado, sea la candela que, según dicen los mexicanos, no hay que colocar "ni tan cerca que queme al santo ni tan lejos que no le alumbre".
Esta cuestión de acomodo o proporción, nos dice, ha sido abordada por Manuel Castells, pero parece olvidada en gran número de estudios sobre la Sociedad de la Información. Y ello contra toda evidencia de que la pura acumulación degenera a menudo en atasco; de que pocas veces, si alguna, lo máximo resulta ser lo óptimo. La máxima información, en efecto, tiende a generar confusión: Aranguren, señala, fue mi mejor maestro precisamente porque me señaló los textos y libros que no era necesario leer (Wikipedia, por el contrario, me ofrece demasiados). El continuo flujo de moribundos en pateras nos escandaliza, ciertamente, pero a menudo nos coarta y paraliza toda respuesta personal frente a algo que parece rebasarnos. La competencia rápida y fácilmente adquirida -el pollito que sale del huevo y ya anda- es propio de especies inferiores que no alcanzan "adolescer" de una larga adolescencia. El crecimiento desmesurado y sin control de una célula es lo que los médicos llaman metástasis o cáncer.
Y así en todo, sigue diciéndonos. Incluso en la memoria con más gigas de la cuenta, como la del pobre Funes borgiano incapaz de olvidar nada, ahíto de bites, atontado. Como les ocurre a menudo a nuestros ordenadores, Funes había perdido aquella "capacidad de olvido" ensalzada por Rousseau: "Aquel defecto de memoria que nos deja en el feliz estado de tener la suficiente para que todo nos sea comprensible pero carecer lo bastante de ella para que todo nos aparezca como nuevo".
Kant, nos dice, nos advirtió ya de que la pura información sin criterio alguno de selección es ciega. Bacon y Popper añadieron que la naturaleza es muda mientras no aprendamos a hacerla hablar con preguntas a la vez pertinentes e intencionadas (crueles incluso, según Bacon, que comparaba el laboratorio moderno al torno con el que el Gran Inquisidor hacía "cantar" al hereje -un hereje que hoy sería el ADN o los agujeros negros-). Norbert Wiener fue más preciso todavía: "Existe un techo al número de variables o de informaciones con las que podemos operar y que sabemos manejar operativamente". Un techo del que era bien consciente un veterano político, sobrado y lenguaraz, que me aconsejaba en el Parlamento la siguiente estrategia informativa para con los miembros de la oposición: "Si no puedes darles menos información de la que necesitan, dales más de la que pueden asimilar: colápsalos". Ciegos, mudos, colapsados: así es, en efecto, como puede dejarnos una eufórica utilización de la Red que olvide su parentesco lógico y etimológico con la red del pescador.
Todo el artículo de Rubert de Ventós está plagado de citas filosóficas dirigidas a hacernos ver que el exceso de información existente hoy en día en la Red (la Red Global Mundial, traducción de su famoso y universal acrónimo WWW) puede generar confusión y acabar por dejarnos ciegos, mudos y colapsados. Pero él, y con él las bellas metáforas que cita de Castells, Aranguren, Nietzsche, Kant o Wiener, lo explican y justifican mucho mejor. Y si tienen oportunidad de hacerlo no dejen de leer el Prometeo encadenado, de Esquilo, o el Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley. Entenderán, entonces, lo que los dioses no querían que supiéramos.
Hace nada menos que ciento veinticinco años, en 1890, dos profesores estadounidenses, Samuel Warren y Louis Brandeis, publicaron en la Harvard Law Review un artículo titulado El derecho a la intimidad, en el que se decía lo siguiente: "Cada gramo de chismorreo indecente se convierte en simiente de otros, y, en proporción directa a su divulgación es causa del debilitamiento de los valores sociales y de la moralidad. Incluso un chisme aparentemente inicuo, divulgado amplia y persistentemente, es un mal en potencia: empequeñece y pervierte. Empequeñece al invertir la trascendencia relativa de las cosas, minimizando, así, los pensamientos y aspiraciones de la gente. Cuando el chisme referido a un persona alcanza el rango de letra impresa, ocupando el espacio disponible para los temas de verdadero interés para la comunidad, ¿cómo puede extrañarnos que los ignorantes y los inconscientes confundan su importancia relativa? La trivialidad destruye, al mismo tiempo, el vigor del pensamiento y la delicadeza del sentimiento. Bajo su influencia destructiva, no puede florecer el entusiasmo, ni sobrevivir el impulso generoso". La cita es de Plácido Fernández-Viagas, en su libro Inquisidores 2.0, ya comentado por mí con anterioridad en el blog.
Pero hay peligros mucho mayores en la red que los de la difusión de chismes, teorías esotéricas y gilipolleces al por mayor. En un artículo escrito en El País por el profesor Fernando Vallespín titulado La dialéctica de la digitalización, se atrevía a decir que hoy comenzamos a tener la sospecha de que mientras retozamos dichosos en el ciberespacio hemos entrado sin saberlo en una nueva jaula de hierro, bien vigilada y sujeta a un escrutinio anónimo, sin conocer todavía con exactitud la dimensión exacta de esta amenaza o quién se va a ver beneficiado por ella, y mucho menos sus consecuencias a largo plazo.
Alimentamos con regocijo la Red, continuaba diciendo, y otros toman buena nota de las preferencias que cándidamente les damos. La gran pregunta es si la liberación que promete internet, añadía, puede acabar convertida en su contrario. Hoy hemos accedido, decía, a una “democracia de enjambre”, una “sumatoria privada de muchedumbres” reactivas, que se mueven a base de flujos de halago o descalificación, y que, como un seísmo, sacuden el espacio público llenándolo de ruido e impiden, la mayoría de las veces, una reflexión serena. Nos podrá gustar o no, seguía diciendo, pero está ahí para quedarse y comienza a reivindicar una nueva política todavía apenas visible. ¿Cuáles serán sus consecuencias; cómo puede afectar la nueva realidad virtual al despliegue de la democracia; facilitará el ejercicio de las virtudes cívicas o las subvertirá? Todo son preguntas, decía. Internet nos ofrece la posibilidad de invertir el panóptico foucaultiano, de ser nosotros quienes observamos y controlamos al poder, y no a la inversa. Esta es la premisa que hasta hace bien poco dábamos por supuesta.
Por eso conviene, concluía diciendo, que abandonemos la situación de encantamiento y embeleso en que nos ha sumido la digitalización y tomemos conciencia de sus ambivalencias. Que, como bien dijeran Adorno y Horkheimer en su día respecto de la Ilustración, todo avance en el proceso de racionalización del mundo tiene también sus costes, genera su propia antítesis. Si reaccionamos rápido, añadía, puede que aún estemos a tiempo de evitar que este espacio de libertad se convierta en una nueva forma de dominación. En la peor de todas, además, porque es silenciosa, encubierta y, por tanto, imbatible. Un nuevo Mundo feliz con soma digitalizado.
También en Revista de Libros se hizo eco de esta inquietud el profesor Manuel Arias Maldonado en su artículo La cara oscura de internet. Mucho antes de que tuviéramos en nuestras manos el primer smartphone, decía al inicio del mismo, su existencia había sido ya conjurada por la literatura. En una novela futurista publicada en 1946, titulada Heliópolis, el escritor alemán Ernst Jünger habla del Phonophor, un pequeño dispositivo que cada persona lleva en el bolsillo de su camisa –igual que en Her, la película de Spike Jonze sobre el single transmoderno– mediante el cual es posible telefonear, hacer cálculos, votar en referendos, conocer la propia ubicación, trazar itinerarios, obtener el pronóstico meteorológico, consultar libros o manuscritos. Para un espíritu aristocrático como el de Jünger, una invención así sólo podía dar pábulo a una distopía social. Y no solamente por recelo hacia una extensa participación política ciudadana, sino también porque la posibilidad de la localización permanente se le aparecía, recién derrotado el totalitarismo nazi y victorioso el soviético, como una amenaza mortal para la privacidad individual.
Setenta años después, continuaba diciendo, en nuestras agitadas sociedades democráticas, llevamos alegremente nuestros phonophoros a todas partes, sin limitarnos a ofrecer datos sobre el lugar en que nos encontramos: dejamos una huella indeleble de nuestras actividades y preferencias. Hasta hace poco veníamos haciéndolo sin plena conciencia, como si la vida digital estuviese separada de la vida analógica por alguna misteriosa membrana de aislamiento. Pero el descubrimiento de que la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense venía realizando un espionaje masivo del tráfico digital, con la colaboración de unas grandes empresas tecnológicas que con ello dejaban de ser cómplices del ciudadano para convertirse en cómplices del sistema, supuso el fin de la inocencia: la red ha dejado de ser un juguete y exhibe abiertamente por vez primera su irremediable ambivalencia. Se ha producido así un cambio en el estado de ánimo colectivo que Michael Saler ha sintetizado con acierto: "Como debutante ante el público general en los años noventa, Internet fue saludado como un genuino paraíso de conocimiento colectivo, comunicación global y libre empresa. Hoy, sin embargo, es en la misma medida denunciado como un chispeante infierno de vigilancia estatal, manipulación corporativa y actividad criminal".
El artículo del profesor Arias Maldonado era una reseña crítica de las más recientes publicaciones académicas en todo el mundo sobre este aspecto negativo para la intimidad y la libertad de las personas y los ciudadanos en que se han convertido internet y las redes sociales. En ese sentido, dice al final del mismo, la sola existencia de obras como las reseñadas sirve para tratar de conjurar los peligros que está trayendo consigo el rápido crecimiento de la Red. A medida que conocemos en toda su magnitud los desafíos de la digitalización, el debate público sobre la misma se hace más rico y sofisticado. De alguna manera, esta toma de conciencia corresponde a una maduración social progresiva, a una ganancia en reflexividad que ilustra la medida en que, hasta ahora, habíamos permanecido en la fase lúdica de la digitalización: una familiarización mediante el juego, la experimentación, el error. ¿Podría entenderse de otra manera que la prensa, por poner un ejemplo, ofreciera inicialmente todos sus contenidos gratis en la Red, poniendo así gravemente en peligro su futura viabilidad comercial? No obstante, como razonan Tobias Hürter y Thomas Vašek, no parece razonable renunciar a una de las más poderosas invenciones humanas sólo porque hayamos descubierto que su potencia no carece de riesgos. Puede que Internet haya nacido ayer, pero la humanidad no: conservemos la calma e iluminemos en lo posible el lado oscuro de nuestro progreso técnico sin renunciar a sus frutos.
Y volvemos a la pregunta del inicio de la entrada: ¿más información es más conocimiento? Yo diría que no siempre, o peor aún, que casi nunca es así, y que para que sea así tenemos necesidad imperiosa de "intermediarios" que filtren el flujo de información para que se convierta en conocimiento. Esta es la tesis que mantiene el profesor Luis Guerra en su artículo La tarea del mediador de hace unos días en El País.
Los cambios en las tecnologías de la información y la comunicación están propiciando a su vez cambios profundos en el mercado laboral, nos dice el profesor Guerra. Si muchas profesiones parecen ahora innecesarias, otras deben redefinirse para adaptarse a los nuevos tiempos. Algunas profesiones del ámbito de las ciencias sociales, en concreto las de la mediación intelectual, son un buen ejemplo de esto último.