martes, 26 de diciembre de 2023

De las redes que oprimen

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura para hoy, una reflexión de fin de curso del analista político Andrea Rizzi en El País, que de la mano de Eugenio Montale, nos invita a saltar fuera y huir de las redes que oprimen, con una imagen muy adaptada a nuestro tiempo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com











Busquemos una malla rota en la red
ANDREA RIZZI
23 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Se acerca la Navidad y el fin de año, tiempo de reflexión y balances, sobre todo para quienes pueden tener algunos días de descanso. Siempre mejor afrontarlo de la mano de algún titán. Uno puede ser Eugenio Montale, poeta italiano, laureado con el premio Nobel en 1975, que en la primera poesía de su primera colección —Huesos de sepia— escribió los siguientes versos: “busca una malla rota en la red / que nos oprime, ¡salta fuera, huye!”.
La imagen a la que recurre el poeta suena, un siglo después, de una viveza extraordinaria, tan precisa y fértil, y su exhortación, tan necesaria. Cuando se publicó, en 1925, Italia descendía por la pendiente fascista (Montale fue, ese mismo año, uno de los firmantes del manifiesto de los intelectuales antifascistas). ¿Qué redes nos oprimen en la Europa contemporánea?
Por supuesto, el pensamiento corre rápido a las redes sociales. Aparentemente, ofrecen conectar. En cambio, claro está, buscan hipnotizar, engancharnos, retenernos, y lo intentan con pocos escrúpulos, causando daño de mil maneras, minando la autoestima de las personas, inflamando el debate público, creando burbujas tóxicas y autorreferenciales, cosechando y revendiendo datos personales, erosionando la capacidad de interesarse por otras cosas, concentrarse, profundizar, vivir en el mundo físico. Son tanto más opresoras porque su opresión no se percibe.
También en el campo tecnológico, viene ahora la inteligencia artificial, portadora de enormes promesas —y enormes riesgos—. Nos ayudará mucho, sin duda. Agilizará tareas, aumentará la productividad. Pero: ¿cuántos puestos de trabajo destruirá?, ¿qué impacto tendrá en el debate público, o en el manejo de sistemas de control de armas? Inquieta pensar —como señalaba el historiador de Harvard Niall Ferguson en una reciente conversación con este diario en el marco de una conferencia organizada por la revista El Grand Continent en el Valle de Aosta, en Italia—, qué efecto tendrá sobre las capacidades cognitivas de personas que, ante cualquier problema, antes de razonar, de forma sistemática recurrirán a una máquina en busca de soluciones.
Pero no hay solo redes tecnológicas que oprimen. Las políticas también. Muchas sociedades europeas están cada vez más polarizadas. Los polos se alejan, en una confrontación sin cuartel, que reclama lealtades. Ese reclamo, a veces exigencia, comprime el espacio de debate. No son momentos de andarse con finuras, parecen decir —o dicen—, es el momento de cerrar filas. No solo se demoniza —desde una hueca, presunta, superioridad moral— al bando contrario, sino que se inhibe la crítica de quienes están en el mismo lado, comparten valores, pero discrepan de ciertas acciones. El cierre de filas oprime y traga inteligencia como un doble agujero negro.
En el geopolítico, a los europeos se nos echa encima la red opresora del pulso entre EE UU y China, que siguió su camino en el paso de Trump a Biden, y lo seguirá gane quien gane en las próximas elecciones estadounidenses. Se ciñe estrecho sobre nosotros, ese pulso, porque nuestra dependencia de ambos es enorme, sea en seguridad o tecnología o manufactura.
La esfera de las vidas privadas, por supuesto, tiene sus redes opresivas. Siempre las hubo. Tal vez, una especialmente problemática en nuestro tiempo, ese distorsionado entendimiento del derecho a ser felices, que no acepta la cultura del esfuerzo, que se deshace de la responsabilidad, quemando y tirando por la borda lo que sea, con escasas contemplaciones, en nombre de la búsqueda de una superficial felicidad personal.
Pues ahí están algunas redes opresivas. Algunas pertenecen a los dominios de lo sólido, del poder duro, de las relaciones de fuerza. Otras, a los rasgos específicos del mundo actual, que ya no es líquido, sino directamente gaseoso. Son invisibles, inasibles, serpenteantes. El primer reto, pues, es identificarlas.
A partir de ahí se puede buscar la malla rota. Hacen falta vista, tacto, inteligencia. Dejarse ayudar. El escritor Giuliano da Empoli, en otra conversación en Valle de Aosta con este diario, encendió maravillosamente la luz sobre una herramienta preciosa en esa tarea: la literatura. Porque la literatura, observa Da Empoli, es un arte que nos permite vivir, durante un tiempo, la vida de otros, estar en su mente, probar sus sentimientos, y por esa vía nos permite desvincularnos de esas redes que nos aíslan aunque parezcan que conecten, que nos hacen miopes aunque miremos mucho, nos enredan en un egocentrismo de corto aliento, nos incapacitan, al cabo, a la comprensión y a la empatía.
Esta columna, sin duda, tantas veces se enredó sin saber hallar la malla rota, superar miopía, egocentrismo, superficialidad o falta de coraje. Por ello, hoy, en el titular, distorsiona el verso del gran Montale para usar la primera persona del plural.































[ARCHIVO DEL BLOG] Rajoy, en el País de las Maravillas. [Publicada el 28/12/2013]











El presidente del gobierno, Mariano Rajoy, hace balance del año que acaba en el tono triunfalista que le caracteriza. En la misma edición del periódico en que se da cuenta de sus palabras, un profesor y economista rebate en carta abierta al presidente sus argumentos. Sinceramente, me parecen más plausibles los del desconocido -para mí- economista, José Carlos Díez, que los del presidente del gobierno de España. Y lo lamento profundamente, porque me afectan mucho más los del segundo que los del primero. Pero así son las cosas: falta de credibilidad y de confianza en las autoridades, dirán los sociólogos. Y tienen toda la razón. Lo mismo que Jaime Botín en este otro artículo en que pone al descubierto las falacias y mentiras de Rajoy y su gobierno.
En marzo pasado se celebró en Madrid, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UNED, el Duodécimo Foro sobre Tendencias Sociales que organizan desde 1995 el Departamento de Sociología III (Tendencias Sociales) de la Universidad Nacional de Educación a Distancia y la Fundación Sistemas. El del pasado año llevaba el título genérico de "Los nuevos problemas sociales", y sus ponencias y conclusiones se recogieron en un libro, con ese mismo título, publicado por la editorial Sistema ese mismo año.
Una de las ponencias, la titulada "Tendencias en desigualdad y desvertebración social y sus efectos políticos y económicos", está escrita por el profesor José Félix Tezanos, catedrático de Sociología en la UNED y director de la Fundación Sistema. El capítulo 7 de la ponencia está dedicado a analizar la consecuencias políticas y económicas de la creciente e imparable desigualdad que asola a los ciudadanos y trabajadores españoles. No me resisto a trascribirlo completo, rogándoles que una vez leído, lo contrapongan a las triunfalistas palabras del presidente del gobierno. Dice así el profesor Tezanos:
"Los efectos y consecuencias que puede tener la actualmderiva desigualitaria son muchas en el plano moral, social y humano,aménm de las que conciernen a la propia funcionalidad y operatividad de los sistemas sociales establecidos.
Una de estas consecuencias es que la actual situación económica y laboral pueda dar lugar a una especie de salto social insolidario, cuyo resultado sean unas generaciones perdidas. Esto no es una hipótesis solo, sino que es algo perfectamente plausible,que daría lugar posiblemente a situaciones de pesimismo, confusión y violencias genéricas y reactivas como reflejo del profundo malestar que se está incubando. ¿Cuáles podrían ser sus consecuencias para el orden social? Innumerables y de muy diferente tipo. Por eso extraña la poca atención que se está prestando, por ejemplo, al aumento de los patrones de conductas violentas juveniles.
Algunas de las tendencias políticas derivadas de esta situación, que es preciso estudiar, seguir y detallar, son las siguientes:
-Tendencia a la apatía, la indiferencia y el apartamiento político y social; no se vota o se hace en blanco y nulo. ¿Para qué votar -se preguntan algunos- si eso no sirve para nada? Lo cual puede suscitar cierta crisis de utilidad funcional de la democracia actual.
-Aumento de los resistencialismos, las protestas y las muestras de rechazo y boicot organizadas. En este sentido, no habría que desechar la posibilidad de que tales protestas reactivas se manifiesten crecientemente a través de las redes, con todos sus efectos críticos en la funcionalidad político-organizativa y socio-económica de nuestras sociedades. No se están teniendo en cuenta, por ejemplo, las posibilidades de acción crítica y erosiva que podrían instrumentarse a través de organizaciones como Anonymus, sobre todo si se tiende hacia una colisión creciente.
-Surgimiento de nuevas formas y manifestaciones de conflicto. No hay que minusvalorar la ira de los excluidos y la posibilidad de estallidos recurrentes de tensión, así como de nuevas protestas simbólicas y expresivas. Lo cual puede dar lugar a nuevas formas de estar en la sociedad, pero contra la sociedad. Incluso a resistencias anómicas y/o nihilistas, en un mundo sin creencias o cada vez con menos creencias.
-Posibilidad de sabotajes y de violencias ciegas, como expresión de una creciente frustración y una falta de horizontes. ¿Qué tenemos que perder? -se preguntan algunos-, en un contexto en el que cada vez se explicitarán más los riesgos de una ausencia de mecanismos y procedimientos de imbridamiento sociológico (y motivacional) de muchas personas -sobre todo jóvenes-, que no se encuentran prácticamente concernidos en las sociedades actuales. Habría que recordar las advertencias, en este sentido, del informe sobre riesgos globales de 2011 del World Economic Forum sobre las posibilidades de wuer una cultura del resentimiento se instale en nuestras sociedades, con efectos corrosivos alimentados por las situaciones de desigualdad y de falta de horizontes de futuro en las que se encuentran muchas personas capaces, que se han preparado, que han actuado conforme a lo que se pedía de ellas y que ahora se encuentran frustradas y defraudadas, y que se podrían encaminar progresivamente hacia el resentimiento.
-Finalmente, y como colofón de muchas de estas tendencias y perspectivas, habría que considerar también la posibilidad de que en nuestro mundo se instale una especie de cultura de la antiuotopía, como reflejo de unas sociedades divididas, en las que se difunden crecientemente visiones -y expectativas- negativas sobre el futuro, con una estratificación existencial a priori que prefigura para algunos -para muchos- un destino negativo, y lo hace de forma bastante rígida, casi inevitable. Lo cual podría llevar a la generalización de ambientes penetrados por fatalismos negativos.
Las consecuencias económicas que pueden derivarse de algunas de las tendencias críticas que aquí hemos analizado podrían situarnos ante un auténtico autocumplimiento de la profecía suicida. Es decir, la profecía que solo propala negatividades y solo augura destinos críticos. Si las cosas están tan mal como se nos dice y hay que realizar tantos recortes y restructuraciones, ¿quiénes serán al final los que consuman y qué tipo de bienes y productos se consumirán en nuestras sociedades? ¿Solo los productos de lujo que únicamente comprarán aquellos ricos que cada vez son más ricos?
La desigualdad extrema -si se hace cada vez más extrema- puede acabar siendo la cuna del colapso económico y de la entropía del crecimiento. ¿Es posible el progreso económico en base solo -o fundamentalmente- a una actividad erconómica orientada a la acumulación financiera y a los consumos selectivos de unas minorías superpudientes? La disfuncionalidad económica de la desigualdad es evidente, y por ello si la desigualdad tiende a extremarse, y a concernir cada vez a más personas, la disfuncionalidad económica también tenderá a resultar más extrema, en un proceso perverso a gran escala, en el que, progresivamente, una tendencia negativa alimentará y potenciará a la otra.
Pero estos no son los únicos problemas que suscitan las actuales derivas desigualitarias. La cuestión crítica de mayor alcance es que en una sociedad que no sea implicativa y en la que no existan, ni se ofrezcan, criterios claros, realistas y creíbles  para la mejora y el reconocimiento de los méritos y el esfuerzo de cada cual -sobre todo de las nuevas generaciones- ni tampoco exista solidaridad, no tardará en priducirse un derrumbe de la mayor parte de los patrones y los criterios morales y sociales sobre los que se sustenta el orden social. Y, por supuesto, acabará disolviéndose la misma estructura articuladora de costumbres, patrones sociales (y morales), motivaciones y prioridades que equilibrán un orden social dado. ¿Sobre que bases se podría sustentar sociedades de este tipo, con unos rasgos y características que evolucionen en dicha dirección? ¿En qué se podrá creer? ¿Qué imagen tendrá esa sociedad de sí misma? ¿Y de cada uno de sus integrantes? ¿Cómo se llevarán -y justificarán- unos su situación de privilegio desmedido, mientras otros carecen de casi todo? ¿Se podrán mirar algunos tranquilos en el espejo? ¿Y los otros, los que carecen de lo más necesario y no entienden por qué se encuentran privados y excluidos, y tan carentes de horizontes futuros, aceptarán pasiva y resignadamente su pobre y triste destino? ¿Qué harán para sobrevivir? ¿Renunciarán a cualquier perspectiva de poder lograr una razonable felicidad y unas perspectivas dignas de bienestar? Si no se dan cambios en algunas tendencias, y si se extreman ciertas derivas críticas, ¿nos podríamos encaminar hacia una crisis de civilización conectada a la dinámica de las desigualdades?
En cualquier caso, sin necesidad de deslizarnos hacia eventuales escenarios extremos y exagerados, habría que coincidir en que la dinámica de acentuación de las tendencias desigualitarias acabará pasando factura al conjunto de la sociedad, y muchas de estas tendencias no van a cambiar fácilmente ni van a frenarse por sí solas. Por ello, la desigualdad no debe entenderse solo como un eventual mal o problema personal (para aquellos que la padecen), sino que es también un mal social, en sí, para el conjunto de la sociedad". Salvo imprevistos, este blog cierra hasta el año próximo. ¡Feliz Año Nuevo a pesar de todo! Que el 2014 les venga plagado de ventura y felicidad. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt












lunes, 25 de diciembre de 2023

De la globalización de la Navidad

 




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Hola de nuevo. Y de nuevo a todos feliz lunes y feliz Navidad. Sobre la globalización, y en cierto modo banalización de las fiestas navideñas, escribe hoy en El País la socióloga Olivia Muñoz-Rojas, que los seres humanos tenemos la necesidad, incluso neurológica, de suspender nuestra vida cotidiana de tanto en tanto con rituales que nos conectan con un tiempo de otra calidad. Yo, que no soy creyente, reconozco el poso de felicidad añorada, ¿quién no fue feliz en la infancia?, que la celebración de la Navidad y del mito que representa nos aporta. Sean felices, por favor. O al menos no dejen de intentarlo. HArendt. harendt.blogspot.com












La globalización de la Navidad no es solo amor al comercio
OLIVIA MUÑOZ-ROJAS
25 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Cada vez que llegan las fiestas navideñas, muchos se preguntan por el sentido de nuestros rituales. Algunos cuestionan su necesidad, otros critican la aparente frivolidad con la que celebramos una festividad en origen religiosa. Es lo que el historiador estadounidense J. A. R. Pimlott definió como “la paradoja de la Navidad”. Se refería a la tensión entre el materialismo consumista que caracteriza a esta festividad hoy en día y los valores no materialistas cristianos que la inspiran; una tensión entre lo profano y lo sagrado que evoca la historia de esta celebración. Recordemos que, en la Europa romana, coincidiendo con el solsticio de invierno se celebraba la Saturnalia, festividad dedicada al dios Saturno, que marcaba la transición entre el período de cosecha y el de siembra. Durante esta fiesta se intercambiaban regalos y se decoraban los hogares con luces y ramas de hoja perenne. De un modo similar, los pueblos nórdicos celebraban el jól o yule en torno al 21 de diciembre con hogueras, banquetes, ofrendas a sus dioses y adornos de pino y acebo. La celebración de la Natividad cristiana se superpuso, poco a poco, a estas tradiciones y costumbres precristianas. Así, por ejemplo, hallamos las primeras referencias a los árboles de Navidad en el siglo XVI, ya como parte de la conmemoración del nacimiento de Jesús, pero en clara continuidad con los rituales de ornamentación precristianos.
Quizá porque, desde un principio, la Navidad posee esta doble dimensión de fiesta materialista pagana y celebración religiosa cristiana, es por lo que ha sido posible desligar la primera dimensión y exportar los rituales asociados a ella al resto del mundo. Bajo el reinado victoriano se popularizó la tradición germánica de decorar del árbol de Navidad, primero en el Reino Unido, y se extendió luego a las colonias y excolonias británicas, como Estados Unidos. Después de la Segunda Guerra Mundial, la estética navideña anglo-germánica, con sus abetos iluminados con luces eléctricas y el personaje de Santa Claus (otro ejemplo de hibridación entre la figura cristiana de San Nicolás y el dios nórdico Odín), amplió su presencia en todo el mundo a través de la publicidad y los productos de las grandes compañías estadounidenses como Coca Cola, Disney o McDonald’s.
Dado que es posible separar esta dimensión materialista y pagana de la Navidad, sus rituales no interfieren con las costumbres religiosas autóctonas fuera de Occidente. Tal y como explican Junko Kimura y Russel Belk respecto de Japón, en el país asiático existe una separación en el espacio y el tiempo de los rituales navideños. La ornamentación navideña, por ejemplo, está ausente “no solo en lugares obvios como templos budistas, santuarios sintoístas y el Palacio Imperial en Tokio, sino también en restaurantes y hogares tradicionales japoneses, jardines japoneses y arenas de lucha de Sumo”. Esta segregación espacial “permite mantener la Navidad como algo extranjero, exótico y separado de lo que se considera verdaderamente japonés”. Algo similar ocurre en otras sociedades asiáticas, como la India. Fuera de la comunidad cristiana, el gusto por los rituales navideños es esencialmente estético; una oportunidad para imaginar y producir todo tipo de decoraciones multicolor, desde estrellas de papel maché hasta papás noeles montados en elefantes.
La globalización de la Navidad puede verse como una huella persistente del colonialismo europeo y la hegemonía cultural occidental. También como síntoma de un sistema económico que tiende a ver cualquier celebración, individual o colectiva, como una oportunidad de introducir productos en el mercado y estimular su consumo de forma masiva. En este sentido, nada impide que festividades originarias de otras regiones del mundo alcancen la misma visibilidad global que la Navidad, tal y como empieza a suceder con en el Día de Muertos mexicano o el Año Nuevo chino. Sin embargo, más allá de la crítica a la banalización y comercialización de la Navidad y otras festividades, conviene recordar que los seres humanos tenemos la necesidad, incluso neurológica, de suspender nuestra vida cotidiana de tanto en tanto con rituales que nos conectan con un tiempo de otra calidad, llamémosle sagrado, trascendente o, simplemente, diferente. En su obra clásica Las formas elementales de la vida religiosa, Émile Durkheim explica cómo los rituales nos sacan de nuestra actividad ordinaria, permitiéndonos volver a ella “con más valor y entusiasmo, no solo porque hallamos entrado en contacto con una fuente de energía superior, sino también porque nuestras fuerzas se han revitalizado al experimentar momentáneamente una vida menos tensa, más regalada y libre”. Así, una de las funciones de la Saturnalia era permitir la relajación de las normas y las jerarquías sociales durante un tiempo breve. Es más, esa “energía superior” a la que se refiere Durkheim no necesariamente tiene un carácter sobrenatural o religioso. En las sociedades contemporáneas, procede, entre otros, de la celebración sincronizada de rituales secularizados como sucede en estas fechas. Desde esta perspectiva, quizá resulten menos reprochables los villancicos en bucle o el exceso de dulces. Siempre y cuando se limiten a un tiempo breve. Olivia Muñoz-Rojas es doctora en Sociología por la London School of Economics.











De la demolición de Europa

 





Hola, buenos días de nuevo a todos, feliz lunes y feliz Navidad. Mi propuesta de lectura para hoy, del escritor José Andrés Rojo, va de la demolición de Europa, que como señala Rojo en El País, Viktor Orbán, con su proyecto iliberal en Hungría, alimentado con los fondos de la Unión, está contribuyendo a destruir neutralizando todos los mecanismos de control y equilibrios de la democracia liberal. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com












La demolición de Europa
JOSÉ ANDRÉS ROJO
22 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

En su último libro, Timothy Garton Ash se refiere por lo menos a cuatro maneras de entender lo que es Europa. Habla de la Europa geográfica, de aquella que abarca más o menos los territorios que en su día dominó Carlomagno, se refiere a la Europa de la cultura y los valores y, por último, a la de la organización institucional de los Estados europeos. Se le olvidó que, dentro de esta última, hay también lugar para una quinta Europa: la Europa del esperpento. Es la que habitamos ahora y que mostró sin la menor vergüenza su verdadero rostro en las reuniones que celebraron los Veintisiete hace una semana. Los titulares hablaron de un momento histórico, y aplaudieron que la Unión hubiera dado luz verde a las negociaciones para que Ucrania y Moldavia pudieran integrarse dentro de un tiempo, y siempre que cumplieran una serie de rigurosos requisitos, al selecto club de Bruselas. Poco después de que se produjera ese gesto de generosidad que augura un futuro radiante para esa Ucrania que se desangra en los campos de batalla en su guerra con la Rusia de Putin, la Unión Europea fue incapaz de aprobar un paquete de 50.000 millones de euros que podían a servirle de ayuda en la más estricta actualidad, la de las bombas y la destrucción y el dolor y la postración de sus gentes.
Era necesaria la unanimidad de los Estados miembros para que dentro de unos años Ucrania pudiera formar de la Unión. El caso es que la Hungría de Viktor Orbán se mostraba remolona a dar el visto bueno. Pero fue entonces cuando se produjo una de esas soluciones imaginativas y, justo en el momento de votar, Orbán se ausentó, salió a dar una vuelta. Olaf Scholz, el canciller alemán, le sugirió la idea, y resultó convincente. Igual Orbán pensó que el futuro queda lejos, que son muchas las cosas que pueden cambiar.
Y de esos cambios, de los que han sucedido desde los años setenta hasta ahora, habla Garton Ash en el libro antes aludido, Europa. Una historia personal (Taurus). Es el relato de alguien que vive con entusiasmo el reto al que se enfrentan los países del Este de Europa de romper con el autoritarismo de la Unión Soviética para acercarse a Bruselas, y que observa cómo cuando ya forman parte de la Unión algo termina por torcerse. “La adhesión a la Comunidad Europea se había considerado una forma de asegurar la transición nacional a la democracia”, escribe en el capítulo que se titula Demolición. Y observa poco después: “Pese a las nobles palabras de los artículos iniciales del Tratado de la Unión Europea, resultó que esta carecía de mecanismos eficaces para defender la democracia en el interior de un Estado miembro”.
Y eso es lo que ha sucedido con Hungría desde que Orbán llegó al poder en 2010. Neutralizó todos los mecanismos de control y equilibrios de la democracia liberal y terminó por construir un país con “una visión alternativa de Europa: antiliberal, conservadora en lo social, natalista, declaradamente cristiana y etnonacionalista”. A esa quinta Europa es a la que se sigue alimentando de fondos para que siga erosionando la Unión desde dentro. Es la que ha mostrado sus zarpas, la que ya batalla en Bruselas para defender un puñado de ideas ultra, la que quiere crecer en las próximas elecciones. Es un verdadero peligro.























[ARCHIVO DEL BLOG] Contra la resignación. [Publicada el 17/12/2017]











La izquierda que no se identifica con el independentismo pero que tampoco siente simpatía hacia decisiones gubernamentales y judiciales emitidas desde Madrid representa una esperanza ante las elecciones catalanas del 21D. Y hay que luchar contra la resignación, escribe en El País Jordi Gracia, ensayista y catedrático de literatura española en la Universidad de Barcelona.
Es casi una ley fatal de la vida española que Ortega y Gasset reaparezca en los momentos calientes como referente intelectual, comienza diciendo el profesor Gracia. Ha vuelto a suceder en relación con Cataluña y a propósito de una de sus más desafortunadas expresiones: para algunos ya no hay margen para la conllevancia y otros creen que ese sigue siendo el único horizonte posible, conllevarse. Pero es tan poco orteguiana esta opción que no parece de Ortega: es una falsa solución, es pasiva, es poco imaginativa y condenadamente coyunturalista. Equivale poco más o menos a no pensar nada y a no mover casi nada, y eso contraviene casi genéticamente al mejor y más vivaz Ortega.
Durante más de treinta años, las relaciones políticas entre los gobiernos español y catalán hallaron numerosas vías de acuerdo y de pacto, de complicidad y de convergencia de intereses. Dio sus buenos frutos, por mucho que a la vez esa larga etapa, vivida en directo, diese múltiples motivos de crítica y hasta padeciese deslealtades de juzgado de guardia. Sin embargo, ninguno de esos tropiezos, agudas crisis o despechos llevaron a un enfrentamiento tan radical, epidémico y temible como el que se viven hoy los dos gobiernos y los mismos catalanes entre sí. La asfixia actual de la negociación como principio político ha llevado al enfrentamiento directo entre dos gobiernos que se sienten encarnación emocional y sentimental de dos naciones: ambas han acumulado resentimientos ante los comportamientos de la otra, y ambas se han entregado a un calentamiento acelerado y fuera de control. Pero no adivino la menor alegría política en Mariano Rajoy al conocer los encarcelamientos dictados por la juez Lamela, ni veo demasiadas alegrías en el independentismo ante el súbito nomadismo de un presidente de la Generalitat que dice en Skynews sentirse tratado como asesino en serie.
Es verdad que no fue glorioso el desarrollo del Estado de las Autonomías ni lo fue el muy pedregoso corredor ferroviario entre Madrid y Barcelona. Pero ha sido mucho peor después para la mayoría de catalanes y de españoles, entre los cuales cuento a quienes viven con descontento y con rabia, con tristeza y a veces hasta con desolación el fracaso de un equilibrio funcional que ha estallado por los aires.
El movimiento independentista nació y creció como excrecencia directa de una crisis de Estado ya muy prolongada. El otro síntoma potente fue la transformación del 15-M en la articulación complicadísima de Podemos y sus aliados territoriales. A ninguno de los dos cabe restarle la menor legitimidad política ni ideológica, tanto si se comparten sus posiciones políticas como si no. Nacieron como frutos imprevistos de una democracia viva, agitada, conflictiva y exigente, y razonablemente alérgica a conllevancia alguna ante desmanes obscenos de políticos democráticos en sus usos del dinero público, los contratos, los porcentajes y los sobres.
Hoy está en el tejado de la izquierda la posibilidad de renovar el mensaje sobre el Estado y sobre todo está en sus manos hacerlo operativamente; está en sus manos complementar los eslóganes —para unos el referéndum pactado, para otros la reforma constitucional— con una batería de indicadores que tracen la geografía empírica del problema, las opciones de máximos y de mínimos con flexibilidad política y a la vez con conciencia de urgencia. Aludo a la izquierda alineada con los socialistas y con los comunes y apelo a su poder real para fomentar un cambio de énfasis, una renovación de prioridades que quiebren el relato frentista que activa la emoción y el sentimiento independentista: el futuro parece pasar por una reforma constitucional de amplio respaldo y estudiada intervención.
No minimizo la toxicidad política que ha traído el encarcelamiento de políticos catalanes ni minimizo la conmoción natural de la población catalana con la Generalitat intervenida. Pero sí entiendo que ese escenario encabritado y pendenciero pide socavar el relato de los dos contendientes y, sobre todo, pide difundir lenguaje y objetivos alternativos. Pide un mensaje que se dirija a quienes dudan ya de la viabilidad actual del independentismo como a quienes han reprobado el calentón represivo y a sus voceros mediáticos. Ese espacio vendrían a ser las clases medias que han habitado transitoriamente en los dos extremos y rechazan legítimamente tanto la DUI como su obvia consecuencia, el 155, porque una y otro niegan el espacio mismo de la negociación política.
El mapa que saldrá del 21-D nadie lo conoce hoy, pero para evitar que calque los resultados de 2015 los ciudadanos disponemos de las armas que pongan en nuestras manos los programas políticos, los debates, la campaña electoral misma y la credibilidad con que defiendan otra ruta de evacuación para una potencial mayoría. El objetivo de ese relato no habría de ser la resignación de conllevarse orteguianamente sino postular un cauce complejo, integral y ambicioso —una fórmula de Govern en Cataluña al estilo de la que promueve Miquel Iceta— que ponga a circular nuevas condiciones políticas. Asumir de forma tácita o explícita los errores a muchas bandas puede trasladar a la opinión pública la evidencia de que el fundamentalismo jurídico de Madrid y el fundamentalismo del deseo independentista han fracasado. Lo han hecho en medio de una polvareda descomunal para dejar luminosamente clara su incapacidad política. Los indepes tienen los pies de barro democrático porque sus mandatos son insuficientemente democráticos y el Gobierno de Madrid ha jugado con fuego en el límite de la campana, sin poder controlar las actuaciones (calamitosas) de una juez de la Audiencia Nacional, y tampoco las más sensatas acciones de otro juez del Tribunal Supremo.
El relato victimista tiene sus buenas razones y el relato constitucional las tiene también. Pero de ambos relatos solo se desprende un enroque endemoniado que ha instalado a muchos en la melancolía de un fracaso global y sin salida. Sin embargo, la izquierda que no ha vivido el independentismo como forma de identidad y que tampoco ha sentido simpatía alguna con varias de las medidas procedentes tanto del Gobierno de Madrid como del sistema judicial, encarna algo parecido a la esperanza blanca para un montón de clientes de un menú ideológico, conceptual, teórico y hasta electoral capaz de superar el bucle.
En una conllevancia de apaño está el peor enemigo. Significaría resignarse a multiplicar los gestos equívocos y de consumo instantáneo, resignarse a romper pactos como el del Ayuntamiento de Barcelona, resignarse a no explicar con claridad los errores de dos poderes descontrolados, resignarse a mantener un perfil bajo por prudencia electoral, resignarse a no enfadar a sectores de la propia militancia socialista o de los comunes, resignarse a no actuar políticamente. Todo ello sería una pésima noticia ante la envergadura del problema y ante la proximidad de una posible solución encarnada en el resultado del 21-D. Moverse antes para que no se repita el resultado de 2015 es seguramente preferible a que le muevan a uno cuando ya esté todo el voto escrutado. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














domingo, 24 de diciembre de 2023

De la terapia de pareja y el interés general

 






Hola de nuevo. Y de nuevo a todos feliz domingo y feliz Nochebuena. Si ante un acuerdo como la renovación del CGPJ, que —recordemos— es obligado por la Constitución, comenta en El País de hoy el politólogo Fernando Vallespín, nos encontramos con tantas resistencias, ¿qué expectativas podemos tener de que se produzca cualquier otro? Yo, desde luego, no muchas, porque está claro que el interés general de los españoles les resbala. Sean felices, por favor. O al menos no dejen de intentarlo. HArendt. harendt.blogspot.com








Terapia de pareja para Sánchez y Feijóo
FERNANDO VALLESPÍN
24 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Tan bajas eran nuestras expectativas sobre el encuentro entre Sánchez y Feijóo, que hasta nos satisfizo el acuerdo de mínimos al que aparentemente llegaron. Parece haber vía libre para cambiar el término de “disminuidos” del artículo 49 de la Constitución y hay un conato de entendimiento sobre la renovación del CGPJ. Si nos fijamos, sin embargo, es para hacérselo ver. Menuda hazaña, cambiar una palabra de nuestra pétrea Constitución o cumplir con un mandato allí establecido para la renovación de órganos ¡después de más de cinco años! Lo peor es que el mero hecho de que nuestros dos líderes se reúnan nos parece ya una proeza. Para quienes estamos tan sedientos de acuerdos entre los dos grandes partidos, estas dos gotitas casi nos saben a gloria.
Pero no deja de ser patológico. De entrada, porque muestra a las claras la doble vara de medir en el comportamiento de nuestros partidos en su relación con otras fuerzas. Cuando se trata de tocar poder, los acuerdos fluyen armónicamente, salvando incluso incompatibilidades casi apriorísticas, como las que separaban al PSOE y Junts, por ejemplo; en todas las demás circunstancias, en particular en las propias de la relación Gobierno/oposición, se erige un muro o se cava un foso para abortar todo contacto. La bondad o toxicidad del otro es directamente proporcional a las necesidades de gobernabilidad de cada cual. El criterio que debería guiarlas, el del bien común, pasa a un segundo plano. Una democracia segura de sí misma no tendría problema alguno por institucionalizar acuerdos de Estado puntuales entre sus grupos más representativos, máxime cuando nos hallamos en uno de los momentos políticos más delicados de las últimas décadas.
Lejos de esto, el problema, al parecer, no es ya solo que seamos incapaces de llegar a casi ningún acuerdo, sino que para lograrlos precisemos de algún instrumento protésico. Esta ha sido para mí la mayor sorpresa del encuentro entre nuestros líderes mencionados, el recurso a la Comisión Europea para que supervise la negociación dirigida a renovar el CGPJ, como si España fuera un país menor de edad que encima pide ser tutelado. Nuestras grandes fuerzas políticas se someterán, así, a algo similar a lo que hacen algunos matrimonios que acuden a terapia de pareja para que alguien medie en sus disputas. El recurso a un mediador internacional para resolver el presunto conflicto catalán ya fue suficientemente extravagante, pero al menos se entiende como la exigencia de una de las partes para hacer visible su supuesta situación de país “colonizado”. Lo alucinante es que la otra parte lo aceptara. Ahora estamos ante algo que considero peor por la deriva que supone en el devenir de nuestra democracia. Precisamente porque quienes lo proponen fueron los máximos protagonistas de nuestra Transición.
Que aquellos que fueran capaces de tamaña hazaña tengan que acudir ahora al terapeuta europeo para que empuje en una negociación que debería ser rutinaria y casi mecánica debería movernos a una profunda reflexión. Primero, porque sirve para confirmarnos que el muro es algo más que una metáfora. Si ante un acuerdo que —recordemos— es obligado por la Constitución, nos encontramos con tantas resistencias, ¿qué expectativas podemos tener de que se produzca cualquier otro?
Parece como si ambas fuerzas estuvieran sujetas a férreos incentivos para, como diría Bartleby, “preferir no hacerlo”. Unos, por presiones potenciales de su propia coalición parlamentaria; otros, por el temor a la reacción de sus medios amigos. Segundo, el propio objeto del acuerdo, el Poder Judicial. ¿Acaso no hay detrás de tanta tozudez una resistencia implícita a renunciar a poder controlarlo? Si esto es así, el problema es aún bastante más profundo. Fernando Vallespín es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.











De la celebración de la Navidad

 






Hola de nuevo. Y de nuevo a todos feliz domingo y feliz Nochebuena. A pesar de la prohibición oficial, comenta en El País de hoy el escritor cubano Leonardo Padura, en mi casa de Cuba siempre se celebró la Navidad, un acto de resistencia doméstica silenciosa más allá de la política: era donde la familia se sentía familia. Lo mismo pienso yo, ateo confeso, para el que la Navidad es una de esas fechas que nos identifica como civilización y como cultura. Sean felices, por favor. O al menos no dejen de intentarlo. HArendt. harendt.blogspot.com











Cuento navideño y... próspero Año Nuevo
LEONARDO PADURA
24 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Regreso a La Habana desde Madrid y en mis maletas llevo carga pesada y simbólica: turrones blandos de Jijona, duros de Alicante, también de yema tostada, más dos botellas de sidra asturiana El Gaitero y, como añadido especial, dos panetones. Estos son los complementos indispensables que en cada ocasión propicia me exige mi madre, casi centenaria, para festejar la Navidad y la llegada del Año Nuevo, tal como ella entiende que debe ser.
Ya en la sala de su casa, la misma casa en donde nací y que todavía habito, está erguido el arbolito de Navidad de fibras plásticas que mi hermano residente en Miami le trajo a mis padres hace algún tiempo para sustituir al ya muy desvencijado predecesor de papel que prestó sus servicios cada diciembre durante más de treinta años. Mientras, en una mesa esquinera se ha montado un nacimiento del Niño Jesús acomodado en su pesebre. Es un retablo al que cada vez le faltan más figuritas de barro de pastores o caballos o pavos, incluso uno de los Reyes Magos, piezas extraviadas o deshechas a lo largo de los muchos años de una presencia iniciada allá por 1954 o, ya sin duda, en 1955. La fecha la confirma una foto que debe andar por una gaveta de la casa, una imagen en blanco y negro en la que aparezco yo, a mis tres meses de nacido, arrebujado en un coche entre mis padres, entonces veinteañeros, y junto a un árbol de Navidad bien poblado de bolas brillantes y el nacimiento de Jesús, con todas sus figuras intactas.
Este es un rito que cada diciembre se cumple en mi casa y que a veces pienso que dejaremos de seguir el día en que ya no esté mi madre. Porque mi esposa y yo somos de las personas que evitan las celebraciones con alegría obligatoria y programada. Las fiestas de cumpleaños, por ejemplo, no implican para nosotros la necesidad del festejo que de una forma u otra nos conmina a sonreír mientras recibimos las congratulaciones de amigos y, a veces, hasta de enemigos. Y algo similar nos ocurre desde hace no sé qué tiempo con las celebraciones navideñas. El fin de año, al menos yo lo percibo así, es apenas una fecha más que no me provoca otra evidencia de que el tiempo pasa y, lo peor, es que cada vez lo hace más velozmente.
O quizás no: a veces pienso que, cuando llegue el momento en que pongamos el cuerpo de mi madre junto al de mi padre en el viejo cementerio de la localidad de Managua, en las afueras de La Habana, mi esposa, mis hermanos y yo deberíamos sostener la tradición que tan importante fue para nuestros progenitores. Sería una forma de celebrarlos a ellos, más que a la festividad, pues para personas como ellos esta tradición no solo fue una costumbre heredada, sino que por muchos años también entrañó un acto de resistencia cívica y cultural.
Está documentado que en el año 1962, para aderezar las celebraciones navideñas, el líder revolucionario Fidel Castro, cuya lucha armada había triunfado tres años antes —justo entre el último día de 1958 y el primero de 1959— anunció, en una de sus típicas decisiones, que cada familia cubana tendría un turrón de Jijona para el festejo, y encargó a la localidad alicantina una cifra millonaria de tabletas que puso en tensión a las fábricas productoras de esa región española. Y sí, cada familia cubana tuvo su turrón.
Aquella alianza feliz entre los fabricantes de turrones y los cubanos se mantuvo en funcionamiento varios años hasta que en 1969 el Gobierno de la isla decidió con el mismo fervor que no era justo que algunas personas celebraran las fiestas navideñas (al fin y al cabo una vieja rutina de otros tiempos, cargada con demasiadas connotaciones religiosas), mientras tantos otros miles de compatriotas estarían laborando sin parar un solo día en los campos de la isla cortando la caña que permitiría la fabricación de 10 millones de toneladas de azúcar que serían el trampolín del salto económico que sacaría al país del subdesarrollo. Y, desde entonces, con más o menos caña por cortar y azúcar por producir, prácticamente se decretó la eliminación de las celebraciones navideñas que, por su significado, resultaban ajenas a la ideología socialista y la filosofía del ateísmo científico.
Muchas familias cubanas cumplieron con la decisión oficial. Otras, entre ellas la mía, se resistieron a hacerlo y cada diciembre en la sala de mi casa se irguió el mismo arbolito de Navidad, cada vez más desmejorado, con menos bolas de cristal, y también se montó el Nacimiento de Jesús, ya afectado con ausencias de personajes y figurantes, pero con su pesebre al centro y la estrella de Belén iluminando el montaje.
Aquel acto de resistencia silenciosa, sostenida en el espacio doméstico, tenía en su esencia un significado que iba por encima de cualquier condición política o incluso religiosa. Era la ambientación más propicia para que la familia se sintiera familia y cenara el día de Nochebuena en una mesa donde siempre se procuró, incluso en tiempos de muchas carencias, que no faltaran el cerdo asado, los frijoles negros y la yuca aderezada con ajo y naranjas agrias y, como postre, si había aparecido por algún camino misterioso, un turrón español o, al menos, un modesto sucedáneo cubano. Lo de la sidra asturiana, por supuesto, resultó más complicado, pero con lo que hubiera, en familia, nos deseábamos entonces una feliz Navidad y… un próspero Año Nuevo.
En 1998, cuando el Papa Juan Pablo II visitó Cuba, una de las peticiones que hizo al Gobierno cubano fue la restitución del feriado navideño, al menos el 25 de diciembre, y su reclamo fue aceptado. Las Navidades volvieron a Cuba, pero bastante maltrechas, como tantas tradiciones maltratadas por las restricciones e interrupciones, y sin los componentes de otros tiempos, en especial esos turrones y sidras que las caracterizaban.
Cada año que he podido, he tratado de que en mi casa la Navidad tenga sus complementos gastronómicos más típicos, mientras mis hermanos y mi madre se encargan de la decoración alegórica: árbol y nacimiento.
Y este año vamos a celebrar, con turrones y sidra incluidos, porque necesitamos celebrar. Porque nos merecemos celebrar, al menos por el hecho ya muy importante de poder seguir viviendo, aquí y ahora, acompañados de algunos de nuestros afectos. Vamos a celebrar en un país que, en una coyuntura —en algún momento el actual Gobierno cubano ha llamado así este período crítico— pletórica de carencias, de ausencias materiales y físicas —el cerdo se ha vuelto un animal exótico y en dos años han emigrado casi medio millón de compatriotas—, un tiempo de naufragio de tantas esperanzas y mientras el mundo vive más y nuevas guerras, más y nuevas crisis. Pero otra vez nosotros podremos, junto a mi casi centenaria y todavía muy lúcida madre, a la madre de mi esposa Lucía y tal vez algunos amigos de los que aún no se han dispersado por el mundo, comer estos entrañables turrones españoles, partir uno de los panetones (el segundo lo habremos escondido para disfrutarlo a trocitos mi mujer y yo) y brindar con la sidra asturiana, como manda la tradición cubana, y desearnos que el próximo sea ese año propicio que tanto añoramos. El año mejor que, como la celebración, también necesitamos, también nos merecemos. Nosotros y todos ustedes… Así que, ¡Feliz Navidad… y próspero Año Nuevo!. Leonardo Padura es escritor. Premio Princesa de Asturias de las Letras en 2015.