martes, 21 de noviembre de 2023

Del Generalísimo





 


Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura para hoy, del jurista Antonio Jiménez Blanco-Carillo de Albornoz, va del Generalísimo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










Del Generalísimo
ANTONIO JIMÉNEZ BLANCO-CARRILLO DE ALBORNOZ
13 OCT 2023 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Desde la muerte de Franco, en 1975, se van a cumplir cincuenta años, que se dice pronto. Y no cincuenta años cualesquiera: si el mundo ha acelerado su ritmo de transformación, en España las cosas han ido más deprisa aún, porque es un dato que ―desde el punto de vista de las mentalidades, que siempre es más complejo que el de las instituciones políticas― hemos recuperado buena parte del desfase que sufríamos con las sociedades del otro lado de los Pirineos.
Como todo personaje histórico, Franco tuvo admiradores ―el oficialismo, como se le suele denominar en Iberoamérica― y detractores. Y este libro dedica sus más de 400 páginas a transcribir lo que dijeron unos y otros. No es por tanto una biografía en sentido propio, aunque el autor no deja de expresar sus puntos de vista, por cierto, más para desmentir opiniones ―de tirios o de troyanos― que para hablar en positivo y pasar a formular juicios tajantes. Él califica su trabajo como «metabiografía» y en la contraportada lo explica empezando por constatar el siguiente hecho: «Paquito, Comandantín, Caudillo, Generalísimo, Su Excelencia el Jefe del Estado… Esas y otras denominaciones acompañaron a lo largo de toda su vida a Francisco Franco Bahamonde. Según sus biógrafos y propagandistas, el inmortal, heroico y providencial hombre enviado por Dios para salvar a España, el defensor de la patria, santificado hasta el punto de que, a su muerte, la gente le dejaría peticiones manuscritas de milagros en el ataúd. O, en su reverso tenebroso representado desde el antifranquismo, el ser tímido reprimido y taimado, el cruel, traidor, déspota y despiadado Criminalísimo».
Siendo así de plural el panorama, el autor recorre y explica en efecto los tales calificativos (con sus correspondientes desarrollos argumentales) y no solo los empleados en vida del personaje, sino también después, cuando el legislador en 2007 (y también en 2022, aunque esto último no hubo tiempo de recogerlo) ha tomado cartas en el asunto para ofrecer su propia versión ―también oficialista― de los hechos, como si acaso el inconsciente colectivo de los pueblos dependiese del BOE.
El trabajo de Javier Rodrigo, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona, ha sido espléndido y no resulta de extrañar que haya merecido tantos elogios. Por ejemplo, de David Jiménez Torres en La lectura: «En conjunto, Generalísimo exhibe una ambición, un criterio y un nivel de conocimiento notables. Cumple de sobra con la curiosa deuda que Rodrigo apunta al comienzo: su generación, la de los historiadores nacidos en la segunda mitad de los 70, ha estudiado con profusión el franquismo, pero no a Franco. Esta obra muestra, sin embargo, que en este asunto, y por increíble que parezca, no está todo escrito». O también Quico Alsedo en El mundo de 8 de octubre de 2022: del libro se declara que es «un tocho considerable que se lee con avidez porque cruje página a página, va de la omnipresencia a la intranscendencia del protagonista en la vida política española». Sobre esto último ―la intranscendencia actual― se pronuncia el último párrafo del libro, donde el autor, a modo de conclusión de las 496 páginas del texto, sí tiene interés en manifestarse en términos lapidarios: «Militar anclado en las guerras africanas (donde, aparentemente, fue feliz), artífice y defensor de la peor guerra civil de la historia del país que decía amar, dictador admirado por muchos y odiado por los demás sin términos medios, padre y abuelo entrañable, ominoso cadáver para una democracia perfectible pero basada en derechos y libertades que tanto él como su régimen político negaron a los españoles, hoy sin embargo la figura de Franco es carne de meme, imagen recurrente en aplicaciones de teléfono móvil, un espantajo al que sacar en procesión simbólica de ver en cuando para movilizar a los del bando propio (…). Para eso ha quedado Franco hoy. Para la nostalgia, para la broma cruel, para el sensacionalismo, menguada su deseada transcendencia hasta una irrelevancia de la que lo rescatamos ya casi solamente los historiadores».
Leído el libro en agosto de 2023 ―aunque, eso sí, en el Cantábrico, o sea, a resguardo de calores mediterráneos y mesetarios―, y por tanto con ojos de hoy, dos son las observaciones que le vienen a uno a la cabeza. Primero, asombrarse ―una vez más, pero es que las cosas son así― de la ilimitada capacidad que los españoles tenemos para el elogio del político que se encuentra en el poder: para darle coba, para ser un pelota o un lameculos o como se quiera decir: mamporreros, palmeros o (lo mejor de todo: es una expresión de Jerez de la Frontera) aplaudiores. Entre los que adularon a Franco (durante su mandato, quiero decir) los hubo con una capacidad de arrastre que resulta, dicho sin exagerar, de vergüenza ajena. No doy nombres para no señalar: en el libro se encuentra la lista. Tal vez sea un sesgo de nuestra herencia berebere: los habitantes del desierto son, en cuanto nómadas, poco dados al reconocimiento de la legitimidad de poder alguno, pero al mismo tiempo sucede que, cuando están delante de un jefe, se muestran cortesanos hasta el punto de que, en la genuflexión, describen un ángulo perfecto de 90 grados. En la monarquía alahuita se viven esas contradicciones y a lo mejor nosotros, a este lado del estrecho, seguimos llevando esos genes. También habrá quien piense que la comparación resulta forzada y responde a un estereotipo, porque formas ritualizadas de culto a la autoridad existen en todas partes y en todas las épocas. Pero, salvando todas las opiniones, quizás lo nuestro tenga un plus de intensidad o al menos a mí así se me antoja.
Una segunda cosa, vinculada con la anterior aunque ahora la corriente va en sentido inverso, de arriba abajo. Suele decirse que en estos tiempos de posverdad, gobernar ―no solo sucede en la piel de toro: en este caso, el fenómeno es ya sin duda universal y por supuesto no tuvo aquí su origen― consiste esencialmente en relatar, en encontrar un hilo discursivo que sepa agrandar los éxitos y disimular los fracasos, al tiempo que aprovecha cualquier ocasión para atemorizar al adversario o al menos para caricaturizarlo. Dicho de otra manera, que la propaganda no solo acompaña al arte de regir una sociedad sino que constituye su misma esencia, al extremo de que lo demás ―la actividad teóricamente sustantiva― pasa a segundo plano. Pues bien, la conclusión que uno obtiene al leer este libro es que eso no está entre las novedades de la época en que nos ha tocado vivir, sino que siempre ha sido así. El autor ha empleado mucho material de Radio Nacional de España ―por cierto, creada en la guerra civil, al inicio, en Salamanca―, en el que se encuentran auténticas perlas. Nihil novum sub sole.
Ni que decir tiene que no ignoro que, para hacer ese parangón, hay que salvar muchas distancias de todo orden: cada cosa ―cada tiempo y cada persona― tiene su sazón. Me limito a señalar las líneas de continuidad, que también existen. Omitirlas es tanto como quedarse en una media verdad.
Reseña del libro Generalísimo. Las vidas de Franco, 1892-2020, de Javier Rodrigo. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2022



































[ARCHIVO DEL BLOG] Reflexiones sobre federalismo. [Publicada el 10/04/2014]











Una digresión previa... Sé que abuso de los puntos suspensivos, pero no es tanto un recurso estilístico -que sí lo es- como algo que aflora desde mi subconsciente por culpa de esa duda de la que hablaba Dante que figura el pie de todas las entradas del blog. La Ortografía de la RAE le dedica a ellos, a los puntos suspensivos, y a su correcto uso, nada menos que siete páginas: "Cuando su uso responde a necesidades expresivas de carácter subjetivo, -dice- funcionan como indicadores de modalidad, pues aportan información sobre la actitud o intención del hablante en relación con el contenido del mensaje [...] Pausa transitoria en el discurso que expresa duda, temor o vacilación".  ¿Queda claro el por qué del abuso?... ¿No?... ¡Vaya por Dios!, pues lo siento...
¿Y qué decir sobre ese "pues tanto como saber me agrada dudar" dantesco?... Mi siempre admirada Hannah Arendt, para la que "saber" y "comprender" son los dos ejes sobre los que pivotan todas sus obras, atribuyó a la teoría política la tarea de indicarnos cómo comprender y apreciar la libertad en el mundo y no la de enseñarnos como cambiarlo: "Cambiarlo -dice- es cosa de aquellos [¿los políticos?] que aman actuar concertadamente y no del solitario trabajo de los teóricos".
El origen de esta entrada está en una interesante conversación mantenida hace unos días, vía mensaje privado a través del Facebook, con el cabeza de lista de una de las candidaturas españolas al Parlamento europeo. Ni que decir tiene que no coincidimos en casi nada, pero que agradezco muy sinceramente la deferencia que tuvo conmigo al permitirme esa conversación fluida y amistosa durante unos minutos que me supieron a poco. Entre los asuntos comentados, saltó el de la opción federal...
De federalismo están hablando mucho en estos últimos tiempos nuestros políticos. Sin mucho rigor, la verdad sea dicha. ¿Por insuficiencias teóricas o por mero oportunismo? Probablemente por las dos cosas. Y es que como dice Roberto Luis Blanco Valdés, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Santiago de Compostela en su libro "Los rostros del federalismo" (Alianza, Madrid, 2012) "no hay federalismo, sino federalismos", tantos como Estados federales (o teóricamente federales) existen.
La experiencia federal carece de ensayos prácticos en nuestro país. El proyecto de Constitución federal de 1873, aun aprobado por las Cortes republicanas, no llegó a promulgarse, y sin embargo dio lugar y ocasión a lo que se ha denominado la "revolución cantonal" de la que tanto fruto literario sacaron Benito Pérez Galdós en "La Primera República" (1911), o Ramón J. Sénder en "Mr. Witt en el Cantón" (1935). Como planteamiento teórico el federalismo español tiene su mayor y mejor ponente en la figura de Francesc Pi i Margall, expresidente de la República, pero también merecen atención al respecto los planteamientos que expusiera José Ortega y Gasset en "La redención de las provincias" (1931).
Escuchar hoy a algunos políticos españoles hablar de federalismo es como hacer un brindis al sol. Ninguno pasa del enfático: "¡Hay que federalizar España!", pero no añaden nada más... Ni la menor puntualización; si acaso, una mención de pasada a la necesidad de convertir el Senado en la Cámara territorial que la Constitución parecía prever... 
De federalismo he escrito en numerosas otras ocasiones. Soy un federalista convicto y confeso. Incluso en la página cabecera que sirve de presentación a "Desde el trópico de Cáncer" lo enunció explícitamente cuando lo considero "el marco idóneo en el que desenvolver el autogobierno de los pueblos y los Estados". Por esa firme convicción traigo a la entrada dos artículos  que reflejan con bastante exactitud lo que sus autores, y yo mismo. entendemos por federalismo: "El horizonte federal de España" (2011), de Javier Tajadura, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco, y el titulado "Déjense fotografiar con la bandera española" (2014), del diplomático Juan Claudio de Ramón. 
Pero si de verdad quieren ustedes saber en qué consiste el federalismo no tienen más remedio que recurrir a la lectura de "El Federalista", un fascinante libro escrito por los "ilustrados" norteamericanos James Madison, Alexander Hamilton y John Jay a finales del siglo XVIII, que recopila todos los artículos de prensa publicados por los mismos bajo el seudónimo de "Publius" entre 1787 y 1789 en defensa del proyecto de Constitución federal de los Estados Unidos de América. Todo un clásico, quizá el mejor libro de ciencia política de la Historia, cuya lectura, estudio y comprensión, para muchos tratadistas, equivale -con suficiencia- a una maestría de postgrado en dicha materia. Pueden descargarlo, íntegro, en el enlace anterior. Espero que disfruten de su lectura, así como de los otros enlaces de la entrada. Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt












lunes, 20 de noviembre de 2023

Argentina: De Milei y la ira

 








Milei y la ira que impulsa al nacionalpopulismo global
ANDREA RIZZI
20 NOV 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Como un eco, el rugido de la ira que da alas a los abanderados de proyectos políticos nacionalpopulistas aparece, similar, en distintos rincones del planeta. Javier Milei es el enésimo caso de una amplia ola ―en la cual destacan los episodios del Brexit, Trump, Bolsonaro y Meloni― que es una enmienda total al sistema político como rechazo popular a todas las opciones tradicionales. El efecto eco radica en las muchas similitudes entre distintos elementos de la internacional reaccionaria. Pero ello no excluye que, a la vez, existan algunas diferencias significativas en las causas de su éxito y en las propuestas.
Por características personales y planteamientos políticos, Milei es una figura hiperbólica, incluso en el marco del radical mundo de la internacional reaccionaria, y su victoria causa un especial espanto e incredulidad en las filas de progresistas y liberales moderados. No es para menos. Sus propuestas son de un extremismo excepcional, meridianamente desprovistas de fundamentos intelectuales sólidos, amenazantemente retrógradas en su conservadurismo e impulsadas además por un líder cuyos modales no destilan el sosiego deseable en un mandatario.
No obstante, la hipérbole de la motosierra de Milei entronca con el espíritu de rechazo a lo establecido propio de la internacional nacionalpopulista. Con el Reino Unido que votó el Brexit en contra de la posición de los principales partidos, de la patronal, de los sindicatos y en el que dominaba el “que se jodan los expertos”; con los EE UU conquistados por Trump y su mantra de “drenar la ciénaga”; con la Italia gobernada hoy por el único partido del hemiciclo que no apoyó el Gobierno de unidad nacional durante la pandemia ―el ultraderechista Hermanos de Italia―, que en esa legislatura tenía solo el 4% de los votos, que aprovechó esa oposición solitaria para disparar contra todo y todos y después se convirtió en el primer partido del país; con el Brasil que aupó a Bolsonaro, que no era representante de ninguno de los principales partidos del país.
Es el espíritu popular de la enmienda total a un sistema político apoyada en la ira de ciudadanos que sienten que este no les sirve, no les protege, no les funciona, que está sesgado y podrido. Esa profunda frustración alimenta la voluntad de cambio radical y encumbra a outsiders que predican un mix populista de satanización de la casta, nacionalismo, conservadurismo, revisionismo histórico, nostalgia de un pasado presuntamente mejor ―hacer grande a América de nuevo; recuperar el control supuestamente perdido en el Reino Unido; el desierto que empezó con la democracia en Argentina, etc.―.
Líderes habilidosos echan gasolina a ese fuego aprovechando las posibilidades del tiempo moderno, redes sociales hoy, y pronto, cada vez más, habrá que temer la inteligencia artificial. La política se lleva al terreno emocional, y una vez ahí, la racionalidad difícilmente se impone.
Pero esa raíz común no debe desdibujar las diferencias. Esa frustración se alimenta, según los casos, de resentimientos por causas nacionales o globales en proporciones diferentes. En algunos países predominan, por mucho, los primeros. En otros, parecen tener mayor relevancia los segundos.
En el caso de Argentina, es evidente que la victoria de Milei es un rechazo total a la gestión del peronismo kirchnerista. De forma parecida, el éxito de Bolsonaro se alimentaba de un antipetismo (PT, partido de Lula y Rousseff) arraigadísimo. En estos casos, las propuestas progresistas perdieron en gran medida por fracasos propios, sea por gestiones económicas de resultados nefastos, sea por la larga sombra de corruptelas que se extendían sobre ellas, más que por un anhelo nacional de cerrazón ante un mundo del que se importan problemas.
En otros casos, el auge nacionalpopulista responde en mayor medida a fenómenos globales, a un instinto proteccionista ante las vicisitudes globales, los desarrollos de un mundo interconectado, los dañinos efectos colaterales de cierto tipo de libre comercio, los movimientos migratorios, las tecnologías de las que algunos se benefician mientras perjudican a otros, el cambio climático y sus retos. En este apartado también la socialdemocracia ha pagado errores del pasado, su adhesión durante un amplio periodo a valores con aroma liberal, que la hizo poco distinguible de la derecha moderada. Pero en este caso parece incidir más un devenir general del mundo que tampoco es responsabilidad directa de la izquierda. Trump, Orbán o el Brexit encajan mucho en este esquema en el que el rechazo a lo que viene de fuera tiene un peso enorme y avala propuestas proteccionistas, nacionalistas, conservadoras, de anhelo de regreso al pasado.
Según cuál es la principal fuerza motriz, por ejemplo, las posiciones en materia de librecambismo, inmigración o política exterior pueden ser diferentes, o en todo caso tener mayor o menos peso en el planteamiento.
Otras diferencias intrínsecas al auge nacionalpopulista conciernen la procedencia del abanderado. En algunos casos ―como Milei o Bolsonaro― se trata de outsiders totales que alcanzan el poder. En otros, se trata de partidos tradicionales que se escoran hacia ese tipo de ideario ―republicanos en EE UU y tories en el Reino Unido―.
Los dos distintos escenarios tienen implicaciones diferentes ―los frenos que, a pesar de un viraje, puede seguir aplicando un partido tradicional, con largo recorrido, en el que sigan militando moderados, y la situación desatada de quienes no están embridados en ellos―, así como, por supuesto, la tienen la fuerza política de la que disponen en los Parlamentos ―mayorías absolutas o necesidad de negociar― y la calidad democrática de los países en los que logran el poder.
La ola nacionalpopulista no es ni mucho menos invencible, y sufre reveses. Recientemente, en Polonia o España. Se aprecia un patrón por el que sus pésimos resultados de gestión son sancionados en las urnas, impidiendo la renovación de mandatos allá donde la democracia mantiene suficiente vigor, como en EE UU (derrota de Trump); Brasil (derrota de Bolsonaro) o la propia Polonia (derrota del PiS). El caso de Hungría ejemplifica los riesgos de las circunstancias en las cuales la propuesta nacionalpopulista logra erosionar la calidad democrática, lo suficiente como para casi sofocar opciones reales de cambio (la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OCSE) consideró que las últimas elecciones en Hungría fueron libres, pero no justas).
Desgraciadamente, según coinciden en señalar los más respetados estudios internacionales en la materia, la calidad de la democracia retrocede en muchos lugares en el mundo.
Las derechas conservadoras tradicionales, en plena crisis de pánico por el auge de propuestas nacionalpopulistas radicales que las aniquilan (Francia, Italia) o les comprimen el espacio de una manera que les imposibilita gobernar sin ellos, cada vez más han decidido cooperar con los radicales o incluso comprar sus argumentos. La historia les juzgará por ello.
Las izquierdas socialdemócratas y los liberales, por su parte, deberían razonar a fondo. No ya solo sobre los problemas globales que dan alas a los ultras y ofrecer respuestas en clave de protección social (“La Europa que protege”, pregonaba Macron; “proporcionar seguridad”, señalaba Sánchez en su discurso de investidura). Esto es correcto y esencial. Pero es preciso analizar más a fondo todo el espectro de acciones y fallos que, desde los ámbitos de la moderación y el progresismo, han facilitado el fenómeno de la ola nacionalpopulista en el hemisferio occidental, un gravísimo peligro para el mantenimiento de derechos fundamentales y, en algunos casos, de los más básicos valores democráticos. El caso de Milei, probablemente el más radical de todos, demuestra que su desarrollo puede conducir a lugares inimaginables y explosivos. Andrea Rizzi es analista político.










Argentina: Un viaje al fin de la noche

 






Elecciones en Argentina: un viaje hacia el fin de la noche
LEILA GUERRIERO
20 NOV 2023 - El País - harendt.blogspot.com

El domingo, con más del 55% de los votos, el presidente electo de la Argentina resultó Javier Milei, un hombre que recibe mensajes de su perro muerto. La primera dama es —por ahora— su novia Fátima Florez, una actriz cómica cuyo plato fuerte es la imitación de la némesis oscura de su novio, Cristina Fernández de Kirchner. La vicepresidenta es Victoria Villarruel, que defiende de manera perseverante a los genocidas de la dictadura que estuvo en el poder entre 1976 y 1983. Millones de argentinos acompañan a esos seres en la idea de que todo puede ser destruido. Que no hay ciudadanos sino compradores y vendedores de cosas, incluso de sus propios cuerpos. Que los débiles y los desposeídos son vagos y no quieren trabajar. Que la justicia social es aberrante. Que el Estado debe desaparecer. Que cada quien tiene que asegurarse su bienestar y no preocuparse por el de los demás. Que no debe haber ni salud ni educación públicas. Un ex panelista de televisión formó un partido en dos años y se transformó en presidente de un país que en 2023 —paradójicamente— cumple cuatro décadas de democracia conseguida a base de sangre, y lo consigue con una idea fundante: hay que acabar con los políticos (aunque él sea uno: el principal). Es el mismo país donde, en 2022, la película Argentina, 1985, sobre el juicio a las juntas militares que se hizo durante el Gobierno de Raúl Alfonsín, llevó a los cines a más de un millón de espectadores, sobre todo jóvenes, que aplaudían de pie. ¿Es el mismo país, son los mismos jóvenes? Cuando su amigo Max Brod le preguntó si creía en la esperanza, Franz Kafka le respondió: “Sí, por supuesto, creo en la esperanza. Pero no para nosotros. Para nosotros no hay esperanzas”. Nos espera un largo viaje hacia el fin de la noche. Pero el domingo, después de conocerse los resultados, Milei dijo, en su discurso: “En 35 años volveremos a ser una potencia mundial”. Treinta y cinco años. ¿Habrá fin? Leila Guerriero es escritora.
 










De la Argentina, otro país

 






La Argentina, otro país
MARTÍN CAPARRÓS
20 nov 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Anoche la Argentina se volvió otro país. O, quizás, el que ya era y muchos no supimos reconocer a tiempo. Yo no lo supe reconocer a tiempo: solía creer en el mito del país casi educado, casi solidario, casi inteligente, con cierto orgullo pese a todo. La Argentina ha terminado de demostrar que es, ahora, un país desesperado, porque hay que estar desesperado para votar a un señor que dio tantas muestras de su desequilibrio y su ignorancia –que, además, tantos consideraron valores positivos. En ese país nuevo ser agresivo, limitado, insultar y amenazar se apreciaron como signos de “autenticidad”. Y anoche ese país, por pura desesperación, puro despecho, decidió que lo condujera ese personaje pequeño y caricaturesco sin más recursos que dos o tres eslógans, unos cuantos gritos.
Anoche la Argentina se volvió ese país: uno cuya máxima autoridad será, por decisión de 14,5 millones de sus ciudadanos, este señor mentiroso, inestable, fanático y primario. Aunque parece que ni siquiera lo decidieron esos ciudadanos. El señor mentiroso ya había explicado hace unos meses que Dios le había anunciado, a través de su perro muerto, que sería presidente. Sucedió: su triunfo es la prueba definitiva de la existencia de Dios y de la existencia del perro e, incluso, de la existencia de Javier Milei.
El señor Milei dice que es de ultraderecha. O dice que es “anarco-capitalista”, otra mentira: el anarquismo está contra toda forma de poder, político, económico, religioso, genérico, racial; el capitalismo es la consagración del poder del dinero. Se puede ser anarco o ser capitalista: los dos a la vez es imposible.
Pero el señor Milei no ganó las elecciones porque su programa –que nadie conoce bien, que fue cambiando sin parar– haya seducido a millones. Las ganó porque los argentinos llevan demasiado tiempo subsistiendo apenas, sin esperanzas a la vista, y él consiguió representar el odio de sus compatriotas por la clase política que condujo el desastre. La Argentina de ahora vive cohesionada por un mito: que hay unos malos muy malos que la arruinan. Para unos los malos son unos, para otros son otros, pero la ventaja del Mito de los Malos es que excluye cualquier culpa propia. 45 millones de personas se sienten expoliadas y engañadas por unos pocos miles, y no se les ocurre pensar que quizá tengan alguna responsabilidad en todo eso; es más fácil culpar a esos políticos –que ellos mismos eligieron, por supuesto.
Así que, en ese país donde la gran mayoría quería votar en contra, nadie pareció más contrario que el señor Milei. El señor Milei consiguió convertirse en el símbolo del odio. Durante buena parte de su campaña su propuesta fue simple: hay que romper todo, hay que romper todo, hay que romper todo, hay que romper todo –y yo soy el que puede hacerlo porque soy el más violento, el rey de la selva, el León, como se hacía llamar. Y tantos lo siguieron, adoradores de la motosierra, aunque la mayoría no tuviera claro qué haría este rey para solucionar sus sufrimientos.
(El señor Milei representa la continuidad de una línea que ya ha durado décadas. Sin ideas, sin debate, sin futuros, la Argentina se volvió un país reaccionario: un país donde cada gobierno hace tantos desastres que el siguiente asume para reaccionar contra ellos, deshacerlos. El gobierno de Alfonsín llegó para deshacer el entramado asesino de la dictadura; el gobierno de Menem, para deshacer el caos económico de la hiperinflación alfonsinista; el gobierno de de la Rúa, para deshacer la corruptela menemista; el gobierno de Kirchner, para deshacer el desastre neoliberal antiestatista; el gobierno de Macri, para deshacer el tinglado corrupto-clientelar del kirchnerismo; el de Fernández para deshacer la pobreza macrista, y ahora el de Milei para deshacer la miseria peronista y de todos los demás y, ya que está, el Estado. El problema de cada uno de esos gobiernos surge cuando se les acaba ese breve lapso de la reacción: cuando empiezan a aplicar sus propias recetas preparan, con sus desastres, la reacción siguiente. Un país reaccionario es un país sin proyecto, hecho a manotazos, deshecho a manotazos, un país calesita.)
No sabemos mucho del señor Milei. Pese a todos los escrutinios ignoramos quién es, qué quiere y, además, lo cambia todo el tiempo. En estas últimas semanas se dedicó a contradecir casi todo lo que había dicho en los meses anteriores –lo que lo había llevado hasta ese lugar– para moderarse y seducir a los votantes de buena familia que temían sus desmanes. Entonces negó que quisiera terminar con la educación pública, la salud pública, los subsidios a los servicios públicos, el peso argentino, el Banco Central, el aborto, la educación sexual, los derechos laborales y tantas otras cosas. Y, tras una larga campaña basada en condenar a la casta, terminó aliado con lo más rancio de ella. O mentía antes o miente ahora, como lo hizo en su discurso de celebración de la victoria, donde repitió sus mentiras más clásicas. Que la Argentina era la “primera potencia mundial a fines del siglo XIX”: nunca lo fue. Que ahora está 130 en el ranking económico: ronda el puesto 40. Y que con él el país volverá a ser una potencia: lo repite hasta el cansancio aunque tardará, dice, para lograrlo, 35 años. Seguramente pocos recuerdan que el último gobierno que trajinó ese eslógan –”Argentina Potencia”– fue el de Isabel Perón y José López Rega (1974-76), de triste memoria y violento final. Ojalá alguien se lo cuente.
En cualquier caso, el señor será presidente. Con un personaje tan mutante y falaz es muy difícil prever nada. Lo más sólido que tiene es su fanatismo: es un fundamentalista del mercado, alguien que cree que las relaciones humanas deben ser reguladas por la compra y la venta, y por eso le parece bien que, mientras haya un comprador y un vendedor, se trafiquen órganos humanos, niños, armas. Así se sintetiza su visión del mundo: las relaciones entre personas consisten en comprar y vender. O sea: que alguien gane lo que otro pierda, que una sociedad sea esa selva donde los más fuertes logran beneficios y los demás intentan sobrevivir. Es lo contrario de cualquier idea de solidaridad, de construcción de un espacio común donde todos colaboremos para vivir como nos merecemos. Es el individualismo más extremo, so pretexto de que el Estado es un instrumento para que los políticos nos roben. Lo es, demasiado a menudo: entonces corresponde sanarlo porque, lamentablemente, es la única forma que hemos sabido inventar para moderar los desequilibrios y respaldar a los que más lo necesitan. El fundamentalista, en cambio, propone destruirlo: eliminar cualquier interferencia en los negocios de los que hacen negocio.
Pero nadie sabe qué hará. El señor Milei tiene el Poder Ejecutivo y nada más: muy pocos diputados, ningún gobernador. Por no tener, tampoco tiene idea de cómo se maneja un gobierno. Lo ha dejado muy claro: ni la menor idea. Así que ahora la única esperanza es que, como buen político argentino, el señor Milei no cumpla nada de lo que prometió durante su campaña.
El señor Milei no tiene ni idea pero tiene una misión, un apostolado: es un fanático que tendrá que aprender a contener sus arrebatos. La paradoja es cruel: ahora, cuando consiguió todo este poder, deberá reprimirse. Ya empezó a hacerlo en la campaña, y habrá de hacerlo más cuando sea presidente. Sus opciones futuras, grosso modo, son dos: si hace algo de lo que dijo que iba a hacer, millones de personas y el peronismo y los sindicatos y los desocupados saldrán a la calle para impedirlo, y entonces deberá recurrir a la represión que prepara su vicepresidenta, Victoria Villarruel, hija y sobrina y nieta de militares más o menos asesinos, cuando anuncia que su gobierno –que solo habla de “reducir el Estado”– triplicará el presupuesto militar.
La otra opción es que no haga nada o casi nada de lo que anunció, que se choque con las paredes de su cargo, se vaya disolviendo, y entonces sus votantes desilusionados empezarán a reprochárselo, a pedirle cuentas, a abandonarlo poco a poco.
En las dos opciones cabe, pese a todo, una visión optimista: que el fracaso muy probable del señor Milei abra el espacio para que el gran descontento, el gran cabreo, se reúnan por fin en una fuerza crítica más o menos de izquierda que ofrezca mecanismos más solidarios, más justos, más reales para canalizarlos. O sea: recuperar el espacio que inesperada y desesperadamente ocupó Milei en el imaginario colectivo y llenarlo con propuestas que traten de solucionar esas necesidades, esa desesperación –y no con los delirios de un defensor de los que las causan y lucran con ellas.
Javier Milei mostró un vacío estrepitoso en la política argentina: el que representan esos millones que no quieren ni pueden vivir en este país y están dispuestos a cualquier cosa para cambiarlo, incluido votar a un delirante. Lo terrible no es que haya ganado Milei; lo terrible es que Milei se haya constituido en la forma de manifestar el rechazo a esta estructura fracasada. Pero parece claro que muchos de sus votantes no quieren esa sociedad que él les propone, con la ley de la selva como norma central. Allí, quizás, hay un espacio para buscar otros encuentros.
Ojalá lo puedan hacer, pero quién sabe. Es probable que, como tantas veces, me equivoque: al fin y al cabo estoy hablando de aquel país que conocía, no de este, que quiso entronar a un tronado. Aun así, incluso en este, creo que se vienen los tiempos más turbulentos que ha pasado una nación especializada en tiempos turbulentos. Ojalá no sean demasiado violentos, demasiado dañinos. No es fácil, ahora, Milei mediante, asegurarlo. Martín Caparrós es escritor.









Del problema de la derecha española

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura para hoy, del escritor Ignacio Peyró, va del problema de la derecha española. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com








 

¿A qué se enfrenta la derecha?
IGNACIO PEYRÓ
17 NOV 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Nuestro conservadurismo ha tenido siempre apego a la palabra “popular”. Ahí están la Alianza y el Partido, pero también la Cadena de Ondas Populares Españolas —Cope—, la Unión Social Popular o incluso esos Clásicos Populares estrenados por Suárez pero gestados por Arias Navarro. A esta querencia por lo “popular” le podemos buscar genealogías reveladoras, pero, más allá del deje paternalista, apelaba a esa “mayoría natural” de la nación que Fraga reclamaba conservadora y para la que se defendía “un verdadero populismo”. Por supuesto, en una democracia no hay mayorías naturales: hay valores compartidos y consensos básicos. En todo caso, aquella voluntad de hegemonía implícita en lo popular se ha visto desmentida no pocas veces por la realidad. En una novela barojiana, un personaje afirma que le es más simpática la anarquía que el socialismo, a lo que otro replica que no le extraña: también “es más simpático para un chico hacer novillos que ir a clase”. Análogamente, entre un partido liberal-conservador y uno progresista, el partido antipático suele ser el primero: su énfasis en la responsabilidad individual, por ejemplo, penaliza más que la promesa de renovación de la realidad propia de la izquierda. La lengua común ya castiga al conservadurismo: ¿quién quiere un amante conservador?, ¿una fiesta conservadora de cumpleaños?
En la competición entre el centroderecha y el progresismo español hay, sí, un problema de lenguaje —pienso ahora en el “cheque escolar”— que no favorece a la derecha. Hay otros problemas, como los errores no forzados en la elección de candidatos o las estrategias electorales, pero de estos tampoco se libra la izquierda. A la derecha también se la acusa de falta de ambición intelectual, a veces más bien una inhibición por la voluntad de ensamblar sensibilidades: algún peaje hay que pagar para que cuezan juntos tecnócratas y nacionalistas, liberales y conservadores. Y si el centroderecha ya viene penalizado de casa frente al progresismo, también debemos subrayar que, al contrario de lo que podía pasar al final del siglo XX, la cultura política de fondo no prima —ni en España ni fuera— la articulación liberal-conservadora.
Con todo, si los populares no han sido tan populares como desea su nombre es porque se enfrentan a algo que, más que un partido, es una atmósfera moral: en nuestro país secularizado, el PSOE tomó el relevo del catolicismo a la hora de sancionar para la mayoría lo bueno y lo malo, lo que es deseable y lo que no. Resulta fácil caricaturizar el progresismo como religión secular: no promete la vida eterna, pero al menos te da la sanidad pública. No multiplica panes y peces, pero redistribuye los recursos. No te llevará al empíreo, pero promueve el empleo público. Y tampoco anuncia la liberación de los humildes, pero —en caso de necesidad— brinda apoyos sustantivos. El centroderecha, concedido, no aporta superioridad moral: ese es un incienso exclusivo de la izquierda. Y, a la vez, cabe recordar que no borraría ninguna de las medidas apuntadas: como bien saben sus críticos, nada más parecido a un partido socialdemócrata que uno democristiano.
Por eso hay que ir más allá y hablar del PSOE como la devoción o la superstición española preferida. Lo notamos cuando, al no confesarse uno progresista, nos miran como a un búho nival. Cuando vemos que el PSOE tiene a González y a Sánchez, como en la Iglesia conviven curas guerrilleros y teólogos tridentinos. Cuando se pueden congelar pensiones y ser adalid de lo social. Cuando un traje de Milano monta más ruido que los ERE. Cuando prima la fe sobre las obras, sea al sentir el peligro electoral del 23-J, sea al aplaudir —como en la amnistía— lo que antes se rechazó. En la propia apelación de la derecha al “PSOE bueno” hay cierto candor devoto, aunque —como ocurre en todo culto— al propio PP le haya tocado, desde tiempos del Tinell, el papel de tabú. En fin, Sánchez mantiene una relación de contorsionista con su histórico de declaraciones, pero —si recordamos la campaña— el mentiroso fue Feijóo: por apurar el símil, nuestra relación con el PSOE es de una indulgencia plenaria.
La primacía progresista en España es de orden axiológico. Podemos especular con la inexistencia de fenómenos a la italiana como un catolicismo de izquierdas o una democracia cristiana tout court: como fuere, esa ventaja deriva de aquellos años ochenta en que el socialismo dominó nuestra democracia, mientras el centroderecha, sin proyecto intelectual, quedaba a la intemperie. El PSOE repite desde Zapatero que es el partido más parecido a España: eso que en otras latitudes llaman “el partido de la nación”. Nada, cabe recordar, que no quiten los votos, y estos no han sido tan favorables: cuantos más pactos, menos proyecto propio. Formado el nuevo Gobierno, en todo caso, el imperativo para la derecha es no pasar ni una sola tarde en 1898: hay un filón en dar cauce al desencanto reformista de la generación perdida de Ciudadanos. Es un trabajo sisífeo de reconstrucción y reencuentro, que pensábamos —justamente— que ya no le iba a tocar a esta generación. Y es, también, un trabajo melancólico: ya recordaba Ferlosio que nada cambiará mientras no cambien nuestros dioses. Al menos, el centroderecha está acostumbrado a no ser tan popular.
































[ARCHIVO DEL BLOG] El poder de la lengua. [Publicada el 14/06/2019]










La genómica revela que las tres familias lingüísticas de Greenberg corresponden a las tres migraciones de pueblos eurasiáticos que descubrieron América, comenta en El País el profesor Javier Sampedro, doctor en genética y biología molecular e investigador del Centro Severo Ochoa de Madrid y del Medical Research Council de Cambridge.
Qué harto estoy de tener razón!, diría el lingüista neoyorquino Joseph Greenberg si levantara la cabeza, comienza diciendo en su artículo Sampedro. Murió en 2001 sin saber que la tenía, y eso suele resultar muy molesto para los intelectuales adelantados a su tiempo, aquellos que ven más allá que la inmensa mayoría de sus colegas, y que por tanto reciben la del pulpo cada vez que abren la boca. Greenberg investigó en los años cincuenta y sesenta los lenguajes africanos, y los clasificó en solo cuatro familias, lo que resultó un escándalo para los antropólogos con tendencias más exuberantes y complicadas. Luego hizo lo mismo con las mil lenguas nativas americanas, y reeditó el escándalo. Allí donde su colega Lyle Campbell vio más de 200 familias lingüísticas, Greenberg las redujo a solo tres: la amerindia, de la que vienen casi todos los idiomas nativos del nuevo continente, y otras dos restringidas al norte de Norteamérica, la esquimo-aleutiana y la na-dené. Aquella unificación volvió a levantar ampollas que aún perduran en el mundo académico.
El enfrentamiento entre Campbell y Greenberg me trae de inmediato a la memoria uno de mis debates favoritos de la biología, el que sostuvieron en 1830, bajo los auspicios de la Académie des Sciences francesa, los dos grandes naturalistas de la época, Georges Cuvier y Étienne Geoffroy Saint-Hilaire. Cuvier pensaba que la estructura de un animal respondía exclusivamente a las necesidades de su entorno, mientras que Geoffroy creía que todos los animales eran variantes de un mismo plan de diseño universal. Cuando se produjo el debate, Darwin ni se había embarcado aún en el Beagle, pero aquellas ideas unificadoras de Geoffroy fueron un precedente obvio de la teoría de la evolución. Todos los animales tenemos, en efecto, un origen común, un organismo que vivió hace 600 millones de años y del que hemos heredado nuestro plan arquitectónico. Las adaptaciones al entorno consisten en modulaciones finas de ese diseño general.
Del mismo modo, sabemos ahora que Greenberg, el Geoffroy de la lingüística moderna, también tenía razón. Como demuestra David Reich en su recién publicado Quiénes somos y cómo hemos llegado hasta aquí (Antoni Bosch editor), la genómica revela que las tres familias lingüísticas de Greenberg corresponden a las tres migraciones de pueblos eurasiáticos que descubrieron América por el puente de tierra (actual estrecho) de Bering, un proceso que comenzó hace 15.000 años, tan pronto como el fin de la glaciación lo permitió. En particular, el lingüista neoyorquino tenía razón en que la gran mayoría de las lenguas nativas americanas pertenecen a la misma familia, por muy distintas que puedan parecer. La genómica ha confirmado a la lingüística.
Quizá Greenberg era el más genético de sus colegas. La lingüística convencional acepta la evolución de los lenguajes, por supuesto, pero calcula que la señal de un origen común se pierde en unos pocos miles de años. La técnica de Greenberg consistía en centrarse en unos pocos cientos de palabras del núcleo duro de las lenguas, como verbos auxiliares, negaciones, marcadores interrogativos y los nombres de los objetos más comunes. Es un enfoque muy de genetista, y cuyas propuestas van mucho más allá de las lenguas americanas.
En África central, el número uno se dice tok, tek o dik. Muchas lenguas asiáticas (y sí, también americanas) utilizan tik para el dedo índice. Y en el indoeuropeo ancestral, deik significaba señalar con el dedo (de ahí daktulos, digitus, doigt o dedo). Seguramente un testimonio de nuestro origen común. Es el poder de la lengua. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt