Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura para hoy, del historiador Francisco Vila, va del caso Carl Schmitt. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com
El caso Carl Schmitt
FRANCISCO VILA - Revista de Libros
22 SEP 2023 - harendt.blogspot.com
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1. Una aproximación a Carl Schmitt
«Creador y destructor simultáneamente» (Zarria, Maschke, 2019: 259), el contradictorio Carl Schmitt está de moda. La proliferación de estudios sobre este jurista alemán da fe de ello. Ya sea por la calidad de su obra o ya sea por su controvertida biografía, Schmitt genera odios y amores a partes iguales. Al igual que Maquiavelo, Hobbes y otros clásicos del pensamiento, el germano divide espíritus, lo que hace de él un autor interesante. «Carl Schmitt ―resumen Zarria y Maschke― forma parte de los pocos intelectuales que han causado al mismo tiempo desprecio y admiración, fascinación y repulsión. Para algunos es un amigo y un provocador oponente intelectual, para otros es un enemigo. Un espíritu peligroso» (Zarria, Maschke, 2019: 259).
Pero ¿quién es Carl Schmitt? Carl Schmitt nace en Plettenberg, el 11 de julio de 1888. Se cría en el seno de una familia católica de clase media-baja. Su padre era un comerciante oriundo de Tréveris y su madre una maestra de francés procedente de Sedán (Francia). Es decir, por línea materna, Schmitt es francés y mantendrá una relación permanente con la patria de Luis XIV. Por azares del destino y en busca de algún sustento, su padre se radica en Plettenberg, donde la industria estaba creciendo. Su madre termina en la misma ciudad en la esperanza de heredar diez mil marcos de un tío sacerdote. En esta ciudad del Sauerland, la familia católica Schmitt padece las leyes anticatólicas de Bismarck. «Para nosotros ―recuerda nuestro protagonista― Bismarck era el malo» (Lanchester, 2017: 208). De forma que esta oposición familiar al Kulturkampf, como él confiesa en 1972, será la causa principal de su catolicismo (Molina, 2019: 380).
Filólogo de vocación, se decide finalmente por el derecho tras recordar una conversación con un tío materno a las puertas de las Facultades de Filosofía y Derecho. Con los años, bromeará con que sus críticos se lamentan: «Cuántos sufrimientos nos habría ahorrado si este hombre hubiera atravesado la otra puerta» (Molina, 2019: 381). En cualquier caso, en 1907, lo tenemos en Berlín comenzando sus estudios jurídicos (Schmitt, 2016). También estudia en Múnich y Estrasburgo, a la sazón alemana, donde lee su tesis doctoral en derecho penal Über Schuld und Schuldarten. Eine terminologische Untersuchung (Sobre la culpa y sus formas. Una investigación terminológica) en 1910.
Estallada la Gran Guerra, se alista voluntariamente en el ejército alemán. Como militar, se dedica a labores administrativas y de censor (controla la propaganda enemiga). En esos mismos años de conflicto, en 1916, se habilita con Der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen (El valor del Estado y el significado del individuo) y comienza a impartir clases en la Universidad de Estrasburgo.
Finalizada la Primera Guerra Mundial con la derrota alemana y ocupada la Universidad de Estrasburgo por las tropas francesas, Schmitt debe seguir su incipiente carrera académica ―no sin haber rechazado previamente un puesto de alto funcionario en el Ministerio de Justicia prusiano― en la Escuela de Comercio de Múnich (Munich Handelshochschule). Allí, entre 1919 y 1921, asiste a los seminarios de Max Weber y se relaciona con el ambiente neorromántico y bohemio, que acaba por despreciar, como se patentiza en Politische Romantik (1919).
De 1921 a 1922, lo vemos de catedrático de derecho público en la Universidad de Greifswald. Allí publica un estupendo estudio sobre la figura del comisario en el absolutismo. Libro que, no obstante estudiar sustancialmente los siglos XVI y XVII, lleva por título La dictadura. Esto hace que, desde entonces, gentes que no lo han leído, o lo han leído pero no entendido, lo tilden de gran teórico de la dictadura. Mas, en verdad, es tres años más tarde (1924) cuando se ocupa de la dictadura del presidente del Reich en la República de Weimar.
En 1922, recibe la llamada de la Universidad de Bonn para sustituir a Rudolf Smend (1882-1975). Allí permanece hasta 1928 y allí se produce su gran despegue académico: Teología política (1922), Sobre el parlamentarismo (1923), Catolicismo romano y forma política (1923), El concepto de lo político (1927), Teoría de la Constitución (1928). Libros en los que reflexiona sobre la soberanía y el papel del soberano en el caso excepcional, sobre la apropiación política de conceptos originariamente teológicos, sobre la Iglesia católica como complexio oppositorum, esto es, como unión de contrarios en la que cabe desde un Donoso Cortés hasta un sacerdote anarquista, sobre que lo político ―no la política― consiste en distinguir entre amigos y enemigos o sobre la Constitución como la decisión de un pueblo concreto que configura su modo y forma de existencia políticas. Además de esos hallazgos que seguimos estudiando en nuestros días, dirige tesis y genera verdaderas vocaciones. La más notable es la de su discípulo más fiel, Ernst Forsthoff (1902-1974). Hasta conocer a Schmitt, Forsthoff «se hallaba en una grave encrucijada personal y profesional, determinado a abandonar los estudios de derecho» (Sosa Wagner, 2013: 30). Sin embargo, el maestro y su «brillantez expositiva» le hicieron persistir y, con ello, pasar a la historia como uno de los grandes clásicos del derecho público alemán posterior a la Segunda Guerra Mundial. Forsthoff no tiene reparos y se lo reconoce en una carta: «Usted me ha influido de manera decisiva en mi orientación intelectual» (Sosa Wagner, 2008: 38).
«Creador y destructor simultáneamente» (Zarria, Maschke, 2019: 259), el contradictorio Carl Schmitt está de moda. La proliferación de estudios sobre este jurista alemán da fe de ello. Ya sea por la calidad de su obra o ya sea por su controvertida biografía, Schmitt genera odios y amores a partes iguales. Al igual que Maquiavelo, Hobbes y otros clásicos del pensamiento, el germano divide espíritus, lo que hace de él un autor interesante. «Carl Schmitt ―resumen Zarria y Maschke― forma parte de los pocos intelectuales que han causado al mismo tiempo desprecio y admiración, fascinación y repulsión. Para algunos es un amigo y un provocador oponente intelectual, para otros es un enemigo. Un espíritu peligroso» (Zarria, Maschke, 2019: 259).
Pero ¿quién es Carl Schmitt? Carl Schmitt nace en Plettenberg, el 11 de julio de 1888. Se cría en el seno de una familia católica de clase media-baja. Su padre era un comerciante oriundo de Tréveris y su madre una maestra de francés procedente de Sedán (Francia). Es decir, por línea materna, Schmitt es francés y mantendrá una relación permanente con la patria de Luis XIV. Por azares del destino y en busca de algún sustento, su padre se radica en Plettenberg, donde la industria estaba creciendo. Su madre termina en la misma ciudad en la esperanza de heredar diez mil marcos de un tío sacerdote. En esta ciudad del Sauerland, la familia católica Schmitt padece las leyes anticatólicas de Bismarck. «Para nosotros ―recuerda nuestro protagonista― Bismarck era el malo» (Lanchester, 2017: 208). De forma que esta oposición familiar al Kulturkampf, como él confiesa en 1972, será la causa principal de su catolicismo (Molina, 2019: 380).
Filólogo de vocación, se decide finalmente por el derecho tras recordar una conversación con un tío materno a las puertas de las Facultades de Filosofía y Derecho. Con los años, bromeará con que sus críticos se lamentan: «Cuántos sufrimientos nos habría ahorrado si este hombre hubiera atravesado la otra puerta» (Molina, 2019: 381). En cualquier caso, en 1907, lo tenemos en Berlín comenzando sus estudios jurídicos (Schmitt, 2016). También estudia en Múnich y Estrasburgo, a la sazón alemana, donde lee su tesis doctoral en derecho penal Über Schuld und Schuldarten. Eine terminologische Untersuchung (Sobre la culpa y sus formas. Una investigación terminológica) en 1910.
Estallada la Gran Guerra, se alista voluntariamente en el ejército alemán. Como militar, se dedica a labores administrativas y de censor (controla la propaganda enemiga). En esos mismos años de conflicto, en 1916, se habilita con Der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen (El valor del Estado y el significado del individuo) y comienza a impartir clases en la Universidad de Estrasburgo.
Finalizada la Primera Guerra Mundial con la derrota alemana y ocupada la Universidad de Estrasburgo por las tropas francesas, Schmitt debe seguir su incipiente carrera académica ―no sin haber rechazado previamente un puesto de alto funcionario en el Ministerio de Justicia prusiano― en la Escuela de Comercio de Múnich (Munich Handelshochschule). Allí, entre 1919 y 1921, asiste a los seminarios de Max Weber y se relaciona con el ambiente neorromántico y bohemio, que acaba por despreciar, como se patentiza en Politische Romantik (1919).
De 1921 a 1922, lo vemos de catedrático de derecho público en la Universidad de Greifswald. Allí publica un estupendo estudio sobre la figura del comisario en el absolutismo. Libro que, no obstante estudiar sustancialmente los siglos XVI y XVII, lleva por título La dictadura. Esto hace que, desde entonces, gentes que no lo han leído, o lo han leído pero no entendido, lo tilden de gran teórico de la dictadura. Mas, en verdad, es tres años más tarde (1924) cuando se ocupa de la dictadura del presidente del Reich en la República de Weimar.
En 1922, recibe la llamada de la Universidad de Bonn para sustituir a Rudolf Smend (1882-1975). Allí permanece hasta 1928 y allí se produce su gran despegue académico: Teología política (1922), Sobre el parlamentarismo (1923), Catolicismo romano y forma política (1923), El concepto de lo político (1927), Teoría de la Constitución (1928). Libros en los que reflexiona sobre la soberanía y el papel del soberano en el caso excepcional, sobre la apropiación política de conceptos originariamente teológicos, sobre la Iglesia católica como complexio oppositorum, esto es, como unión de contrarios en la que cabe desde un Donoso Cortés hasta un sacerdote anarquista, sobre que lo político ―no la política― consiste en distinguir entre amigos y enemigos o sobre la Constitución como la decisión de un pueblo concreto que configura su modo y forma de existencia políticas. Además de esos hallazgos que seguimos estudiando en nuestros días, dirige tesis y genera verdaderas vocaciones. La más notable es la de su discípulo más fiel, Ernst Forsthoff (1902-1974). Hasta conocer a Schmitt, Forsthoff «se hallaba en una grave encrucijada personal y profesional, determinado a abandonar los estudios de derecho» (Sosa Wagner, 2013: 30). Sin embargo, el maestro y su «brillantez expositiva» le hicieron persistir y, con ello, pasar a la historia como uno de los grandes clásicos del derecho público alemán posterior a la Segunda Guerra Mundial. Forsthoff no tiene reparos y se lo reconoce en una carta: «Usted me ha influido de manera decisiva en mi orientación intelectual» (Sosa Wagner, 2008: 38).
Jurista reputado y reconocido, unos cuantos colegas y él mismo maquinan para volver a Berlín. Ha de aceptar, en un primer momento, un puesto en la Handelshochschule (una escuela de negocios) de Berlín. Y, tras unos meses en la Universidad de Colonia en 1933, volverá ya como catedrático de derecho público a la Universidad de Berlín a finales de ese mismo año. En un reciente libro, los profesores De Miguel y Tajadura explican el cambio de Bonn por la Handelshochschuleberlinesa en 1928. Además de la posibilidad de hablarle al poderoso y de poder influir en las decisiones que el Reich tomaba, cuestión que siempre se le achacará al «oportunista» Schmitt, hay otras dos razones no menos importantes para el cambio a un centro de estudios menos prestigioso: un aumento notable del salario y el huir del catolicismo mostrenco de Bonn (De Miguel, Tajadura, 2022: 62).
Conviene dedicar algunas palabras al último motivo señalado, ya que es muy importante para entender a Schmitt. A saber, Carl Schmitt es católico, pero no un pensador católico si entendemos por tal a alguien que hace pender su pensamiento del magisterio de la Iglesia. El alemán es un jurista. «Schmitt reivindica que su lugar es el de la razón y no el de la revelación» (Saralegui, 2016: 201). Ante sus ojos, el católico francés Bernanos no es más que un «payaso» (Schmitt, 2021a: 15), mientras que el jurista «liberal autoritario» Hauriou es «[su] hermano mayor» (Schmitt, 2021a: 43, 18). Carl Schmitt desprecia el derecho natural y otras contaminaciones teológicas del derecho. No puede ser de otro modo, porque señala: «Me considero jurista al cien por ciento y nada más que eso. No deseo ser algo distinto. Soy jurista, en ello persevero y moriré como tal, con toda la desdicha que comporta» (Lanchester, 2017: 223). Mas no se trata de alguien que se ocupe del derecho entendido como simple sistema de normas jurídico-positivas. Por esto, se lamenta de que los juristas contemporáneos se hayan convertido «en técnicos en gestión de leyes positivas, profundamente ignorantes y sin formación» (Schmitt, 2021a: 23). Sus colegas ya no lo entienden. Para ellos, Schmitt aparece como un autor entre la teología y el derecho secular, o sea, como «un teólogo de la jurisprudencia» (Schmitt, 2021a: 30-31). Pero, insiste, él es jurista, «científico desteologizado de primer grado» (Schmitt, 2021a: 89), que «siempre [ha] hablado como jurista y en consecuencia hablado y escrito en realidad solamente a juristas y para juristas» (Schmitt, 2021a: 23). Toda su vida «está consagrada a la elucidación científica del derecho público» (Schmitt, 2010: 59). Una ciencia que surge en la Modernidad producto del espíritu europeo contra las bárbaras guerras de religión. De esta forma, Schmitt se contrapone conscientemente, como jurista, a los teólogos fanáticos y sectarios, que convirtieron el continente en una carnicería en los siglos XVI y XVII. El jurista westfaliano es su enemigo. Sus amigos son Bodino y Hobbes, los creadores de su ciencia. Tras la Gran Guerra, convertida la profesión de jurista en mero «asesor para la prevención de “accidentes” jurídicos» (Forsthoff, 2013: 80) y retornados los exterminios bélicos ―propios de las guerras de religión― en pro de la Humanidad, el alemán se ve a sí mismo como «el último representante consciente del jus publicum Europaeum, su último profesor e investigador en un sentido existencial» (Schmitt, 2010: 67).
Después del párrafo anterior, que es fundamental para entender a Schmitt, volvamos a la biografía de nuestro autor. Como decíamos, en 1928 lo vemos en la escuela de negocios berlinesa. En esos años publica otro trabajo esencial: Der Hüter der Verfassung (1931). En esta obra, estipula que el presidente ha de ser el verdadero defensor de la Constitución de Weimar en base a los artículos 41 y siguientes. Porque solo un presidente elegido democráticamente puede salvaguardar la Constitución de unos partidos que se han totalizado. Por el contrario, un tribunal ―como propone su rival Kelsen y cierta práctica desarrollada en la República de Weimar― no es la institución adecuada. Que los jueces decidan si una ley es o no constitucional supone tergiversar el papel de la judicatura, que es aplicar la ley al caso concreto, y politizarla. Si se da capacidad decisoria a los jueces, devienen órganos políticos y dejan de ser independientes, puesto que, sentencia Schmitt, «la independencia judicial no es más que el reverso de la sujeción del juez a las leyes» (Schmitt, 2018b: 275-276). Por ende, solo el presidente de la República puede y debe defender la Constitución de Weimar. Por ejemplo, el artículo 42 de la Constitución otorga al jefe del Estado el deber de «guardar la Constitución y las leyes». Ergo, si alguien ha de decidir sobre la conformidad de una ley con la Constitución, ese es el presidente, que es el «defensor y guardián de la unidad constitucional y de la integridad de la nación» (Schmitt, 2018b: 287). Además de la obra citada, en 1932, publica Legalidad y legitimidad ―del que nos ocuparemos más tarde― con el que apremia a ilegalizar a los partidos nazi y comunista.
Durante los años en la Handelshochschule berlinesa, puede decirse que Schmitt alcanza el máximo reconocimiento académico. Pero también el mundano: concede entrevistas de radio, escribe en periódicos, dicta conferencias, etc. En suma, «se convierte en un jurista muy popular» (De Miguel, Tajadura, 2022: 63). Esto hace que los ministros y secretarios de Estado le encarguen dictámenes e informes. Pero su minuto de gloria, cuando finalmente puede hablarle al oído al poderoso, llega en 1932. Gracias a la red de contactos que había ido entretejiendo cuidadosamente haciendo gala de su talante sumamente liberal, se convierte en «jurista de Cámara» de Weimar en los gobiernos de von Papen (junio-diciembre de 1932) y de von Scheicher (diciembre 1932-enero 1933). Alerta a los cancilleres y al presidente Hildenburg del peligro que los partidos nazi y comunista suponen. Junto a Bilfinger, diseña un plan consistente en que el presidente disuelva el Parlamento por un plazo indeterminado hasta lograr un acuerdo de mínimos con los partidos extremistas, los cuales quieren acabar con la Constitución y no ocultan sus propósitos. Incluso en enero de 1933, pide al canciller Schleicher que emplee el artículo 48 para impedir que el Parlamento nombre canciller a Hitler. Al enterarse de este movimiento, el «genio político» ―permítasenos ironizar― que dirigía el Zentrum católico, Ludwing Kass, publica un artículo de prensa en el que «acusa a Schmitt de relativizar el derecho público alemán con propuestas que claramente suponen una violación de la Constitución de Weimar» (De Miguel, Tajadura, 2022: 65). Schmitt, sin embargo, solo pretendía que no se emplease la legalidad para acabar con la legalidad, como había advertido en Legalidad y legitimidad el año anterior. Mas el canciller Von Scheicher no escucha el consejo schmittiano y decide hacer caso a Kaas. «El enfrentamiento entre Kaas y Schmitt revela la tragedia a la que tiene que enfrentarse Weimar: evitar por todos los medios que Hitler y el partido nazi llegaran al poder, o defender una lectura estrictamente legal del texto constitucional, con la esperanza de que el Zentrum fuera capaz de controlar al hombre que llevaría a Alemania y Europa al mayor desastre de su historia» (De Miguel, Tajadura, 2022: 66).
Adolf Hitler es nombrado canciller el 30 de enero de 1933. Schmitt se adapta a la nueva situación. Pide el ingreso en el partido a finales de abril de ese año y, en 1937, le conceden la condición de miembro del NSDAP con fecha de 1 de mayo de 1933. El que había combatido a Hitler hasta enero se nazifica en pocos meses. Empieza a escribir sobre la raza, defiende la expulsión de los judíos de la Universidad, justifica la noche los cuchillos largos, etc. En fin, deviene un intelectual comprometido. La calidad de sus trabajos disminuye considerablemente. «Parece imposible ―apunta acertadamente Esteve Pardo― que procedan del mismo autor que la década anterior ofrecía trabajos tan sugestivos y penetrantes» (Esteve Pardo, 2023: 23). Sobre las razones que llevaron a Schmitt a afiliarse, nos ocuparemos más adelante. Por el momento, baste dejar claro que se comprometió, perdiendo toda la auctoritas que había merecidamente adquirido, y se equivocó.
Su rápida conversión no pasa desapercibida entre quienes lo conocen. Pronto recibe dos ataques de lados muy diversos. De una parte, su examigo judío Gurian, que se había exiliado en Suiza en 1934, escribe contra Schmitt acusándolo de emplear al nazismo para sus propios intereses personales. De otra parte, los juristas nacionalsocialistas de cabecera ―Reinhard Höhn, Otto Koellreutter y compañía―, «asesinos de escritorio a cuya maldad ni siquiera podía acercarse Schmitt» (De Miguel, Tajadura, 2022: 22), ponen sobre aviso a Alfred Rosenberg, quien abre una investigación que culmina con un informe de las SS donde se afirma que Schmitt era «“el enemigo más peligroso” del nacionalsocialismo durante la República de Weimar» (Quaritsch, 2017: 136). Además de este informe secreto de 299 páginas concluido en 1937, Schmitt es difamado públicamente en la revista Schwarzen Korps en diciembre de 1936 y apartado de todos sus cargos, con la salvedad del de catedrático de la Universidad de Berlín y del de consejero de Estado de Prusia, puestos que conserva gracias a su amistad con Göring.
Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Schmitt es encarcelado, el 26 de septiembre de 1945, a iniciativa de su excolega Karl Loewenstein, un jurista judío alemán exiliado en Estados Unidos. Queda en libertad el 10 de octubre de 1946. Mas sufrirá un segundo encierro de cinco semanas en la penitenciaría de Núremberg entre marzo y abril de 1947. Nuevamente, se libra porque no había cargos contra él.
A diferencia de otros juristas, que sí fueron verdaderos nazis y arquitectos del régimen nacionalsocialista, como los citados Höhn o Koellreutter, Schmitt nunca podrá volver a la vida académica. «Carl Schmitt ―apunta García Amado― acabó siendo cabeza de turco, quién lo diría, el que pagó por tantos, en la medida que pagó, que tampoco fue tanta» (García Amado, 2019).
Tras su excarcelación, Schmitt se retira a su Plettenberg natal. Renombra su casa San Casciano, a imitación de Maquiavelo. Y, como el florentino, se siente exiliado en su propia patria. «Quiesco exsul in (ipsa) patria mea» (Schmitt, 2021a: 13). Proscrito de la vida pública y de la Universidad, se ve como «un derrotado: dos guerras mundiales perdidas: dos, y fui acusado hasta el punto de tener que sufrir una durísima prisión americana» (Lanchester, 2017: 2022). Pero no está solo. Jóvenes y viejos profesores alemanes, españoles, italianos, etc., acuden a rendirle pleitesía. Porque Schmitt era para sus seguidores «un sacerdote de un culto mítico que era capaz de transmitir la gracia. (…) El poder magnético de este hombre parece que era concluyente, su forma de razonar, su brillantez expositiva (visible desde luego en sus escritos), su capacidad y oportunidad para seleccionar asuntos lúcidos, su mirada y unos ojos vivos parecidos a flechas a la búsqueda de un blanco… todo contribuía a hacer de él un centro indiscutible de referencia intelectual y personal» (Sosa Wagner, 2013: 30). Continúa publicando algunos trabajos, unos con seudónimo y otros ya con su nombre. Su última gran obra es El nomos de la tierra (1950). En ella, reflexiona sobre la superación del Estado, el concepto de gran espacio y el origen del derecho. El viejo Schmitt pasa, así, del derecho constitucional al derecho internacional. Muere en Plettenberg, el 7 de abril de 1985, a los 96 años.
Conviene dedicar algunas palabras al último motivo señalado, ya que es muy importante para entender a Schmitt. A saber, Carl Schmitt es católico, pero no un pensador católico si entendemos por tal a alguien que hace pender su pensamiento del magisterio de la Iglesia. El alemán es un jurista. «Schmitt reivindica que su lugar es el de la razón y no el de la revelación» (Saralegui, 2016: 201). Ante sus ojos, el católico francés Bernanos no es más que un «payaso» (Schmitt, 2021a: 15), mientras que el jurista «liberal autoritario» Hauriou es «[su] hermano mayor» (Schmitt, 2021a: 43, 18). Carl Schmitt desprecia el derecho natural y otras contaminaciones teológicas del derecho. No puede ser de otro modo, porque señala: «Me considero jurista al cien por ciento y nada más que eso. No deseo ser algo distinto. Soy jurista, en ello persevero y moriré como tal, con toda la desdicha que comporta» (Lanchester, 2017: 223). Mas no se trata de alguien que se ocupe del derecho entendido como simple sistema de normas jurídico-positivas. Por esto, se lamenta de que los juristas contemporáneos se hayan convertido «en técnicos en gestión de leyes positivas, profundamente ignorantes y sin formación» (Schmitt, 2021a: 23). Sus colegas ya no lo entienden. Para ellos, Schmitt aparece como un autor entre la teología y el derecho secular, o sea, como «un teólogo de la jurisprudencia» (Schmitt, 2021a: 30-31). Pero, insiste, él es jurista, «científico desteologizado de primer grado» (Schmitt, 2021a: 89), que «siempre [ha] hablado como jurista y en consecuencia hablado y escrito en realidad solamente a juristas y para juristas» (Schmitt, 2021a: 23). Toda su vida «está consagrada a la elucidación científica del derecho público» (Schmitt, 2010: 59). Una ciencia que surge en la Modernidad producto del espíritu europeo contra las bárbaras guerras de religión. De esta forma, Schmitt se contrapone conscientemente, como jurista, a los teólogos fanáticos y sectarios, que convirtieron el continente en una carnicería en los siglos XVI y XVII. El jurista westfaliano es su enemigo. Sus amigos son Bodino y Hobbes, los creadores de su ciencia. Tras la Gran Guerra, convertida la profesión de jurista en mero «asesor para la prevención de “accidentes” jurídicos» (Forsthoff, 2013: 80) y retornados los exterminios bélicos ―propios de las guerras de religión― en pro de la Humanidad, el alemán se ve a sí mismo como «el último representante consciente del jus publicum Europaeum, su último profesor e investigador en un sentido existencial» (Schmitt, 2010: 67).
Después del párrafo anterior, que es fundamental para entender a Schmitt, volvamos a la biografía de nuestro autor. Como decíamos, en 1928 lo vemos en la escuela de negocios berlinesa. En esos años publica otro trabajo esencial: Der Hüter der Verfassung (1931). En esta obra, estipula que el presidente ha de ser el verdadero defensor de la Constitución de Weimar en base a los artículos 41 y siguientes. Porque solo un presidente elegido democráticamente puede salvaguardar la Constitución de unos partidos que se han totalizado. Por el contrario, un tribunal ―como propone su rival Kelsen y cierta práctica desarrollada en la República de Weimar― no es la institución adecuada. Que los jueces decidan si una ley es o no constitucional supone tergiversar el papel de la judicatura, que es aplicar la ley al caso concreto, y politizarla. Si se da capacidad decisoria a los jueces, devienen órganos políticos y dejan de ser independientes, puesto que, sentencia Schmitt, «la independencia judicial no es más que el reverso de la sujeción del juez a las leyes» (Schmitt, 2018b: 275-276). Por ende, solo el presidente de la República puede y debe defender la Constitución de Weimar. Por ejemplo, el artículo 42 de la Constitución otorga al jefe del Estado el deber de «guardar la Constitución y las leyes». Ergo, si alguien ha de decidir sobre la conformidad de una ley con la Constitución, ese es el presidente, que es el «defensor y guardián de la unidad constitucional y de la integridad de la nación» (Schmitt, 2018b: 287). Además de la obra citada, en 1932, publica Legalidad y legitimidad ―del que nos ocuparemos más tarde― con el que apremia a ilegalizar a los partidos nazi y comunista.
Durante los años en la Handelshochschule berlinesa, puede decirse que Schmitt alcanza el máximo reconocimiento académico. Pero también el mundano: concede entrevistas de radio, escribe en periódicos, dicta conferencias, etc. En suma, «se convierte en un jurista muy popular» (De Miguel, Tajadura, 2022: 63). Esto hace que los ministros y secretarios de Estado le encarguen dictámenes e informes. Pero su minuto de gloria, cuando finalmente puede hablarle al oído al poderoso, llega en 1932. Gracias a la red de contactos que había ido entretejiendo cuidadosamente haciendo gala de su talante sumamente liberal, se convierte en «jurista de Cámara» de Weimar en los gobiernos de von Papen (junio-diciembre de 1932) y de von Scheicher (diciembre 1932-enero 1933). Alerta a los cancilleres y al presidente Hildenburg del peligro que los partidos nazi y comunista suponen. Junto a Bilfinger, diseña un plan consistente en que el presidente disuelva el Parlamento por un plazo indeterminado hasta lograr un acuerdo de mínimos con los partidos extremistas, los cuales quieren acabar con la Constitución y no ocultan sus propósitos. Incluso en enero de 1933, pide al canciller Schleicher que emplee el artículo 48 para impedir que el Parlamento nombre canciller a Hitler. Al enterarse de este movimiento, el «genio político» ―permítasenos ironizar― que dirigía el Zentrum católico, Ludwing Kass, publica un artículo de prensa en el que «acusa a Schmitt de relativizar el derecho público alemán con propuestas que claramente suponen una violación de la Constitución de Weimar» (De Miguel, Tajadura, 2022: 65). Schmitt, sin embargo, solo pretendía que no se emplease la legalidad para acabar con la legalidad, como había advertido en Legalidad y legitimidad el año anterior. Mas el canciller Von Scheicher no escucha el consejo schmittiano y decide hacer caso a Kaas. «El enfrentamiento entre Kaas y Schmitt revela la tragedia a la que tiene que enfrentarse Weimar: evitar por todos los medios que Hitler y el partido nazi llegaran al poder, o defender una lectura estrictamente legal del texto constitucional, con la esperanza de que el Zentrum fuera capaz de controlar al hombre que llevaría a Alemania y Europa al mayor desastre de su historia» (De Miguel, Tajadura, 2022: 66).
Adolf Hitler es nombrado canciller el 30 de enero de 1933. Schmitt se adapta a la nueva situación. Pide el ingreso en el partido a finales de abril de ese año y, en 1937, le conceden la condición de miembro del NSDAP con fecha de 1 de mayo de 1933. El que había combatido a Hitler hasta enero se nazifica en pocos meses. Empieza a escribir sobre la raza, defiende la expulsión de los judíos de la Universidad, justifica la noche los cuchillos largos, etc. En fin, deviene un intelectual comprometido. La calidad de sus trabajos disminuye considerablemente. «Parece imposible ―apunta acertadamente Esteve Pardo― que procedan del mismo autor que la década anterior ofrecía trabajos tan sugestivos y penetrantes» (Esteve Pardo, 2023: 23). Sobre las razones que llevaron a Schmitt a afiliarse, nos ocuparemos más adelante. Por el momento, baste dejar claro que se comprometió, perdiendo toda la auctoritas que había merecidamente adquirido, y se equivocó.
Su rápida conversión no pasa desapercibida entre quienes lo conocen. Pronto recibe dos ataques de lados muy diversos. De una parte, su examigo judío Gurian, que se había exiliado en Suiza en 1934, escribe contra Schmitt acusándolo de emplear al nazismo para sus propios intereses personales. De otra parte, los juristas nacionalsocialistas de cabecera ―Reinhard Höhn, Otto Koellreutter y compañía―, «asesinos de escritorio a cuya maldad ni siquiera podía acercarse Schmitt» (De Miguel, Tajadura, 2022: 22), ponen sobre aviso a Alfred Rosenberg, quien abre una investigación que culmina con un informe de las SS donde se afirma que Schmitt era «“el enemigo más peligroso” del nacionalsocialismo durante la República de Weimar» (Quaritsch, 2017: 136). Además de este informe secreto de 299 páginas concluido en 1937, Schmitt es difamado públicamente en la revista Schwarzen Korps en diciembre de 1936 y apartado de todos sus cargos, con la salvedad del de catedrático de la Universidad de Berlín y del de consejero de Estado de Prusia, puestos que conserva gracias a su amistad con Göring.
Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Schmitt es encarcelado, el 26 de septiembre de 1945, a iniciativa de su excolega Karl Loewenstein, un jurista judío alemán exiliado en Estados Unidos. Queda en libertad el 10 de octubre de 1946. Mas sufrirá un segundo encierro de cinco semanas en la penitenciaría de Núremberg entre marzo y abril de 1947. Nuevamente, se libra porque no había cargos contra él.
A diferencia de otros juristas, que sí fueron verdaderos nazis y arquitectos del régimen nacionalsocialista, como los citados Höhn o Koellreutter, Schmitt nunca podrá volver a la vida académica. «Carl Schmitt ―apunta García Amado― acabó siendo cabeza de turco, quién lo diría, el que pagó por tantos, en la medida que pagó, que tampoco fue tanta» (García Amado, 2019).
Tras su excarcelación, Schmitt se retira a su Plettenberg natal. Renombra su casa San Casciano, a imitación de Maquiavelo. Y, como el florentino, se siente exiliado en su propia patria. «Quiesco exsul in (ipsa) patria mea» (Schmitt, 2021a: 13). Proscrito de la vida pública y de la Universidad, se ve como «un derrotado: dos guerras mundiales perdidas: dos, y fui acusado hasta el punto de tener que sufrir una durísima prisión americana» (Lanchester, 2017: 2022). Pero no está solo. Jóvenes y viejos profesores alemanes, españoles, italianos, etc., acuden a rendirle pleitesía. Porque Schmitt era para sus seguidores «un sacerdote de un culto mítico que era capaz de transmitir la gracia. (…) El poder magnético de este hombre parece que era concluyente, su forma de razonar, su brillantez expositiva (visible desde luego en sus escritos), su capacidad y oportunidad para seleccionar asuntos lúcidos, su mirada y unos ojos vivos parecidos a flechas a la búsqueda de un blanco… todo contribuía a hacer de él un centro indiscutible de referencia intelectual y personal» (Sosa Wagner, 2013: 30). Continúa publicando algunos trabajos, unos con seudónimo y otros ya con su nombre. Su última gran obra es El nomos de la tierra (1950). En ella, reflexiona sobre la superación del Estado, el concepto de gran espacio y el origen del derecho. El viejo Schmitt pasa, así, del derecho constitucional al derecho internacional. Muere en Plettenberg, el 7 de abril de 1985, a los 96 años.
El personaje cuya biografía intelectual hemos compendiado anteriormente generó, genera y generará odios y amores a partes iguales. En palabras de Habermas, Schmitt es «el más sagaz e importante de los filósofos alemanes del Estado, no un nazi cualquiera» (Habermas, 2001: 75). Por ello, debe hacerse un distingo entre su posición política de 1933 a 1936 y los conceptos con los que renovó el derecho público europeo, que siguen plenamente vigentes: la distinción entre Constitución y leyes constitucionales, las garantías institucionales, la dictadura como medio jurídico para superar la anormalidad, la distinción entre amigos y enemigos, la conversión de las elecciones en un proceso plebiscitario en las que no se vota a un candidato sino a partido en bloque, etc.
Sus hallazgos científicos ―y no su posición política― son quizá el motivo por el que buena parte de la academia prefiere mirar para otro lado. No cabe ignorar que se negó a someterse al proceso de desnazificación alegando que «no puedo ser desnazificado porque no puedo ser nazificado» (Lanchester, 2017: 211). O sea, pese a tener el carnet del partido número 2.098.860, nunca habría sido nazi, luego no puede ser desnazificado. Pero sin obviar lo anterior, lo cierto es que Schmitt desnuda la realidad, la muestra tal cual es, lo que resulta peligroso para el establishment. Y, para no entrar a discutir sus tesis, su nazismo, del que no se arrepintió, viene como anillo al dedo. En palabas de Jerónimo Molina: «A Schmitt no se le perdona su denuncia del imperialismo angloamericano. Luego está, naturalmente, la leyenda de su militancia nacionalsocialista o las simplificaciones de su hallazgo genial, una banalité supérieure: la política [mejor dicho: lo político] es distinguir entre amigos y enemigos» (Molina, 2019: 112). Creemos que el profesor murciano tiene razón.
Generador de afectos y antipatías, halagos y reproches, la producción sobre Schmitt en nuestra lengua se ha disparado en los últimos años. A las continuas ediciones y reediciones de sus obras clásicas se suman otras que no habían visto la luz en español como Glossarium (2021) o Los Buribunkos (2022); también ha de citarse la muy cuidada edición de Territorio, orden concreto, gran espacio, nomos: estudios escogidos (2020)preparada por el profesor Carlos Ruiz Miguel, que nos presenta un conjunto de trabajos ―Tierra y Mar (1942), «Cambio de estructura del derecho internacional» (1943), «La unidad del mundo» (1951), «Apropiación, partición, apacentamiento» (1953), etc.― del último Schmitt, del jusinternacionalista, en el que «la reflexión sobre el nomos será el núcleo fundamental de sus reflexiones» (Ruiz Miguel, 2020: 20).
Mas no solo ha crecido la bibliografía primaria, sino también la secundaria, o sea, aquella que versa sobre la obra de Schmitt. Las referencias hechas con anterioridad lo prueban. Merecen ser destacadas:
Carl Schmitt pensador español (2016), de Miguel Saralegui. Este libro nos acerca a la relación de Schmitt con otros autores españoles. La descendencia de Schmitt es española. Su única hija, Ánima Schmitt, se casó con Alfonso Otero, un catedrático compostelano de historia del derecho. El libro de Saralegui devela las relaciones de Schmitt y de su familia con otros autores ―franquistas o no― que desarrollaron su vida académica bajo el régimen de Franco: Álvaro D’Ors, Enrique Tierno Galván, Manuel Fraga, Luis Díez del Corral, etc.
Contra el “mito Carl Schmitt” (segunda edición de 2019), de Jerónimo Molina. Es un libro «fragmentario, pero no espontáneo ni improvisado» (Molina, 2019: 17) que combate el mito Carl Schmitt. ¿En qué consiste este mito? El alemán nos responde: «El mito en torno al Dr. Carl Schmitt es simplemente eso, un mito. Un tipo extraño este Carl Schmitt: no solo profesor, sino también una mezcla de muchas otras cosas» (Schmitt, 2017: 70). Sus hallazgos políticos le han creado problemas. Pero no se siente responsable de tener lectores superficiales. «Mi nombre y mi reputación me sobrepasan», espeta al fiscal de Núremberg (Schmitt, 2017: 70). Él es simplemente un aventurero intelectual, alguien que, como su maestro Max Weber, desea «meter sus manos en los engranajes de la historia» (Galli, 2021: 20). Pues bien, la obra de Jerónimo Molina nos acerca a este mito haciendo un distingo básico entre el estudioso y el comprometido políticamente y afirmando, consecuentemente, que las resoluciones schmittianas «en materia de engagement político tienen tanta importancia para juzgar el valor de su obra como la obstinación de Bodino en reclamar para las brujas del siglo XVI la pena de muerte» (Molina, 2019: 19). Asimismo, los capítulos 11 y 12 de la obra comentan los diarios de Carl Schmitt de 1925 a 1934. Y, pese a que el comentario es breve, sirve para que nos hagamos una idea del personaje en los años previos al ascenso del nazismo al poder, amén de que es lo único que hay escrito en español ―que sepamos― sobre esos diarios. El capítulo 18 también es interesante ya que comenta la entrevista que Klauss Figge y Dieter Groh hicieron a Schmitt en 1972, transcrita y publicada en alemán con el título Solange das Imperium da ist en 2010. Próximamente, la editorial El Paseo ha anunciado su publicación en español, pero, hasta el momento, solo tenemos el resumen de Jerónimo Molina sobre lo qué dice Schmitt en esa entrevista en punto a su catolicismo o sobre su compromiso político con el nacionalsocialismo.
Kelsen versus Schmitt. Política y derecho en la crisis del constitucionalismo (tercera edición de 2022), de Josu de Miguel y Javier Tajadura. Esta obra nos lleva a los debates y polémicas de Weimar de la mano de Schmitt y de Kelsen. Una Constitución que vivió más en sus juristas que en la población y que trató (fallidamente) de superar el liberalismo económico incorporando a las masas en el Estado. «La Constitución de Weimar supuso así la primera Norma Fundamental donde se pretendió superar las insuficiencias del liberalismo económico, incorporando fórmulas democráticas y, sobre todo, reconociendo la necesidad de conformar estatalmente la sociedad» (De Miguel, Tajadura, 2022: 20). En el libro, las visiones de Kelsen y Schmitt sobre la Constitución, el Estado, la democracia, etc., se contraponen y explican, y también se hacen ver algunos (escasos) paralelismos. Es una buena introducción a la obra del austríaco y del alemán. Amén de que las biografías de ambos personajes están muy bien tratadas, pues no buscan la descalificación fácil, sino comprender la posición de ambos autores (especialmente, la de Schmitt1). Ojalá esta obra sirva ―su tercera edición en cuatro años así lo pareciera indicar― para «alentar la vuelta al estudio de la teoría del Estado y la teoría de la Constitución, parcialmente abandonadas como consecuencia de cierto ensimismamiento doctrinal», que es la pretensión de ambos constitucionalistas (De Miguel, Tajadura, 2022: 292-293).
Tal es la producción schmittiana que el pasado 2022 José Díaz Nieva y Jerónimo Molina publicaron la bibliografía schmittiana Los enemigos de España son mis enemigos. Bibliografía panhispánica de Carl Schmitt (1926-2022), la segunda en nuestra lengua2. Se trata de «un libro denso y compacto» que da fe de los libros, artículos, correspondencia y entrevistas de Schmitt en nuestra lengua; y, asimismo, referencia, como fuentes secundarias y terciarias, los libros, artículos, reseñas, noticias de prensa, actas de congresos, prefacios, epílogos, memorias universitarias, recensiones, novelas, dietarios e ―incluso― obituarios sobre Schmitt que han visto la luz en España e Hispanoamérica. Los textos referenciados se cuentan por centenares. El material schmittiano recopilado, simplemente, abruma al lector. Pero, en cualquier caso, se justifica la labor emprendida habida cuenta de que la producción schmittiana no para de aumentar.
Además de lo anterior, reiteramos que Schmitt es el «más controvertido de los grandes autores de la teoría del Estado» (Aragón, 1990: X). Por lo tanto, no es de extrañar que este mismo 2023 se halla reeditado el anti-Schmitt de Jürgen Fijalkowski. Libro que, como veremos en el siguiente apartado, ha generado un tipo específico de oposición a Schmitt: el fijalkowskiano. La obra en cuestión aparece reeditada con el título Los componentes ideológicos en la filosofía política de Carl Schmitt. La trama ideológica del totalitarismo. Es la tesis doctoral de este autor publicada a finales de los años 50 del pasado siglo. Ciertamente, Fijalkowski contribuyó a sacar a Schmitt del olvido alemán. La República Federal era un lugar inhóspito para el viejo retirado en San Casciano. Fijalkowski lo recupera destacando que «Schmitt era ya en tiempos de la República de Weimar una figura fascinante que provocó múltiples y vivas polémicas en amplios sectores» (Fijalkowski, 2023: 44). Por ello, quien lo toca se quema. Mas justifica su estudio ―Fijalkowski no es jurista, sino politólogo― en que, si bien el centro de las meditaciones schmittianas es el derecho público, «el estilo en que dio forma a sus ideas jurídicas así como las reflexiones con que las precedió y las que de ellas dedujo, elevan su obra por encima del ámbito del derecho puro y permiten tratarla dentro de la problemática de la filosofía política y de la crítica ideológica político-sociológica» (Fijalkowski, 2023: 36).
Debido a la repercusión que la reedición de esta última obra está teniendo en medios de comunicación y en el debate estrictamente académico, discusión que alienta el «mito Carl Schmitt», dedicaremos el siguiente apartado a comentarla, con sus aciertos y errores3. Finalmente, y sin perder de vista a Fijalkowski, terminaremos de perfilar la figura de Schmitt ―desde el joven que se relaciona con neorrománticos hasta el anciano exiliado en San Casiano― a partir de las últimas novedades editoriales.
2. Jürgen Fijalkowski: el anti-Schmitt. El 24 de febrero de 1960, Carl Schmitt escribe a Luis Díez del Corral en una carta:
«De los tres libros publicados sobre mí el último año (…) es el más trabajado, pero muy tendencioso, el trabajo de un hombre joven y afanoso. A quien su profesor ha encargado tratarme como sospechoso político (al estilo de Karl Mannheim)» (Saralegui, 2016: 131).
Con las anteriores palabras, Schmitt habla de Jürgen Fijalkowski, quien, en 1958, había publicado su tesis doctoral intitulada Die Wendung zum Führerstaat; Ideologischen Komponenten in der Politischen Philosophie Carl Schmitts. En ella, como veremos, Fijalkowski, más allá de algunos aciertos expositivos, mantiene la tesis de que Carl Schmitt no es un oportunista, como algunos creen, sino que su adhesión al nazismo es producto de su ideología expresada en los años previos. Carl Schmitt sería genéticamente nazi. Estaba predestinado a terminar en el NSDAP. Si en un juicio ahistórico Popper se refiere a Platón como protototalitario (Popper, 2017), lo mismo hará Fijalkowski con Schmitt al sostener que sus teorías de Weimar conducían derechas al Estado del Führer (Führerstaat). Con su afiliación, meramente, confirma lo que ya todos sabían: que era nazi.
El Maquiavelo alemán, sin embargo, achaca la postura de Fijalkowski a su director, el profesor Hans-Joachim Lieber. Y, en efecto, en el prólogo a la obra de su discípulo, Lieber asevera que «Schmitt deduce de su confrontación crítica entre idea y realidad de la democracia parlamentaria consecuencias político-filosóficas y jurídico-constitucionales que culminan rotundamente en una apología del Estado total del Führer» (Lieber, 2023: 30). Por consiguiente, «Schmitt se revela como un pensador vinculado directamente en su obra al totalitarismo» (Lieber, 2023: 33).
La obra de Fijalkowski se tradujo pocos años después, en 1966, al español por José Zamit. El libro se publicó en la editorial Tecnos, quien lo acaba de reeditar. Como novedades, la edición actual incorpora un estudio de Esteve Pardo y una semblanza de José Zamit, recientemente fallecido, a cargo del profesor Sosa Wagner. Igualmente, el título es nuevo. La edición de 1966 se intitulaba: La trama ideológica del totalitarismo. Análisis crítico de los componentes ideológicos en la filosofía política de Carl Schmitt. La actual invierte el orden: Los componentes ideológicos en la filosofía política de Carl Schmitt. La trama ideológica del totalitarismo. Este cambio en el título tiene fácil explicación: Carl Schmitt vende. Sin embargo, el título anterior, sin ser tampoco exacto, se aproximaba más al alemán, cuya traducción literal sería: El giro hacia el Estado del Führer. Componentes ideológicos en la filosofía política de Carl Schmitt. Eso sí, lo que resulta inaprehensible es la afirmación de Esteve Pardo, quien sostiene que en la «edición española, de 1967 [sic]», «por requerimientos de la censura, se omitió el subtítulo del original alemán que ahora se rescata en esta nueva edición: los componentes ideológicos de la filosofía política de Carl Schmitt» (Esteve Pardo, 2023: 11). No hallamos más explicación para tal aserto que la de no haber consultado la edición de 1966. En lo que sigue, veamos qué sostiene Fijalkowski en su obra sobre Schmitt.
Sus hallazgos científicos ―y no su posición política― son quizá el motivo por el que buena parte de la academia prefiere mirar para otro lado. No cabe ignorar que se negó a someterse al proceso de desnazificación alegando que «no puedo ser desnazificado porque no puedo ser nazificado» (Lanchester, 2017: 211). O sea, pese a tener el carnet del partido número 2.098.860, nunca habría sido nazi, luego no puede ser desnazificado. Pero sin obviar lo anterior, lo cierto es que Schmitt desnuda la realidad, la muestra tal cual es, lo que resulta peligroso para el establishment. Y, para no entrar a discutir sus tesis, su nazismo, del que no se arrepintió, viene como anillo al dedo. En palabas de Jerónimo Molina: «A Schmitt no se le perdona su denuncia del imperialismo angloamericano. Luego está, naturalmente, la leyenda de su militancia nacionalsocialista o las simplificaciones de su hallazgo genial, una banalité supérieure: la política [mejor dicho: lo político] es distinguir entre amigos y enemigos» (Molina, 2019: 112). Creemos que el profesor murciano tiene razón.
Generador de afectos y antipatías, halagos y reproches, la producción sobre Schmitt en nuestra lengua se ha disparado en los últimos años. A las continuas ediciones y reediciones de sus obras clásicas se suman otras que no habían visto la luz en español como Glossarium (2021) o Los Buribunkos (2022); también ha de citarse la muy cuidada edición de Territorio, orden concreto, gran espacio, nomos: estudios escogidos (2020)preparada por el profesor Carlos Ruiz Miguel, que nos presenta un conjunto de trabajos ―Tierra y Mar (1942), «Cambio de estructura del derecho internacional» (1943), «La unidad del mundo» (1951), «Apropiación, partición, apacentamiento» (1953), etc.― del último Schmitt, del jusinternacionalista, en el que «la reflexión sobre el nomos será el núcleo fundamental de sus reflexiones» (Ruiz Miguel, 2020: 20).
Mas no solo ha crecido la bibliografía primaria, sino también la secundaria, o sea, aquella que versa sobre la obra de Schmitt. Las referencias hechas con anterioridad lo prueban. Merecen ser destacadas:
Carl Schmitt pensador español (2016), de Miguel Saralegui. Este libro nos acerca a la relación de Schmitt con otros autores españoles. La descendencia de Schmitt es española. Su única hija, Ánima Schmitt, se casó con Alfonso Otero, un catedrático compostelano de historia del derecho. El libro de Saralegui devela las relaciones de Schmitt y de su familia con otros autores ―franquistas o no― que desarrollaron su vida académica bajo el régimen de Franco: Álvaro D’Ors, Enrique Tierno Galván, Manuel Fraga, Luis Díez del Corral, etc.
Contra el “mito Carl Schmitt” (segunda edición de 2019), de Jerónimo Molina. Es un libro «fragmentario, pero no espontáneo ni improvisado» (Molina, 2019: 17) que combate el mito Carl Schmitt. ¿En qué consiste este mito? El alemán nos responde: «El mito en torno al Dr. Carl Schmitt es simplemente eso, un mito. Un tipo extraño este Carl Schmitt: no solo profesor, sino también una mezcla de muchas otras cosas» (Schmitt, 2017: 70). Sus hallazgos políticos le han creado problemas. Pero no se siente responsable de tener lectores superficiales. «Mi nombre y mi reputación me sobrepasan», espeta al fiscal de Núremberg (Schmitt, 2017: 70). Él es simplemente un aventurero intelectual, alguien que, como su maestro Max Weber, desea «meter sus manos en los engranajes de la historia» (Galli, 2021: 20). Pues bien, la obra de Jerónimo Molina nos acerca a este mito haciendo un distingo básico entre el estudioso y el comprometido políticamente y afirmando, consecuentemente, que las resoluciones schmittianas «en materia de engagement político tienen tanta importancia para juzgar el valor de su obra como la obstinación de Bodino en reclamar para las brujas del siglo XVI la pena de muerte» (Molina, 2019: 19). Asimismo, los capítulos 11 y 12 de la obra comentan los diarios de Carl Schmitt de 1925 a 1934. Y, pese a que el comentario es breve, sirve para que nos hagamos una idea del personaje en los años previos al ascenso del nazismo al poder, amén de que es lo único que hay escrito en español ―que sepamos― sobre esos diarios. El capítulo 18 también es interesante ya que comenta la entrevista que Klauss Figge y Dieter Groh hicieron a Schmitt en 1972, transcrita y publicada en alemán con el título Solange das Imperium da ist en 2010. Próximamente, la editorial El Paseo ha anunciado su publicación en español, pero, hasta el momento, solo tenemos el resumen de Jerónimo Molina sobre lo qué dice Schmitt en esa entrevista en punto a su catolicismo o sobre su compromiso político con el nacionalsocialismo.
Kelsen versus Schmitt. Política y derecho en la crisis del constitucionalismo (tercera edición de 2022), de Josu de Miguel y Javier Tajadura. Esta obra nos lleva a los debates y polémicas de Weimar de la mano de Schmitt y de Kelsen. Una Constitución que vivió más en sus juristas que en la población y que trató (fallidamente) de superar el liberalismo económico incorporando a las masas en el Estado. «La Constitución de Weimar supuso así la primera Norma Fundamental donde se pretendió superar las insuficiencias del liberalismo económico, incorporando fórmulas democráticas y, sobre todo, reconociendo la necesidad de conformar estatalmente la sociedad» (De Miguel, Tajadura, 2022: 20). En el libro, las visiones de Kelsen y Schmitt sobre la Constitución, el Estado, la democracia, etc., se contraponen y explican, y también se hacen ver algunos (escasos) paralelismos. Es una buena introducción a la obra del austríaco y del alemán. Amén de que las biografías de ambos personajes están muy bien tratadas, pues no buscan la descalificación fácil, sino comprender la posición de ambos autores (especialmente, la de Schmitt1). Ojalá esta obra sirva ―su tercera edición en cuatro años así lo pareciera indicar― para «alentar la vuelta al estudio de la teoría del Estado y la teoría de la Constitución, parcialmente abandonadas como consecuencia de cierto ensimismamiento doctrinal», que es la pretensión de ambos constitucionalistas (De Miguel, Tajadura, 2022: 292-293).
Tal es la producción schmittiana que el pasado 2022 José Díaz Nieva y Jerónimo Molina publicaron la bibliografía schmittiana Los enemigos de España son mis enemigos. Bibliografía panhispánica de Carl Schmitt (1926-2022), la segunda en nuestra lengua2. Se trata de «un libro denso y compacto» que da fe de los libros, artículos, correspondencia y entrevistas de Schmitt en nuestra lengua; y, asimismo, referencia, como fuentes secundarias y terciarias, los libros, artículos, reseñas, noticias de prensa, actas de congresos, prefacios, epílogos, memorias universitarias, recensiones, novelas, dietarios e ―incluso― obituarios sobre Schmitt que han visto la luz en España e Hispanoamérica. Los textos referenciados se cuentan por centenares. El material schmittiano recopilado, simplemente, abruma al lector. Pero, en cualquier caso, se justifica la labor emprendida habida cuenta de que la producción schmittiana no para de aumentar.
Además de lo anterior, reiteramos que Schmitt es el «más controvertido de los grandes autores de la teoría del Estado» (Aragón, 1990: X). Por lo tanto, no es de extrañar que este mismo 2023 se halla reeditado el anti-Schmitt de Jürgen Fijalkowski. Libro que, como veremos en el siguiente apartado, ha generado un tipo específico de oposición a Schmitt: el fijalkowskiano. La obra en cuestión aparece reeditada con el título Los componentes ideológicos en la filosofía política de Carl Schmitt. La trama ideológica del totalitarismo. Es la tesis doctoral de este autor publicada a finales de los años 50 del pasado siglo. Ciertamente, Fijalkowski contribuyó a sacar a Schmitt del olvido alemán. La República Federal era un lugar inhóspito para el viejo retirado en San Casciano. Fijalkowski lo recupera destacando que «Schmitt era ya en tiempos de la República de Weimar una figura fascinante que provocó múltiples y vivas polémicas en amplios sectores» (Fijalkowski, 2023: 44). Por ello, quien lo toca se quema. Mas justifica su estudio ―Fijalkowski no es jurista, sino politólogo― en que, si bien el centro de las meditaciones schmittianas es el derecho público, «el estilo en que dio forma a sus ideas jurídicas así como las reflexiones con que las precedió y las que de ellas dedujo, elevan su obra por encima del ámbito del derecho puro y permiten tratarla dentro de la problemática de la filosofía política y de la crítica ideológica político-sociológica» (Fijalkowski, 2023: 36).
Debido a la repercusión que la reedición de esta última obra está teniendo en medios de comunicación y en el debate estrictamente académico, discusión que alienta el «mito Carl Schmitt», dedicaremos el siguiente apartado a comentarla, con sus aciertos y errores3. Finalmente, y sin perder de vista a Fijalkowski, terminaremos de perfilar la figura de Schmitt ―desde el joven que se relaciona con neorrománticos hasta el anciano exiliado en San Casiano― a partir de las últimas novedades editoriales.
2. Jürgen Fijalkowski: el anti-Schmitt. El 24 de febrero de 1960, Carl Schmitt escribe a Luis Díez del Corral en una carta:
«De los tres libros publicados sobre mí el último año (…) es el más trabajado, pero muy tendencioso, el trabajo de un hombre joven y afanoso. A quien su profesor ha encargado tratarme como sospechoso político (al estilo de Karl Mannheim)» (Saralegui, 2016: 131).
Con las anteriores palabras, Schmitt habla de Jürgen Fijalkowski, quien, en 1958, había publicado su tesis doctoral intitulada Die Wendung zum Führerstaat; Ideologischen Komponenten in der Politischen Philosophie Carl Schmitts. En ella, como veremos, Fijalkowski, más allá de algunos aciertos expositivos, mantiene la tesis de que Carl Schmitt no es un oportunista, como algunos creen, sino que su adhesión al nazismo es producto de su ideología expresada en los años previos. Carl Schmitt sería genéticamente nazi. Estaba predestinado a terminar en el NSDAP. Si en un juicio ahistórico Popper se refiere a Platón como protototalitario (Popper, 2017), lo mismo hará Fijalkowski con Schmitt al sostener que sus teorías de Weimar conducían derechas al Estado del Führer (Führerstaat). Con su afiliación, meramente, confirma lo que ya todos sabían: que era nazi.
El Maquiavelo alemán, sin embargo, achaca la postura de Fijalkowski a su director, el profesor Hans-Joachim Lieber. Y, en efecto, en el prólogo a la obra de su discípulo, Lieber asevera que «Schmitt deduce de su confrontación crítica entre idea y realidad de la democracia parlamentaria consecuencias político-filosóficas y jurídico-constitucionales que culminan rotundamente en una apología del Estado total del Führer» (Lieber, 2023: 30). Por consiguiente, «Schmitt se revela como un pensador vinculado directamente en su obra al totalitarismo» (Lieber, 2023: 33).
La obra de Fijalkowski se tradujo pocos años después, en 1966, al español por José Zamit. El libro se publicó en la editorial Tecnos, quien lo acaba de reeditar. Como novedades, la edición actual incorpora un estudio de Esteve Pardo y una semblanza de José Zamit, recientemente fallecido, a cargo del profesor Sosa Wagner. Igualmente, el título es nuevo. La edición de 1966 se intitulaba: La trama ideológica del totalitarismo. Análisis crítico de los componentes ideológicos en la filosofía política de Carl Schmitt. La actual invierte el orden: Los componentes ideológicos en la filosofía política de Carl Schmitt. La trama ideológica del totalitarismo. Este cambio en el título tiene fácil explicación: Carl Schmitt vende. Sin embargo, el título anterior, sin ser tampoco exacto, se aproximaba más al alemán, cuya traducción literal sería: El giro hacia el Estado del Führer. Componentes ideológicos en la filosofía política de Carl Schmitt. Eso sí, lo que resulta inaprehensible es la afirmación de Esteve Pardo, quien sostiene que en la «edición española, de 1967 [sic]», «por requerimientos de la censura, se omitió el subtítulo del original alemán que ahora se rescata en esta nueva edición: los componentes ideológicos de la filosofía política de Carl Schmitt» (Esteve Pardo, 2023: 11). No hallamos más explicación para tal aserto que la de no haber consultado la edición de 1966. En lo que sigue, veamos qué sostiene Fijalkowski en su obra sobre Schmitt.
2. 1. Carl Schmitt, genéticamente nazi. El juicio de Fijalkowski sobre la obra weimariana de Schmitt es conciso y contundente: es la obra de un nazi in fieri. Según Fijalkowski, los análisis schmittianos sobre la imposibilidad del Estado liberal en la era de masas, sobre la mutación de los partidos (antes eran partidos de notables y ahora férreas organizaciones), sobre el traslado de la decisión del Parlamento al Gobierno (el paso de un Estado legislativo a uno Ejecutivo), sobre que la elección del diputado en un Estado de partidos no tiene nada que ver con la elección de representantes en el Estado liberal decimonónico (donde se elegía a un diputado concreto y no a una plancha de candidatos), etc., son inválidos. Schmitt no describe una realidad, sino que revela una ideología, la cual conduce derecha a Hitler.
Detrás de toda la crítica schmittiana se halla la «opción ideológico-jurídica» en favor del Estado total del Führer (Fijalkowski, 2023: 44). Pues «en las consecuencias finales de [la] crítica política [de Schmitt] se evidencia que la opción política, fijada de antemano, es la que imprime los acentos a la crítica» (Fijalkowski, 2023: 52). Sus análisis no son descriptivos ni racionales; tan solo enmarañan su opción política. La crítica de Schmitt «no es más que la apariencia tras de la que se esconde, en verdad, una opción política, antiparlamentaria y antidemocrática en favor del orden autoritario del Estado total del Führer» (Fijalkowski, 2023: 53). E insiste: «La opción en favor del Estado total del Führer es la consecuencia lógica de la crítica a la República de Weimar» (Fijalkowski, 2023: 249). Cuando Schmitt propone que el presidente sea el defensor de la Constitución, lo hace para acabar con la Constitución de Weimar e ir hacia el Estado totalitario hitleriano. Schmitt quiere poner rumbo al «Estado cesarista y total del Führer, antiparlamentario, antiliberal y antidemocrático» (Fijalkowski, 2023: 155). Y ve, subsiguientemente, la Constitución de Weimar «como una especie de puente» hacia el Estado nazi (Fijalkowski, 2023: 215). No cabe duda de todo esto, puesto que Schmitt, en cuanto los nazis llegan al poder, ya no hace crítica alguna, sino que se convierte «en intérprete y arquitecto constitucional del nuevo Reich» (Fijalkowski, 2023: 216).
Schmitt es nazi desde la cuna. Es nazi incluso sin saberlo. Empero, llama la atención que, al lado de las afirmaciones precedentes, Fijalkowski reconozca que la República de Weimar estaba «en una situación sumamente crítica. Estaba atacada por los males más heteróclitos» (Fijalkowski, 2023: 207): descontento social resultado del (injusto) castigo a Alemania en el Tratado de Versalles (1919), donde se la había considerado culpable única de la Gran Guerra y se la había sometido a durísimas cargas, una República sin republicanos, puesto que ni la burocracia ni el ejército ni la industria ni los obreros ―echados en manos del comunismo― la querían, etc. La situación se agrava tras el crac del 29. Este será la occasio para los partidos totalitarios nazi y comunista, quienes recogen el descontento social y, en julio de 1932, obtienen 319 escaños de los 608 del Reichstag. Ante esta situación de incapacidad parlamentaria, en la que la mayoría de los diputados quieren acabar con la República, Fijalkowski reconoce que la resolución de Schmitt en favor de que el presidente sea el guardián de la Constitución es buena. «Podía parecer que el único camino posible fuera el de encontrar al guardián de la Constitución en el presidente del Reich. Desde el punto de vista jurídico constitucional formal era quizá viable» (Fijalkowski, 2023: 209). «La lógica de la argumentación de que el presidente del Reich era el último órgano constitucional que habría podido hacerse cargo eficazmente de la función de guardián de la Constitución no se puede negar totalmente» (Fijalkowski, 2023: 210). Ahora bien, el problema no es la propuesta de Schmitt, que es «viable» o incluso «el único camino posible» para salvar la República, el problema es que Schmitt, en su fuero interno, en su genética, porta el veneno nazi. Por lo que jamás querría que el presidente salvase la República, sino que su pretensión arcana es erigir un «Estado unitario y totalitario, antiparlamentario y antipartidista» (Fijalkowski, 2023: 210).
En síntesis, no hay alternativa al Schmitt nazi. En su espíritu y genes, el de Plettenberg llevaba grabado a sangre y fuego que concluiría haciendo «apología del Estado total del Führer del Tercer Reich nacionalsocialista» (Fijalkowski, 2023: 301).
2. 2. Carl Schmitt, un romántico político. Según Fijalkowski, el análisis de Schmitt tampoco es nuevo. No descubre Mediterráneo alguno. Schmitt es solo un caso más, señala su intérprete, de la gran cadena de románticos que ha habido en Alemania. Sus conceptos de «jefatura», «orden existencialmente político» u «homogeneidad social» son característicos del «romanticismo político» (Fijalkowski, 2023: 308). Conceptos todos surgidos «de la falsa conciencia del romanticismo político en cuanto la crítica asume caracteres apocalípticos» (Fijalkowski, 2023: 308). Schmitt no es un jurista. Es un mero chamán en una época secularizada. Su teoría es mera regresión, crítica irracional de la Ilustración y, por ello, romántica. No merece la menor atención.
2. 3. El gran acierto de Fijalkowski: la recta comprensión de El concepto de lo político. Lo más reseñable de la obra ―pareciera mentira― es la correcta comprensión de El concepto de lo político. Fijalkowski, al contrario que los fijalkowskianos, entiende a la perfección este clásico político aparecido, por vez primera, en 19274.
Desde la primera edición de Der Begriff des Politischen5, Carl Schmitt busca limitar el conflicto. Sabe que su mundo, el del jus publicum Europaeum, es cosa del pasado tras la Primera Guerra Mundial. En las guerras clásicas entre Estados propias del derecho público europeo, la lucha era «un duelo entre caballeros» (Schmitt, 2013b: 65). Pero tras la Primera Guerra Mundial, donde las masas hacen la guerra y la figura del partisano emerge, las guerras se totalizan ―el combate ya no es solo militar, sino que abarca todas las esferas de la vida humana: economía, cultura, etc. (Jünger, 1995)― y se hacen absolutas no cabiendo acotamiento alguno del conflicto.
Como suele reiterar el profesor Giovanni Giorgini en sus clases de pensamiento político en la Universidad de Bolonia6, Schmitt advierte el hecho anterior y clama para poner límites a la guerra en la era de las masas. Pues vislumbra que un nuevo conflicto no tardará en estallar.
Para acotar la guerra, en primer lugar, Schmitt afirma lo político como realidad autónoma. Es decir, lo político es autónomo de la religión, de la economía, del arte, etc. Y su autonomía se ve en que tiene un criterio específico: la distinción entre amigos y enemigos. Este criterio refleja el punto más intenso de unión o desunión. Al igual que en el arte se distingue entre bello y feo; en economía, entre útil e inútil; en moral, entre bueno y malo; en política, se distingue entre amigos y enemigos. El enemigo político no tiene que ser feo ni moralmente malo ni un competidor económico. Puede que sea bello, bueno y no influya en nuestras transacciones económicas. Pero es nuestro enemigo. En segundo lugar, Schmitt evoca que el enemigo es siempre enemigo público ―no un mero enemigo privado―. Con él, no cabe solucionar el conflicto aplicando las normas jurídicas o acudiendo a un tercero (por ejemplo, juez) que dirima la contienda. El enemigo es otro, un extraño, que niega, en un determinado momento, el propio modo de existencia política. «Y por eso es rechazado y combatido para preservar la propia forma esencial de vida» (Schmitt, 2019: 271). En tercer lugar, la enemistad puede llevar a la guerra, que es lucha armada de un grupo humano contra otro que niega su existencia. La guerra es la realización extrema de la enemistad; refleja que la separación ha alcanzado su máxima intensidad. La guerra no es «normal ni hace falta sentirlo como algo ideal o deseable» (Schmitt, 2018a: 65), pero es siempre una posibilidad dada en la vida política. El hombre es conflictivo por naturaleza. Desde su aparición sobre la tierra, unos grupos humanos luchan contra otros. Esto es un hecho. Carl Schmitt no dice que la guerra sea el objeto de la política, pero sí sostiene que es «una posibilidad real, que determina de una manera peculiar la acción y el pensamiento humanos y origina así una conducta específicamente política» (Schmitt, 2018a: 65).
El gran logro del sistema de Estados europeo, del que Schmitt se proclama «su último profesor e investigador en un sentido existencial», fue limitar la guerra. Schmitt lo pone en valor al manifestar que el enemigo no es un criminal. Es solo otro con el que nos enfrentamos en un momento determinado. Mas no hay enemigos eternos. El enemigo hoy puede ser amigo mañana, y la inversa, por lo que no es necesario exterminarlo. El enemigo tiene su status; es un otro-yo. Carl Schmitt evoca todo esto para evitar las guerras libradas en nombre de la humanidad. Estas guerras ―imperantes desde hace un siglo― convierten al enemigo en un criminal malvado, feo e inútil al que hay que erradicar de la faz de la tierra. Por esta razón, escribe Schmitt en 1927, las guerras humanitarias «son necesariamente intensas e inhumanas, porque van más allá de lo político, tienden a despreciar al enemigo por medio de categorías morales y otras, convirtiéndolo, al mismo tiempo, en un monstruo inhumano que no solo debe ser repelido, sino definitivamente aniquilado» (Schmitt, 2019: 274). Cuando se combate en nombre de la humanidad, se priva al otro de la condición de humano. Y, con ello, la guerra se torna radicalmente inhumana y el conflicto pierde todo posible límite.
Como apuntamos al inicio, Fijalkowski recepciona cabalmente lo dicho por Schmitt. En primer lugar, señala que lo político revela la intensidad de una unión o separación. Y, así entendido, lo político consiste en distinguir entre amigos (unión) y enemigos (separación). «Todo motivo de agrupación y separación humanas puede conducir al extremo grado de intensidad y con ello a la posibilidad límite de amistad y enemistad» (Fijalkowski, 2023: 251). En segundo lugar, el enemigo es siempre un enemigo público concreto (una colectividad humana concreta), no un individuo (privado) ni la humanidad (conjunto de individuos). De esta forma, Schmitt limita la guerra. Porque, en tercer lugar, ha de tenerse en cuenta «la diferencia entre enemigo y criminal» (Fijalkowski, 2023: 252). El enemigo es simplemente una totalidad de hombres que, en un momento determinado, nos niega el derecho a la existencia política. Y, en consecuencia, «hay que defenderse [de él] por la fuerza física; pero no por ello es necesario convertirlo en objeto de odio privado ni tampoco perseguirlo y humillarlo como vil criminal» (Fijalkowski, 2023: 252). Dixit. Tomen nota los fijalkowskianos.
2. 4. Juicio general del libro. Nuestro juicio general de la obra no es positivo. Es un libro donde se mezcla la rigurosidad y la mera exposición de los escritos schmittianos con la pura ficción. Sin olvidar que, en ocasiones, cuando la realidad se impone por sí misma, no le queda más remedio que dar la razón a Schmitt. Así pues, los dos primeros capítulos son bastante fieles a la Verfassungslehre, por lo que recomendamos vivamente su lectura como resumen a esa epocal obra. Ahí se expone a la perfección el tipo de ideal de Estado liberal de Carl Schmitt: el carácter aristocrático de la elección, la libertad del representante respecto del representado (o sea, la prohibición del mandato imperativo), el carácter general de la ley aprobada en el Parlamento tras una discusión racional, etc. Fijalkowski explica formidablemente el Estado burgués de derecho en esas páginas y demuestra, en consecuencia, que para Schmitt, en contra de lo afirmado por algún fijakowskiano, no todo Estado es Estado de derecho. Esta buena recepción muta en la segunda parte del libro (capítulos 3 a 5) donde se asegura contumazmente que Carl Schmitt no busca defender la Constitución de Weimar con sus teorías, sino debelarla e instaurar el Estado hitleriano. En la tercera parte de la obra (capítulos 6 y 7), rebaja sus críticas e incluso… ¡acaba por dar la razón a Schmitt! Es decir: el parlamentarismo pasó a mejor vida pues la decisión reside en el Gobierno y no en el Parlamento, que era lo propio del Estado liberal, los partidos han mutado e incluso, como ya hemos visto, acepta la propuesta en favor de que el presidente velase por la Constitución de Weimar y la defendiese de los partidos totalitarios. En la cuarta y última parte (capítulos 8 a 10), Fijalkowski reitera que Carl Schmitt es genéticamente nazi y que, por lo tanto, todas sus propuestas y críticas ―a las que había dado la razón en la parte anterior7― no podían sino desembocar en el nazismo.
La obra ―como advierte Schmitt en la carta a Díez del Corral― es sumamente tendenciosa. Omite, unas veces por ignorancia y otras conscientemente, partes fundamentales de la obra de Schmitt. Así, por ejemplo, Politische Romantik se cita en la bibliografía, pero dudamos seriamente que lo haya leído porque, de lo contrario, difícilmente podría calificar, tan alegremente, de romántico a Schmitt sin rebatir sus tesis. Los diarios de Schmitt de esa época, que desmontan el mito del Schmitt genéticamente nazi, faltan. En este caso, la omisión es justificada porque aún no habían visto la luz. Y, de entre las obras citadas y manejadas con soltura, se omiten conscientemente partes esenciales, ya que las mismas echarían por tierra la tesis de Fijalkowski.
Por una parte, Fijalkowski no dice que Weimar es un Estado total para Schmitt. Solo que en sentido cuantitativo. El Estado total schmittiano nada tiene que ver con el Estado totalitario nazi. Schmitt denomina «total» al Estado que, en nuestro tiempo, llamamos «social». Es un Estado donde las distinciones propias del Estado liberal decimonónico (Estado-sociedad, Estado-economía, etc.) desaparecen. En el Estado total ―o social―, la sociedad se autoorganiza como Estado y, pues, ella misma es el Estado o, cuando menos, Estado y sociedad «deben ser fundamentalmente idénticos» (Schmitt, 2018b: 141). Esto lleva a una estatalización de la sociedad y a una socialización del Estado. Este Estado «abarca todo lo social» (Schmitt, 2018b: 141). Ya no hay sector ante el que deba permanecer neutral. Consiguientemente, el Estado interviene en religión, economía, cultura, etc. A su vez, los partidos, que en el siglo XIX pertenecían a la esfera de la sociedad, se estatizan. «Son la sociedad convertida en Estado de partidos» (Schmitt, 2018b: 141). Ahora bien, hay dos tipos de Estado total: el cualitativo y el cuantitativo. El Estado total cualitativo es un Estado vigoroso y enérgico, con una fuerte idea espiritual, pero limitado en cuanto a los ámbitos sociales que abarca. El Estado total cuantitativo es un Estado que se ha extendido a todas las esferas vitales, pero su poder es menos intenso. El fundamento espiritual de este último Estado ―según García-Pelayo en un escrito de juventud― es el «¿por qué no?, ¿por qué no vamos a subvencionar?». Es un Estado que «interviene en todas las esferas pero nunca de manera afirmativa». Por esto, concluye el jurista español, «es la totalidad de los débiles» (García-Pelayo, 1935). Carl Schmitt se opone a este segundo tipo de Estado total, que era el existente en Weimar, pero no al primero, el cual es compatible con la existencia de varios partidos. Como García-Pelayo dice en su último libro publicado en vida, Schmitt «no se pronuncia tanto contra el Estado de partidos (…) cuanto sobre la modalidad específica de manifestarse tal tipo de Estado en la Alemania de aquel tiempo» (García-Pelayo, 2009: 1987).
Por otra parte, Fijalkowski omite que Schmitt aboga por ilegalizar a nazis y comunistas en Legalidad y legitimidad (1932) o que Schmitt fue perseguido por los propios nazis en 1936. «Olvidos» imperdonables que parecen indicar que él, y no Schmitt, es quien, con su trabajo, simplemente refuerza una opción que ya tenía tomada de antemano: descalificar a Carl Schmitt.
A pesar de la inconsistencia de sus argumentos para todo aquel que conoce ecuánimemente la obra del Maquiavelo alemán, hemos de reconocerle a Fijalkowski el mérito de haber creado un tipo específico de oposición a Schmitt: el fijalkowskiano. Entendemos por tal el profesor universitario ―desde el becario predoctoral hasta el catedrático afamado― cuya lectura de Schmitt está mediatizada por una lectura previa de la obra de Fijalkowski8. Entre otros: Pablo Lucas Verdú, Elías Díaz, José Estévez Araujo, Gregorio Peces Barba, José Antonio López García o Pedro Lomba. Pero también hay fijalkowskianos periodistas, como Manuel Rivas y Pedro García Cuartango. En definitiva, el fijalkowskiano abunda en España.
Schmitt tenía cierto respeto por Fijalkowski. El modo de referirse a él como «un hombre joven y afanoso» así parece indicarlo. Pero con seguridad repudiaba al fijalkowskiano medio. Es probable que pensase en ellos en su entrevista con Fulco Lanchester: «Sobre Carl Schmitt se escribe a mansalva. Lo hacen hasta algunos estúpidos estudiantes de licenciatura. A los noventa y cinco años fastidia que cualquier universitario se permita escribir su tesina sobre uno. Y lo hacen a montones, cada uno más idiota que el anterior, hoy cincuenta, mañana cien; cosas que sonrojarían a cualquiera. Todas en torno al fascismo y al antifascismo» (Lanchester, 2017: 211).
3. Nuevos escritos de Carl Schmitt que ponen en tela de juicio a Fijalkowski. La producción de Carl Schmitt en vida fue vastísima. Además, se ha visto acrecentada en los últimos años con la publicación póstuma de sus diarios de juventud y senectud. De los primeros, en nuestra lengua, solo tenemos los resúmenes que ha hecho Jerónimo Molina. Los últimos, en cambio, han sido traducidos y publicados bajo el rótulo de Glossarium en 2021. En ambos casos, se trata de literatura íntima desconocida para Fijalkowski ―y para todos― pero anterior a su obra de 1958. Asimismo, a finales del año pasado, se ha traducido Die buribunken. Ensayo satírico publicado en 1918 e ignorado por Fijalkowski en el que Schmitt se burla del ambiente neorromántico. Por último, este mismo 2023 se ha reeditado Legalidad y legitimidad en la editorial chilena Olejnik. Permítasenos decir al respecto que esta edición es una vergüenza, pues plagia, sin corregir siquiera las erratas, la edición de Comares del año 2006 preparada por Cristina Monereo Atienza. El copia y pega es tan tosco que la editorial chilena ni siquiera corrige las erratas. Tampoco reconoce al traductor, sino que atribuye el trabajo a José Díaz Nieva, quien había preparado una edición para la editorial Aguilar en 1971. En fin, prácticas indeseables que no deberían existir en el mundo académico. Por lo demás, Legalität und Legitimität, publicada en 1932, es una obra esencial de pública oposición schmittiana a los totalitarismos nazi y comunista9.
En lo que sigue, veremos qué nos dice el Schmitt arcano y el público, el esotérico y el exotérico, en estos trabajos, que echan por tierra la tesis de su intérprete alemán de 1958.
3. 1. Carl Schmitt antirromántico. El 10 de septiembre de 1947, Carl Schmitt medita en su diario sobre los diarios: «¿Se puede describir la propia vida? ¿Se puede llevar un diario que otros leerán?» (Schmitt, 2021a: 18). De un lado, Schmitt es implacable contra los escritores de diarios en Die buribunken, personajes que se caracterizan, precisamente, por volcar su vida entera en un diario y por tener un hocico ensanchado (Schmitt, 2022: 26). De otro lado, Schmitt es un gran dietarista. Plasma su vida en un diario. Y, precisamente en este, nos dice que fue liberal individualista entre 1905 y 1907, fecha que luego amplía hasta 1919. Mas el trato con liberal-románticos bávaros entre 1912 y 1919 hace que acabe hastiado de la filosofía del yo. Al final, ese ambiente con el que contacta en Baviera, donde trata a los poetas Toller y Mühssam, pero también a la derecha tradicional, provoca su hastío. Los primeros «anunciaban la transformación del mundo en un prado lleno de flores del que cada cual podría escoger la que quisiera, al tiempo que declaraban el fin del trabajo, de las jerarquías y del derecho» (Galli, 2021: 14). En cuanto a la derecha tradicional, recuerda Galli, «nunca fue querida por Schmitt, quien la sentía como algo extraño» (Galli, 2021: 29), como lo prueba su abierta enemistad con los románticos de derechas Othmar Spann, Jakob Baxa y compañía. Él era «demasiado naíf y “rural”» y, por ende, no encajaba en ese «horripilante ambiente» (Schmitt, 2021a: 37). Los buribunkos (1918), primero, y Romanticismo político (1919), después, son la respuesta de Schmitt a ese ecosistema.
Los buribunkos ha sido traducido al español en una muy cuidada edición a cargo de Yuri Notturni (Notturni, 2022). En este ensayo distópico, y extraordinariamente actual, Schmitt explica que el buribunko es un sujeto de hocico acho que plasma su vida entera en un diario. El diario es la suprema expresión de su individualidad. Porque el buribunko se ve y se sabe objeto de interés. Él piensa lo que quiere y escribe lo que le parece en su diario con total libertad. El buribunko «vive por el diario, mediante el diario y del diario. Y, por fin, anota en el diario también el hecho de que no le viene a la mente nada que escribir en el diario» (Schmitt, 2022: 42). Pese a ser sumamente individual lo escrito en el diario, como todos los buribunkos tienen uno, el yo acaba diluyéndose en la «más imperceptible sociabilidad» (Schmitt, 2022: 43). Pues «su originalidad particular, aquel yo que vibra gracias a una autonomía extrema, descansa sobre una generalidad sin particularidades, una uniformidad incolora que es el resultado de la más abnegada voluntad de poder» (Schmitt, 2022: 43). Por esta razón, el individualismo buribunko acaba siendo el mejor aliado para el mantenimiento del establishment. El buribunko entrega diariamente su diario, en el que plasma cada segundo de su día, a la autoridad local competente, quien inspecciona cada diario y lo cataloga por autor y materia (satírica, política, erótica, etc.). En el reino buribunko, la libertad es máxima. No hay límite alguno, salvo uno: no escribir un diario. El buribunko puede escribir esto o aquello e incluso puede escribir en contra de la necesidad de escribir un diario. Pero le está vetado no escribir. «Quien en lugar de escribir se niega a tener un diario, omitiendo realmente escribir, hace un uso inapropiado de la libertad de pensamiento general y será erradicado por sus comportamientos antisociales. La rueda del progreso pasa silenciosa sobre el silencioso; no se mencionará, y, consecuentemente, no se podrá hablar más de él, siendo así gradualmente arrojado hacia la clase más baja» (Schmitt, 2022: 46). Parecerá que la tierra lo ha tragado. Habrá desaparecido del mundo sin haber muerto.
Ahora, cambie el lector diario por red social y autoridad local por agencia de verificación de noticias y verá la actualidad de la anterior obra schmittiana.
En Romanticismo político, Schmitt continúa criticando el romanticismo y la filosofía del yo. Desgraciadamente, esta obra es prácticamente desconocida en España. Solo se tradujo una vez al español, pero en Buenos Aires, en el año 2001. Sin embargo, los italianos la han reeditado en 2021. El país de Dante es consciente de la importancia de Politische Romantik para aprehender el mundo actual. Pues nuestra época, como dice Javier Gomá, puede considerarse un tiempo de «romanticismo pop», o sea, romanticismo de masas (Mejía, 2022). A juicio de Carl Schmitt, el romanticismo es fiel reflejo de una época incapaz de producir algo grande. Esto es especialmente penoso en el arte, porque el romanticismo se presenta como un movimiento artístico y, empero, es la nada artística. El romanticismo reduce el resto de realidades (política, religión, economía, etc.) a lo estético. Expresiones actuales como «es muy chuli» o «es muy bonito», empleadas por los políticos para explicar una medida económica, revelan romanticismo. En el arte, lo que impera es el sujeto genial. Un individuo capaz de dar rienda suelta a su imaginación a fin de erigir una obra artística de la nada. Para el artista, todo momento es bueno para iniciar una obra, un romance. Por ejemplo, la observación detenida de una naranja fue la ocasión perfecta para que Mozart compusiese La ci darem la mano. El romanticismo es, por lo tanto, un pensamiento ocasionalista; es contrario a toda explicación causal. Cuando esto se lleva al plano político-social, el romántico se pone a sí mismo como sujeto ordenador de la realidad en sustitución de Dios, el Estado, el pueblo, etc. Para el romántico, el sujeto singular debe ser la instancia ordenadora del todo social. Por este ocasionalismo y subjetivismo, Schmitt sentencia que «el romanticismo es ocasionalismo subjetivo» (Schmitt, 2021b: 57). El individuo romántico ve y considera el mundo como ocasión y pretexto para su romanticismo. Ocupando el lugar que otrora correspondía a Dios se cree en la obligación ―y en la necesidad― de transformar continuamente el mundo. Entiende que su misión en la tierra es crear y recrear constantemente mundos fantásticos. Pero, en verdad, nunca crea nada porque es políticamente incapaz. Nunca se decide. Carece de una relación seria y efectiva con la realidad. El romántico Novalis sostenía que cualquier ocasión era buena para «el inicio de un romance sin fin». Según Schmitt, Novalis compendia en esa frase «la específica relación romántica con el mundo» (Schmitt, 2021b: 59). Cuando el romántico pone sus ojos en el pasado no es porque lo considere bueno o malo; es simplemente un pretexto para negar la realidad presente. Se refugia en el pasado solo porque este puede ser creado a su medida, ya que, como han transcurrido muchos siglos, «no puede ser fácilmente contradicho» (Schmitt, 2021b: 59). El romántico no quiere volver al pasado, como tampoco quiere esta u otra opción política concretas. Lo propio del romántico es romantizar continuamente, por lo que no puede decidirse por opción alguna; de lo contrario, su ocasionalismo se acabaría. Mas debido a su falta de decisión, el romántico se convierte en el tonto útil del gobernante. «El resultado ―sostiene Schmitt― es su total alineación al gobierno» (Schmitt, 2021b: 231). Al no decidirse, al no tener una posición clara acerca de nada, el romántico es fácilmente instrumentalizado por los no románticos. Por consiguiente, «cualquier forma de romanticismo está al servicio de otras energías no románticas, y su sublime superioridad respecto de las definiciones y las decisiones se convierte en un acompañamiento servil de fuerzas y de decisiones que le son extrañas» (Schmitt, 2021b: 234). En suma, el individualismo extremo consustancial al sujeto genial romántico es el mejor aliado del establishment.
Del análisis de ambas obras resulta que Schmitt, en contra de lo afirmado por Fijalkowski, no es un romántico político. Ni creía en el sujeto genial ni careció de decisión. Como veremos a continuación, Schmitt se posicionó en Weimar, en el nazismo y tras la Segunda Guerra Mundial.
3. 2. El Carl Schmitt inmediatamente anterior al nazismo. La ilegalización de los partidos totalitarios. La publicación de los diarios de Schmitt de 1912 a 1934 desechan la tesis de que, en su fuero interno, el de Plettenberg fuera nazi. Esperamos que sean traducidos al español más pronto que tarde. Por el momento, Jerónimo Molina da cuenta de los mismos y nos indica que ocupan cinco tomos y 3000 páginas. En esas dos décadas, Schmitt se presenta como un dietarista obsesivo; uno de esos de los que se burla en Die buribunken. Vemos, así, que esa costumbre adquirida en los ambientes románticos bávaros lo acompañará de por vida.
Detrás de toda la crítica schmittiana se halla la «opción ideológico-jurídica» en favor del Estado total del Führer (Fijalkowski, 2023: 44). Pues «en las consecuencias finales de [la] crítica política [de Schmitt] se evidencia que la opción política, fijada de antemano, es la que imprime los acentos a la crítica» (Fijalkowski, 2023: 52). Sus análisis no son descriptivos ni racionales; tan solo enmarañan su opción política. La crítica de Schmitt «no es más que la apariencia tras de la que se esconde, en verdad, una opción política, antiparlamentaria y antidemocrática en favor del orden autoritario del Estado total del Führer» (Fijalkowski, 2023: 53). E insiste: «La opción en favor del Estado total del Führer es la consecuencia lógica de la crítica a la República de Weimar» (Fijalkowski, 2023: 249). Cuando Schmitt propone que el presidente sea el defensor de la Constitución, lo hace para acabar con la Constitución de Weimar e ir hacia el Estado totalitario hitleriano. Schmitt quiere poner rumbo al «Estado cesarista y total del Führer, antiparlamentario, antiliberal y antidemocrático» (Fijalkowski, 2023: 155). Y ve, subsiguientemente, la Constitución de Weimar «como una especie de puente» hacia el Estado nazi (Fijalkowski, 2023: 215). No cabe duda de todo esto, puesto que Schmitt, en cuanto los nazis llegan al poder, ya no hace crítica alguna, sino que se convierte «en intérprete y arquitecto constitucional del nuevo Reich» (Fijalkowski, 2023: 216).
Schmitt es nazi desde la cuna. Es nazi incluso sin saberlo. Empero, llama la atención que, al lado de las afirmaciones precedentes, Fijalkowski reconozca que la República de Weimar estaba «en una situación sumamente crítica. Estaba atacada por los males más heteróclitos» (Fijalkowski, 2023: 207): descontento social resultado del (injusto) castigo a Alemania en el Tratado de Versalles (1919), donde se la había considerado culpable única de la Gran Guerra y se la había sometido a durísimas cargas, una República sin republicanos, puesto que ni la burocracia ni el ejército ni la industria ni los obreros ―echados en manos del comunismo― la querían, etc. La situación se agrava tras el crac del 29. Este será la occasio para los partidos totalitarios nazi y comunista, quienes recogen el descontento social y, en julio de 1932, obtienen 319 escaños de los 608 del Reichstag. Ante esta situación de incapacidad parlamentaria, en la que la mayoría de los diputados quieren acabar con la República, Fijalkowski reconoce que la resolución de Schmitt en favor de que el presidente sea el guardián de la Constitución es buena. «Podía parecer que el único camino posible fuera el de encontrar al guardián de la Constitución en el presidente del Reich. Desde el punto de vista jurídico constitucional formal era quizá viable» (Fijalkowski, 2023: 209). «La lógica de la argumentación de que el presidente del Reich era el último órgano constitucional que habría podido hacerse cargo eficazmente de la función de guardián de la Constitución no se puede negar totalmente» (Fijalkowski, 2023: 210). Ahora bien, el problema no es la propuesta de Schmitt, que es «viable» o incluso «el único camino posible» para salvar la República, el problema es que Schmitt, en su fuero interno, en su genética, porta el veneno nazi. Por lo que jamás querría que el presidente salvase la República, sino que su pretensión arcana es erigir un «Estado unitario y totalitario, antiparlamentario y antipartidista» (Fijalkowski, 2023: 210).
En síntesis, no hay alternativa al Schmitt nazi. En su espíritu y genes, el de Plettenberg llevaba grabado a sangre y fuego que concluiría haciendo «apología del Estado total del Führer del Tercer Reich nacionalsocialista» (Fijalkowski, 2023: 301).
2. 2. Carl Schmitt, un romántico político. Según Fijalkowski, el análisis de Schmitt tampoco es nuevo. No descubre Mediterráneo alguno. Schmitt es solo un caso más, señala su intérprete, de la gran cadena de románticos que ha habido en Alemania. Sus conceptos de «jefatura», «orden existencialmente político» u «homogeneidad social» son característicos del «romanticismo político» (Fijalkowski, 2023: 308). Conceptos todos surgidos «de la falsa conciencia del romanticismo político en cuanto la crítica asume caracteres apocalípticos» (Fijalkowski, 2023: 308). Schmitt no es un jurista. Es un mero chamán en una época secularizada. Su teoría es mera regresión, crítica irracional de la Ilustración y, por ello, romántica. No merece la menor atención.
2. 3. El gran acierto de Fijalkowski: la recta comprensión de El concepto de lo político. Lo más reseñable de la obra ―pareciera mentira― es la correcta comprensión de El concepto de lo político. Fijalkowski, al contrario que los fijalkowskianos, entiende a la perfección este clásico político aparecido, por vez primera, en 19274.
Desde la primera edición de Der Begriff des Politischen5, Carl Schmitt busca limitar el conflicto. Sabe que su mundo, el del jus publicum Europaeum, es cosa del pasado tras la Primera Guerra Mundial. En las guerras clásicas entre Estados propias del derecho público europeo, la lucha era «un duelo entre caballeros» (Schmitt, 2013b: 65). Pero tras la Primera Guerra Mundial, donde las masas hacen la guerra y la figura del partisano emerge, las guerras se totalizan ―el combate ya no es solo militar, sino que abarca todas las esferas de la vida humana: economía, cultura, etc. (Jünger, 1995)― y se hacen absolutas no cabiendo acotamiento alguno del conflicto.
Como suele reiterar el profesor Giovanni Giorgini en sus clases de pensamiento político en la Universidad de Bolonia6, Schmitt advierte el hecho anterior y clama para poner límites a la guerra en la era de las masas. Pues vislumbra que un nuevo conflicto no tardará en estallar.
Para acotar la guerra, en primer lugar, Schmitt afirma lo político como realidad autónoma. Es decir, lo político es autónomo de la religión, de la economía, del arte, etc. Y su autonomía se ve en que tiene un criterio específico: la distinción entre amigos y enemigos. Este criterio refleja el punto más intenso de unión o desunión. Al igual que en el arte se distingue entre bello y feo; en economía, entre útil e inútil; en moral, entre bueno y malo; en política, se distingue entre amigos y enemigos. El enemigo político no tiene que ser feo ni moralmente malo ni un competidor económico. Puede que sea bello, bueno y no influya en nuestras transacciones económicas. Pero es nuestro enemigo. En segundo lugar, Schmitt evoca que el enemigo es siempre enemigo público ―no un mero enemigo privado―. Con él, no cabe solucionar el conflicto aplicando las normas jurídicas o acudiendo a un tercero (por ejemplo, juez) que dirima la contienda. El enemigo es otro, un extraño, que niega, en un determinado momento, el propio modo de existencia política. «Y por eso es rechazado y combatido para preservar la propia forma esencial de vida» (Schmitt, 2019: 271). En tercer lugar, la enemistad puede llevar a la guerra, que es lucha armada de un grupo humano contra otro que niega su existencia. La guerra es la realización extrema de la enemistad; refleja que la separación ha alcanzado su máxima intensidad. La guerra no es «normal ni hace falta sentirlo como algo ideal o deseable» (Schmitt, 2018a: 65), pero es siempre una posibilidad dada en la vida política. El hombre es conflictivo por naturaleza. Desde su aparición sobre la tierra, unos grupos humanos luchan contra otros. Esto es un hecho. Carl Schmitt no dice que la guerra sea el objeto de la política, pero sí sostiene que es «una posibilidad real, que determina de una manera peculiar la acción y el pensamiento humanos y origina así una conducta específicamente política» (Schmitt, 2018a: 65).
El gran logro del sistema de Estados europeo, del que Schmitt se proclama «su último profesor e investigador en un sentido existencial», fue limitar la guerra. Schmitt lo pone en valor al manifestar que el enemigo no es un criminal. Es solo otro con el que nos enfrentamos en un momento determinado. Mas no hay enemigos eternos. El enemigo hoy puede ser amigo mañana, y la inversa, por lo que no es necesario exterminarlo. El enemigo tiene su status; es un otro-yo. Carl Schmitt evoca todo esto para evitar las guerras libradas en nombre de la humanidad. Estas guerras ―imperantes desde hace un siglo― convierten al enemigo en un criminal malvado, feo e inútil al que hay que erradicar de la faz de la tierra. Por esta razón, escribe Schmitt en 1927, las guerras humanitarias «son necesariamente intensas e inhumanas, porque van más allá de lo político, tienden a despreciar al enemigo por medio de categorías morales y otras, convirtiéndolo, al mismo tiempo, en un monstruo inhumano que no solo debe ser repelido, sino definitivamente aniquilado» (Schmitt, 2019: 274). Cuando se combate en nombre de la humanidad, se priva al otro de la condición de humano. Y, con ello, la guerra se torna radicalmente inhumana y el conflicto pierde todo posible límite.
Como apuntamos al inicio, Fijalkowski recepciona cabalmente lo dicho por Schmitt. En primer lugar, señala que lo político revela la intensidad de una unión o separación. Y, así entendido, lo político consiste en distinguir entre amigos (unión) y enemigos (separación). «Todo motivo de agrupación y separación humanas puede conducir al extremo grado de intensidad y con ello a la posibilidad límite de amistad y enemistad» (Fijalkowski, 2023: 251). En segundo lugar, el enemigo es siempre un enemigo público concreto (una colectividad humana concreta), no un individuo (privado) ni la humanidad (conjunto de individuos). De esta forma, Schmitt limita la guerra. Porque, en tercer lugar, ha de tenerse en cuenta «la diferencia entre enemigo y criminal» (Fijalkowski, 2023: 252). El enemigo es simplemente una totalidad de hombres que, en un momento determinado, nos niega el derecho a la existencia política. Y, en consecuencia, «hay que defenderse [de él] por la fuerza física; pero no por ello es necesario convertirlo en objeto de odio privado ni tampoco perseguirlo y humillarlo como vil criminal» (Fijalkowski, 2023: 252). Dixit. Tomen nota los fijalkowskianos.
2. 4. Juicio general del libro. Nuestro juicio general de la obra no es positivo. Es un libro donde se mezcla la rigurosidad y la mera exposición de los escritos schmittianos con la pura ficción. Sin olvidar que, en ocasiones, cuando la realidad se impone por sí misma, no le queda más remedio que dar la razón a Schmitt. Así pues, los dos primeros capítulos son bastante fieles a la Verfassungslehre, por lo que recomendamos vivamente su lectura como resumen a esa epocal obra. Ahí se expone a la perfección el tipo de ideal de Estado liberal de Carl Schmitt: el carácter aristocrático de la elección, la libertad del representante respecto del representado (o sea, la prohibición del mandato imperativo), el carácter general de la ley aprobada en el Parlamento tras una discusión racional, etc. Fijalkowski explica formidablemente el Estado burgués de derecho en esas páginas y demuestra, en consecuencia, que para Schmitt, en contra de lo afirmado por algún fijakowskiano, no todo Estado es Estado de derecho. Esta buena recepción muta en la segunda parte del libro (capítulos 3 a 5) donde se asegura contumazmente que Carl Schmitt no busca defender la Constitución de Weimar con sus teorías, sino debelarla e instaurar el Estado hitleriano. En la tercera parte de la obra (capítulos 6 y 7), rebaja sus críticas e incluso… ¡acaba por dar la razón a Schmitt! Es decir: el parlamentarismo pasó a mejor vida pues la decisión reside en el Gobierno y no en el Parlamento, que era lo propio del Estado liberal, los partidos han mutado e incluso, como ya hemos visto, acepta la propuesta en favor de que el presidente velase por la Constitución de Weimar y la defendiese de los partidos totalitarios. En la cuarta y última parte (capítulos 8 a 10), Fijalkowski reitera que Carl Schmitt es genéticamente nazi y que, por lo tanto, todas sus propuestas y críticas ―a las que había dado la razón en la parte anterior7― no podían sino desembocar en el nazismo.
La obra ―como advierte Schmitt en la carta a Díez del Corral― es sumamente tendenciosa. Omite, unas veces por ignorancia y otras conscientemente, partes fundamentales de la obra de Schmitt. Así, por ejemplo, Politische Romantik se cita en la bibliografía, pero dudamos seriamente que lo haya leído porque, de lo contrario, difícilmente podría calificar, tan alegremente, de romántico a Schmitt sin rebatir sus tesis. Los diarios de Schmitt de esa época, que desmontan el mito del Schmitt genéticamente nazi, faltan. En este caso, la omisión es justificada porque aún no habían visto la luz. Y, de entre las obras citadas y manejadas con soltura, se omiten conscientemente partes esenciales, ya que las mismas echarían por tierra la tesis de Fijalkowski.
Por una parte, Fijalkowski no dice que Weimar es un Estado total para Schmitt. Solo que en sentido cuantitativo. El Estado total schmittiano nada tiene que ver con el Estado totalitario nazi. Schmitt denomina «total» al Estado que, en nuestro tiempo, llamamos «social». Es un Estado donde las distinciones propias del Estado liberal decimonónico (Estado-sociedad, Estado-economía, etc.) desaparecen. En el Estado total ―o social―, la sociedad se autoorganiza como Estado y, pues, ella misma es el Estado o, cuando menos, Estado y sociedad «deben ser fundamentalmente idénticos» (Schmitt, 2018b: 141). Esto lleva a una estatalización de la sociedad y a una socialización del Estado. Este Estado «abarca todo lo social» (Schmitt, 2018b: 141). Ya no hay sector ante el que deba permanecer neutral. Consiguientemente, el Estado interviene en religión, economía, cultura, etc. A su vez, los partidos, que en el siglo XIX pertenecían a la esfera de la sociedad, se estatizan. «Son la sociedad convertida en Estado de partidos» (Schmitt, 2018b: 141). Ahora bien, hay dos tipos de Estado total: el cualitativo y el cuantitativo. El Estado total cualitativo es un Estado vigoroso y enérgico, con una fuerte idea espiritual, pero limitado en cuanto a los ámbitos sociales que abarca. El Estado total cuantitativo es un Estado que se ha extendido a todas las esferas vitales, pero su poder es menos intenso. El fundamento espiritual de este último Estado ―según García-Pelayo en un escrito de juventud― es el «¿por qué no?, ¿por qué no vamos a subvencionar?». Es un Estado que «interviene en todas las esferas pero nunca de manera afirmativa». Por esto, concluye el jurista español, «es la totalidad de los débiles» (García-Pelayo, 1935). Carl Schmitt se opone a este segundo tipo de Estado total, que era el existente en Weimar, pero no al primero, el cual es compatible con la existencia de varios partidos. Como García-Pelayo dice en su último libro publicado en vida, Schmitt «no se pronuncia tanto contra el Estado de partidos (…) cuanto sobre la modalidad específica de manifestarse tal tipo de Estado en la Alemania de aquel tiempo» (García-Pelayo, 2009: 1987).
Por otra parte, Fijalkowski omite que Schmitt aboga por ilegalizar a nazis y comunistas en Legalidad y legitimidad (1932) o que Schmitt fue perseguido por los propios nazis en 1936. «Olvidos» imperdonables que parecen indicar que él, y no Schmitt, es quien, con su trabajo, simplemente refuerza una opción que ya tenía tomada de antemano: descalificar a Carl Schmitt.
A pesar de la inconsistencia de sus argumentos para todo aquel que conoce ecuánimemente la obra del Maquiavelo alemán, hemos de reconocerle a Fijalkowski el mérito de haber creado un tipo específico de oposición a Schmitt: el fijalkowskiano. Entendemos por tal el profesor universitario ―desde el becario predoctoral hasta el catedrático afamado― cuya lectura de Schmitt está mediatizada por una lectura previa de la obra de Fijalkowski8. Entre otros: Pablo Lucas Verdú, Elías Díaz, José Estévez Araujo, Gregorio Peces Barba, José Antonio López García o Pedro Lomba. Pero también hay fijalkowskianos periodistas, como Manuel Rivas y Pedro García Cuartango. En definitiva, el fijalkowskiano abunda en España.
Schmitt tenía cierto respeto por Fijalkowski. El modo de referirse a él como «un hombre joven y afanoso» así parece indicarlo. Pero con seguridad repudiaba al fijalkowskiano medio. Es probable que pensase en ellos en su entrevista con Fulco Lanchester: «Sobre Carl Schmitt se escribe a mansalva. Lo hacen hasta algunos estúpidos estudiantes de licenciatura. A los noventa y cinco años fastidia que cualquier universitario se permita escribir su tesina sobre uno. Y lo hacen a montones, cada uno más idiota que el anterior, hoy cincuenta, mañana cien; cosas que sonrojarían a cualquiera. Todas en torno al fascismo y al antifascismo» (Lanchester, 2017: 211).
3. Nuevos escritos de Carl Schmitt que ponen en tela de juicio a Fijalkowski. La producción de Carl Schmitt en vida fue vastísima. Además, se ha visto acrecentada en los últimos años con la publicación póstuma de sus diarios de juventud y senectud. De los primeros, en nuestra lengua, solo tenemos los resúmenes que ha hecho Jerónimo Molina. Los últimos, en cambio, han sido traducidos y publicados bajo el rótulo de Glossarium en 2021. En ambos casos, se trata de literatura íntima desconocida para Fijalkowski ―y para todos― pero anterior a su obra de 1958. Asimismo, a finales del año pasado, se ha traducido Die buribunken. Ensayo satírico publicado en 1918 e ignorado por Fijalkowski en el que Schmitt se burla del ambiente neorromántico. Por último, este mismo 2023 se ha reeditado Legalidad y legitimidad en la editorial chilena Olejnik. Permítasenos decir al respecto que esta edición es una vergüenza, pues plagia, sin corregir siquiera las erratas, la edición de Comares del año 2006 preparada por Cristina Monereo Atienza. El copia y pega es tan tosco que la editorial chilena ni siquiera corrige las erratas. Tampoco reconoce al traductor, sino que atribuye el trabajo a José Díaz Nieva, quien había preparado una edición para la editorial Aguilar en 1971. En fin, prácticas indeseables que no deberían existir en el mundo académico. Por lo demás, Legalität und Legitimität, publicada en 1932, es una obra esencial de pública oposición schmittiana a los totalitarismos nazi y comunista9.
En lo que sigue, veremos qué nos dice el Schmitt arcano y el público, el esotérico y el exotérico, en estos trabajos, que echan por tierra la tesis de su intérprete alemán de 1958.
3. 1. Carl Schmitt antirromántico. El 10 de septiembre de 1947, Carl Schmitt medita en su diario sobre los diarios: «¿Se puede describir la propia vida? ¿Se puede llevar un diario que otros leerán?» (Schmitt, 2021a: 18). De un lado, Schmitt es implacable contra los escritores de diarios en Die buribunken, personajes que se caracterizan, precisamente, por volcar su vida entera en un diario y por tener un hocico ensanchado (Schmitt, 2022: 26). De otro lado, Schmitt es un gran dietarista. Plasma su vida en un diario. Y, precisamente en este, nos dice que fue liberal individualista entre 1905 y 1907, fecha que luego amplía hasta 1919. Mas el trato con liberal-románticos bávaros entre 1912 y 1919 hace que acabe hastiado de la filosofía del yo. Al final, ese ambiente con el que contacta en Baviera, donde trata a los poetas Toller y Mühssam, pero también a la derecha tradicional, provoca su hastío. Los primeros «anunciaban la transformación del mundo en un prado lleno de flores del que cada cual podría escoger la que quisiera, al tiempo que declaraban el fin del trabajo, de las jerarquías y del derecho» (Galli, 2021: 14). En cuanto a la derecha tradicional, recuerda Galli, «nunca fue querida por Schmitt, quien la sentía como algo extraño» (Galli, 2021: 29), como lo prueba su abierta enemistad con los románticos de derechas Othmar Spann, Jakob Baxa y compañía. Él era «demasiado naíf y “rural”» y, por ende, no encajaba en ese «horripilante ambiente» (Schmitt, 2021a: 37). Los buribunkos (1918), primero, y Romanticismo político (1919), después, son la respuesta de Schmitt a ese ecosistema.
Los buribunkos ha sido traducido al español en una muy cuidada edición a cargo de Yuri Notturni (Notturni, 2022). En este ensayo distópico, y extraordinariamente actual, Schmitt explica que el buribunko es un sujeto de hocico acho que plasma su vida entera en un diario. El diario es la suprema expresión de su individualidad. Porque el buribunko se ve y se sabe objeto de interés. Él piensa lo que quiere y escribe lo que le parece en su diario con total libertad. El buribunko «vive por el diario, mediante el diario y del diario. Y, por fin, anota en el diario también el hecho de que no le viene a la mente nada que escribir en el diario» (Schmitt, 2022: 42). Pese a ser sumamente individual lo escrito en el diario, como todos los buribunkos tienen uno, el yo acaba diluyéndose en la «más imperceptible sociabilidad» (Schmitt, 2022: 43). Pues «su originalidad particular, aquel yo que vibra gracias a una autonomía extrema, descansa sobre una generalidad sin particularidades, una uniformidad incolora que es el resultado de la más abnegada voluntad de poder» (Schmitt, 2022: 43). Por esta razón, el individualismo buribunko acaba siendo el mejor aliado para el mantenimiento del establishment. El buribunko entrega diariamente su diario, en el que plasma cada segundo de su día, a la autoridad local competente, quien inspecciona cada diario y lo cataloga por autor y materia (satírica, política, erótica, etc.). En el reino buribunko, la libertad es máxima. No hay límite alguno, salvo uno: no escribir un diario. El buribunko puede escribir esto o aquello e incluso puede escribir en contra de la necesidad de escribir un diario. Pero le está vetado no escribir. «Quien en lugar de escribir se niega a tener un diario, omitiendo realmente escribir, hace un uso inapropiado de la libertad de pensamiento general y será erradicado por sus comportamientos antisociales. La rueda del progreso pasa silenciosa sobre el silencioso; no se mencionará, y, consecuentemente, no se podrá hablar más de él, siendo así gradualmente arrojado hacia la clase más baja» (Schmitt, 2022: 46). Parecerá que la tierra lo ha tragado. Habrá desaparecido del mundo sin haber muerto.
Ahora, cambie el lector diario por red social y autoridad local por agencia de verificación de noticias y verá la actualidad de la anterior obra schmittiana.
En Romanticismo político, Schmitt continúa criticando el romanticismo y la filosofía del yo. Desgraciadamente, esta obra es prácticamente desconocida en España. Solo se tradujo una vez al español, pero en Buenos Aires, en el año 2001. Sin embargo, los italianos la han reeditado en 2021. El país de Dante es consciente de la importancia de Politische Romantik para aprehender el mundo actual. Pues nuestra época, como dice Javier Gomá, puede considerarse un tiempo de «romanticismo pop», o sea, romanticismo de masas (Mejía, 2022). A juicio de Carl Schmitt, el romanticismo es fiel reflejo de una época incapaz de producir algo grande. Esto es especialmente penoso en el arte, porque el romanticismo se presenta como un movimiento artístico y, empero, es la nada artística. El romanticismo reduce el resto de realidades (política, religión, economía, etc.) a lo estético. Expresiones actuales como «es muy chuli» o «es muy bonito», empleadas por los políticos para explicar una medida económica, revelan romanticismo. En el arte, lo que impera es el sujeto genial. Un individuo capaz de dar rienda suelta a su imaginación a fin de erigir una obra artística de la nada. Para el artista, todo momento es bueno para iniciar una obra, un romance. Por ejemplo, la observación detenida de una naranja fue la ocasión perfecta para que Mozart compusiese La ci darem la mano. El romanticismo es, por lo tanto, un pensamiento ocasionalista; es contrario a toda explicación causal. Cuando esto se lleva al plano político-social, el romántico se pone a sí mismo como sujeto ordenador de la realidad en sustitución de Dios, el Estado, el pueblo, etc. Para el romántico, el sujeto singular debe ser la instancia ordenadora del todo social. Por este ocasionalismo y subjetivismo, Schmitt sentencia que «el romanticismo es ocasionalismo subjetivo» (Schmitt, 2021b: 57). El individuo romántico ve y considera el mundo como ocasión y pretexto para su romanticismo. Ocupando el lugar que otrora correspondía a Dios se cree en la obligación ―y en la necesidad― de transformar continuamente el mundo. Entiende que su misión en la tierra es crear y recrear constantemente mundos fantásticos. Pero, en verdad, nunca crea nada porque es políticamente incapaz. Nunca se decide. Carece de una relación seria y efectiva con la realidad. El romántico Novalis sostenía que cualquier ocasión era buena para «el inicio de un romance sin fin». Según Schmitt, Novalis compendia en esa frase «la específica relación romántica con el mundo» (Schmitt, 2021b: 59). Cuando el romántico pone sus ojos en el pasado no es porque lo considere bueno o malo; es simplemente un pretexto para negar la realidad presente. Se refugia en el pasado solo porque este puede ser creado a su medida, ya que, como han transcurrido muchos siglos, «no puede ser fácilmente contradicho» (Schmitt, 2021b: 59). El romántico no quiere volver al pasado, como tampoco quiere esta u otra opción política concretas. Lo propio del romántico es romantizar continuamente, por lo que no puede decidirse por opción alguna; de lo contrario, su ocasionalismo se acabaría. Mas debido a su falta de decisión, el romántico se convierte en el tonto útil del gobernante. «El resultado ―sostiene Schmitt― es su total alineación al gobierno» (Schmitt, 2021b: 231). Al no decidirse, al no tener una posición clara acerca de nada, el romántico es fácilmente instrumentalizado por los no románticos. Por consiguiente, «cualquier forma de romanticismo está al servicio de otras energías no románticas, y su sublime superioridad respecto de las definiciones y las decisiones se convierte en un acompañamiento servil de fuerzas y de decisiones que le son extrañas» (Schmitt, 2021b: 234). En suma, el individualismo extremo consustancial al sujeto genial romántico es el mejor aliado del establishment.
Del análisis de ambas obras resulta que Schmitt, en contra de lo afirmado por Fijalkowski, no es un romántico político. Ni creía en el sujeto genial ni careció de decisión. Como veremos a continuación, Schmitt se posicionó en Weimar, en el nazismo y tras la Segunda Guerra Mundial.
3. 2. El Carl Schmitt inmediatamente anterior al nazismo. La ilegalización de los partidos totalitarios. La publicación de los diarios de Schmitt de 1912 a 1934 desechan la tesis de que, en su fuero interno, el de Plettenberg fuera nazi. Esperamos que sean traducidos al español más pronto que tarde. Por el momento, Jerónimo Molina da cuenta de los mismos y nos indica que ocupan cinco tomos y 3000 páginas. En esas dos décadas, Schmitt se presenta como un dietarista obsesivo; uno de esos de los que se burla en Die buribunken. Vemos, así, que esa costumbre adquirida en los ambientes románticos bávaros lo acompañará de por vida.
Carl Schmitt se casó dos veces. La primera en 1915 con Pawla Dorotic. Una mujer eslava que se hacía pasar por aristócrata pero que era, en verdad, una farsante. No obstante, Schmitt lucirá allá donde vaya el título de «von» hasta descubrirla. Conocido el embuste, pide la nulidad canónica mas la Iglesia católica no se la concede, algo que Schmitt nunca perdonará a la «burocracia de célibes». Así las cosas, en 1926, se casa por lo civil con Duschka Todorovic, una estudiante serbia de la que se había enamorado el año anterior.
Citamos el dato precedente porque es esencial para entender los diarios de 1925 en adelante. A saber, a pesar de sus segundas nupcias, el católico Schmitt no era demasiado proclive a guardar las reglas de la Iglesia. Narra en sus diarios una «hiperactividad total, intelectual y sexual (amantes, algunas fijas, y prostitutas)» (Molina, 2019: 291). De hecho, Jerónimo Molina informa de que Schmitt, entre 1925 y 1929, relata «cada coito en el compartimento desierto del tren de Bonn a Colonia» (Molina, 2019: 292). Además de escribir sobre sus encuentros sexuales, también dice que «le preocupa el dinero, que ha cenado bien o que ha pimplado mosela», o que «le duele la cabeza y se desvela en la madrugada o que visita cierto tipo de hoteles a la hora del adúltero» (Molina, 2019: 292-293).
Sin perjuicio de su voraz apetito sexual, lo interesante es la referencia al dinero. Porque explicaría el cambio de la Universidad de Bonn por la Handelshochschule berlinesa en 1928, donde obtiene un mejor estipendio. A partir de su radicación en el centro de poder del Reich, la preocupación por el dinero pasa a un segundo plano. Ahora tendrá otro objetivo: hablarle al poderoso. Como hemos dicho en el apartado primero de este trabajo, sus años en la Universidad de Bonn lo habían catapultado. Estaba en la cima del éxito académico. Mas Schmitt quiere también parabienes mundanos. Es consciente de su importancia hasta aburrir y no soporta, en consecuencia, no ser el centro de atención. Por este motivo, entre 1930 a 1934, «la impresión que deja en los diarios es la de un hombre extraordinariamente preocupado por la notoriedad pública, no tanto por el dinero, a quien con cierta frecuencia le asaltan sentimientos de aniquilación y decadencia, de apatía y abandono» (Molina, 2019: 297). Cuando no le escriben ―y él cree que «todos han dejado de escribir[m]e»― se aflige duramente.
Schmitt va ganando poco a poco fama mundana. En 1932, llega su momento al convertirse en «Kronjurist de Weimar» (Ruiz Miguel, 2019: 54) bajo los gobiernos de von Papen y de von Scheicher. Y, como jurista de cámara, publica una obra esencial: Legalität und Legitimität.
Carl Schmitt estaba en el momento adecuado y era la persona adecuada. En 1924, había pronunciado una conferencia en la Vereinigung der deutschen Staatsrechtslehrer (Asociación alemana de profesores de Derecho Público) sobre «La dictadura del presidente del Reich según el artículo 48 de la Constitución de Weimar». En la conferencia luego publicada, Schmitt sostiene que el apartado 2 del artículo 48 otorga el presidente el papel de dictador comisario. Es decir, le da facultades excepcionales para superar situaciones excepcionales. Es una cláusula de cierre del sistema ante peligros que amenacen echarlo abajo. El presidente es el guardián último de la Constitución, como desarrollará ulteriormente Der Hüter der Verfassung (1931). El presidente es guardián de la Constitución y recibe de la norma de normas facultades para defenderla, pero no para acabar con ella. «La competencia del presidente del Reich ―dice Schmitt― se basa en una cláusula constitucional [artículo 48.2]. Sirviéndose de tal competencia sería anticonstitucional modificar la Constitución» (Schmitt, 2013a: 330). El presidente no puede invocar que tal o cual otro artículo impide el normal funcionamiento de las instituciones y, por lo tanto, eliminarlo haciendo uso ―más bien, abuso― del artículo 48.2. «Ninguna institución constitucional puede, en cuanto tal, poner en peligro la seguridad y el orden públicos ni ser eliminada siguiendo el art. 48 de la Constitución argumentando que esto es necesario para el restablecimiento de la seguridad y del orden públicos» (Schmitt, 2013a: 332). E insiste: «Al presidente del Reich no le está permitido, en modo alguno, tomar todas las medidas, sino que cada cláusula constitucional es, para él, una barrera infranqueable, siempre que no se trate de algunos de los siete derechos fundamentales enumerados en el párr. 2 del art. 48, que pueden ser dejados en suspenso» (Schmitt, 2013a: 349). En síntesis, el presidente puede y debe defender la Constitución de todos los peligros que la amenazan, pero no puede acabar con ella desde la legalidad.
De lo anterior, se colige que la tesis de Fijalkowski, según la cual Schmitt querría acabar con Weimar haciendo uso del artículo 48, es difícilmente defendible. Pero será imposible argumentarlo tras la publicación de Legalidad y legitimidad en 1932. Tras el crac del 29, la República pasaba sus horas más bajas. Los partidos totalitarios tenían la mayoría absoluta en el Reichstag. 319 diputados de un total de 608 querían acabar con la República tras las elecciones de julio de 1932. En este contexto, Schmitt publica Legalidad y legitimidad donde pide abiertamente la ilegalización de nazis y comunistas.
Siguiendo a su amigo judío Hermann Heller, quien había advertido de los «contradictorios preceptos» de la Constitución de Weimar (Heller, 1930: 188-189), Carl Schmitt insiste en que la parte segunda del texto constitucional (artículos 109 y siguientes), que lleva por rúbrica «Derechos y deberes fundamentales de los alemanes», se opone a la parte primera, que consagra uno Stato neutrale e agnostico. La segunda parte de la Constitución expresa valores jurídico-materiales, mientras que la primera proclama la neutralidad axiológica propia del liberalismo decimonónico. Si se parte de este último, cualquier partido que alcance la mayoría requerida por la Constitución (dos tercios, según el artículo 76) puede acabar con la segunda parte del texto constitucional y aun con la Constitución entera haciendo uso de la legalidad. Es decir, puede acabar con la legalidad desde procedimientos legales. Por el contrario, si los valores jurídico-materiales tienen algún sentido, no pueden ser modificados por la mayoría de turno porque son «instituciones sagradas», cláusulas de intangibilidad, que ni una mayoría del cien por cien de los diputados podría cambiar. Así las cosas, apunta Schmitt, hay una contradicción entre las dos partes del texto constitucional, que son expresión de dos Constituciones distintas. Ergo, o bien se sigue el Estado legislativo y neutral de la primera parte o bien se sigue la segunda parte y sus valores materiales, no existe una tercera opción.
Ante la anterior disyuntiva, de un lado, algunos autores weimarianos defienden una neutralidad total; de otro lado, insignes juristas son partidarios de que la parte segunda no puede ser modificada por la mayoría de turno porque es intangible. Entre los primeros, vemos a Gerhard Anschütz (1867-1948). Este es un positivista y formalista consecuente y, por ello, defiende que cualquier partido que alcance la mayoría de dos tercios requerida podría suprimir la legalidad desde la propia legalidad. Para Anschütz y quienes lo siguen, no hay objetivos inconstitucionales. Quien defiende esta teoría, según Schmitt, «ofrece una vía legal para la supresión de la propia legalidad, de manera que en su neutralidad llega hasta el suicidio» (Schmitt, 1971: 75). Entre los postuladores de la segunda opción ―aquella que defiende la parte segunda de la Constitución frente a la neutralidad del Estado liberal de la primera―, hallamos a Richard Thoma, Walter Jellinek, Carl Schmitt o Rudolf Bilfinger. Thoma y Jellinek son más restrictivos en el reconocimiento de valores materiales. Los limitan a la igualdad de oportunidades para el acceso al poder (por lo que cualquier partido que quiera acabar con las elecciones es inconstitucional), el derecho al sufragio y la libertad de discusión. Con estos tres valores, Thoma ya aboga por ilegalizar al nacionalsocialismo y al bolchevismo. Por su parte, Schmitt y Bilfinger son más generosos en el reconocimiento de valores jurídico-materiales. Por ende, a mayor razón, defienden ilegalizar a nazis y comunistas. Estos partidos deben ser ilegalizados porque «en el caso de las garantías establecidas por leyes constitucionales, objeto de nuestra consideración, se trata de proteger determinados intereses de contenido material y determinados bienes» (Schmitt, 1971: 80). Valores que deben quedar al margen de las mayorías de turno. Los derechos de esa segunda parte ―o, al menos, algunos de ellos-―son «inviolables» y, consecuentemente, «violar intereses que la misma Constitución declara inviolables no puede ser nunca una competencia normal, establecida con arreglo a la Constitución» (Schmitt, 1971: 80). Ha de abandonarse la neutralidad propia de la primera parte en pro de la segunda e ilegalizar a quienes quieren acabar con la Constitución. A juicio de Schmitt, «[la parte segunda tiene] más afinidad con la esencia de una Constitución alemana que la neutralidad axiológica del sistema mayoritario funcionalista» (Schmitt, 1971: 154). Por lo tanto, debe abandonarse la neutralidad. Ninguna libertad para los enemigos de la libertad. «Si se logra esto, está salvada la idea de una obra constitucional alemana» (Schmitt, 1971: 154). Pero si se defiende la neutralidad de la primera parte favorecedora de los enemigos de Weimar, «pronto se acabará con las ficciones de un funcionalismo mayoritario, que permanece neutral ante los valores y ante la verdad. Entonces la verdad se vengará» (Schmitt, 1971: 154). Y, como Schmitt había profetizado en el verano de 1932, la verdad se vengó el 30 de enero de 1933.
3. 3. Razones para un compromiso político. Como sabemos, en enero de 1933, Carl Schmitt compele al canciller von Schleicher a que invoque el artículo 48 para impedir que el Parlamento nombre canciller a Hitler. Mas Schleicher desoye a Schmitt y, el 30 de enero, el Reichstag nombra primer ministro a Adolfo Hitler.
Partiendo de la tesis de Fijalkowski, da igual lo que Schmitt hubiese dicho hasta ese momento en contra de los nazis ―no obstante, lo omite en su libro― ya que Schmitt era nazi en su fuero interno. Empero, parece que tampoco aquí tiene razón su intérprete alemán pues Schmitt escribe en su diario, el 31 de enero de 1933, que Hitler es un «tonto ridículo» (Molina, 2019: 297). En febrero, duda si Hitler será astuto como una serpiente o manso como una paloma. Y, el de 6 abril de 1933, cuando se halla cerca del Führer por primera y única vez en toda su vida, relata que «ve en él la mirada de un toro codicioso que no sabe dónde está» (Molina, 2019: 34). Pero si el 6 de abril de 1933 aún lo desprecia, ¿cómo es que guarda fila para afiliarse al NSDAP tres semanas después?
Mucho se ha escrito, escribe, escribirá y especulará sobre el compromiso de Schmitt con el nazismo. Mehring da hasta 42 razones. Los profesores De Miguel y Tajadura las reducen a dos grupos: personales y teóricas. Entre las primeras, resaltan que Schmitt es «un Maquiavelo al que la historia lo había colocado en el lugar adecuado no solo para asesorar si fuera el caso, sino para comprobar de primera mano cómo funcionan los arcanos del poder» (De Miguel, Tajadura, 2022: 67), además del resentimiento que atesoraba hacia los cancilleres von Papen, von Schleicher y el presidente Hildenburg, quienes lo habían desoído. Desde el punto de vista teórico, Schmitt pudo creer que el Estado nazi solventaría los problemas de Weimar: el pluralismo disolvente, el parlamentarismo de ficción, etc. Por su parte, el profesor Carlos Ruiz Miguel, Jerónimo Molina o Julien Freund sostienen que la razón principal fue el miedo. Tras las elecciones de marzo de 1933, dice Ruiz Miguel, «se produce el primer gran dilema: huir o permanecer en Alemania» (Ruiz Miguel, 2019: 33). Schmitt se decanta por lo segundo y decide colaborar con quienes había querido prohibir el verano anterior. Especialmente, tras el asesinato de su amigo el canciller von Schleicher en la noche de los cuchillos largos (30 junio de 1934).
Expuestas algunas posturas, daremos nuestra opinión sobre la afiliación al NSDAP. Carl Schmitt se había convertido en un personaje muy reconocido y apreciado en la última fase de Weimar. Era poderoso porque le hablaba al oído a los poderosos cancilleres von Papen y von Schleicher. Empleando sus palabras: «Quien consigue hablar ante el que tiene poder, ya participa del poder, y no importa que sea un ministro responsable y refrendario, o que acierte a llegar, por vía indirecta, al oído del poderoso. Basta con que sepa proporcionar las impresiones y los motivos al individuo humano, en cuyas manos está la decisión por un momento» (Schmitt, 1954: 9). Llegado a esa cima, no quería abandonar su poltrona ante el cambio de régimen. Debía adaptarse. Además, desde el verano de 1932, las cosas iban muy rápido y había que posicionarse. Y se posicionó para seguir conduciendo, desde su despacho, el nuevo sistema político. No buscaba fama, que ya tenía, ni dinero, sino seguir hablándole al poderoso. Que no buscaba dinero lo expone bien claro al fiscal Kempner en Núremberg. Nunca obtuvo nada del partido: ni coche (oficial o privado) ni casa ni nada. Su única posesión era su biblioteca. Al margen de esta, «nunca he tenido ningún otro patrimonio» (Schmitt, 2017: 81). A fin de mantener su status de consejero de príncipes, se compromete. Así parece reconocerlo cuando afirma que, en esa época, «me sentía superior»; por lo que «quería darle por mí mismo un significado a la palabra nacionalsocialismo» (Schmitt, 2017: 75). Se sentía superior a Hitler y a todos. En consecuencia, trató de schmittianizar a los nazis. La tesis del miedo ―esgrimida por Ruiz Miguel, Jerónimo Molina o Julien Freund― no explica por qué, el 12 de mayo de 1933, o sea, pocos días después de afiliarse, ya empieza a escribir en periódicos nazis defendiendo la expulsión de los judíos de la Administración. Ni tampoco aclara por qué despide las cartas a su amigo y discípulo Ernst Forsthoff con un «Heil Hitler» en 1934. Mas la hipótesis que apuntamos, la de mantener su status, sí serviría para aprehender el paso dado por Schmitt.
Desgraciadamente, el que quería schmittianizar a los nazis acabó siendo el tonto útil del nazismo y acabó nazificándose él. Schmitt pensaba que podría dirigir a aquellos desnortados encabezados por el «voceras» de Hitler, pero se equivocó. «A finales de 1936 ―apunta Quaritsch― Schmitt comprendió que ya no lo necesitaban, debió verlo claro: el régimen no lo había empleado como fuente de ideas, sino como cabeza de cartel científico hasta su propia consolidación» (Quaritsch, 2017: 139). El profesor Sosa Wagner resume esta etapa de su vida: «Hay en él una mezcla del nacionalista autoritario, del “niño mimado” deseoso de estar en el escenario, del estudioso con hambre de éxito mundano, del profesor que ha conseguido el aplauso académico y quiere después el político, creyéndolo fácil desde su altura intelectual, ignorando que se trata de dos mundos que felizmente nada tienen que ver entre sí» (Sosa Wagner, 2005: 475). Nada más que añadir.
3. 4. El último Carl Schmitt. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Carl Schmitt es detenido en dos ocasiones. La primera a instancia de su excolega Karl Loewenstein, quien redactó un informe en noviembre de 1945 para que Schmitt fuese condenado como criminal de guerra. Los jueces no vieron acusación y lo liberaron el 10 de octubre de 1946 (había sido recluido el 26 de septiembre del año anterior). La segunda detención tiene lugar en marzo de 1947 y dura hasta abril de ese año. Cinco semanas en las que ha de comparecer tres veces ante el fiscal norteamericano y redactar cuatro informes, que han sido traducidos al español en 2017.
Ante el fiscal Kempner, un judío alemán exiliado en Estados Unidos, Schmitt da algunas claves de su compromiso con el nazismo. Y, sobre todo, asume un mea culpa moral por lo manifestado en esos años. En primer lugar, sostiene que es un «aventurero intelectual». Esto no significa que sea un oportunista. Solo implica que la curiosidad intelectual «es una aventura, llena de peligros y riesgos»; y esta aventura intelectual, obvio, acarrea la «posibilidad de equivocarse» (Villacañas, 2017: 182). Se dio cuenta demasiado tarde de lo bárbaro que el nazismo era. Schmitt es un «Epimeteo cristiano», esto es, «el que reflexiona demasiado tarde» (Quaritsch, 2017: 159). En segundo lugar, Schmitt ―un tanto burlón― señala que la política antisemita fue «una desgracia, desde el principio» (Schmitt, 2017: 64). Por último, en el segundo informe, el 28 de abril de 1947, hace un «un breve comentario de carácter general». Schmitt reivindica el papel científico de sus tesis, que nada tienen que ver con el nazismo. Él no es culpable de que «muchos oyentes y lectores no interpretan las tesis y fórmulas que llegan a sus oídos con este espíritu científico, sino que las ponen automáticamente, sin reflexionar, en conexión con sus ideas prácticas habituales y sus fines e intereses del momento» (Schmitt, 2017: 99-100). Como jurista, sabe que, para condenarlo, es necesario un nexo causal entre su acción (su producción científica) y el resultado (crimen de agresión, crímenes contra la humanidad, etcétera), lo que no se da en su caso. Sostener lo contrario sería tan ridículo como, por ejemplo, culpar a Bodino de todas las catástrofes a las que ha conducido la soberanía del Estado o como culpar a Rousseau del terror jacobino. El pensamiento, había dicho el mismo Tribunal de Núremberg a propósito de Mein Kampf, no delinque. Y si el libro de Hitler no era criminal, menos aún pueden serlo sus tesis, que son científicas. Sin embargo, tras exculparse, Schmitt reconoce que «no cabe duda de que todo autor tiene una gran responsabilidad, y todos tendremos que rendir cuentas por cada palabra ociosa salida de nuestras bocas» (Schmitt, 2017: 101). Es decir, no hay responsabilidad penal, pero sí asume «[su] responsabilidad en todos los ámbitos de la vida» (Schmitt, 2017: 101). He aquí un mea culpa por todos los despropósitos vertidos entre mayo de 1933 y diciembre de 1936.
Proscrito en vida, el Maquiavelo alemán se exilia en Plettenberg, su San Casciano. Negándose a desnazificarse alegando que nunca había sido nazi, comprueba absorto cómo los ultranazis Reinhard Höhn, Otto Koellreutter son rehabilitados por la República naciente. Atónito, no comprende que a él sigan condenándolo. «Le aturde que seres de condición esclava le reprochen su falta de independencia en tiempos de Hitler» (Saralegui, 2016: 99). Al ostracismo nazi ulterior a 1936, unía ahora la penumbra posterior a 1945. Schmitt siempre es odiado. Pero él prefiere «el odio de las SS al afecto de los vencedores. Lo primero era más valioso que lo segundo para él y por eso no haría nada por ganar esto último, puesto que lo despreciaba» (Villacañas, 2017: 172). Solo le queda retirarse a meditar en su Glossarium. Y en este, que podemos leer en español desde finales del 2021, deja constancia de su estado de ánimo. «Tres veces me ha vomitado el Leviatán» (Schmitt, 2021a: 12), «me ha escupido tres veces el Leviatán, soy una especie de Jonás» (Schmitt, 2021a: 67), «tres veces me ha tragado el Leviatán y vuelto a escupir» (Schmitt, 2021a: 87), etc., repite a lo largo de su diario. «A mí siempre me alcanza la injusticia; estoy hors la loi y soy un espíritu libre. Estúpido arrebatado», se lamenta (Schmitt, 2021a: 75). También nos habla de Hitler como un pobre diablo ignorante, «demasiado ignorante como para tenerme en cuenta» (Schmitt, 2021a: 31). Y se define como «Carl Tobias», o sea, Carl el ciego, el que no supo ver a dónde conducía el movimiento bárbaro que había apoyado en mayo de 1933 (Schmitt, 2021a: 67).
Glossarium nos presenta un Carl Schmitt derrotado y humillado que piensa en suicidarse. La idea de sacarse de en medio ronda su cabeza desde 1944, como parece indicar al público en Ex captivitate salus (1950). En los últimos compases de la guerra, había ido a la tumba de Henrich von Kleist (1777-1811) con su hija Ánima. Evoca que, aquel día, «los pájaros de la muerte zumbaron por el aire anunciando la inminente epidemia de suicidios. Fue una hora terrible. Pero no quise hablar de estas cosas con una niña de doce años» (Schmitt, 2010: 47). La tumba del poeta alemán «es la tumba de un suicida. Se suicidó metódica y conscientemente con su propia mano. Ninguna retórica idealista puede disfrazar o pulverizar este hecho» (Schmitt, 2010: 47). Su losa reza: Er suchte hier den Tod und fand Unsterblichkeit (Aquí busco la muerte y encontró la inmortalidad).
La posibilidad de ser ahorcado por los vencedores aniquila a Schmitt; lo hace pensar en el final de Kleist. Lo relata el día 11 de octubre de 1947 en su confesión más personal de todo el libro I de Glossarium. ¿Cabe suicidarse para no caer en manos del vencedor? En una guerra clásica, convencional, un combatiente puede matar a otro durante el conflicto, pero, una vez finalizada la guerra, hay un armisticio y no se ejecuta a nadie más. Sin embargo, en una guerra civil, las anteriores categorías no operan. El vencedor siempre quiere ajusticiar a los vencidos. Ante la situación de guerra civil europea, el católico Schmitt se plantea si un individuo se liberará ante los tribunales de la conciencia y del más allá en caso de suicidarse. Porque «¿si mi nombre está en una lista de proscritos, por qué no he de matarme?» (Schmitt, 2021: 42). En este caso, me mato «para no dejar al enemigo el triunfo del asesinato. No es que yo me quite la vida, me la quita el enemigo. Solo determino el modus moriendi» (Schmitt, 2021: 42). Así visto, el suicidio aparece como la victoria ante el enemigo. «Es la última expresión de la libre autonomía de los hombres» (Schmitt, 2021: 42).
Estas duras palabras develan un hombre totalmente destrozado y atormentado. Alguien que había pasado de los cielos al inframundo en poco más de diez años.
4. Un hijo de la libertad. Llegamos al final de nuestro trabajo. La reedición del libro de Fijalkowski ha sido la occasio para aproximarnos a Schmitt desde las publicaciones españolas más recientes. No hemos agotado el tema puesto que hay nuevas obras que no hemos incluido. No hemos tratado al Schmitt jusinternacionalista expuesto por Oriol Casanovas o por Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes en dos recientes libros (Carl Schmitt pensador del orden internacional y Clásicos del Derecho público I, respectivamente). Mas esperamos haber generado cierto interés por la figura de este aventurero. Por su biografía y obra. En España, aún no tenemos constancia de todos los escritos de Schmitt, pero cada vez conocemos más. Y, en todo caso, en las referencias anteriores, el lector de Revista de Libros tiene material bastante para acercarse a la figura de Schmitt. Siempre contradictoria y apasionante.
Citamos el dato precedente porque es esencial para entender los diarios de 1925 en adelante. A saber, a pesar de sus segundas nupcias, el católico Schmitt no era demasiado proclive a guardar las reglas de la Iglesia. Narra en sus diarios una «hiperactividad total, intelectual y sexual (amantes, algunas fijas, y prostitutas)» (Molina, 2019: 291). De hecho, Jerónimo Molina informa de que Schmitt, entre 1925 y 1929, relata «cada coito en el compartimento desierto del tren de Bonn a Colonia» (Molina, 2019: 292). Además de escribir sobre sus encuentros sexuales, también dice que «le preocupa el dinero, que ha cenado bien o que ha pimplado mosela», o que «le duele la cabeza y se desvela en la madrugada o que visita cierto tipo de hoteles a la hora del adúltero» (Molina, 2019: 292-293).
Sin perjuicio de su voraz apetito sexual, lo interesante es la referencia al dinero. Porque explicaría el cambio de la Universidad de Bonn por la Handelshochschule berlinesa en 1928, donde obtiene un mejor estipendio. A partir de su radicación en el centro de poder del Reich, la preocupación por el dinero pasa a un segundo plano. Ahora tendrá otro objetivo: hablarle al poderoso. Como hemos dicho en el apartado primero de este trabajo, sus años en la Universidad de Bonn lo habían catapultado. Estaba en la cima del éxito académico. Mas Schmitt quiere también parabienes mundanos. Es consciente de su importancia hasta aburrir y no soporta, en consecuencia, no ser el centro de atención. Por este motivo, entre 1930 a 1934, «la impresión que deja en los diarios es la de un hombre extraordinariamente preocupado por la notoriedad pública, no tanto por el dinero, a quien con cierta frecuencia le asaltan sentimientos de aniquilación y decadencia, de apatía y abandono» (Molina, 2019: 297). Cuando no le escriben ―y él cree que «todos han dejado de escribir[m]e»― se aflige duramente.
Schmitt va ganando poco a poco fama mundana. En 1932, llega su momento al convertirse en «Kronjurist de Weimar» (Ruiz Miguel, 2019: 54) bajo los gobiernos de von Papen y de von Scheicher. Y, como jurista de cámara, publica una obra esencial: Legalität und Legitimität.
Carl Schmitt estaba en el momento adecuado y era la persona adecuada. En 1924, había pronunciado una conferencia en la Vereinigung der deutschen Staatsrechtslehrer (Asociación alemana de profesores de Derecho Público) sobre «La dictadura del presidente del Reich según el artículo 48 de la Constitución de Weimar». En la conferencia luego publicada, Schmitt sostiene que el apartado 2 del artículo 48 otorga el presidente el papel de dictador comisario. Es decir, le da facultades excepcionales para superar situaciones excepcionales. Es una cláusula de cierre del sistema ante peligros que amenacen echarlo abajo. El presidente es el guardián último de la Constitución, como desarrollará ulteriormente Der Hüter der Verfassung (1931). El presidente es guardián de la Constitución y recibe de la norma de normas facultades para defenderla, pero no para acabar con ella. «La competencia del presidente del Reich ―dice Schmitt― se basa en una cláusula constitucional [artículo 48.2]. Sirviéndose de tal competencia sería anticonstitucional modificar la Constitución» (Schmitt, 2013a: 330). El presidente no puede invocar que tal o cual otro artículo impide el normal funcionamiento de las instituciones y, por lo tanto, eliminarlo haciendo uso ―más bien, abuso― del artículo 48.2. «Ninguna institución constitucional puede, en cuanto tal, poner en peligro la seguridad y el orden públicos ni ser eliminada siguiendo el art. 48 de la Constitución argumentando que esto es necesario para el restablecimiento de la seguridad y del orden públicos» (Schmitt, 2013a: 332). E insiste: «Al presidente del Reich no le está permitido, en modo alguno, tomar todas las medidas, sino que cada cláusula constitucional es, para él, una barrera infranqueable, siempre que no se trate de algunos de los siete derechos fundamentales enumerados en el párr. 2 del art. 48, que pueden ser dejados en suspenso» (Schmitt, 2013a: 349). En síntesis, el presidente puede y debe defender la Constitución de todos los peligros que la amenazan, pero no puede acabar con ella desde la legalidad.
De lo anterior, se colige que la tesis de Fijalkowski, según la cual Schmitt querría acabar con Weimar haciendo uso del artículo 48, es difícilmente defendible. Pero será imposible argumentarlo tras la publicación de Legalidad y legitimidad en 1932. Tras el crac del 29, la República pasaba sus horas más bajas. Los partidos totalitarios tenían la mayoría absoluta en el Reichstag. 319 diputados de un total de 608 querían acabar con la República tras las elecciones de julio de 1932. En este contexto, Schmitt publica Legalidad y legitimidad donde pide abiertamente la ilegalización de nazis y comunistas.
Siguiendo a su amigo judío Hermann Heller, quien había advertido de los «contradictorios preceptos» de la Constitución de Weimar (Heller, 1930: 188-189), Carl Schmitt insiste en que la parte segunda del texto constitucional (artículos 109 y siguientes), que lleva por rúbrica «Derechos y deberes fundamentales de los alemanes», se opone a la parte primera, que consagra uno Stato neutrale e agnostico. La segunda parte de la Constitución expresa valores jurídico-materiales, mientras que la primera proclama la neutralidad axiológica propia del liberalismo decimonónico. Si se parte de este último, cualquier partido que alcance la mayoría requerida por la Constitución (dos tercios, según el artículo 76) puede acabar con la segunda parte del texto constitucional y aun con la Constitución entera haciendo uso de la legalidad. Es decir, puede acabar con la legalidad desde procedimientos legales. Por el contrario, si los valores jurídico-materiales tienen algún sentido, no pueden ser modificados por la mayoría de turno porque son «instituciones sagradas», cláusulas de intangibilidad, que ni una mayoría del cien por cien de los diputados podría cambiar. Así las cosas, apunta Schmitt, hay una contradicción entre las dos partes del texto constitucional, que son expresión de dos Constituciones distintas. Ergo, o bien se sigue el Estado legislativo y neutral de la primera parte o bien se sigue la segunda parte y sus valores materiales, no existe una tercera opción.
Ante la anterior disyuntiva, de un lado, algunos autores weimarianos defienden una neutralidad total; de otro lado, insignes juristas son partidarios de que la parte segunda no puede ser modificada por la mayoría de turno porque es intangible. Entre los primeros, vemos a Gerhard Anschütz (1867-1948). Este es un positivista y formalista consecuente y, por ello, defiende que cualquier partido que alcance la mayoría de dos tercios requerida podría suprimir la legalidad desde la propia legalidad. Para Anschütz y quienes lo siguen, no hay objetivos inconstitucionales. Quien defiende esta teoría, según Schmitt, «ofrece una vía legal para la supresión de la propia legalidad, de manera que en su neutralidad llega hasta el suicidio» (Schmitt, 1971: 75). Entre los postuladores de la segunda opción ―aquella que defiende la parte segunda de la Constitución frente a la neutralidad del Estado liberal de la primera―, hallamos a Richard Thoma, Walter Jellinek, Carl Schmitt o Rudolf Bilfinger. Thoma y Jellinek son más restrictivos en el reconocimiento de valores materiales. Los limitan a la igualdad de oportunidades para el acceso al poder (por lo que cualquier partido que quiera acabar con las elecciones es inconstitucional), el derecho al sufragio y la libertad de discusión. Con estos tres valores, Thoma ya aboga por ilegalizar al nacionalsocialismo y al bolchevismo. Por su parte, Schmitt y Bilfinger son más generosos en el reconocimiento de valores jurídico-materiales. Por ende, a mayor razón, defienden ilegalizar a nazis y comunistas. Estos partidos deben ser ilegalizados porque «en el caso de las garantías establecidas por leyes constitucionales, objeto de nuestra consideración, se trata de proteger determinados intereses de contenido material y determinados bienes» (Schmitt, 1971: 80). Valores que deben quedar al margen de las mayorías de turno. Los derechos de esa segunda parte ―o, al menos, algunos de ellos-―son «inviolables» y, consecuentemente, «violar intereses que la misma Constitución declara inviolables no puede ser nunca una competencia normal, establecida con arreglo a la Constitución» (Schmitt, 1971: 80). Ha de abandonarse la neutralidad propia de la primera parte en pro de la segunda e ilegalizar a quienes quieren acabar con la Constitución. A juicio de Schmitt, «[la parte segunda tiene] más afinidad con la esencia de una Constitución alemana que la neutralidad axiológica del sistema mayoritario funcionalista» (Schmitt, 1971: 154). Por lo tanto, debe abandonarse la neutralidad. Ninguna libertad para los enemigos de la libertad. «Si se logra esto, está salvada la idea de una obra constitucional alemana» (Schmitt, 1971: 154). Pero si se defiende la neutralidad de la primera parte favorecedora de los enemigos de Weimar, «pronto se acabará con las ficciones de un funcionalismo mayoritario, que permanece neutral ante los valores y ante la verdad. Entonces la verdad se vengará» (Schmitt, 1971: 154). Y, como Schmitt había profetizado en el verano de 1932, la verdad se vengó el 30 de enero de 1933.
3. 3. Razones para un compromiso político. Como sabemos, en enero de 1933, Carl Schmitt compele al canciller von Schleicher a que invoque el artículo 48 para impedir que el Parlamento nombre canciller a Hitler. Mas Schleicher desoye a Schmitt y, el 30 de enero, el Reichstag nombra primer ministro a Adolfo Hitler.
Partiendo de la tesis de Fijalkowski, da igual lo que Schmitt hubiese dicho hasta ese momento en contra de los nazis ―no obstante, lo omite en su libro― ya que Schmitt era nazi en su fuero interno. Empero, parece que tampoco aquí tiene razón su intérprete alemán pues Schmitt escribe en su diario, el 31 de enero de 1933, que Hitler es un «tonto ridículo» (Molina, 2019: 297). En febrero, duda si Hitler será astuto como una serpiente o manso como una paloma. Y, el de 6 abril de 1933, cuando se halla cerca del Führer por primera y única vez en toda su vida, relata que «ve en él la mirada de un toro codicioso que no sabe dónde está» (Molina, 2019: 34). Pero si el 6 de abril de 1933 aún lo desprecia, ¿cómo es que guarda fila para afiliarse al NSDAP tres semanas después?
Mucho se ha escrito, escribe, escribirá y especulará sobre el compromiso de Schmitt con el nazismo. Mehring da hasta 42 razones. Los profesores De Miguel y Tajadura las reducen a dos grupos: personales y teóricas. Entre las primeras, resaltan que Schmitt es «un Maquiavelo al que la historia lo había colocado en el lugar adecuado no solo para asesorar si fuera el caso, sino para comprobar de primera mano cómo funcionan los arcanos del poder» (De Miguel, Tajadura, 2022: 67), además del resentimiento que atesoraba hacia los cancilleres von Papen, von Schleicher y el presidente Hildenburg, quienes lo habían desoído. Desde el punto de vista teórico, Schmitt pudo creer que el Estado nazi solventaría los problemas de Weimar: el pluralismo disolvente, el parlamentarismo de ficción, etc. Por su parte, el profesor Carlos Ruiz Miguel, Jerónimo Molina o Julien Freund sostienen que la razón principal fue el miedo. Tras las elecciones de marzo de 1933, dice Ruiz Miguel, «se produce el primer gran dilema: huir o permanecer en Alemania» (Ruiz Miguel, 2019: 33). Schmitt se decanta por lo segundo y decide colaborar con quienes había querido prohibir el verano anterior. Especialmente, tras el asesinato de su amigo el canciller von Schleicher en la noche de los cuchillos largos (30 junio de 1934).
Expuestas algunas posturas, daremos nuestra opinión sobre la afiliación al NSDAP. Carl Schmitt se había convertido en un personaje muy reconocido y apreciado en la última fase de Weimar. Era poderoso porque le hablaba al oído a los poderosos cancilleres von Papen y von Schleicher. Empleando sus palabras: «Quien consigue hablar ante el que tiene poder, ya participa del poder, y no importa que sea un ministro responsable y refrendario, o que acierte a llegar, por vía indirecta, al oído del poderoso. Basta con que sepa proporcionar las impresiones y los motivos al individuo humano, en cuyas manos está la decisión por un momento» (Schmitt, 1954: 9). Llegado a esa cima, no quería abandonar su poltrona ante el cambio de régimen. Debía adaptarse. Además, desde el verano de 1932, las cosas iban muy rápido y había que posicionarse. Y se posicionó para seguir conduciendo, desde su despacho, el nuevo sistema político. No buscaba fama, que ya tenía, ni dinero, sino seguir hablándole al poderoso. Que no buscaba dinero lo expone bien claro al fiscal Kempner en Núremberg. Nunca obtuvo nada del partido: ni coche (oficial o privado) ni casa ni nada. Su única posesión era su biblioteca. Al margen de esta, «nunca he tenido ningún otro patrimonio» (Schmitt, 2017: 81). A fin de mantener su status de consejero de príncipes, se compromete. Así parece reconocerlo cuando afirma que, en esa época, «me sentía superior»; por lo que «quería darle por mí mismo un significado a la palabra nacionalsocialismo» (Schmitt, 2017: 75). Se sentía superior a Hitler y a todos. En consecuencia, trató de schmittianizar a los nazis. La tesis del miedo ―esgrimida por Ruiz Miguel, Jerónimo Molina o Julien Freund― no explica por qué, el 12 de mayo de 1933, o sea, pocos días después de afiliarse, ya empieza a escribir en periódicos nazis defendiendo la expulsión de los judíos de la Administración. Ni tampoco aclara por qué despide las cartas a su amigo y discípulo Ernst Forsthoff con un «Heil Hitler» en 1934. Mas la hipótesis que apuntamos, la de mantener su status, sí serviría para aprehender el paso dado por Schmitt.
Desgraciadamente, el que quería schmittianizar a los nazis acabó siendo el tonto útil del nazismo y acabó nazificándose él. Schmitt pensaba que podría dirigir a aquellos desnortados encabezados por el «voceras» de Hitler, pero se equivocó. «A finales de 1936 ―apunta Quaritsch― Schmitt comprendió que ya no lo necesitaban, debió verlo claro: el régimen no lo había empleado como fuente de ideas, sino como cabeza de cartel científico hasta su propia consolidación» (Quaritsch, 2017: 139). El profesor Sosa Wagner resume esta etapa de su vida: «Hay en él una mezcla del nacionalista autoritario, del “niño mimado” deseoso de estar en el escenario, del estudioso con hambre de éxito mundano, del profesor que ha conseguido el aplauso académico y quiere después el político, creyéndolo fácil desde su altura intelectual, ignorando que se trata de dos mundos que felizmente nada tienen que ver entre sí» (Sosa Wagner, 2005: 475). Nada más que añadir.
3. 4. El último Carl Schmitt. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Carl Schmitt es detenido en dos ocasiones. La primera a instancia de su excolega Karl Loewenstein, quien redactó un informe en noviembre de 1945 para que Schmitt fuese condenado como criminal de guerra. Los jueces no vieron acusación y lo liberaron el 10 de octubre de 1946 (había sido recluido el 26 de septiembre del año anterior). La segunda detención tiene lugar en marzo de 1947 y dura hasta abril de ese año. Cinco semanas en las que ha de comparecer tres veces ante el fiscal norteamericano y redactar cuatro informes, que han sido traducidos al español en 2017.
Ante el fiscal Kempner, un judío alemán exiliado en Estados Unidos, Schmitt da algunas claves de su compromiso con el nazismo. Y, sobre todo, asume un mea culpa moral por lo manifestado en esos años. En primer lugar, sostiene que es un «aventurero intelectual». Esto no significa que sea un oportunista. Solo implica que la curiosidad intelectual «es una aventura, llena de peligros y riesgos»; y esta aventura intelectual, obvio, acarrea la «posibilidad de equivocarse» (Villacañas, 2017: 182). Se dio cuenta demasiado tarde de lo bárbaro que el nazismo era. Schmitt es un «Epimeteo cristiano», esto es, «el que reflexiona demasiado tarde» (Quaritsch, 2017: 159). En segundo lugar, Schmitt ―un tanto burlón― señala que la política antisemita fue «una desgracia, desde el principio» (Schmitt, 2017: 64). Por último, en el segundo informe, el 28 de abril de 1947, hace un «un breve comentario de carácter general». Schmitt reivindica el papel científico de sus tesis, que nada tienen que ver con el nazismo. Él no es culpable de que «muchos oyentes y lectores no interpretan las tesis y fórmulas que llegan a sus oídos con este espíritu científico, sino que las ponen automáticamente, sin reflexionar, en conexión con sus ideas prácticas habituales y sus fines e intereses del momento» (Schmitt, 2017: 99-100). Como jurista, sabe que, para condenarlo, es necesario un nexo causal entre su acción (su producción científica) y el resultado (crimen de agresión, crímenes contra la humanidad, etcétera), lo que no se da en su caso. Sostener lo contrario sería tan ridículo como, por ejemplo, culpar a Bodino de todas las catástrofes a las que ha conducido la soberanía del Estado o como culpar a Rousseau del terror jacobino. El pensamiento, había dicho el mismo Tribunal de Núremberg a propósito de Mein Kampf, no delinque. Y si el libro de Hitler no era criminal, menos aún pueden serlo sus tesis, que son científicas. Sin embargo, tras exculparse, Schmitt reconoce que «no cabe duda de que todo autor tiene una gran responsabilidad, y todos tendremos que rendir cuentas por cada palabra ociosa salida de nuestras bocas» (Schmitt, 2017: 101). Es decir, no hay responsabilidad penal, pero sí asume «[su] responsabilidad en todos los ámbitos de la vida» (Schmitt, 2017: 101). He aquí un mea culpa por todos los despropósitos vertidos entre mayo de 1933 y diciembre de 1936.
Proscrito en vida, el Maquiavelo alemán se exilia en Plettenberg, su San Casciano. Negándose a desnazificarse alegando que nunca había sido nazi, comprueba absorto cómo los ultranazis Reinhard Höhn, Otto Koellreutter son rehabilitados por la República naciente. Atónito, no comprende que a él sigan condenándolo. «Le aturde que seres de condición esclava le reprochen su falta de independencia en tiempos de Hitler» (Saralegui, 2016: 99). Al ostracismo nazi ulterior a 1936, unía ahora la penumbra posterior a 1945. Schmitt siempre es odiado. Pero él prefiere «el odio de las SS al afecto de los vencedores. Lo primero era más valioso que lo segundo para él y por eso no haría nada por ganar esto último, puesto que lo despreciaba» (Villacañas, 2017: 172). Solo le queda retirarse a meditar en su Glossarium. Y en este, que podemos leer en español desde finales del 2021, deja constancia de su estado de ánimo. «Tres veces me ha vomitado el Leviatán» (Schmitt, 2021a: 12), «me ha escupido tres veces el Leviatán, soy una especie de Jonás» (Schmitt, 2021a: 67), «tres veces me ha tragado el Leviatán y vuelto a escupir» (Schmitt, 2021a: 87), etc., repite a lo largo de su diario. «A mí siempre me alcanza la injusticia; estoy hors la loi y soy un espíritu libre. Estúpido arrebatado», se lamenta (Schmitt, 2021a: 75). También nos habla de Hitler como un pobre diablo ignorante, «demasiado ignorante como para tenerme en cuenta» (Schmitt, 2021a: 31). Y se define como «Carl Tobias», o sea, Carl el ciego, el que no supo ver a dónde conducía el movimiento bárbaro que había apoyado en mayo de 1933 (Schmitt, 2021a: 67).
Glossarium nos presenta un Carl Schmitt derrotado y humillado que piensa en suicidarse. La idea de sacarse de en medio ronda su cabeza desde 1944, como parece indicar al público en Ex captivitate salus (1950). En los últimos compases de la guerra, había ido a la tumba de Henrich von Kleist (1777-1811) con su hija Ánima. Evoca que, aquel día, «los pájaros de la muerte zumbaron por el aire anunciando la inminente epidemia de suicidios. Fue una hora terrible. Pero no quise hablar de estas cosas con una niña de doce años» (Schmitt, 2010: 47). La tumba del poeta alemán «es la tumba de un suicida. Se suicidó metódica y conscientemente con su propia mano. Ninguna retórica idealista puede disfrazar o pulverizar este hecho» (Schmitt, 2010: 47). Su losa reza: Er suchte hier den Tod und fand Unsterblichkeit (Aquí busco la muerte y encontró la inmortalidad).
La posibilidad de ser ahorcado por los vencedores aniquila a Schmitt; lo hace pensar en el final de Kleist. Lo relata el día 11 de octubre de 1947 en su confesión más personal de todo el libro I de Glossarium. ¿Cabe suicidarse para no caer en manos del vencedor? En una guerra clásica, convencional, un combatiente puede matar a otro durante el conflicto, pero, una vez finalizada la guerra, hay un armisticio y no se ejecuta a nadie más. Sin embargo, en una guerra civil, las anteriores categorías no operan. El vencedor siempre quiere ajusticiar a los vencidos. Ante la situación de guerra civil europea, el católico Schmitt se plantea si un individuo se liberará ante los tribunales de la conciencia y del más allá en caso de suicidarse. Porque «¿si mi nombre está en una lista de proscritos, por qué no he de matarme?» (Schmitt, 2021: 42). En este caso, me mato «para no dejar al enemigo el triunfo del asesinato. No es que yo me quite la vida, me la quita el enemigo. Solo determino el modus moriendi» (Schmitt, 2021: 42). Así visto, el suicidio aparece como la victoria ante el enemigo. «Es la última expresión de la libre autonomía de los hombres» (Schmitt, 2021: 42).
Estas duras palabras develan un hombre totalmente destrozado y atormentado. Alguien que había pasado de los cielos al inframundo en poco más de diez años.
4. Un hijo de la libertad. Llegamos al final de nuestro trabajo. La reedición del libro de Fijalkowski ha sido la occasio para aproximarnos a Schmitt desde las publicaciones españolas más recientes. No hemos agotado el tema puesto que hay nuevas obras que no hemos incluido. No hemos tratado al Schmitt jusinternacionalista expuesto por Oriol Casanovas o por Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes en dos recientes libros (Carl Schmitt pensador del orden internacional y Clásicos del Derecho público I, respectivamente). Mas esperamos haber generado cierto interés por la figura de este aventurero. Por su biografía y obra. En España, aún no tenemos constancia de todos los escritos de Schmitt, pero cada vez conocemos más. Y, en todo caso, en las referencias anteriores, el lector de Revista de Libros tiene material bastante para acercarse a la figura de Schmitt. Siempre contradictoria y apasionante.
Ante todo, no olvide el lector que Carl Schmitt es un hijo de la tierra. Un hijo de la libertad. Le gustaba repetir que «el océano es libre, pero más libres son aún las fuentes» (Theodor Däubler). Incluso en sus peores momentos, como ante el fiscal de Núremberg, el alemán siempre argumenta. Siempre razona. «Schmitt ―concluye Villacañas con inmejorables palabras― se esfuerza por dar explicaciones a los hombres, por regresar a la franqueza los hijos de la libertad, entre los que sin duda se contaba».