miércoles, 20 de septiembre de 2023

De lo único que somos

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura para hoy, del escritor Manuel Jabois, va de lo único que somos. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










Díselo
MANUEL JABOIS - El País
13 SEPT 2023 - harendt.blogspot.com

Siempre me hizo mucha gracia una vieja historia que contó hace años José Luis Garci en Cowboys de Medianoche. Cuando iba a morir, John Huston llamó a su amigo Peter Viertel para despedirse. “De lo único que me arrepiento”, le dijo Huston, “es de haber bebido tanto whisky y tan poco vino”. Ya al final de la conversación, Huston le dijo a Viertel: “Eres el hijo de puta con más clase que he conocido en mi vida, Peter”. “Eso es lo más bonito que me han dicho nunca, John”. Y los dos colgaron. Es impresionante el papel trascendental que especialmente entre hombres, y especialmente en el pasado, ha tenido o tiene el alcohol, además de la relación de la botella con su verdadera intimidad —a menudo vergonzosa intimidad. Ahí están los pensamientos trascendentes —y auténticos— que se le dedican, y qué acierto cuando uno se acerca a la muerte: por supuesto que más vino y menos whisky o menos lo que sea, también cerveza, mejor siempre vino.
Hay una historia alcoholizada de cuando las aguas de la vieja masculinidad se adentraron tímidamente, de la mano de su capitán general Ernest Hemingway, en la nueva, más sensible. Un día de 1955 el hijo mayor de Hemingway, Patrick, visitó a su padre en Finca Vigía, Cuba. Se emborracharon juntos y Ernest decidió con su natural impulso que había que reducir la población de buitres de los alrededores; era algo muy suyo: alcohol, caza, hombres, para qué más. Se fueron los dos con escopetas y tres jarras de Martini a disparar hasta que Hemingway pidió un alto el fuego, volvieron a casa y se encerraron los dos en el salón a seguir bebiendo y ver Casablanca. “¿No es guapísima la sueca?”, preguntó de repente Ernest. Jack dijo que sí. A los dos, completamente borrachos, Ingrid Bergman les parecía tan hermosa que empezaron a llorar juntos. Lloraron y lloraron sin poder articular palabra, y Patrick diría mucho tiempo después que nunca se había sentido tan cerca de su padre como ese día.
En Cans (Porriño) —donde hay un festival de cine muy famoso en el mundo y aún diría más, en Galicia— se podía ver hace años en las alturas del monte una inmensa roca en la que alguien escribió la mejor palabra que yo he leído jamás: “Díselo”. Es una palabra fatalmente ligada al alcohol, y digo fatalmente porque cuando necesitas beber para decir algo, necesitas dejar de beber para callar de una vez, y eso nunca sucede. Así que acabamos donde empezamos, por Garci; el director llevó al extremo el alcohol con una de las mejores definiciones —aproximaciones, más bien— que leí nunca sobre Dios o lo que sea. La contó en este periódico hace un tiempo: “Ahora que me acerco a la prórroga: no hay nada. Como no había nada antes de que naciese. O hay misericordia, misterio. Un día estaba con Severo Ochoa en el bar del hotel Reconquista de Oviedo. Hablamos de cine. La charla se alargó, y me dijo: ‘Desengáñate, somos física y química’. Yo le dije: ‘¿Y esa gota de vermú seco que nos han echado en el martini y que ha revolucionado la ginebra, y ya no es ginebra?’. Somos física y química, y una gota de misterio que nunca vamos a entender”.
En fin. Hace años, después de ganar una final a Boca, el Muñeco Gallardo, entrenador de River Plate, dijo en la rueda de prensa posterior que su equipo había estado jugando mal los dos últimos meses para despistar al contrario. Como nosotros en la vida, pero sin saber cuándo es la final.






























[ARCHIVO DEL BLOG] Mentiras de obligado cumplimiento. [Publicada el 21/04/2019]











Abandonada la antigua pretensión de constituir una simple versión de los acontecimientos, o una narración con pretensiones de veracidad, el relato se ha convertido en el objeto (ideológico) del deseo para muchos, escribe Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea de la Universidad de Barcelona.
Habría que encontrar al que tuvo la desafortunada idea para que purgara por sus pecados (a la manera en que Woody Allen en su magnífica Desmontando a Harry condenaba a las penas eternas del infierno a quien inventó los muebles de metacrilato). Porque se diría que alguien decidió, hace ya un tiempo, que había que dejar de hablar de explicación para, en su lugar, hacerlo de relato. La sustitución no era banal ni venía exenta de consecuencias. Lejos de ello, la idea de relato traía consigo incorporada una carga insoslayable de connotaciones que la allegaban al relativismo y a la ficción, connotaciones que han terminado por adquirir carta de naturaleza y que han dado lugar a consecuencias de desigual importancia.
Así, por poner un ejemplo menor, tomado de la vida cotidiana, cualquiera que, aunque sea por equivocación, haya tenido la oportunidad de ver en televisión a esos personajillos que pueblan los habitualmente denominados “programas del corazón” habrá comprobado la desenvoltura con la que expelen frases como “yo he venido aquí a contar mi verdad”, “esa es tu verdad, pero yo tengo la mía”, y similares. Junto con dicha desenvoltura, lo más significativo es que semejante tipo de frases no suele provocar ninguna respuesta crítica o, como mínimo, puntualizadora en ninguno de los allí presentes, ya acostumbrados a ellas. Parece haber ido cuajando una unanimidad absoluta, no solo en que la expectativa de alcanzar algo parecido a una verdad objetiva carece por completo de sentido, sino también en que cada cual tiene el derecho a elaborar un relato propio de lo que le ha sucedido en la forma que se le antoje (casi siempre la más favorable a sus intereses, claro está).
En realidad, el relato, en la acepción del término que ha terminado por generalizarse en casi todos los ámbitos de nuestra sociedad, viene a constituir, en síntesis, una versión de los hechos que, aunque pueda contener elementos de apariencia explicativa, apunta en una dirección distinta a la de la explicación propiamente dicha. Así, cuando alguien, pongamos por caso, describe los antecedentes de una situación presente en términos de persistente y prolongada humillación, explotación, opresión o cualquier otro vocablo equivalente, resulta obvio lo que pretende: está colocando tales premisas para convertir en poco menos que inevitable o incluso justificada una respuesta que legitime acabar con el orden presuntamente provocador de todo ello.
No cabe llamarse a engaño al respecto. En esa manera de emplear el término relato hoy comúnmente aceptada importa mucho menos la explicación (que remite a causas) que la interpretación (que se vincula con el sentido, siempre tan lábil). No es casual por ello que quienes ven con más simpatía este empleo del término hayan recibido con indisimulable alegría el paralelo auge de otro concepto que, en la práctica del discurso, les sirve de refuerzo. Me refiero al de resemantización. Nada que objetar, por descontado, al proceso de reasignación de significados, que es cosa que se viene produciendo a lo largo de la historia desde siempre. Lo preocupante tiene lugar cuando la operación sirve no ya para reinterpretar las palabras, sino para reinterpretar el pasado, incurriendo en el anacronismo flagrante de pretender que los conceptos funcionaran en el pretérito con el contenido que hoy le atribuimos (dando lugar a una versión del pasado por lo general maniquea hasta la caricatura) y condenando los que no nos agradan en la actualidad por lo que significaban tiempo atrás. A la vista de lo anterior, se empezará a comprender que si el asunto del relato tiene una importancia relativa, tirando a escasa, cuando de las cuitas de famosos y famosas de tres al cuarto se trata, la cosa empieza a resultar más preocupante, por las consecuencias a que da lugar, cuando ese mismo recurso es adoptado por dirigentes políticos, por las maquinarias de los partidos y ya no digamos por Gobiernos como herramienta privilegiada y eficaz para imponer en la ciudadanía su versión de los hechos y la subsiguiente justificación de sus propuestas.
Utilizo deliberadamente el término “herramienta” para subrayar el carácter instrumental —esto es, dependiente de intereses prácticos y no de una desinteresada voluntad de verdad— de este empeño narrativista. Ello se hace evidente en expresiones, habituales en el lenguaje político, como “relato ilusionante” o “relato de éxito”, entre otras, muy frecuentes en boca de los profesionales de comunicación de la cosa, en las que queda claro que de lo que se trata con semejante tipo de relatos no es en absoluto de aportar conocimiento, sino de persuadir a los demás de las bondades de la propia acción. Aunque tal vez no sea este último objetivo, obscenamente publicitario, el que debería preocuparnos más en relación con el generalizado recurso al relato, tan característico de nuestros días.
Y es que, abandonada la antigua pretensión de constituir una simple versión de los acontecimientos, una descripción posible o incluso una narración con pretensiones de veracidad, el relato de nuevo cuño se ha convertido en el objeto (ideológico) del deseo para muchos. Este relato, del que se han apropiado la sociología y la ciencia política modernas, es utilizado ahora para designar algo más (mucho más, en realidad) que una narración ordenada y novelada de los hechos: constituye una narración que tiene una inequívoca finalidad política, a saber, la de fijar como innegables en el imaginario colectivo unos determinados hechos, precisamente aquellos que mejor sirven para justificar la posición de dominio de un determinado sector o grupo. Precisamente por ello, no cabe considerar como una casualidad que se hable tanto de relato en tiempos en los que también se habla mucho de posverdad y de fake news, en cierto modo, categorías complementarias.
Porque es a la luz de esta pretensión de hegemonía doctrinal como todas estas categorías se deben analizar y no desde la perspectiva epistemológica, que alguien podría considerar, ingenuamente, como la más adecuada al efecto. Así, lo que caracteriza a las llamadas fake news no es tanto su ostentosa falsedad, asunto con el que a menudo nos distraemos, como la fuerza con la que se imponen, la rotundidad con la que consiguen instalarse en el debate público como datos incontrovertibles, hasta el extremo de que incluso quienes las rechazan prefieren evitar hacerlo en voz alta por el enorme coste político que un tal atrevimiento les supondría (en Cataluña prácticamente nadie osa dudar ante un micrófono o por escrito de esos inverosímiles mil heridos por las cargas policiales del 1 de octubre que no dejaron rastro hospitalario alguno).
En realidad, si queremos plantear el asunto en términos de pregunta por la novedad que aporta, habría que responder que lo que de nuevo tiene este uso del concepto de relato tan frecuente en nuestros días no es propiamente el contenido del mismo, ya conocido de antiguo. Lo nuevo reside en que, por formular la respuesta en la jerga filosófica que nos resulta más propia, haya dejado de constituir una categoría epistemológica, relacionada con el conocimiento, para convertirse en ontológica y, sobre todo, política. Estamos, pues, ante un relato que, de alcanzar la hegemonía, dibuja el marco no solo de lo que hay, sino, mucho más importante, de lo que nos es dado pensar y, sobre todo, del sentido que debe adoptar nuestro obrar. Un relato, por formularlo de manera sintética, de obligado cumplimiento. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 












martes, 19 de septiembre de 2023

De la amnistía

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura para hoy, del escritor Javier Cercas, va de la amnistía. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










No habrá amnistía
JAVIER CERCAS - El País
13 SEPT 2023 - harendt.blogspot.com

No la habrá. No, al menos, como la de 1977, una amnistía que dejara impunes los desafueros cometidos por los líderes del procés (otra cosa son los desdichados de a pie que se envenenaron de mentiras, furia y fanatismo, para los cuales cabría imaginar medidas de gracia). Ya sé que todo indica que puede haberla, empezando por una foto inverosímil de la vicepresidenta del Gobierno en funciones, Yolanda Díaz, echándose unas risas en Bruselas con un prófugo de la justicia acusado de delitos gravísimos, cuyo apoyo teledirigido en el Parlamento necesita la coalición gubernamental para seguir en el Gobierno: un gesto, hasta donde alcanzo, inédito en una democracia, que guarda la misma relación con la izquierda que el tercer principio de la termodinámica con el bacalao a la vizcaína. No: no habrá amnistía. Intento argumentar por qué.
No soy constitucionalista, pero basta con un poco de sentido común para entender ciertas cosas. Hay quien dice que es constitucional todo aquello que la Constitución no prohíbe de forma explícita y que, por lo tanto, la amnistía, que no está explícitamente prohibida por la Constitución, es constitucional. Podría ser, pero, que yo sepa, los sacrificios rituales de seres humanos tampoco están prohibidos de forma explícita por la Constitución, y no por ello parecen una práctica demasiado recomendable. Lo que sí desautoriza explícitamente la Constitución son los indultos generales (artículo 62.i). Ahora bien, una amnistía no es un indulto general, sino mucho más que eso, de lo que se deduce que la Constitución la desautoriza mucho más, por lo mismo que está mucho más desautorizado circular por una autopista a 220 kilómetros por hora que hacerlo a 120: una amnistía no equivale al perdón, ni siquiera al olvido; una amnistía equivale al borrado del delito: a declarar que el delito jamás existió. Ese fue exactamente el sentido de la amnistía del 77, que sirvió para cerrar el franquismo y abrir la democracia. Contra lo que creen algunos, aquella amnistía no la reclamaron los franquistas, sino los antifranquistas (“Llibertat, amnistia, Estatut d’autonomia”, coreaban por entonces las manifestaciones), y se promulgó para suprimir los delitos de los antifranquistas, no los de los franquistas (otra cosa es que se usara luego, de forma torticera, para limpiar desmanes franquistas); ese fue el sentido profundo de aquella ley crucial, eso fue lo que dijo: que el franquismo no tenía razón, que su legalidad era un fraude, que quienes tenían razón eran los antifranquistas y que sus supuestos delitos nunca existieron; aquella amnistía deslegitimó en la práctica el franquismo y legitimó el antifranquismo: ahí radica en parte la legitimidad de nuestra democracia.
La hipotética amnistía actual obraría como la del 77, pero a la inversa: diría que en Cataluña, en 2017, nuestra democracia no tenía razón, que su legalidad era un fraude, que quienes tenían razón fueron los catalanes que arremetieron contra ella —y no los que mejor o peor la defendieron— y que sus delitos fueron un invento de un régimen ilegítimo; así que, además de deslegitimar a Pedro Sánchez y a su partido —que en 2017 apoyaron la suspensión temporal de la autonomía catalana para defender las leyes democráticas frente quienes habían intentado pulverizarlas—, la amnistía deslegitimaría la democracia legitimando a quienes la atacaron. No sólo es una cuestión legal; es, sobre todo, una cuestión política y moral. Un viejo socialista ha dicho que la amnistía sería una condena de la Transición; no es así: en la práctica, sería una condena de la democracia entera (una democracia de cuya legitimidad nadie en el mundo duda). Me niego en redondo a creer que el presidente Sánchez vaya a cometer semejante desatino.
Algunos socialistas pregonan que la amnistía es necesaria para la reconciliación de los catalanes; también, que sería el fin definitivo del procés. Y yo me pregunto: si el PSOE considera que no puede haber reconciliación sin amnistía y que esta tendría efectos tan benéficos para los catalanes, ¿por qué no incluyó esa medida en su programa electoral? ¿Por qué no nos explicó antes sus virtudes sanadoras? ¿Por qué la rechazó taxativamente, en el Congreso y en todas partes, hasta que los secesionistas se la han exigido como condición para formar Gobierno? No nos tomen el pelo, por favor. No existe ningún “mandato democrático” que autorice al PSOE a promover una amnistía, porque esa medida no figuraba en su programa electoral. La reciente victoria socialista en Cataluña no significa que sus votantes le hayamos dado carta blanca al PSC-PSOE, ni siquiera que aprobemos cuanto ha hecho el Gobierno socialista; significa sólo que muchos catalanes confiamos en que el PSC-PSOE puede hacer progresar nuestro país y fortalecer nuestra democracia mejor que cualquier otro partido. Pero no les quepa duda: si dejamos de creerlo, dejaremos de votarlos, en cuyo caso y por lo pronto su partido no alcanzará la presidencia de la Generalitat, lo que acabaría con la esperanza más verosímil del inicio de un arreglo real para el llamado problema catalán; la amnistía, salta a la vista, no haría más que exacerbarlo, o al menos contribuir a enquistarlo: al fin y al cabo, sería una forma inequívoca de darles la razón a los promotores del procés, que jamás han pedido disculpas por sus desmanes y a cada paso amenazan con repetirlos (si pidiesen disculpas, si los responsables de 2017 reconocieran sus errores y prometieran no volver a incurrir en ellos, tal vez podría empezarse a hablar, con todas las salvedades y cautelas posibles, de nuevas medidas excepcionales, pero esa posibilidad jamás se ha planteado). Dejo para el final un último argumento —el más elemental y el más hiriente— que demuestra el error flagrante de una amnistía general: en España, una inmigrante rumana de 18 años puede ir a la cárcel por robar un bolso —yo lo he visto—, pero una amnistía permitiría que no respondiese ante la justicia todo un presidente de un Gobierno autonómico que —lo vimos todos— malversó millones, violó a conciencia nuestras normas fundamentales, empezando por el Estatut y la Constitución, y colocó Cataluña al borde del enfrentamiento civil y la ruina económica; en otras palabras: castigo ejemplar para los débiles e indefensos, impunidad para los poderosos. ¿Dónde quedaría aquí la igualdad ante la ley que promete la democracia? Y, ¿qué demonios quedaría entonces de la izquierda?
No habrá amnistía, no como la del 77: me niego a creerlo. Los adversarios de Pedro Sánchez han forjado una leyenda según la cual el presidente es un tipo capaz de vender su madre a una red de explotación sexual con tal de seguir en La Moncloa. Muchos no nos la hemos creído, y por eso le hemos continuado votando. Sí: es posible que los Maquiavelo de turno le estén diciendo que a quién le importa que la amnistía sea inconstitucional, que patada a seguir y que ya la declarará en unos años inconstitucional el Tribunal Constitucional, si es que tiene cuajo para hacerlo; o que le estén aconsejando que vista a la mona de seda y —digamos— llame Ley de Empatía a la Ley de Amnistía, que seguro que cuela. No puedo creer que el presidente les haga caso: nos dará la razón a sus votantes, se la quitará a sus adversarios; mejor dicho, aprovechará esta oportunidad de oro para darles una buena lección: les demostrará que, para él, como para cualquier político de verdad, es más importante el futuro de la democracia que el presente del poder. No desaprovechará la ocasión.





































[ARCHIVO DEL BLOG] La trampa de Tucídides. [Publicada el 13/10/2019]







China, una potencia en ascenso, discute su papel a la potencia hegemónica, los Estados Unidos de América, y trata de sustituirla, escribe el periodista y exdirector del diario El País, Joaquín Estefanía
"La guerra comercial puntual, -comienza diciendo Estefanía-, que se ha abierto entre EE UU y Europa no debe hacer olvidar las permanentes tensiones, casi estructurales, entre EE UU y China (arancelarias, de divisas, tecnológicas…), que se definen desde hace algún tiempo como un ejemplo de “trampa de Tucídides”: cuando una gran potencia en ascenso discute su papel hegemónico a la superpotencia dominante ya existente, con el objeto de sustituirla en ese papel hegemónico. Tucídides estudió las guerras del Peloponeso y las luchas entre Atenas (país retado) y Esparta (país retador). Un profesor de la Universidad de Harvard, Graham Tillett Allison, actualizó el concepto de “trampa de Tucídides” adaptándolo a la dialéctica chino-americana, primero a través de un artículo en The New York Times y luego en un libro sobre el caso. Allison describe 16 ejemplos de “trampas de Tucídides”, de los cuales 12 acabaron en guerras entre potencias rivales y 4 supusieron ajustes profundos y a veces dolorosos en el interior institucional y en las sociedades tanto del país campeón como del aspirante.
China acaba de celebrar su 70º aniversario como país comunista sui generis. Más bien parece el ejemplo mayor de capitalismo de Estado. Se defina como se defina, parece estar poniendo en cuestión a sensu contrario, día a día, las teorías del gran economista indio Amartya Sen, premio Nobel de Economía, que ha defendido que para que haya un crecimiento económico sostenido, las reformas políticas y sociales deben preceder a las reformas económicas. No es el caso de China, que sigue siendo una dictadura de partido único que no respeta los derechos humanos. Sen, activista defensor de las libertades civiles (de expresión, de reunión, religiosa, etcétera) y políticas (poder elegir a nuestros representantes públicos y ser elegido si uno opta por presentarse a unos comicios), escribió que las hambrunas no ocurren en las democracias: nunca ha habido una hambruna grave en un país democrático, ni pobre, ni rico, entre otros aspectos porque es difícil ganar las elecciones en esa situación y los líderes deben ser receptivos a las demandas ciudadanas. Desde la atalaya de sus casi 90 años, Amartya Sen debe contemplar el caso de China, con constantes crecimientos exponenciales (ahora está creciendo a un ritmo del 6,3% de su producto interior bruto) y transformaciones veloces (incremento espectacular de la esperanza de vida, reducción del número de personas que viven bajo el nivel de pobreza, etcétera) en el seno de una dictadura o de un oxímoron que se define como “comunismo de mercado”.
Y con más contradicciones. Por ejemplo, las continuas declaraciones de su presidente, Xi Jinping (secretario general del Partido Comunista Chino), que pretende liderar sin complejos la actual etapa de globalización neoliberal, mientras, paradójicamente, los EE UU de Donald Trump se hacen fuertes reivindicando el proteccionismo y las políticas de perjuicio al vecino. No hay más que recordar algunos de los tuits de Trump este verano, cuando se iniciaba la penúltima guerra de aranceles entre los dos países: “No necesitamos a China y francamente estaríamos mucho mejor sin ellos”; “A las empresas estadounidenses se les ordena por la presente buscar países alternativos para instalarse, incluso en casa”. O “la economía de EE UU es mucho más grande que la de China. ¡Lo mantendremos así!”.
A punto de superar el tiempo de duración de la revolución soviética (72 años), China mantiene una posición excepcional ante el desarrollo de la próxima revolución tecnológica, la del 5G, que ha dado lugar a las cortapisas impuestas a su gigante empresarial Huawei, argumentadas como una amenaza contra la seguridad nacional norteamericana. Y, sobre todo, posee una fortaleza financiera difícil de rebatir: entre sus inmensas reservas de divisas (3,9 billones de dólares) posee 1,1 billones en bonos norteamericanos. Cualquier movimiento de ese dinero dará inmensos dolores de cabeza a la actual superpotencia hegemónica, con la que la China de Xi se prepara para un conflicto largo y multifactorial. Hace menos de dos siglos que Napoleón Bonaparte sentenció: cuando China despierte, el mundo temblará. Escribe Allison que la trampa de Tucídides no es fatalista, sino que sirve para aprender". Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt