domingo, 10 de septiembre de 2023

De las taras ideológicas

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo Eduardo Prieto, va de las taras ideológicas. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












Alta filosofía natural
EDUARDO PRIETO - Revista de Libros
24 JUL 2019 - harendt.blogspot.com

Si seguimos soportando algunas taras ideológicas, es porque funcionan como prejuicios queridos que merman nuestra agudeza, pero tal vez nos ayudan a vivir. Entre estas taras, una de las más llevaderas es el «naturalismo», es decir, la creencia en que «eso-verde-que-está-ahí-fuera» resulta ser radicalmente distinto de nosotros y mejor que nosotros: un mundo armónico y sometido a sus propias leyes, pero que hace las veces de pantalla donde proyectamos nuestros deseos insatisfechos y nuestros delirios.
Las maneras en que el naturalismo ha ido infiltrándose en la cultura de Occidente son muy variadas, y hunden sus raíces muy profundamente en el pasado, hasta el punto de adoptar la forma de relatos míticos. El Jardín del Edén del que se escapó el homo faber tecnológico y depredador es el mayor de ellos. Pero no resultan menos influyentes los tópicos del locus amoenus y la Arcadia, de los que procede, en último término, la asfixiante tradición encabezada por los beaux sauvages de Rousseau y que ha engendrado toda una horda de seres que nos son familiares: los pastores efebos y las ninfas ingenuas de Jacopo Sannazaro, los Robinsones capitalistas de Daniel Defoe, los contempladores románticos de Caspar David Friedrich, los paseantes solitarios de Henry David Thoreau, los mohicanos temibles de James Fenimore Cooper, los paupérrimos comedores de patatas de Vincent van Gogh, las temibles máscaras africanas de Pablo Picasso, los heroicos cowboys de John Huston, los primigenios grizzlies de Yellowstone y, por supuesto, los cervatillos, conejos y ratones parlantes de Walt Disney, el Rousseau de la cultura de masas.
Inoculados desde hace siglos en nuestro ADN cultural –inoculados con habilidad, sin hacer fuerza–, los personajes, temas, espacios y tramas del naturalismo no han perdido un ápice de su influencia en el mundo contemporáneo. Al contrario: la omnipresente «ecología», primero, y la «sostenibilidad» devenida en fetiche, después, han asumido tal protagonismo en los debates filosóficos, políticos y económicos que, más que una ideología, conforman ya una suerte de teología. La teología de una época que, tras derribar a Dios, ha colocado sobre el pedestal vacío otro ídolo: la naturaleza. En el culto a lo natural –que, desde que fuera instaurado por Rousseau, no ha dejado de ir tomando nuevas formas–, el numen verde Gaia se aparece siempre a los ojos de los mortales como una totalidad contradictoria: todopoderosa y, al mismo tiempo, frágil; distinta de lo humano, pero no por ello menos antropomorfa; propiciatoria sin dejar de ser terrible cuando no se la venera con el suficiente celo. La naturaleza ha pasado a ser el inevitable lugar común de cuya existencia les resulta difícil dudar a las personas de buena fe, desde los ecohipsters hasta los banqueros.
Que dudemos de la diosa Naturaleza –sin que nos convirtamos por ello en personas de mala fe– es el propósito último de El jardín de los delirios. Las ilusiones del naturalismo, de Ramón del Castillo, profesor de Filosofía Contemporánea y Estudios Culturales en la UNED, amén de agnóstico en materia de naturalismo. Su contribución al socavamiento de los ídolos de Gaia no se sostiene en una pesquisa cronológica en torno a lo natural, ni en un abordaje estético a la secular influencia de categorías naturales como lo pintoresco y lo sublime. Tampoco se trata de un estudio sistemático y abstracto de la idea de naturaleza. La manera con que Del Castillo aborda el tema tiene mucho de trabajo de campo, y se nutre de geografía, sociología y psicología, así como de arquitectura y urbanismo. En rigor, el interés del autor está menos en los conceptos que en las realidades construidas, y menos en la Naturaleza con mayúscula –esa entidad sublime y salvaje que John Muir consideraba una «buena madre»– que con la naturaleza en segunda derivada de los espacios verdes fabricados y cotidianos, como los jardines y los parques.
¿Por qué deberían interesarnos filosóficamente esas construcciones banales que colonizan nuestras urbes? Según el autor, porque los jardines y los parques son espacios donde «lo natural» funciona como una escenografía de la evasión. La evasión en cuanto huida del mundo a otro mundo presuntamente menos artificial. La evasión en cuanto la ilusión, destinada a frustrarse, de quien aspira a recibir de la naturaleza lo que ésta probablemente no puede darle. Y, finalmente, la evasión en cuanto simple fantasía, el afán de construir una realidad que es a veces descabellada y delirante. A la hora de dar cuenta de los sentidos de la evasión, Del Castillo propone una relato a medias filosófico y a medias psicogeográfico, que está inspirado por las tesis del geógrafo chino Yi-Fu Tuan sobre el escapismo contemporáneo, pero que se ensancha para dar cabida a un sinfín de personajes que entran en diálogo con el autor, unas veces a través de sus libros y otras de manera personal. En este sentido, una de las características más atractivas de El jardín de los delirios es su género indeterminado: entre la colección de artículos científicos, el ensayo y la crónica de andanzas vitales, el libro va introduciendo en escena y sacándolos de ella a los personajes y a sus ideas, para someterlos al escalpelo –muchas veces mojado con ácido– del autor, que de esta manera puede dar rienda suelta a sus afanes antidogmáticos sin incurrir en otra suerte de dogmatismo.
El jardín de los delirios tiene dos partes. La segunda, titulada «Biblioteca delirante», consiste en una hipertrófica bibliografía comentada en la que Del Castillo –que reconoce estar cansado de los relatos «que colocan las ideas en su tiempo, pero no en el espacio»– da cuenta prolijamente de su periplo por multitud de parques y jardines de todo el mundo, y, de una manera no menos prolija, da cuenta asimismo de su trabajo erudito con una abundantísima colección de libros y artículos, clasificados por temas. Es probable que esta parte –que, junto con las notas, suma trescientas veinte páginas– sea imprescindible en una publicación académica, pero su presencia intimidante no deja de sorprender en un libro que, por su tono, funciona como un ensayo, y que acaso aspira a llegar a un público más amplio que el de los especialistas. Comoquiera que sea, lo sustancial de El jardín de los delirios está en su primera parte, «Delirios al aire libre», una colección de dieciséis capítulos breves que pueden leerse de corrido, pese a la mucha densidad de ideas que contienen, para conformar una narración que comienza presentando los muchos y extenuantes debates del ecologismo contemporáneo y termina describiendo proyectos tan descabellados como los jardines extraterrestres.
La manera en que Ramón del Castillo expone los debates del ecologismo contemporáneo se hace sobre su conocimiento exhaustivo de las publicaciones de referencia que se han dedicado al tema en los últimos cuarenta años. Pero se hace también sobre la interlocución directa del autor con algunos de los protagonistas de dichos debates. Por las páginas del libro desfilan, así, desde los ecologistas ingenuos que, cual románticos trasnochados, siguen creyendo que la naturaleza es un todo organizado y puro que posee una especie de alma, hasta los herederos más radicales del jipismo –los defensores de la llamada «ecología profunda»–, para quienes la civilización humana merece desaparecer por depredadora y parasitaria. Entre ambos extremos aparecen figuras más interesantes: los filósofos que han cuestionado el dogma del naturalismo, insistiendo en que el paisaje es una producción cultural; los geógrafos que han explicado la decadencia de las civilizaciones desde un punto de vista del medioambiente; los neurocientíficos que han medido el efecto de la vegetación en la psique; los especialistas que han desarrollado la hortoterapia y cuyas tesis hoy parecen tener cabida en la preparación de los futuros viajes espaciales; los reformadores sociales que han intentado sustituir la ecología natural por la ecología social; o los anarquistas ecotecnológicos que han ensayado con cierto éxito la utopía de la desurbanización y la autosuficiencia. En esta extensa nómina de personajes, Del Castillo concede también cierto protagonismo a dos figuras un tanto equívocas, pero reveladoras: Guy Debord y Slavoj Žižek. A Debord, porque juzga la ecología como una gigantesca operación de despolitización que hace de la naturaleza un problema técnico al mismo tiempo que un mercado susceptible de explotarse con nuevos medios (el «capitalismo verde»). Y a Žižek, porque su idea de estetizar los residuos que produce el ser humano –su idea antiecológica de volver bella la destrucción de la naturaleza y la ciudad– resulta representativa de la hipócrita pero, al cabo, inútil actitud moderna de renuncia a cualquier utopía.
En el apasionante tráfago de réplicas y contrarréplicas que componen el libro, el autor no se posiciona de una manera tajante con ninguna de las ideas y corrientes que glosa con celo, aunque tampoco disimule sus preferencias. Oponiéndose tanto al radicalismo de los naturalistas como al cinismo de los culturalistas, el autor opta por el escepticismo –«creer en la naturaleza es peor que creer en Dios»– y, en todo caso, defiende una suerte de sentido común sostenido en la parte más aprovechable de la «ecología», la ecología social, una disciplina cuyo valor estriba en «conectar unos problemas con otros mejor que ningún otro discurso». Con ello, Del Castillo quiere enfatizar que las políticas ambientales no tienen por qué traducirse, forzosamente, ni en las ideologías de la sostenibilidad ni en las pseudorreligiones del naturalismo al uso, y tampoco en simples tecnocracias, pues, cuando dichas políticas están bien planteadas –desde un enfoque social– logran lo importante: implicar a la población. De modo que se puede ser ecologista sin mitificar la naturaleza, siempre y cuando se piense más en términos sociales y políticos que filosóficos. La conclusión es que las engañosas ideologías del naturalismo se sostienen en un exceso de verborrea narcisista y de teología soterrada que, a la postre, incapacita tanto para la praxis sobre la realidad como para el goce de ella.
Necesaria para la desmitificación de la naturaleza, esta purga inicial de doctrinas deja paso a los capítulos que dan título al libro, que son, además, los que más parece haber disfrutado el autor: los dedicados a los jardines y parques contemporáneos, amén de otras construcciones sostenidas en la evasión y el delirio a través de «lo verde». El examen de estas formas de naturaleza artificial contiene de todo, como, por ejemplo, la contraposición entre los paisajes convencionales que se difunden a través del cine y la televisión, y los paisajes más inclasificables del desarrollismo moderno, en particular los de las ruinas que dejó la burbuja inmobiliaria en España. Y contiene también –entre otras aproximaciones bien interesantes– el análisis de las distintas definiciones de los jardines y parques, presentadas al modo de alternativas: espacios de la intimidad y la humildad o escenografías por antonomasia del civismo; reductos de naturaleza en las urbes o productos completamente humanos; lugares para el ensueño, la libertad y el sexo o parcelas gentrificadas y sometidas a una creciente vigilancia. A la hora de decantarse por una u otra alternativa, el autor lo tiene claro: el interés de los jardines y los parques radica en su condición híbrida de artificio construido con materiales naturales, así como en el hecho de ser espacios para el movimiento y el paseo, es decir, para la excepción dentro de lo cotidiano. Se trata de una tesis que no se presenta de una sola tacada, sino a través de un atractivo recorrido por ideas defendidas por grupos disímiles: los situacionistas y sus derivas, los surrealistas y sus delirios, y también los enajenados que han soñado y construido jardines.
En su relato, Ramón del Castillo muestra esa desconfianza ante las ideas que suelen tener los mejores filósofos. Defensor de una suerte de «materialismo lírico», prefiere las realidades tangibles que se levantan sobre lugares concretos, y, por ello, no resulta extraño que El jardín de los delirios termine hablando de arquitectura, una disciplina que se presenta en el libro como el medio más simple «de articular el espacio y el tiempo, de modular la realidad, de engendrar sueños». Partiendo de esta definición, el autor analiza, primero, los jardines fríos de la deconstrucción posmoderna, desde las topografías de Peter Eisenman, ahogadas en estética y filosofía, hasta los parques hiperartificializados, como el de la Villette, de Bernard Tschumi, que Del Castillo juzga con benevolencia por su geometría ajena al paisajismo ecológico y moralista, tan previsible. Después, el autor cede la voz al admirado autor de Delirious New York, Rem Koolhaas: no sólo porque haya sido capaz de ver con desapasionamiento el poder del caos capitalista a la hora de dar forma a los paisajes genéricos de la globalización, sino también por percatarse de que el futuro de la arquitectura está menos en la decoración de exteriores o la simple construcción que en el diseño total de ambientes completamente artificiales y sostenidos en el uso indiscriminado del aire acondicionado.
En este punto, Del Castillo enlaza las tesis de Koolhaas con una de las corrientes de la arquitectura contemporánea que aparece también como protagonista en el libro, la tecnocrática, cuyas muchas versiones siguen muy vivas: los sueños mecánico-pop de Archigram, el más comedido y también mucho más rentable high-tech medioambiental de Renzo Piano y Norman Foster, y, por supuesto, el nunca demasiado mitificado Richard Buckminster Fuller, el padre de la metáfora de la Tierra como una «nave espacial» que compete dirigir a los ingenieros, cual filósofos-reyes. No es casualidad que, en su deriva por la tecnocracia medioambientalista, el libro concluya, literalmente, con naves espaciales: las que un día partirán desde nuestro planeta para que, una vez concluida la epopeya cósmica de colonización –una vez ampliado el delirio del jardín terrestre–, la Luna quede convertida en una estación de servicio galáctico, y Marte en un resort para ricos vegetarianos.
Utopía de ciencia ficción, la colonia Marte, con sus huertos extendidos bajo inmensas cúpulas, es una imagen delirante y poderosa que, sin embargo, palidece ante otras reales pero no menos delirantes, que se derivan de la transformación que ha experimentado la Tierra por mor del incesante y parasitario trabajo humano. Hoy, en el planeta hay más árboles plantados que silvestres, y más biomasa de humanos y ganado que de todos los demás grandes animales juntos. La actividad agrícola, ganadera e industrial ha reubicado todas las especies en la superficie terrestre, desviado los cursos de los ríos y tallado la morfología de las costas. La necesidad de combustible exigida por la miríada de máquinas que forman el parque móvil e industrial ha hecho aflorar yacimientos orgánicos que habían quedado sepultados en la corteza de la Tierra hacía millones de años, para alterar de manera radical la cantidad de dióxido de carbono en la atmósfera y, con ello, alterar también el clima. Los fertilizantes artificiales, imprescindibles para alimentar a los más de siete mil millones de individuos que suma nuestra especie, han modificado el ciclo del nitrógeno, y la carne necesaria para nuestro sustento supone, por cada vaca criada a lo largo de tres años, la emisión, por flatulencias, de una cantidad de gases de efecto invernadero semejante a la producida por un viaje de noventa mil kilómetros con un vehículo a motor. La población humana, en fin, ha abandonado el que venía siendo su hábitat natural desde hacía miles de años –el campo moldeado por el esfuerzo de cientos de generaciones– para agruparse en megalópolis cuya demanda de recursos materiales y energéticos crece al mismo ritmo en que se vacía dicho campo. Así las cosas, ¿quién se atrevería a afirmar que nuestro planeta no se ha convertido ya en un verdadero escenario de ciencia ficción, en un inmenso, desaforado y delirante jardín?




























 




[ARCHIVO DEL BLOGL] Los intelectuales y la política. [Publicada el 10/09/2014]










Los intelectuales nunca han tenido mucha suerte en sus incursiones en la vida política activa. Comenzando por Platón, y terminando por Michael Ignatieff. Sobre los intelectuales y la política he escrito en numerosas ocasiones en el blog. De ellos, de los intelectuales, siempre se ha dicho que constituyen la voz y la conciencia crítica de la sociedad de su tiempo. Claro está que para compartir esa opinión primero deberíamos ponernos de acuerdo sobre que entendemos hoy por intelectual, sobre cual sería su función y a quien podríamos calificar como tal. La nueva edición del Diccionario de la Lengua Española (que aparece en octubre próximo) los define como aquellos dedicados preferentemente al cultivo de las ciencias y de las letras. Se me queda corta la definición. 
En recientes artículos sobre el papel de los intelectuales en la política y la sociedad de su tiempo, el profesor Françecs Carreras considera que su función es la de influir, legitimar y criticar; el filósofo Fernado Savater los define como peces piloto entre tiburones; el historiador Santos Juliá analiza las pasiones políticas de que hacen gala; el escritor Mario Vargas Llosa escribe sobre el fracaso del filósofo Ortega y Gasset en su paso por la vida política; el profesor y político canadiense Michael Ignatieff lo hace sobre las falsas soluciones del populismo a los problemas reales; y en el último número de Revista de Libros, la profesora de la universidad de Salamanca, Rosa Benéitez, escribre sobre el poder real de los intelectuales. Creo que merece la pena que se detengan por unos instantes en esos enlaces y disfruten de los mismos.
El filósofo iraní y profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Toronto, Ramin Jahanbegloo, escribió hace unos años un interesantísimo artículo en El País sobre este mismo asunto. Se titulaba "El temor de los intelectuales a la política", y sostenía en él la tesis de que los intelectuales de hoy, de este momento, han desertado de su labor obligada y casi sagrada de criticar al poder, acomodados a lo políticamente correcto, a la creencia de que todas las verdades morales son relativas y encadenados a mezquinos intereses personales, la cultura de masas y una carrera y profesión respetables, contraponiendo Jahanbegloo esta situación a la del pasado siglo XX con figuras señeras, dice, como las de Max Weber o Hannah Arendt, tantas veces citada por mí con admiración profunda en este blog, de las que resalta la incansable crítica de la política de su tiempo que ellos realizaron.
Me ha hecho recordar la lectura de un libro, también hace unos años, que me impresionó sobremanera. Se titulaba "Las voces de la libertad. Intelectuales y compromiso en la Francia del siglo XIX" (Edhasa, Barcelona, 2004), escrito por Michael Winock, profesor de Historia Contemporánea en el Instituto de Estudios Políticos de París. Un hermosísimo texto, de esos que sólo ellos, los historiadores franceses, saben ofrecer, en los que no sabe uno que destacar más: si lo que dicen, o la forma en que lo dicen.
Y también me ha venido a la memoria una vieja máxima que aprendí en las infinitas, prolongadas y muchas veces estériles discusiones en el seno del sindicato Unión General de Trabajadores de España (UGT): "Cuando uno se levanta para hablar en una asamblea tiene que ser para criticar a la comisión ejecutiva; para autoalabarse, se sobran y bastan ellos mismos". Lástima que se haya relegado al olvido tan hermoso axioma. 
Termino aludiendo a otra famosa frase del fundador de Falange Española, José Antonio Primo de Rivera (1903-1936), que no es suya, dicho sea de paso, que dice: "a los pueblos solo los mueven los poetas". ¿Cabría calificar a los poetas como intelectuales? Si nos atenemos a su función, sí. El poeta norteamericano Walt Whitman dejó dicho que el poeta era el instrumento por medio del cual las voces largamente mudas de los excluidos dejan caer el velo y son alcanzadas por la luz. Cuando todo aquello en lo que creíamos cede ante nuestros pies, nos queda la palabra. ¿No es eso a fin de cuentas lo que nos dijo también Blas de Otero en su poema "En el principio"? Pues no dejemos de usarla, cada uno a su manera y según sus posibilidades. Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt














sábado, 9 de septiembre de 2023

De las opiniones propias y ajenas

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la filóloga Irene Vallejo, va de las opiniones propias y ajenas. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










Enjambres de opiniones
IRENE VALLEJO - El País
02 SEPT 2023 - harendt.blogspot.com

Tenemos más opiniones que contemplaciones. “No juzguéis y no seréis juzgados” es tal vez uno de los preceptos más incumplidos de la historia. O, más bien, nadie cree desafiarlo: de nuestra boca jamás emanan veredictos, solo la verdad. Tú misma asomas la cabeza en estas páginas para propinar consejos no solicitados, uniéndote alegremente al sermoneo generalizado.
Hace siglos el griego Esopo ilustró en una de sus fábulas esta pasión irrefrenable por la crítica a destajo. Dos labradores, padre e hijo, se dirigían a un mercado con un burro para que cargase las compras al regreso. Tirando del animal por las riendas, echaron a andar. “Vaya par”, comentaron dos desconocidos, “ellos que tienen caballería van a pie. Qué mal repartido está el mundo”. Al oírlo, el padre ordenó al chiquillo que subiera a lomos del borrico. “Lo que hay que ver”, opinaron entonces unos campesinos que seguían la misma ruta, “el joven va cómodo mientras al padre le falta el aliento. No sé cómo lo consiente”. Entonces el labrador, avergonzado, hizo bajar al hijo para auparse él. “Parece mentira que haga trabajar así al pobre niño”, escuchó a un grupo de viajeros. Ofendido, montó al pequeño en la grupa, detrás de él. “Ahora ya no podrán decir nada”, pensó triunfante. Se equivocaba. Una voz taladró sus oídos: “Fíjate, no pararán hasta que el burro reviente”.
Según repetidas encuestas, todas las personas tienden a considerarse más atractivas, inteligentes y simpáticas que el promedio, lo que es estadísticamente imposible. Además pensamos unánimemente que siempre tenemos razón —otra asombrosa anomalía en términos de probabilidad—. En la vida real y en la digital, a quienes nos llevan la contraria hemos aprendido a etiquetarlos para no escucharlos. Divididos por la espiral de ira, hijos de la hipérbole, creemos que solo nuestras normas permiten avanzar, mientras fuera de ellas imperan los intereses, las mentiras y las turbias complicidades. Nosotros tenemos ideas; los demás, ideología. Al negarnos a comprender al otro, alimentamos una tensión colectiva que nos vuelve más conflictivos y menos efectivos. En su libro La conversación infinita, Borja Hermoso entrevista a Inma Puig, psicóloga experta en contextos de alta tensión: “Estamos juzgando todo el tiempo a todo el mundo, sin pruebas. Y dictamos sentencias, de forma que cerramos ya toda posibilidad de seguir tratando de entender”. Quizá necesitemos redescubrir que cada mirada sobre el mundo es una peculiar aleación de deseos, experiencias, esperanzas y emociones. Las personas somos un material frágil y valioso.
Resulta paradójica esta afición universal al lanzamiento de jabalina verbal, cuando tanto nos irrita ser la diana. Es un hecho comprobado: hagas lo que hagas, siempre tendrás cerca a alguien dispuesto a opinar. Ese cuestionamiento constante erosiona nuestros intentos y nuestros encuentros, nuestros amores y esplendores. En la familia, los reproches crean fallas sísmicas entre generaciones. Cuando se supera el miedo a defraudar a los padres, surge el espanto por las miradas de piedra, los juicios explosivos y las frases letales de los vástagos adolescentes. La autora mexicana Rosario Castellanos escribió Autorretrato, un poema irónico sobre sí misma que retrata sus inseguridades con humor autocrítico e irreverencia. Los versos más desasosegantes los dedica a su hijo: “Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño que un día se erigirá en juez inapelable y que acaso, además, ejerza de verdugo. Mientras tanto lo amo”. En esas treguas, cuando aún se comparten las miradas risueñas y las bromas mutuas sin irritación ni enmiendas a la totalidad, la escritora sitúa los momentos más felices de la vida.
Nos ayudará, cuando los lazos se enmarañan, dejar de ver mala fe en la opinión ajena, evitar el juicio sumarísimo, aprender a confiar en la honestidad de los distintos. Y ante las torpezas y tropiezos, el dedo acusador casi nunca es la mejor medicina. Más sabio que discutir será divertirse juntos con la variedad de caracteres y actitudes. Cultivar un cierto sentido de improvisación y experimentación infantil. Si a “juzgar” le quitas tan solo una letra, podrás jugar.





































[ARCHIVO DEL BLOG] Palabrera. [Publicada el 27/09/2019]









Reivindico la lexicografía, el Scrabble y la acción pública de empollar, afirma la escritora Marta Sanz, una de las firmas habituales en mis A vuelapluma diarios en el blog.
Deconstrucción no es una palabra pomposa, sino necesaria, comienza diciendo. Abogo por aumentar el número de entradas de nuestros lexicones y no avergonzarnos de usar términos como lexicones, saponificación o tergiversar, un verbo que se trasgiversa mucho. Con palabras se nombra la realidad y se comprende. Nos hace falta designar emociones, partes del cuerpo y árboles. Aprender palabras ensancha el campo visual, y ensanchar el campo visual enriquece el acervo léxico. Construimos realidad y pensamiento. Limpiamos la casa y a la vez emborronamos sus límites: esos son los peligros de nombres, verbos, metáforas y silogismos. Alpendre, escorrentía, epanadiplosis, flebitis, música... Reivindico la lexicografía, el Scrabble y la acción pública de empollar. Lo cierto es que la gente redicha es ignífuga y resistente: no se puede andar por la vida con una mochila —como dicen ahora— de 1.200 palabras. Por eso, quiero hablar del profesor Andreu Navarra, que ha publicado Devaluación continua, libro en el que aprendemos qué es el ciberproletariado. Me encanta. En el ámbito de las ciencias humanas, dar con la combinación de términos o con el compuesto o derivado iluminadores es fundamental: fin de la historia, sociedad líquida, literatura caníbal… Luego discutimos sobre la pertinencia ideológica de los constructos. Con su neologismo, Navarra alude a una generación que se está quedando sin léxico y, lo que resulta paradójico, sin datos: quizá por el exceso de estímulos, el descrédito de la memoria y por una falta de concentración que se vincula con nuevos soportes, nuevos modos de lectura, la hegemonía audiovisual, pero también con la desnutrición. Con la confusión entre el perfil pedagógico y el psicoterapéutico, y la necesidad de satisfacer instantáneamente el placer. La entrevista que le concedió a Berna González Harbour plantea una inquietud que comparto: la de que cultura y educación hayan dejado de ser ascensores sociales. Donde esté un buen culo, una lengua bífida o una metralleta, que se quite todo lo demás. Intento no ser apocalíptica, pero sentirme integrada atenta contra mi esencial optimismo transformador.
La segunda palabrería es más confortable. La Caja de las Letras del Instituto Cervantes acoge una exposición sobre palabras perdidas. El futuro aparentemente se acelera y las academias hacen el pino puente para adaptarse a laptops y whatsapps, mientras otras palabras se arrumban, y en ese arrumbamiento, más allá de melancolías, hay una pérdida de realidad y sentido. María Sánchez lo cuenta en Tierra de mujeres colocando el foco sobre trabajadoras del medio rural, sus espacios, herramientas, cuidados. Los dueños de las palabras siempre han sido los otros —modelos de virtud humana y profesional—, y quizá en el rescate de ciertos vocablos descubramos lo poco que han importado las cosas de mujeres. La exposición de las palabras perdidas nace de la artista zaragozana Marta P. Campo, que recoge cuñadez, cocadriz (femenino de cocodrilo) o bajotraer (abatimiento, humillación). La muestra se cierra el 29 de septiembre. Yo, que me siento un poco bajotraída, saldré de mis dormisqueos y me amalaré el noema. Porque, además, de incorporar novedades anglas y jugar con las piezas del museo, quienes usamos el lenguaje —¿alguien se ha quedado fuera?— tenemos derecho a mostrar lo mucho que nos importa, inventariándolo, aprendiéndolo, acumulándolo e inventándonoslo, con mayor o menor fortuna, para hablar de sexo, iluminar lo no dicho, hacer política o, incluso, circensemente, circunvalar la verdad. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt