domingo, 4 de junio de 2023

El gigante de ínfimo tamaño. Cuento infantil



 EL GIGANTE DE ÍNFIMO TAMAÑO. Cuento infantil


Este cuento lo escribí para mi hija Ruth, 

el 28 de febrero de 1983,

el día de su cuarto cumpleaños



Granbrutus era un gigante muy gigante. Era tan grande tan grande que cuando se levantaba de su cama por la mañana no necesitaba lavarse la cara: era suficiente que la acercara a las nubes más próximas y la humedad le lavaba y preparaba la barba, dejándola algodonosa como jabón; luego, frotaba dos nubes entre sí, y cuando surgía, brillantísimo, el rayo, y el trueno hacía retumbar hasta los cimientos de las cuevas más profundas, lo apresaba en su camino hacia tierra y utilizándolo como una navaja, con la cortante hoja al rojo vivo, se rasuraba la barba y el mostacho de raíz.







Granbrutus se jactaba de ser el gigante más grande del país de los grandes gigantes, y se reía de todos los demás seres, a los que apartaba de su camino a puntapiés entre risotadas e insultos.

Un día que Grabrutus se quedó adormilado tras una gran comilona, acertó a pasar por el tronco donde apenas apoyaba su cabezota un humildísimo gusanito de seda que apenas medía tres centímetros. Minigús, que así se llamaba el gusanito, era un pequeñísimo gran filósofo. Su indefensión era tan evidente que Minigús pensaba que no merecía la pena enfadarse con nadie, pues cualquiera podría aplastarlo con tan solo soplar un poco más fuerte del esfuerzo que se necesitaba para respirar.








Minigús iba pensando en cosas muy profundas cuando vio ante sí una cueva enorme y oscura que se encogía y dilataba rítmicamente mientras que un viento enorme surgía de su interior. Avanzó hacia la entrada de la gruta agarrándose con sus patitas a una especie de ramas retorcidas y sedosas que se encontraban como una maraña boscosa de hojas rodeando la entrada. Gracias a ellas podía sostener en pie y así evitar que el periódico resoplido del gigante, pues en realidad estaba asomándose a su nariz, le impulsara violentamente hacia atrás.











Molesto por el picorcillo que le producían sobre la nariz las patitas del gusanito, Granbrutus se despertó, abrió un solo ojo y vio ante sí a Minigús. Desafiante e irritado le gritó: ¡He, bicho asqueroso!, ¿qué haces ante mi nariz?, ¿no sabes que de un solo resoplido puedo enviarte a las estrellas?

Minigús, incorporándose sobre su último par de patitas para parecer más alto, y mirándole fijamente a los ojos, le contestó con su suave vocecita: ¡No me das miedo, pequeño gigante. Ya sé que puedes hacerme volar con un solo resoplido, pero tú no eres mucho más grande que yo!. ¿Has mirado al cielo alguna vez? Deberías hacerlo más a menudo, y pensar. Mira, siguió Minigús, tú no eres más que un insignificante gigante comparado con el país de los gigantes; y el país de los gigantes es pequeño comparado con la Tierra en donde estamos; y la Tierra es solo el tercero de los planetas que giran alrededor de una estrella pequeñísima de una galaxia situada en un extremo de una de las miles de millones de constelaciones del único universo que conocemos, ¿de qué te jactas pues, pequeño gigante?













Terminado su discurso, Minigús, más tranquilo apoyó de nuevo todas sus patitas en la cara del gigante y se alejó barbilla abajo con toda dignidad. 

Granbutus, por su parte, nunca más volvió a insultar a ningún otro ser, pequeño o grande, que se cruzara en su camino.







FIN









De la inteligencia de los humanos y la artificial

 







Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la filósofa Carissa Véliz, va de la inteligencia de los humanos y la artificial. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 










Perdiendo habilidades ante la inteligencia artificial
CARISSA VÉLIZ
02 JUN 2023 - El País

“Úsalo o piérdelo”, solía decirme mi profesor de latín. Y tenía razón. Décadas después, sería incapaz de declinar verbos en latín aunque me fuera la vida en ello.
Escribo estas palabras en un avión. Hace frío y viento, y el piloto ha mencionado la posibilidad de turbulencia. Si hubiera una emergencia, me pregunto si el piloto tiene suficiente experiencia de vuelo para saber cómo capearla.
Tanto el vuelo 3407 de Continental Connection como el vuelo 214 de Asiana Airlines se estrellaron porque los pilotos no dominaban el aterrizaje sin el uso de automatismos de alto nivel. A medida que el vuelo se ha ido automatizando, los pilotos han ido perdiendo ciertas habilidades necesarias para volar manualmente, como la navegación en base a puntos de referencia y el cálculo de la velocidad y altitud del avión. No tienen suficiente práctica. Las personas se aburren cuando el piloto automático se encarga de la mayoría de las tareas. Cuando la automatización falla o hace necesaria la intervención humana, los pilotos distraídos son menos capaces de superar situaciones de riesgo.
La inteligencia artificial (IA) es la automatización máxima. La aspiración es crear un tipo de herramienta que pueda hacerse cargo del mayor número posible de nuestras tareas. Dado que cada vez dependemos más de la IA en más esferas de la vida, merece la pena preguntarse si una mayor automatización provocará una pérdida de conocimientos especializados, y hasta qué punto eso podría ser un problema.
La preocupación de que la tecnología pueda degradar nuestras capacidades cognitivas no es nueva. En el Fedro de Platón, Sócrates argumentaba que la escritura haría que la gente confiara demasiado en fuentes externas en lugar de en su propio entendimiento.
Sócrates pensaba que la escritura atrofiaría la memoria de las personas, y que no podría proporcionar el mismo nivel de comprensión y diálogo que puede lograrse a partir de la comunicación verbal, donde las ideas pueden ser cuestionadas y refinadas a través de la conversación. En contraste con el diálogo en vivo, la palabra escrita carece de la capacidad de adaptarse a diferentes contextos y, por tanto, puede ser fácilmente malinterpretada o malentendida. La escritura no responde.
¿Tenía razón Sócrates al preocuparse por la escritura? Estoy dividida. Por un lado, defiendo ferozmente a la palabra escrita. Los libros son una de las mejores partes de la vida. Te permiten vivir muchas vidas en una, viajar a lugares lejanos desde la comodidad de tu sofá, explorar ideas que nunca se te habrían ocurrido, conocer gente con quienes nunca te habrían encontrado. La escritura mantuvo vivo a Sócrates durante todos estos siglos. Gracias, Platón.
La palabra en el papel ha facilitado la acumulación y el intercambio de conocimiento. Aunque nuestros antepasados tuvieran una memoria prodigiosa, no podrían memorizar toda la Biblioteca Bodleiana, a la que tengo la suerte de poder acceder.
Escribir mejora el pensamiento. El ritmo del proceso permite la reflexión pausada, y la posibilidad de edición invita al refinamiento. Externalizar las palabras en el papel o en una pantalla permite descargar el procesamiento cognitivo y facilita el manejo de argumentos complicados, de la misma manera que es más fácil hacer una multiplicación larga en papel que en la mente. Escribir no consiste sólo en expresar lo que uno piensa, sino sobre todo en descubrir lo que uno piensa sobre la marcha.
Sin embargo, Sócrates tenía razón en que la escritura probablemente ha dañado nuestra memoria. Hace siglos, la gente memorizaba libros enteros, palabra por palabra. Yo ni siquiera capaz recordar mi número de teléfono actual.
¿Y qué? ¿Es importante la memoria? Si tengo el móvil siempre conmigo, ¿qué importa si no puedo recordar mi propio número? Un elemento clave es la fiabilidad. Si la IA es fiable, no parece muy alarmante que perdamos algunas habilidades. Pero hay al menos cuatro formas en las que la IA puede no ser fiable.
En primer lugar, la IA es (actualmente) cara. Ejecutar sistemas potentes requiere mucha computación, que a su vez necesita mucha energía. Los chips, las baterías y los dispositivos dependen de materias primas como el litio, el cobalto y el níquel, recursos finitos que podrían agotarse.
En segundo lugar, la mayoría de las aplicaciones que utilizan IA están conectadas a internet, y cualquier cosa conectada a internet puede ser hackeada.
El ransomware (cuando un hacker secuestra virtualmente a un ordenador y pide un rescate para su liberación) es un ejemplo de los riesgos. Hace dos décadas, las fábricas, centrales eléctricas, hospitales, aeropuertos y oficinas funcionaban con herramientas analógicas, que son más robustas que los equivalentes digitales. Muchas de las instituciones actuales ya no tienen la opción de operar manualmente, o no han mantenido los conocimientos analógicos necesarios. Cuando la empresa de metales y electricidad Norsk Hydro recibió una demanda de rescate, consiguió evitar el cierre pasando a operar manualmente, pero sólo gracias a los empleados de más edad y a otros trabajadores que volvieron de su jubilación para echar una mano.
Dentro de veinte años, la generación que sabe hacer funcionar las cosas en analógico ya no estará por aquí para ayudarnos. La tarea que tenemos por delante es hacer que lo digital sea mucho más robusto de lo que es actualmente, al tiempo que repasamos nuestras habilidades analógicas para tenerlas como respaldo.
En tercer lugar, la IA puede ser poco fiable porque está gestionada por unos pocos gigantes tecnológicos poderosos. Una empresa como OpenAI podría decidir aumentar sus precios, introducir condiciones de explotación o cambiar su algoritmo a peor, y si hemos llegado a depender de su IA, estaremos a su merced.
En cuarto lugar y más importante aún, la IA actual tiene una relación poco fiable con la verdad. El tipo de IA más popular se basa en redes neuronales. Una IA como ChatGPT funciona analizando estadísticamente los textos que se le han proporcionado y generando respuestas convincentes basadas en sus datos de entrenamiento. Pero no utiliza la lógica ni se basa en pruebas empíricas. No tiene herramientas para rastrear la verdad. Como resultado, a menudo “alucina” o fabrica respuestas convincentes (basadas en su análisis estadístico) que, sin embargo, son falsas. Cuando le pedí que citara diez libros por Carissa Véliz, inventó nueve títulos plausibles pero falsos.
La falta de fiabilidad de la IA debería hacernos pensar dos veces en las habilidades que estamos perdiendo a su favor. Incluso si la IA fuera más fiable, tendríamos motivos para no querer perder ciertas habilidades. Recordemos a Sócrates, la escritura y la memoria.
La memoria y la atención están relacionadas. La clave para recordar algo es ser capaz de prestarle atención. Si la escritura ha debilitado nuestra memoria, nuestra capacidad de atención también se ha deteriorado, y probablemente se esté erosionando aún más con la tecnología digital.
Mientras escribo este artículo, mi atención no para de dar saltos —de la página en blanco a las referencias, a un mensaje de texto de mi madre, a cientos de notificaciones en redes sociales y, media hora más tarde, de nuevo a estas letras—. Esos saltos me impiden alcanzar el placer de la experiencia de flujo (flow state) que puede surgir tras horas de concentración sostenida.
A menudo se asume que una mayor automatización nos permitirá centrarnos en tareas más significativas. Me parece poco probable. La lavadora es un invento fantástico, pero no vino a solas. Gracias a la lavadora, puede que yo no pase tanto tiempo lavando ropa como mi abuela, pero paso más tiempo con el correo electrónico de lo que ella pasaba lavando ropa. Y apuesto a que ella tenía más espacio para tener pensamientos interesantes mientras lavaba la ropa que los que yo puedo tener mientras envío correos electrónicos. La experiencia de lavar la ropa —la sensación del agua corriendo por las manos, por ejemplo— también es más agradable para nuestra experiencia corporal que mirar fijamente una pantalla todo el día.
Cuando se trata de escribir, la automatización podría debilitar o eliminar algunas de las habilidades de pensamiento crítico que adquirimos cuando decidimos ignorar a Sócrates y adoptamos la palabra escrita. Si utilizamos chatbots para que escriban por nosotros, en el mejor de los casos, puede que obtengamos un producto más o menos aceptable con una fracción del tiempo y el esfuerzo que habría supuesto escribir manualmente, pero nos habremos perdido el proceso. Escribir es una manera de afilar nuestras habilidades cognitivas.
Si nuestros alumnos se acostumbran a depender de chatbots para escribir sus tareas, podrían perder habilidades creativas y de pensamiento crítico. Entre las habilidades que mejora la escritura está la empatía. Al escribir tienes que ponerte en el lugar del lector. ¿Entenderá lo que intentas comunicar? ¿Estás segura de que no les vas a aburrir? ¿Estás tomando en cuenta otros puntos de vista? Las habilidades sociales son algunas de las más valiosas que poseemos; haríamos bien en asegurarnos de no perderlas.
Mientras el avión en el que viajo aterriza sin problemas en la pista a pesar de la tormenta, creo que deberíamos prestar atención a mi antiguo profesor y utilizar las habilidades que no queramos perder. Carissa Véliz es Doctora en filosofía por la Universidad de Oxford, es profesora en el Instituto de Ética e Inteligencia Artificial e investigadora en Hertford College en esa misma universidad. Es autora de 'Privacidad es poder. Datos, vigilancia y libertad en la era digital' (Debate).





















[ARCHIVO DEL BLOG] Cambio climático y extinción del pensamiento. [Publicada el 16/06/2019]










Sobrevivir a la crisis climática no es un objetivo irrealizable por naturaleza. Lo que se necesita no es un desarrollo sostenible, sino una "retirada sostenible", escribe en El País el profesor John Gray, catedrático emérito de Pensamiento Europeo en la London School of Economics, que añade que la paradoja de los movimientos ecologistas actuales es que fomentan una religión antropocéntrica que no sirve porque la crisis de la extinción solo se puede mitigar reorientando nuestra mente para que aborde la realidad; algo difícil, dice, ya que el pensamiento realista está prácticamente extinguido en nuestra sociedad. 
La situación del planeta lo está empujando al centro de la mente humana. Para un número cada vez mayor de personas, el cambio climático es un hecho tangible. Las comunidades isleñas y las ciudades costeras sufren los efectos del aumento del nivel del mar, y todos somos testigos de los fenómenos meteorológicos extremos y el dislocamiento de las estaciones. Los políticos moderados han reconocido que se ha hecho urgente alguna clase de acción más radical que cualquiera de las emprendidas hasta el momento. Todo el mundo, excepto los negacionistas más contumaces, se da cuenta de que, en el mundo que los seres humanos han habitado a lo largo de su historia, está teniendo lugar un cambio sin precedentes.
Al mismo tiempo, como escribió Eliot en Cuatro cuartetos, la humanidad no puede soportar mucha realidad, y pensar en el tema resulta cada vez más ilusorio. El cambio, efecto colateral de la industrialización mundial basada en los combustibles fósiles, ha sido desencadenado por los seres humanos. Esto no significa que ellos mismos puedan pararlo. Como han señalado los climatólogos, el calentamiento global se prolongará cientos o miles de años después de que sus causas próximas hayan cesado. El rigor de las exigencias de Extinction Rebellion —unas emisiones netas de CO2 iguales a cero para Reino Unido en 2025, por ejemplo— las convierte en imposibles. Pero incluso si se pudiesen poner en práctica, no tendrían excesiva repercusión sobre las emisiones de gases de efecto invernadero ni evitarían una alteración del clima que ya forma parte inseparable del sistema. Los actuales movimientos ecologistas son expresión de un pensamiento mágico, intentos de ignorar la realidad o evadirse de ella, más que de entenderla y adaptarse.
Una de las realidades que el ideario ecologista pasa por alto es la geopolítica. Pensemos en la idea, tan de moda, de que el mundo —o, por lo menos, el Occidente capitalista— debería dejar de utilizar combustibles fósiles. Desde el punto de vista medioambiental sería algo altamente deseable aunque no detuviese el cambio climático ni las perturbaciones que lo acompañan. Desde el punto de vista geopolítico, la receta provocaría turbulencias en todo el mundo. Algunos de los Estados más importantes necesitan estos combustibles para su existencia. El reino de Arabia Saudí se hundiría sin los ingresos que recibe del mercado del petróleo. Las rentas nacionales de Irán y Rusia dependen en gran medida de que el crudo sea caro. Para todos ellos, el final repentino del consumo de hidrocarburos supondría un descenso brutal del nivel de vida, así como una fractura política a gran escala. Tanto mejor, dirán los ecologistas. No son regímenes demasiado deseables.
Pero sería una estupidez suponer que lo que surgiría a continuación sería mejor. El reino saudí se fragmentaría o sería sustituido por un régimen islamista más radical. Una Rusia empobrecida podría ser más belicosa y temeraria en su política exterior y de defensa. Con Irán privado de los ingresos del petróleo y sin perspectivas de seguir obteniendo beneficios, habría menos, no más posibilidades de un giro democrático en el país. La probabilidad de éxito de los cambios de régimen inducidos por las políticas ecologistas no es mayor que la de los cambios de régimen impuestos por la fuerza militar.
Otra realidad obviada por el pensamiento ecologista es la historia del siglo XX. Las protestas contra el cambio climático, como Extinction Rebellion, son hijas de los movimientos antiglobalización de hace más o menos una década, y al igual que estos, creen que el capitalismo occidental contemporáneo es defectuoso y se dirige hacia el desguace de la historia. En eso tienen razón. El mercado libre mundial ha sido siempre una entelequia, y la estructura tambaleante de los precios de los activos financiados a base de endeudamiento y de las crecientes rivalidades comerciales es frágil. Otra crisis crediticia como la de 2007-2008 probablemente la haría pedazos.
Esto no quiere decir que una economía socialista fuese más beneficiosa para el medio ambiente. Las peores catástrofes ecológicas del siglo pasado sucedieron en la antigua Unión Soviética y en la China maoísta, en las que —bajo la influencia de la ideología marxista, según la cual el mundo natural tiene que ser "humanizado"— la naturaleza sufrió un menoscabo y una degradación peores que en cualquier país occidental.
Las agresiones al medio ambiente incluyen una de las extinciones masivas de otras especies animales más rápidas de la historia. Hace 50 años, alrededor de 180.000 ballenas desaparecieron de las aguas que circundaban la Unión Soviética. En una muestra extraordinaria de vandalismo medioambiental, la industria ballenera soviética acababa con estos mamíferos con la simple finalidad de cumplir los objetivos de producción fijados por los planes quinquenales. Apenas al 30% de las ballenas masacradas se les dio algún uso económico. Era normal que los barcos regresasen con animales en estado de putrefacción inservibles como alimento. Cumplir con el plan quinquenal solo dependía de cuántas se matase. Las tripulaciones que no alcanzaban la cuota eran penalizadas con descensos y despidos, mientras que las que superaban las exigencias del plan recibían gratificaciones. Aparte de los equipos que igualaban o excedían la cuota, nadie obtenía provecho de la matanza. Algunas especies de ballenas quedaron al borde de la extinción, y los efectos del sistema sobre las poblaciones de cetáceos son visibles aún hoy. (Ver Charles Homans, The most senseless environmental crime of the twentieth century [El crimen medioambiental más absurdo del siglo XX], Pacific Standard, 14 de junio de 2017).
Por supuesto, los ecologistas les dirán que quieren un sistema económico diferente de una economía socialista planificada por el Estado, pero nunca han aclarado cómo funcionaría ese nuevo sistema, y en la práctica sus exigencias se resumen en poco más que lo que ellos llaman desarrollo sostenible. El problema es que las propuestas ecologistas implican un descenso del nivel material de vida de gran número de personas, lo cual sería insostenible políticamente. El impuesto de Macron al gasoil impulsó el avance del movimiento de los chalecos amarillos en Francia, y el principal beneficiario de la promesa electoral de Hillary Clinton de clausurar la industria del carbón ha sido Donald Trump. Cuando las políticas ecologistas imponen graves costes a los pobres y a la mayoría trabajadora —como ocurre con frecuencia—, el resultado es una reacción popular.
En teoría, la solución a la crisis ambiental es lo que John Stuart Mill, en sus proféticos Principios de economía política (1848), llamó una economía del Estado estacionario, en la que el progreso técnico no se emplea para expandir la producción y el consumo, sino para aumentar el ocio y la calidad de vida. El problema es que una economía sin crecimiento es políticamente imposible. La reacción de los populismos y la agitación geopolítica darían al traste con cualquier transición a un Estado estacionario. Detrás de estos obstáculos se esconde otra realidad que se ha excluido del pensamiento actual. A pesar de todo lo que se dice del descenso de la fertilidad en buen número de países, el crecimiento de la población humana sigue siendo la causa última de la actual extinción masiva. Las especies desaparecen a gran escala porque sus hábitats están desapareciendo, y la causa principal es la expansión humana. Puede que, efectivamente, entrado el siglo el crecimiento demográfico se estabilice en torno a los 9.000 o 10.000 millones de habitantes. No obstante, la biosfera ya estará arrasada. Si entonces el número de seres humanos desciende, lo hará en un mundo terriblemente depauperado.
Es interesante observar que John Stuart Mill ya predijo este futuro en 1848, cuando concibió la idea del Estado estacionario en sus Principios de economía política. No produce “mucha satisfacción", decía, "... contemplar un mundo en el que nada se deja a la actividad espontánea de la naturaleza; en el que hasta el más minúsculo pedazo de tierra capaz de dar alimento al ser humano se ha puesto en cultivo y el último retazo de pastizal florido ha sido arado; en el que los cuadrúpedos y los pájaros no domesticados por el hombre han sido exterminados como rivales que le disputan los alimentos; cada seto y cada árbol superfluo ha sido arrancado de raíz, y apenas queda sitio en el que una flor o un arbusto silvestre puedan crecer sin ser erradicados como malas hierbas en nombre del progreso agrícola. Si la tierra debe perder la enorme parte de su placidez que debe a las cosas que el aumento ilimitado de la riqueza y la población extirparía de ella con el mero propósito de sostener a una población mayor, pero no mejor o más feliz, espero sinceramente, por el bien de la posteridad, que se contenten con estar estacionarios mucho antes de que la necesidad los obligue a ello".
Más de 170 años después no parece que nadie se contente con estar estacionario. Nada en el actual clima de pensamiento goza de tan poca popularidad como el neomalthusianismo de Mill. Es verdad que él lo vinculaba a la emancipación de la mujer, y que llegó a pasar una noche en la cárcel por el delito de distribuir panfletos a favor del control de la natalidad entre las mujeres de clase trabajadora. Sin embargo, los liberales de hoy en día lo consideran una débil excusa para lo que denuncian como la siniestra misantropía del filósofo y economista, que prefería un mundo con una población reducida y grandes superficies de territorio salvaje a otro asfixiado y desolado por miles de millones de seres humanos luchando por sobrevivir.
Aquí es donde la crisis de la extinción asoma en el horizonte. La economía industrial no aceptará los límites al crecimiento porque la civilización a la que sirve ha rechazado cualquier restricción a su capacidad de logro. Según la mentalidad actual, el hecho de que un objetivo sea imposible de alcanzar no es motivo para no intentarlo. Más bien todo lo contrario. Los sueños imposibles —nos dicen innumerables predicadores laicos— hacen a los seres humanos únicos y especiales. En esta religión moderna, aceptar cualquier límite último al poder humano es el peor de los pecados. En consecuencia, el pensamiento mágico —que descansa sobre la creencia en la omnipotencia de la voluntad humana— es obligatorio.
Sobrevivir a la crisis climática no es un objetivo irrealizable por naturaleza. Lo que se necesita no es un desarrollo sostenible, sino algo más parecido a lo que James Lovelock, en su obra A Rough Ride to the Future [Una dura carrera hacia el futuro] (2014), denominaba una "retirada sostenible". Utilizando las tecnologías más avanzadas, entre ellas la energía nuclear y la solar, y abandonando la agricultura en favor de los medios sintéticos de producción de alimentos, se podría alimentar a la todavía creciente población humana sin seguir haciendo demandas aún más intolerables al planeta. La intensificación de la vida urbana podría permitir la recuperación de territorios salvajes que hubiesen quedado despoblados. Los recursos se podrían concentrar en construir defensas contra el cambio climático, que tendrá lugar hagamos lo que hagamos ahora los seres humanos. Los sueños soberbios de "salvar el planeta" se sustituirían por ideas sobre cómo adaptarnos a vivir en un planeta que nosotros mismos hemos desestabilizado. Si los seres humanos no se amoldan, el planeta los reducirá a un número menor a los condenará a la extinción.
Esta clase de programa es lo contrario de lo que proponen los ecologistas. También es profundamente incompatible con la cultura dominante. Una consecuencia de la decadencia de la religión es el declive simultáneo de la idea de que el mundo natural impone límites a la voluntad humana. En vez de verse a sí mismos como un animal entre tantos, como la especie que domina en el presente, pero que, al igual que todas las demás, no tiene asegurada su permanencia en la Tierra, los seres humanos se han crecido hasta pensar que tienen el poder sobre la naturaleza del Dios en el que ya no creen. Si Dios no hizo el mundo, la humanidad puede —y debe— rehacerlo a su imagen. Esta es la base sobre la que se asienta nuestra civilización supuestamente laica, y también la fuente última de la crisis de la extinción.
En estas circunstancias, cualquier programa fundamentado en el hecho de que los seres humanos se enfrentan a un cambio climático imposible de detener será tachado de fatalismo desesperado. Tratándose de una civilización que se enorgullece de su devoción por la ciencia, es una actitud curiosa. El propósito de la ciencia es la formulación de leyes universales independientes de las creencias y los valores humanos. Si estas leyes debilitan nuestras esperanzas y ambiciones, que así sea. Si el sentido del ejercicio es la verdad objetiva, se deben dejar de lado las emociones subjetivas. Y también la fe, ya sea religiosa o de otra clase. Si creemos a sus ideólogos, la ciencia es una indagación del mundo natural del cual el ser humano es parte consustancial. De hecho, la ciencia se ha convertido en un canal de la creencia ‒heredada del monoteísmo‒de que la humanidad puede trascender el mundo natural.
La paradoja de los movimientos ecologistas actuales es que fomentan esta religión antropocéntrica. La crisis de la extinción solo se puede mitigar reorientando nuestra mente para que aborde la realidad. El pensamiento realista, sin embargo, está prácticamente extinguido. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














sábado, 3 de junio de 2023

Del mundo en blanco y negro

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la lingüista Beatriz Gallardo Paúls, va del mundo en blanco y negro. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 











Polaridades, el mundo en blanco y negro
BEATRIZ GALLARDO PAÚLS
02 JUN 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Existe un universal lingüístico según el cual todas las lenguas lexicalizan al menos dos términos para color, traducibles (con matices) como “blanco” y “negro”, es decir, claro y oscuro. Esa estructura mínima de dos polos supone la representación enormemente reduccionista de una realidad, la cromática, en la que los seres humanos estamos capacitados para percibir millones de matices. Obviamente, que solo existan dos términos de color no impide a esas lenguas transmitir diferencias cuando sus hablantes lo necesitan, pero para hacerlo no cuentan con palabras específicas y recurren a otras técnicas lingüísticas. En cualquier caso, las lenguas con solo dos términos de color, como el bassa de Liberia, ejemplifican bien cómo una realidad enormemente rica y compleja puede simplificarse al máximo en su representación verbal.
El discurso público actual, el que proporciona escenario a nuestros procesos electorales, ilustra otro tipo de reduccionismo que ya no es léxico sino discursivo. Los múltiples factores sociales, tecnológicos y culturales que alientan ese proceso esquematizador populista son bien conocidos. La digitalización, el individualismo, la gran concentración empresarial del sistema de medios, la desinformación creciente o la celeridad general de nuestras vidas son algunos de los fenómenos que facilitan esta tendencia a lo simplificado y, en suma, a la polarización; proceso, por cierto, en el que tampoco se debe olvidar el papel de los modelos educativos neoliberales, enormemente importantes para desintegrar la conciencia cívica y la ciudadanía crítica. Con ese contexto, en las últimas décadas nos hemos acostumbrado a aceptar que la esfera pública está polarizada.
A partir de los ámbitos ideológicos manejados por la politología o la filosofía, situados normalmente entre progresismo y conservadurismo, socialdemocracia y liberalismo (obviamos aquí los avatares del lexema “liberal”), cabría pensar que estos sean los mismos polos que articulan el eje discursivo político, de manera que cada uno tenga una manifestación discursiva propia. Pero al observar ambos modelos (”izquierdas” y “derechas”, por utilizar otra simplificación léxica) se diría que su retórica es diferente, quizás porque no mantienen una relación simétrica. Así lo indicaba Albert Hirschman al inicio de Retóricas de la intransigencia (1991), donde señalaba una desventaja intrínseca en el pensamiento conservador debida a la visión generalizada del progreso como algo positivo. Por decirlo brevísimamente, la era moderna asume que la historia es inevitablemente progresista y, por lo tanto, considera que las objeciones conservadoras a la acción de los autodeclarados progresistas son, por naturaleza, no simplemente reactivas, sino reaccionarias. Esta asimetría se da entre evolución e involución, pero también entre afirmación y negación: puesto que solo puede negarse una afirmación previa, la negación es siempre reactiva. Ingrato papel, pues, el de los conservadores.
Ante esta desventaja, seguía Hirschman, las tres grandes olas reaccionarias de los siglos XIX y XX (contra la Revolución francesa, contra el sufragio universal, contra el Estado de bienestar) habrían desarrollado tres estrategias retóricas para trasladar su oposición a las propuestas progresistas: los argumentos de perversidad (la ley o las medidas con las que se pretende solucionar cierto problema solo conseguirán agravarlo), de futilidad (serán inoperantes y no lograrán los objetivos), y de riesgo (suponen un precio demasiado alto). Estos esquemas textuales permiten enmascarar la oposición a unas medidas o a unas políticas, mientras aparentemente, en un alarde de concesión ciceroniana (”sí, pero…”), se defiende lo contrario; no en vano los discursos conservadores se apropiaron en los noventa de la terminología progresista: ¿cómo explicitar que no se defiende la igualdad, la justicia, el Estado de derecho o la libertad?
Hirschman, hay que decirlo, es cuidadoso en señalar que el discurso progresista tiene también su manera de recurrir a estas estrategias, aunque con otros matices retóricos. En cualquier caso, se diría que para 2023 su análisis de grandes tópicos argumentativos en el discurso conservador ya no es válido. El tipo de sutilezas que describe no ha estado presente en la campaña, tal vez porque nuestra sociedad —esa que, en un formidable arrebato negacionista, Margaret Thatcher afirmó que “no existe”— es incapaz de gestionarlas.
Gran parte del discurso político actual ha sido fagocitado por historias en clave personalista y temas casi anecdóticos, mientras el ecosistema comunicativo, especialmente en televisión y redes, facilita el protagonismo de discursos simples, más aptos para el maniqueísmo moralista que para el debate democrático. Estos discursos enfatizan una polaridad axiológica, de buenos y malos, que permite caracterizarlos como “retóricas negativas”. Derogar, anular, suspender, revocar, abolir son sus promesas electorales preferidas. Por supuesto, se trata de acciones inherentes al rol de oposición, pero no van acompañadas de propuestas alternativas, de discurso en positivo. Se vio en la moción de censura, presentando un posible candidato sin programa; lo hemos visto en la reciente campaña basada en acusaciones. La intransigencia, resumida en el dicho español “de entrada, no”, es su posición enunciativa más característica.
Las retóricas negativas de los populismos —conservadores o no— no se entretienen en dar empaquetado argumentativo a sus tesis, sino que apuntan directamente a las presuntas consecuencias (catastróficas, huelga decirlo) de las políticas ajenas: te ocuparán el apartamento, implantarán una dictadura, excarcelarán terroristas, no habrá pisos de alquiler, Europa retirará sus fondos… te quitarán las chuches. La acción política prometida no se refiere a la sociedad o sus valores, al bien común, sino al oponente político; hablan (vehementemente) de lo que desharán más que de lo que harán; el personalismo condensa la ideología (”sanchismo”); el mensaje focaliza filias y fobias, banaliza el dolor; en su forma extrema, muestra una desinhibición que ya no se azora por reivindicar la injusticia o el fin del Estado de derecho. Es, en definitiva, un discurso que se mueve entre el sí y el no, siendo casi irrelevante aquello que se afirma o se niega. El resto es hojarasca discursiva que rellena turnos de habla y que tanto medios como ciudadanos amplifican mejor —sobre todo en redes y mensajería— cuanto más excéntricos y pasionales resultan. Este discurso, por lo demás, no actúa en el vacío ni es exclusivo de la clase política; conecta y moviliza a un tipo específico de ciudadano destinatario que tiene ese mismo concepto de la polis y la res publica. La cuestión es cómo debe hablar quien pretende interpelar y movilizar a los otros ciudadanos, muchos de ellos claramente refractarios a la simplificación, sabiendo que su discurso apenas tendrá eco en esa esfera discursiva en blanco y negro.
Decía al comienzo que existe un universal lingüístico según el cual todas las lenguas tienen al menos dos términos para color, traducibles como “blanco” y “negro”. Pero es importante saber que la distancia entre ambos no solo incluye todos los matices del gris, sino también toda la escala cromática. De hecho, un segundo universal afirma que, si las lenguas tienen un tercer término de color, este es el “rojo”, o sea, el color(e)ado. Y algo parecido ocurre con la realidad del discurso político: sus temas, sus argumentos, sus conceptos y sus tonos exigen un discurso amplio y elaborado que no puede reducirse al eje lineal y egocéntrico construido entre “nosotros, los buenos” y “ellos, los malos”, entre blanco y negro. Los ciudadanos, de cualquier ideología, merecen un discurso que recorra el amplio espectro de complejidad y diversidad de la sociedad, y que, en medio de todo eso, les hable más de sus vidas. Beatriz Gallardo Paúls es catedrática de Lingüística de la Universidad de Valencia.

































[ARCHIVO DEL BLOG] Demagogia. [Publicada el 25/06/2017]










Tengo que corregirme la manía de comenzar mis escritos definiendo casi cualquier término controvertido que uso. Espero que me crean si les digo que no se trata de pedantería por mi parte, sino más bien de intentar emplearlos con la mayor precisión posible para así evitar malentendidos innecesarios. Si no estamos de acuerdo en el sentido real de las palabras que empleamos será difícil no ya ponernos de acuerdo sino tan siquiera entendernos los unos con los otros. ¿No les parece?
Comencemos hoy con la palabra Demagogia, del griego δημαγωγία, que se define como práctica política consistente en ganarse con "halagos" el favor popular, y también como degeneración de la democracia consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos "elementales" de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder. El entrecomillado es mío; las definiciones del Diccionario de la Lengua Española de la RAE.
Timothy Garton Ash es un eminente catedrático británico de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige el proyecto freespeechdebate.com, e investigador en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford, que recientemente ha recibido el prestigioso Premio Internacional Carlomagno. Garton Ash, brillante polemista, se ha distinguido siempre por un acendrado europeísmo. Y hace unos días escribía en el diario El País, con el que colabora de forma habitual, un interesante artículo titulado Hacia lo peor de los dos mundos, en el que afirmaba que si la prioridad es la economía, lo lógico sería pensar que el Reino Unido debería permanecer en la Unión Europea, y que eso es lo que muchos conservadores y laboristas piensan en privado, pero no se atreven a decirlo porque "el pueblo ha hablado".
Los británicos no saben lo que quieren, decía el titular de portada del gran diario suizo Neue Zürcher Zeitung, comienza diciendo. O dicho de otra forma: los británicos no se ponen de acuerdo en qué quieren ni saben cómo conseguirlo. En el primer aniversario del referéndum que aprobó la salida de la Unión, resulta doloroso ver el caos en que se encuentra el país.
En cambio, añade, el resto de la UE está haciendo serios esfuerzos para recuperarse. Desde que el presidente francés, Emmanuel Macron, apareció ante el Louvre la noche de su victoria electoral, a los sones del himno de Europa, y todavía más desde su éxito en las elecciones legislativas, existe un nuevo optimismo sobre la capacidad de la pareja franco-alemana de volver a enderezar el proyecto europeo. En el primer trimestre de este año, la economía de la eurozona creció más deprisa que la de Reino Unido. Después de las victorias del Brexit y Trump, en muchos Estados miembros ha aumentado el apoyo popular a la UE. Angela Merkel ha dicho que Europa tiene que cuidar de sí misma porque ya no puede depender de Estados Unidos ni de Reino Unido.
Las autoridades de París, Berlín y Bruselas tienen sus propios problemas, y el Brexit, para la mayoría, no es más que una cuestión irritante pero secundaria, dice más tarde. Una fuente alemana bien informada ha contado que, en la primera entrevista entre Macron y Merkel, dedicaron unos 60 segundos al tema.
La UE de 27 hablará brevemente del Brexit durante la cumbre de hoy, 23 de junio, por la mañana en Bruselas, mientras May se toma el té en Downing Street. Quizá se disputen el reparto de los organismos europeos que están en Londres, pero todos están de acuerdo en el mensaje básico de la UE al Gobierno británico: “No, no podéis tenerlo todo” (The Daily Mail lo llamará intimidación).
Mientras tanto, las elecciones en Reino Unido han dado nuevo impulso a un Brexit más blando, comenta. Los laboristas arrebataron votos a los conservadores, sobre todo en circunscripciones que en 2016 votaron por la permanencia en la UE. Ahora tenemos un Parlamento sin una mayoría partidaria de un Brexit duro, ni mucho menos de la tontería que le gusta repetir a May, que “ningún acuerdo es mejor que un mal acuerdo”. Los laboristas, los demócratas liberales y los nacionalistas escoceses quieren un Brexit blando o permanecer en la UE. Incluso el Partido Unionista Democrático (DUP) de Irlanda del Norte, favorable al Brexit, y cuyos 10 votos necesita el Gobierno, quiere que se mantenga abierta la frontera con la República de Irlanda. Además, los resultados electorales han empujado a los diputados conservadores que votaron por la permanencia a luchar por un Brexit más blando y dar prioridad a la economía y el empleo. El ministro de Hacienda, Philip Hammond, defiende una visión del Brexit diferente a la que propuso May al pueblo británico. En un discurso pronunciado el 20 de junio en la City, volvió a convertir la economía en el aspecto prioritario del Brexit.
Sin embargo, es una postura ligeramente extraña e incoherente, sigue diciendo. Porque, si las prioridades son la economía y el empleo, es evidente que lo mejor para Reino Unido es permanecer en la UE. Por eso David Cameron, en la campaña del referéndum, apeló exclusivamente (demasiado exclusivamente) a las consecuencias económicas. En otro discurso pronunciado también el día 20, el gobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, relacionó directamente el hecho de que haya “menor crecimiento de las rentas reales” con las negociaciones del Brexit. Es decir, que ya se ven las consecuencias negativas. Y no hemos hecho más que empezar.
Cameron perdió el referéndum porque, a muchos votantes, limitar la inmigración y restablecer la soberanía formal y el autogobierno democrático —es decir, “recuperar el control”— les pareció más importante que la economía, que les hicieron creer que tampoco iría tan mal, señala. Si la prioridad es la economía, lo lógico es pensar que Reino Unido debe permanecer en la UE, y eso es lo que Hammond y muchos otros conservadores y laboristas piensan en privado. Pero no se atreven a decirlo, porque “el pueblo ha hablado” y porque no quieren dividir a sus propios partidos.
Si hemos aprendido algo en este último año es que, en política, nadie sabe qué va a suceder mañana: ahí están el Brexit, Trump y Macron, comenta. No obstante, tengo la impresión de que, después de un periodo de transición con las condiciones actuales, Reino Unido acabará probablemente con un acuerdo similar al de Noruega sobre el Espacio Económico Europeo (EEE), el acuerdo especial de libre comercio de Suiza o el de pertenencia de Turquía a la unión aduanera. Podrán adornarlo con la Union Jack, pero Reino Unido será miembro del mercado común, tendrá que respetar unas reglas en las que no ha intervenido, seguirá pagando a las arcas de la UE, verá muy poca reducción del número de inmigrantes de la UE y tendrá que aceptar unos acuerdos vinculantes de arbitraje en los que el Tribunal de Justicia de la UE seguirá teniendo un papel muy importante. La mayoría del Parlamento seguramente se lo tragará y saldrá del paso a la británica.
Aunque no existe ningún consenso entre los británicos (las proclamas de May sobre “la unidad del país” sobre el Brexit son descaradamente ridículas), dice más adelante, quizá esa posición sea un medio camino entre los extremos de la salida y la permanencia. El otro día hablé con un estudiante suizo y me dijo que, aunque sabe que su país depende enormemente de la UE, no quiere que Suiza se incorpore a la Unión porque “sigo teniendo la sensación de que mandamos en nosotros mismos”. Muchos británicos desean recuperar ese sentimiento, a pesar de ser conscientes de que una cosa es la soberanía formal y otra, muy distinta, el verdadero poder.
Tal como van las cosas, termina diciendo, me parece que ese es el terreno en el que acabaremos. Pero no es inevitable. Los británicos europeos debemos unir nuestras fuerzas para decir, cuando se presenten los resultados de una negociación descafeinada ante el Parlamento: “Lo que hemos conseguido es quedarnos sin nada. ¿Por qué conformarnos con ser de segunda categoría, con todos los inconvenientes y muy pocas ventajas, cuando podríamos permanecer en la UE y ser miembros de pleno derecho?”. Al fin y al cabo, como dijo hace unos años el hoy ministro del Brexit, David Davis, “si una democracia no es capaz de cambiar de opinión, deja de ser una democracia”. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt