sábado, 25 de julio de 2020

[SONRÍA, POR FAVOR] Es sábado, 25 de julio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...























La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 24 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] El arte y la ética



Elia Kazan, recogiendo el Óscar (1999). Getty Photos


Si a un autor se lo traga el olvido junto con su obra, nada tendrán que decir los siglos. Pero si la obra sobrevive con su propia majestad, es la que nos seguirá importando, afirma en el A vuelapluma de hoy [Contrapunto entre mezquindad y grandeza. El País, 21/7/2020] el escritor y Premio Cervantes 2017, Sergio Ramírez.

"En el año 2003, -comienza diciendo Ramírez- cuando era profesor visitante en la Universidad de Maryland, me senté frente al televisor una noche de marzo para ver el ritual de la entrega de los Premios Oscar de ese año, esa larga y aburrida ceremonia que tiene tanto del glamour de las revistas del corazón, y tanto de excelsa mediocridad.

Soportaba la larga ceremonia porque esperaba su momento cumbre, cuando Elia Kazan habría de recibir el Oscar por su obra de toda la vida. Algunas de las estrellas de Hollywood que ocupaban las butacas del teatro cumplieron la consigna de no ponerse de pie ni aplaudir, mientras otras lo aclamaban. Y yo me sentía parte de los dos bandos.

Una parte de mí me decía que alguien que había denunciado a sus compañeros ante el tribunal de la inquisición montado por el senador Joe McCarthy para perseguir a los sospechosos de izquierdistas y comunistas como herejes, en el clímax de la guerra fría, no merecía siquiera un desvelo; y la otra parte me retenía en el sillón porque se trataba de unos de los directores que más he admirado.

En abril de 1952, Elia Kazan se presentó a declarar ante el Comité contra Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes, que entonces sembraba el terror entre intelectuales, escritores y cineastas, inmediatamente después que había participado en la ceremonia de la entrega de los Oscar de ese año, nominado para recibir el premio al mejor director por Un tranvía llamado deseo.

La pregunta acerca de si es posible separar la política y el arte no es la correcta en este caso. Importa poco, y cada vez importará menos, la biografía política de Kazan, miembro del partido Comunista primero, y luego, reacio a que sus ideas artísticas tuvieran que ser aprobadas por algún burócrata de corte estalinista, renunció a su militancia.

La verdadera pregunta se abre al confrontar el hecho de que se hubiera sentado frente a un tribunal inquisitorial para suministrar una lista de sus compañeros de oficio, peligrosos para la seguridad nacional de Estados Unidos. Y peor la contradicción, cuando recordamos que en sus películas exaltó siempre la libertad del individuo en contra de la injerencia del estado, la misma que defendían Tennessee Williams y Arthur Miller; esa injerencia totalitaria que McCarthy, un fanático, representaba.

El conflicto se presenta entonces entre arte y ética, y no entre arte y política. ¿Cómo aceptar que alguien que fue capaz de realizar Nido de ratas, haya sido antes capaz de arruinar para siempre a otros de su mismo oficio al denunciarlos? Mezquindad contra grandeza. Los delatados, actores, dramaturgos, guionistas, camarógrafos, mucho de ellos inmigrantes pobres como el propio Kazan, no volvieron a recibir jamás un contrato en Hollywood.

Y no lo hizo por miedo, según confesó él mismo, sino “por principios”, aunque al mismo tiempo se condoliera de la suerte de alguna de sus víctimas, entre las que se hallaba nada menos que Dashiell Hammett, el gran maestro de la novela negra. Tuvo “remordimientos por el costo humano” provocado, pero no se arrepintió, porque consideraba “haber hecho lo correcto para proteger su carrera, y porque creía que, de lo contrario, hubiera beneficiado al Partido Comunista”, y por tanto no tenía ninguna culpa que expiar.

Quienes se oponían a que Elia Kazan recibiera aquella noche el Oscar por la obra de su vida, lo que alegaban era estas razones éticas, y no la excelencia de sus películas, que está fuera de toda discusión. ¿Es posible separar una y otra cosa, admiración y condena?

Intenté hacerlo entonces, frente al televisor, y no lo logré. Intento hacerlo de nuevo ahora, cuando se vuelve a hablar tanto de la conducta de los artistas y de las consecuencias de esa conducta para su obra, y tampoco lo he logrado.

Hubiera preferido un Elia Kazan convencido de que la delación no cabe en ninguna escala ética, ni se puede vivir con ella. Así lo creyeron Chaplin y John Houston, que se fueron al exilio, y Humphrey Bogart, que tampoco se doblegó. Ese Elia Kazan, y no el que se sentó frente al rabioso comité cazador de brujas, pero cuyas películas seguiré viendo con la misma admiración, aunque a alguien se le ocurra ponerlas en una lista negra.

George Steiner recuerda a Wagner y a Céline, odiosos antisemitas. A Heidegger, “el más grande entre los pensadores y el más mezquino entre los hombres”, admirador del Führer. “Así pues, tal vez nuestra suerte sea no llegar a conocerlos”, dice. Pero estar dispuestos a defender que sus obras son imprescindibles y nadie debería ni expurgarlas ni prohibirlas.

En una de sus reflexiones más rotundas sobre el arte de escribir, Flaubert afirma que su mayor aspiración era desaparecer detrás de sus libros, y no al revés, cuando la personalidad del autor, y sus opiniones, o su conducta, se vuelven más importantes y conocidas que su propia obra literaria. Desaparecer detrás de un libro, de una película, de un cuadro.

A fin de cuentas, si a un autor se lo traga el olvido junto con su obra, nada tendrán que decir los siglos. Pero si la obra sobrevive con su propia majestad, es la que nos seguirá importando".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[ARCHIVO DEL BLOG] El Apocalipsis, según el PP. Publicada el 21 de mayo de 2010



Viñeta de Forges



"Revelación de Jesucristo: se la concedió Dios para manifestar a sus siervos lo que ha de suceder pronto; y envió a su ángel para dársela a conocer a su siervo Juan, el cual ha atestiguado la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo: todo lo que vio. Dichoso el que lea y los que escuchen las palabras de esta profecía y guarden lo escrito en ella, porque el Tiempo está cerca". (Apocalipsis: Juan, 1,1-3. Nueva Biblia de Jerusalén, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1998).

Sustituyan Jesucristo por Rajoy, Dios por Aznar, el ángel por Cospedal, y a Juan por Montoro, y ya tendrán claro el escenario apocalíptico que el PP nos anuncia. ¿Comprenden ahora porqué terminaba mi comentario de ayer como lo terminaba? No soy el único que piensa así sobre la particularísima manera de hacer oposición del PP, que traducida al román paladino sería la del "cuánto peor, mejor". Lo de mejor para ellos, lo ignoro, y la verdad, me importa un huevo y la mitad del otro; lo de peor para todos, si que me preocupa.

También le preocupa al catedrático de sociología de la Universidad Complutense de Madrid y de la Universidad Libre de Berlín, Ignacio Sotelo, que deja testimonio de esa preocupación en un desasosegante artículo que hoy publica en el diario El País, titulado Ponerse en lo peor., que pueden leer desde el enlace anterior.

El profesor Sotelo, como otros muchos expertos, se muestra convencido de que antes o después saldremos de la crisis, gracias entre otras cosas a la fortaleza de la Unión Europea. La cuestión, dice, es cuándo y en qué condiciones, pero que en todo caso, añade, nos espera una década de crecimiento muy bajo y una alta tasa de desempleo que puede llevarnos a una peligrosa deriva social y política si no se ataja entre todos. Y a todas esas, el PP, ni está ni se le espera... HArendt




El profesor Ignacio Sotelo



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[SONRÍA, POR FAVOR] Es viernes, 24 de julio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...





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jueves, 23 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Republicanismo



El lingüista Noam Chomsky. Getty Images


Imponer el monopolio de la verdad revelada -escribe en este A vuelapluma de hoy [Iconoclastia purificadora. El País, 20/7/2020] el sociólogo Enrique Gil- silenciando a los disidentes es un atentado antidemocrático contra el principio habermasiano de deliberación.

"Otros años por estas fechas -comienza diciendo el profesor Gil- tocaba celebrar el fin de curso haciendo balance de los temas colgados hasta septiembre. Y para acatar la nueva normalidad cabría hacer otro tanto, elaborando la lista de suspensos que tiene pendientes nuestra clase política. Por ejemplo, el control autonómico de los rebrotes que está fallando calamitosamente, con Cataluña en cabeza de la incompetencia. También el escándalo reputacional de la Corona que el Gobierno debería remediar, pues el monarca tiene las manos atadas. O los sabidos pretextos de políticos como Pablo Iglesias o Pablo Casado, incapaces de asumir la responsabilidad por sus fracasos. Y así se puede seguir desgranando las miserias habituales, lo que tampoco tendría demasiado sentido en un verano tan bochornoso como predestinado a convertirse en un otoño infernal.

Por eso trataré en su lugar de remontarme hasta una cuestión aparentemente abstracta, como es la Carta de los 150 escritores en Harper’s contra la intolerancia justiciera de la llamada “cultura de la cancelación”. Así se denomina en EE UU a la campaña persecutoria (“caza de brujas”, por decirlo a lo Trump) que se desata sobre todo en redes digitales contra toda voz autorizada que se atreva a disentir en público de los dogmas monolíticos unánimemente impuestos por quienes se arrogan el monopolio de la verdad progresista. Ya se han vertido ríos de tinta sobre esta polémica, por lo que no entraré en el fondo de la cuestión, limitándome a contextualizar dos de sus rasgos.

El primero es el de la iconoclastia populista que revela, pues el vendaval de críticas airadas que se ha desatado contra la carta se centra no en rebatir sus argumentos sino en atacar ad hominem (y ad mulierem) a sus firmantes por el simple hecho de ser figuras respetadas, es decir, autoridades en sus respectivas materias. De ahí el encuadre populista del pueblo contra la élite aristocrática. Es la misma iconoclastia viral que mueve a derribar estatuas, como hizo el Talibán contra los Budas de Bamiyán. Una iconoclastia que nos devuelve al peor pasado de la izquierda, cuando quemaba conventos como chivos sacrificados en piras purificadoras, remedando a Robespierre y su Comité de Salud Pública.

Todo este vendaval antiaristocrático se justifica a partir de la demanda de igualdad. Y en efecto, bienvenida sea la lucha por una mayor igualdad, uno de los principios definitorios de la calidad democrática, que el liberalismo redujo a tres criterios: la limpieza electoral, las libertades individuales y el control del poder. Pero el republicanismo añadió otros tres requisitos: la igualdad, la deliberación y la participación. Esta campaña iconoclasta en defensa de la igualdad también defiende la democracia participativa, pues el acceso al poder no debe reducirse a una minoría. Pero al hacerlo así está socavando y dañando gravemente la otra reclamación del republicanismo, la democracia deliberativa, pues imponer el monopolio de la verdad revelada silenciando a los disidentes es un atentado antidemocrático contra el principio habermasiano de deliberación. Que conste en acta".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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[PENSAMIENTO] Filantropía





"Sabemos que «la caridad bien entendida empieza por uno mismo» [Filantropía, o la caridad bien entendida. Revista de Libros 1/7/2020], -escriben los economistas, y hermanos, Jose Antonio y Miguel Herce-. Nos lo han dicho muchas veces (ya tenemos una cierta edad) y hasta nosotros lo hemos dicho en más de una ocasión. Puede que hartos todos por los abusos de los «amigos del sable». Pero esto es todo lo que diremos sobre la caridad en esta entrada. Porque, de lo que queremos hablar es del amor a la humanidad. Entiéndasenos, amor desinteresado a nuestros semejantes, sin contrapartida, incluso en detrimento de uno mismo. Queremos hablar de la filantropía.

Piense el lector en el universo de posibilidades que traza la combinación dos a dos de estos cuatro elementos: (i) la iniciativa privada, (ii) la iniciativa pública, (iii) el bien privado y (iv) el bien público. En el par (i) – (iv) (iniciativa privada – bien público) es donde se sitúa la filantropía. La combinación de (i) y (iii) crea el ámbito de la empresa convencional o el del auto interés (eso de «la caridad bien entendida»). La combinación de (ii) – (iv) el de la acción del (buen) gobierno, con la provisión de «bienes públicos», mientras que la combinación de (ii) y (iii) nos remite a los (malos) gobiernos que favorecen el interés privado (grupos de presión, monopolios o, lisa y llanamente, corrupción). Esta última, no se crean, se da también en y con la iniciativa privada, no solo en la iniciativa pública.

No es fácil declararse un filántropo hoy en día. El imaginario colectivo está focalizado en los «grandes filántropos» («cienmillonarios» para arriba), y desconsidera la ingente tarea de los pequeños filántropos que llenan las asociaciones civiles de voluntarios. Para más inri, partes muy amplias del mismo imaginario colectivo aceptan dos hipótesis sin rechistar: la primera, que quienes donan cantidades masivas de dinero para el bien común lo hacen para lavar su mala conciencia por un «ellos-sabrán-qué» y, la segunda, que la acción pública es infinitamente superior a la acción privada para luchar contra la pobreza y la desigualdad. Lo segundo suele presuponer lo primero, a saber, que solo lo (exclusivamente) público está inspirado por criterios morales, creencia muy extendida en España.

Pero la filantropía es otra de las instituciones que caracterizan a una Buena Sociedad. Sus raíces son muy profundas y antiguas: nos da de ella noticia la mitología griega (de cuya lengua deriva la palabra), se reinventa en el bajo imperio romano y se moderniza en pleno renacimiento europeo.

En 1526, el humanista español Juan Luis Vives publicó en Brujas, donde vivía exiliado para huir de la Inquisición, un tratado sobre la lucha contra la pobreza que llevaba el elocuente título de De Subventione Pauperum (El socorro de los pobres), en el que ya avanzaba la novedosa idea de limitar (si no prohibir) la mendicidad mediante la ayuda organizada a los desfavorecidos por medio de las instituciones (municipales, en la época). Este tratado sentó las bases hasta el S. XIX, en los países más avanzados, de las posteriores (y no siempre afortunadas) «leyes de pobres». Todavía hoy se cita a Vives muy a menudo, y se reconoce su aportación a una visión moderna de la lucha contra la pobreza… en las sociedades anglosajonas.

En su obra Philanthropy Reconsidered (2009), George McCully, académico, inversor de impacto y divulgador de la cultura filantrópica, estableció una definición moderna y sintética de la filantropía: private initiatives for the public good, focusing on quality of life. Repárese ahora en la ubicación de esta definición en la taxonomía de agentes/objetivos propuesta en el párrafo segundo de esta entrada. Ahora, la filantropía es una institución que no solo tiene sentido en sí misma, sino que, lo que es más importante, da sentido a las restantes instituciones. Lo mismo que cada una de estas instituciones (sí, la corrupción también es una institución social, muy vieja, por cierto, ¿les suena eso de «hecha la ley, hecha la trampa»?) tiene sentido en sí misma y da sentido a las restantes. Como verán, la lista de «instituciones» (cada una distinta, no todas buenas) parece inagotable. Pero reparen en lo que sigue, puede que les intrigue.

La filantropía NO ES, ni el mercado, ni el estado, ni la corrupción. Y, fíjense hasta dónde podemos llegar, el estado NO ES el mercado, ni la filantropía ni la corrupción. El mercado NO ES el estado ni la filantropía, ni la corrupción. O, por fin, la corrupción (en el sentido amplio antes definida) NO ES el estado, ni el mercado ni, mucho menos, la filantropía.

¡Vaya hallazgo! Nos dirán ustedes. Y lo mismo decimos nosotros, ¿no, hermano? ¡Vaya hallazgo! Porque, resulta que mucha gente cree que el estado es la corrupción. Otros tantos creen que la corrupción es el mercado. Los hay, incluso, que creen que hasta la filantropía es la corrupción (será de las almas, digo yo). Quienes piensan que el estado, el mercado y hasta la filantropía, todo ello, es corrupción, parecen haberse extinguido hace tiempo.

La filantropía no consiste solo en donar dinero a una o más causas, también intervienen donaciones en especie, bien de tiempo dedicado a otros o de cualquier otro tipo de ayuda que no sea de las anteriores categorías («ayudar a otros» en lo que sigue). La filantropía de los «magnates», por otra parte, es enorme, pero la micro filantropía es increíblemente más masiva de lo que se piensa. Según la ONG Charities Aid Foundation, cuyo informe World Giving Index 2018 (datos de 2017) recoge datos muestrales (más de 160. 000 personas) de 146 países (más del 95% del PIB mundial), el 51,1% de la población mundial5 participa en actividades filantrópicas (ayudar a otros), el 29,1% dona dinero y el 21,1% dona su tiempo. Naturalmente, cualquier entrevistado puede reportar haber realizado varias de estas categorías de donación en el periodo captado en la encuesta (el mes precedente a la entrevista). Estas tasas son bastante estables en el tiempo, por cierto. La anatomía de estas donaciones es enormemente rica y variada, por género, edad, grado de desarrollo del país u otras características de la población. La micro filantropía es, pues, masiva en el mundo.

Como se mencionaba antes, los grandes filántropos constituyen la especie más mediáticamente destacada en este ecosistema. La UBS, un conglomerado bancario suizo, ha publicado recientemente el informe Global Philanthropy Report: Perspectives on the global foundation sector, elaborado por investigadores del Hauser Institute for Civil Society en la John F. Kennedy School of Government de la Universidad de Harvard. En este informe se identifican más de 260 mil fundaciones en 39 países, tan solo una porción (se indica en el propio informe) del universo fundacional en el mundo. Entre estas fundaciones se encuentran todas las grandes fundaciones que normalmente se citan en los medios. Los activos totales de estas fundaciones, sobre cuya base se realizan sus donaciones y operaciones anuales, ascienden (en cifras redondas) a 1,5 billones de dólares USA (lo que equivale a 1,1 veces el PIB español) y el gasto anual de todas ellas puede estimarse en un 10%, es decir unos 150 mil millones de dólares (unos 135 mil millones de euros). Es sorprendente la variedad de tamaños de estas fundaciones, aunque solo el 1% de las tratadas en el informe superan los 100 millones de dólares de activos. Los EE. UU. y, bastante más atrás, Europa, dominan en la muestra analizada. No es posible decir a ciencia cierta qué porción del universo fundacional queda recogida en el informe.

Entre la macro filantropía, la de los «magnates», y la micro filantropía, la de los individuos anónimos, se encuentra pues un impresionante conjunto de actores capaces de mover voluntades y recursos de todo tipo. Muchos pensarán que el trabajo realizado por la filantropía de todo tipo nunca podría reemplazar al de los estados en su implementación de los grandes programas del bienestar: la sanidad, la educación, las pensiones, o la protección al empleo y el desempleo. Pero a nadie se le escapará, tampoco, que las actividades filantrópicas, esas «iniciativas privadas para el bien común», hacen que la vida de los menos favorecidos sea sensiblemente mejor de lo que sería en su ausencia. Pocos desearían que la filantropía no formase parte de la sociedad a la que aspiran.

La filantropía, desprovista del rebozo religioso que la ha acompañado durante muchos siglos, ha vuelto a entroncar con sus raíces civiles originarias gracias al humanismo. En el siglo XXI, leyendo a McCully y valorando la ya ingente evidencia sobre su función en la sociedad, debe reconsiderarse la filantropía como la pata civil e imprescindible de la Sociedad del Bienestar.

La filantropía, pues, para responder a la pregunta implícita que da título a esta entrada, no es la caridad. Menos aún es esa caridad-bien-entendida-que-empieza-por-uno-mismo. Ah y, si bucean en la literatura anglosajona, don’t get lost in translation, la voz inglesa charity no significa (salvo excepcionalmente) caridad".



El economista José Antonio Herce



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