domingo, 14 de junio de 2020

[PARLAMENTO] Diario de Sesiones. Junio, 2020 (II)






Las Cortes Generales, conformadas por el Congreso de los Diputados y el Senado, representan al pueblo español. Ambas Cámaras ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban sus Presupuestos, controlan la acción del Gobierno y tienen las demás competencias que les atribuye la Constitución. 

Desde los enlaces de más abajo pueden acceder a los Diarios de Sesiones respectivos del Congreso de los Diputados y del Senado, y en su caso, de las Cortes Generales, tanto en su versión de texto como en vídeo. 

I. CORTES GENERALES
Sin sesiones

II. CONGRESO DE LOS DIPUTADOS
LUNES, 8 DE JUNIO
1. Grupo de trabajo para la Unión Europea. Vídeo
2. Grupo de trabajo de sanidad y salud pública. Vídeo
3. Grupo de trabajo de políticas sociales y sistemas de cuidados. Video
4. Comisión de trabajo, seguridad social, inclusión y migraciones. Diario y vídeo
5. Comisión de defensa. Diario y video

MARTES, 9 DE JUNIO
6. Grupo de trabajo de sanidad y salud pública. Vídeo
7. Grupo de trabajo para la reactivación económica. Vídeo
8. Comisión para la reconstrucción social y económica. Diariovídeo


MIÉRCOLES, 10 DE JUNIO
9. Sesión plenaria. Diario y vídeo

JUEVES, 11 DE JUNIO
10. Sesión plenaria. Diario y video
11. Comisión constitucional. Diariovídeo
12. Comisión  de sanidad y consumo. Diariovídeo
13. Comisión para la reconstrucción social y económica. Diariovídeo
14. Comisión  de asuntos económicos y transformación digital. Diariovídeo

VIERNES, 12 DE JUNIO
15. Grupo de trabajo de sanidad y salud pública. Video
16. Grupo de trabajo de políticas sociales y sistema de cuidados. Vídeo
17. Grupo de trabajo para la Unión Europea. Vídeo
18. Comisión de industria, comercio y turismo. Diariovídeo

III. SENADO
MIÉRCOLES, 10 DE JUNIO
18. Comisión de industria, comercio y turismo. Diario y vídeo

JUEVES, 11 DE JUNIO
19. Comisión de cultura y deportes. Diariovídeo

VIERNES, 12 DE JUNIO
20. Comisión de agricultura, pesca y alimentación. Diariovídeo

Desde los enlaces siguientes pueden acceder a las páginas electrónicas oficiales de las principales instituciones políticas nacionales, europeas y locales de Canarias. 

INSTITUCIONES NACIONALES

INSTITUCIONES EUROPEAS

INSTITUCIONES LOCALES CANARIAS
Parlamento de Canarias
Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria


Por último, desde estos otros enlaces pueden acceder a las agendas previstas para la semana próxima tanto en el Congreso como en el Senado, a la programación semanal de RTVE sobre las actividades oficiales del Rey y de las Cortes Generales, y desde este otro, al blog de estas últimas sobre el  40º aniversario de la Constitución





La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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[SONRÍA, POR FAVOR] Es domingo, 14 de junio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...

















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sábado, 13 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] El pueblo




Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la C.A. de Madrid (Getty Images)


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 

Los numerosos memes que circulan por la Red, -comenta en este último A vuelapluma de la semana [Como el populismo se apodera del pueblo. El País, 16/5/2020] el escritor y académico Juan Luis Cebrián- con la fotografía retocada de Isabel Díaz Ayuso en plan Madona de la Puerta del Sol o Nuestra Señora de Ifema valdrían para ilustrar, desde el sarcasmo, la tesis fundamental que Manuel Arias Maldonado defiende en su última obra: Nostalgia del soberano (Madrid, Los libros de la Catarata, 2020). A saber, que una corriente subterránea de contenido teológico o mítico circula por las alcantarillas de la democracia liberal. Consecuentemente, esta se ve de continuo amenazada por las muchas veleidades de quienes la predican, y aunque reconoce que el pluralismo está demasiado enraizado en nuestra sociedad, según él “asistimos a una pugna entre distintas tribus morales, algunas de las cuales son más propensas a demandar la acción expeditiva de un líder autoritario”.

El ensayo fue escrito antes de la implosión del coronavirus y comenta más bien las consecuencias de la crisis financiera de 2008. A partir de entonces se hizo evidente la erosión del prestigio de los regímenes liberales, acusados ahora de ser menos eficientes que los autoritarios en circunstancias adversas como las que vivimos. Desde mi punto de vista, y deduzco que también en opinión del autor, esta tendencia se ha incrementado con ocasión de la pandemia. La escalada del proteccionismo comercial, del populismo y el nacionalismo había comenzado antes de que los Gobiernos de todo el mundo impusieran en su lucha contra el virus la limitación y aun suspensión de las libertades individuales, también en los países llamados precisamente libres. A partir de la covid-19, y aunque se dulcifiquen las prescripciones sanitarias sobre confinamiento y circu­lación, es evidente que van a continuar creciendo las pulsiones autoritarias en detrimento del ejercicio democrático.

Arias Maldonado nos embarca en un recorrido intelectual, en ocasiones demasiado prolijo, que circula por un itinerario anunciado desde las primeras páginas del libro: la idea de soberanía, encarnada según el imaginario de las gentes en la existencia autónoma de un poder prácticamente sin límites, se encarna no solo en la figura periclitada de los reyes absolutos, sino también en las aspiraciones más o menos revolucionarias que tratan de ejercer el mando de forma unitaria en nombre de una supuesta voluntad popular. Semejante reivindicación, exhibida con fuerza en los años recientes, conserva en su opinión “un resabio de omnipotencia”. En realidad, el concepto mismo de soberanía nunca habría dejado de tener connotaciones teológicas, y todo el constructo liberal, empeñado en la separación de iglesias o sectas respecto al gobierno de los pueblos, no ha hecho más que repetir comportamientos y creencias encarnadas en una especie de religión laica. Desde ese punto de vista, la République francesa padecería de las mismas aspiraciones por la trascendencia que el misterio de la Santísima Trinidad. En cualquier caso no me cabe duda de que cuanto mayor es el éxito de una formación política, más aspira su dirigencia a entronizar a un líder carismático, una especie de sumo sacerdote venerado por su seguidores. Esto es muy visible incluso en el comportamiento de los ministros de Pedro Sánchez, en cuyas frecuentes comparecencias públicas para dar cuenta de su gestión menudean las alusiones y reconocimientos al presidente, pues todo se hace, se obtiene, se logra y se predica en nombre de él, que ha asumido toda la responsabilidad de las decisiones en la lucha contra la pandemia. Toda la responsabilidad implica también todo el poder, algo que no existe ni puede existir en democracia, y que nos retrotrae a la imagen del absoluto soberano.

Singularmente interesantes a este respecto son las páginas que Manuel Arias dedica al escrutinio de los comportamientos populistas en pleno siglo XXI. Por un lado pone de relieve que uno de sus rasgos es resaltar “la contraposición entre un pueblo virtuoso y una élite corrupta que ha puesto la democracia al servicio de sus intereses”, pervirtiendo así la idea de un gobierno por y para el pueblo. La táctica de Podemos para encaramarse al poder denunciando la existencia de una “casta” no es pues nada original. Responde a la necesidad perenne de todo movimiento populista de encontrar un enemigo que concite la animadversión de quienes se sienten desprotegidos ante el sistema. Llevado al extremo, da lo mismo que se trate de los judíos, de los fascistas, de los comunistas o de los bancos. Alguien tiene que encarnar la amenaza a la voluntad popular, aunque la existencia de un pueblo unido como tal es un imposible en cualquier sociedad abierta, que protege las libertades individuales y promueve las diferentes identidades y aspiraciones de distintos grupos. Frente al cosmopolitismo democrático, los populistas necesitan predicar la unidad popular, solo presente en la encarnación abusiva de quien ejerce el poder. Citando a Jan-Werner Müller, politólogo alemán y catedrático en Princeton, “el populista sostiene que solo una parte del pueblo constituye el pueblo”. Es la misma frontera que traspasó nada sutilmente el presidente del Gobierno español cuando insistió después de las elecciones de noviembre en que el pueblo se había expresado con contundencia: “Los ciudadanos fueron claros y quieren que gobierne el Partido Socialista. No hay alternativa”. Pronunció estas palabras después de haber perdido 800.000 votos respecto a las elecciones anteriores y obtener el apoyo del 28% sobre el voto emitido y apenas un 20% del censo electoral. Ese 20% era por lo visto la voz del pueblo.

La épica del poder soberano empuja ahora a nuestras sociedades, movidas por el miedo, al nacionalismo y el estatismo. En ese ambiente, Arias Maldonado se pronuncia sin ambages en favor de defender los procedimientos del sistema liberal frente al decisionismo populista. Esperemos que su voz no clame en el desierto".







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[DE LIBROS Y LECTURAS] Sobre la vida normal





"En las largas semanas de confinamiento, escribía el mayo pasado el historiador y crítico literario Rafael Núñez Florencio [Todos los caminos conducen a uno mismo. Revista de Libros] surgió en varias ocasiones en charlas telefónicas con los amigos la cuestión de qué añorábamos más de lo que todos dimos en denominar vida normal, o sea, la anterior a la pandemia. Para mí, lo primero, como le pasaba a la inmensa mayoría, era la relación afectiva directa y sobre todo táctil —abrazos, besos— con los seres queridos que residían en otra ciudad o simplemente otro barrio distante. En lo segundo, me temo, tampoco era excesivamente original: como la mayor parte de mis compatriotas, echaba mucho de menos la sociabilidad en torno a la barra de un bar o una agradable cena en un acogedor restaurante. El tercer puesto de la lista lo ocupaba una actividad que antes del encierro parecía trivial o irrelevante: pasear. Me refiero al hecho elemental de salir de casa, a menudo sin rumbo fijo, solo para estirar las piernas y despejar la mente después de varias horas frente a un libro o el ordenador. En otras ocasiones, el paseo —si así puede llamársele— era más premeditado, pues se trataba de partir con tiempo y sustituir el metro o el autobús por una caminata al dirigirme a mi lugar de trabajo o una cita. Ahora, en la cuarentena, costaba trabajo concebir que de golpe y porrazo tuviésemos vedado o al menos restringido algo tan simple como pisar libremente la calle. Ya nos lo habían advertido los filósofos desde la antigüedad grecorromana: la vida humana se compone de pequeñas cosas tan imprescindibles como poco valoradas… ¡hasta que las perdemos!

Solo entonces, como rebobinando nuestros recuerdos, somos conscientes del cúmulo de sensaciones agradables que contienen actos banales. En mi caso, y volviendo al momento mismo de traspasar el portal, sentir en la cara el frescor o la calidez del ambiente exterior, mientras los ojos se acostumbran, como desperezándose, a la claridad circundante; luego, en cuestión de pocos segundos, suelen llegar los efluvios del parque cercano, el rumor de los pinos y los castaños de India y. a veces, si hay suerte y es por la mañana temprano, el aroma fresco de la hierba recién cortada por los jardineros. Confieso que nunca, hasta ahora, había sido consciente de estas menudencias. Buscando atenuar esta imprevista nostalgia seleccioné de mi biblioteca un pequeño volumen que había comprado hace varios meses y cuya relación con todo lo expuesto no van ustedes a tardar en advertir: Elogio del caminar de David Le Breton (traducción de Hugo Castignani, ediciones Siruela). Lo adquirí en su momento porque había leído otra obra de Le Breton que me había gustado, El silencio (ediciones Sequitur), pero después, como pasa muchas veces, se impusieron otras prioridades y el opúsculo quedó varado en los anaqueles de mi biblioteca, acaso perdido para siempre de no haber irrumpido la crisis sanitaria y el confinamiento.

Lo primero que quiero consignar es que en su momento, cuando me fijé en este librito de Le Breton, me llamó la atención el puñado de obras que se habían publicado estos últimos años sobre esa misma materia o aledañas (y me limito exclusivamente al mercado editorial español). Sin ánimo de ser exhaustivo y tan solo a título informativo para el lector que tenga interés en el asunto, podría citarles, aparte, naturalmente, de la obra de Le Breton, Caminar. Las ventajas de descubrir el mundo a pie de Erling Kagge (Taurus), Wanderlust. Una historia del caminar de Rebecca Solnit (Capitán Swing) y dos clásicos con el mismo título de Caminar, obras de William Hazlitt y Robert Louis Stevenson (Nórdica) y Henry David Thoreau (Interzona), respectivamente. Si ampliamos la perspectiva para incluir el paseo, tan indisociable de lo anterior, no me resisto a incluir Un paseo por el bosque de Bill Bryson (RBA) y Filósofos de paseo de Ramón del Castillo (Turner). Como ven, el tema me resulta lo suficientemente atractivo como para rastrear la bibliografía existente pero, con todo, no les quiero engañar, mi conocimiento del asunto no traspasa el nivel de mero diletante. Por ello no está mal recordarles que esto que están ustedes leyendo no es ni pretende ser una reseña ni mucho menos un estado de la cuestión: me limito, en los párrafos que siguen, a compartir mis impresiones desde una perspectiva personal, sin sujetarme a un esquema analítico convencional.

Desde las primeras páginas de su breve obra, Le Breton insiste en que hoy por hoy, «en el contexto del mundo contemporáneo», la determinación de caminar supone una forma de nostalgia o resistencia. Vagar, dice, no puede ser considerado más que un anacronismo «en un mundo en el que reina el hombre apresurado». En efecto, todo nos compele a usar otros medios más rápidos o aparentemente más cómodos, en especial el automóvil, el tren o el avión. Viajar es, la mayor parte de las veces, salvar la distancia que nos separa del lugar al que queremos ir. Incluso los circuitos turísticos suelen organizarse condensando las supuestas experiencias viajeras, ver lo máximo en el menor tiempo, como ya apuntaba aquella película de feliz título, Si hoy es martes, esto es Bélgica. La condición humana se ha convertido en «condición sentada o inmóvil». El desarrollo de las nuevas tecnologías no ha hecho más que incentivar esta tendencia, no solo porque su uso refuerza el sedentarismo sino además porque, en el mundo de las conexiones digitales, el cuerpo o la materialidad en su conjunto viene a ser un lastre o un estorbo en la medida en que no resulta susceptible de transformación, como la realidad virtual. Así, los cuerpos devienen simplemente perfiles. Sin necesidad de extremar el argumento, Le Breton señala un rasgo característico de nuestra era, la proliferación de imágenes que suprimen las piernas: el hombre contemporáneo es casi siempre un hombre sentado, ya sea por ejemplo conduciendo un automóvil o como busto parlante en las pantallas.

Como ya descubría el propio título del ensayo, el autor nos incita a llevarle la contraria a esta tendencia del mundo que vivimos. Caminar no es simplemente un medio sino un «rodeo para reencontrarse con uno mismo». O también, ¿por qué no?, caminar no es un medio porque se convierte en un fin en sí mismo. Al caminar no vamos, sino que misteriosamente nos dejamos llevar. Por eso el vagabundeo se hermana con el silencio, con el que tiene tanto en común: «El silencio es el fondo del que debe nutrirse quien camina a solas». Pasear y callar parecen dos caras de la misma moneda. Ambos nos permiten desconectar de las exigencias del mundo exterior para sumergirnos en nosotros mismos. De hecho, es difícil concebir uno sin el otro. Es verdad que se puede pasear en compañía, de la misma manera que es posible pasear conversando, pero el caminar genuino que defiende Le Breton es una actividad solitaria y silenciosa. Incluso cuando se trata de un largo viaje, el peregrino se echa a la espalda una mochila con lo indispensable y tira hacia delante sin nadie más que su propia sombra, sumido en sus cavilaciones y recuerdos, con sus sentidos abiertos para dejarse penetrar por el conjunto de impresiones del mundo. De este modo el caminante se hace rico solo en tiempo —«él es el único propietario de sus horas»—, pero esta riqueza resulta ser la más importante de todas. El viajero solitario no tiene que rendir cuentas a nadie. En lo que a mí concierne, modestamente, siempre he considerado que pasear era la mejor manera de estar solo sin tener que dar explicaciones a nadie.

El caminante silencioso mueve sus pensamientos casi al compás de sus piernas. Queda implícito en las consideraciones anteriores: pasear significa también meditar. Hay incluso una larga tradición en la filosofía occidental que vincula el movimiento o incluso el vagar sin rumbo fijo con la agudeza mental y la creatividad. Desde Aristóteles, han sido mucho los genios que han encontrado en el paseo la fuente de inspiración. En estas páginas que comento se cita a Kierkegaard: «Mis pensamientos más fecundos los he tenido mientras caminaba». Y también se dice que «en 1802, el filósofo alemán Schelle, amigo de Kant, escribe un corto tratado sobre el paseo considerado como un arte». Comparto el planteamiento porque desde que era adolescente el caminar sin rumbo fijo ha sido para mí el medio natural para despejar la mente e incluso para que surgieran las ideas más satisfactorias. Le Breton, por su parte, apunta que el deambular durante horas o, al menos, sin atenerse a pautas fijas o requerimientos convencionales, procura continuos momentos propicios para la meditación: «El sueño de una noche sin techo es también una formidable invitación a la filosofía, a la reflexión ociosa sobre el sentido de nuestra presencia en el mundo». En realidad no hace falta ponerse trascendente, pues de lo que se trata muchas veces es simplemente de dar rienda suelta a las sensaciones o emociones más íntimas, desatadas por unos estímulos eficaces: «una fuente que se abre paso entre las piedras, el canto de una lechuza, el salto de una carpa sobre la superficie de un lago, la campana de una iglesia al caer la tarde, el crujir de la nieve bajo nuestros pasos, el crepitar de una piña bajo el sol».

Por cuanto modula el tiempo y ensancha el espacio, contemplar el mundo a pie significa también acomodarse al ritmo de las piernas y con ello retomar la perspectiva humana, en contraposición a la ruptura del espacio-tiempo tradicional que han supuesto las máquinas y el desarrollo tecnológico. Lejos de mí, sin embargo —y en esto me parece que me distancio del tono del autor del libro—, edificar sobre todo ello una mitología alternativa, una concepción del caminar como una especie de panteísmo sui generis o, sin llegar a tanto, una concepción mística del caminar como ascesis, una comunión mística con la naturaleza en la línea de los Thoreau y los teóricos tan caros al ecologismo como ideología política. Hay un capítulo, titulado «Espiritualidades del caminar», en el que se enfatiza la conversión del camino en «camino iniciático», se habla del transitar por la naturaleza como la conversión del desafío físico en «desafío moral» y se defiende, en fin, que «muchas rutas son travesía del sufrimiento, que nos acercan lentamente a la reconciliación con el mundo». Me parece bien, pero en lo que a mí respecta me conformo con una versión mucho menos sublime de la pulsión andariega. Sinceramente, no necesito transitar por esa vía del esfuerzo redentor. Tampoco necesito emular a los exploradores que admira Le Breton, aquellos que se empeñaron en llegar a Tombuctú o descubrir las fuentes del Nilo arrostrando un sinfín de penalidades. Si andar, como antes decíamos, es reencontrarse con la perspectiva humana, seamos coherentes y adaptemos la marcha a los límites humanos.

Al fin y al cabo, se trata de algo tan sencillo en mi opinión como disfrutar del paseo. No hace falta imponerse grandes retos sino más bien todo lo contrario, descargarse de imposiciones y abandonarse al placer de caminar. No son necesarios por ello selvas inexploradas ni mundos exóticos, escalar picos inaccesibles o descender hasta cuevas insondables. Es innegable que siempre presenta más atractivo enfrentarse a una cartografía desconocida, pero también puede resultar suficiente y gratificante cualquier espacio familiar: mi ciudad, mi barrio, el parque cercano a mi domicilio. Yo, por lo menos, no necesito más. Me siento por ello completamente identificado con el planteamiento del capítulo dedicado al «caminar urbano». Aunque no viva en París, yo también me siento un flâneur que «camina por la ciudad como lo haría por un bosque: dispuesto al descubrimiento». El autor habla aquí del «cuerpo de la ciudad» y de cómo uno se sumerge en él oyendo, viendo, sintiendo y aspirando. Retomando lo que decíamos al principio —y así cerramos el círculo de esta reflexión— creo que debería añadirse en este punto la capacidad del paseante para canalizar todas esas impresiones visuales, auditivas y olfativas hacia lo más profundo de sí mismo, porque ahí es siempre donde confluyen todos los caminos".



El historiador Rafael Núñez Florencio


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SONRÍA, POR FAVOR] Es sábado, 13 de junio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...




















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viernes, 12 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Lutos



Crematorio del Cementerio Sur de Madrid. Europa Press


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 

Los que no pudieron acompañar a sus muertos habrán experimentado el mismo dolor que el mito de Antígona refleja, comenta en el A vuelapluma de hoy [El síndrome de Antígona. El País, 28/5/2020] el escritor Jesús Ferrero.

"Antígona es un mito que oculta en su textura una mordiente ironía -comienza diciendo Montero-. Morir por salvar una vida tiene su lógica, pero no parece tenerla morir por enterrar a alguien, y sin embargo la tiene, pues el entierro y el duelo son, además de ceremonias, procedimientos psicológicos necesarios. Entre los antiguos griegos el duelo solía durar tres días regidos por el silencio, que ayudaba a internalizar la figura del muerto. Tras el duelo se celebraba un banquete, que tendía a ser muy alegre.

El proceso por el que pasa Antígona ilustra perfectamente tanto las vicisitudes de un duelo como las perturbaciones por no llevarlo a cabo. A Antígona le obsesiona el hecho de que su hermano Polinices permanezca insepulto en el lugar donde fue abatido, a merced de las aves carroñeras. Lo imagina suplicando un poco de piedad desde las dimensiones de la muerte. Los griegos participaban de la creencia, muy común en la antigüedad, de que los muertos que no habían sido enterrados se convertían en almas errantes. Ha pasado el tiempo, pero en muchos aspectos seguimos fieles a esa creencia, y por eso es fácil entender el sufrimiento de los que no encuentran los cadáveres de sus muertos: la tragedia de la familia de Marta del Castillo. ¿Dónde está Marta? Hasta que no encuentren su cadáver será un alma errante y sin cobijo. Los responsables de provocar y mantener ese sufrimiento desmedido merecen lo peor y tienen el alma mucho más negra que la desesperación de los que anhelan su descanso en una tumba con nombre y con fechas.

En la Antología Palatina, que además de ser un poemario es una colección de epitafios, encontramos poemas muy significativos. Siempre me acuerdo de los versos que nombran a un joven marino llamado Tarsis, que se sumergió para soltar un ancla que se había quedado enganchada en una roca, y que tuvo un destino muy singular, pues fue enterrado tanto en la tierra como en el mar, al ser en su mitad devorado por un cetáceo, de forma que una parte de su cuerpo se quedó bajo el agua y otra parte descansó bajo la tierra. Los caminantes que leían el epitafio de Tarsis se veían enfrentados a una paradoja trágica. ¿El cuerpo entero de Tarsis había conquistado el descanso eterno o solo su mitad? Las creencias religiosas pueden ser muy irracionales, pero las suele guiar una lógica de la contradicción que hiela el corazón.

Volvamos a Antígona. En parte porque se trata de una obra en la que Sófocles desplegó toda su sensibilidad lírica y trágica, creando un tejido dramático muy consistente, con personajes bien trazados y líneas de fuerza llenas de electricidad y de sentimiento, ha llegado hasta nosotros intacta y resplandeciente, y suele estar muy en boga en épocas bélicas y en períodos castigados por alguna epidemia. No es de extrañar que en plena Guerra Civil, Salvador Espriu concibiese una sublime versión de Antígona. Cuando se aborda la problemática de Antígona es fácil recurrir a los lugares comunes sobre la ley humana y la ley natural, dos entelequias que pueden propiciar mucha retórica vana. Resulta más esclarecedor atender a la urdimbre psicológica de la obra y sumergirse en las pesadillas que devastan la conciencia de Antígona. No es que la princesa tebana decida seguir la ley del corazón incumpliendo las órdenes del tirano Creonte, que es además su tío. Lo que le ocurre a Antígona es inseparable de nuestras relaciones con la muerte. Todo difunto tiene un doble entierro: el que se lleva a cabo cuando lo colocamos bajo tierra, y el que se va desarrollando en nuestra cabeza, y es bueno que ambos entierros coincidan en el tiempo. Cuando el primero no se da, el segundo tampoco, y el muerto se convierte en un fantasma peligroso, que vendrá a visitarnos en la duermevela.

En los últimos tiempos, regidos por leyes despiadadamente económicas, se ha tendido a descuidar el duelo y a no darle importancia. Tal proceder se debe, entre otras cosas, al rechazo cada vez más patológico que nos provoca la muerte, normalmente ausente de todos los discursos de ahora, y uno se pregunta si negar la muerte no implica también negar la vida. Pasar por alto el duelo solo provoca trastornos psicológicos, de muy hondo calado, pues no acabamos de enterrar al muerto nunca, y caemos de verdad en el síndrome de Antígona, como han debido de caer los familiares de las víctimas de la epidemia.

Los que no pudieron acompañar a sus muertos en su última hora habrán experimentado el mismo dolor que Antígona, cuando desde el corazón del sueño el fantasma de su hermano acudía a ella y le decía que no quería convertirse en un alma errante y que solo ella podía propiciarle el descanso eterno con sus manos, sus lágrimas y su afecto. Es una forma de verlo, la otra, más definitiva, sería pensar que es ella la que no puede descansar, y ella la que ni está viva ni está muerta hasta que no entierre de verdad a su hermano. En tiempos como los que corren, entendemos su situación y su postura mejor que nunca".







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[NUESTRA EUROPA] Compromiso de todos







Europa tiene que decidir qué papel quiere jugar en la nueva realidad mundial. Antes ser Europa era suficiente, hoy no, afirmaba [La UE, compromiso de todos. ABC, 11/5/2020] la eurodiputada y portavoz del PP en el Parlamento europeo, Dolors Montserrat. 

"Los europeos nos enfrentamos a una situación inédita en nuestras vidas -comienza diciendo Montserrat-. Es la peor crisis en nuestro continente desde la Segunda Guerra Mundial: miles de vidas perdidas y millones de puestos de trabajo esfumados en apenas unas semanas. Perdemos la generación de nuestros padres y se trunca el futuro de nuestros hijos.

De las cenizas de 1945 Europa renació y lo hizo con una prodigiosa visión de futuro y con los firmes valores que representaban los Padres Fundadores de la Unión Europea, los Monnet, Adenauer, De Gasperi o Schuman. La conmoción de la guerra condujo al rechazo de los viejos nacionalismos y a la unión de los intereses económicos como paso previo a un encuentro entre comunidades. En las palabras que pronunció el entonces ministro de Asuntos Exteriores francés, Robert Schuman, un 9 de mayo de hace 70 años, hallamos el inicio del proyecto más ambicioso y exitoso de la Historia: la Unión Europea. En aquella Declaración había un llamamiento a aprender de las lecciones del pasado y a construir un futuro de libertad y solidaridad.

Aquella unión se fue perfeccionando, fue encontrando nuevos peligros y los superó prácticamente todos. No obstante, los últimos años han puesto realmente a prueba las instituciones comunitarias. La crisis financiera de 2008 puso en riesgo la moneda común, el euro. Generó una espiral de desconfianza entre el Norte y el Sur. Alimentó los populismos de todos los signos y uno de ellos golpeó a la Unión Europea donde más duele, haciendo reversible el proceso de integración con la salida del Reino Unido.

Pero nos sobrepusimos. El caso español fue paradigmático. Al borde de un rescate a la griega o a la portuguesa, el Gobierno de Mariano Rajoy y la sociedad sacaron adelante la economía española, con reformas y esfuerzo y pusimos a nuestro país en marcha de nuevo, sin victimismo, ni tentaciones euroescépticas -más allá de algún nacionalismo secesionista-.

Ahora esta pandemia es la primera crisis de la globalización y ha dado la vuelta al mundo en tan solos 115 días, poniéndonos a todos a prueba, no solo a la Unión Europea. Esta crisis imprevista produce una gran incertidumbre pero es una oportunidad obligatoria. Se lo debemos a la memoria de los miles de ciudadanos europeos que han fallecido. La solución no está en el enfrentamiento entre unos países y otros, sino en la unión. Este virus nos ha afectado a todos por igual sin distinciones y solo actuando como un «todo» podremos revisar nuestro proyecto y fortalecer la Unión Europea.

Si todo está cambiando, todo tiene que cambiar. Europa tiene que decidir qué papel quiere jugar en la nueva realidad mundial. Antes ser Europa era suficiente, hoy no. Los enfrentamientos entre EE.UU. y China después del Covid serán más duros, lo que genera una oportunidad protagonista para la UE. Europa posee algo que ninguno de estos dos países tiene: nuestros valores fundacionales. La libertad, la igualdad, la solidaridad y el progreso económico nos pueden dotar de mayor auctoritas y potestas para ser útiles y eficaces a nivel mundial.

Debemos revisar el espacio de las soberanías nacionales para ganar en una soberanía conjunta mayor. Por ello debemos hacer la transición de la era analógica a la digital, y Europa debe transformarse antes de que sea demasiado tarde y la brecha resulte insalvable. El Covid supone un acelerador de la nueva realidad.

Debemos reindustrializar Europa. Debemos apoyar a todos los sectores económicos. Hace años deslocalizamos nuestra producción industrial por sus costes pasando a depender de terceros países y, en momentos de crisis, lo hemos pagado muy caro. Debemos aprovechar el liderazgo de la UE en el mundo para luchar contra el cambio climático apostando por una economía circular y sostenible. Y si queremos una Europa unida necesitamos una educación común: es imprescindible recuperar la educación en el saber, que ha sido sustituida por la educación del acceder. El individuo, lejos de poseer el conocimiento, lo obtiene de unas plataformas que provocan un pensamiento acrítico, elevando a categoría de cierto aquello que en ellas se dice. Sea o no sea cierto.

Devolvamos a los ciudadanos el orgullo de pertenencia a la UE. Konrad Adenauer concluyó que «en aras de la paz y el progreso, tenemos que crear una Unión Europea, y así lo haremos». Y así fue. Hoy, nosotros los europeos, tenemos la obligación moral de cuidar ese legado y mejorarlo para las próximas generaciones. Firmemos un pacto de solidaridad entre generaciones para construir una Europa más moderna, más resiliente, más segura y más solidaria".






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Entrada núm. 6107
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