sábado, 21 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] In porno veritas



La ex actriz porno Mia Khalifa


El autor del artículoFerrán Caballero, profesor de Filosofía,  reflexiona sobre la naturaleza de la pornografía y critica a quienes la denuncian como violenta explotación de la mujer. 

La discusión sobre el topless en las piscinas públicas, comienza diciendo Ferrán Caballero, en seguida dio paso a la prescripción del topless entre niñas preadolescentes. Se trataba, según leí, de evitar que el bikini de dos piezas erotizase el pecho femenino. Cabe preguntarse por qué.

La preocupación no venía de la mirada que ese pequeño e inútil sujetador pudiese suscitar en el bañista sino de la actitud que fomenta en las niñas. Se trataba, se trata, de educarlas para que conciban sus pechos en plena igualdad con los pechos masculinos. Sin carga erótica suplementaria. Es el mismo principio que alienta la campaña free the nipple contra la censura y por la libre exhibición del pecho femenino en las redes sociales. También esta campaña insiste en la comparación con el pecho masculino, demostrando hasta qué punto buena parte del feminismo ha hecho suya la convicción, asumamos que católica, de que lo erótico debe mantenerse oculto. Se permite e incluso se reivindica la libre exhibición del pecho femenino, pero a condición de deserotizarlo. Es una concepción equivocada tanto de lo erótico como de lo libre.

De entrada, porque los pechos no pueden (des)erotizarse a conveniencia de la última moda ideológica. Los pechos son eróticos por naturaleza. Han evolucionado para ser más grandes que los de nuestros lejanos parientes, precisamente para ser más atractivos para los hombres. Para ser indicadores de madurez sexual. Cuando se da, claro. Cuando todo lo que se da es una niña que insiste en llevar el sujetador del bikini, lo único que señalan es una niña que quiere parecer mayor. Cuando lo que se da es una madre empeñada en politizar el asunto, lo único que tenemos es una madre que quiere que las niñas sigan siendo niñas, quién sabe hasta cuándo.

Después, porque se percibe lo erótico como algo que esclaviza a la mujer y la convierte en objeto sexual al servicio del hombre. Esta es una visión muy pobre tanto de la naturaleza de eros como del hombre y que en pocos asuntos se hace tan manifiesta como en la discusión sobre la pornografía. Lo hemos vuelto a ver en reacción a una entrevista en la BBC a Mia Khalifa, ex actriz porno americano-libanesa, retirada y arrepentida, que se hizo famosa por rodar unas escenas con velo.

La entrevista es interesante por su denuncia de la industria y debería servir como advertencia a cualquier joven que, como ella, pretenda "hacer porno como su pequeño y sucio secreto". Pero todos sabemos que los debates sobre la industria suelen ser excusas para denunciar la pornografía y su naturaleza supuestamente violenta, explotadora y sexista. Por eso, aunque Khalifa asume "al 100%" la responsabilidad de sus errores, sus defensoras hacen con ella como suelen hacer con prostitutas e incluso azafatas: les niegan la libertad en nombre de la liberación. Si no pueden aceptar que estas mujeres sean libres es porque no pueden reconocerse en sus decisiones. Es un razonamiento equivocado pero comprensible, porque aunque la libertad propia parece evidente en la duda y en el arrepentimiento, la de los demás es siempre misteriosa. Uno puede explicar cualquier conducta del prójimo, como mal hacen ellas, como el resultado lógico y necesario de presiones sociales, prejuicios, etc. Y es así, con este paternalismo metafísico, como suelen hablar del porno, del que tienen una visión tan negativa que les resulta inconcebible que nadie en su sano juicio se dedique a él voluntariamente. Es algo que sólo explicarían el trauma o la coacción.

Es una postura tan injusta con el porno como con sus actores. Porque, contra quienes lo denuncian como violenta explotación sexual de la mujer, lo que muestra la mayoría de las escenas no es tanto el poder de la violencia masculina como su límite. Es habitual ver al hombre sobrepasado y a merced de unas pulsiones y de unas mujeres que es incapaz de controlar. E incluso en esas escenas violentas tan denunciadas, lo que empieza como agresión masculina suele terminar en una subversión de la relación de poder y en la restauración de la normalidad de la relación sexual, donde también la mujer satisface sus bajas pasiones y sus oscuras fantasías. El hombre que usa la violencia como último recurso para satisfacer sus impulsos se descubre ante una mujer deseosa y segura de sí misma y en una situación en la que se sigue haciendo lo que a ella le da la gana.

La libertad de las mujeres será invisible, pero su liberación es, de hecho, el argumento (implícito) de casi todas las escenas, donde la protagonista actúa descaradamente en contra de lo esperado, lo prohibido y lo establecido ante la estupefacción de todas y cada una de las figuras que se pretenden de autoridad. Principalmente, claro está, las masculinas. En pocos ámbitos es tan ridículo hablar de sexo débil como en este, donde es precisamente a través del sexo que la mujer toma el poder. En esto el porno es subversivo, y precisamente a esta subversión le debe Mia Khalifa su fama. El velo no hacía más que teatralizar la liberación, ¡antipatriarcal!, ante todo aquel que no finja ignorar la relación entre el velo islámico y la conducta sexual que se espera, que se exige, de sus portadoras. Es algo que no ignoraron los islamistas que la amenazaron y que no deberían ignorar las feministas que ahora pretenden defenderla.

Es algo que tampoco debería ocultarse cuando se discuten los efectos, digamos pedagógicos, de la pornografía. El porno no es más que caricatura de la naturaleza un poco grotesca y profundamente tragicómica de la sexualidad humana, y por eso las expectativas y frustraciones que genera sobre la vida sexual son sólo tan graves como las que generan las comedias románticas sobre el amor. Son las inevitables frustraciones de madurar para descubrir que ni el mundo ni las mujeres están obligados a satisfacer nuestros anhelos.

Es una lección desagradable y es normal que no quieran verla. Es la lección que tanto le costó aprender a Khalifa y que consiste en descubrir que la tan ansiada libertad tiene precio y unos efectos a menudo inesperados e indeseables. El intento de deserotizar los pechos no es más que un intento de infantilizar, de negar la naturaleza para olvidar que el verdadero peligro no viene de lo erótico o lo patriarcal sino de la inexorable impotencia de la libertad. Antes se entendía el topless, el free nipple, como un acto de empoderamiento de la mujer, que se exhibe libre y segura de sí misma, conocedora del efecto que provoca en los hombres y del poder que le confiere sobre ellos. Ahora se empeñan en deserotizar, en convertir a mujeres adultas en inocentes niñas que corretean en tetas por la playa, sin entender que eso las deja sin dominio sobre su cuerpo, su libertad y su poder.





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[ARCHIVO DEL BLOG] Visiones de la política (Publicada el 3/1/2009)



El profesor Thomas Sowell


Preguntarle a nuestros líderes políticos locales que si leen a Friedrich Hayek, Milton Friedman, Isaiah Berlin, John Rawls o Francis Fukuyama, por mencionar únicamente a algunos de los pensadores políticos contemporáneos que se citan profusamente en el artículo que comento, parece más ingenuidad que otra cosa. A ellos, desde luego, no creo que les parezca necesario, aunque si lo hicieran quizá, sólo quizá, nos evitaríamos espectáculos tan lamentables como los que nos ofrecen a diario. Por citar un último, el del presidente del Parlamento de Canarias, Antonio Castro (CC-ATI) pidiendo la prohibición de la entrada de inmigrantes en Canarias (¿de dónde o de quiénes?, señor presidente) y el control del índice de natalidad de las mujeres canarias (aunque no explica si eso se haría por la fuerza -como en China-, la persuasión, o mediante alicientes económicos, por ejemplo, con ayudas a las que "menos" hijos, o ninguno traigan al mundo y penalizando a las familias numerosas). Toda una lumbrera política el caballero...

Más posible, aunque difícil de evaluar, es que les suenen los nombres de otros pensadores políticos contemporáneos, ya archivados en el baul de los recuerdos, como Karl Marx (al que todos citan pero ninguno ha leído),o John Maynard Keynes (ahora redescubierto y añorado por los mismos que llevan detestándole desde hace medio siglo). Y por supuesto, seguro que les suenan muy muy lejanos, si es que han oído hablar de ellos y no piensan que eran seres mitológicos, los nombres de Rousseau, Voltaire, Smith, Burke, Condorcet, Godwin, Paine, Robespierre, D'Holbach, Hamilton, Jefferson, Tocqueville o Monstesquieu, todos ellos protagonistas de la Ilustración, que a lo largo del siglo XVIII dieron forma a la idea de lo que hoy son las democracias modernas, siguiendo la estela que veinte siglos antes iniciaron Platón y Aristóteles. Sería mucho pedir, ya lo se... Y ya sabemos todos que los Reyes Magos no existen.

El artículo que comento está escrito por el economista Luis M. Linde, y lo publica Revista de Libros, en su número 144, correspondiente al pasado mes de diciembre. Se titula "Los occidentales y sus visiones políticas", y lo pueden leer en su formato original en el enlace inmediatamente anterior. 

Para el profesor Linde, la tesis central del libro "A CONFLICT OF VISIONS. IDEOLOGICAL ORIGINS OF POLITICAL STRUGGLES", de Thomas Sowell, profesor de Economía, asociado a la Hoover Institution de la Universidad de Stanford (California) desde 1980, y reeditado por Basic Books, de Nueva York, en 2007, (hay una edición en español de Gedisa, Buenos Aires, 1990, con el título "Conflicto de Visiones"), es la de que las luchas políticas de los últimos dos siglos -especialmente entre capitalismo y socialismo, o entre democracias liberales y dictaduras autocráticas o de partido- componen un bosque, en el que sus árboles, aparentemente tan variados, pertenecen, en realidad, sólo a dos especies –aunque hay ejemplares híbridos–, y que para entender lo que hay en ese bosque, cómo se desarrollan y crecen los árboles, cómo compiten unos con otros, hay que entender la naturaleza de esas dos únicas especies y de las raíces que sustentan el bosque entero.

Para Sowell, dice Linde, en el origen de las luchas políticas desarrolladas, primero, en Europa y, después, en todo el mundo desde finales del siglo XVIII, están las que el profesor norteamericano denomina visión "constrained" ("restringida", "condicionadas", también con significado de "trágica", "pesimista"), y la visión «unconstrained» ("no restringida", "utópica", "optimista" o "tradicional"). Las visiones son, según Sowell, como «mapas» que nos ayudan a transitar por la realidad, a superar nuestras perplejidades. Las visiones políticas «no son sueños, ni esperanzas, ni profecías, ni imperativos morales, aunque cualquiera de tales cosas pueda surgir de una visión determinada. Una visión es un sentido de causación» y, por ello, las visiones son el fundamento sobre el que se construyen las teorías. Las visiones acerca de la sociedad y su funcionamiento, además de inspirar pensamiento y acción política, son importantes en sentido individual porque nos ayudan a formar opiniones y adoptar posiciones en materias en las que somos ignorantes.

La discusión política en la que, para Sowell, se sustanciaron las dos visiones opuestas que han llegado hasta hoy se desarrolló en las últimas cuatro décadas del siglo XVIII y sus principales protagonistas fueron cinco, ahora diríamos, «intelectuales»: Rousseau, el más viejo de todos ellos (1712-1778), Adam Smith (1723-1790), Edmund Burke (1729-1797), Antoine-Nicolas Condorcet (1743-1794) y William Godwin (1756-1836), el más joven, que publicó su aportación principal, su "Enquiry Concerning Political Justice", en 1793, aunque Thomas Paine había publicado, en lo que ya eran los Estados Unidos de América, en 1791, "The Rights of Man", anticipándose a varias de sus ideas. Sowell considera a Rousseau, Condorcet y Godwin los principales exponentes de la visión utópica, y a Smith y Burke los principales exponentes de la visión tradicional. Otros políticos, escritores y «filósofos» participaron en este gran debate: puede citarse, en el campo de la visión utópica, a Robespierre, el primer ideólogo del terror como método de acción política, y a D'Holbach (1723-1789), por su defensa del ateísmo y del materialismo; en la visión tradicional estaría Alexander Hamilton (1755-1804), por su aportación a la defensa del gobierno limitado y del equilibrio entre poderes. Aunque el enfrentamiento entre ambas visiones ha seguido vivo hasta nuestros días, la única aportación moderna que destaca Sowell es la de Friedrich Hayek.

Lo que resulta decisivo para caracterizar ambas visiones es –afirma Sowell– lo que él llama el locus of discretion, el «lugar» en el que se toman o se producen las decisiones, y el mode of discretion, la forma en que se toman las decisiones. En la visión utópica, las decisiones sociales se adoptan deliberadamente por representantes o encarnaciones [en inglés, surrogates; éste es el locus of discretion] de la sociedad, sobre bases explícitamente racionalistas [éste es el mode of discretion]; en la visión tradicional, las decisiones sociales se desenvuelven y se hacen efectivas a partir de decisiones individuales que persiguen fines privados, sirviendo al bien común sólo como consecuencia de las características de los procesos sistémicos, independientemente de las intenciones de los individuos, tal y como ocurre, por ejemplo, en los mercados competitivos.

Aunque Sowell reconoce que la visión utópica está «en su casa en la izquierda política», afirma, a la vez, que la existencia de visiones inconsistentes o híbridas, como el marxismo, el utilitarismo o la ideología libertaria hacen que no pueda, sin más, equipararse visión tradicional a «derecha» y visión utópica a «izquierda». El marxismo es el epítome de la izquierda política, pero no de la visión utópica que domina la izquierda «no marxista»; para muchos, el fascismo –cuya visión es, en varios sentidos, utópica (Hayek defendió siempre la caracterización del nacionalsocialismo hitleriano como «socialismo»)– es el más claro ejemplo de «extrema derecha»; y la ideología libertaria, que muchos consideran derecha extrema, al menos en sus propuestas económicas, es incompatible, dice Sowell, con la función de los procesos sociales sistémicos en la visión tradicional.

Para mostrarlo, Sowell concluye su libro tratando de las diferencias que ambas visiones mantienen en torno a tres grandes ejes del debate político actual: la igualdad, el poder y la justicia.

Sobre la la igualdad, en palabras de Burke, que cita Sowell, «todos los hombres tienen iguales derechos, pero no a cosas iguales», una idea que parece idéntica a esta otra de Hayek: «Ser tratado igual no tiene nada que ver con la cuestión de si la aplicación de la ley en una situación particular puede llevar a resultados que son más favorables a un grupo que a otros». Para la visión tradicional de Burke y Hayek, la igualdad que debe buscar y lograr la acción política no es la igualdad de resultados, sino la de las oportunidades, entendida como «igualación de las probabilidades de alcanzar ciertos resultados [...] ya sea en educación, en empleo o ante los tribunales». Para la visión utópica, por el contrario, la igualdad que debe perseguir y lograr la acción política es la igualdad de resultados. Además, para algunos partidarios de la visión utópica, la reivindicación de igualdad puede llegar muy lejos, porque puede aspirar a compensar incluso aquellas diferencias que no se deben a las instituciones sociales o al medio familiar, sino al azar genético. Así, Condorcet defendía hace ya dos siglos que «tienen que mitigarse incluso las diferencias naturales entre los hombres», una idea que ha obtenido apoyo en nuestros días y que es uno de los motores de la «corrección política», tanto en Estados Unidos como en Europa.

Las dos visiones entienden de modo diferente el origen y significado del poder económico y político, añade Sowell, pero también el uso de la fuerza, la guerra, la ley y su aplicación, el crimen y su castigo. La visión utópica entiende la guerra y el crimen y, en general, el uso de la fuerza como desviaciones, fallos o perversiones del uso articulado de la razón. Para Godwin, por ejemplo, la guerra era una consecuencia de las instituciones políticas en general y, más específicamente, de las instituciones no democráticas, mientras que el crimen era imposible en ausencia de influencias sociales o razones individuales (problemas psiquiátricos, por ejemplo) impuestas, por así decir, a los individuos, porque «es imposible que un hombre cometa un crimen en el momento en que pueda verlo en toda su enormidad»: basta con localizar las causas de los males para combatirlas y eliminarlas, dando así una «solución» al problema. En el polo opuesto, los partidarios de la visión tradicional no creen que haya que buscar causas para el crimen o para la guerra fuera, simplemente, de la naturaleza humana: «Las personas cometen crímenes porque son personas, porque ponen sus intereses y sus egos por encima de los intereses, sentimientos y vidas de los demás». La guerra y el crimen son consecuencia inevitable de la naturaleza humana; los fallos pueden estar en los incentivos que generan ley y orden, porque el uso de la fuerza –legítima o criminal, individual o a través de la guerra– puede ser racional desde el punto de vista de los que esperan obtener beneficios, individuales o colectivos, con ella.

Finalmente, en cuanto a la «justicia social», la oposición entre ambas visiones es absoluta. Sowell señala que Godwin, en su "Enquiry Concerning Political Justice", de 1793, ya definió lo que la visión utópica entiende, hoy, por «justicia social»: el deber de cada ser humano de atender a las necesidades de los demás y lograr, en lo posible, su bienestar, un deber moral individual que se traduce en la esfera pública y política en el deber de los gobernantes de actuar sobre los derechos de propiedad, que Godwin consideraba fundamentales, pero subordinados al logro de lo que él llamaba «justicia política». Pero, igual que ocurría al comparar la posición de ambas visiones respecto a la igualdad, tampoco se trata aquí de que unos tengan sentimientos morales o humanitarios más desarrollados que otros, que unos sientan más compasión por las desgracias ajenas que otros: «Lo que distingue a la visión utópica no es que prescriba que nos preocupemos humanamente por los pobres, sino que considera que la transferencia de beneficios materiales a los menos afortunados no es simplemente una cuestión de humanidad, sino una cuestión de justicia».

Para Hayek, el concepto de justicia social «no pertenece a la categoría del error, sino que carece de sentido» porque –afirma– los procesos sociales sistémicos no son ni justos ni injustos. Hayek cree que el objetivo de la justicia social –lograr mediante la acción política una distribución del ingreso preconcebida y tendente a la igualdad– exige la puesta en marcha de procesos «que pueden destruir la civilización», porque «[el concepto de justicia social] socava y, en última instancia, destruye el imperio de la ley».

"A Conflict of Visions" de Sowell -concluye Linde- no pretende ser una historia de las ideas políticas aunque, indirectamente y de manera diferente a la tradicional, también lo sea, ni un relato sobre la vida y las ideas de los escritores y filósofos que han ido poniendo los jalones de esa historia desde el siglo XVIII, ni una descripción de los sistemas políticos y sus engranajes parlamentarios, electorales o partidistas. Tampoco es un intento de síntesis, ni trata de conciliar o «superar» ideologías diferentes u opuestas; evita, incluso, criticar o dar argumentos a favor o en contra de ninguna de las dos visiones. Aunque sabemos que sus simpatías están más cerca de la visión tradicional que de la utópica, Sowell hace un esfuerzo bastante deportivo para tratar de explicar cómo puede entenderse y justificarse la adhesión a cada una de ellas y los límites que las dos visiones reconocen a su propia eficacia o validez.

Lo que se discute es, en definitiva, cuáles son los límites y las posibilidades de la acción política en el marco de los límites y posibilidades de la acción humana individual y colectiva, porque, si las visiones diferentes son la raíz de posiciones políticas opuestas, las diferencias sobre cuáles son esas posibilidades son, a su vez, la raíz de las diferentes visiones políticas.

He intentado con la mejor voluntad, y muy probablemente sin acierto, reseñar los fragmentos más interesantes del artículo del profesor Linde, reproduciéndolos casi literalmente, pero nada puede sustituir a la lectura del texto completo del mismo. No tengo una concepción elitista de la política, pero si creo en la democracia representativa. La política la tienen que hacer los políticos, al igual que la medicina la practican los médicos y las carreteras las construyen los ingenieros (y los obreros), sin perjuicio del control de sus actividades (las de los políticos) por el pueblo. Para los que sentimos pasión por la "teoría política", como digo en la presentación de mi blog, -casi en el mismo plano que por el paseo, la familia, la conversación amigable, el café y el güisqui "Jack Daniels"-, la lectura de artículos tan interesantes como el publicado por el profesor Linde en Revista de Libros nos compensa sobradamente de las insustanciales y aberrantes barbaridades que a diario sueltan la mayoría de nuestros políticos por sus bocas, afianzándonos en la esperanza de una sociedad mejor, con una clase política más formada y con una ciudadanía más consciente de su poder. 




La Acrópolis de Atenas



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[SONRÍA, POR FAVOR] Al menos hoy sábado, 21 de septiembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...





















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viernes, 20 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Volver a casa




Dibujo de Raquel Marín para El Mundo


Son muchos los que un día abandonan su tierra para salir a pelear por sus vidas en lugares lejanos. La ruta más frecuente es dejar el campo y buscar suerte en la ciudad. Hasta que un día llega la muerte, comenta la veterinaria de campo y escritora María Sánchez. 

Hay dolores que se adhieren, van con una a todas partes, a veces crecen y otras hacen como que se esconden, pero siempre están ahí, sentándose a la mesa con el resto de la familia, aunque nunca se les pongan plato y cubierto, aunque nunca se les espere, comienza diciendo Sánchez. Hay dolores que se adhieren, sí, que aparecen de un día para otro de repente, como una mancha de humedad en la pared, que rompe la cal y se aferra para no dejar de crecer. Pero últimamente creo que hay dolores que también se heredan. Pequeñas heridas, cicatrices de multitud de formas que vienen de fábrica, de las células de mamá y papá, de las manos y silencios de nuestras abuelas, del sudor y la guita en los pantalones de nuestros abuelos. Dolores que una cree que son tonterías, historias que siempre se cuentan alrededor de un brasero de picón y un juego de café. Pequeñas nanas que siguen reproduciéndose a lo largo de genealogías, entre cabeceros y lápidas. Quizás el dolor, como la mancha, insiste, quiere extenderse al resto del cuerpo, colonizar otras células, otros lugares, ser visible, sentirse hermano de alguien, ser nombrado. Comenzar a existir por sí solo.

Yo llevo un dolorcito a cuestas desde que comenzó el verano. Doy vueltas alrededor de él, a veces le canto, le quito las hojas secas como a algunas plantas, aprovecho las horas de sol que dan a la pared del cuarto donde escribo para que pueda tumbarse y quedarse dormido, para que coja fuerzas y crezca. Sol y un poquito de agua, también a veces hablo conmigo misma y con él, pronuncio a menudo en voz alta la palabra nosotros, para que se le quite la vergüenza y comience a hablar y me cuente, para que así sea posible el regreso de este dolor a su verdadera casa.

Y creedme, el dolor habla. Y tiene nombres y apellidos, y compartimos sangre y alacenas, pequeñas habitaciones que vieron crecer a tantos que precedieron a nuestra familia. Un dolor que yo pensaba pequeño pero que se ha hecho infinito y alumbra, y que no para de encontrar hermanas fuera de las voces conocidas, lejos de los lugares comunes. Un dolor que arrastra a demasiados, como una turba que no para de acoger y arrullar a todo lo que se descompone y desaparece a su paso. Un dolor que como en las orillas del río, da forma y transforma a sus habitantes, acoge y se deja llevar dependiendo de lo que traiga la corriente.

He de reconocer que me ha costado desprenderme de este dolor mío tan insolente. Es difícil escribir sobre algo que ocupa tanto y apenas se nombra. Porque no hay un nombre para ellos. Exilio, desarraigo, nostalgia... para este dolor esas palabras no terminan de ser suficientes. Ni para él ni para tantos hombres y mujeres de mi familia y de tantas de este país que tuvieron que emigrar lejos de su pueblo. La mayoría de las veces sin remedio, sin poder evitarlo, sin nada que pudiera tener algún día solución. No hay posibilidad de aferrarse a un regreso: la muerte los pilla allí, en el sitio que debería ser su casa porque es allí donde han pasado la mayoría de su vida, entre fábricas y cuartitos de limpieza, pero ellos y ellas saben que no, que es un falso espejismo, que la casa de donde deben de marcharse para siempre no es esa.

Qué fácil es escribir la palabra hogar cuando no has tenido que dejar tu tierra para comer. Cuando no has tenido que dejar tu casa y a tus muertos bajo las aguas de un pantano, cuando esas cuatro paredes ni siquiera existen, solo son posibles en algún lugar de tu memoria, en algún gesto que aún recuerdas y sigues reproduciendo con tus propias manos. Qué fácil pronunciar la palabra volver, cuando una nunca ha tenido esa certeza, la única que insiste y reclama, como ese instinto tan verdadero que lleva a alejarse y a esconderse a los animales cuando saben que van a parir o a morir. Y es que este dolor, como ellas y ellos, quiere irse a morir a su casa, a aquel lugar en el que menos años de su vida han pasado, pero al que vuelven siempre que pueden como si nunca se hubieran ido. Y el dolor crece y se aferra un poquito más cada vez que se hace imposible el regreso. Mancha, se apodera de la luz y se convierte en el centro, hace imposible la limpieza y la nada.

Mi tita Carmen murió un lunes de agosto en Barcelona. Hasta el viernes siguiente por la tarde no pudo volver al pueblo. Abrimos su casa y regamos el patio al caer la noche, para que pensasen que ella no se fue sin despedirse. Se marchó del pueblo con veintitantos, a la periferia de una ciudad, limpiando todos los pisos de Barcelona, como decía ella, mientras su marido trabajaba en la Seat. Se vio en la calle con una bolsa de basura, con lo poco que pudo recoger de su primera casa, un piso a las afueras que se derrumbó y que se quedó con lo poco que tenían entre los escombros, una casa de la que apenas hablaban, a la que nunca quisieron volver, como si las vigas y los ladrillos rotos hubieran hecho por completo su trabajo. Murió en un hospital de la gran ciudad, creyendo que estaba en su pueblo, cerca de los suyos, oliendo el azahar del patio por las noches, las voces de las vecinas asomándose al zaguán, el motor que anuncia a los que regresan del campo a la hora de comer. Tuvo que morirse y dejar unas macetas que la siguen esperando, y una historia, la suya, como la de tantas y tantos que llegó tarde, en la boca de algún familiar cercano, esa con la que comparto sangre, pero que creció lejos de la tierra, agrandando con sus propios cuerpos fábricas y periferia, haciendo posible con su trabajo el crecimiento imparable de una urbe. Se fue y me dejó con una costumbre que ahora se convierte en huérfana, la de tocar a su puerta cada noche de verano y sentarnos juntas, al fresco. Se fue y solo queda este dolor, esta impotencia que también ha venido para quedarse, para hacerse hermana, que solo busca la forma menos dolorosa de regresar, una vereda fácil, una madriguera donde cobijar los pasos y las voces de aquellos y aquellas que tuvieron que irse a la fuerza, y que siguen intentando hasta el último de sus días, volver a casa.





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[DESDE LA RAE] Hoy, con el académico Luis María Ansón




El académico Luis María Ansón


La Real Academia Española se creó en Madrid en 1713 por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga (1650-1725), octavo marqués de Villena, quien fue también su primer director. En sus primeras semanas de andadura, la RAE estaba formada por once miembros de número, algunos de ellos vinculados al movimiento de los novatores. Más adelante, el 3 de octubre de 1714, quedó aprobada oficialmente su constitución mediante una real cédula del rey Felipe V. La RAE ha tenido un total de 483 académicos de número desde su fundación. 

A esta sección del blog iré subiendo periódicamente una breve semblanza de esos cuatrocientos ochenta y tres académicos, comenzando por los más recientes. Pero sobre todo, en la medida de lo posible, pues creo que será lo más interesante, sus discursos de toma de posesión como miembros de la Real Academia Española. 


Continúo hoy la semblanza de los actuales y pasados miembros de la RAE con la del académico Luis María Ansón (1935). Elegido el 19 de diciembre de 1996. Tomó posesión de la silla "ñ" de la Academia el 8 de febrero de 1998 con el discurso titulado Palabras de amor de los poetas. Le respondió, en nombre de la corporación, Víctor García de la Concha.

El periodista Luis María Anson Oliart, primero de su promoción (1953-1957) en la Escuela Oficial de Periodismo de Madrid, fue también su profesor y subdirector. Formó parte del equipo que llevó los estudios periodísticos a la universidad, con la creación de las facultades de ciencias de la información. Es doctor honoris causa por las universidades de México, de Lisboa y la Rey Juan Carlos.

Gran parte de la vida periodística de Luis María Anson, desde 1953 hasta 1997 —con algunas interrupciones—, ha estado vinculada al diario ABC. En este rotativo —del que fue director entre 1982 y 1997— ocupó casi todos los puestos, desde redactor hasta enviado especial y director de Blanco y Negro. Un artículo suyo, La monarquía de todos (ABC, 21.7.1966), desencadenó el secuestro del periódico.

A lo largo de su carrera ha ocupado numerosos cargos de responsabilidad en medios de comunicación y organizaciones profesionales. Ha sido presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid y de la Federación de Asociaciones de la Prensa de España, presidente de la Federación Iberoamericana de Asociaciones de Periodistas, director del diario ABC, presidente de la Agencia EFE, presidente de Televisa Europa, consejero de Radio España, presidente de El Cultural, presidente y fundador del diario La Razón, presidente y fundador del diario digital El Imparcial.

Galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades (1991), ha recibido, entre otros, los premios de periodismo Luca de Tena (1960), Mariano de Cavia (1964), Víctor de la Serna (1974) y González-Ruano (1977). También ha sido distinguido con el Premio Nacional de Literatura (1965), el Premio Nacional de Periodismo (1980), los premios internacionales de periodismo iberoamericano Caonabo (República Dominicana) y Juan Montalvo (Ecuador) y el Premio Miguel Delibes de Periodismo (2009). En marzo de 2014 la Agencia EFE le concedió el premio extraordinario 75.º Aniversario. En octubre de 2015 recibió el premio Antena de Oro que entrega la Federación de Asociaciones de Radio y Televisión de España, por su labor al frente de El Cultural.

En 2015, la RAE designó a Luis María Anson representante de la corporación en la Comisión Nacional del IV Centenario de la Muerte de Cervantes, que se conmemoró en 2016.

Luis María Anson fue miembro del Consejo Privado de don Juan de Borbón, conde de Barcelona, y secretario de Información de su Secretariado Político, hasta la disolución de ambos organismos, en 1969. En septiembre de 1975 fue nombrado secretario del gabinete de información creado por el conde de Barcelona, de quien escribió la biografía Don Juan (1994). Es miembro correspondiente de Academia Portuguesa da Historia y presidente de la Sociedad Cervantina de Madrid.

Entre sus libros figuran El Gengis Kan rojo (1960), Sobre la creación poética (1962), El grito de Oriente (1965), por el que obtuvo el Premio Nacional de Literatura, y La negritud (1971). Actualmente, además de sus colaboraciones en El Cultural y El Imparcial, es articulista en el diario El Mundo.





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