¿Qué provoca el desamor a España? ¿Por qué los españoles renegamos de nuestra nación? ¿Dónde se oculta la raíz del problema?, se pregunta Inés Fernández. El deseo de responder a estas preguntas, señala, es el hilo conductor de este fervoroso y documentado ensayo, que recibió el Premio Internacional Jovellanos 2016. A Juan Pedro Aparicio le duele España, pero, a diferencia de otros lamentos estériles insertos en una ya larga tradición, trata de indagar las causas ocultas en el desapego que sienten no pocos compatriotas.
Dos son las ideas nucleares que vertebran el ensayo y a las que se atribuyen los problemas que sufre la identidad española. La primera se sintetiza en el término Castispaña, acuñado por el autor para criticar la noción, imperante desde la generación del 98 en el discurso historiográfico liberal –y luego asumido por el franquismo–, de que Castilla «es» España, puesto que Castilla «hizo»” a España. Ramón Menéndez Pidal, José Ortega y Gasset, Américo Castro o Claudio Sánchez-Albornoz, pese a sus diferencias, nunca disienten en atribuir a Castilla un protagonismo fundador en todas las dimensiones «nacionales». Cegados por su triunfo político, defienden que a Castilla se debe la formación de la lengua española o lo mejor de nuestra literatura, y hacen del Cid un héroe epónimo de Castilla, al que glorifican y proyectan como modelo reconquistador y humano, contraponiéndolo al rey de León, Alfonso VI. Semejante invención del pasado no sólo es perversa por no ajustarse a la verdad histórica, sino sobre todo porque fue asumida por la ideología franquista, con la que acabó por identificarse, con el consiguiente perjuicio para la percepción colectiva de qué sea España.
La segunda idea vertebradora del ensayo cuestiona la definición de España como nación católica, hasta el punto de que la religión sea ingrediente esencial sin el cual la nación, esa Castispaña, diluye su significado. Aunque José Álvarez Junco sitúa en los Reyes Católicos el nacimiento de esa identidad caracterizada por la alianza de la monarquía con la Iglesia católica, Aparicio cree necesario retrotraerlo a la Edad Media, a la Castilla de principios del siglo XIII, en época de Alfonso VIII y Fernando III, apodado «El Santo» por haber arrebatado Córdoba y Sevilla a los musulmanes. Una vez creada, esa construcción ideológica pervive a lo largo de los siglos, y en ella se inscriben, con pocas disensiones, los ideólogos del Antiguo Régimen, los partidarios de la monarquía absoluta y el tradicionalismo católico en el siglo XIX o el nacionalcatolicismo franquista.
Estas asunciones, profundamente grabadas en la conciencia de muchos españoles a costa de su prolongada defensa en la época de la dictadura, son las que suscitan desafecto con la idea de España. Para desactivarlas, Aparicio rastrea su origen en la Edad Media, guiado por el prurito de averiguar dónde, por qué, cuándo y cómo surge la primacía castellana y qué la caracteriza, dónde se localiza la «embriogenia defectuosa» de España de la que hablaba Ortega. La indagación nos traslada a la época en que el reino de León pasó de ejercer el predominio sobre los reinos cristianos (el siglo XI) a ser uno más de los cinco reinos –Portugal, León, Castilla, Navarra, Aragón– (en la segunda mitad del siglo XII) para quedar finalmente fusionado con (y ensombrecido por) Castilla desde 1230, en el reinado de Fernando III el Santo.
¿Cómo pudo suceder que el reino que proclamaba su imperium sobre la península Ibérica en los siglos XI y XII perdiera esa posición de preeminencia? ¿Cómo era en verdad ese reino, al que los historiadores contraponen el modelo de Castilla? La mitad final del ensayo acerca el foco sobre León para reivindicar y defender su legado. Para ello, Aparicio se centra en los reyes leoneses del período, en especial en Alfonso VI y Alfonso IX. En época de Alfonso VI de León y Castilla, que ostentó el título de imperator Hispaniae, y en los períodos anteriores, la guerra contra el musulmán estaba basada en un ideario político, no religioso, programa que conocemos como neogoticismo. Los cristianos, autoproclamados herederos de los visigodos, habían sido privados de una herencia territorial que les correspondía legítimamente y que debían recuperar. La religión de los usurpadores era un factor subsidiario, pero no el instrumento legitimador de la guerra. De ahí que Alfonso VI, pese a la exitosa iniciativa reconquistadora que culminó con la toma de Toledo (1085), haya sido contemplado como el emperador de las dos religiones practicadas por los habitantes de la península Ibérica, según avala la lectura actual del tímpano del cordero de la Real Colegiata de San Isidoro de León. En la resistencia de Alfonso VI a reemplazar el rito mozárabe por el romano, tal como le exigían los pontífices de Roma, ve una prueba Aparicio de que en la monarquía leonesa la vinculación política con la iglesia nunca fue tan estrecha como lo será posteriormente en Castilla. El concepto de guerra tampoco es aún el de cruzada, traído a España por los francos, junto al rito romano, y sólo asumido plenamente en época posterior. La unión de la monarquía con la Iglesia católica fue, pues, un resultado de la integración de Hispania en el feudalismo europeo y de su sumisión a la presión uniformadora de Cluny y Roma. A principios del siglo XIII, fue Castilla el reino favorecido por Roma para cumplir la misión sagrada de expulsar a los musulmanes de Europa, en perjuicio de León, más reticente a aceptar la autoridad papal y, por ello, permanentemente amenazado con la excomunión de sus reyes Fernando II y Alfonso IX.
Otro de los tópicos que combate Juan Pedro Aparicio es el de la existencia en Castilla de una sociedad «libre y democrática», sin rastros feudales, frente a una sociedad aristocrática y jerárquica, supuestamente característica de León. A favor de la idea de que la estructura social leonesa era muy similar a la castellana o incluso más moderna, recuerda el autor varios episodios de distinta antigüedad y diverso valor testimonial: el llamado «Motín de la trucha», en el que el pueblo de Zamora se reveló contra las prerrogativas de los nobles; el romance de la Jura de Santa Gadea, en que Alfonso VI recibe del Cid la amenaza de una muerte potencial a manos de sus vasallos astures, empuñando los «cuchillos cachicuernos» propios del pueblo, en lugar de los «puñales dorados» alusivos a la aristocracia, y, ante todo, las cortes convocadas por Alfonso IX en 1188, primer ejemplo europeo de asistencia de representantes del pueblo junto a los estamentos noble y eclesiástico.
Hay que dar la razón al autor en que la hegemonía castellana fue respaldada, en origen, por la creación de un potente discurso historiográfico en época de Fernando III. En ella tuvo un papel destacado el arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada, autor de la áulica Historia de rebus Hispaniae y fuente, a través de la Estoria de España de Alfonso X, de gran parte de las crónicas posteriores, medievales y modernas. Aparicio constata un principio bien conocido: quien escribe la historia se apropia del pasado. El reinado de Fernando III representa una verdadera explosión historiográfica, con nada menos que tres crónicas emanadas del entorno regio: la Crónica de los reyes de Castilla, de Juan de Soria (anterior a la unión con León); el Chronicon Mundi, de Lucas de Tuy; y la mencionada Historia de Jiménez de Rada (posteriores a esa unión). Todas estaban encaminadas a asentar la legitimidad de un rey nacido de un matrimonio anulado por la iglesia y a realzar el papel de Castilla como depositaria final de los derechos a dominar todo el territorio hispánico y como adalid de la cruzada contra los moros. La postergación del reino de León y su presentación como antecesor natural de la emergente Castilla fue aceptada por la historiografía posterior, de forma que los ordinales que acompañan todavía hoy a los reyes castellanos medievales son anacrónica sucesión de los asignados a los reyes leoneses, como si se tratara de una misma jurisdicción política. Sólo así se comprende que Alfonso VIII de Castilla no recibiera el ordinal, que le hubiera correspondido, de Alfonso I.
Pese a la justa vindicación de la aportación leonesa al pasado común, concluye diciendo Inés Fernández, cabe matizar que no menos ensombrecidos y subordinados quedaban en ese discurso historiográfico creado a principios del siglo XIII –y reproducido luego sin cesar– los reinos de Navarra y Aragón. También no está de más recordar que muchas de las novedades culturales que se han atribuido a Castilla en ese período fueron, en realidad, navarras antes que castellanas. Navarra, gracias a su contacto intenso con Francia y a su relación estrecha con Castilla, favoreció la integración de esta en la órbita de la sociedad europea y de la Iglesia de Roma.
Sin dejarse perturbar por lo lejano y complejo de ese período medieval, es este un ensayo de lectura amena y ágil, amén de una contribución notablemente documentada gracias a las abundantes lecturas de algunos de los mejores estudios sobre el período. La original perspectiva del autor, orientada por su amor a España y a su tierra natal, viene reforzada por la calidad literaria del texto. A mi juicio, su principal virtud es que ayuda a divulgar y comprender la mirada crítica con que los especialistas de hoy en día contemplan el discurso historiográfico anterior y contribuye a erradicar no pocos lugares comunes. La reflexión que alberga nos anima a construir, en nuestra conciencia colectiva, una identidad española de carácter diferente, más abierta, igualitaria e inclusiva. Bienvenida sea.
La rendición de Granada, de Fco. Pradilla, 1882. Palacio del Senado, Madrid
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
Entrada núm. 3481
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)