No sé si Patria es un superventas, porque nunca me han interesado ese tipo de escalafones comerciales que establecen las secciones de libros de las grandes superficies y las revistas pseudoliterarias, pero si sé, desde luego, que es la novela más citada por el boca a boca de los que entienden de esto de los libros en el último año. El mundo de la novela Patria, (Tusquets, Barcelona, 2016), del escritor vasco Fernando Aramburu (1959), dice el también escritor Justo Navarro en su reseña de la novela en Revista de Libros, se arma sobre una realidad bien conocida, en concordancia con nuestro mundo histórico inmediato.
El centro de la historia, señala Navarro, es un pueblo guipuzcoano sin nombre, levantado parroquialmente en torno al campanario que da las horas («Campanearon las seis…»), campo de acción, no sólo ambientación o fondo. El marco referencial del relato es explícito: el País Vasco en tiempos de ETA, a lo largo de un período de cuarenta años, desde la época de la muerte de Franco a los años que siguen al «cese de la actividad armada» etarra (octubre de 2011).
Casi al final de Patria, añade, un escritor explica en público su «proyecto de componer, por medio de la ficción literaria, un testimonio de las atrocidades cometidas por la banda terrorista». Dos razones lo moverían: «Por un lado, la empatía que les profeso a las víctimas del terrorismo. Por otro, el rechazo sin paliativos que me suscitan la violencia y cualesquiera agresiones dirigidas contra el Estado de Derecho». Entre los asistentes a las «Jornadas sobre Víctimas del Terrorismo y Violencia Terrorista organizadas por el Colectivo de Víctimas del Terrorismo en el País Vasco», descritas en la novela, está uno de sus protagonistas, hijo de un empresario asesinado por ETA. El personaje del escritor bien podría ser Fernando Aramburu.
Patria, continúa diciendo Navarro, es la novela de dos familias amigas de toda la vida y tajantemente separadas desde el momento en que ETA y sus cómplices en la parroquia empiezan a vilipendiar a la futura víctima, extorsionándola y difamándola antes de matarla a tiros en los cuatro pasos que van de su casa al garaje donde guarda el coche. El lugar del crimen es un pueblo muy tradicional, muy familiar, en el que se difumina la barrera entre los espacios públicos y privados, la iglesia, la taberna, el club ciclista, la carnicería, la cocina, el cuarto de estar, el dormitorio, y el clima de la novela es eminentemente doméstico, cerrado y opresivo, con la aldea como clan implacable frente a los que ya no reconoce suyos.
Cabezas de las dos familias protagonistas son Joxian y el Txato, pareja de mus en el bar y en el pelotón ciclista, «amigos cenantes», inseparables como sus mujeres, Miren y Bittori, más que amigas, hermanas que en su juventud pensaron al unísono meterse a monjas. «Se lo contaban todo», iban juntas a las manifestaciones de los patriotas vascos, y Miren le hablaba a Bittori de la pena por el hijo etarra, que ha dejado el trabajo, el balonmano y la medio novia que tenía en el pueblo. Y, de repente, las dos madres, núcleo de la célula familiar, se descubren antagónicas: Bittori, con el marido extorsionado, vilipendiado y asesinado; Miren, con el hijo condenado por asesinato a muchos años de cárcel.
Suave pero netamente, Fernando Aramburu marca, sin embargo, una diferencia más antigua, casi invisible o indecible, entre las dos familias: el Txato es un empresario del transporte; Joxian trabaja en una fundición. Uno tiene más dinero que el otro, vacaciones, un hijo y una hija que irán a la universidad. Uno hace favores, otro los recibe. También Raúl Guerra Garrido introdujo este tipo de diferencias en su Lectura insólita de “El Capital” (1976), historia del secuestro de un industrial con problemas sindicales más graves que los del Txato. ¿Huelga general por el asesinato en un hotel de Madrid de un diputado de Herri Batasuna? «No se trabaja, no se cobra», responde el Txato, que ve así a los huelguistas: «Caras de brutos, de resentidos sociales que muerden la mano que les da de comer». A Miren, la amiga íntima de la mujer del Txato, le suelta la carnicera del pueblo en el momento de las difamaciones contra el empresario: «Se han forrado a base de explotar a la clase obrera y ahora les viene la factura». Son las cosas que cuenta Patria.
La rotundidad de los presupuestos de Fernando Aramburu, señala Navarro, que he citado al principio, dan solidez a la ductilidad con que entreteje su novela. Cada uno de sus protagonistas (los dos matrimonios y sus hijos) conforma una personalidad, una complejidad, un mundo construido, desmontado y reconstruido en el proceso de la narración. Cada personaje tiene su tono y su acento, con diferentes vocabularios en un mismo idioma y en dos idiomas, el castellano y el vasco. Las dos madres, Bittori y Miren, hablan esencialmente solas: Bittori, con la tumba de su marido («se sienta encima, le cuenta al Txato lo que le tenga que contar»); Miren, en la iglesia, con san Ignacio de Loyola, a quien solicita protección y consejo: primero, que libre a su hijo de las malas compañías, que lo ponga pronto en manos de la policía para así librarlo de peores males, y luego, que lo saque de la cárcel. «Imposible que un chaval tan generoso y tan noble se meta en una organización criminal, como la llaman los periódicos españoles. Él tiene un corazón que no le cabe en el pecho», le diría una vez al santo.
Todos los participantes en Patria prefieren guardarse su voz para sí, comenta el reseñador. Son, esencialmente, voces interiores (y Bittori habla de esas palabras que bullen dentro: «No la dejan a una estar verdaderamente sola, plaga de bichos molestos»), retrospecciones, anticipaciones y observaciones mirando los azulejos de la cocina, el destello en la llanta de una bicicleta, una minúscula telaraña en la que caerán los recuerdos al azar, como moscas que pasaban por allí. Es el trato que Fernando Aramburu da al tiempo el rasgo más distintivo de Patria, dividida en ciento veinticinco secciones, momentos o secuencias. La hija de Miren, Arantxa, antigua empleada en un supermercado, paralizada de cuerpo entero por un ictus a sus poco más de cuarenta años, vive con «la película de sus recuerdos, el relato de su vida rota en escenas». Y Xavier, médico, hijo del Txato, ve así el momento en que le anticiparon el asesinato de su padre («Tienes que ir a tu casa, a tu padre le ha pasado algo»): «Esas palabras se quedaron resonando dentro de él en su presente interminable, bruscamente despedido del fluir del tiempo» [las cursivas son del reseñista].
Los acontecimientos de Patria, continúa más adelante, se suceden en un orden que no coincide con el cronológico, como si obedecieran más a la lógica de la rememoración o la ensoñación. Yo diría que se reúnen a la manera de esas imágenes que representan en un solo cuadro varios momentos y varios espacios: toda una historia en un instante. Por ejemplo: todos los pasos de la Pasión de Cristo, desde la entrada en Jerusalén a la resurrección y la ascensión. La historia se concentra en una visión sincrética, fusión de una multiplicidad de puntos de vista. Es lo que hace Fernando Aramburu, con todas las salvedades que impone la linealidad de la narración escrita.
La reconstrucción de la historia, sigue diciendo, en su secuencia temporal entreteje dos procesos, dos tiempos intercalados: el del regreso al pueblo de la viuda del asesinado, a la espera de que le pidan perdón los criminales, y dispuesta a soportar las intemperancias de sus vecinos (Luisa Etxenike, en su novela El ángulo ciego, de 2008, se ocupó desde un punto de vista distinto del gesto de atreverse a mirar a la cara a los asesinos y a sus cómplices); y el de la normalidad feliz («la dicha es una torre transparente», que decía el poeta), la amenaza, la extorsión, el asesinato y la práctica expulsión del pueblo de la viuda y de los hijos de la víctima. Fernando Aramburu imagina cada uno de los pasos del crimen, desde que el Txato parecía un hombre apreciado por sus conciudadanos a los disparos finales (la escena del asesinato se elide, no aparece en la novela, que la suspende unos segundos antes de que el verdugo apriete el gatillo). Ni la hija de la víctima se atreverá a ir al entierro, en San Sebastián, no en el pueblo, mientras en Zaragoza, donde estudia, niega conocer al empresario asesinado en Guipúzcoa. El luto se vive como mancha, como una variante de la vergüenza: «Más que enterrar al Txato, lo estaban escondiendo». (No falta alguna alusión a la visión de lo vasco en el resto de España: un día, el Txato viaja a Zaragoza, donde ha mandado a su hija para protegerla, y va al fútbol, a ver jugar a la Real Sociedad con el equipo local. En el campo oirá los gritos del público, «vascos de mierda, vascos asesinos y así», y, a la salida del partido, encontrará hundida a patadas la carrocería del coche, matrícula de San Sebastián, y rotos los retrovisores.)
Fernando Aramburu, señala, maneja con admirable consistencia su cruce de perspectivas contrapuestas y contradictorias, la polifonía, el fluir de voces. La permeabilidad entre pasado y presente, entre la memoria y el momento, la interioriza en lo que podríamos llamar un yo cambiante, flotante: distintas voces en primera persona se relevan en el centro de la historia para que varíe el punto de observación según quién sea quien en ese instante dice «yo». Cada uno ve lo que ve, selectivo, y no ve lo que no ve, según su lugar en los hechos. La fábula se modula como un juego de voces en el que también participa una voz narradora, impersonal, con capacidad de circular por la conciencia de quienes intervienen en la acción, y con oído para captar la oralidad, los coloquialismos de los personajes: «El tipo era un cagaprisas». «Qué manera de llover. Me cago en la madre que me». «La loca aprovecha que se ha terminado la lucha armada para acosarnos». “¿Pero qué hostias se ha creído la vieja?» «Mira que es lento el autobús». «Qué susto, Dios».
Y, en contraste con la oralidad, dice, la voz narradora introduce el aire extraño, culto, del participio presente en español, un rasgo de distanciamiento que, sin embargo, se encarna en los personajes, adjetivándolos, definiéndolos, concretándolos: «la chavala deseosa y deseante y dispuesta», jóvenes unipensantes, tropa bailante, gente refunfuñante, sollozante, conversante, despotricante, rechazante, fotografiante, «no aceptante de limitaciones». O en el tren: «cuerpos extraños/respirantes/descalzos». Un silencio es «taladrante de oídos». La imagen interior de los personajes quiere ser precisa, vacila o distingue la complejidad de los sentimientos mediante el uso de una barra que, más que contraponer, yuxtapone elementos complementarios: una expresión es de «horror/compasión»; que la hija estudie fuera es un deseo/súplica/exigencia del padre; hay alguien que «todo lo perdía/abandonaba»; la enferma «quería hablar/responder/protestar/pedir y no podía»; un individuo es o está triste/atónito, amedrentado/pusilánime, consolador/cariñoso, acariciante/cortés. «Estaba todo hablado/roto entre los dos».
Además, dice, Fernando Aramburu no sólo registra la ceguera o el silencio frente al acoso y el asesinato: también registra la ceguera o el silencio frente a la tortura. Si en la novela La costumbre de morir (1981), de Raúl Guerra Garrido, uno de los protagonistas optaba por la lucha armada después de ser torturado, el hermano escritor del etarra encarcelado en Patria sitúa el compromiso de su hermano con ETA en el día en que apareció muerto en el río el cadáver esposado de un conductor de autobuses, torturado. Patria registra la complicidad de forenses y de jueces con los torturadores policiales: «Esta gente tiene instrucciones de la banda para decir que han sido torturados». Y, sin embargo, Xavier, el hijo médico del Txato, debe explorar en el hospital a un etarra que ha pasado por el cuartel de la Guardia Civil. Sabe que hay abierta una investigación judicial sobre el caso, «a la vista del informe médico forense». Cuando redacta su parte médico («policontusiones, fractura del noveno arco costal izquierdo»), consigna que el paciente «declara como origen causante de sus heridas golpes de puño y patadas». Repetirá el contenido del parte cuando le pregunte un supuesto familiar del etarra, y al día siguiente encontrará sus palabras reproducidas en el diario Egin.
Patria, concluye diciendo Navarro, establece una distinción política y moral neta, evidente en cada página, entre víctimas y asesinos, pero no la confunde con una guerrera división política entre amigos y enemigos a lo Carl Schmitt: creo que evita ese paso por su sentido de que criminales y víctimas, enemigos y amigos, participan de una misma humanidad. Según la información editorial, Fernando Aramburu vive en Alemania desde 1985, y quizá eso influya en que su ambición de ver toda la realidad a través de ficciones, en una novela, me haya recordado estrategias narrativas próximas a autores alemanes tan distintos como Uwe Johnson, el Alexander Kluge de Lebensläufe (Biografías), e incluso el Peter Weiss de La estética de la resistencia.
Se la recomiendo. Yo ya la tengo reservada en la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, pero habrá que esperar... Soy el cuarto de la lista. No importa. Estoy seguro de que la voy a disfrutar.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
Entrada núm. 3366
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)