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miércoles, 14 de diciembre de 2016

[Pensamiento] El humanismo desencantado (II)






Subo al blog la segunda parte del artículo del profesor Rafael Narbona en Revista de Libros sobre la vida y la obra del pensador y escritor italiano Primo Levi, superviviente del Holocausto. Es la continuación de mi entrada del pasado día 9, El humanismo desencantado (I), que reseñaba dicho artículo  Lo prometido es deuda, así que les dejo con Primo Levi y Rafael Narbona. 

El Evangelio de Juan atribuye a la Palabra la creación del mundo, dice Narbona al comienzo de su reseña. Dios es el Verbo, el Logos, y separó la luz de las tinieblas, impidiendo que prevaleciera la oscuridad. En Auschwitz, impera la oscuridad porque no hay palabras para expresar la ofensa que representa «la destrucción del hombre». Su lógica es puramente negativa, pues despoja a los deportados de todo, reduciéndolos a la pura animalidad de la res confinada en un matadero, sin otra perspectiva que ser sacrificada: «En un instante –escribe Primo Levi−, con intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado al fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse. No tenemos nada nuestro». La forma de proceder de los verdugos no obedece sólo a la crueldad, sino al propósito de liquidar la identidad de los prisioneros, su ser íntimo y personal. «Nos quitarán hasta el nombre: y si queremos conservarlo deberemos encontrar en nosotros la fuerza de obrar de tal manera que, detrás del nombre, algo nuestro, algo de lo que hemos sido permanezca». Si a un hombre se lo despoja de cualquier objeto personal –«un pañuelo, una carta vieja, la foto de una persona querida»−, deja de ser un hombre, pues esos objetos no son cosas, sino una parte de su historia. Las señas de identidad incluyen una dimensión material: un domicilio, una forma de vestir, pequeños fetiches. Privado de eso, «será un hombre vacío, reducido al sufrimiento y a la necesidad, falto de dignidad y de juicio, porque a quien lo ha perdido todo fácilmente le sucede perderse a sí mismo». El Lager es «un campo de aniquilación». La aniquilación física no es menos importante que la aniquilación psíquica. El sentido último del sistema de campos de concentración no es el exterminio, sino la reinvención de lo humano, destruyendo a los individuos que no se ajustan a un canon. Sólo se considera persona al que presuntamente merece formar parte de una comunidad basada en mitos y falacias, no al individuo que reclama su derecho a la diferencia.

En Auschwitz, continúa diciendo Narbona, Primo Levi se convierte en un Häftling: «“Me llamo 174.517”; nos han bautizado, llevaremos mientras vivamos esta lacra tatuada en el brazo izquierdo». En el Lager «no hay ningún porqué»: la arbitrariedad es la única regla. «En este lugar está prohibido todo, no por ninguna razón oculta sino porque el campo se ha creado para este propósito». No es posible elaborar un proyecto, fijarse una meta, pues el sentido de las alambradas es segregar a los deportados de la familia humana, extirpándoles esa raíz común que nos permite afrontar el tiempo con una perspectiva racional. La esencia del ser humano no es la mera supervivencia, sino un quehacer que imprime sentido a sus actos. Un quehacer que responde a un fin libremente elegido, no una rutina impuesta. En el Lager, «el futuro remoto se ha descolorido, ha perdido toda su agudeza, frente a los más urgentes y concretos problemas del futuro próximo: cuándo comeremos hoy, si nevará, si habrá que descargar carbón». En esas condiciones, no es posible aferrarse al pasado, evocar el hogar perdido. Es mejor no pensar, no recordar, pues la nostalgia sólo agrava el sufrimiento. El hambre ayuda a vaciar la mente, «un hambre crónica desconocida por los hombres libres, que por las noches nos hace soñar y se instala en todos los miembros del cuerpo». El ser humano desciende hasta la pura animalidad, incluso más abajo, pues nunca conoce la paz del hambre satisfecha, del instinto aplacado, del puro placer de estar tumbado al sol o dormitar tranquilamente.

Auschwitz se parece a la Torre de Babel, señala. Circulan todos los idiomas, mezclados en una jerga que compone un idioma específico, la lengua del Lager. Entenderla, hablarla, es requisito indispensable para sobrevivir. Asearse no es menos necesario, aunque sólo se disponga de un hilo de agua sucia y helada. El reglamento del campo exige mantener cierta limpieza o, al menos, la apariencia de cumplir ciertos ritos asociados a la disciplina de un centro penitenciario. No obstante, acatar esa norma no es un gesto de sumisión, sino de dignidad. Si el deportado se abandona, si pierde el hábito de la higiene y anhela la muerte, se convertirá en un «musulmán» (apelativo asignado a los que se habían hundido, a los que ya no hacían ningún esfuerzo por preservar su vida) y será seleccionado para morir en la cámara de gas. En ese contexto, sobrevivir para narrar lo sucedido adquiere el valor de un acto de resistencia. Sin embargo, ese propósito –aplazado hasta una hipotética liberación− no aplaca el dolor de despertar cada mañana y descubrir que sólo eres un Häftling. Ese momento de conciencia es «el sufrimiento más agudo», especialmente cuando la mente sale de un sueño melancólico o tibiamente dichoso.

En Auschwitz, continúa diciendo, el espanto convive con lo grotesco. La orquesta del campo interpreta marchas y canciones populares, mientras el humo de los crematorios oscurece el cielo. No es una música banal concebida para distraer la atención o combatir el hastío (al igual que el infierno, el campo es una rueda que repite a diario la misma rutina), sino «la voz del Lager, la expresión sensible de su locura geométrica». La música actúa como un oleaje invisible sobre las almas muertas de los deportados, arrastrándolos como a hojas secas. Es un simulacro de una voluntad colectiva inexistente, que pone en movimiento a una humanidad humillada y sin otro horizonte que ser reducida a cenizas y desaparecer en las aguas del Vístula. La muerte en Auschwitz siempre es anónima e irrelevante, pues el campo no es una prisión, sino un matadero industrial ideado por una bipolítica cuyo objetivo es pulverizar la noción de individuo. Los judíos no son personas, pues no pertenecen a la comunidad exaltada por la filosofía de la Sangre y el Suelo. No se reconoce su derecho a ser distintos, a no asimilarse, y no se les ofrece la oportunidad de una supuesta redención, aunque renuncien a su identidad. Las víctimas del poder totalitario devienen antes o después en masa angustiada, sometida al martirio de Tántalo, que bestializa al ser humano, rebajándolo a las funciones básicas de ingesta y excreción. El hambre convierte al individuo en un tubo, que ingiere comida –una sopa inmunda− y la expulsa, casi siempre en forma de heces líquidas.

El despertar en Auschwitz nunca es plácido, recuerda: «Son poquísimos los que esperan durmiendo el Wstawac: es un momento de dolor demasiado agudo para que el sueño no se rompa al sentirlo acercarse». Auschwitz no es simplemente un castigo, sino el patio trasero del Estado-jardín nazi. Es el lugar al que se arrojan los desperdicios, poco antes de triturarlos o incinerarlos. En la distopía nacionalsocialista, la humanidad se divide en compartimientos estancos. Los no deseados acaban en el vertedero. Las distinciones morales carecen de sentido entre las alambradas. No hay buenos y malos en la horrible coreografía de los deportados, sino hundidos y salvados. Una lógica binaria que suprime los lazos de amistad y parentesco: «cada uno está desesperadamente, ferozmente solo». La muerte no puede inspirar luto o duelo, cuando cada minuto exige permanecer alerta para no ser el próximo en caer. No es suficiente obedecer, cumplir las órdenes, ser sumiso. Hay que recurrir al ingenio, a la indignidad, a la capacidad de improvisación del animal acosado, que sólo piensa en cómo escapar. La opresión extrema mata el espíritu de resistencia y cualquier forma de solidaridad. No es posible combatir a un enemigo descomunal, con un eficaz sistema de deshumanización. Los deportados que han sobrevivido a sucesivas selecciones no piensan en el futuro, ni hacen preguntas. El otro sólo es una sombra que desfila a su lado: «Los personajes de estas páginas –escribe Primo Levi− no son hombres. Su humanidad está sepultada, o ellos mismos la han sepultado, bajo la ofensa súbita o infligida a los demás». Todos están confundidos –y, al mismo tiempo, borrados− en la misma desolación.

Primo Levi no cree en Dios, señala Narbona, pero se pregunta si las abominaciones que acontecen en el Lager no conforman un nuevo libro del Antiguo Testamento, un nuevo Éxodo, pero sin la expectativa de la Tierra Prometida. Los nazis intentan crear un hombre nuevo, destruyendo al hombre viejo, al judío-bolchevique que se opone activa o silenciosamente a la utopía de un mundo de soldados-campesinos, o, por utilizar la famosa expresión de Jünger, de «trabajadores» que transitan sin problemas del arado al fusil, de la fábrica al campo de batalla. Cuando los alemanes huyen del avance de los rusos, los escasos supervivientes recuperan poco a poco su humanidad, compartiendo los restos de comida que aparecen en un almacén abandonado. El primer gesto de solidaridad significa el fin del Lager. Los prisioneros vuelven a ser hombres: lenta, penosamente.

El humanismo de Primo Levi, dice más adelante, supera la durísima prueba del Lager. No piensa que el régimen de terror y vejación al que eran sometidos los deportados mostrara crudamente al hombre desnudo, sin la capa de civilización que esconde supuestamente un primitivo y genuino instinto depredador: «No creo en la más obvia y fácil deducción: que el hombre es fundamentalmente brutal, egoísta y estúpido tal y como se comporta cuando toda superestructura civil es eliminada, y que el Häftling no es más que el hombre sin inhibiciones». Primo Levi experimentó desencanto al comprobar que el ideal humanista se rompía en mil pedazos bajo el peso del poder totalitario, pero no identificó la condición humana con sus aberraciones ideológicas, ni con los impulsos más abyectos del nacionalsocialismo. El nazismo fue una ideología que fundió materiales diversos (darwinismo, racismo, nacionalismo, militarismo, esoterismo) para liquidar el concepto de cultura surgido en la Europa ilustrada y consolidado el liberalismo político del siglo XIX, que reconoció el derecho a disentir en el marco de una sociedad abierta y diversa, compuesta por ciudadanos con derechos inalienables. Para destruir ese modelo social, el nazismo privó al individuo de cualquier forma de autonomía, incluso en su dimensión más elemental e ineludible.

En Los orígenes del totalitarismo (1951), comenta el profesor Narbona al concluir su artículo, Hannah Arendt apunta que «los campos de concentración […] privaron a la muerte de su significado como final de una vida realizada. En un cierto sentido arrebataron al individuo su propia muerte, demostrando con ello que nada le pertenecía y que él no pertenecía a nadie. Su muerte simplemente pone un sello sobre la voluntad de anular su existencia, incluso como recuerdo. Es como si nunca hubiera existido». Se mata a un hombre como se mata a una res, aprovechando sus restos para diversos usos. Se ahoga el grito de las víctimas como se insonoriza un matadero. Se intenta, en definitiva, dejar claro que no se mata a seres humanos. Auschwitz nos obliga a repensar nuestro concepto de la cultura y el hombre. No se trata de una matanza más, sino de un experimento que se repetirá en Ruanda, Camboya y Bosnia-Herzegovina. Si esto es un hombre nos dice que la cultura es un ideal de convivencia pacífica. El respeto por el otro, particularmente cuando nos separan muchas cosas de él, es la expresión más refinada de la interacción humana. Si el hombre olvida su responsabilidad hacia los demás, comienza la caída hacia el estado de naturaleza, donde reina la guerra, la lucha sin cuartel por la supervivencia. Afortunadamente, Auschwitz fracasó y fracasa cada día, pues cuando se extingue la violencia, reaparece poco a poco el respeto y la solidaridad. El hombre no es Hitler, embriagado por la voluntad de poder y la fantasía del Lebensraum o espacio vital, sino Primo Levi escribiendo un testimonio donde el dolor no desemboca en el odio y la desesperación, sino en la serenidad y el anhelo de paz y justicia.

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Entrada al campo de exterminio de Auschwitz (Polonia)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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viernes, 9 de diciembre de 2016

[Pensamiento] El humanismo desencantado (I)



Atenas, cuna del pensamiento occidental


Los que vivís seguros 
En vuestras casas caldeadas
Los que os encontráis, al volver por la tarde,
La comida caliente y los rostros amigos:
Considerad si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y frío el regazo
Como una rana invernal.
Pensad que esto ha sucedido:
Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
Al estar en casa, al ir por la calle, 
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe, 
la enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.


Si esto es un hombre (Primo Levi, 1958)


No es la primera vez que escribo en el blog sobre Primo Levi (1919-1987), escritor italiano de origen judío sefardí, autor de memorias, relatos, poemas y novelas, y resistente antifascista, superviviente del Holocausto. Conocido sobre todo por las obras que dedicó a dar testimonio sobre dicho Holocausto, particularmente el relato de los diez meses que estuvo prisionero en el campo de concentración de Monowice, subalterno del de Auschwitz, su obra Si esto es un hombre es considerada como una de las más importantes del siglo XX. Lo he hecho en sendas entradas de noviembre de 2013 y septiembre de este mismo año, y en ambas ocasiones las iniciaba con el poema de más arriba, escrito por Levi en 1958. A ellas les remito.

Hoy lo traigo de nuevo a colación comentando el artículo que en este mes de diciembre le dedica en Revista de Libros Rafael Narbona,  escritor, crítico literario y profesor de filosofía, colaborador habitual de Revista de Libros donde escribe el blog Viaje a Siracusa, dedicado a profundizar en el fenómeno de los totalitarismos. 

«¿Qué es el hombre?», se pregunta Narbona citando a Immanuel Kant, cuando el optimismo ilustrado aún llamea como una antorcha, proclamando la perfectibilidad indefinida de nuestra especie. «Un fin en sí mismo, nunca un medio», contesta el filósofo, homenajeando implícitamente al humanismo renacentista. Kant no es un ingenuo. Es imposible que no conociera los estragos de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), que causó la muerte de casi cinco millones de europeos, reduciendo la población alemana a la mitad. Es probable que desconociera las cifras, pero los casi ochenta años transcurridos entre el final del conflicto y su nacimiento no habían borrado de la memoria colectiva el espanto de una guerra que se ensañó con la población civil. Sólo una quinta parte de las víctimas pertenecían a los ejércitos en litigio. ¿Puede aventurarse que esta catástrofe moral preludia el furor exterminador de los nazis y los escasos escrúpulos de los aliados para acabar con ellos, bombardeando salvajemente ciudades de escaso interés militar, como Dresde y Hamburgo? Si esto es un hombre, compuesto entre diciembre de 1945 y enero de 1947, es uno de los testimonios más rigurosos de la Shoah, quizá la obra de referencia que marca el inicio de una riada de textos elaborados por los supervivientes, intentando explicar lo sucedido o, simplemente, relatar lo vivido, casi siempre bajo la sombra de la culpabilidad, pues parece imposible escapar del infierno, sin dejar jirones del alma en la telaraña de abominaciones tejida por los verdugos.

Primo Levi, dice Narbona, no pretende revelar al mundo algo que ya conocía y prefirió ignorar, esencialmente porque el antisemitismo era una vieja pasión inculcada por la tradición cristiana. Pocos se inquietaban por la suerte de los judíos en la vieja Europa. Los escombros de la catedral de Coventry conmovían más que los rumores de deportaciones y ejecuciones en masa. Primo Levi no se planteó Si esto es un hombre como un simple testimonio, sino como «un estudio sereno de algunos aspectos del alma humana». El Lager no brotó de la nada. No es una aberración histórica, sino la expresión radical de «un concepto del mundo llevado a sus últimas consecuencias». Ese concepto no se ha desvanecido. Perdura y sigue gravitando sobre nuestro presente, lo cual significa que el fenómeno de los campos de concentración podría repetirse. De hecho, el siglo XX es el siglo de los genocidios. Armenios, bosnio-musulmanes, ruandeses, tamiles y mayas sufrieron políticas raciales orientadas al exterminio. Los crímenes de guerra cometidos por Estados Unidos en Vietnam o los franceses en Argelia no respondieron exclusivamente a motivaciones políticas. El odio racial desempeñó un papel notable en las represalias contra los insurgentes. Los crímenes de los jemeres rojos o de otras dictaduras comunistas poseen un sesgo más ideológico, pero hay una idea común que sirve de motor en todos los casos: la deshumanización del adversario, su «deshominización». Es necesario ubicar a las víctimas en el conjunto de plagas dañinas –«gusanos», «ratas», «cucarachas»− para inhibir los impulsos de compasión que suscitan nuestros iguales, particularmente cuando se trata de niños, mujeres, ancianos o enfermos. El genocidio perpetrado por los nazis con la ayuda de las milicias fascistas de los distintos países ocupados no es una página negra de la historia, sino la exacerbación de un concepto de la cultura. «La historia de los campos de destrucción –advierte Primo Levi− debería ser entendida por todos como una siniestra señal de peligro». Su aviso se revelará profético en las décadas posteriores. Los campos de concentración surgirán de nuevo durante la guerra de Bosnia-Herzegovina. Otra vez, cuerpos desnutridos y ojos afiebrados detrás de una alambrada.

Primo Levi, añade, reconoce que escribió Si esto es un hombre para satisfacer la necesidad de «una liberación interior», pero su ejercicio individual y el de otros supervivientes adquirió enseguida el carácter de catarsis colectiva. Puede afirmarse que la narración del sufrimiento de los testigos de la Shoah aplacó temporalmente en muchas conciencias los impulsos más destructivos de la cultura europea. El recuerdo de los deportados abocados a trabajar en el fango, luchando cotidianamente por medio panecillo, o de las mujeres con la cabeza rapada, el regazo helado y la mirada extraviada, se convirtió en un poderoso argumento para luchar por una sociedad democrática, libre y plural, donde no pudiera esgrimirse ningún pretexto para pisotear los derechos humanos. Si esto es un hombre formula un nuevo imperativo moral: que Auschwitz no se repita, que las políticas de exterminio no reaparezcan en la historia. Ese imperativo no pudo frenar la aparición y propagación del archipiélago Gulag, ni los crímenes de las dictaduras latinoamericanas, pero sirve como referencia permanente de lo que significa ser hombre: básicamente, no negar la humanidad del otro, en particular cuando opone resistencia a nuestra visión del mundo, esbozando puntos de vista alternativos. «El primer oficio de un hombre –escribe Primo Levi− es perseguir sus propios fines por medios adecuados». Los «medios adecuados» marcan la diferencia entre una democracia y una dictadura. La muerte del adversario no puede legitimarse en ningún caso, sin incumplir ese oficio que nos define como especie moral y racional. Primo Levi empieza a comprender lo que significa el totalitarismo cuando recibe los primeros golpes. Golpes propinados metódicamente, sin ira, cumpliendo un protocolo que se considera necesario. Levi y sus compañeros reaccionan con estupor: «¿Cómo es posible golpear sin cólera a un hombre?» La respuesta es relativamente sencilla: destruyendo su humanidad, degradándolo a la condición de no-hombre.

El ser humano, añade más adelante, anhela la felicidad, pero la realidad suele arrojar obstáculos a su paso, frustrando esa aspiración. Paradójicamente, esos obstáculos a veces lo ayudan a sobrevivir. La resignación es un sentimiento mucho menos eficaz que el instinto primario de no morir. Soportar la sed, los golpes, el frío, el hambre, constituye una meta inmediata, que evita caer en la angustia y la desesperación. Durante el viaje a Auschwitz, cada minuto representa un reto, pues el paso del tiempo, lejos de producir alivio, actúa como un impulso descendente. El mundo exterior comienza a difuminarse hasta producir un absoluto pavoroso: el ser-ahí de una conciencia arrojada a un vagón de ganado, donde la humanidad sólo es «una masa humana confusa y continua, torpe y dolorosa». El nivel de sufrimiento de los deportados en ese tren se mide por un dato horripilante, que nos facilita Primo Levi con relativa serenidad: «Entre las cuarenta y cinco personas de mi vagón tan solo cuatro han vuelto a ver su hogar; y fue con mucho el vagón más afortunado».

Aunque la rampa de Auschwitz ha pasado a la posteridad como la palanca de un feroz darwinismo político, social y racial, continúa diciendo, Primo Levi señala que las selecciones no se realizaban siempre de forma racional, separando a los útiles de los improductivos. A veces, «entraban en el campo los que el azar hacía bajar por un lado del convoy; los otros iban a las cámaras de gas». Podría interpretarse este dato como un gesto de negligencia o brutalidad, pero en realidad refleja la esencia del poder totalitario. En política, la arbitrariedad funciona como una poderosa herramienta. Su misión es poner de manifiesto que –potencialmente− todo individuo puede ser detenido, torturado y asesinado. Si el poder limita o racionaliza su forma de proceder, recorta su capacidad de intimidación y renuncia a sus privilegios, sometiéndose al imperio de lo previsible o inteligible. Al igual que Dios, el Estado totalitario no rinde cuenta de sus actos, complaciéndose en la perplejidad que causan sus disposiciones. Ni Abrahán ni Job entienden al Dios que les aflige sin motivo, pero aceptan ciegamente su voluntad, violando –si es necesario− cualquier límite moral.

Levi refiere que los supervivientes de la primera selección observan a los deportados con asombro, dice más adelante. No parecen hombres, sino espectros: la cabeza inclinada, la mirada humillada, los brazos rígidos. Sucios, silenciosos, caminan torpemente en pequeñas formaciones de tres: «Nosotros nos mirábamos sin decir palabra. Todo era incomprensible y loco, pero habíamos comprendido algo. Esta era la metamorfosis que nos esperaba. Mañana mismo seríamos nosotros una cosa así». No es descabellado pensar que mientras Abrahán subía al monte Moriá, con Isaac maniatado y preparado para el sacrificio, especuló que la orden de asesinar a su hijo constituía una locura incomprensible. Su sumisión no expresa confianza, sino una dramática pérdida de autonomía moral y un temor ilimitado. La función del Lager es lograr algo semejante: obediencia ciega, terror, muerte en vida. Primo Levi nos proporciona una precisa descripción de ese estado de humillación e indefensión que solemos identificar con el infierno: «Hoy, en nuestro tiempo, el infierno debe ser así, una sala grande y vacía y nosotros cansados teniendo que estar en pie, y hay un grifo que gotea y el agua no se puede beber, y esperamos algo realmente terrible y no sucede nada y sigue sin suceder nada. ¿Cómo vamos a pensar? No se puede pensar ya, es como estar ya muerto. Algunos se sientan en el suelo. El tiempo transcurre gota a gota».

Por esas fechas, añade el profesor Narbona, Primo Levi es un joven con estudios de química y con escasas dotes como partisano. Cree en la razón. Cree en el hombre. Nunca llegará a abdicar de ese ideario. No caerá en el pesimismo antropológico, ni flirteará con la misantropía, pero la llegada a Auschwitz lo sitúa «al otro lado», en un territorio opaco, arbitrario, dominado por una penumbra moral hasta entonces desconocida. ¿Cómo pudo sobrevivir ese humanismo racionalista entre las alambradas, librándolo del nihilismo de un Jean Améry o la desesperación de Paul Celan? Sólo podemos seguir el rastro de sus palabras, buscando una respuesta que siempre resultará insuficiente, pues no existen palabras capaces de reflejar el grado cero de humanidad asignado a las víctimas del poder totalitario.

Narbona promete una segunda parte a su artículo. La subiré al blog en cuanto se publique.



Primo Levi



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 3 de octubre de 2016

[Historia] Del fracaso de la República a la guerra civil. Un análisis de Stanley G. Payne



La diosa Clío, musa de la historia


Dicen los historiadores Pilar y Alfonso Fernández-Miranda en su libro Lo que el Rey me ha pedido (Plaza & Janes, Barcelona, 1995), que leí en septiembre de 1995 y ayer terminé de releer por segunda vez con enorme placer, que está en la naturaleza de la historia y en la condición histórica de la existencia humana el que los hechos queden sujetos a reinterpretación continua, de suerte que solo cabe hablar de verdades, histórica y definitivamente establecidas, en lo que concierne a la consistencia fáctica de los hechos acaecidos, pero no respecto a su sentido profundo o al alcance de sus efectos. Es un criterio que como historiador me parece correcto y a él procuro atenerme en la medida de mis conocimientos.

En el ya lejanísimo verano de 1966, con veinte años recién cumplidos, leía mi tesina de graduación en la Escuela Social de Madrid. Llevaba el pomposo y conflictivo (para la época) titulo de El futuro político de España, y recuerdo que citaba en ella unas palabras del todopoderoso por aquel entonces director del diario Pueblo, órgano del sindicalismo vertical franquista, Emilio Romero, nada sospechoso de veleidades izquierdistas, que había comentado con énfasis que a la Segunda República española se la "cargó" (esas eran sus palabras exactas) una derecha cerril y montaraz que se negó a colaborar con ella. No le faltaba razón a don Emilio. Yo también lo pensaba entonces, quizá sin mucho fundamento dados mis escasos conocimientos históricos en aquel momento. Pero no todo el mundo pensaba lo mismo, ni entonces ni ahora. Y es que como decía Voltaire la verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura. 

De entonces a acá, y sin que la susodicha tesina figure en antología alguna sobre la historia de la Segunda República ni tan siquiera de la última etapa del régimen franquista y su posible evolución una vez "cumplidas las previsiones sucesorias", que era de lo que trataba, se ha escrito suficientemente sobre el tema como para no insistir excesivamente en él. Como siempre he defendido que la Historia, como ciencia social que es, la deben hacer los historiadores y no los políticos, me gusta subir hasta el blog aquellas aportaciones que a mi modesto juicio enaltecen la profesión de historiador, aunque resulten polémicas. Y si hace unos días escribía sobre el 80 aniversario del inicio de la guerra civil trayendo hasta Desde el trópico de Cáncer un enjundioso artículo del escritor Rafael Narbona, hoy me animo a compartir con ustedes otro interesante comentario por parte del catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, el profesor Luis Palacio Bañuelos, publicado el pasado mes de julio en Revista de Libros bajo el título de De "una democracia poco democrática" a una guerra civil, reseñando dos recientes libros del afamado hispanista e historiador estadounidense Stanley G. Payne: Alcalá-Zamora. El fracaso de la República conservadora (Gota a Gota, Madrid, 2016), y El camino al 18 de julio. La erosión de la democracia en España. Diciembre de 1935-Julio de 1936 (Espasa, Barcelona, 2016), que espero merezca su interés.

Payne, comienza diciendo el profesor Palacio, es uno de los mejores conocedores de la España contemporánea. En sus dos nuevos libros completa su visión de la Segunda República –«cuando tuvo lugar la desunión de la sociedad civil española, el punto de inflexión de su historia más reciente»– y se interna en el origen de la Guerra Civil. Nos ofrece un retrato de Niceto Alcalá-Zamora y su influencia en el devenir de la República y escudriña el proceso que conduce al 18 de julio. Se trata de dos libros densos, minuciosos, rigurosos y bien documentados, referentes ya para el estudio de esta etapa histórica. En ellos, este hispanista norteamericano hace gala, una vez más, de su condición de gran historiador pues, como se dice en el Quijote, puede escribirse como poeta o como historiador: «el poeta puede contar o catar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna».

Don Niceto es un personaje poco y mal conocido, señala sobre la figura del que fuera primer presidente de la República. Contra él surgió toda una leyenda negra azuzada por el franquismo. Estos versos que cantaba la tropa durante la guerra, en 1936, son buena muestra del poco aprecio que suscitaba su persona:

El sinvergüenza de «El Botas»
a Noruega quiso ir.
Le dijeron los noruegos
que se marchara a París.
En París lo recibieron
los del Frente Popular,
entre tanto sinvergüenza
¿qué importa un canalla más?

¿Qué papel desempeña Alcalá-Zamora como presidente de la Segunda República?, se pregunta. Y estas son algunas de las respuestas de Payne en este libro: contribuyó más que nadie a la caída de la Monarquía y a la instauración de la Segunda República; fue la figura pública más importante de la España de aquellos años; influyó más que nadie en los asuntos públicos; tuvo más responsabilidad que ninguno en la quiebra de la democracia parlamentaria y en que el sistema se derrumbara y, como consecuencia, «fue más responsable que ningún otro individuo del estallido de la Guerra Civil».

La vida de Alcalá-Zamora (1877-1949), sigue diciendo, ayuda a entender mejor su actuación política. Su historia personal es una historia de éxito. Son notas relevantes en su biografía su formación como autodidacta, su precocidad mental y aguda inteligencia, su extraordinaria memoria fotográfica, su capacidad de trabajo y su extraordinaria salud. Estudió como alumno libre, siempre con resultados deslumbrantes, el bachillerato –viajaba «en un borriquillo» a examinarse al instituto de Cabra– y la carrera de Derecho en Granada. Sus triunfos continuaron en el doctorado –era un alumno favorito de Gumersindo de Azcárate–, en la oposición a letrado del Consejo de Estado –fue el número 1– y como brillante orador y jurista. Es el arquetipo de persona que se hace a sí misma. Nacido en una familia modesta, fue capaz de situarse magníficamente en Madrid gracias al ejercicio de su profesión en su bufete de abogado (1912), donde ganaría mucho dinero. Vivió –incluso en sus años de presidente de la República– en un «hotelito» que se compró en el número 30 de la calle Martínez Campos, con su mujer, Doña Pura, y sus seis hijos, y siempre mantuvo su finca «La Ginesa» en su pueblo. Tuvo una vida intelectual muy activa como miembro de tres Academias (Jurisprudencia, Ciencias Morales y Políticas, de la que fue presidente, y de la Lengua). Y en su carrera política, tras romper con su monarquismo (fue dos veces ministro de Alfonso XIII), llegaría a liderar el Comité Revolucionario, nacido del Pacto de San Sebastián, y a presidente de la nueva República. Don Niceto, un hombre de «aspecto vulgar con una prosa saturada de gongorismo», al decir de Wenceslao Fernández Flórez, era meticuloso, austero, escrupuloso, honesto; «modesto y vanidoso, desconfiado y rencoroso», subrayaba Azaña. «Para explicar aquel originalísimo ejemplar de andaluz hay que apelar a las cuatro razas que han hecho a Andalucía: don Niceto era un bético-hebreo-árabe-gitano»: tal vez sea exagerado este juicio de Salvador de Madariaga, pero es oportuno tener en cuenta su condición de cordobés-senequista. Y entendemos mejor a Don Niceto si lo ubicamos en su Priego natal, un pueblo fragmentado entre nicetistas y valverdistas, partidarios de Don Niceto o de José Tomás Valverde, que personalizaban dos maneras de ejercer el caciquismo y el poder local. Su actuación política con su desafortunado final crearon un «antinicetismo» transmitido oralmente: «Ay, Nicetillo / qué mal te veo / sin tu Ginesa, / sin tus enchufes / y ya tan viejo... / Vendiste a tu Patria / por dinero... / Vete a Moscú, / lejos de aquí». Pero, al margen de esta leyenda negra, la imagen pública de Alcalá-Zamora ha quedado marcada no sólo por su caciquismo y autosuficiencia, sino también por valores como su honestidad, trabajo y austeridad.

Payne comienza su libro, nos dice el profesor Palacio, afirmando que, en contra de lo aceptado, la Segunda República fue mucho más revolucionaria que democrática pues, más que concentrarse en la democratización política, abrió un proceso revolucionario que culminó en una guerra civil. Los primeros fallos fueron de los republicanos fundadores, marcados por el radicalismo, sectarismo y personalismo, así como por su sentido patrimonial de la República, que les llevaba a defender que era de izquierdas y únicamente de la izquierda. Respecto a Alcalá-Zamora, explica las múltiples contradicciones que vivió como presidente católico en una República anticlerical y cómo y cuánto contribuyó a la polarización de España. Retomando lo escrito en su día por Javier Tusell, Payne se reafirma en que la República «era una democracia poco democrática».

En 1931, continúa relatando, se proclamó una República democrática que, aunque carente del aval de un referéndum o de unas elecciones legislativas, vio aceptada su legitimidad por la mayor parte del espectro político. De los tres grupos que impulsan el nuevo régimen –los republicanos de izquierda, los socialistas y los radicales de centro–, sólo estos últimos, defiende Payne, otorgaban un valor intrínseco a la democracia liberal y a las normas del sistema electoral parlamentario. Para el resto, el concepto de revolución aplicado a la República no era tanto un sistema político como un determinado programa de reformas culturales e institucionales para el cual era indispensable eliminar permanentemente a los católicos y a los conservadores de cualquier participación en el Gobierno. Eso ocurrió tras las elecciones de junio: elaboraron una Constitución que no reflejaba la opinión pública española al rechazar el consenso y restringir algunos derechos de los católicos. La insurrección revolucionaria de 1934 tiene como punto de partida, según Stanley Payne, la radicalización del socialismo español durante 1933 y 1934. Se trataba de recuperar el poder a toda costa. Y, como no era posible por medio de unas elecciones democráticas (1933), que legítimamente ganó la derecha, había que lograrlo por la revolución. En este libro, Stanley Payne abunda en el hecho de que Azaña y otros líderes de izquierda pretendieran convencer al presidente de la República para que se buscaran alternativas y «se olvidaran» los resultados logrados democráticamente, lo que resultaba de una gravedad inusitada (para las elecciones de 1933 y de 1936 se basa en trabajos que cita de Roberto Villa y Manuel Álvarez Tardío). Este fue, para nuestro autor, «su gran momento como presidente: su firme negativa a cancelar los resultados de las primeras elecciones verdaderamente democráticas en la historia de España, como le reclamaba la izquierda». Es decir, su gran acierto fue, insiste el autor del libro, resistir la presión de Azaña para que formase un gobierno extraparlamentario que pudiera manipular unas elecciones, y su mayor error, denegar el poder a la CEDA; no quiso seguir la lógica de la democracia parlamentaria y permitir que el partido más votado formase gobierno. Alcalá-Zamora hizo uso de sus prerrogativas como presidente para acabar con gobiernos que eran claramente mayoritarios e interfirió en el funcionamiento del Ejecutivo. Además –apostilla Payne–, precipitó el comienzo de la crisis con las elecciones de febrero de 1936, «totalmente innecesarias e incendiarias», que se convirtieron en una especie de plebiscito entre el proceso revolucionario abierto en 1934 y la contrarrevolución. En definitiva, le faltó coraje moral y político para enfrentarse con la izquierda en el poder, del mismo modo en que lo había hecho con la derecha. Y, en cualquier caso, todo respondía a su modo caciquil de entender la política y a la sobrevaloración de su papel como garante de la República liberal.

La tesis final de Stanley G. Payne, añade más adelante, es que las profundas raíces provincianas y su formación en la cultura política elitista y predemocrática de la Restauración hicieron de Alcalá-Zamora un personaje decimonónico que nunca llegó a entender la política de masas del siglo XX. Se decía por ello que era «Alfonso en rústica», una edición de bolsillo de Alfonso XIII. Don Niceto, añade nuestro autor, no supo ver que «la revolución es un proceso, no un acontecimiento». Su personalismo y egocentrismo le llevaron a concebir «un papel heroico en la jefatura del Estado, como el artífice de un nuevo equilibrio a través de la manipulación constante». Pero en la práctica no respetó del todo la Constitución. Sus defectos de personalidad y su falta de visión y juicio político lo convertirían finalmente en «uno de los principales enterradores de la República».

Tras ser cesado como presidente de la República, nos dice, Alcalá-Zamora tuvo que vivir exiliado el resto de su vida. Fue una etapa dramática, que Stanley Payne expone en el libro con todo detalle. El día 6 de julio –el mismo día en que cumple cincuenta y nueve años– Don Niceto, libre de cargos y responsabilidades, decide hacer realidad su sueño de conocer los países del norte de Europa acompañado de su familia. Un barco les llevaría de Santander a Hamburgo y a Islandia. En Reikiavik le llega la noticia del estallido de la guerra. Queda consternado. Obtiene en Francia el estatus de refugiado y se instala en Pau, cerca de la frontera. Tras el desenlace de la guerra decide exiliarse en Argentina, hacia donde se embarca en noviembre de 1940. El viaje fue una horrible odisea: Marsella, Dakar –donde son retenidos 128 días en condiciones penosas–, Casablanca, de nuevo Dakar y La Habana, hasta que el 28 de enero de 1942 llegan a Buenos Aires. En aquellos 441 días de éxodo, Don Niceto y su familia experimentan lo que significa ser exiliados.

Transterrados –conterrados dirá Juan Ramón Jiménez–, exiliados, olvidados –palabra con resonancias buñuelianas– traducen la misma realidad vivida por cerca de medio millón de españoles como consecuencia de la Guerra Civil, sigue diciéndonos. Realidad más dura, si cabe, en el caso del expresidente de la República, al que no se le paga su pensión presidencial, se le embarga su patrimonio personal, se prohíbe que se le hagan transferencias de fondos y se saquean las cajas fuertes que tenía en bancos. Don Niceto tuvo que empezar una nueva vida y pasar de ser un hombre acaudalado a tener que trabajar a diario para mantener a su familia. Pudo sobrevivir gracias a sus colaboraciones en prensa: su amigo Adolfo Posada le había conseguido una columna en La Nación de Buenos Aires y también colaboraría en L’Ere nouvelle de París. Fruto de su trabajo de aquellos años nacerían libros como 441 días, Confesiones de un demócrata, Régimen político de convivencia en España, Lo que no debe ser y lo que debe ser, La Guerra Civil ante el Derecho Internacional o La paz mundial. Payne, a pesar de la dura crítica que hace de su papel como presidente de la República, reconoce noblemente que «esta última etapa de su vida revela las más admirables cualidades de Alcalá-Zamora». Explica que fue fiel a los ideales de la República y sus hijos Pepe y Luis lucharían en el ejército popular. Alcalá-Zamora, a diferencia de otros intelectuales, jamás apoyó a Franco y el dictador nunca devolvería sus bienes a su familia «por haber hecho posible la revolución». Rechazado y abandonado por ambos bandos, muere a los setenta y un años; sería enterrado, siguiendo sus deseos, envuelto en la bandera republicana junto con un puñado de tierra española.

En el segundo de los libros reseñados por el profesor Palacio, Payne narra con gran detalle el camino que lleva al 18 de julio: la erosión de la democracia en España (diciembre de 1935-julio de 1936), es decir, los hechos que, en cadena, conducen a la guerra, aunque –afirma– fue evitable hasta el 15 de julio. Se detiene en muchos de los líderes. Ratifica su visión de un Azaña que se había declarado sectario, radical, y no un liberal, y que funcionó como los socialistas esperaban, como un Aleksandr Kérenski que acabaría plegándose a ellos, como ocurrió el 19 de julio. E insiste en que su apuesta de apoyarse en los partidos revolucionarios del Frente Popular fue demasiado arriesgada en vísperas de la Guerra Civil y que Azaña pecó de ingenuidad y le sobró soberbia al creer que con el tiempo renunciarían a sus pretensiones revolucionarias. Le culpa, sobre todo, de no haber creado un gobierno de concentración. Es cierto, dice Payne, que Azaña se dio cuenta de su error el mismo 18 de julio, cuando ofrece a Martínez Barrio formar un gobierno de concentración, pero ya era demasiado tarde. En cualquier caso, concluye Payne, el error fundamental cometido por Azaña y Casares Quiroga fue que no se tomaron lo bastante en serio el peligro de rebelión militar.

Este libro, continúa Palacio, ofrece un estudio, paso a paso, del proceso revolucionario. Explica que, según las instrucciones del Comité Revolucionario, la insurrección debía tener «todos los caracteres de una guerra civil» y seguía planes del manual La insurrección armada, del mariscal Mijaíl Tujachevski para el Ejército Rojo en 1928. «Sorprende –añade– la ligereza con que los socialistas –y antes los anarquistas– contemplaban la posibilidad de guerra civil». Y refrenda a Santos Juliá: los socialistas pretendían no una revolución preventiva, sino un proyecto de responder a una supuesta provocación con el propósito de conquistar todo el poder para el partido y el sindicato socialista. En El Socialista del 25 de setiembre de 1934, puede leerse: «Renuncie todo el mundo a la revolución pacífica, que es una utopía. Bendita sea la guerra».

El Gobierno de centro-derecha, añade a continuación, cae a fines de septiembre de 1935 como consecuencia del escándalo del estraperlo, que aprovecharía Alcalá-Zamora para manipular y forzar la dimisión de Alejandro Lerroux, a quien deseaba destruir, algo bien distinto a su proclamado deseo de «centrar la República». En esta misma línea sitúa Payne el caso de José María Gil-Robles, que no logra formar gobierno porque el presidente –que retrata al líder derechista como un «epiléptico y frenético caudillo» cuya política era reaccionaria– se lo impide. La envidia y el resentimiento de Don Niceto, unidos a su obsesión por restaurar el poder de la izquierda, fueron fatales para el destino de la República, según Payne, que cita a Cambó en sus memorias, cuando dice que Alcalá-Zamora tuvo gran parte de culpa de que llegara la República y «fue el principal responsable de que estallara la revolución y en ambas ocasiones obró por resentimiento».

El Gobierno de Manuel Portela, dice, que excluye a la CEDA, no se sometería a una votación parlamentaria porque Alcalá-Zamora echó mano de la prerrogativa presidencial para cerrar las Cortes durante treinta días. Este tipo de decisiones caciquiles hicieron que se viera a Don Niceto como un enemigo implacable de las Cortes. Poco después decreta las elecciones de febrero de 1936. Afirma Stanley que sectores socialistas y comunistas pensaban emplear la violencia y el fraude para garantizar el resultado electoral. Payne revisa en este libro el importante y controvertido tema de las irregularidades que se produjeron en las elecciones de 1936: «Todo este proceso constituyó la etapa más decisiva de la erosión de la democracia en España». Finalmente llegó el momento de prescindir de Alcalá-Zamora. El 5 de marzo, Indalecio Prieto escribía en El Liberal un artículo en el que decía que debía ser sustituido por un presidente netamente izquierdista. Diez días después, las Cortes se abrían entonando La Internacional, muestra del ambiente que allí existía. El Frente Popular habla ya claramente de poner en marcha la dictadura del proletariado. Azaña desea que Don Niceto dimita y así se lo sugiere el 7 de abril. El presidente renunciaría finalmente tras la votación de las Cortes en su contra. El 10 mayo de 1936, Azaña será elegido Presidente de la República. Encarga a Indalecio Prieto que forme gobierno, pero, al pretender que fuera una coalición socialista-republicana, se topa con el radicalismo de Largo Caballero. Le llega el turno a Casares Quiroga, hombre leal a Azaña. Los problemas entre prietitas y caballeristas se acentúan: aquéllos buscan alianzas con los republicanos de izquierda y éstos reclaman la revolución marxista. Para lograrla, Largo Caballero estrecha sus relaciones con los comunistas, intentando forzar a Azaña y a Casares para que den paso a un gobierno socialista revolucionario. Es en este contexto donde el Partido Comunista, con diecisiete diputados, podía por primera vez desempeñar un papel significativo, gracias al apoyo de los caballeristas.

El libro, añade Palacio Bañuelos, dedica un minucioso análisis a la trayectoria del Partido Comunista. Tras las elecciones de 1936, una delegación del PCE recibía de la Comintern un documento que habría de servir de guía para «la revolución que estaba desarrollándose en España». Payne afirma, en contra de lo habitualmente aceptado, que la posición del PCE en el Frente Popular no era moderada, sino extremista, en pro de una República popular. Recuerda también que el Partido Comunista recibía de la Unión Soviética ayuda financiera y pautas políticas: debía rechazar el insurreccionismo y la violencia de masas, asumiendo una variante de la táctica fascista en Italia y Alemania para hacerse con el poder, paso a paso, y siempre en nombre del antifascismo. El objetivo era que el Gobierno republicano dejara paso a «un Gobierno obrero y campesino». En este entramado, Stanley Payne analiza el papel desempeñado por Luis Araquistáin, principal teórico del caballerismo, que defendía un paralelismo histórico entre las revoluciones rusa y española, y que escribiría en Claridad que «el dilema histórico es fascismo o socialismo, y sólo lo decidirá la violencia». Y recuerda la pretensión de Largo de crear un partido único con los comunistas: «¡No hay ninguna diferencia!», proclamaba. Este proyecto era inviable, pero animó a las Juventudes Socialistas a unificarse, el 5 de abril, como Juventudes Socialistas Unificadas. Su líder, Santiago Carrillo, escribía en Mundo Obrero el 10 de mayo que las Alianzas Obreras se convertirían en la versión española de los soviets revolucionarios, en órganos para la dictadura de una clase.

En los meses de mayo y junio, sigue diciendo, Stanley detecta una fuerte erosión de la democracia. Desórdenes públicos, violencias, aceleración de la reforma agraria y del terror en el campo andaluz, arrestos arbitrarios, violencia creciente, etc. Cada vez se habla más de guerra civil en aquella España que proseguía su «triste anárquico caminar», que diría Sánchez-Albornoz. La sesión del 16 de junio en la Cortes fue dramática. Gil-Robles hizo recuento de asesinatos (269) y otros desmanes. Son bien conocidas las intervenciones en las Cortes de Calvo Sotelo y Casares en medio de gritos y amenazas. Todo se precipita. A comienzos de julio, la conspiración no era un secreto, pero el Gobierno optó por esperar a que se produjera la sublevación para yugularla y restablecer la paz.

El libro, nos señala el profesor Palacio, dedica un capítulo entero (acude a los trabajos de Alfonso Bullón de Mendoza) al asesinato de Calvo Sotelo que, para Payne, es el «equivalente funcional al asesinato de Giacomo Matteotti en Italia en 1924» y porque anticipaba el modus operandi de las checas revolucionarias en Madrid durante los cinco meses siguientes. Aquel magnicidio fue el catalizador necesario para transformar una conspiración en una rebelión violenta. La Segunda República había dejado de ser un sistema parlamentario constitucional. Claridad, el día 16, publicaba la Técnica del contragolpe de Estado para iniciar «la dictadura del proletariado o del Frente Popular»; su director, Luis Araquistáin, habla de que una revolución violenta requería una guerra civil para triunfar. «Largo Caballero –concluye Payne– conseguiría crear su dictadura revolucionaria, pero después de un gran torbellino de confiscaciones de propiedades de todo tipo y un programa de asesinatos en masa que acabaría con la vida de más de cincuenta mil personas».

Finalmente, añade, Azaña convenció a Diego Martínez Barrio para que formara un gobierno moderado de centro-izquierda. Si se hubiera planteado antes esta solución, según Payne, tal vez se hubiera evitado la guerra. Pero ya no interesó a nadie. Y llegó el Gobierno de republicanos de izquierda con José Giral. Tras los cinco meses de Frente Popular, se había vivido una etapa prerrevolucionaria de transición hacia la revolución directa y comenzaba la Tercera República (Burnett Bolloten), la «República popular española» (Comintern y Partido Comunista de España) o la «Confederación republicana revolucionaria de 1936-1937» (Carlos M. Rama).

Para Payne, concluye el profesor Palacio, el 18 de julio fue una rebelión provocada por una oleada de atropellos, actos ilegales y violencias. Dos factores fundamentales determinaron que sobrevendría una guerra civil: la división dentro del ejército y la entrega de armas a los revolucionarios. Es falso, añade, que nadie deseara entonces una guerra civil, pues todos los marxistas revolucionarios la consideraban una inevitabilidad histórica y el general Emilio Mola veía que un golpe de Estado sería totalmente imposible y que una insurrección militar sólo podría vencer a través de una guerra civil. Sin olvidar que durante la República –insiste Payne– se repitió una actuación consistente en ignorar la realidad, dejar que los acontecimientos se desbordaran y luego responder con una hiperreacción.

En estos libros, el autor (Payne), echando mano de los resultados de nuevas investigaciones, completa y matiza sus tesis de antaño, nos dice Palacio. Defiende con contundencia «el carácter revolucionario y radical» de la realidad republicana y se muestra más crítico con la izquierda. Prohibido antaño por el franquismo, Stanley Payne es hoy acusado por algunos de ser benevolente, e incluso lo llaman converso. Lo que para unos es traición, para otros y para él mismo es «mayor equilibrio» al disponer de más datos. Para entender esta evolución, tenemos que remontarnos a su libro La revolución española, que, según explica él mismo, «fue una especie de hito para mi concepción de la política española». Su diagnóstico sobre los procesos revolucionarios ha cambiado. Lo antes aceptado de que «la derecha era inicua, reaccionaria y autoritaria, mientras que la izquierda (a pesar de ciertos excesos lamentables) era fundamentalmente progresista y democrática» se ha trocado, a la luz de nuevas investigaciones y reflexiones, en que «la izquierda no era necesariamente progresista ni, desde luego, democrática, sino que en realidad, en la década de 1930, había ocasionado un retroceso de la democracia relativamente liberal instaurada entre 1931 y 1932». Sus tesis hoy son, sin duda, más arriesgadas pero, como ya se dice en el Quijote, «es grandísimo el riesgo a que se pone el que imprime un libro, siendo de toda imposibilidad imposible componerle tal que satisfaga y contente a todos los que le leyeren». 




Madrid, 14 de abril de 1931



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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viernes, 4 de diciembre de 2015

[A vuelapluma] El sentido de la vida. 40 años sin Hannah Arendt




Hannah Arendt (1906-1975)


Las asociaciones involuntarias de ideas me provocan perplejidad. Lo mismo que los sueños. No entiendo muy bien el mecanismo que produce unas y otros, pero me encantan. Si morir es un sueño eterno, no deberíamos tenerle excesivo miedo a la muerte. Yo, desde luego, no se lo tengo. Si acaso me produce cierta angustia el dolor físico y el deterioro mental que puede precederla. Y sobre todo el sentimiento de pérdida y la pena que provoca la ausencia en los que te amaron y a los tú también quisiste. 

Hoy hace cuarenta años que murió en Nueva York, a los sesenta y nueve de edad, mi admirada Hannah Arendt. Imposible sustrarme a la tentación de recordarlo. Quería escribir algo sobre la efémeride, y ahí cuadra lo de las asociaciones de ideas, y me encuentro con un hermoso artículo del profesor Rafael Narbona en su blog Viaje a Siracusa, titulado "Esperando al 21", que refleja muy bien lo que yo hubiera deseado contar. 

Es un texto muy bello, en el que "un recuerdo de Madrid", un determinado recuerdo de un determinado hecho de un determinado Madrid de una determinada época, que ya pasó, se convierte en el hilo conductor del relato. 

Antes de reseñarlo, permítanme un breve ejercicio de nostalgia. Llegué por vez primera a Madrid, en tren, con mis padres y hermanos, una fría mañana de invierno pocas semanas antes de cumplir los cuatro años. Tengo muy claro el recuerdo de ver por la ventanilla del vagón pasar los árboles cubiertos de escarcha. Nos afincamos en el barrio de Delicias, en el entonces distrito de Arganzuela-Villaverde, y siete años después nos mudamos al barrio de Hispanidad, en el distrito de Chamartín. Casi de un extremo a otro de la ciudad. Allí viví once años más. Y de Madrid a Canarias, donde sigo viviendo a punto de cumplir los 70.

En Madrid se quedaron mis padres, mis hermanos y una numerosísima familia de primos y tíos. Y a Madrid habré vuelto un centenar largo de veces desde entonces. Solo, con mi mujer y mis hijas, por placer, por estudios, por trabajo y por tristes acontecimientos familiares. La última, hace apenas unos meses. Y reconozco que "este Madrid" no es el Madrid de mi infancia, de mis recuerdos y mi añoranza. No digo que sea mejor ni peor; simplemente, no es el mío. Y no me gusta tanto como aquel de mi niñez y juventud.

Pasé mi niñez y mi primera juventud, dice Narbona en su relato, en el barrio de Argüelles. Mi dormitorio era amplio y luminoso. Tenía un pequeño balcón desde el que podía contemplarse el Parque del Oeste y la Casa de Campo. Apoyado en una barandilla de hierro, observaba al funicular que sobrevolaba las encinas y las jaras, adentrándose en una campiña de suaves colinas y pequeños cerros. Desde un sexto piso, el Manzanares parecía un río de un azul melancólico, que espejeaba bajo el sol, acompañando a la Almudena durante los crepúsculos granates y los amaneceres fríos, cristalinos. El Palacio Real, con sus simetrías y exactitudes, borraba cualquier ensoñación romántica. La fachada orientada hacia los Jardines de Sabatini insinuaba que la razón es un ardid del ingenio humano para aplacar el desorden de la naturaleza. Lo caótico y desmesurado nos infunde temor. La proporción y la medida nos hacen sentir que el mundo puede someterse al tamaño del hombre, espantando nuestros miedos. 

En otoño, sigue diciendo, levantaba las persianas y el paisaje cambiaba. Los árboles del Paseo de Rosales se quedaban desnudos, alfombrando las aceras de amarillo y rojo. El otoño, la mejor estación del año en Madrid, añade, era un paraíso cercano, con mañanas tibias y transparentes, que propiciaban la contemplación y el ensimismamiento. Cuando regresaba de la universidad, bajaba por el Paseo de Moret, con una indecible paz interior, observando las ramas que se enlazaban sobre mi cabeza. No hacía falta mucha fantasía para convertirlas en los arcos de una bóveda natural e imaginar que recorría un interminable claustro. Mi serenidad conventual se desplomaba cuando llegaba a la altura de Marqués de Urquijo y el tráfico, con su estrépito de bocinas y plebeyos tubos de escape, avivaba la rutina de la ciudad.

En las grandes aglomeraciones urbanas, cuenta poco después, la poesía se guarece en las esquinas, tímida y silenciosa. En aquella ocasión, añade, la poesía fue para él, era una anciana que esperaba al autobús de la línea 21 de la EMT. Al lado de la estatua del pintor Rosales, se levantaba una marquesina. La anciana había superado los ochenta años, pero no había perdido su belleza. Con los ojos azules y el pelo blanco recogido en un moño, su rostro evocaba a las actrices de otra época, que sólo necesitaban mirar a la cámara para crear una atmósfera sensual y mágica, sin realizar ninguna concesión a la vulgaridad. Delgada y alta, su pequeña nariz recordaba la perfección de las estatuas clásicas, con sus rasgos armónicos y sin estridencias. En su mirada se advertía una niñez que se resistía a morir. No respetaba horarios, añade. Su presencia en la marquesina del 21 era imprevisible, pero recurrente. Solía encontrarla hacia las dos de la tarde, a las seis, a las nueve, o a primera hora de la mañana, incluso en invierno, cuando el frío estremecía los huesos y madrugar parecía una medida disciplinaria. Muchas veces llevaba un abrigo beige combinado con un fular amarillo, que anidaba al cuello con gracia y delicadeza. Había algo de emperatriz china en su expresión enigmática. Durante las mañanas soleadas, paseaba por el parque con un canario en una jaula. Se sentaba al lado de una fuente, escuchando el sonido del agua, mientras el pájaro cantaba alborozado. Nunca me atreví a dirigirle la palabra, pues con veinte años la vejez parece algo remoto y ajeno, pero muchas veces viajamos juntos. Yo casi siempre iba de pie; ella, invariablemente, se sentaba y nunca dejaba de mirar hacia el exterior, como si quisiera atrapar y atesorar en su memoria cada imagen, cada instante. Yo me bajaba antes que ella, preguntándome cuál sería su destino. Pensaba que tal vez tenía un hijo en un barrio alejado, pero en una ocasión escuché a dos conductores de la EMT comentando que se hacía la ruta completa del 21 varias veces al día. Ambos especulaban con que tal vez era una viuda sin hijos, incapaz de soportar la soledad de un hogar vacío. Esa conversación convirtió mi simpatía en ternura. Pensé en decirle algo, pero temí importunarla y me limité a continuar observándola. Me preguntaba si mi vejez se parecería a la suya, pues ya entonces pensaba que no tendría hijos. Vivía en un piso de renta antigua y presumía que algún día me marcharía de Argüelles, dejando atrás infinidad de recuerdos.

Cuando pasaron varios días sin cruzarme con ella, prosigue diciendo, empecé a pensar que había muerto, pero no me atreví a investigar. Preferí no saber nada, imaginar que seguía esperando al 21, pero a otras horas y que de vez en cuando paseaba al canario, feliz de escuchar su canto cerca de la fuente. Hace mucho que me mudé a las afueras de Madrid, y que no subo al 21, nos cuenta, pero cuando me he acercado a Madrid y lo he visto bajar hacia el Parque del Oeste, he sentido que mi vida viajaba en él, quizá con la de aquella anciana que esperaba a la muerte con los ojos muy abiertos, complaciéndose con las estampas de una ciudad que nunca amé y que ahora añoro, porque en ella está parte de mi existencia. Nos gustaría que lo que amamos viviera para siempre, pero tarde o temprano todo se desvanece. Vivir es despedirse una y otra vez, decir adiós con pena, impotencia y perplejidad. Siempre he deseado creer en Dios, siempre he sentido que me llamaba desde una casa encendida, invitándome a pisar el umbral, pero siempre ha surgido algo que me ha detenido: la muerte prematura de un ser querido, la sonrisa triunfal de la crueldad, las ásperas objeciones de la razón, tan obstinada como precisa. Quizás esa anciana cuyo nombre ignoro esperaba al 21 porque había aprendido que es mejor aplazar cualquier pregunta y limitarse a contemplar el mundo con asombro y gratitud.

Hasta aquí, un resumen del hermoso artículo de Rafael Narbona que les animo a leer completo en el enlace de más arriba. Yo, al hacerlo, no he podido evitar pararme a reflexionar una vez más sobre el sentido de la vida, en general, y de la nuestra, la de cada uno en particular. Y recordé una frase de Hannah Arendt al respecto, que cito de memoria así que puede no ser exacta en su transcripción literal: "la muerte es el pequeño precio que tenemos que pagar por la dicha de haber vivido".

Me gustaría creer que nos equivocamos los que pensamos que la vida no tiene ningún sentido y que estamos aquí por Azar, permítanme escribirlo con mayúscula quizá contradiciéndome a mí mismo, y que la historia de la evolución, desde el Big Bang para acá, es esa flecha lanzada hacia el Infinito de la que tan poéticamente hablara Pierre Teilhard de Chardin. Pero sé que mucho antes de lo que querríamos desapareceremos para siempre, y que cuando desaparezcan a su vez aquellos a los que amamos y nos amaron, no quedará nadie que guarde recuerdo alguno de nosotros. Y que mucho más tarde aún también desaparecerá todo vestigio de los seres que un día poblaron esta casa común que es la Tierra. 

Y aun así, como dijo Hannah Arendt, vivir habrá merecido la pena. Porque habremos visto salir el sol e iluminarse el cielo de estrellas; encontrado el amor y nacer y crecer a nuestros hijos y nietos; leído a Homero, Cervantes y Shakespeare y oído a Mozart, Beethoven y Los Beatles; y luchado en la medida de nuestras fuerzas y capacidades por lo que nos ha hecho humanos: la libertad de pensar y de elegir.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




Catedral de N.S. de La Almudena y Palacio Real (Madrid)




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