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miércoles, 5 de agosto de 2015

[Historia] Historia de un desaparecido: el dibujante argentino "HGO"




"HGO" y su familia



¿Ustedes creen en las casualidades? Yo, no siempre; o más bien nunca. Pero como buen pagano clásico creo en la diosa Fortuna y acepto de buen talante las veleidades de la misma. Hace unos días reedité y actualicé en el blog una entrada que escribí en 2008 sobre las dictaduras militares que asolaron el cono sur americano en los años 70/80. Por esos mismos días de aquel año, insomne después de ver en directo por televisión la última gran prueba atlética de las Olimpiadas de Pekín, el maratón, abrí por internet la edición electrónica de El País Semanal de aquel domingo y me encontré un estremecedor reportaje que el escritor Manuel Rivas dedicaba a uno de los miles de desaparecidos por la dictadura militar argentina, el dibujante Hector Germán Oesterheld, más conocido por sus siglas de "HGO", asesinado por los militares junto con cuatro de sus hijas, titulada "El desaparecido HGO (una historia argentina)". No quise entonces prologar más la entrada, ni tampoco puse remisiones a notas o enlaces internet. Ni más fotos que la de "HGO" y su familia, y las de sus torturadores.  Me negué a ello por respeto a él, a su familia y a los miles de desaparecidos de todas las dictaduras del mundo. 

"HGO", dice Manuel Rivas, fue uno de los más extraordinarios creadores de aventuras del siglo XX. Cambió el perfil del héroe. "El Eternauta", su principal creación, una estremecedora ficción premonitoria, atravesó las fronteras políticas y de los géneros literarios y se erigió en un clásico para mayor número de lectores cada día, convirtiéndola en una obra homérica del cómic que interpelaba al género humano.

Héctor Germán Oesterheld ("HGO") hubiera cumplido ahora 96 años. Hijo de padre alemán judío y de madre vasco-española, nació en Buenos Aires el 23 de julio de 1919. No hay fecha para su muerte. En la historia dramática de la humanidad, tal vez el eufemismo más terrible es el de “desaparecido”. El dictador argentino Videla es autor del siguiente aforismo: “No están vivos ni muertos; están desaparecidos”. "HGO" es un desaparecido. El número 7.546 en la lista de la Comisión Nacional de Desaparecidos. Se sabe que en la Nochebuena de 1977, sus captores le dejaron cinco minutos de visión, sin capucha, que saludó uno por uno a sus compañeros de cautiverio y que cantó con un joven detenido-desaparecido la canción "Fiesta" de Joan Manuel Serrat. De forma premeditada, sus hijas también fueron hechas desaparecer, por este orden: Beatriz, de 19 años; Diana, de 23; Estela, de 24; y Marina, de 18. 

Malditos sean por siempre todos aquellos que deshonran los uniformes y las armas que la nación pone en sus manos volviéndolas contra su propio pueblo. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt



La cúpula militar argentina en 1976




Entrada 2398
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)
Todo poder corrompe y el poder absoluto, de forma absoluta (Lord Acton)

lunes, 13 de julio de 2015

[Pensamiento] El respeto debido a los muertos




Valle de los Caídos (Madrid)



La desilusión y el desencanto pueden llevarme a la abstención pero me resulta difícil de creer que pueda llegar el momento en que la derecha reciba mi voto. A pesar de eso, quizá por influencia de mi maestro, Emilio Lledó, y del también profesor, Ángel Gabilondo, candidato socialista al gobierno de la comunidad autónoma de Madrid en las elecciones del pasado mes de mayo, reconozco que no veo a ningún partido político como mi enemigo, aunque sí como un adversario a vencer con palabras, razones y votos. 

Siempre me ha sorprendido y provocado cierta repulsión las reticencias del PP a reconocer, no solo los derechos, sino incluso la dignidad de los muertos republicanos durante la guerra civil y la posterior represión franquista. De los pseudohistoriadores patrocinados por la COPE y de la propia jerarquía católica española no cabe esperar gran cosa al respecto, así que tampoco está de más recordar que el 28 de noviembre de 1978, una semana justo antes del referéndum constitucional, el arzobispo de Toledo y cardenal primado, monseñor González Martín, hacía pública una carta pastoral en la que juzgaba muy negativamente el proyecto de Constitución. Está en las hemerotecas. Y no parece que desde esa época los señores obispos hayan progresado mucho en lo que se refiere al respeto debido a los principios democráticos, más bien todo lo contrario, pero esa es otra cuestión y no quiero entrar en ella ahora.

En agosto de 2008 la lectura de un artículo de Manuel Rivas titulado "Garzón, Antígona y la memora histórica" (El País, 07/08/08), sobre la decisión judicial de solicitar información a los ministerios de Defensa e Interior y a las asociaciones que trabajaban por la reparación histórica, de los datos que tuvieran sobre los asesinados durante y después de la guerra civil por los franquistas, me llevó a pensar sobre el respeto debido a los muertos -a todos los muertos- que Rivas sacaba a colación citando la "Antígona" de Sófocles (ca. 442 a.C.) y la versión mucho más moderna del autor francés Jean Anouilh (1942). No era la primera vez que Manuel Rivas escribía sobre ese asunto, asunto que yo también he mencionado en alguna que otra ocasión en el blog. 

Aquella tarde de verano de 2008 releí de un tirón la "Antígona" de Sófocles. Me impresionó de nuevo, y sigue impresionándome cada vez que la leo, como impresionó a los atenienses de hace dos mil quinientos años. He anotado los versos 1029-1030 de la edición de Cátedra: "Obras Completas. Esquilo, Sófocles, Eurípides" (Madrid, 2004), en los que el anciano adivino ciego, Tiresias, le reprocha al rey de Tebas, Creonte, su inflexibilidad en la orden de no dar sepultura a su sobrino Polinices y de condenar a muerte a la hermana de este, Antígona, que ha rendido honores fúnebres a su hermano desobedeciendo la orden real. Y lo hago porque me parece que viene absolutamente a cuento en esta cuestión: "¿Qué heroicidad hay en volver a matar al que ya está muerto?", le espeta Tiresias a Creonte con toda la razón...

Supe por vez primera de la "Antígona" de Sófocles cuando tenía once años. Fue gracias a mi profesor de Literatura en el Colegio Infanta María Teresa de Madrid. Se llamaba Mariano Abánades, y ya he escrito sobre él en otras ocasiones. Era pequeñito de estatura, tan pequeño, que cuando se ponía al volante de su "600", apenas era perceptible el sombrero que siempre portaba. Pero tenía una enorme sensibilidad, erudición y paciencia para recrearnos todas las grandes obras de la literatura universal. Mucho más tarde, creo que hacia 1979, vi por TVE la "Antígona" del dramaturgo francés Jean Anouilh, interpretada por Nuria Torray. Una obra inmensa, y una actriz espléndida, que han quedado grabadas en mi mente para siempre.

Soy de los que piensan que después de los clásicos griegos todo lo demás es mera paráfrasis, así que vuelvo a ellos con frecuencia cuando flaquea mi fe en la racionalidad de los humanos. En aquella ocasión lo hice por el honor y respeto debido a los muertos, a todos los muertos, y no solo a los de un bando. ¡Ójala puedan descansar un día no lejano en paz!...

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt





Antígona ante Creonte (Cerámica griega)




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martes, 13 de agosto de 2013

El desaparecido HGO. Una historia argentina sobre la banalidad del mal





http://www.elpais.com/recorte/20080824elpepspor_6/LCO340/Ies/Hector_German_Oesterheld_esposa_hijas.jpg
Héctor Germán Oesterheld y su familia



Sobre la banalidad del mal, o lo que es lo mismo, sobre lo buenas personas que se creen la mayoría de las veces los más atroces asesinos, ya escribió todo lo escribible mi admirada Hannah Arendt, no es cuestión de insistir sobre ello, en su polémico libro "Eichman en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal" (Lumen, Barcelona, 2003), puesto de actualidad por el reciente estreno de la película "Hannah Arendt" (2012) de la realizadora alemana Margarethe von Trotta.

¿Ustedes creen en las casualidades? Yo sí, y como buen pagano (al estilo clásico), creo en la diosa Fortuna y acepto de buen talante las veleidades de la misma. El 23 de agosto de 2008 escribí en este blog sobre la dictadura militar que asoló Argentina en los años 70/80. Lo hice en relación con una anécdota personal que me vino al recuerdo con motivo de sendos artículos de aquellas fechas sobre el golpe militar que derrocó en el otro gran país andino, Chile, al presidente Allende, iba a hacer entonces treinta y cinco años. Y fue la noche siguiente cuando insomne después de ver en directo por televisión la última gran prueba atlética de las Olimpiadas de Pekín, el maratón, abrí por internet la edición electrónica de El País Semanal de aquel domingo y encontré el estremecedor reportaje que el escritor Manuel Rivas dedicaba a uno de los miles de desaparecidos por la dictadura militar argentina, el dibujante argentino Héctor Germán Oesterheld, más conocido por sus siglas de HGO, asesinado por los militares junto con cuatro de sus hijas. En aquel momento no quise prologar más el conmovedor artículo de Manuel Rivas, que reproduzco más adelante, y no puse remisiones a notas o búsquedas en internet, ni más fotos que la de HGO y su familia. Me negué a ello por respeto a él, a sus hijas, y a los miles de desaparecidos de todas las dictaduras del mundo. Ni siquiera quise retitular la entrada del blog, como hago casi siempre, y la dejé con el mismo título que le había puesto su autor.

Con mi rabia y con mi asco, perpetuos, para todos aquellos que mancillan los uniformes y las armas que el pueblo pone en sus manos, vuelvo a reeditarla cinco años después con las modificaciones y añadidos imprescindibles. 

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt




El general Jorge Rafael Videla





"El desaparecido HGO (una historia argentina)", por Manuel Rivas
El País Semanal, 24/08/08

En el lenguaje de El Eternauta, Héctor Germán Oesterheld (HGO) cumple ahora 87 años. Hijo de padre alemán judío y de madre vasco-española, HGO nació en Buenos Aires el 23 de julio de 1919. No hay fecha para su muerte. En la historia dramática de la humanidad, tal vez el eufemismo más terrible es el de “desaparecido”. El dictador argentino Videla es autor del siguiente aforismo: “No están vivos ni muertos; están desaparecidos”. HGO es un desaparecido. El número 7.546 (en la lista Conade, Comisión Nacional de Desaparecidos). Se sabe que en la Nochebuena de 1977, sus captores le dejaron cinco minutos de visión, sin capucha, que saludó uno por uno a sus compañeros de cautiverio y que cantó con un joven detenido-desaparecido la canción Fiesta de Joan Manuel Serrat. De forma premeditada, sus hijas también fueron hechas desaparecer, por este orden: Beatriz (19 años), Diana (23), Estela (24) y Marina (18). HGO es uno de los más extraordinarios creadores de aventuras del siglo XX. Cambió el perfil del héroe. El Eternauta, su principal creación, una estremecedora ficción premonitoria, atraviesa las fronteras políticas y de los géneros literarios y se erige en un clásico para mayor número de lectores cada día. Una obra homérica del cómic que interpela al género humano.

Lo dijo El Negro

“Después de leer a Oesterheld ya no admitiríamos leer cualquier cosa”. No lo dijo cualquier crítico boludo en un rapto magnánimo. Lo dijo El Negro. Lo dijo Roberto Fontanarrosa. Respetado por cualquier barra, canallas o bostas, y en cualquier cancha de fútbol o literatura. Incluso al fondo y a la izquierda, en cualquier redacción, donde se suelen sentar los censores. Y los cínicos. Eso lo dijo Enrique Medina, lo del lugar donde se sientan los censores. Tuvo el valor de ir allí, a la oficina de censura, justo antes del golpe, a preguntar por su libro Las hienas, qué puntería. Y después recibió una llamada de teléfono: “¡Sos boleta!”. Qué manía con los eufemismos. El miedo que meten los eufemismos. Mejor que te digan: “Se te ha acabado el permiso del enterrador”. Bueno, a lo que íbamos. Hay dos factorías maravillosas en la historia de Argentina: el fútbol y la historieta. El Negro Fontanarrosa era un experto en ambas. Creo que el mejor cuento de fútbol que leí fue la historia de Cardaña, el número 5 del Peñarol, primero apodado El Hombre y más tarde, con mayor precisión, El Hombre de Neanderthal. Cardaña, bruto y sentimental, va a visitar por caridad al hospital a un niño en estado grave y aquel hincha botija, con los días contados, recibe al ídolo como se merece: “¡Hijos de puta! ¿Cómo pueden perder con esos chotos del Nacional?”. Así era El Negro escribiendo. No cedía ni un centímetro. Ni una lágrima gratis. Fue él quien vino a decir: “Y después de Oesterheld, ¿qué?”.

Escribir como un loco

Cuando estudiaba geología en la universidad, ya trabajaba de corrector y escribía historias como un loco. Cuando trabajaba como especialista en “oro y platino” para el Banco de Crédito Industrial de la República Argentina, hacía notas de divulgación y escribía historias como un loco. Cuando andaba por los montes y las llanuras como un Robinsón Crusoe escribía historias como un loco. Le ofrecieron trabajar en Pato Donald y aceptó, porque no era un apocalíptico de la cultura y lo que le gustaba era escribir historias como un loco. Y escribió literatura infantil, mucha con el seudónimo de Sánchez Puyol. Fue un tiempo de esplendor para el género en la Argentina de los años cuarenta y cincuenta, con Gatitos y Bolsillitos. Le gustaba escribir para la infancia. “Siempre al bebito se le trata como tonto”. Sería también una edad de oro para la historieta argentina, cuando fundó con su hermano Jorge la editorial Frontera y con dos publicaciones periódicas que harían historia. Hora Certo y Frontera rondaban los 100.000 ejemplares. ¿Y qué hacía HGO metido en la industria cultural? Escribir como un loco. En treinta años, los guiones para al menos 150 series de historietas en los que colaboró con medio centenar de dibujantes. Siempre prolífico y exigente. ¿Por qué eligió la historieta? ¿Podía haber sido un gran escritor? Es muy enriquecedor hablar con Martín Mórtola y Fernando Oesterheld, sus nietos. “Quería romper ese dilema tramposo de alta y baja cultura. No tenía prejuicios elitistas. Quería llegar a la gente y no lo consideraba incompatible con la calidad. Ésa es otra de las lecciones de El Eternauta, una obra de vanguardia que llegó a la gente, una gran aventura, y una literatura extraordinaria”. Guillermo Saccomanno, en Escritura y memoria, plantea un sugerente paralelismo: “Si el Martín Fierro, un poema criollo y popular, pudo plantarse como la gran novela fundadora de nuestra literatura, ¿por qué no tirar de la cuerda y afirmar lo mismo de esta historieta que se llamó El Eternauta?”. Borges estaba cautivado por el universo Oesterheld. Además, HGO era un extraordinario suministrador de ciencia-ficción… Y no tan de ficción. “Leía las revistas científicas más avanzadas de todo el mundo”, recuerda Elsa Sánchez, su mujer. Llenó Argentina, y otros países, de gente interesante. Ray Kilt, Sargento Kira, Indio Suárez, Bull Rocket, Ernie Pike, Ticonderoga, Randall the Killer, Sherlok Time… Y el grupo, el héroe colectivo, de El Eternauta. Cuando pasó a la clandestinidad, y se sabía perseguido por Los Ellos, ¿qué hacía Oesterheld? “Escribir como un loco”. Lo cazaron, lo hicieron desaparecer, lo chuparon. ¿Qué hacía Oesterheld? Ana María Caruso, desde el cautiverio del centro clandestino de detención llamado Sheraton, consigue escribir una carta que figura en el informe Nunca Más de la Comisión Nacional de Desaparecidos: “Ahora está con nosotros El Viejo, que es el autor de El Eternauta y El Sargento Kirk. ¿Se acuerdan? El pobre viejo se pasa el día escribiendo historietas que hasta ahora nadie tiene intenciones de publicarle”. Escribía como un loco.

Barro en los borceguíes

Nadie que haya leído El Eternauta admitiría leer después cualquier cosa. Le habrá cambiado la mirada. Es una de esas obras que responden a la demanda de Kafka, la de “morder en la estupidez”. O a la de Cioran: “Un libro ha de ser un peligro”.

–¿Qué hacer? ¿Qué hacer para evitar tanto horror?

¿Quién grita eso? Es el guionista, Oesterheld, al final de El Eternauta. No está fuera, sino dentro, en una viñeta. Una de las rupturas de Oesterheld fue implicarse en la obra como personaje. Un atrevimiento formal, que acabará teniendo muchas implicaciones. Estamos en 1957. Francisco Solano López (Buenos Aires, 1928) lo hace reconocible. Lo dibuja con sus trazos. Al comienzo de la trama, El Eternauta se le aparece al guionista en la buhardilla donde trabaja y le relata su historia de aventurero perdido en la eternidad. Al final, El Eternauta consigue regresar a su hogar, con su mujer e hija, que le reprochan haber tardado media hora en ir a buscar pan. ¿Media hora? El guionista, es decir, Oesterheld, nuestro HGO, trata de disuadir a El Eternauta. ¡Todo lo que le ha contado, todo lo que se avecina! La nevada mortal. La invasión dirigida por un poder oscuro, Los Ellos, que utilizan para sus propósitos a los monstruosos Cascarudos y a los inteligentes Manos, esclavos del miedo, que a su vez convierten a los humanos supervivientes en hombres-robot. Pero El Eternauta ya no reconoce al guionista. Ha perdido la memoria del futuro al volver al pasado. La memoria es transferida al guionista. ¿Quién es ahora El Eternauta?

Estamos en 1957. HGO grita desde el tebeo: “¿Qué hacer? ¿Qué hacer para evitar tanto horror?”. Es en la primera versión de El Eternauta. En 1969 habrá una segunda versión, dibujada por Alberto Breccia, y en la que las coordenadas geopolíticas son más concretas. La publicación resulta muy polémica. La revista Gente fuerza el final. El Eternauta empieza a ser un personaje inquietante, demasiado verosímil. En 1976, con dibujo de Solano López, se publica una prolongación de la aventura, una segunda parte. Se trata de un proceso muy accidentado. Guionista y dibujante apenas se ven. A HGO le pisan los talones Los Ellos. Dicta capítulos desde cabinas telefónicas. Las últimas veces que acudió a la editorial Récord, donde iba a publicar El Eternauta II, siempre andaba a deshoras, como una silueta. Sólo lo delataba “el reguero de barro seco de sus borceguíes” en la alfombra. Y es que HGO, entre otros lugares, buscaba refugio en la isla de Tigre.

La tecnología del infierno

Habían llegado Los Ellos, como llamaría El Eternauta a los dictadores. En el prólogo de Ernesto Sábato para el informe Nunca Más, donde se documentan los horrores de la dictadura y la usurpación del Estado por una mafia uniformada, se dice: “De nuestra información surge que esta tecnología del infierno fue llevada a cabo por sádicos pero regimentados ejecutores”. Entre miles de desaparecidos, la “tecnología del infierno” se llevó a HGO y a sus cuatro hijas. Habían pasado a la clandestinidad cuando comenzó la dictadura argentina, que se prolongaría durante siete años crueles (1976-1983). El único cuerpo que pudo recuperar Elsa fue el de Beatriz. Ella, con 19 años, fue la primera víctima de Los Ellos. El 19 de junio de 1976 llamó a la madre y se citaron en una confitería. Dos días después, en un tren, camino del trabajo, un joven trajeado, muy nervioso, se acercó a Elsa para decirle que su hija había sido secuestrada por una patota o “grupo de tareas” del Ejército. Elsa Sánchez de Oesterheld comenzó el peregrinaje para recuperar a Beatriz. Pero, en verdad, había caído una “nevada mortal” sobre Argentina. Se encontró con muros de silencio. Con conocidos que la desconocían. Incluso un sobrino y sacerdote poderoso, Jorge Oesterheld, hoy portavoz de la Conferencia Episcopal argentina, prefirió “mirar hacia otro lado”. Elsa fue consciente también de que se había convertido en un “peligro” para sus hijas. Todos sus movimientos eran vigilados para llegar a ellas y a HGO. De alguna forma, ella también era una desaparecida en aparente libertad. El exterminio programado de la familia de HGO siguió adelante. El 4 de julio de 1976, en Tucumán, cayó Diana, de 23 años, embarazada. El 27 de abril de 1977 fue secuestrado HGO. El 14 de diciembre del mismo año desaparece Estela, de 24 años. Su última carta lleva esa fecha. En ella dice: “Mamita: Marina hace un mes que no está con nosotros”. Significa: Marina ha desaparecido. Tenía 18 años.

La tortura metafísica

Inspirados en el nazismo, el franquismo y la guerra argelina, Los Ellos, con sus patotas de Gurbos, Cascarudos, Manos y Hombres-Robot, aplicaron la tecnología del infierno a una escala industrial. Para hacer desaparecer los cuerpos utilizaron una variante diferente de la incineración: los vuelos de la muerte. Quizá calcularon que la desaparición submarina de miles de personas sería inodora, inocua, imperceptible. El mayor detective de la historia, Sigmund Freud, había escrito: “Censurar un texto no es difícil, lo difícil es borrar sus rastros”. Los verdugos ignoraban que el cuerpo humano es también un texto. Y ésa es la verdad de fondo de El Eternauta, su potencia pasados tantos años. “La persistencia de El Eternauta es en sí misma una práctica de la memoria”, escribe Judith Filc. En el primer aniversario del golpe militar, el 24 de marzo de 1977, otro genial eternauta argentino, el escritor Rodolfo Walsh, compañero en muchos sentidos de HGO, envía por correo y distribuye clandestinamente la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, uno de los pasquines de denuncia más estremecedores de la historia, en el que da a conocer al mundo la dimensión del genocidio, con 15.000 desaparecidos en aquel entonces. “Han llegado ustedes a la tortura absoluta, intemporal, metafísica”. La palabra metafísica aquí, asociada a la tortura, pierde toda su abstracción para expresar lo inconmensurable del horror carnal. Una de las veces que registraron su antiguo domicilio, donde sólo vivía Elsa, el oficial cascarudo al mando del “grupo de tareas” explicó que andaban a la caza de Héctor, El Judío. Elsa replicó que era hijo de un estanciero alemán y madre española. Añadió: “Y si es judío, ¿qué?”. Entre los precedentes que inspiraron a Los Ellos para poner en marcha la “tecnología del infierno”, la tortura y desaparición forzada de miles de personas como HGO y sus cuatro hijas, figuran métodos nazis como el decreto Nacht und Nebel, derivado de la orden de Hitler: “En la noche y en la niebla”. El texto de este decreto, reconstruido en el tribunal de Nuremberg, desaconsejaba la entrega del cuerpo del eliminado a su familia. Se trataba de “diseminar el terror” para minar toda resistencia. En el tiempo en que fue detenido HGO, en 1977, el general Ibérico Saint Jean, gobernador de la provincia de Buenos Aires durante la dictadura, y bajo cuyo mandato se produjo la Noche de los lápices (desaparición y asesinato de un grupo de adolescentes), declaró en público y esta vez sin eufemismos: “Primero mataremos a los subversivos; después, a sus simpatizantes, y por último, a los indiferentes”.

Entre los miles de desaparecidos figuran cien poetas, escritores y guionistas de historietas. Otro de Los Ellos, un colega militar del general Ibérico, el entonces jefe del III Cuerpo, Luciano Menéndez, y responsable de la mayor quema de libros, efectuada el 29 de abril de 1976, declaró: “De la misma manera que destruimos por el fuego la documentación perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana, serán destruidos los enemigos del alma argentina”. Los Ellos, como Creonte, castigando más allá de la muerte. Gritándole a Antígona, a las hijas de Oesterheld: “Si tu naturaleza es amar, ve entre los muertos y ámalos. Mientras yo viva, no mandará una mujer”.

Torturar a Ernie Pike

Cuando creó Ernie Pike, uno de esos grandes personajes que cambiaron el perfil del héroe, para hacer tipos complejos, de madera humana y no de palo, los primeros episodios los dibujó Hugo Pratt. Y él se quedó perplejo cuando vio la historieta: El rostro de Ernie Pike, corresponsal de guerra que siempre pone en duda las versiones oficiales, era el suyo.

Eso también lo supieron ver los torturadores. Reconocieron en HGO a Ernie Pike. Así que le pegaron duro a Ernie Pike.

Elsa Sánchez de Oesterheld me cuenta otra historia que la dejó sin habla. Hace unos años, en 2002, al término de un acto, se le acercó una mujer que había estado detenida-desaparecida en la Esma (Escuela de Mecánica de la Armada, desde donde se calcula que se hicieron desaparecer cerca de 5.000 personas) y que había sobrevivido al cautiverio. Era médica de profesión y le contó que un día Alfredo Astiz, oficial de la Esma, conocido como El Ángel de la Muerte, sacó de un cajón de su mesa un libro y le dijo, más o menos: “Toma, lee esto. Es el mejor libro de Argentina”. Se trataba de El Eternauta. Allí, uno de los personajes se lamenta: “Todos desaparecidos… como si no hubieran existido nunca”.

Un encargo para HGO

Estamos en 2008. El 23 de julio, de vivir, Héctor Germán Oesterheld habría cumplido 87 años. Su condición terrenal es la de “desaparecido” forzado. Fue secuestrado por uno de esos eufemismos criminales denominados “grupos de tareas” y estuvo recluido en al menos tres cárceles clandestinas, es decir, no-lugares, Campo de Mayo, El Vesubio y Sheraton, donde se le conocía como El Viejo. Los indicios, las evidencias circunstanciales, hacen suponer que HGO murió a principios de 1978. No hay cuerpo. La negación era la respuesta sistemática a los miles de recursos de hábeas corpus. Por lo que se sabe y va sabiendo, HGO, al principio, sufrió maltrato y tortura. Después, promovido por un militar, hubo un intento de implicarlo en la escritura de una biografía del liberador San Martín. Al fin y al cabo, Oesterheld había triunfado como biógrafo. Ya en 1951, cuando hacía literatura infantil, Perón quiso que le escribiera una biografía. Supo decir que no. Su mujer, Elsa, piensa que desde que escribió La vida del Che, ilustrada por Alberto Breccia y su hijo Enrique, HGO estaba marcado. Se publicó en 1968, en plena dictadura de Onganía. El editor le había propuesto que apareciese como obra anónima, pero Héctor respondió: “Un personaje como el Che no merece que su trabajo se haga a escondidas”. Tuvo un éxito fulgurante. La primera edición se agotó en un mes. Pero la editorial fue allanada. Breccia y Oesterheld, amenazados de muerte. Luego ocurrió algo curioso. Una llamada desde la Embajada de Estados Unidos. Le propusieron algo similar, una biografía de ese estilo, tan viva, tan directa, pero dedicada a John F. Kennedy. HGO declinó. Ya estaba preparada la de Evita. No se editó. Se habían acabado las biografías. ¡Y ahora en el cautiverio le vienen con San Martín! No se sabe adónde llegó ni qué fue de las notas. ¿La vida de San Martín contada por Oesterheld? Los Ellos se habrían dado cuenta del desliz: de realizarse la biografía, tendrían que hacer desaparecer a San Martín. Las estatuas se pondrían a hablar. Tendrían que arrojarlas al fondo del mar.

Una extraña visita

La mayor tortura a la que debieron de someter a Oesterheld, además del tormento físico, fue mostrarle las fotos de sus hijas muertas. Allí estaban Los Ellos, al estilo Creonte, castigando más allá de la muerte. Mostrando los cuerpos sucesivos de Antígona. A Elsa sólo le devolvieron el cuerpo de la primera eliminada, Beatriz, de 19 años. “La que más se parecía al padre”. Después cayó Diana, de 23 años, con su pareja, Raúl. La tercera fue Marina, de 18 años. Sobrevivía Estela, la mayor, de 24 años. Existe un testimonio de cuando estaba cautivo en la cárcel clandestina del Campo de Mayo. Juan Carlos Scarpatti contó: “Yo no lo conocía personalmente y… bueno, me llamó la atención. Lo vi, digamos, como golpeado, o sea, como con mucha angustia y… bueno, me acerqué, le pregunté qué le pasaba. Me dijo que le habían mostrado las fotos de las hijas…muertas”. Pero la noticia de la caída de Estela y de su marido, también llamado Raúl, la tuvo cuando los carceleros del Sheraton le dijeron que tenía una visita especial. El hotel Sheraton, eufemismo del chupadero, el no-lugar, era otro centro de detención clandestino, situado en un sector oculto de la comisaría de Villa Insuperable, dentro de la ciudad. Era el 14 de diciembre de 1977. La “visita especial” era de un niño de tres años. Su nieto Martín. Ese día habían matado a los padres. El recuerdo de Martín ahora es el de haber estado sentado horas con su abuelo “en un pasillo horrible con paredes de látex azul brillante”. No podemos dejar de verlo como un episodio de El Eternauta arrancado a la realidad. El Viejo y el nieto que apenas ha podido conocer, juntos en un no-lugar, en un chupadero de gente. Hay 800 niños robados en la época de Los Ellos, de los que sólo 90 han podido ser devueltos a sus familias originarias. Otra ramificación de la “tecnología del infierno”. De hecho, dos nietos de HGO y Elsa, bebés de Diana y Marina, forman parte de los desaparecidos. La aparición de Martín en el chupadero, el que alguien decidiera llevarlo con El Viejo, a quien se suponía muerto, tiene una interpretación morbosa, pero también se puede ver a la luz de El Eternauta. Tal vez fue cosa de un Mano. Los Manos, subalternos muy inteligentes de los Ellos, se hacen desobedientes cuando deja de funcionar la “glándula del horror”. Por una vez, Oesterheld dio una dirección. La de los padres de Elsa. Y de allí, Martín fue llevado con la abuela. Antígona, desde la muerte, enviaba una señal.

El gorrión peleador

Ana di Salvo, psicóloga, compañera de cautiverio de HGO en el centro de detención ilegal de El Vesubio, me cuenta que se mantenía distante, desconfiado. Eso fue en mayo del 77, así que no hacía mucho que lo habían detenido. “Nos dijeron: ‘Va a venir El Viejo’. Yo, al principio, no sabía quién era. No sabía la historia de El Eternauta. Él tenía un problema en la piel, granos en la cara y en la cabeza. Había una doctora entre las chicas prisioneras y le ofrecimos una pomada. Pero él no quiso. Desconfiaba. Una noche en que hacía mucho frío, dormía en un suelo de madera, le dimos una frazada. La aceptó. Pero con desconfianza. Por la mañana se lo llevaban y lo traían a la noche. Comentó que lo tenían haciendo una historia sobre San Martín. Le hablé de mi hijo Luciano. Le pedí un poema, una pequeña historia para él. Pero no hubo tiempo. Después de estar desaparecida sin explicaciones durante 73 días, me devolvieron a casa. Todo el tiempo pensando que te van a matar. Y en el trayecto, ante el paisaje, uno de los secuestradores comenta: ‘Buen sitio para venir a cazar’. Y yo, no sé cómo, le digo: ‘Hay que respetar la veda’. Se quedó perplejo. Las cosas suceden así. Mi hijo Luciano, a la vuelta, me rechazaba. Pensaba que lo había abandonado a propósito. Un día le compré un cuento infantil titulado Chipió, el gorrioncito peleador. A Luciano le gustaba mucho la cara de aquel pajarito. Aprendió a leer con él. Me reconcilió con él. Yo no sabía que lo había escrito El Viejo. Usaba seudónimo. Muchos años después, en una exposición sobre Oesterheld, le conté la historia a Martín, su nieto, y él me dijo: ‘En ese cuento estaba lo que mi abuelo escribió para tu hijo”.

La última carta

Lleva por fecha el día que la asesinaron, el 14 de diciembre de 1977. La última carta de Estela a su madre. Es breve, escrita con una intensa premura, pero sin desaliño, con una caligrafía que intenta no desfallecer. Cada carta, cada nota, en aquellos días, tenía una textura nerviosa. Da la impresión de que la carta a Elsa es también una carta necesaria que Estela se escribe a sí misma. No es difícil imaginarla murmurando hacia dentro, empujando el trazo para darle a Elsa la noticia de la muerte de Marina sin nombrar la muerte. Como en El Eternauta, el tiempo de la carta es un Continum 4, una especie de futuro del pretérito: “Marina ya no está con nosotros y ese dolor ya no hay nada que lo pueda mitigar, pero quiero que sepas que murió heroicamente como vivió”. Consonantes y vocales se apiñan en un presente recordado: “Creo que tenemos que estar orgullosos de ella, como de Bi (por Beatriz), de Di (por Diana) y de Dad (por Héctor), y quiero que sepas que estoy orgullosa de vos (por Elsa)”. Esta última afirmación tiene mucho significado. Va más allá de la cortesía filial. Todos los citados han desaparecido. La feliz camada de Beccar está a punto de ser exterminada. Elsa, la madre, antiperonista, tan racional como intuitiva, “muy celta”, dice ella, no les ha acompañado en su compromiso revolucionario. Ha discutido con dureza con HGO, con el hombre que ama. Sí, está de acuerdo con él. Es una juventud maravillosa. Culta, rebelde, linda. La mejor generación que tuvo Argentina. Como Héctor, Elsa comparte su música, salta de Mozart a Janis Joplin, ¿por qué no?, sus gustos artísticos, su estilo de vida libre, una sexualidad sin tabúes, su aversión a la injusticia. Todo eso, dice Elsa, lo compartía. Pero ella, la mujer que fue tan feliz en Beccar, en aquella casa que era a la vez como el taller del artista romántico, donde “todo bullía y cantaba”, donde todos llegaban y nadie quería marchar, nadie quería apagar la luz, las chicas no querían ir a fiestas ni a clubes, donde encontraban “gente tonta”, no, no, querían estar allí, en Beccar, con sus amigos y los de los padres, dibujantes, músicos, artistas, escritores, gente que traía historias; ella, que conoció el paraíso, pudo distinguir bien el traqueteo de la maquinaria del horror que se acercaba. Sí, discutió con HGO. No acababa de asumir aquella metamorfosis en el Oesterheld que quería y admiraba, el hombre tranquilo, ilustrado, progresista y más bien libertario, por la influencia de sus amigos anarquistas españoles exiliados, con esa mirada antidogmática que es la de sus héroes. HGO no era nada elitista. Su propia opción literaria, el guión de historieta, lo demuestra. Pero denostaba el populismo peronista. HGO cambió.

Su obra principal contiene también las huellas de una biografía subyacente. Entre el primer Eternauta (1957) y la segunda versión (1969) hay una revolución óptica. Las referencias geopolíticas se hacen muy concretas. América Latina es abandonada a su suerte. Y Ellos, los oscuros poderes cósmicos, son las grandes potencias. HGO se radicalizó, pero también el suelo se movía a los pies. Las hojas del calendario se caían de miedo y asco. El golpe de Aramburu, en 1956, con la Operación Masacre, que contará de forma genial Rodolfo Walsh. El golpe de Onganía, en 1966, con la noche de los bastones largos, cuando fueron cruelmente apaleados los profesores y alumnos de la Universidad de Buenos Aires, mientras eran conducidos a los coches celulares. El mandato de Lanusse, en 1972, con la masacre de Trelew. En todo este calvario de desdichados fastos y calamitosas salvaciones, el país vio una “chispa de esperanza” en la gran movilización cívica que arrancó con el cordobazo. A continuación, y acudiendo a la oftalmología, podríamos decir que se pasó de un estrabismo divergente a otro convergente. Y el punto de convergencia fue otra vez Perón. Gran parte de la izquierda argentina se injertó en el tronco peronista. Para muchos era la esperanza posible. Una alianza frente a Los Ellos. Y allí estaba HGO con sus hijas. Elsa, no. Elsa mantenía la distancia cuando de la música se pasaba a las palabras. Y allí estaba también Rodolfo Walsh con sus hijas Vicky y Patricia. Casi siempre se cita A sangre fría, de Truman Capote, como obra inaugural de la narrativa del “nuevo periodismo”. Es por ignorancia hemisférica. La primera fue Operación masacre, de Rodolfo Walsh, en 1957, el año en que nació también El Eternauta. Walsh, de origen irlandés, era entonces también antiperonista. Prefería jugar al ajedrez que la política e incluso la literatura. Pero un día, camino de casa, oyó el grito de un soldado moribundo: “¡No me dejéis solo, hijos de puta!”.

Pero la vuelta de Perón, el gran día de la resurrección nacional, pasará a la historia por la “matanza de Ezeiza”. Allí, en el aeropuerto, se inició el exterminio de la “juventud maravillosa”. Más de treinta muertos y trescientos heridos en el que iba a ser el día más feliz. El halago se convirtió en condena: la “juventud imberbe”. Perón falleció cuando se acercaba el día de la “nevada mortal”. El prócer había regresado con la momia de Evita y con un espectro de Evita, Isabel, manejado por un siniestro prestidigitador, el secretario López Rega, organizador de la Triple A, que mezcló la brujería con la producción industrial de la muerte. Se multiplicó el doble empleo. Muchos que ejercían de día de jefes de policía ejercían de jefes de la Triple A de noche. Hasta que vino el gran eufemismo. El Proceso de Reorganización Nacional. Es decir, el golpe militar con toda su red de poderosas complicidades. Era el régimen de Los Ellos. Y se puso en marcha, a pleno rendimiento, la “tecnología del infierno”. Walsh denuncia: “Las 3 A son hoy las 3 Armas, y la Junta que ustedes presiden no es el fiel de la balanza entre ‘violencias de distinto signo’ ni el árbitro justo entre ‘dos terrorismos’, sino la fuente misma del terror que ha perdido el rumbo y sólo puede balbucear el discurso de la muerte”. La carta de Estela a Elsa terminaba diciendo: “Hay mucho por dar todavía en esta vida y muchas razones para seguir adelante”. Ese día, después de enviar la carta, la cazaron.

Oesterheld,Hugo Pratt y Elsa

“Él escribía a mano. Odiaba la máquina de escribir. Por eso aprendí taquigrafía y mecanografía. Para ayudarle. Después de casarnos, pasamos cuatro años en un departamento chico, en el barrio Desarrollo. Él entonces investigaba minerales. Amaba la naturaleza áspera, dura. La estepa donde no había nada.

Cuando lo conocí era un misántropo.

Nacieron una tras otra las nenas. Ya dibujaba. ‘Papu, dibujitos’. Les hacía monigotes todo el tiempo. Leía todo. Recibía revistas en alemán, italiano, inglés, francés. Tenía muchísima información. Le interesaban los descubrimientos científicos, todo aquello que se movía en el límite de la ciencia-ficción. A Borges le encantaba charlar con él. Las chicas se enteraron. Un día se fueron los cinco. Y allí estuvieron con él, en la penumbra de la Biblioteca Nacional.

Sí, tenía conocimientos extraordinarios, enciclopédicos. Un día, Hugo Pratt le muestra muy ufano unos dibujos. Un nuevo héroe. Un soldado en la época de la conquista del Oeste. Héctor le dice: ‘Está muy bien, pero tendrás que volver a dibujarlo. No puede llevar ese tipo de arma. La culata no era así’. Hugo se sentó, suspiró, gritó: ‘¡Lo mato, lo mato! Dime, Héctor Oesterheld, ¿a quién le va a importar cómo era la culata?’. ‘A mí’, respondió Héctor.

Todo estaba lleno de libros. También el garaje. Todo. Leía sesenta o cien historias a la vez. Así que Héctor se levanta. Va hacia el garaje. Un pandemonio. Cuando me ponía a arreglarlo, él se desesperaba. Revuelve en la maraña. Y al final vuelve con lo que buscaba en la mano. Se lo pasa a Hugo.

–Aquí está –le dice–. Así debe ser el arma.

Era muy deportista. Jugaba al tenis. El fútbol le gustaba, pero para verlo. Tenía una fijación con el estadio del River. Cuando iba al centro, siempre se pasaba por allí. Y es en ese estadio donde transcurre una batalla decisiva de El Eternauta. Fue un tiempo idílico, un paraíso, la casa de Beccar. Eso ya lo conté, ¿verdad?

Cuando llegaron los dibujantes italianos, eso fue antes, también fue una época maravillosa. Entre ellos, Hugo Pratt. ¡Medio locos, los tanos! Era un lindo muchacho. Tenía un carisma único. Todos los días se caía por casa. Venía con apetito. Le preparaba algo para cenar. Había amigas que me preguntaban: ‘¿Vos no te enamorás de este chico?’. Todas se enamoraban…”.

¿Y?

Elsa, la Elsa que recuerda, también está ahora en la cocina preparando algo para cenar. Uno se imagina allí, en el quicio de la puerta, en Beccar, a Corto Maltés, el mítico personaje de Pratt. Murmuro: “Tal vez era él el enamorado”. Elsa escucha en silencio. Y zanja la conversación sobre amores con un gesto irónico, una interjección trazada en el aire.

La memoria

Marcelo Brodsky, el artista y fotógrafo creador del parque de la Memoria de Buenos Aires, se enteró de la desaparición de su joven hermano Rubén en una llamada desde una cabina telefónica. Él estaba en España, exiliado. El universo tuvo, de repente, la dimensión de una cabina. “La ausencia de un desaparecido nunca termina. ¿Cómo se les cuenta a las nuevas generaciones? ¿Cómo se narra semejante horror? En el parque de la Memoria, cada recorrido es una nueva forma del recuerdo. Caminamos entre estelas que se apoyan, que se sostienen, donde lo colectivo es un entrelazamiento”.

A la hora de hablar del hermano, Brodsky juró que lo haría como si estuviera oyendo a Julio Fusik, en el Reportaje al pie del patíbulo: “Que la tristeza no sea nunca asociada a mi nombre”.

La eternauta

Cuando Elsa y Héctor se casaron, él trabajaba para aquel banco de crédito minero, analizando muestras de metales preciosos. Gran parte de su trabajo lo hacía sobre el terreno. Le gustaba andar. Recorrer solitario los grandes espacios. El viento patagónico en la cara. “Es un trabajo duro, puede ser destructiva esa soledad del geólogo, conocí gente que se alcoholizó”, dice Elsa. “Pero él amaba esa relación solitaria con la naturaleza. Amaba todo en la naturaleza. Los caracoles nos comían las rosas y yo le decía que les pusiera veneno, pero Héctor exclamaba: ‘¡También ellos tienen derecho a vivir!’. Yo le decía: ‘Oye, que la celta panteísta soy yo, pero no quiero que me coman las rosas’. Le ofrecieron un buen trabajo, pero eso significaba la separación. Y fue cuando se decidió por el mundo editorial”.

Elsa nació en Buenos Aires, en una familia de emigrantes gallegos llegados de una pequeña aldea, Loño, cerca de Santiago. Cuando Elsa pasó por Loño, en 1983, se fijó en el hórreo de madera del que tanto le había hablado el padre. Esperaba algo más monumental. “Qué pasa?”, le preguntó su tío. “Está despintado”. “Es que tu abuela no quiso que lo tocaran. Que lo dejaran tal como lo había pintado el hijo”.

El hijo era el padre emigrante de Elsa. HGO pasó por aquella aldea en 1962, en un “desvío” de un viaje a Alemania. Hay una foto en la que se le ve retratado como el Robinsón que era, camuflado en la hierba de campesino segador. En Argentina, los padres de Elsa laburaron duro para salir adelante, pero tenían otro rasgo: amaban la música con locura. La ópera y la clásica. Escuchaban cada concierto en la radio de galena. El tío Pedro llevaba siempre una flor en el ojal. La madre de Elsa leía a Lorca. Lo había visto en un teatro bonaerense, abarrotado, recibido por una multitud en la calle de Corrientes. “Yo me parezco mucho a papá. Soy Vicente Sánchez en mujer, tremendamente impulsiva. Yo era un marimacho. El varón equivocado de la familia. Tuvimos un golpe terrible. Murió mi hermana mayor cuando yo tenía 12 años. Estudié música. Y danza clásica. Y samba. Es verdad que todos querían bailar conmigo. No, Héctor no era muy bailarín. Yo tenía 17 años y él 24 cuando nos enamoramos”.

Elsa habla y habla como un cuerpo abierto, que contiene su vida y la de otros. Su mirada corre más que la flecha del tiempo. Desde el apartamento bonaerense se escucha cada poco el paso de un convoy ferroviario. Los trenes, la luz cambiante del día, todo parece esforzarse para seguir la velocidad, la intensidad del recuerdo de Elsa, que estaba hablando feliz de su adolescencia bailarina, danzando con las palabras, y de repente se gira y dice: “Hasta los psicólogos se estremecían. Toda la experiencia psicológica no servía para enfrentarse a nuestro caso. Me preguntan cómo he resistido, cómo estoy viva. No lo sé. Estoy aquí por una extraña obligación. Yo ya he gastado todo el miedo del mundo”.


A la altura de nuestros ojos, en un estante del mueble librería, hay una foto que nos mira. Son ellas. Las cuatro. En la casa de Beccar. En la hora azul. Las cuatro chicas Oesterheld. Toda la belleza del mundo.





La tristemente famosa Escuela de Mecánica 
de la Armada Argentina




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viernes, 2 de agosto de 2013

1936-1975: El honor debido a los muertos sigue pendiente




Antígona ante Creonte




La desilusión y el desencanto pueden llevarme a la abstención, pero me resulta difícil de creer que puede llegar un momento en que la derecha reciba mi voto. Eso si, reconozco que aunque tarden en ganarse mi respeto, al menos, de unos meses a acá, les he perdido el miedo... Por eso me sorprenden y provocan una cierta repulsión las reticencias del PP a reconocer -no los derechos- sino la dignidad de los muertos republicanos durante la guerra civil y la posterior represión franquista. De los pseudo-historiadores patrocinados por la COPE y de la propia jerarquía católica española no cabe esperar gran cosa al respecto, así que tampoco está de más recordar que el 28 de noviembre de 1978, una semana justo antes del referéndum constitucional, el arzobispo de Toledo y cardenal primado, monseñor González Martín, hacía pública una carta pastoral en la que juzgaba muy negativamente el proyecto de Constitución. Está en las hemerotecas. Y no parece que desde esa época los señores obispos hayan progresado mucho en lo que se refiere al respeto debido a los principios democráticos, más bien todo lo contrario...

Me provoca esta reflexión la lectura del artículo de Manuel Rivas titulado "Garzón, Antígona y la memoria histórica" (El País, 07/08/08), sobre la decisión judicial de solicitar información a los ministerios de Defensa e Interior y a las asociaciones que trabajan por la reparación histórica, de los datos que tengan sobre los asesinados durante y después de la guerra civil por los franquistas. Y sobre el respeto debido a los muertos -a todos los muertos- Rivas saca a colación la "Antígona" de Sófocles (ca. 442 a.C.) y la versión mucho más moderna del autor francés Jean Anouilh (1942). No es la primera vez que Manuel Rivas escribe sobre este asunto. Y yo también lo he mencionado anteriormente, en comentario a otro artículo suyo, en mi blog.

Esta tarde he vuelto a releer la "Antígona" de Sófocles (Obras Completas: Esquilo, Sófocles, Eurípides. Cátedra, Madrid, 2004). Y sigue impresionándome, como impresionó a los atenientes hace dos mil quinientos años. He anotado los versos 1029-1030 de la edición citada, en los que el anciano adivino ciego, Tiresias, le reprocha al rey de Tebas, Creonte, su inflexibilidad en la orden de no dar sepultura a su sobrino Poliníces y la condena a muerte de la hermana de éste, Antígona, que ha rendido honores fúnebres a su hermano desobedeciendo la orden real, Y lo hago porque me parece que viene absolutamente a cuento en esta cuestión: "¿Qué heroicidad hay en volver a matar al que ya está muerto?", le espeta Tiresias a Creonte con toda la razón...

Supe por vez primera vez de la "Antígona" de Sófocles cuando tenía once años. Fue gracias a mi profesor de Literatura en el Colegio Infanta María Teresa de Madrid. Se llamaba Mariano Abánades, y ya he hablado de él en alguna otra ocasión. Era pequeñito de estatura (conducía un "600" en el que apenas era perceptible el sombrero que siempre portaba), pero tenía una enorme sensibilidad, erudición y paciencia para recrearnos todas las grandes obras de la literatura universal. Mucho más tarde (creo que hacia 1979) vi por TVE la "Antígona" del dramaturgo francés Jean Anouilh, interpretada por Nuria Torray. Una obra inmensa, y una actriz espléndida, que han quedado grabadas en mi mente para siempre.

Soy de los que piensan que después de los clásicos griegos todo lo demás son paráfrasis, así que vuelvo a ellos con frecuencia cuando flaquea mi fe en la racionalidad de los humanos. En esta ocasión lo he hecho por el honor debido a los muertos, a todos los muertos, y no sólo a los de un bando. ¡Ójala puedan descansar un día no lejano en paz!..

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt




Manuel Rivas





"Garzón, Antígona y la memoria histórica", por Manuel Rivas
El País, 07/08/08

La beligerancia contra el recuerdo de los horrores del franquismo no es sólo de la derecha política; es compartida por un sector importante de la opinión, de parte de la Iglesia y del estamento judicial.

Pisábamos la escarcha, los campos helados, la grafía fosilizada de la hierba. Camino de la escuela. Aquella noche, la brigada político-social se había llevado detenido a un joven cristalero, Manuel Bermúdez, alias Chao. Estamos en 1964. Bombardeados por la campaña de 25 años de paz. "¿Por qué se lo llevaron?", pregunté a Domingo, que vivía en la casa más próxima. Miró hacia los lados, dudó y me dijo en voz baja: "No se puede decir".

"No se puede decir". Para mí, esa frase es un documento fundamental sobre la Justicia de esa época. Contiene tanta información como los preámbulos de las leyes del franquismo. Por cierto, esos preámbulos son el mejor relato del régimen totalitario hecho por sí mismo, la plasmación de esa misión histórica definida por el dictador, el 20 de mayo de 1939, una vez alcanzada la victoria militar: "Desterrar hasta los últimos vestigios del fatal espíritu de la Enciclopedia". El "no se puede decir" de mi amigo, aquella mañana en que pisábamos la escarcha camino de la escuela, lo he ido asociando al título del grabado de Goya: No se puede mirar. La memoria activa, libre, es imprescindible para superar esa dramática escisión que marca nuestra historia, entre la grandilocuencia lesiva de "lo que se debe decir", "lo que se debe ver", y la dolorosa amputación de "lo que no se puede decir" y "no se puede mirar".

¿Por qué despierta tanta hostilidad la memoria histórica en la derecha española? Creo que es una pregunta que concierne a todos, pero especialmente a quienes se sitúan en esa órbita ideológica y política. Esa derecha que gira al centro, que no quiere que ningún votante la vuelva a rechazar por miedo (Mariano Rajoy dixit), que se pretende homologable con los gobernantes franceses y alemanes, que sí asumen la memoria de la resistencia antifascista, esa derecha tan justamente comprometida con la memoria de las víctimas del terrorismo político en el País Vasco, ¿por qué hace una excepción con la dictadura franquista, una de las más crueles y prolongadas de la historia?

En Compostela todavía se conserva alguna imagen del Santiago guerrero, espada en ristre. Allí recibió Franco de la jerarquía católica una espada para la "santa cruzada". Pero hay también en la catedral compostelana una espléndida imagen en granito policromado de San Miguel con su balanza para pesar las almas. La manera de pesar la historia, esa historia tan reciente, no puede ser tan arbitraria que pretenda equilibrar la espada con un fardo de olvido. ¿Cuánto pesa ese pasado, la substracción colectiva de la libertad durante casi medio siglo? ¿Nada? ¿Ni un escrúpulo?

Reconocer el dolor, desde siempre, es una exigencia para curar las dolencias. De hecho, la insensibilidad al dolor es un aviso o manifestación de corrupción en el cuerpo humano. Para Hipócrates y Galeno, la capacidad de enfrentarse al dolor era también una medida de inteligencia.

Hasta ahora, la exploración del mapa del dolor, los trabajos de exhumación de desaparecidos, las movilizaciones para retirar la simbología ominosa de los amigos de Hitler y Mussolini, las iniciativas para alumbrar zonas ocultas del thriller franquista, las investigaciones para aclarar expolios o apropiaciones de dudosa legalidad que se mantienen vigentes, como es el caso del Pazo de Meirás, no han sido obra de la Justicia, sino el fruto de un trabajo ímprobo, tenaz, a contracorriente muchas veces, de un concierto cívico de conciencias que han dado forma en España a lo que podríamos llamar "la voz de Antígona". La Antígona de Sófocles que desobedece la imposición injusta de Creonte, y la Antígona resistente de Jean Anouilh, en la que Creonte era un trasunto de Petain.

Creonte: Tienes que saber que jamás el enemigo, ni aún muerto, es amigo.

Antígona: Tienes que saber que nací no para compartir con otros odio, sino para compartir amor.

Creonte: Entonces ve allá abajo y, si tienes que amar, ámalos a ellos (a los muertos), que, mientras viva, en mí no ha de mandar una mujer.

¿En qué consiste hoy la herencia de Creonte? Es esa voz, también concertada, que ante la Antígona española, un día le dice displicente: "¿Para qué andas removiendo los huesos?". Otro día: "¿A quién le importa esa zarandaja de la memoria histórica?". Y al siguiente, aunque estemos hablando de asesinados y de familias que quieren darles sepultura honorable: "Para eso, ni un duro".

Somos lo que recordamos. El olvido que seremos. Por un lado, la potencia genésica de la memoria, de Mnemósine, la madre de las nueve musas. Por otro, la constatación de que la historia de la humanidad es una dramática historia del olvido. Y Clío, la pobre, la más indolente.

¿Por qué es, o puede ser, tan importante la literatura para la historia? La mirada del relato histórico, en sus versiones dominantes, es depredadora, carnívora. Quiere conquistar, imponerse. Por el contrario, la memoria literaria es la de un ser rumiante, donde fermenta lo interno y lo externo, lo vivido y lo imaginado, la razón y la emoción. Es una mirada que nos permite ver la historia humana desde un "presente recordado". La memoria de Antígona se desplaza hacia delante. El olvido intencionado de Creonte a la larga se convierte en una tara colectiva. De todos los detectives, el mejor de la historia es Freud: "Censurar un texto no es difícil, lo difícil es borrar sus rastros". En Las huellas de la memoria, Enrique Carpintero y Alejandro Vainer, expertos en el campo de la salud mental, utilizan dos expresiones complementarias para explicar la necesidad social de la lucha contra el olvido. Se trata, a la vez, de "construir el pasado" y "abrir el porvenir".

Hay un concepto en neurología que se utiliza para definir la pérdida de recuerdos anteriores al momento en que se produce un daño en el hipocampo. Es lo que se denomina amnesia retrógrada. La asunción militante de una amnesia retrógrada por parte del gran espacio conservador ha tenido, por desgracia, un relativo éxito. La amnesia retrógrada no ha sido sólo una posición de líderes políticos derechistas, sino que ha sido compartida por un sector importante de la opinión, de parte de la Iglesia e incluso del estamento judicial.

Hago esta última afirmación porque resulta muy llamativa, y creo que históricamente dolorosa y escandalosa, la "suspensión de las conciencias" que prevaleció muchos años en la Justicia hacia la represión y los horrores del franquismo. Una cosa son las amnistías y otra las absolutas amnesias históricas. Creo que esa posición de amnesia retrógrada, la beligerancia contra el proceso de memoria histórica, la oposición tan grosera a la exhumación de los restos de los desaparecidos en la guerra y la posguerra, el desinterés hacia los exilados o la indiferencia en la honra a los luchadores de la resistencia o a los muertos en los campos de exterminio nazis, todo esto no ha aportado desde luego nada positivo al país, pero tampoco al campo político e intelectual que ha mantenido esa mentalidad de "amnesia retrógrada". La derecha renovada debería dar ese paso moral de despegarse definitivamente del complejo de Creonte.

Los que militan en la amnesia retrógrada limitan su campo de olvido a la zona de sombra o área de ceguera del franquismo. Paradójicamente, muchos de esos activistas de la amnesia en lo que afecta al período dictatorial, remueven con entusiasmo el pasado para reivindicar, por poner algunos ejemplos, las esencias del nacional-catolicismo en el campo educativo, la vigencia de un rancio discurso tutelar respecto de América Latina, un permanente estado de sospecha hacia el sistema autonómico y la riqueza plurilingüe, por no hablar de la añoranza de los Reyes Católicos o del reino visigodo anterior al 711. ¡Eso sí que es saudade!

La democracia tiene que asentarse en una memoria democrática. El paso dado por el juez Baltasar Garzón, un referente internacional de integridad, con su solicitud de información a los ministerios de Defensa e Interior y a las asociaciones que trabajan por la reparación histórica puede significar un giro decisivo. Después de la contienda, miles de personas fueron asesinadas y sus cuerpos hechos desaparecer sin que esos crímenes se investigaran jamás. La dictadura llevó adelante una "Causa General" cruel e implacable, castigando incluso conductas legales anteriores a la guerra. Fue, esa dictadura, un prolongadísimo estado de excepción. Negando esa evidencia, presuntos historiadores, que violan a Clío en cada página, convierten en propaganda odiosa la herencia de Creonte. Por eso, para construir el porvenir, es tan importante que la Justicia en España escuche al fin la voz de Antígona. 





Baltasar Garzón







Entrada núm. 1925
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sábado, 30 de marzo de 2013

La española que amó Albert Camus




Caricatura de Albert Camus, para El País, de Eulogia Merle




En el diario El País del pasado 23 de marzo publicaba César Antonio Molina, escritor, profesor y exministro de Cultura en el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, un emotivo artículo titulado "Camus, nuestro anfitrión", que recrea la relación de amistad que el escritor y premio Nobel francés Albert Camus mantuvo con la familia del que fuera último presidente del gobierno republicano español antes del inicio de la guerra civil, Santiago Casares Quiroga. Aquella relación de amistad entre Camus y  Casares Quiroga derivó en relación amorosa entre el escritor y la segunda hija del político español exiliado en París, once años más joven que él. Una  joven y una relación nada convencional que duró hasta la muerte de Camus en 1960, convertida ya en aquel momento, como María Casares, en una de las más grandes actrices del teatro clásico francés.

En el número de junio/julio de este año, Revista de Libros publicaba un excelente artículo de José Luis Pardo, catedrático de Filosofía en la Univeridad Complutense de Madrid, titulado "Albert Camus, o la arena en el engranaje", que actualiza la biografía personal y literaria de nuestro autor en base a los últimos libros escritos sobre el mismo.

La lectura del artículo me ha hecho recordar la lectura, precisamente en marzo de 2010, de una de las más hermosas novelas del también escritor gallego Manuel Rivas, como gallego es César Antonio Molina y eran María Casares y su padre. Me refiero, claro está, a la titulada "Los libros arden mal" (Punto de Lectura, Madrid, 2007) de la que ya escribí por esas fechas en mi entrada "Sobre dictaduras y lecturas" a la que les remito. Contaba en esa entrada la gran emoción que la lectura de la novela me había provocado. Por muchas razones, entre ellas el profundo amor, pasión más bien, que sus protagonistas, entre los que adquiere papel principal, precisamente, la persona, la familia, la casa y sobre todo la biblioteca, la impresionante biblioteca de Santiago Casares Quiroga, que en agosto de 1936 fue pasto de las llamas en una especie de auto público de fe inquisitorial por las hordas falangistas coruñesas, pero también algunos de esos fanáticos inquisidores que buscan con desesperación uno de los míticos títulos de la mítica biblioteca del expresidente del gobierno republicano.

Como los seguidores de este blog habrán comprobado, la apelación a la casualidad, el azar, o como gusten ustedes llamarlo, suele ser motivo recurrente del mismo, con lo cual no es de extrañar que la interesante crítica de "Los libros arden mal", que publicara en Revista de Libros la profesora de la Universidad de Barcelona Ana Rodríguez Fischer, titulada  "Coruña: 1936-1963", lo fuera, como no, también en un mes de marzo, éste, de 2007. 

El vídeo de la televisión pública gallega que traigo hasta ustedes, un  brevísimo pero hermoso reportaje sobre María Casares, no es, sin embargo de marzo, sino de abril de 2009, con lo que casi redondeo el capítulo de casualidades. Espero que la lectura de la entrada, sus enlaces y el vídeo les resulten interesantes.

Sean felices, por favor, a pesar del gobierno. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt




Albert Camus y María Casares






Entrada núm. 1829
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"Tanto como saber, me agrada dudar" (Dante)
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)
"La historia del mundo no es un suelo en el que florezca la felicidad. Los tiempos felices son en ella páginas en blanco" (Hegel)
"Todas las penas pueden soportarse si las ponemos en una historia o contamos una historia sobre ellas" (Isak Dinesen

domingo, 24 de agosto de 2008

*El desaparecido HGO (una historia argentina)



¿Ustedes creen en las casualidades? Yo sí, y como buen pagano (al estilo clásico), creo en la diosa Fortuna y acepto de buen talante las veleidades de la misma. Ayer escribí en este blog sobre la dictadura militar que asoló Argentina en los años 70/80. Lo hice en relación con una anécdota personal que me vino al recuerdo con motivo de sendos artículos sobre el golpe militar que derrocó en el otro gran país andino, Chile, al presidente Allende, va a hacer ahora treinta y cinco años. Y ahora, insomne después de ver en directo por televisión la última gran prueba atlética de las Olimpiadas de Pekín, el maratón, abro por internet la edición electrónica de El País Semanal de hoy domingo y encuentro el estremecedor reportaje que el escritor Manuel Rivas dedica a uno de los miles de desaparecidos por la dictadura militar argentina, el dibujante argentino Hector Germán Oesterheld, más conocido por sus siglas de HGO, asesinado por los militares junto con cuatro de sus hijas. No quiero prologar más este artículo. Tampoco pongo remisiones a notas o búsquedas en internet. Ni más fotos que la de HGO y su familia. Me niego a ello por respeto a él, a sus hijas, y a los miles de desaparecidos de todas las dictaduras del mundo. Ni siquiera voy a retitular esta entrada a mi blog, como hago siempre. La dejo con el mismo título que le ha dado su autor. Con mi rabia y con mi asco, perpetuos, para todos aquellos que mancillan los uniformes y las armas que el pueblo pone en sus manos. (HArendt)




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El dibujante argentino HGO y su familia





"El desaparecido HGO (una historia argentina)", por Manuel Rivas

En el lenguaje de El Eternauta, Héctor Germán Oesterheld (HGO) cumple ahora 87 años. Hijo de padre alemán judío y de madre vasco-española, HGO nació en Buenos Aires el 23 de julio de 1919. No hay fecha para su muerte. En la historia dramática de la humanidad, tal vez el eufemismo más terrible es el de “desaparecido”. El dictador argentino Videla es autor del siguiente aforismo: “No están vivos ni muertos; están desaparecidos”. HGO es un desaparecido. El número 7.546 (en la lista Conade, Comisión Nacional de Desaparecidos). Se sabe que en la Nochebuena de 1977, sus captores le dejaron cinco minutos de visión, sin capucha, que saludó uno por uno a sus compañeros de cautiverio y que cantó con un joven detenido-desaparecido la canción Fiesta de Joan Manuel Serrat. De forma premeditada, sus hijas también fueron hechas desaparecer, por este orden: Beatriz (19 años), Diana (23), Estela (24) y Marina (18). HGO es uno de los más extraordinarios creadores de aventuras del siglo XX. Cambió el perfil del héroe. El Eternauta, su principal creación, una estremecedora ficción premonitoria, atraviesa las fronteras políticas y de los géneros literarios y se erige en un clásico para mayor número de lectores cada día. Una obra homérica del cómic que interpela al género humano.

Lo dijo El Negro

“Después de leer a Oesterheld ya no admitiríamos leer cualquier cosa”. No lo dijo cualquier crítico boludo en un rapto magnánimo. Lo dijo El Negro. Lo dijo Roberto Fontanarrosa. Respetado por cualquier barra, canallas o bostas, y en cualquier cancha de fútbol o literatura. Incluso al fondo y a la izquierda, en cualquier redacción, donde se suelen sentar los censores. Y los cínicos. Eso lo dijo Enrique Medina, lo del lugar donde se sientan los censores. Tuvo el valor de ir allí, a la oficina de censura, justo antes del golpe, a preguntar por su libro Las hienas, qué puntería. Y después recibió una llamada de teléfono: “¡Sos boleta!”. Qué manía con los eufemismos. El miedo que meten los eufemismos. Mejor que te digan: “Se te ha acabado el permiso del enterrador”. Bueno, a lo que íbamos. Hay dos factorías maravillosas en la historia de Argentina: el fútbol y la historieta. El Negro Fontanarrosa era un experto en ambas. Creo que el mejor cuento de fútbol que leí fue la historia de Cardaña, el número 5 del Peñarol, primero apodado El Hombre y más tarde, con mayor precisión, El Hombre de Neanderthal. Cardaña, bruto y sentimental, va a visitar por caridad al hospital a un niño en estado grave y aquel hincha botija, con los días contados, recibe al ídolo como se merece: “¡Hijos de puta! ¿Cómo pueden perder con esos chotos del Nacional?”. Así era El Negro escribiendo. No cedía ni un centímetro. Ni una lágrima gratis. Fue él quien vino a decir: “Y después de Oesterheld, ¿qué?”.

Escribir como un loco

Cuando estudiaba geología en la universidad, ya trabajaba de corrector y escribía historias como un loco. Cuando trabajaba como especialista en “oro y platino” para el Banco de Crédito Industrial de la República Argentina, hacía notas de divulgación y escribía historias como un loco. Cuando andaba por los montes y las llanuras como un Robinsón Crusoe escribía historias como un loco. Le ofrecieron trabajar en Pato Donald y aceptó, porque no era un apocalíptico de la cultura y lo que le gustaba era escribir historias como un loco. Y escribió literatura infantil, mucha con el seudónimo de Sánchez Puyol. Fue un tiempo de esplendor para el género en la Argentina de los años cuarenta y cincuenta, con Gatitos y Bolsillitos. Le gustaba escribir para la infancia. “Siempre al bebito se le trata como tonto”. Sería también una edad de oro para la historieta argentina, cuando fundó con su hermano Jorge la editorial Frontera y con dos publicaciones periódicas que harían historia. Hora Certo y Frontera rondaban los 100.000 ejemplares. ¿Y qué hacía HGO metido en la industria cultural? Escribir como un loco. En treinta años, los guiones para al menos 150 series de historietas en los que colaboró con medio centenar de dibujantes. Siempre prolífico y exigente. ¿Por qué eligió la historieta? ¿Podía haber sido un gran escritor? Es muy enriquecedor hablar con Martín Mórtola y Fernando Oesterheld, sus nietos. “Quería romper ese dilema tramposo de alta y baja cultura. No tenía prejuicios elitistas. Quería llegar a la gente y no lo consideraba incompatible con la calidad. Ésa es otra de las lecciones de El Eternauta, una obra de vanguardia que llegó a la gente, una gran aventura, y una literatura extraordinaria”. Guillermo Saccomanno, en Escritura y memoria, plantea un sugerente paralelismo: “Si el Martín Fierro, un poema criollo y popular, pudo plantarse como la gran novela fundadora de nuestra literatura, ¿por qué no tirar de la cuerda y afirmar lo mismo de esta historieta que se llamó El Eternauta?”. Borges estaba cautivado por el universo Oesterheld. Además, HGO era un extraordinario suministrador de ciencia-ficción… Y no tan de ficción. “Leía las revistas científicas más avanzadas de todo el mundo”, recuerda Elsa Sánchez, su mujer. Llenó Argentina, y otros países, de gente interesante. Ray Kilt, Sargento Kira, Indio Suárez, Bull Rocket, Ernie Pike, Ticonderoga, Randall the Killer, Sherlok Time… Y el grupo, el héroe colectivo, de El Eternauta. Cuando pasó a la clandestinidad, y se sabía perseguido por Los Ellos, ¿qué hacía Oesterheld? “Escribir como un loco”. Lo cazaron, lo hicieron desaparecer, lo chuparon. ¿Qué hacía Oesterheld? Ana María Caruso, desde el cautiverio del centro clandestino de detención llamado Sheraton, consigue escribir una carta que figura en el informe Nunca Más de la Comisión Nacional de Desaparecidos: “Ahora está con nosotros El Viejo, que es el autor de El Eternauta y El Sargento Kirk. ¿Se acuerdan? El pobre viejo se pasa el día escribiendo historietas que hasta ahora nadie tiene intenciones de publicarle”. Escribía como un loco.

Barro en los borceguíes

Nadie que haya leído El Eternauta admitiría leer después cualquier cosa. Le habrá cambiado la mirada. Es una de esas obras que responden a la demanda de Kafka, la de “morder en la estupidez”. O a la de Cioran: “Un libro ha de ser un peligro”.

–¿Qué hacer? ¿Qué hacer para evitar tanto horror?

¿Quién grita eso? Es el guionista, Oesterheld, al final de El Eternauta. No está fuera, sino dentro, en una viñeta. Una de las rupturas de Oesterheld fue implicarse en la obra como personaje. Un atrevimiento formal, que acabará teniendo muchas implicaciones. Estamos en 1957. Francisco Solano López (Buenos Aires, 1928) lo hace reconocible. Lo dibuja con sus trazos. Al comienzo de la trama, El Eternauta se le aparece al guionista en la buhardilla donde trabaja y le relata su historia de aventurero perdido en la eternidad. Al final, El Eternauta consigue regresar a su hogar, con su mujer e hija, que le reprochan haber tardado media hora en ir a buscar pan. ¿Media hora? El guionista, es decir, Oesterheld, nuestro HGO, trata de disuadir a El Eternauta. ¡Todo lo que le ha contado, todo lo que se avecina! La nevada mortal. La invasión dirigida por un poder oscuro, Los Ellos, que utilizan para sus propósitos a los monstruosos Cascarudos y a los inteligentes Manos, esclavos del miedo, que a su vez convierten a los humanos supervivientes en hombres-robot. Pero El Eternauta ya no reconoce al guionista. Ha perdido la memoria del futuro al volver al pasado. La memoria es transferida al guionista. ¿Quién es ahora El Eternauta?

Estamos en 1957. HGO grita desde el tebeo: “¿Qué hacer? ¿Qué hacer para evitar tanto horror?”. Es en la primera versión de El Eternauta. En 1969 habrá una segunda versión, dibujada por Alberto Breccia, y en la que las coordenadas geopolíticas son más concretas. La publicación resulta muy polémica. La revista Gente fuerza el final. El Eternauta empieza a ser un personaje inquietante, demasiado verosímil. En 1976, con dibujo de Solano López, se publica una prolongación de la aventura, una segunda parte. Se trata de un proceso muy accidentado. Guionista y dibujante apenas se ven. A HGO le pisan los talones Los Ellos. Dicta capítulos desde cabinas telefónicas. Las últimas veces que acudió a la editorial Récord, donde iba a publicar El Eternauta II, siempre andaba a deshoras, como una silueta. Sólo lo delataba “el reguero de barro seco de sus borceguíes” en la alfombra. Y es que HGO, entre otros lugares, buscaba refugio en la isla de Tigre.

La tecnología del infierno

Habían llegado Los Ellos, como llamaría El Eternauta a los dictadores. En el prólogo de Ernesto Sábato para el informe Nunca Más, donde se documentan los horrores de la dictadura y la usurpación del Estado por una mafia uniformada, se dice: “De nuestra información surge que esta tecnología del infierno fue llevada a cabo por sádicos pero regimentados ejecutores”. Entre miles de desaparecidos, la “tecnología del infierno” se llevó a HGO y a sus cuatro hijas. Habían pasado a la clandestinidad cuando comenzó la dictadura argentina, que se prolongaría durante siete años crueles (1976-1983). El único cuerpo que pudo recuperar Elsa fue el de Beatriz. Ella, con 19 años, fue la primera víctima de Los Ellos. El 19 de junio de 1976 llamó a la madre y se citaron en una confitería. Dos días después, en un tren, camino del trabajo, un joven trajeado, muy nervioso, se acercó a Elsa para decirle que su hija había sido secuestrada por una patota o “grupo de tareas” del Ejército. Elsa Sánchez de Oesterheld comenzó el peregrinaje para recuperar a Beatriz. Pero, en verdad, había caído una “nevada mortal” sobre Argentina. Se encontró con muros de silencio. Con conocidos que la desconocían. Incluso un sobrino y sacerdote poderoso, Jorge Oesterheld, hoy portavoz de la Conferencia Episcopal argentina, prefirió “mirar hacia otro lado”. Elsa fue consciente también de que se había convertido en un “peligro” para sus hijas. Todos sus movimientos eran vigilados para llegar a ellas y a HGO. De alguna forma, ella también era una desaparecida en aparente libertad. El exterminio programado de la familia de HGO siguió adelante. El 4 de julio de 1976, en Tucumán, cayó Diana, de 23 años, embarazada. El 27 de abril de 1977 fue secuestrado HGO. El 14 de diciembre del mismo año desaparece Estela, de 24 años. Su última carta lleva esa fecha. En ella dice: “Mamita: Marina hace un mes que no está con nosotros”. Significa: Marina ha desaparecido. Tenía 18 años.

La tortura metafísica

Inspirados en el nazismo, el franquismo y la guerra argelina, Los Ellos, con sus patotas de Gurbos, Cascarudos, Manos y Hombres-Robot, aplicaron la tecnología del infierno a una escala industrial. Para hacer desaparecer los cuerpos utilizaron una variante diferente de la incineración: los vuelos de la muerte. Quizá calcularon que la desaparición submarina de miles de personas sería inodora, inocua, imperceptible. El mayor detective de la historia, Sigmund Freud, había escrito: “Censurar un texto no es difícil, lo difícil es borrar sus rastros”. Los verdugos ignoraban que el cuerpo humano es también un texto. Y ésa es la verdad de fondo de El Eternauta, su potencia pasados tantos años. “La persistencia de El Eternauta es en sí misma una práctica de la memoria”, escribe Judith Filc. En el primer aniversario del golpe militar, el 24 de marzo de 1977, otro genial eternauta argentino, el escritor Rodolfo Walsh, compañero en muchos sentidos de HGO, envía por correo y distribuye clandestinamente la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, uno de los pasquines de denuncia más estremecedores de la historia, en el que da a conocer al mundo la dimensión del genocidio, con 15.000 desaparecidos en aquel entonces. “Han llegado ustedes a la tortura absoluta, intemporal, metafísica”. La palabra metafísica aquí, asociada a la tortura, pierde toda su abstracción para expresar lo inconmensurable del horror carnal. Una de las veces que registraron su antiguo domicilio, donde sólo vivía Elsa, el oficial cascarudo al mando del “grupo de tareas” explicó que andaban a la caza de Héctor, El Judío. Elsa replicó que era hijo de un estanciero alemán y madre española. Añadió: “Y si es judío, ¿qué?”. Entre los precedentes que inspiraron a Los Ellos para poner en marcha la “tecnología del infierno”, la tortura y desaparición forzada de miles de personas como HGO y sus cuatro hijas, figuran métodos nazis como el decreto Nacht und Nebel, derivado de la orden de Hitler: “En la noche y en la niebla”. El texto de este decreto, reconstruido en el tribunal de Nuremberg, desaconsejaba la entrega del cuerpo del eliminado a su familia. Se trataba de “diseminar el terror” para minar toda resistencia. En el tiempo en que fue detenido HGO, en 1977, el general Ibérico Saint Jean, gobernador de la provincia de Buenos Aires durante la dictadura, y bajo cuyo mandato se produjo la Noche de los lápices (desaparición y asesinato de un grupo de adolescentes), declaró en público y esta vez sin eufemismos: “Primero mataremos a los subversivos; después, a sus simpatizantes, y por último, a los indiferentes”.

Entre los miles de desaparecidos figuran cien poetas, escritores y guionistas de historietas. Otro de Los Ellos, un colega militar del general Ibérico, el entonces jefe del III Cuerpo, Luciano Menéndez, y responsable de la mayor quema de libros, efectuada el 29 de abril de 1976, declaró: “De la misma manera que destruimos por el fuego la documentación perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana, serán destruidos los enemigos del alma argentina”. Los Ellos, como Creonte, castigando más allá de la muerte. Gritándole a Antígona, a las hijas de Oesterheld: “Si tu naturaleza es amar, ve entre los muertos y ámalos. Mientras yo viva, no mandará una mujer”.

Torturar a Ernie Pike

Cuando creó Ernie Pike, uno de esos grandes personajes que cambiaron el perfil del héroe, para hacer tipos complejos, de madera humana y no de palo, los primeros episodios los dibujó Hugo Pratt. Y él se quedó perplejo cuando vio la historieta: El rostro de Ernie Pike, corresponsal de guerra que siempre pone en duda las versiones oficiales, era el suyo.

Eso también lo supieron ver los torturadores. Reconocieron en HGO a Ernie Pike. Así que le pegaron duro a Ernie Pike.

Elsa Sánchez de Oesterheld me cuenta otra historia que la dejó sin habla. Hace unos años, en 2002, al término de un acto, se le acercó una mujer que había estado detenida-desaparecida en la Esma (Escuela de Mecánica de la Armada, desde donde se calcula que se hicieron desaparecer cerca de 5.000 personas) y que había sobrevivido al cautiverio. Era médica de profesión y le contó que un día Alfredo Astiz, oficial de la Esma, conocido como El Ángel de la Muerte, sacó de un cajón de su mesa un libro y le dijo, más o menos: “Toma, lee esto. Es el mejor libro de Argentina”. Se trataba de El Eternauta. Allí, uno de los personajes se lamenta: “Todos desaparecidos… como si no hubieran existido nunca”.

Un encargo para HGO

Estamos en 2008. El 23 de julio, de vivir, Héctor Germán Oesterheld habría cumplido 87 años. Su condición terrenal es la de “desaparecido” forzado. Fue secuestrado por uno de esos eufemismos criminales denominados “grupos de tareas” y estuvo recluido en al menos tres cárceles clandestinas, es decir, no-lugares, Campo de Mayo, El Vesubio y Sheraton, donde se le conocía como El Viejo. Los indicios, las evidencias circunstanciales, hacen suponer que HGO murió a principios de 1978. No hay cuerpo. La negación era la respuesta sistemática a los miles de recursos de hábeas corpus. Por lo que se sabe y va sabiendo, HGO, al principio, sufrió maltrato y tortura. Después, promovido por un militar, hubo un intento de implicarlo en la escritura de una biografía del liberador San Martín. Al fin y al cabo, Oesterheld había triunfado como biógrafo. Ya en 1951, cuando hacía literatura infantil, Perón quiso que le escribiera una biografía. Supo decir que no. Su mujer, Elsa, piensa que desde que escribió La vida del Che, ilustrada por Alberto Breccia y su hijo Enrique, HGO estaba marcado. Se publicó en 1968, en plena dictadura de Onganía. El editor le había propuesto que apareciese como obra anónima, pero Héctor respondió: “Un personaje como el Che no merece que su trabajo se haga a escondidas”. Tuvo un éxito fulgurante. La primera edición se agotó en un mes. Pero la editorial fue allanada. Breccia y Oesterheld, amenazados de muerte. Luego ocurrió algo curioso. Una llamada desde la Embajada de Estados Unidos. Le propusieron algo similar, una biografía de ese estilo, tan viva, tan directa, pero dedicada a John F. Kennedy. HGO declinó. Ya estaba preparada la de Evita. No se editó. Se habían acabado las biografías. ¡Y ahora en el cautiverio le vienen con San Martín! No se sabe adónde llegó ni qué fue de las notas. ¿La vida de San Martín contada por Oesterheld? Los Ellos se habrían dado cuenta del desliz: de realizarse la biografía, tendrían que hacer desaparecer a San Martín. Las estatuas se pondrían a hablar. Tendrían que arrojarlas al fondo del mar.

Una extraña visita

La mayor tortura a la que debieron de someter a Oesterheld, además del tormento físico, fue mostrarle las fotos de sus hijas muertas. Allí estaban Los Ellos, al estilo Creonte, castigando más allá de la muerte. Mostrando los cuerpos sucesivos de Antígona. A Elsa sólo le devolvieron el cuerpo de la primera eliminada, Beatriz, de 19 años. “La que más se parecía al padre”. Después cayó Diana, de 23 años, con su pareja, Raúl. La tercera fue Marina, de 18 años. Sobrevivía Estela, la mayor, de 24 años. Existe un testimonio de cuando estaba cautivo en la cárcel clandestina del Campo de Mayo. Juan Carlos Scarpatti contó: “Yo no lo conocía personalmente y… bueno, me llamó la atención. Lo vi, digamos, como golpeado, o sea, como con mucha angustia y… bueno, me acerqué, le pregunté qué le pasaba. Me dijo que le habían mostrado las fotos de las hijas…muertas”. Pero la noticia de la caída de Estela y de su marido, también llamado Raúl, la tuvo cuando los carceleros del Sheraton le dijeron que tenía una visita especial. El hotel Sheraton, eufemismo del chupadero, el no-lugar, era otro centro de detención clandestino, situado en un sector oculto de la comisaría de Villa Insuperable, dentro de la ciudad. Era el 14 de diciembre de 1977. La “visita especial” era de un niño de tres años. Su nieto Martín. Ese día habían matado a los padres. El recuerdo de Martín ahora es el de haber estado sentado horas con su abuelo “en un pasillo horrible con paredes de látex azul brillante”. No podemos dejar de verlo como un episodio de El Eternauta arrancado a la realidad. El Viejo y el nieto que apenas ha podido conocer, juntos en un no-lugar, en un chupadero de gente. Hay 800 niños robados en la época de Los Ellos, de los que sólo 90 han podido ser devueltos a sus familias originarias. Otra ramificación de la “tecnología del infierno”. De hecho, dos nietos de HGO y Elsa, bebés de Diana y Marina, forman parte de los desaparecidos. La aparición de Martín en el chupadero, el que alguien decidiera llevarlo con El Viejo, a quien se suponía muerto, tiene una interpretación morbosa, pero también se puede ver a la luz de El Eternauta. Tal vez fue cosa de un Mano. Los Manos, subalternos muy inteligentes de los Ellos, se hacen desobedientes cuando deja de funcionar la “glándula del horror”. Por una vez, Oesterheld dio una dirección. La de los padres de Elsa. Y de allí, Martín fue llevado con la abuela. Antígona, desde la muerte, enviaba una señal.

El gorrión peleador

Ana di Salvo, psicóloga, compañera de cautiverio de HGO en el centro de detención ilegal de El Vesubio, me cuenta que se mantenía distante, desconfiado. Eso fue en mayo del 77, así que no hacía mucho que lo habían detenido. “Nos dijeron: ‘Va a venir El Viejo’. Yo, al principio, no sabía quién era. No sabía la historia de El Eternauta. Él tenía un problema en la piel, granos en la cara y en la cabeza. Había una doctora entre las chicas prisioneras y le ofrecimos una pomada. Pero él no quiso. Desconfiaba. Una noche en que hacía mucho frío, dormía en un suelo de madera, le dimos una frazada. La aceptó. Pero con desconfianza. Por la mañana se lo llevaban y lo traían a la noche. Comentó que lo tenían haciendo una historia sobre San Martín. Le hablé de mi hijo Luciano. Le pedí un poema, una pequeña historia para él. Pero no hubo tiempo. Después de estar desaparecida sin explicaciones durante 73 días, me devolvieron a casa. Todo el tiempo pensando que te van a matar. Y en el trayecto, ante el paisaje, uno de los secuestradores comenta: ‘Buen sitio para venir a cazar’. Y yo, no sé cómo, le digo: ‘Hay que respetar la veda’. Se quedó perplejo. Las cosas suceden así. Mi hijo Luciano, a la vuelta, me rechazaba. Pensaba que lo había abandonado a propósito. Un día le compré un cuento infantil titulado Chipió, el gorrioncito peleador. A Luciano le gustaba mucho la cara de aquel pajarito. Aprendió a leer con él. Me reconcilió con él. Yo no sabía que lo había escrito El Viejo. Usaba seudónimo. Muchos años después, en una exposición sobre Oesterheld, le conté la historia a Martín, su nieto, y él me dijo: ‘En ese cuento estaba lo que mi abuelo escribió para tu hijo”.

La última carta

Lleva por fecha el día que la asesinaron, el 14 de diciembre de 1977. La última carta de Estela a su madre. Es breve, escrita con una intensa premura, pero sin desaliño, con una caligrafía que intenta no desfallecer. Cada carta, cada nota, en aquellos días, tenía una textura nerviosa. Da la impresión de que la carta a Elsa es también una carta necesaria que Estela se escribe a sí misma. No es difícil imaginarla murmurando hacia dentro, empujando el trazo para darle a Elsa la noticia de la muerte de Marina sin nombrar la muerte. Como en El Eternauta, el tiempo de la carta es un Continum 4, una especie de futuro del pretérito: “Marina ya no está con nosotros y ese dolor ya no hay nada que lo pueda mitigar, pero quiero que sepas que murió heroicamente como vivió”. Consonantes y vocales se apiñan en un presente recordado: “Creo que tenemos que estar orgullosos de ella, como de Bi (por Beatriz), de Di (por Diana) y de Dad (por Héctor), y quiero que sepas que estoy orgullosa de vos (por Elsa)”. Esta última afirmación tiene mucho significado. Va más allá de la cortesía filial. Todos los citados han desaparecido. La feliz camada de Beccar está a punto de ser exterminada. Elsa, la madre, antiperonista, tan racional como intuitiva, “muy celta”, dice ella, no les ha acompañado en su compromiso revolucionario. Ha discutido con dureza con HGO, con el hombre que ama. Sí, está de acuerdo con él. Es una juventud maravillosa. Culta, rebelde, linda. La mejor generación que tuvo Argentina. Como Héctor, Elsa comparte su música, salta de Mozart a Janis Joplin, ¿por qué no?, sus gustos artísticos, su estilo de vida libre, una sexualidad sin tabúes, su aversión a la injusticia. Todo eso, dice Elsa, lo compartía. Pero ella, la mujer que fue tan feliz en Beccar, en aquella casa que era a la vez como el taller del artista romántico, donde “todo bullía y cantaba”, donde todos llegaban y nadie quería marchar, nadie quería apagar la luz, las chicas no querían ir a fiestas ni a clubes, donde encontraban “gente tonta”, no, no, querían estar allí, en Beccar, con sus amigos y los de los padres, dibujantes, músicos, artistas, escritores, gente que traía historias; ella, que conoció el paraíso, pudo distinguir bien el traqueteo de la maquinaria del horror que se acercaba. Sí, discutió con HGO. No acababa de asumir aquella metamorfosis en el Oesterheld que quería y admiraba, el hombre tranquilo, ilustrado, progresista y más bien libertario, por la influencia de sus amigos anarquistas españoles exiliados, con esa mirada antidogmática que es la de sus héroes. HGO no era nada elitista. Su propia opción literaria, el guión de historieta, lo demuestra. Pero denostaba el populismo peronista. HGO cambió.

Su obra principal contiene también las huellas de una biografía subyacente. Entre el primer Eternauta (1957) y la segunda versión (1969) hay una revolución óptica. Las referencias geopolíticas se hacen muy concretas. América Latina es abandonada a su suerte. Y Ellos, los oscuros poderes cósmicos, son las grandes potencias. HGO se radicalizó, pero también el suelo se movía a los pies. Las hojas del calendario se caían de miedo y asco. El golpe de Aramburu, en 1956, con la Operación Masacre, que contará de forma genial Rodolfo Walsh. El golpe de Onganía, en 1966, con la noche de los bastones largos, cuando fueron cruelmente apaleados los profesores y alumnos de la Universidad de Buenos Aires, mientras eran conducidos a los coches celulares. El mandato de Lanusse, en 1972, con la masacre de Trelew. En todo este calvario de desdichados fastos y calamitosas salvaciones, el país vio una “chispa de esperanza” en la gran movilización cívica que arrancó con el cordobazo. A continuación, y acudiendo a la oftalmología, podríamos decir que se pasó de un estrabismo divergente a otro convergente. Y el punto de convergencia fue otra vez Perón. Gran parte de la izquierda argentina se injertó en el tronco peronista. Para muchos era la esperanza posible. Una alianza frente a Los Ellos. Y allí estaba HGO con sus hijas. Elsa, no. Elsa mantenía la distancia cuando de la música se pasaba a las palabras. Y allí estaba también Rodolfo Walsh con sus hijas Vicky y Patricia. Casi siempre se cita A sangre fría, de Truman Capote, como obra inaugural de la narrativa del “nuevo periodismo”. Es por ignorancia hemisférica. La primera fue Operación masacre, de Rodolfo Walsh, en 1957, el año en que nació también El Eternauta. Walsh, de origen irlandés, era entonces también antiperonista. Prefería jugar al ajedrez que la política e incluso la literatura. Pero un día, camino de casa, oyó el grito de un soldado moribundo: “¡No me dejéis solo, hijos de puta!”.

Pero la vuelta de Perón, el gran día de la resurrección nacional, pasará a la historia por la “matanza de Ezeiza”. Allí, en el aeropuerto, se inició el exterminio de la “juventud maravillosa”. Más de treinta muertos y trescientos heridos en el que iba a ser el día más feliz. El halago se convirtió en condena: la “juventud imberbe”. Perón falleció cuando se acercaba el día de la “nevada mortal”. El prócer había regresado con la momia de Evita y con un espectro de Evita, Isabel, manejado por un siniestro prestidigitador, el secretario López Rega, organizador de la Triple A, que mezcló la brujería con la producción industrial de la muerte. Se multiplicó el doble empleo. Muchos que ejercían de día de jefes de policía ejercían de jefes de la Triple A de noche. Hasta que vino el gran eufemismo. El Proceso de Reorganización Nacional. Es decir, el golpe militar con toda su red de poderosas complicidades. Era el régimen de Los Ellos. Y se puso en marcha, a pleno rendimiento, la “tecnología del infierno”. Walsh denuncia: “Las 3 A son hoy las 3 Armas, y la Junta que ustedes presiden no es el fiel de la balanza entre ‘violencias de distinto signo’ ni el árbitro justo entre ‘dos terrorismos’, sino la fuente misma del terror que ha perdido el rumbo y sólo puede balbucear el discurso de la muerte”. La carta de Estela a Elsa terminaba diciendo: “Hay mucho por dar todavía en esta vida y muchas razones para seguir adelante”. Ese día, después de enviar la carta, la cazaron.

Oesterheld,Hugo Pratt y Elsa

“Él escribía a mano. Odiaba la máquina de escribir. Por eso aprendí taquigrafía y mecanografía. Para ayudarle. Después de casarnos, pasamos cuatro años en un departamento chico, en el barrio Desarrollo. Él entonces investigaba minerales. Amaba la naturaleza áspera, dura. La estepa donde no había nada.

Cuando lo conocí era un misántropo.

Nacieron una tras otra las nenas. Ya dibujaba. ‘Papu, dibujitos’. Les hacía monigotes todo el tiempo. Leía todo. Recibía revistas en alemán, italiano, inglés, francés. Tenía muchísima información. Le interesaban los descubrimientos científicos, todo aquello que se movía en el límite de la ciencia-ficción. A Borges le encantaba charlar con él. Las chicas se enteraron. Un día se fueron los cinco. Y allí estuvieron con él, en la penumbra de la Biblioteca Nacional.

Sí, tenía conocimientos extraordinarios, enciclopédicos. Un día, Hugo Pratt le muestra muy ufano unos dibujos. Un nuevo héroe. Un soldado en la época de la conquista del Oeste. Héctor le dice: ‘Está muy bien, pero tendrás que volver a dibujarlo. No puede llevar ese tipo de arma. La culata no era así’. Hugo se sentó, suspiró, gritó: ‘¡Lo mato, lo mato! Dime, Héctor Oesterheld, ¿a quién le va a importar cómo era la culata?’. ‘A mí’, respondió Héctor.

Todo estaba lleno de libros. También el garaje. Todo. Leía sesenta o cien historias a la vez. Así que Héctor se levanta. Va hacia el garaje. Un pandemonio. Cuando me ponía a arreglarlo, él se desesperaba. Revuelve en la maraña. Y al final vuelve con lo que buscaba en la mano. Se lo pasa a Hugo.

–Aquí está –le dice–. Así debe ser el arma.

Era muy deportista. Jugaba al tenis. El fútbol le gustaba, pero para verlo. Tenía una fijación con el estadio del River. Cuando iba al centro, siempre se pasaba por allí. Y es en ese estadio donde transcurre una batalla decisiva de El Eternauta. Fue un tiempo idílico, un paraíso, la casa de Beccar. Eso ya lo conté, ¿verdad?

Cuando llegaron los dibujantes italianos, eso fue antes, también fue una época maravillosa. Entre ellos, Hugo Pratt. ¡Medio locos, los tanos! Era un lindo muchacho. Tenía un carisma único. Todos los días se caía por casa. Venía con apetito. Le preparaba algo para cenar. Había amigas que me preguntaban: ‘¿Vos no te enamorás de este chico?’. Todas se enamoraban…”.

¿Y?

Elsa, la Elsa que recuerda, también está ahora en la cocina preparando algo para cenar. Uno se imagina allí, en el quicio de la puerta, en Beccar, a Corto Maltés, el mítico personaje de Pratt. Murmuro: “Tal vez era él el enamorado”. Elsa escucha en silencio. Y zanja la conversación sobre amores con un gesto irónico, una interjección trazada en el aire.

La memoria

Marcelo Brodsky, el artista y fotógrafo creador del parque de la Memoria de Buenos Aires, se enteró de la desaparición de su joven hermano Rubén en una llamada desde una cabina telefónica. Él estaba en España, exiliado. El universo tuvo, de repente, la dimensión de una cabina. “La ausencia de un desaparecido nunca termina. ¿Cómo se les cuenta a las nuevas generaciones? ¿Cómo se narra semejante horror? En el parque de la Memoria, cada recorrido es una nueva forma del recuerdo. Caminamos entre estelas que se apoyan, que se sostienen, donde lo colectivo es un entrelazamiento”.

A la hora de hablar del hermano, Brodsky juró que lo haría como si estuviera oyendo a Julio Fusik, en el Reportaje al pie del patíbulo: “Que la tristeza no sea nunca asociada a mi nombre”.

La eternauta

Cuando Elsa y Héctor se casaron, él trabajaba para aquel banco de crédito minero, analizando muestras de metales preciosos. Gran parte de su trabajo lo hacía sobre el terreno. Le gustaba andar. Recorrer solitario los grandes espacios. El viento patagónico en la cara. “Es un trabajo duro, puede ser destructiva esa soledad del geólogo, conocí gente que se alcoholizó”, dice Elsa. “Pero él amaba esa relación solitaria con la naturaleza. Amaba todo en la naturaleza. Los caracoles nos comían las rosas y yo le decía que les pusiera veneno, pero Héctor exclamaba: ‘¡También ellos tienen derecho a vivir!’. Yo le decía: ‘Oye, que la celta panteísta soy yo, pero no quiero que me coman las rosas’. Le ofrecieron un buen trabajo, pero eso significaba la separación. Y fue cuando se decidió por el mundo editorial”.

Elsa nació en Buenos Aires, en una familia de emigrantes gallegos llegados de una pequeña aldea, Loño, cerca de Santiago. Cuando Elsa pasó por Loño, en 1983, se fijó en el hórreo de madera del que tanto le había hablado el padre. Esperaba algo más monumental. “Qué pasa?”, le preguntó su tío. “Está despintado”. “Es que tu abuela no quiso que lo tocaran. Que lo dejaran tal como lo había pintado el hijo”.

El hijo era el padre emigrante de Elsa. HGO pasó por aquella aldea en 1962, en un “desvío” de un viaje a Alemania. Hay una foto en la que se le ve retratado como el Robinsón que era, camuflado en la hierba de campesino segador. En Argentina, los padres de Elsa laboraron duro para salir adelante, pero tenían otro rasgo: amaban la música con locura. La ópera y la clásica. Escuchaban cada concierto en la radio de galena. El tío Pedro llevaba siempre una flor en el ojal. La madre de Elsa leía a Lorca. Lo había visto en un teatro bonaerense, abarrotado, recibido por una multitud en la calle de Corrientes. “Yo me parezco mucho a papá. Soy Vicente Sánchez en mujer, tremendamente impulsiva. Yo era un marimacho. El varón equivocado de la familia. Tuvimos un golpe terrible. Murió mi hermana mayor cuando yo tenía 12 años. Estudié música. Y danza clásica. Y samba. Es verdad que todos querían bailar conmigo. No, Héctor no era muy bailarín. Yo tenía 17 años y él 24 cuando nos enamoramos”.

Elsa habla y habla como un cuerpo abierto, que contiene su vida y la de otros. Su mirada corre más que la flecha del tiempo. Desde el apartamento bonaerense se escucha cada poco el paso de un convoy ferroviario. Los trenes, la luz cambiante del día, todo parece esforzarse para seguir la velocidad, la intensidad del recuerdo de Elsa, que estaba hablando feliz de su adolescencia bailarina, danzando con las palabras, y de repente se gira y dice: “Hasta los psicólogos se estremecían. Toda la experiencia psicológica no servía para enfrentarse a nuestro caso. Me preguntan cómo he resistido, cómo estoy viva. No lo sé. Estoy aquí por una extraña obligación. Yo ya he gastado todo el miedo del mundo”.


A la altura de nuestros ojos, en un estante del mueble librería, hay una foto que nos mira. Son ellas. Las cuatro. En la casa de Beccar. En la hora azul. Las cuatro chicas Oesterheld. Toda la belleza del mundo. (El País Semanal, 24/08/08)