Mostrando entradas con la etiqueta J.E.Gelabert. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta J.E.Gelabert. Mostrar todas las entradas

lunes, 8 de octubre de 2018

[DE LIBROS Y LECTURAS] Hoy, con "Imperiofobia y leyenda negra", de María Elvira Roca Barea





Cuando se pronuncia la frase "Leyenda Negra" no hace falta un segundo adjetivo: Inmediatamente todo el mundo asocia la frase a la historia del Imperio español. A desmontar tal aserto con admirable maestría y documentación exhaustiva está dedicado el libro Imperiofobia y Leyenda Negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español (Madrid, Siruela, 2018, 18ª Edición), de María Elvira Roca Barea, exprofesora de la Universidad de Harvard, que acabo de sacar de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas. Llevo leído algo más de la mitad del mismo y confieso que no ha defraudado ninguna de mis expectativas, expectativas fundamentadas en las excelentes críticas recibidas por el mismo desde que apareció su primera edición en 2016 [dos años después va ya por la vigésima]. Entre esas reseñas está la publicada en noviembre del pasado año en Revista de Libros por el profesor Juan Eloy Gelabert, catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Cantabria que subo hoy al blog.

El libro de María Elvira Roca, comienza diciendo Gelabert, aparecía a mediados de mayo de 2017. La primera edición lo había hecho en octubre del año 2016 y la séptima en abril de este año 2017. Éste, insiste Gelabert, es un libro de historia, y creo que este simple hecho merece ser destacado, pues, desde luego, no se trata de algo habitual en este campo del saber. Cierto es que la obra en cuestión fue acogida por la prensa diaria (El Mundo, El País, ABC) con singular entusiasmo en formato entrevista, de la que resultaba fácil destilar llamativos titulares («Los españoles han querido olvidar su propia historia»; «Analfabetos ha habido siempre, pero nunca habían salido de la universidad»; «Los españoles tenemos un problema de autoestima»). Pero lidiar con casi quinientas páginas de texto y algo más de setecientas notas al pie no es precisamente deporte que en nuestro país entusiasme, por más que entrevistadores y entrevistados se afanen en pretenderlo. En suma, y a mi modesto entender, el libro de la profesora Roca Barea contiene materia lo suficientemente atractiva como para cautivar a tirios y troyanos, quiero decir, a profanos y entendidos. Es fácil para los unos dejarse llevar por la mera etiqueta («Leyenda Negra»), tanto como para los otros entrar al trapo de un texto que se presume original, y desde luego acaba revelándose como tal.

No es menor la singularidad de esta obra cuando se detecta que la autora no procede del campo de la historia tout court, sino del de la literatura. Mudanzas como ésta no abundan, y alguna más que conozco me afirma en el convencimiento de que semejantes experimentos pueden deparar sorpresas bien agradables. La profesora Roca Barea es filóloga, ha trabajado para el CSIC y ha ejercido asimismo de enseñante y docente en la Universidad de Harvard. Sus registros bibliográficos en Dialnet acreditan su dedicación a la literatura clásica y bajomedieval, circunstancia que ayuda a entender ciertos excursos del texto, como el que, previo al comentario de la Brevísima del padre Bartolomé de Las Casas, introduce al lector en la naturaleza del género medieval de las disputationes. Ello ‒su formación más filológica que histórica‒ no le impide arredrarse ante la historiografía o los historiadores más acreditados. Lo hace con John H. Elliott, Ricardo García Cárcel, Joseph Pérez, o bien saca los colores a Henry Kamen de forma inmisericorde (pp. 31-32 y p. 280). Por lo demás, la autora se mueve por la literatura europea del Medioevo a la Ilustración con envidiable desenvoltura, deteniéndose en el análisis de palabras o sintagmas («leyenda negra») no por prurito de vana erudición, sino porque negra se opone a la medieval aurea, aunque la cópula entre aquélla y «leyenda» no se consumará hasta finales del siglo XIX. La etiqueta tarda, así, unos cuatro siglos en ser adherida al concepto; «las palabras sobre las cosas», y no al revés. «El idioma es un testigo implacable» (p. 147), y por ello la autora postula con tozudez encomiable que «ver la evolución de las palabras, estudiar cómo se generan o se pierden sentidos, observar los cambios, es un aprendizaje siempre interesante porque el lenguaje es una institución social que se genera en los tuétanos de los grupos humanos y muestra, con independencia de la voluntad, qué hay en su interior» (p. 46).

La intención de la obra es clara: «Los españoles hemos creído durante décadas que este enojoso asunto [la Leyenda Negra] era un rasgo exclusivo de nuestra historia. Nada más lejos de la realidad. Las leyendas negras son como el principio de acción y reacción de la física aplicado a los imperios. Nuestro propósito con este libro es comprender por qué surgen, qué tópicos las configuran y cómo se expanden hasta llegar a ser opinión pública y sustituto de la historia». Se trataría, por tanto, de inyectar la pertinente dosis de la segunda para neutralizar el pernicioso efecto de la primera. Dicho de otro modo: «Todo el asunto de este libro se reduce a eso: el mandar y lo que le pasa al que manda con su reputación». La obra pretende, en suma, construir un discurso sobre la reputación sobrevenida a los constructores de imperios, identificando las características comunes a cada uno de los casos examinados, y ello a lo largo de un período de más de quinientos años. La escritura resulta atractiva y el desarrollo del discurso atrapa al lector. La atención puede flojear, sin embargo, a medida que el texto avanza y se suceden las reiteraciones. Por otra parte, el sometimiento de la misma idea (imperiofobia) a un trote de cinco siglos provoca la aparición de ciertas tensiones, pues el tránsito por las sociedades y sistemas políticos del Antiguo Régimen hasta las del presente debe hacerse con prudencia. Fenómenos como la religiosidad, conceptos como el de nación, legitimidad, legalidad, etcétera, pueden chirriar al oído del historiador cuando se los homologa, independientemente del momento en que se emplean. El anacronismo es pésimo acompañante para estas excursiones.

Contra la mala reputación que persigue a los constructores de imperios fabrica la autora su antídoto. Lo hace a partir de ciertos principios activos que recorren el texto. Uno de ellos es el de «imperio inconsciente», que pudiera definirse como la ausencia de una voluntad previamente acordada en la construcción del imperio en cuestión. En efecto, desde Roma a los actuales Estados Unidos, ha sido práctica habitual de la imperiofobia «disminuir la grandeza, la eminencia que un pueblo determinado puede alcanzar por el hecho de haber levantado un imperio». El concepto pudiera traducirse al lenguaje de la calle como «imperio de chiripa»: «en el juego de billar, suerte favorable que se gana por casualidad» (Diccionario de la Real Academia). Esto pensaron ya algunas mentes de la tardía latinidad con respecto a Roma y, un milenio más tarde, los italianos con respecto a España. El colmo de esta actitud estaría representado por la posición del ya aludido Henry Kamen, al negar la existencia de un imperio español por el mero hecho de que los actores españoles en él constituyeron la menor parte. Los británicos, por su parte, habrían echado los cimientos del suyo «en un ataque de despiste» («a fit of absence of mind»). La acusación de inconsciencia no cabe imputarla en todos los casos, aunque sí en el hispano, por cuanto Colón parte en busca de Cipango y Catay, y se topa con América; Inglaterra y las Provincias Unidas, por el contrario, saben lo que quieren, y dónde y cómo alcanzarlo.

Sea como fuere, no es ésta la primera vez que argumentos similares se esgrimen en punto a hechos del pasado de los considerados como de grueso calibre. A. J. P. Taylor (1906-1990) se valió de algo parecido a la hora de explicar la política exterior hitleriana en general y la explosión de la Segunda Guerra Mundial en particular. Su polémica obra llevaba por título precisamente The Origins of the Second World War (1961), y en ella se predicaba que Hitler no había planeado la guerra, sino que se había visto metido [scrambled into] en ella «por error», tanto propio como ajeno. Basil Liddell Hart (1895-1970), reputado historiador militar, estuvo de acuerdo con Taylor: «Su conclusión de que [la guerra] fue accidental antes que deliberada coincide con la mía», añadiendo a continuación que estaba convencido de que «la mayoría de las guerras» detonaban, en efecto, de aquel y no de este modo. Guerras e imperios no son, por supuesto, fenómenos históricos homologables. Tienen, sin embargo, en común que cuando arrancan es difícil predecir hasta dónde llegarán.

En cualquier caso, la muletilla de lo accidental en la génesis de los imperios ‒pretendiendo «disminuir la grandeza» de quienes los fundan y expanden‒ no es más que uno en la ristra de improperios que se han endosado a sus constructores. Vienen luego, en efecto, lindezas como la impiedad de estos o aquellos «palurdos venidos a más», de las que el caso de Roma vuelve a ofrecer cumplido ejemplo. Luego, la construcción del discurso imperiofóbico quedará siempre en manos de los «poderes locales que defienden su posición […]; poderes locales [que] cuentan con el apoyo del gremio intelectual de turno, que, ahora y hace dos mil años, estaba dispuesto a servir con las herramientas de su inteligencia al poder constituido que lo alimenta, muy especialmente si lo veía peligrar». Roma sirve, así, a la autora para desplegar la urdimbre sobre la que a continuación insertar las tramas particulares de los distintos ejemplos (Estados Unidos, Rusia y el Imperio Hispánico) y señalar lo común a todos ellos.

Para el primero, el análisis arranca en la Ilustración, encontrando sin mayor esfuerzo en ésta la idea del continente habitado por animales y seres humanos «degenerados», retrasados o monstruosos (Buffon, Voltaire, De Pauw, Kant). Para estas gentes, América era algo así como una geografía a medio hacer, por cuanto, comparada con la del viejo mundo, el mayor grado de humedad perceptible en la abundancia y caudal de los ríos, en los inmensos lagos que los exploradores ingleses tomaron por el Océano Pacífico, el régimen pluviométrico, etcétera, sugería que la bíblica separación de las aguas y las tierras que precedió a la creación del hombre y de los animales se había quedado aquí a medio camino. El joven e inmaduro continente producía las correlativas especies animales y humanas. Ausencia de jirafas, elefantes o leones; de la «talla» intelectual de sus habitantes tampoco cabía esperar gran cosa. La «inferiorità tellurica» traía de la mano el hecho de que «la totalité de l’espèce humaine est indublitablement affoiblie et dégénérée au nouveau Continent» (Cornélius de Pauw). Y conste que el medio físico podía influir de tal modo incluso en los inmigrantes europeos como para hacerlos partícipes de la misma inferioridad que se imputaba a los nativos. Hubo que afanarse en demostrar que el talento de La Condamine no había sufrido merma alguna tras su viaje por Sudamérica, que en Filadelfia existía una academia de ciencias y que Benjamin Franklin no había nacido en Europa. «La Nature ne s’est donc pas méprise dans un hémisphère entier. Les Américains sont des hommes». Luego la cosa siguió rodando, y «a finales del siglo XIX el estereotipo del estadounidense hortera, voraz e hipermaterialista está ya firmemente asentado en Europa». La impiedad, la sangre contaminada (hebrea) que se dice corre por las venas de miles de sus habitantes abonan la existencia de similitudes con otras realidades imperiofóbicas. Por lo demás, el caso de Estados Unidos, remitiendo la inferioridad moral y física de sus habitantes a momentos bien anteriores a la construcción del imperio, parece corroborar la hipótesis de que «no suele haber causas objetivas en el nacimiento de las leyendas negras imperiales. Éstas buscan sus motivos o los generan, y es imposible que no encuentren algo a lo que agarrarse. Los prejuicios antiimperiales no se originan como consecuencia de unos motivos, sino que son anteriores al rosario de tópicos en torno a los cuales se articulan. Nacen del complejo de inferioridad que resulta de ocupar una posición secundaria al servicio de otro o con respecto a otro incluso cuando esto beneficia o no perjudica. Nada nos hace sentir más incómodos que tener que estar agradecidos. El resquemor de vecinos y aliados puede ser mucho más intenso que el de un enemigo. Por esto las distintas imperiofobias se parecen tanto unas a otras, porque nacen del mismo pozo de frustración». Al caso estadounidense no le falta, en fin, su Bartolomé de Las Casas: Noam Chomsky, y a éste su paralelo con «el humanista italiano que buscaba el amparo de Fernando el Católico o Felipe II, mientras se quejaba y hasta hacía versos satíricos sobre la presencia de los españoles en Italia».

El esquema se repite a propósito de Rusia. La opinión europea sobre sus habitantes que transcribe la autora («unos europeos a medio cocer») remeda lo que de los americanos acaba de referirse. El tópico se cocina en Francia de forma un tanto oblicua. La paz de París que pone fin a la llamada Guerra de los Siete Años (1756-1763) liquida el imperio colonial francés. Ello provoca un alucinante tournant en la opinión que ha venido manteniendo sobre Rusia desde mediados de siglo la inteligencia éclairée. Ésta se había encargado de difundir la especie de que todo cuanto progreso hubiera habido en Rusia ‒o en los futuros Estados Unidos‒ se debía a la benéfica influencia de su Ilustración. Pero hete aquí que aquellos palurdos barnizados por Voltaire y compañía se muestran ahora en sazón de desplegar un imperio de dimensiones colosales al mismo tiempo que sus tutores pierden el suyo. Es entonces cuando «una élite fuertemente vinculada a un poder local sin posibilidad de expansión acuña los tópicos antirrusos», proceso que no tiene igual en parte alguna de la Europa de entonces: «Ni Voltaire ni Diderot tienen la menor duda de que los rusos están sin civilizar». Tampoco es casualidad que antes de echar a andar el verbo (civilizar) se viera la necesidad de generar el de su resultado (civilisation). Las piezas casan de nuevo. Los ilustrados asisten incrédulos al surgimiento de un imperio que reputan inconsciente. «Russe» deviene poco más tarde en francés en sinónimo de «taimado» o «astuto». La explicación que da la autora sobre la frustración colonial de Francia se queda, sin embargo, en lo anecdótico: «hay que estar dispuesto a salir de los salones, de los encajes y las pelucas para afrontar una empresa de esa envergadura»; «Francia […] no tuvo imperio, porque puso su admiración en un modelo de hombre que es poco partidario de dormir al raso». Las cosas, por fortuna, suelen ser más complicadas. En pocas palabras: cuando en la segunda mitad del siglo XVI toca levantar imperios siguiendo el ejemplo de España, Francia se despedazaba en sus guerras de religión. Sólo cuando las cosas se calmaron (1598) tuvo sentido poner los ojos fuera del hexágono. La oposición del ministro de economía (el duque de Sully) fue relevante. Es célebre la sentencia con la que pretendió zanjar la cuestión: «le labourage et pasturage estoient les deux mamelles dont la France estoit alimentée, et les vrayes mines du Pérou». Y, en efecto, Francia no arrancó a pesar de que la voluntad del rey iba en dirección contraria a la de su ministro.

Por lo demás, lo propio de Francia en el siglo XVIII fue, asimismo, lograr que las Luces fueran capaces de hacer sombra a todo lo relativo al estado material del país en las décadas previas a la Revolución. Quien, sin embargo, pudo percatarse de semejante estado de cosas fue nada menos que Adam Smith, el cual llegó al país a principios de 1764 acompañando en calidad de tutor al hijo de Charles Townshend (1725-1767), ministro de Hacienda y presidente del Board of Trade en el gobierno de Su Majestad. El espectáculo de un país que Townshend describió como “the most incapable power by land & sea that modern Times have exhibited» hizo, sin duda, impacto también sobre Smith, que se afanó durante aquellas jornadas en recopilar la literatura político-económica que a la sazón se producía, en particular sobre la insoportable deuda pública. Junto con el ambiente de aburrimiento, no es de extrañar que el adusto escocés comenzara entonces el pergeño de un libro «in order to pass away time». Hay quien sostiene que se trataba precisamente de La riqueza de las naciones.

A la altura de la página 119 del libro que reseñamos pueden resumirse ya los perfiles de un «modelo universal» de lo que sea imperiofobia: «Clase particular de prejuicio de etiología racista» consistente en «la aversión indiscriminada hacia el pueblo que se convierte en columna vertebral de un imperio». Tal acepción sólo se predica luego de aquellos imperios que cuentan «con los pueblos con los que tropieza en su expansión», mezclándose con ellos e integrándolos. Se asemeja al racismo por cuanto se dirige a la etnia, a la estirpe, al genus, a la cuna, al margen de lo que sus exponentes hagan o digan. Pero, al propio tiempo, se distingue de él, del racismo puro y duro, porque si el racismo suele cernirse sobre grupos minoritarios o débiles (gitanos, por ejemplo), lo que la imperiofobia fustiga es, por el contrario, su posición eminente. Es ésta la que induce el decidido propósito de neutralizarla, pregonando su liviandad moral e intelectual. Ésa es la tarea de las elites ya aludidas, tarea en algún caso tan bien elaborada como para llegar a formar parte del bagaje cultural de la Europa de hoy.

Llegado el momento de meter a España en el molde, la autora pasa revista a los distintos escenarios en que comenzó a fraguarse la leyenda negra: Italia, Alemania, Inglaterra, los Países Bajos. A esta secuencia de orden geográfico se añaden dos capítulos monotemáticos, a saber, la actuación inquisitorial y la colonización de América. La parte final cubre desde la Ilustración hasta nuestros días. Será en Italia donde comparezca por vez primera el prejuicio racial vinculado a la sangre contaminada, sea por nuestro pasado godo (bárbaro) o, más adelante, hebreo y moro. La cosa no deja de tener, sin embargo, su punto de gracia, pues mientras Paulo Jovio (1483-1552) lo utilizaba cual munición especialmente lesiva, la nobleza española coetánea procuraba vincularse con esta progenie, a la cual añadía elementos tanto religiosos (conversión de Recaredo y sus pares al catolicismo) como políticos (continuidad dinástica) en un mélange que conocemos como goticismo. A mediados del siglo XVII, Saavedra Fajardo reclamaba para el conjunto de estos tres elementos la categoría de «verdadera razón de Estado […], antes mejor que la griega o la romana». Un tanto despistados andaban, pues, quienes creyeran que tildándonos de godos hacían daño. Sea como fuere, con tales precedentes se comprende que el saqueo de Roma (1527) hubiera dado pie a que un discurso hasta entonces inmaterial pudiera magnificarse gracias a unos hechos que la autora disecciona con verdadera finura. A esta operación se añade material supletorio con el que se procura neutralizar la leyenda negra de matriz italiana, a saber, las bondades de la administración de la justicia, la vinculación de las elites al proyecto imperial o la defensa del territorio, aunque acaso esta imagen resulte en exceso homogénea, pues los gobiernos de Nápoles, Milán o Sicilia requirieron estrategias diversas. Pero, como en todos y cada uno de estos territorios resultaba inevitable la presencia de guarniciones españolas, el tipo literario del soldado parece haber contagiado a la entera nación. Al respecto la autora se detiene en el desmantelamiento que el conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada (1509-1579) ‒en su condición de parte ofendida‒ operó ya en su día sobre la obra de Paulo Jovio. Ofensa que los españoles del Siglo de Oro parecen haberse tomado un tanto a guasa, y tal vez con razón, si también fuese cierto que los italianos de entonces miraban por encima del hombro no sólo a los españoles, sino que «lo hacían con todo el mundo». No es consuelo. «Disculpable soberbia», sugiere la autora, argumentando con más corazón que otra cosa «[que] Italia es un regalo que los dioses le hicieron a Europa para que no perdiera de vista que la belleza ayuda a soportar las miserias de la vida». Se non è vero

Nada que ver, desde luego, con las variantes septentrionales, comenzando por el hecho de que en Italia faltó una imprenta que divulgara la leyenda negra en medida homologable a como más tarde sucedió en Inglaterra o los Países Bajos. De la mera burla transitamos hacia el odio. Del caso alemán destacaré la imputación a la Reforma de constituir «carga principal de dinamita» con la que se pretendió volar un proyecto de unidad europea. Personalmente, estoy por acudir a la construcción de la teología luterana en calidad de motor de lo que vino después, todo lo cual sí autoriza a señalar al extranjero como causante de los males (reales o supuestos) que afectan a Alemania, por cuanto quien los protagoniza es un poder católico, esto es, universal, y, por lo mismo, ajeno. Conviene no olvidar, sin embargo, que fue un azar dinástico el que colocó a Carlos I al frente de la monarquía hispana y, más tarde, del Imperio, por lo que su papel de defensor de la fe al frente de éste (Sacro Imperio Romano Germánico) trasladó a sus súbditos españoles (también italianos y, en general, sureños) la carga peyorativa implícita en un vocablo (welsch) que reúne todo lo peor que predicarse pueda del ser humano (falso, mentiroso, inmoral, extranjero, también marrano). Es también aquí, en Alemania, donde se fabrica la personificación en España del Anticristo luego popularizada en sus variantes holandesa, inglesa y francesa.

Para la segunda versión, la inglesa, hace arrancar el examen la autora desde el drama isabelino, derivando enseguida hacia Shakespeare y la ausencia en sus obras de algún rasgo tanto de anticatolicismo como de hispanofobia. Luego volveré sobre esto. El epígrafe se completa con páginas dedicadas a la persecución religiosa (católica, por supuesto) en la propia Inglaterra, para terminar con la inefable Gran Armada de 1588 y sus secuelas. Veamos. España e Inglaterra comenzaron su desencuentro hacia mediados del siglo XVI. Digo esto porque la cosa no surgió en la noche de los tiempos. Nada, pues, de antipatía natural, como sí se predicó de españoles hacia franceses, y viceversa. Por el contrario, Trastámaras y Tudores se entendieron bien durante décadas. Los Reyes Católicos entregaron a su hija Catalina al príncipe Arturo y luego al rey Enrique VIII. María casó con Felipe II en 1554, y cuando ella pasó a mejor vida en 1558 éste no vaciló en pretender la mano de su hermana Isabel. Estas anotaciones no pretenden sugerir que una buena relación dinástica deba ser compartida por los súbditos respectivos. Pero cuando se añade que, también en el ámbito de las relaciones económicas, ambos países caminaron de la mano durante décadas, ya resulta más complicado entender la magnitud del desencuentro.

«¿Cuándo se jodió el Perú?», se pregunta la autora en la página 325. ¿Cuándo lo hizo la relación hispano-inglesa? Oliver Cromwell creía en 1654 (p. 195) que «el español» constituía el «enemigo natural» de Inglaterra, para aclarar luego que era así pues en él se personificaba el Anticristo. Paradójicamente, sin embargo, la persecución anticatólica comienza en Inglaterra, dirigida hacia los propios ingleses, ya en 1536 y, por supuesto, que, como en el caso del imperio, debe tomar un tinte nacionalista (anglicano para el caso) cuando, a raíz del divorcio de Enrique VIII, el poder papal (católico, universalista) se convierte en enemigo. No resultaba difícil seguir completando el proceso mediante la inclusión de Felipe II y sus súbditos, pues la excomunión de Isabel (1570) siguió de cerca a la explosión de movimientos católicos dentro del país («Northern Rebellion») y a la retención en Inglaterra de un cargamento de plata destinado al duque de Alba que puso a Isabel y a Felipe «to the brink of open conflict». Sólo faltaba que un traspiés diplomático acelerara el proceso, y eso precisamente sucedió en 1573. Que un embajador del rey católico anduviese mezclado en conspiraciones contra Isabel no era de recibo. Un tipo tan conspicuo como el duque de Alba «sintió más alivio que ira» cuando supo que el diplomático sería expulsado del país. El mismo duque se encargaría de arreglar personalmente el entuerto en 1576. Había, pues, razones en Inglaterra para pensar que el rey católico conspiraba para dar la vuelta al establishment Tudor, en especial cuando, una vez más (1584), su embajada se vio envuelta en un nuevo complot. No hacía falta ser un lince para convencer al personal de que la coyunda entre el papa y Felipe II estaba bien engrasada. La involucración de Roma en el soporte político y financiero de la Armada tampoco ofrece duda. Que la persecución al catolicismo inglés fuese especialmente cruel es tal vez menos significativo que la circunstancia de su perseverancia en el tiempo, hasta privar hoy al católico de sentarse en el trono, o manteniendo un sistema constitucional que une en la misma persona las cabezas política y religiosa (teocracia). La religión se sobrepuso, pues, a la política (o, como mínimo, se equiparó a ella) en un proceso que no conoció paralelo en Europa, y que Inglaterra no logró sacudirse mientras que sí comenzaban a hacerlo las naciones del otro lado del Canal desde finales del siglo XVI. Como advertía en 1639 aquel militar que buscaba similitudes entre la rebeldía catalana y la de las Provincias Unidas: aquí sólo faltaba que intervinieran los curas para que tanto la fe como la obediencia acabaran perdiéndose. Forma parte de la singularidad británica la mixtura en cuestión.

Que Tudores, Estuardos y sus epígonos pusieran tanto énfasis a la hora de contener al catolicismo en el otro lado del Canal quiere decir que la identificación entre la versión doméstica y las sucursales en el continente (primero España, más tarde Francia) funcionó a las mil maravillas de puertas adentro, constituyendo, desde luego, un prodigio de precocidad en la fabricación de propaganda política. Ello facilitó la represión en el interior, bastante más sencilla que el control sobre las fronteras. España recurría a la Inquisición para atajar lo que venía de fuera mientras que el aparato homólogo en Inglaterra bregaba contra un enemigo bastante más peligroso por cuanto había nacido, crecido y sobrevivía dentro. Se comprende así que las causas contra los luteranos comenzaran a descender en España a partir del quinquenio 1560-1565 (hasta prácticamente desaparecer al cabo de un siglo), mientras que en Inglaterra se mantenía el estado de excepción hasta 1829. La cosa tardó un tanto más en Irlanda. Pero ambas circunstancias, la española y la inglesa, deben ser comparadas teniendo en cuenta los parámetros en que hubieron de moverse ambos países. Por lo demás, Inglaterra pagó su exceso de celo antihispano cerrando los ojos al auge de Francia. Un tipo listo como lo era Samuel Johnson no perdonó a Cromwell que su cerrazón anticatólica y antihispana le impidiera contemplar el auge de Francia: «ayudó a los franceses a expulsar a los españoles de Flandes en un momento en que habría convenido a nuestro interés apoyar a los españoles contra Francia, como antes a los holandeses contra España, con lo que podríamos al menos haber retrasado el crecimiento del poderío francés».

El mismo aparato propagandístico que magnifica el fracaso de la Armada de 1588 corre el velo sobre la contraofensiva inglesa de 1589. Es obvio que no hemos sabido vender ni esta mercancía ni otras, por más que hasta los propios historiadores ingleses estén dispuestos a echarnos una mano: «pues la auténtica tragedia de la expedición de Norris y Drake [la de 1589] no fue su fracaso en Lisboa, ni aun su incapacidad para interceptar los barcos cargados con el tesoro. La verdadera tragedia consistió en que perdieron una oportunidad única de cargarse la inmediata posibilidad de recuperación del poderío naval de España». España se recuperó, en efecto, y con una celeridad sorprendente. La cita que sigue pertenece a otro historiador también inglés: «Spanish power never looked more formidable than in 1591 and 1592». Un par de dosis más de vacunas como éstas y las cosas comienzan a verse de otro modo. La hazaña de Blas de Lezo en 1741 podría conducir al no habituado a perecer de overdose.

Ya señalé mis dudas sobre el hecho de que la quiebra de la Cristiandad que estalla a raíz del discurso de Lutero pueda ser leída en términos de reacción frente a «un imperio en expansión que pretende construir una unidad europea sobre la base de la común religión compartida» (p. 231). Debo confesar mi exceso de celo o de prudencia a la hora de proyectar imágenes del presente («unidad europea») hacia el pasado y, en este sentido, acudo a uno de mis historiadores favoritos para señalar que, según él, «en verdad a Lutero no se le pasaba por la cabeza comenzar un cisma en la Iglesia». Dudo también sobre la voluntad de ese imperio respecto a «construir una unidad europea», y más todavía de que el tal tinglado pudiera sustentarse «sobre la base de la común religión compartida». El vocablo (imperio) evoca una carga de poder político que dista leguas de su más cabal esencia a la altura de 1517. Y meter en el mismo saco resistente a Inglaterra, los Países Bajos y Alemania acudiendo al argumento de una «común religión compartida» se me antoja una simplificación que convendría evitar. Los caminos seguidos por cada una de esas naciones fueron diversos tanto cronológica como dogmáticamente, y no sólo entre sí, sino en los interiores respectivos. Hubo una Alemania (etiqueta que no deja de ser una impertinencia de lugar y tiempo) luterana, otra calvinista y otra católica. Ésta ocupa hoy el primer lugar del ranking. Es claro que la «desconexión» anglicana que inició Enrique VIII no obedecía a otro interés que el puramente dinástico. La resistencia de los Países Bajos parece haber residido, por su parte, en el énfasis hacia la defensa de los privilegios locales. «Nacionalismo» es un término un tanto desigual para poder formar pareja con calvinismo. Como lo es nación aplicado al imperio, aquel conglomerado de señoríos que formaban lo que Samuel Pufendorf calificó como «un cuerpo irregular y semejante a un monstruo», del cual, por lo demás, predicaba su absoluta incapacidad para regular cualquier cosa. El imperio de Carlos V no era el de Guillermo II. En 1524, un consejero de Carlos pronosticaba que la amplitud de sus dominios le obligaría a «dejar que las cosas sigan su curso solas, lo que conducirá antes a la decadencia del imperio que a su crecimiento».

Y si nacionalismo casa mal con calvinismo, el planteamiento del conflicto de los Países Bajos como guerra civil tiene también sus más y sus menos. El asunto se predica a mayores de «las guerras protestantes» en general, que entiendo son aquéllas en las cuales lo es uno de los contendientes. Siendo esto así, no es cierto ni que se trate (el carácter de «guerra civil») de «uno más de los aspectos ocultos de la historia de Europa» ni que sobre él gravite una «ley del silencio». Las llamadas guerras de religión en Francia (1562-1598) se etiquetan como civiles por la historiografía al uso sin mayor problema. Sea como fuere, la autora se propone sugerir «un esbozo mínimo de cómo podría hacerse una historia de la guerra civil en los Países Bajos» tomando como ejemplo lo acaecido en los enfrentamientos habidos en ella. Refiere así que, con frecuencia, soldados holandeses militaban en el bando realista. Quien dice holandeses (de Holanda) puede decir también zelandeses, frisones u otros. Según esto, el carácter de conflicto civil estaría servido. En el ejército del duque de Alba habría en 1573 tan solo siete mil novecientos soldados españoles sobre un total de más de cincuenta mil, y en éste una abrumadora mayoría de flamencos. Una década más tarde, los españoles constituían como el 10% y «la mayoría» del resto eran holandeses. Difícil así soslayar el apelativo de guerra civil. Las cosas, sin embargo, y afortunadamente de nuevo para el historiador, suelen ser más complicadas de lo que parece; se mueven, como las impresoras, en una escala de grises mucho más rica e interesante que la polaridad blanco/negro: «Tendemos a olvidar que en el mundo social las cosas son mucho más complicadas y ambiguas [que en el mundo físico]», recuerda Albert O. Hirschman.

Para empezar: los ejércitos de los siglos XVI y XVII se nutrían de mercenarios, de manera que, como escribió Sir George Clark, el mapa de las «nacionalidades» que los componían rara vez coincidía con el de los protagonistas políticos del conflicto. Segundo: el libro de Geoffrey Parker con el que la autora sostiene la tesis guerracivilista utiliza la etiqueta «Netherlands» para referirse a gentes que podían, en efecto, proceder de las provincias norteñas, pero, desde luego, no exclusivamente de éstas, pues la etiqueta incluía también a las sureñas. Por eso, cuando Parker quiere ser más preciso, utiliza el vocablo «Walloons», que ciñe la adscripción geográfica y política a las provincias del sur. En el fondo de la confusión late un cierto despiste en relación con el carácter de las fronteras (políticas, religiosas) en estas sociedades, mucho más lábiles, desde luego, que las de hoy día. Un militar profesional como Sir Roger Williams no tuvo empacho en servir a los españoles entre 1574 y 1577 tras haberlo hecho con los rebeldes en 1572-1573. Como él mismo escribió, un hombre iba entonces a la guerra por alguna de estas tres razones: dinero, honor y deber. No parece que hubiera lugar para la patria. Sur y norte mantuvieron canales abiertos durante el conflicto. Ocasiones hubo en las que incluso la paga de los ejércitos de Felipe II dependió de la intermediación de financieros holandeses (esta vez sí, holandeses). Esto también lo cuenta Parker. Cualquier intento de guerra económica sobre las Provincias Unidas estuvo de antemano condenado al fracaso. Por paradójico que pueda parecer, y con un tanto de hipérbole, pudiera decirse que la propia continuación del conflicto armado dependía de la colaboración del enemigo. Gila lo hubiera encontrado más que verosímil, aunque, desde luego, no es cosa para ser tomada a broma. En este sentido, Montesquieu pasa por divulgador pionero de un mensaje que el liberalismo acabó por hacer suyo: «c’est presque une règle générale, que partout où il y a des mœurs douces, il y a du commerce, et que partout où il y a du commerce, il y a des mœurs douces». Con otras palabras, la idea circulaba y era práctica cotidiana en la Europa de siglos precedentes: «Somos una diminuta mancha en el mapa del mundo y, sin embargo, representamos mucho en él gracias únicamente al comercio, que es la criatura de la libertad», escribió George Savile, marqués de Halifax (1633-1697). Y ésta, la libertad, incluía, desde luego, no preguntar por la confesión ajena cuando de comercio se trataba: «No serán preguntados por su fe y religión, y que por esta razón no serán arrestados sus navíos, hacienda ni mercaderías, ni [éstas] tomadas ni confiscadas si no fuere precediendo información por la cual conste que hayan delinquido contra la fe y religión católica en estos Reynos de España», la propuesta que se ofreció a las ciudades de la Hansa en 1597. Por las mismas fechas, Pedro de Valencia anotaba que la riqueza de España «llama hacia acá la contratación de todas las naciones, y las obliga a devoción y paz con España». Por eso mismo, el patriarca Juan de Ribera, celoso católico donde entonces los hubiera, echaba pestes contra la presencia de mercaderes ingleses y holandeses con expresiones que enunciaban los peligros del «doux commerce»: «Es certísimo que generalmente se ha perdido el asombro y grima que se solía tener de los herejes. Porque como los topan cada hora por las calles, y son admitidos al comercio activo y pasivo, y tratados con cortesía, y ven que muchos de ellos guardan verdad más que los católicos, y son más agradables en el trato, viene la gente a aficionárseles, que es grandísimo inconveniente”.

Se guerreaba sobre el campo de batalla al tiempo que se traficaba. Ni blanco ni negro. Cuando por fin se decidió (octubre de 1598) impedir a los súbditos de la República el comercio con España, la tinaja exhibió tantos agujeros como nadie hubiera podido imaginar. Pudo verse entonces cómo las pérdidas venían en parte auspiciadas por las propias autoridades encargadas de vigilar un embargo que ponía en peligro el abastecimiento en productos básicos para sus gobernados.

La llamada Guerra de los Ochenta Años (1567-1648) contra las Provincias Unidas echó más leña al fuego de la Leyenda Negra, y por haberse encabalgado su inicio con la obra de John Foxe y el ulterior aumento de la tensión entre España e Inglaterra, ocurrió como si ambas corrientes ejercieran un mutuo proceso de retroalimentación del que acaso no debiera ser excluida la aportación de la Francia hugonote. A mayores, Felipe II tuvo la mala suerte de que el conflicto de Flandes estallara precisamente allí donde más imprentas por kilómetro cuadrado existían a la sazón. Allí se imprimió en francés la Brevísima de Bartolomé de Las Casas y la Apología de Guillermo de Orange, y, en el barrio de al lado, los grabados de Theodor de Bry. Con textos y gráficos como estos podía hacerse mucho daño allí donde fuera preciso. Bien lo sabían quienes en 1646 alentaron la edición de la Brevísima en Barcelona, juzgando que los habitantes del Principado podrían seguir la suerte «de los nativos de las Indias». No me detendré, sin embargo, en el examen de esta munición tanto gráfica como escrita, pero sí en el «problema de la legitimidad [de la revuelta]» que la autora invoca como apoyatura sustantiva de la rebelión y, por ende, del surgimiento de la munición aludida. A este respecto, resultan imputados por corrección política quienes han postulado que la rebelión era legítima –me refiero a historiadores coetáneos‒, si bien, de nuevo, la cosa no resulta tan lineal como la autora pretende. El fulcro del asunto se halla en el sintagma que copio: «es difícil conciliar legalidad y legitimidad con rebelión» (p. 253). Pero, en verdad, entonces no era tan difícil. La Europa de los siglos XVI y XVII conoció rebeliones, magnicidios y otros episodios del género para dar y tomar. Quienes, en el verano de 1581, redactaron el edicto para la efectiva «desconexión» de la soberanía de Felipe II sobre las Provincias Unidas creían tener legítimas razones para hacerlo. También quienes dictaron la pena capital para Carlos I Estuardo, o los asesinos de Enrique III (1589) y Enrique IV (1610) de Francia. Existe un clásico para lo de 1581, el libro de Martin Van Gelderen, The Political Thought of the Dutch Revolt, 1555-1590 (Cambridge, Cambridge University Press, 1992), y una antología de textos que repasa uno por uno los principales hitos jurídico-políticos de la revuelta. No puedo entrar en detalles. Diré, sin embargo, que, para construcciones como ésta, el derecho de la época se avenía a las mil maravillas. La cantidad y variedad de dispositivos jurídicos para uso y disfrute de revoltosos, resistentes o magnicidas era sencillamente apabullante. La contradicción, la insipidez, la oscuridad formaban parte de textos como el de 1581, que, sin embargo, lucía como «una composición en extremo eficiente con una sensata mezcla de realidad y fantasía» (Van Gelderen). Tal como acaba de mostrar Angela De Benedictis, «la sublevación [de una comunidad] no le hacía caer en el delito de rebelión. Para la defensa de los propios derechos y para la conservación de las propias personas y del propio honor los súbditos podían resistir al príncipe también con las armas». Me temo que una situación como la que se presentó en el momento en que Felipe II decidió abandonar los Países Bajos e instalarse en España (esto es, la de una comunidad huérfana de señor natural), el llamado Rey Prudente ya tenía todas las de perder a tenor de los argumentarios con que se justificaban las resistencias al uso. Y lo que tal vez convenga destacar a mayores es que ese derecho, esa communis opinio doctorum, es en Edad Moderna de matriz católica. No creo tener que recordar lo mucho que contribuyeron a ello juristas y teólogos hispanos.

El cloroscuro se me antoja, en fin, la mejor coloración para el período y, desde luego, la actitud más sensata para abordar también la adscripción religiosa de particulares individuos como Shakespeare o la de las comunidades en que éstos que se movían. En tal sentido, me extraña que la autora no haya acudido a la obra de su más reciente y acreditado biógrafo. Plantea éste que tanto él como otros compatriotas compartían una cierta fractura interior en punto a sentimiento y actitud religiosa. Stephen Greenblatt no duda de un joven Shakespeare católico que, no obstante, pugna por encontrar una posición más acomodaticia con el paso del tiempo. No es un recusante y acude con regularidad a los servicios religiosos de su comunidad protestante. Pero, como se pregunta Greenblatt, «¿creía en lo que oía y decía?». «Sus obras sugieren que tenía fe, de una cierta clase, pero no era una fe bien anclada a la Iglesia católica o a la de Inglaterra». Su única iglesia parece haber sido el teatro, y tal vez ese anclaje fuera suficiente para que tanto el público como la propia reina hicieran la vista gorda ante el producto resultante. En cualquier caso, Will no era algo especial. Isabel se valió de los servicios financieros de un católico como Sir Horatio Palavicino hasta que éste se enemistó con el papa por algo tan terrenal como el negocio del alumbre. Acto seguido se mudó a la Iglesia establecida. Más chocante si cabe fue la posición de Charles lord Howard, earl de Nottingham y barón de Effingham (1536-1624), a cuyos servicios Isabel no hizo ascos a pesar de sus más que dudosas credenciales familiares. Hablamos de quien comandó la fuerza naval que repelió la Gran Armada y dirigió en 1596 el ataque a Cádiz. Pues bien, su familia había sufrido represión por católica, y de él se comentaba que favorecía una sucesión católica a la muerte de Isabel. En 1603 no dudó, desde luego, en alinearse con el heredero Jacobo Estuardo –de inequívoco pedigree reformado a pesar de estar casado con una católica‒ tras conocer que el todavía rey de Escocia había elegido a su tío, lord Henry Howard, como «his man in London». Este Howard había sido educado en el catolicismo. Quien luego sería embajador de Inglaterra en España insinuaba, por su parte, que Charles Howard «dishonoured the English religion». Su hijo mayor pasaba por católico. Muchos de quienes acompañaron a Charles a Valladolid en 1605 para la ratificación de la paz entre ambas coronas se dieron una cura de abstinencia acudiendo a misas, comuniones y visitas a templos.

Lo dicho no significa minusvalorar la represión anticatólica desplegada por Isabel y continuada durante décadas por sus sucesores al trono; y no es menos cierto, asimismo, que, en punto a represión inquisitorial, hubo quien nos sacó ventaja. Hace bien la autora, por tanto, en destacar que el Santo Oficio se desentendió muy pronto de perseguir los casos de brujería tras considerarla un mero subproducto de la «ignorancia o de mentes calenturientas y alucinadas». No me detendré en exceso sobre el cuadro de la colonización, en términos generales acaso el capítulo más reivindicativo de todo el libro, y en el que no es difícil reencontrarse con asuntos tratados en páginas precedentes. Tenemos, sin duda, un problema si nuestros estudiantes de bachillerato no han oído hablar de las misiones jesuíticas, la expedición de Balmis o el padre Vitoria.

En fin, el claroscuro afecta también a la propia definición de lo que sea la «nación española». La autora incluye en la página 296 un fragmento de los estatutos aprobados en 1580 para la Cofradía de la Santísima Resurrección, aneja a la iglesia de Santiago de los Españoles en Roma. Tal condición se predica de los naturales tanto «de la Corona de Castilla como de la de Aragón y del Reyno de Portugal y de las Islas de Mallorca, Menorca, Cerdeña e islas y Tierra Firme de entrambas Indias sin ninguna distinctión de edad ni de sexo ni de estado». El texto sigue a una cita del periodista Manuel Chaves Nogales tras un viaje a Ifni en 1934, en la que se comenta lo dicho por un coronel a los nativos saharauis en el sentido de que, a partir de aquel instante, podían considerarse «españoles de pleno derecho, tan españoles como si hubieran nacido en Vizcaya». Es inevitable señalar que, de 1580 a 1934, el «pleno derecho» de esta última fecha no puede ser metido en el mismo saco que el derecho de la primera. Craso anacronismo. La inclusión de Portugal no puede obedecer entonces a la común pertenencia a una misma corona, pues no fue hasta el año siguiente cuando las Cortes de Thomar reconocieron a Felipe II como rey de Portugal. No cabe, pues, deducir un «estilo español de imperio» en el que en 1580 los portugueses compartieran derechos con los de Aragón, Cerdeña o ambas Indias. Bien al contrario, según el párrafo que a continuación ofrezco, esos derechos funcionaban a sensu contrario, esto es, a singularizar, a poner límites, lo propio de la cultura jurídica de la época. Por ejemplo: en 1603 debatía el Consejo de Estado los argumentos para convencer al rey de Inglaterra de que no permitiera a sus súbditos viajar tanto a las Indias Orientales como a las Occidentales. Los convocados hablaban sin cortarse un pelo de «naciones» y, en concreto, de «que no puedan ir a ellas [las Indias] sino los [naturales] de las naciones a quien[es] se concedieron», es decir, los castellanos a unas y los portugueses a otras. Y ahora lo interesante al caso: «Y que esto se usa con tanto rigor que solos los castellanos pueden ir a las Occidentales y los portugueses a las Orientales […]. Y que a los de la Corona de Aragón son prohibidas las unas y las otras. Y con ser todos vasallos y destos Reynos de España, no les quiere Vuestra Majestad confundir sus derechos». La posibilidad de confundirse los derechos formaba parte sustantiva del Antiguo Régimen, pues convivían varios. Repárese, en fin, que el texto romano viene precedido de una importante salvaguarda ‒«la cual cualidad [de español] se entienda tener para el dicho efecto»‒ (la cursiva es mía), esto es, la pertenencia a la cofradía. Más allá de esto, mucho me temo que lo que el párrafo genera es precisamente confusión.

Llegados a cierta altura del texto, las reiteraciones se hacen inevitables. El cansancio hace mella. La autora parece ser consciente por momentos: «Este giro reclama una explicación. Ya lo hemos dicho varias veces, pero no viene mal insistir en ello» (p. 430). Se trata ahora de volver a 1492 una vez despachados los siglos XVIII y XIX. Una pena, pues algunas páginas rezuman un sarcasmo de lo más exquisito, como sucede con las dedicadas a Alexander von Humboldt o a William Stubbs. Queden para otro reseñista los siglos XX y XXI.

Concluyo. El de «imperiofobia» se me antoja un concepto de radio menor rodeado por otro que lo abraza e incluye. Que las naciones forjadoras de imperios deban soportar las leyendas negras fabricadas aquí o allá con unos u otros materiales me parece algo muy propio de la pura y simple competencia entre Estados que conocieron y siguen conociendo los siglos. Thomas Hobbes lo vio con claridad a mediados del siglo XVII. De los humanos en general predicó un infatigable deseo de poder que sólo desaparecía con la muerte, y de aquí derivó que tal inclinación subía de tono entre los gobernantes, incitándoles a tratar de asegurarse la mayor dosis posible de autoridad bien por leyes (hacia dentro), bien por guerras con el exterior. La palabra competición surge un mínimo de tres veces entre los capítulos 11 y 17 del Leviatán, y es ella causa principal de la guerra. Con este panorama, es natural que los hombres vivan inseguros, propensos a servirse de la anticipación para evitar el daño. Se pelea por el poder, por neutralizar la inseguridad, por adquirir reputación y por la gloria. Poder y reputación son homólogos: «Reputation of power, is Power». El resultado es que la guerra se configura como un estado natural que implica estar permanentemente formado en orden de combate. Con frecuencia, la competición se practica por prurito de honor o dignidad, siendo precisamente esto lo que nos distingue de ciertas comunidades de animales, que cuando pelean lo hacen por la mera subsistencia. Los humanos –dice Hobbes‒ «están continuamente en competición por honor y dignidad, lo que no sucede con estas criaturas; y como resultado surgen entre los hombres por estas razones la envidia, el odio y, finalmente, la guerra». Pues bien: tengo para mí que las fobias que se dirigen hacia los fabricadores de imperios pudieran también hacerlo en otras direcciones. El género competencia entre Estados incluye, a mi entender, la especie Estados versus imperios. Puede existir, por tanto, competencia entre imperios, lo mismo que entre Estados sin más, con resultados no muy distintos de los de la imperiofobia. La munición puede ser de diversos calibres, si bien, para el discurso que se trae entre manos, es obvio que la preferida es la que circula en torno a la reputación. Ya reproduje al inicio el párrafo que ahora reitero: «Todo el asunto de este libro se reduce a eso: el mandar y lo que le pasa al que manda con su reputación». Pues pongamos el caso de dos imperios compitiendo entre sí: la Gran Bretaña y las Provincias Unidas.

A la altura de 1600, ambos países tienen diseñada una estrategia expansiva no sólo para competir con la Monarquía Hispana en ambas Indias, sino que pronto aquélla se deslizará hacia la rivalidad mutua. Crónica de una oposición de intereses anunciada, entre otras cosas porque en 1604 la paz hispano-británica convierte en aliados a los enemigos de antes. Como resultado, el año siguiente, navíos portugueses facilitan pólvora a los ingleses que combaten a los holandeses en las Indias Orientales. Las cosas llegarán al punto de hacer necesarias en 1613 y 1615 la convocatoria de unas pomposamente llamadas Colonial Conferences. No por ello cesa la rivalidad. Otra fecha para el recuerdo es 1623, cuando los holandeses torturan y masacran en Amboyna (actual Indonesia) a una veintena de agentes ingleses de la compañía rival, a los que se añaden unos cuantos portugueses y japoneses colaboracionistas. Los grabados que ilustran la crueldad holandesa no desmerecen en nada a los que Theodor de Bry dedicara en su día a las barbaridades españolas. El lector queda invitado a hacer clic en Google «Amboyna masacre 1623» dentro del epígrafe «Imágenes». Se infla así un discurso antiholandés que circulaba ya desde hacía décadas, aunque circunscrito a la competencia mercantil. Ahora toma los visos de una leyenda negra que llega fresca a mediados del siglo XVII y alcanza su punto de ebullición cuando la guerra estalla entre ambos países. El lenguaje que entonces permea el recuerdo de aquella masacre se inspira nada menos que en el célebre Acts and Monuments (o Libro de los mártires) de John Foxe, quien en 1563 dejó testimonio de las persecuciones y ejecuciones de protestantes practicadas por María [Tudor] la Sanguinaria. Se publica que las torturas sufridas por los ingleses «exceden a las infligidas por Pizarro o cualquier otro español en las Indias Occidentales». Treinta años más tarde de los sucesos, Inglaterra sigue exigiendo reparación en especie. ¡Pero buenos son los holandeses cuando de dineros se trata! La literatura los pinta como acreditados discípulos de Mammón, representación demoníaca de la riqueza, la avaricia y la injusticia desde la Edad Media. A la riqueza rinden culto. Es fácil equipararlos con los españoles por el hecho de que éstos antes y ellos ahora pretenden monopolizar las riquezas de ambas Indias y hacerse con el absoluto control de los mares. La vieja alianza sustentada en el temor infundido por la monarquía de Felipe II se disipa ante el que representan la católica Francia y las Provincias Unidas. Ello obliga a replantearse qué lectura del evangelio es la que puede correr en paralelo con semejante comportamiento. Y la conclusión es clara: según los testimonios de época de Pincus que recoge (véase nota 38), se trata en realidad de «papistas disfrazados», seguidores de Suárez y Bellarmino en su disculpa hacia la resistencia frente a los magistrados de la comunidad. Es lógico que así sea, pues la República surge precisamente de un acto de resistencia ante un monarca legítimo. Sólo falta, a título de guinda del pastel, imputarle algo que aquélla ya dedicó medio siglo atrás al tirano Felipe: el apelativo de Anticristo. ¡Y vaya si se hizo! Acompañado, a mayores, de «la Bestia», «la puta de Babilonia» y otras lindezas del género. En el camino hacia la destrucción de Roma, era preciso hacer etapa en la República del otro lado del Canal.

Imperios acosados por naciones que no lo son; imperios que llegados a cierto punto se lían a garrotazos malgré las fraternales relaciones sustentadas en el pasado tanto por la común religión como por la lucha contra el tirano amenazante: ¿no será que, disponiendo los Estados de un arsenal de improperios producto de una cultura (o subcultura) política común, estén dispuestos a lanzarlos aquí o allá en función de las alternativas propiciadas por los reajustes en el sistema de poderes vigente en Europa en unos u otros momentos? La misma munición contra enemigos diversos.

Vuelvo así a la relectura de La France espagnole. Les racines hispaniques de l’absolutisme français (2003), de Jean-Frédéric Schaub. Una lástima no verlo citado por la profesora Roca Barea; le hubiera gustado disponer de esta frase de Stendhal: «Si el español fuese musulmán sería un africano completo» (p. 45). A esta «Espagne africaine» siguen epígrafes familiares: la Inquisición, don Carlos, el duque de Alba en Flandes, Felipe II. Hasta aquí todo normal. Francia ocupa hasta 1659 la segunda fila en el sistema europeo de Estados. Los tomos IX y X de la serie «Peuples et Civilisations» llevan por títulos respectivos «La préponderance espagnole, 1559-1660» y «La préponderance française, 1661-1715». Lógico que fustigue a su enemigo del sur en el primer tramo, sea o no imperio, pues antes que nada es enemigo. Mas llega la hora de Francia, la hora del retournement (la palabra es del propio Schaub), la ocasión de desplegar ante Europa un programa alternativo que, en realidad, consistirá en una «aspiration symétrique» a la que los Austrias españoles exhibieron hasta entonces. A la acusación holandesa (¡y francesa!) de aspirar éstos a una monarquía universal sucede ahora el traslado del mismo cargo a Luis XIV, en lo que aparece como una maniobra de «substitution parfaite». La cosa, sin embargo, no termina aquí. La munición francesa utilizada contra las Provincias Unidas no es sólo que sea de similar calibre a la utilizada por Felipe II; es que su fórmula cualitativa es la misma: son más enemigos, pues son rebeldes, a todo lo cual cabe añadir sin empacho alguno una pizca de guerra santa a fin de coronar con éxito la tarea que los españoles dejaron inconclusa. Sin conocerlo, apuesto a que los holandeses, por su parte, habrán utilizado contra la Francia del Rey Sol los restos de lo que quedó en sus arsenales después de la paz con España de 1648.

Es éste un apasionado libro de historia, que como todo asunto pasional propende a la hipérbole. En todo caso, la roza sin hollarla. Tal vez porque, buscando alcanzar un objetivo tanto pedagógico como estrictamente creativo, la autora se ha visto compelida a forzar la máquina para que el primero adelante al segundo. Nada que reprochar: es fácil estar de acuerdo con ella en el loable propósito de ajustar cuentas no tanto con nuestro pasado, sino con el de nuestros vecinos. En cualquier caso, sigue constituyendo un misterio la razón por la cual una leyenda negra, la nuestra, sobrepuja a las otras tanto en el espacio como en el tiempo. Obviamente, no creo que la razón se deba al número de cadáveres dejados por el camino. ¿Por qué, entonces? La autora reitera en tal sentido las escasas dotes para la propaganda que aquí se han exhibido, las mismas que para la contrapropaganda. Leandro Fernández de Moratín dejó unas Apuntaciones sueltas de Inglaterra que, puestas en mano de un hábil artesano (el Bartolomé de Las Casas de turno), podrían haber dado lugar a una leyenda cuando menos grisácea. Les pierde a los ingleses –dice‒ un orgullo necio, incorregible, intolerable; «el despotismo atroz con que tiranizan el Asia es harto conocido»; «el acta de navegación, que no puede considerarse sin vergüenza de las demás naciones de Europa, favorece de tal manera su marina comerciante […] que no sé por cuál razón existe sin que una guerra general le destruya»; e così via… Moratín es, sin embargo, capaz también de apuntar virtudes en el haber británico. Parece, pues, que no sólo no hemos buscado las cosquillas al vecino, sino reconocido sus méritos cuando tocaba. ¿Sencillamente cuestión de carácter? ¿Por qué no? En todo caso, estoy por completo de acuerdo en que informar, y aunque sólo sea esto, sobre el mestizaje (físico y cultural) hispanoamericano, la contribución hispana al surgimiento de un derecho internacional, de unos derechos del hombre o al «papel esencial de España y Portugal en la ciencia de la Edad Moderna» es tarea que precisa de tanto en tanto de llamadas de atención que mitiguen el apocamiento ante nuestra historia que suele lucir especialmente en los libros de enseñanza preuniversitaria. Tampoco es corto el mérito de esta obra al haber alcanzado el éxito editorial con un relato que nos familiariza con siglos anteriores al XIX. Quiero decir con esto que tanto la academia como el público lector y la autoridad educativa parecen ser víctimas de un síndrome del Titanic caracterizado que atendiera sólo a lo más visible, que para el caso viene a ser lo más cercano en el tiempo, y así pasa lo que pasa. Tómese ejemplo de la amplitud –cronológica‒ de los términos del debate a propósito del Brexit entre los historiadores británicos. Recuérdese, por ejemplo, que la sentencia que obligó al Gobierno británico a llevar al Parlamento la decisión de salida invocaba el parecer de Sir Edward Coke (1552-1634), por no citar la invocación a la Magna Carta (1215) u otras singularidades histórico-constitucionales pertinentes al debate.

«Los españoles han querido olvidar su propia historia», proclama la autora. Corregiría la cita en el sentido de que un buen número de los manuales referidos que los españolitos se ven obligados a estudiar no sólo olvidan, sino que parecen también empeñados en practicar una voluntad de estilo que, en general, pretendiera mantener al lector a prudente distancia de la propia historia, como si de algo ajeno se tratase. Tal vez sea éste el espíritu (¿?) que anide en el autor de una pintada que tuve la oportunidad de anotar hace un par de semanas: «Non hai patria mais alá das tuas pernas».



Monasterio de El Escorial, Madrid, 1584



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt






Entrada núm. 4612
elblogdeharendt@gmail.com
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)