En su ensayo ¿Una gran ilusión?, escrito en 1996, comenta en El Mundo Francisco de Borja Lasheras, director adjunto de la Oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, el historiador Tony Judt argumentaba que el mito de Europa se construyó sobre lo que no habría sido sino el resultado fortuito de distintos intereses y culturas políticas, "necesario dadas las circunstancias" de la postguerra y "posible por la prosperidad" que vivió Europa Occidental tras su reconstrucción.
En la agenda de las élites de lo que era en esencia un club de la Europa rica, comienza diciendo Lasheras, habían primado intereses nacionales coincidentes en ese momento. EEUU resolvía el problema de seguridad ante el bloque soviético, tras cuyo Telón se encontraba esa otra media Europa, exótica y desconocida. Había habido poco del idealismo pan-europeo con el que muchos crecimos en los 90 del Tratado de la Unión, antes de un nuevo milenio que trajo la crisis económica y social, el auge de la eurofobia y el deterioro de relaciones entre los 28 Estados que forman la UE. Era pues una ilusión concebir que tales circunstancias en origen pudieran proyectarse de forma indefinida hacia el futuro, e insistir en su destino manifiesto de expansión continua. Judt, tan clarividente, anticipaba que las costuras del corsé en torno al mito de Europa terminarían saltando en una Unión ampliada, con desiguales niveles económicos e intereses divergentes. Alcanzar la unión estrecha de los pueblos de Europa sería "imposible en la práctica" e "imprudente" seguir prometiéndola como panacea.
Tenía razón. La UE, como todo proyecto colectivo humano, es históricamente contingente. Sin tampoco caer en determinismos ni profecías agoreras, los proyectos aglutinadores suelen entrar en fase de crisis existencial cuando las circunstancias que los crearon e hicieron posibles, desaparecen por una mezcla de factores internos y externos transformadores -y no pocas veces fruto del azar también-. Algo parecido le pasa a la UE. Es evidente que las circunstancias hoy no son las mismas que las que vieron nacer la integración. No lo es tampoco el perfil de gran parte de los líderes políticos y élites en Estados miembros e instituciones. El líder y decisor europeo actual es utilitarista, más condicionado que nunca por la agenda inmediata e intereses a corto plazo -construir a largo plazo se ve como quimera- y por la propia lógica bizantina de la UE. Más allá de casos como el británico o Polonia, hay un gran escepticismo con los beneficios de actuar en un marco común europeo que se ve como menos legítimo; en esa percepción, son a menudo sacrificios que no siempre compensan las ventajas de ir por libre en lo posible. Asimismo, si bien la transformación digital debería tener una vertiente europea, no sabemos cómo van a salir ni las democracias nacionales ni Europa en su conjunto de los cambios que vivimos. La UE y sus Estados nación están en una posición complicada entre proyectos políticos de aldeas globales sin fronteras y tribus locales pro fronteras y puentes levadizos. La vuelta de las políticas de identidad y los nacionalismos pone sobre las cuerdas a una Europa postmoderna en la que se diluirían o mitigarían las identidades nacionales y regionales. Por su parte, en la esfera internacional, Europa respondía a un modelo postgeopolítico, normativo y multilateral, que parece anticuado en un mundo de líderes autoritarios y cruda geopolítica de grandes poderes. Reina la lógica de Tucídides de primacía de fuertes sobre los débiles. En ese entorno hobbesiano y con EEUU a la deriva, los europeos no estamos bien posicionados ni lo suficientemente unidos para defender nuestros intereses como bloque; además, ello implicaría políticas más decisivas de re-afirmación estratégica frente a actores hostiles y de gran coste político. Pero es que además no somos lo suficientemente fuertes para competir de manera individual.
Así, seguir apostando machaconamente por "más" o "mejor Europa" puede ser necesario para re-legitimar un proyecto cuestionado, pero no es suficiente. Tampoco basta la dinámica de auto-piloto y gradualismo que rige desde hace años, salvando los momentos más urgentes de las crisis. El dilema es mayor por cuanto que cualquier Gran Salto Adelante hacia una integración cuasi-federalista es casi imposible -pesan demasiado las divergencias nacionales, maquinarias burocráticas e intereses creados (también, en las instituciones)-. ¿Sería la solución para todos estos retos? Lo dudo. Hace casi un año escribía en estas páginas sobre qué pasaría si la UE contuviera a némesis como Le Pen y Wilders. Aventuraba que las fallas y grietas de los cuales éstos eran la consecuencia, seguirían ahí, y aconsejaba prudencia ante el discurso de que el Brexit y las némesis eran el revulsivo que los europeos necesitaban. Hoy seguimos esperando a que el eje franco-alemán resuelva sus diferencias en materia de euro y el recorrido de la llamada Cooperación Estructurada Permanente a 26 seguramente quede por debajo de expectativas infladas sobre una Defensa Europea conjunta. Tras el hiato de las elecciones alemanas, vendrán las italianas, las europeas, etcétera, y otra vuelta de círculo, como los hámsters en sus norias. George Santayana define el fanatismo como redoblar los esfuerzos cuando has olvidado tu objetivo. Algo parecido le pasa a parte del discurso europeísta. Con una fijación obsesiva en la forma sobre el fondo y en la integración como antídoto a todos los males, muchos esperan aún que la magia de los pequeños pasos eclipse los pasos de gigante que se están dando fuera de la UE. No podemos aguardar al advenimiento de un gran mañana que puede que nunca se dé.
Y sin embargo el mito de Europa ha funcionado, si bien no de la forma absoluta que a menudo se dice. En la UE, ése ha sido el caso cuando los intereses han sido convergentes (por ejemplo, en la salvaguarda del euro). Fuera, Europa sigue siendo una narrativa, aunque imperfecta, y un modelo que inspira a grandes segmentos sociales en algunos países de Balcanes o en Ucrania, que lo relacionan con algo mejor que lo que conocen y han vivido sus padres. Ésa es la otra paradoja: que la Europa que lucha contra el autoritarismo, por la democratización y por salir del yugo de la historia y la geopolítica, ésa de luces y sombras, se vive más intensamente en la efervescencia política de Belgrado o Kiev y en las fronteras de la UE en general, que en Bruselas y otros centros occidentales. La utopía ha superado los confines materiales de una UE absorbida por sus inercias y problemas.
Por ello, los europeos tenemos que volver a hacernos preguntas y hacer caso a Judt, evitando que Europa sea un obstáculo para resolver problemas y abordar los dilemas subyacentes. Cuestiones como la seguridad requerirán, sí, más Europa, sin perjuicio de la autonomía estratégica nacional y nuevas alianzas con otros actores. Otras, como la crisis democrática, precisan el refuerzo del discurso democrático y los mecanismos colectivos ante abusos del mayoritarianismo populista. Pero también hay que apostar por grandes consensos políticos constitucionales y proyectos nacionales, como en España. Tenemos además un dilema clave de contracción/expansión: la contracción llevaría a intentar una Europa del euro, fortaleza de ambiciones reducidas, mientras que la expansión indefinida no es políticamente asumible. Esto lleva a otra pregunta: ¿qué Casa Europea funcional para millones de europeos de fuera de la UE que pugnan por entrar, unos por pragmatismo, otros por convicción? En fin, las tensiones entre intereses y valores continuarán y Europa siempre será diversa y problemática. Un punto intermedio entre el voluntarismo, el pragmatismo del corto plazo y el repliegue estratégico (y egoísta) es apostar por construir un espacio público de países democráticos con instituciones, valores y reglas comunes que se respetan, que impulse el crecimiento económico y la competitividad, y con distintos vínculos de seguridad entre sus miembros, además de marcos como la OTAN. Un espacio con lazos sustantivos con vecinos como Túnez. Una red flexible y modernizada de nodos, que incluiría una UE con núcleos de mayor integración política bajo criterios rigurosos, que no excluyan a otros europeos que cumplan sus compromisos. Una Gran Sociedad Europea adaptada al siglo XXI.