jueves, 28 de diciembre de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Más información no es más conocimiento. [Publicada el 11/10/2016]












Dicen que quien controla la información controla el poder... Es posible que sea verdad, pero dada la enorme difusión de información que se produce en internet y a través de las redes sociales, al menos mientras vivamos en el seno de democracias liberales, a mí me parece que ese control es difícil que se produzca. Pienso que la frase con la que inicio la entrada sería más exacta si dijera que quien manipula la información tiene más posibilidades de controlar el poder... Es una opinión. En todo caso me parece claro que una gran masa de información disponible no se corresponde con un mayor conocimiento por parte de los usuarios de esa información. De ahí la necesidad imperiosa de que existan órganos mediadores que conviertan la información en conocimiento: órganos de prensa libres, universidades, profesores, informadores, etc., etc. A lo largo de la entrada quedará más explícita esta opinión.
El filósofo Xavier Rubert de Ventós, en un artículo titulados La red del pescador nos contaba como los dioses castigaron tanto a Prometeo como Adán por curiosear más de la cuenta; por su pretensión de romper el monopolio divino del conocimiento y repartirlo entre los mortales. Para nuestros teóricos de Internet, la Red sería hoy su reencarnación: el nuevo héroe que rompe el monopolio institucional de la información para distribuirlo entre los usuarios de Google. Una hermosa metáfora para explicar que el castigo le fue impuesto por robar el fuego a los dioses y ofrecérselo a los humanos. Les pasó "información privilegiada", que diríamos hoy, y por eso se quedó sin empleo en el Olimpo.
El término red -o en red-, señalaba, ha venido asociándose desde entonces a una libre y masiva difusión de los saberes. Frente a su tradicional distribución jerárquica y parsimoniosa, estos saberes se estarían haciendo hoy inmediatamente, democráticamente accesibles a todos.
Pero no nos precipitemos, nos dice. Mejor quizá demorarnos por un momento en las palabras mismas y su aura. Nietzsche decía que "las palabras son metáforas que hemos olvidado que lo eran". Ahora bien, si dejamos que las palabras repercutan en nosotros, que nos golpeen con toda la carga de su origen, pronto descubrimos que la palabra red evoca un universo de asociaciones muy distinto, opuesto incluso al anterior. La palabra red no nos sugiere algo que difunde sino algo que más bien retiene; no nos suena tanto a acumulador o difusor como a filtro o malla que captura ciertos elementos (peces o datos) y permite a otros pasar. Y lo decisivo es entonces la trama más o menos tupida de nuestra red; de una red que nos permita atrapar todos -y sólo- los datos o informaciones relevantes para el caso que nos ocupa.
¿Y no será -se pregunta- que en el saber, como en el pescar, lo importante es la correspondencia entre el tupido de la red y el tamaño de la presa a capturar? Una cuestión de ajuste, de encaje, adecuación, acomodo o como quiera llamársele. En todo caso, no una cuestión de pura cantidad o intensidad. Y así son al cabo -pienso aún- todas las operaciones delicadas, sean de la naturaleza que sean: sea el Faeton de Ovidio siempre en peligro de ser víctima del "calentamiento global", sea la observación microscópica de Heisenberg, que, como la mirada del Basilisco, puede distorsionar o incluso matar lo observado, sea la candela que, según dicen los mexicanos, no hay que colocar "ni tan cerca que queme al santo ni tan lejos que no le alumbre".
Esta cuestión de acomodo o proporción, nos dice, ha sido abordada por Manuel Castells, pero parece olvidada en gran número de estudios sobre la Sociedad de la Información. Y ello contra toda evidencia de que la pura acumulación degenera a menudo en atasco; de que pocas veces, si alguna, lo máximo resulta ser lo óptimo. La máxima información, en efecto, tiende a generar confusión: Aranguren, señala, fue mi mejor maestro precisamente porque me señaló los textos y libros que no era necesario leer (Wikipedia, por el contrario, me ofrece demasiados). El continuo flujo de moribundos en pateras nos escandaliza, ciertamente, pero a menudo nos coarta y paraliza toda respuesta personal frente a algo que parece rebasarnos. La competencia rápida y fácilmente adquirida -el pollito que sale del huevo y ya anda- es propio de especies inferiores que no alcanzan "adolescer" de una larga adolescencia. El crecimiento desmesurado y sin control de una célula es lo que los médicos llaman metástasis o cáncer.
Y así en todo, sigue diciéndonos. Incluso en la memoria con más gigas de la cuenta, como la del pobre Funes borgiano incapaz de olvidar nada, ahíto de bites, atontado. Como les ocurre a menudo a nuestros ordenadores, Funes había perdido aquella "capacidad de olvido" ensalzada por Rousseau: "Aquel defecto de memoria que nos deja en el feliz estado de tener la suficiente para que todo nos sea comprensible pero carecer lo bastante de ella para que todo nos aparezca como nuevo".
Kant, nos dice, nos advirtió ya de que la pura información sin criterio alguno de selección es ciega. Bacon y Popper añadieron que la naturaleza es muda mientras no aprendamos a hacerla hablar con preguntas a la vez pertinentes e intencionadas (crueles incluso, según Bacon, que comparaba el laboratorio moderno al torno con el que el Gran Inquisidor hacía "cantar" al hereje -un hereje que hoy sería el ADN o los agujeros negros-). Norbert Wiener fue más preciso todavía: "Existe un techo al número de variables o de informaciones con las que podemos operar y que sabemos manejar operativamente". Un techo del que era bien consciente un veterano político, sobrado y lenguaraz, que me aconsejaba en el Parlamento la siguiente estrategia informativa para con los miembros de la oposición: "Si no puedes darles menos información de la que necesitan, dales más de la que pueden asimilar: colápsalos". Ciegos, mudos, colapsados: así es, en efecto, como puede dejarnos una eufórica utilización de la Red que olvide su parentesco lógico y etimológico con la red del pescador.
Todo el artículo de Rubert de Ventós está plagado de citas filosóficas dirigidas a hacernos ver que el exceso de información existente hoy en día en la Red (la Red Global Mundial, traducción de su famoso y universal acrónimo WWW) puede generar confusión y acabar por dejarnos ciegos, mudos y colapsados. Pero él, y con él las bellas metáforas que cita de Castells, Aranguren, Nietzsche, Kant o Wiener, lo explican y justifican mucho mejor. Y si tienen oportunidad de hacerlo no dejen de leer el Prometeo encadenado, de Esquilo, o el Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley. Entenderán, entonces, lo que los dioses no querían que supiéramos.
Hace nada menos que ciento veinticinco años, en 1890, dos profesores estadounidenses, Samuel Warren y Louis Brandeis, publicaron en la Harvard Law Review un artículo titulado El derecho a la intimidad, en el que se decía lo siguiente: "Cada gramo de chismorreo indecente se convierte en simiente de otros, y, en proporción directa a su divulgación es causa del debilitamiento de los valores sociales y de la moralidad. Incluso un chisme aparentemente inicuo, divulgado amplia y persistentemente, es un mal en potencia: empequeñece y pervierte. Empequeñece al invertir la trascendencia relativa de las cosas, minimizando, así, los pensamientos y aspiraciones de la gente. Cuando el chisme referido a un persona alcanza el rango de letra impresa, ocupando el espacio disponible para los temas de verdadero interés para la comunidad, ¿cómo puede extrañarnos que los ignorantes y los inconscientes confundan su importancia relativa? La trivialidad destruye, al mismo tiempo, el vigor del pensamiento y la delicadeza del sentimiento. Bajo su influencia destructiva, no puede florecer el entusiasmo, ni sobrevivir el impulso generoso". La cita es de Plácido Fernández-Viagas, en su libro Inquisidores 2.0, ya comentado por mí con anterioridad en el blog.
Cualquier usuario responsable de internet y las redes sociales seguro que se ve reflejado en el párrafo anterior. Aunque las usemos con entusiasmo y promiscuidad quiero suponer que somos conscientes de la enorme cantidad de morralla que circula y que difundimos, algunas veces a propósito y la mayoría por ignorancia supina, a través de ellas. 
Pero hay peligros mucho mayores en la red que los de la difusión de chismes, teorías esotéricas y gilipolleces al por mayor. En un artículo escrito en El País por el profesor Fernando Vallespín titulado La dialéctica de la digitalización, se atrevía a decir que hoy comenzamos a tener la sospecha de que mientras retozamos dichosos en el ciberespacio hemos entrado sin saberlo en una nueva jaula de hierro, bien vigilada y sujeta a un escrutinio anónimo, sin conocer todavía con exactitud la dimensión exacta de esta amenaza o quién se va a ver beneficiado por ella, y mucho menos sus consecuencias a largo plazo. 
Alimentamos con regocijo la Red, continuaba diciendo, y otros toman buena nota de las preferencias que cándidamente les damos. La gran pregunta es si la liberación que promete internet, añadía, puede acabar convertida en su contrario. Hoy hemos accedido, decía, a una “democracia de enjambre”, una “sumatoria privada de muchedumbres” reactivas, que se mueven a base de flujos de halago o descalificación, y que, como un seísmo, sacuden el espacio público llenándolo de ruido e impiden, la mayoría de las veces, una reflexión serena. Nos podrá gustar o no, seguía diciendo, pero está ahí para quedarse y comienza a reivindicar una nueva política todavía apenas visible. ¿Cuáles serán sus consecuencias; cómo puede afectar la nueva realidad virtual al despliegue de la democracia; facilitará el ejercicio de las virtudes cívicas o las subvertirá? Todo son preguntas, decía. Internet nos ofrece la posibilidad de invertir el panóptico foucaultiano, de ser nosotros quienes observamos y controlamos al poder, y no a la inversa. Esta es la premisa que hasta hace bien poco dábamos por supuesta.
Por eso conviene, concluía diciendo, que abandonemos la situación de encantamiento y embeleso en que nos ha sumido la digitalización y tomemos conciencia de sus ambivalencias. Que, como bien dijeran Adorno y Horkheimer en su día respecto de la Ilustración, todo avance en el proceso de racionalización del mundo tiene también sus costes, genera su propia antítesis. Si reaccionamos rápido, añadía, puede que aún estemos a tiempo de evitar que este espacio de libertad se convierta en una nueva forma de dominación. En la peor de todas, además, porque es silenciosa, encubierta y, por tanto, imbatible. Un nuevo Mundo feliz con soma digitalizado.
También en Revista de Libros se hizo eco de esta inquietud el profesor Manuel Arias Maldonado en su artículo La cara oscura de internetMucho antes de que tuviéramos en nuestras manos el primer smartphone, decía al inicio del mismo, su existencia había sido ya conjurada por la literatura. En una novela futurista publicada en 1946, titulada Heliópolis, el escritor alemán Ernst Jünger habla del Phonophor, un pequeño dispositivo que cada persona lleva en el bolsillo de su camisa –igual que en Her, la película de Spike Jonze sobre el single transmoderno– mediante el cual es posible telefonear, hacer cálculos, votar en referendos, conocer la propia ubicación, trazar itinerarios, obtener el pronóstico meteorológico, consultar libros o manuscritos. Para un espíritu aristocrático como el de Jünger, una invención así sólo podía dar pábulo a una distopía social. Y no solamente por recelo hacia una extensa participación política ciudadana, sino también porque la posibilidad de la localización permanente se le aparecía, recién derrotado el totalitarismo nazi y victorioso el soviético, como una amenaza mortal para la privacidad individual.
Setenta años después, continuaba diciendo, en nuestras agitadas sociedades democráticas, llevamos alegremente nuestros phonophoros a todas partes, sin limitarnos a ofrecer datos sobre el lugar en que nos encontramos: dejamos una huella indeleble de nuestras actividades y preferencias. Hasta hace poco veníamos haciéndolo sin plena conciencia, como si la vida digital estuviese separada de la vida analógica por alguna misteriosa membrana de aislamiento. Pero el descubrimiento de que la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense venía realizando un espionaje masivo del tráfico digital, con la colaboración de unas grandes empresas tecnológicas que con ello dejaban de ser cómplices del ciudadano para convertirse en cómplices del sistema, supuso el fin de la inocencia: la red ha dejado de ser un juguete y exhibe abiertamente por vez primera su irremediable ambivalencia. Se ha producido así un cambio en el estado de ánimo colectivo que Michael Saler ha sintetizado con acierto: "Como debutante ante el público general en los años noventa, Internet fue saludado como un genuino paraíso de conocimiento colectivo, comunicación global y libre empresa. Hoy, sin embargo, es en la misma medida denunciado como un chispeante infierno de vigilancia estatal, manipulación corporativa y actividad criminal".
El artículo del profesor Arias Maldonado era una reseña crítica de las más recientes publicaciones académicas en todo el mundo sobre este aspecto negativo para la intimidad y la libertad de las personas y los ciudadanos en que se han convertido internet y las redes sociales. En ese sentido, dice al final del mismo, la sola existencia de obras como las reseñadas sirve para tratar de conjurar los peligros que está trayendo consigo el rápido crecimiento de la Red. A medida que conocemos en toda su magnitud los desafíos de la digitalización, el debate público sobre la misma se hace más rico y sofisticado. De alguna manera, esta toma de conciencia corresponde a una maduración social progresiva, a una ganancia en reflexividad que ilustra la medida en que, hasta ahora, habíamos permanecido en la fase lúdica de la digitalización: una familiarización mediante el juego, la experimentación, el error. ¿Podría entenderse de otra manera que la prensa, por poner un ejemplo, ofreciera inicialmente todos sus contenidos gratis en la Red, poniendo así gravemente en peligro su futura viabilidad comercial? No obstante, como razonan Tobias Hürter y Thomas Vašek, no parece razonable renunciar a una de las más poderosas invenciones humanas sólo porque hayamos descubierto que su potencia no carece de riesgos. Puede que Internet haya nacido ayer, pero la humanidad no: conservemos la calma e iluminemos en lo posible el lado oscuro de nuestro progreso técnico sin renunciar a sus frutos.
Y volvemos a la pregunta del inicio de la entrada: ¿más información es más conocimiento? Yo diría que no siempre, o peor aún, que casi nunca es así, y que para que sea así tenemos necesidad imperiosa de "intermediarios" que filtren el flujo de información para que se convierta en conocimiento. Esta es la tesis que mantiene el profesor Luis Guerra en su artículo La tarea del mediador de hace unos días en El País.
Los cambios en las tecnologías de la información y la comunicación están propiciando a su vez cambios profundos en el mercado laboral, nos dice el profesor Guerra. Si muchas profesiones parecen ahora innecesarias, otras deben redefinirse para adaptarse a los nuevos tiempos. Algunas profesiones del ámbito de las ciencias sociales, en concreto las de la mediación intelectual, son un buen ejemplo de esto último.
La confusión generalizada y la falta de discriminación entre lo que solo es el acceso a los datos y el conocimiento como tal, añade, ha llevado a muchos a pensar, erróneamente a mi juicio, que actividades como la docencia, el periodismo o la edición, ya no son necesarias: ¿Qué sentido tiene la labor del docente cuando los discentes tienen acceso directo a los datos?, ¿y cómo justificar la labor del periodista cuando el ciudadano puede “conocer” directamente los hechos?, ¿son, en fin, necesarios los editores, cuando cada uno puede publicar sus textos y difundirlos en la web? En un contexto en el que las tecnologías de la comunicación propician la relación directa entre la fuente (de conocimiento, de información, de creación) y los individuos de la sociedad (en calidad de estudiantes, ciudadanos o lectores)… ¿Qué sentido tiene la mediación?
Si puedo escuchar directamente a Chomsky, nos dice que argumentan sus alumnos de lingüística, ¿para qué necesito que el profesor de lengua me explique la gramática generativa? Si el usuario de una red social es capaz de generar y difundir una noticia, ¿para qué tengo que informarme a través de determinado medio? ¿Para qué, en fin, es necesario un sello editorial si cualquiera puede auto editar y publicar sus textos?
Estos razonamientos, añade, a mi entender, pasan por alto la diferencia existente entre datos, información y conocimiento. Si bien las tecnologías de la información y la comunicación hacen posible el acceso a los datos (la conferencia de Chomsky, los cables de Wikileaks, el poemario o la novela auto editados), para transformarlos en información hace falta dotarlos de contexto; igual que para llegar al conocimiento hace falta interpretar la información. Son precisamente la contextualización y la interpretación las tareas de la mediación intelectual, las actividades que redefinen las profesiones a las que aludíamos arriba y las que las hacen hoy más necesarias que nunca (o tan necesarias como siempre lo han sido), en un contexto tecnológico que facilita extraordinariamente el acceso a los datos.
Contextualizar, sigue diciendo, implica situar los datos en el “paisaje” en el que van a ser recibidos, darles el peso y la dimensión apropiados en relación con otros. El dato contextualizado es ya información, es decir, se convierte en un hecho “encajado” en las circunstancias y el entorno en el que se difunde. En este sentido, cuando un editor literario incluye una obra en una colección de un catálogo determinado, está dando a esa obra de creación un contexto, la está insertando en un paisaje en el podrá leerse junto a otras que la enriquezcan y a las que a su vez pueda enriquecer. Otro ejemplo de la importancia que puede tener la contextualización (o su ausencia), nos lo ofrecía Terry Eagleton en una entrevista que recientemente publicaba Babelia. Señalaba en ella el pensador y ensayista británico que el fundamentalismo, cualquier fundamentalismo, es sobre todo un error de lectura, pues trata de leer los textos como si su significado fuera inmutable, ajeno al entorno que los recibe, cuando precisamente es propio de los signos su adaptabilidad al contexto, su posibilidad de integrarse en situaciones nuevas.
La información interpretada, continúa el profesor Guerra, se convierte en conocimiento. Interpretar es pues dar sentido a las informaciones, formarse un juicio razonado sobre unos hechos determinados. Lo propio de una ciudadanía formada es esta capacidad de interpretar razonadamente la realidad. El docente (como el periodista) tiene que proporcionar el contexto de los datos y ofrecer los medios para que los estudiantes (como los receptores de los medios de comunicación) se formen su propia interpretación de ellos, con independencia de que les brinde además la suya propia.
Daniel Innerarity, añade más adelante, escribió hace unos años acerca de una “sociedad de intérpretes”, aludiendo a que el desafío de nuestro tiempo es “interpretar para obtener experiencias a partir de los datos”. Las ciencias humanas y sociales, para muchos prescindibles en estos tiempos, son precisamente las que se especializan en la interpretación y en la generación de sentido. Así concebidas, las profesiones de la mediación intelectual encuentran su sitio en nuestra sociedad y adquieren en ella la importancia que merecen. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt











miércoles, 27 de diciembre de 2023

El Atleti y el espíritu de la Navidad

 





A mi sobrino, Alberto Carlos Campos, in memoriam

Hola de nuevo. Y de nuevo a todos feliz miércoles. Como parte de la campaña de Navidad, el Atlético de Madrid repartió un gorro de Papá Nöel en cada localidad antes del partido con el Sevilla, pero también con un vídeo en el que un taxista se encuentra, en un páramo, a un anciano desorientado. Es una historia hermosa e impactante y llena de sensibilidad. Lo cuenta en El País de hoy el escritor Manuel Jabois, al mismo tiempo que comenta, en relación con el citado vídeo, que la neurocientífica Mara Dierssen ha explicado que muchas de las células cerebrales asociadas con la memoria promueven activamente el olvido como recurso vital. Disfrútenlo. Y sean felices, por favor. O al menos no dejen de intentarlo. HArendt. harendt.blogspot.com












Un banderín del Atleti
MANUEL JABOIS
27 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

El Atlético de Madrid ha felicitado la Navidad con un vídeo en el que un taxista se encuentra, en un páramo, a un anciano desorientado. Es una historia hermosa e impactante. En ella, el taxista aparca en medio de la noche y se baja para preguntarle al anciano qué hace allí. “No encuentro mi casa, estaba aquí”, dice señalando la nada. El conductor se ofrece a ayudarlo pero choca con la desconfianza del viejo: déjeme su cartera para averiguar su dirección, le dice; ¿no me querrá robar?, pregunta el otro antes de entregársela. Finalmente los dos se suben al taxi, aunque los intentos del conductor por establecer diálogo chocan con el silencio y la desconfianza de su pasajero. Y entonces el conductor habla de fútbol. El partido de ayer, ¿lo vio? El anciano se espabila: ¡qué tres goles! Sonríe el taxista, y el anciano sigue hablando: “Y qué partidazo de Di Stéfano, es el mejor”. El desconcierto del conductor; la animosidad por fin del anciano, que empieza a hablar de Di Stéfano y sus impresionantes cualidades. Y el taxista, entonces, retira el banderín de su club que lleva colgando del espejo retrovisor y dice: “Sí, es el mejor, Di Stéfano”. Y los dos siguen hablando todo el trayecto hasta que llegan a casa del anciano, donde ya le esperaba su familia; al volver el conductor al taxi solo, coloca de nuevo el banderín del Atleti donde estaba mientras aparece el mensaje “Por encima del Atleti están los valores del Atleti”.
Es una historia perfecta de Navidad, es decir, de cualquier época del año. Quizá por eso no ha despertado tanto odio como el esperado en redes sociales (si bien hice un scroll prudente: en Twitter se me ha cansado antes el dedo que la cabeza). Del bello mensaje, de ese gesto humano del taxista escondiendo su banderín por seguir generando amistad en un anciano tan frágil y de confianza precaria (claro que podría dejar el banderín en su sitio, pero por qué no charlar unos minutos desde el mismo bando si ya os habéis ido los dos a los años sesenta), me paré a pensar en aquello que nos queda, la última resistencia, cuando la enfermedad nos vacía la cabeza. Las canciones de hace décadas que aún guardan los enfermos en algún lugar del cerebro y pueden recordar o cantar, la memoria afectiva que hace que no recuerden quién es su hijo, pero sí la paz y el amor que les transmite su presencia. Los rayos de luz, fulminantes, que de vez en cuando iluminan una zona ya nunca transitada y que de repente se aparecen como en un milagro, el último, tal que a García Márquez en el restaurante Viridiana de Madrid, sin reconocer ya a nadie, dijo al escuchar el nombre de Aureliano Buendía: “A ése lo conozco”.
En una entrevista en EL PAÍS, la neurocientífica Mara Dierssen explicaba que muchas de las células cerebrales asociadas con la memoria promueven activamente el olvido, como las nuevas neuronas que nacen en el cerebro después de nuestro nacimiento. “Gracias a esas neuronas, el cerebro sobreescribe y borra memorias (…) Al margen del olvido generado por la lejanía temporal, los recuerdos están influidos por las emociones de la persona. Y aunque a todos nos gustaría borrar de la mente las experiencias negativas, los malos recuerdos pueden tener un valor de supervivencia, para evitar repetir los errores cometidos o para protegerse mejor en el futuro”. Mira que si al final el anciano era del Atleti, y recordaba a Di Stéfano por puro temor. Manuel Jabois es escritor.










De la Navidad, la hipocresía y los buenos deseos...

 







Hola de nuevo. Y de nuevo a todos feliz miércoles. Qué sería de la hipocresía si no la empezásemos por nosotros mismos, comenta en El País de hoy el periodista José Luis Sastre. En los últimos días, hemos mentido más de la cuenta, dice, y de la peor de las maneras: hemos respondido a decenas de buenos deseos con un “tenemos que vernos”. Y el problema es que "sí" queremos vernos, pero a veces cuesta mucho salir de nuestra zona de confort y seguridad. Me sumo a sus palabras, aunque algunos lo intentamos y lo conseguimos... Sean felices, por favor. O al menos no dejen de intentarlo. HArendt. harendt.blogspot.com







Que no hay mucho más
JOSÉ LUIS SASTRE
27 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Por lo general, en los últimos días hemos mentido más de la cuenta y de la peor de las maneras: sin disfrutarlo ni darnos apenas cuenta. Hemos respondido a decenas de buenos deseos que nos llegaron al teléfono con otros buenos deseos y, llevados quizá por el empuje de la Navidad, hemos rematado esos mensajes con un “tenemos que vernos” o un “de este año no pasa”.
Uno ya sabe, al escribirlo, que esas suelen ser las cosas que se escriben para que el otro vea que hay buena fe y que no es por él por lo que rompieron el trato, sino por esa larga cadena de compromisos muchas veces eludibles a la que llamamos vida. El otro sabe, cuando nos lee, que le hemos soltado una mentira con buena intención —de las más nefastas, entonces— y por eso responde con las mismas artes: claro que sí, nos dirá: tenemos que quedar un día. Qué sería de la hipocresía si no la empezásemos por nosotros mismos. Normalmente, la vida seguirá su curso y todos esos mensajes, que nos hicieron sonreír antes o después de la carrillera de Nochebuena, volverán sin más a su sitio, que son los chats olvidados del móvil. Aunque nos habremos dado al menos eso: la ocasión de imaginar que hay una dimensión en la que quedamos con quien decimos y hacemos lo que nos proponemos; una dimensión en la que los chats se cumplen.
Quizá les pase: que son sinceros cuando lo escriben, que de verdad quieren ver a otras personas de las que guardan recuerdos felices o viejas fiestas, o charlas que no se acababan. Quizá les ocurra que sí les apetece volverse a encontrar con otras gentes a las que, solo con verlas y sin cruzar una palabra, harán que se rememoren a sí mismos en épocas pasadas: cuando eran jóvenes, cuando eran ingenuos, cuando tenían pelo y les gustaba el pop. Mil cosas, qué sé yo. Quizá, incluso, hayan puesto fecha a esas citas. Eso serán buenas noticias, porque no está claro que la rutina en que vivimos la hayamos elegido nosotros del todo y, a menudo, conviene que forcemos los momentos para exponernos a que salgan bien o a que salgan mal, pero a que salgan, al cabo.
Si es imposible vivir sin las mentiras más básicas, terminenos al menos con la farsa del más adelante. ¿Más adelante de qué? Si hubiera un mandamiento laico o aconfesional debería ser no dejar que pase más el tiempo y abrir hueco a los que antes importaron, para preguntarles cómo están y qué tal les va e interesarse sin imposturas por qué tal están y cómo les va. Sacar horas, en fin, para compartir y brindar, y saber encontrarse a uno mismo en lo que recupera el contacto con los demás. Estar y brindar: eso era, que no hay mucho más. José Luis Sastre es periodista.












De lo kafkiano de nuestra época

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura para hoy, de la escritora Monika Zgustova, comenta en el País, en homenaje al escritor checo Franz Kafka cuyo centenario se celebra el próximo 2024, que en el mundo actual, los movimientos de las personas se controlan a través de las aplicaciones, igual que los funcionarios de ‘El proceso’ controlaban los horarios y hábitos del protagonista. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com










¿Por qué somos kafkianos?
MONIKA ZGUSTOVA
25 DIC 2023 -  El País - harendt.blogspot.com

A finales de los ochenta, todavía durante la época del comunismo, mientras visitaba Praga, una amiga me regaló El castillo de Franz Kafka en checo. Se trataba de una edición de los años sesenta, la década que desembocó en la Primavera de Praga, cuando publicar y leer Kafka estaba permitido, aunque por poco tiempo. Tras la invasión rusa de 1968, el nuevo régimen prosoviético en Checoslovaquia volvió a prohibir al escritor de Praga porque, en su obra, Kafka había descrito con lucidez y precisión el funcionamiento de la arbitrariedad, una de las características de los totalitarismos. Cuando se acabó mi estancia en la ciudad, mientras conducía hacia la frontera, antes de llegar al control de pasaportes me acordé del libro prohibido que había dejado despreocupadamente a mi lado. Detuve el coche en el arcén para esconder El castillo al fondo de mi maleta. Pero, como en las novelas de Kafka, algún ojo vigilante siguió mis movimientos. Una vez en el puesto de control, un policía me pidió que abriera la maleta. A continuación, con un gesto seguro, extrajo el libro de ella. En la aduana me sometió a un duro interrogatorio.
La cultura centroeuropea de principios del siglo XX se podría definir como la huida de la racionalidad y del orden impuestos por un Estado todopoderoso —el imperio austro-húngaro—, del control que la burocracia ejercía sobre el individuo, del centralismo basado en el intento de uniformizar las muchas y variadas etnias, hacia el espacio humano íntimo. Kafka comprendió que se trataba de una tendencia y la anticipó universalmente, la analizó en su obra antes de que tomara su monstruosa dimensión en forma de totalitarismos, ideologías opresoras y guerras mundiales. Por eso las obras de Kafka resultan proféticas.
En su vida, Kafka fue testigo de la Primera Guerra Mundial, cuyo final trajo el desmoronamiento del imperio austro-húngaro y la creación de pequeños estados como Checoslovaquia. En sus libros partía de situaciones íntimas que había experimentado: en El proceso, de su compleja relación con la mujer de negocios Felice Bauer y del “proceso” con el que le sorprendió su familia; en El castillo, de su pasión por la periodista Milena Jesenská, cuyo marido retrató en Klamm, el señor del castillo; en La transformación (o La metamorfosis), de la compleja relación con su padre. Sin embargo, a todas esas situaciones dio un trato metafórico que va mucho más allá de las realidades íntimas hasta otorgarles una dimensión universal y marcar en ellas la tendencia social y política no solo del siglo XX —que apenas llegaba a su primer cuarto cuando el escritor moría, en 1924, en un sanatorio de Viena a los 41 años— sino más allá de su siglo.
Sin embargo, los críticos e intelectuales que compartieron con Kafka el siglo XX no entendieron en seguida su enigmática obra: hablaron de su mundo “fantástico” y “surrealista” hasta que se impuso una nueva realidad: la de la Segunda Guerra Mundial. Entonces los que buscaban los documentos necesarios, en Marsella y en Lisboa, para huir de Europa, hablaron de El proceso como de una obra profética, y una vez en los barcos transoceánicos se acordaban de América. Paulatinamente, el término kafkiano, kafkaïen, kafkaesque se fue introduciendo en la mayoría de las lenguas occidentales.
Y El proceso llegó a convertirse en el símbolo de la impotencia del individuo a la merced de la maquinaria estatal. Como en toda la obra de Kafka, también aquí las ventanas son unos ojos que nunca se cierran y todo lo ven. Al inicio de la novela, una pareja de ancianos mira por la ventana cómo dos señores entran en la habitación de la casa de enfrente, donde detienen a K., el protagonista del libro, no sin antes devorar su desayuno. Al final de la novela, minutos antes de la ejecución de K. en una cantera, se abre una ventana y en ella aparece un hombre que mira; K. sabe que ese hombre será el testigo de su humillación. Y así es: el hombre en la ventana observa cómo uno de los dos guardianes le oprime la garganta mientras el otro le clava el cuchillo en el corazón. Al morir, K. siente “la vergüenza que va a sobrevivirlo”.
Si en el mundo de Kafka ser observado significa que alguien es testigo de tu vergüenza y humillación, en nuestra contemporaneidad, las personas en la ventana, además de observar sacarían un vídeo con el móvil y lo colgarían en Youtube e Instagram para que millones pudieran presenciar la humillación de un hombre. Y si Kafka señalaba lo intimidantes que resultan las miradas ajenas —en El castillo, Josef K. y Frieda hacen el amor bajo las miradas de dos ayudantes-perseguidores— y buscaba la máxima privacidad, en la época presente los ojos de las cámaras nos acechan en los supermercados y en el metro, en las autopistas y las calles; los ojos de los móviles nos apuntan en cualquier lugar; en los aeropuertos hay control de huellas digitales que nos convierten en culpables potenciales; como en nuestro mundo en que los movimientos se controlan a través de las aplicaciones, los funcionarios de El proceso controlaban los horarios y hábitos de K., al cual detuvieron sin dificultad. Lo que Kafka señaló en su momento como horror, nuestra época lo ha hecho omnipresente.
Los personajes del escritor de Praga a menudo corren y lo hacen tanto si tienen prisa como si no la tienen. Al final de El proceso, K., a punto de ser ejecutado, “se echó a correr” sin razón alguna. En El castillo, los habitantes del pueblo no paran de moverse de un sitio para otro, con frecuencia cambian de trabajo, de alojamiento y de pareja y lo saben todo sobre los demás: viven en un eterno desasosiego. De esta manera, más que describir la suya, Kafka retrata nuestra época nerviosa y caótica en la que no solo el horror vacui sino el ritmo de la sociedad empuja a las personas a desempeñar varias actividades al mismo tiempo, como ese taxista que me llevaba del aeropuerto a casa hablando por dos móviles a la vez, además de escuchar la radio, seguir mis instrucciones y conducir.
Los Josef K. y los Gregor Samsa, esos oficinistas y vendedores que pueblan el universo kafkiano, un día cualquiera quedan atrapados en una ciudad donde, sin embargo, no logran conseguir el permiso de residencia o se despiertan transformados en un insecto. También ellos padecen las mismas inseguridades, desequilibrios e inestabilidades que la sociedad líquida de nuestro siglo.
Los personajes kafkianos, huraños y solitarios a su pesar, recuerdan la sociedad contemporánea cada vez más autista que pasa más tiempo mirando las pantallas de los móviles que conversando con las personas reales. Hasta el apellido del personaje principal de La transformación, Samsa, reproduce el sonido de “estoy solo” en checo. En la Carta al padre, la letanía de reproches que el hijo le dirige al padre recuerda las complicadas relaciones entre padres e hijos en el mundo de hoy en el que el individuo está cada vez más aislado en ese universo de la infelicidad cósmica: la kafkiana. Monika Zgustova es escritora.





































[ARCHIVO DEL BLOG] Internet y redes sociales: El fin de la intimidad. [Publicada el 02/11/2015]









Hace nada menos que ciento veinticinco años, en 1890, dos profesores estadounidenses, Samuel Warren y Louis Brandeis, publicaron en la Harvard Law Review un artículo titulado "El derecho a la intimidad", en el que se decía lo siguiente: "Cada gramo de chismorreo indecente se convierte en simiente de otros, y, en proporción directa a su divulgación es causa del debilitamiento de los valores sociales y de la moralidad. Incluso un chisme aparentemente inicuo, divulgado amplia y persistentemente, es un mal en potencia: empequeñece y pervierte. Empequeñece al invertir la trascendencia relativa de las cosas, minimizando, así, los pensamientos y aspiraciones de la gente. Cuando el chisme referido a un persona alcanza el rango de letra impresa, ocupando el espacio disponible para los temas de verdadero interés para la comunidad, ¿cómo puede extrañarnos que los ignorantes y los inconscientes confundan su importancia relativa? La trivialidad destruye, al mismo tiempo, el vigor del pensamiento y la delicadeza del sentimiento. Bajo su influencia destructiva, no puede florecer el entusiasmo, ni sobrevivir el impulso generoso". La cita es de Plácido Fernández-Viagas, en su libro "Inquisidores 2.0", ya comentado por mí hace unos días en el blog.
Cualquier usuario responsable de internet y las redes sociales seguro que se ve reflejado en el párrafo anterior. Aunque las usemos con entusiasmo y promiscuidad quiero suponer que somos conscientes de la enorme cantidad de morralla que circula y que difundimos, algunas veces a propósito y la mayoría por ignorancia supina, a través de ellas. 
Pero hay peligros mucho mayores en la red que los de la difusión de chismes, teorías esotéricas y gilipolleces al por mayor. En un artículo escrito en El País en diciembre de 2013, titulado "La dialéctica de la digitalización", el profesor Fernando Vallespín,  catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid, se atrevía a decir que hoy comenzamos a tener la sospecha de que mientras retozamos dichosos en el ciberespacio hemos entrado sin saberlo en una nueva jaula de hierro, bien vigilada y sujeta a un escrutinio anónimo, sin conocer todavía con exactitud la dimensión exacta de esta amenaza o quién se va a ver beneficiado por ella, y mucho menos sus consecuencias a largo plazo. 
Alimentamos con regocijo la Red, continuaba diciendo, y otros toman buena nota de las preferencias que cándidamente les damos. La gran pregunta es si la liberación que promete Internet, añadía, puede acabar convertida en su contrario. Hoy hemos accedido, decía, a una “democracia de enjambre”, una “sumatoria privada de muchedumbres” reactivas, que se mueven a base de flujos de halago o descalificación, y que, como un seísmo, sacuden el espacio público llenándolo de ruido e impiden, la mayoría de las veces, una reflexión serena. Nos podrá gustar o no, seguía diciendo, pero está ahí para quedarse y comienza a reivindicar una nueva política todavía apenas visible. ¿Cuáles serán sus consecuencias; cómo puede afectar la nueva realidad virtual al despliegue de la democracia; facilitará el ejercicio de las virtudes cívicas o las subvertirá? Todo son preguntas, decía. Internet nos ofrece la posibilidad de invertir el panóptico foucaultiano, de ser nosotros quienes observamos y controlamos al poder, y no a la inversa. Esta es la premisa que hasta hace bien poco dábamos por supuesta.
Por eso conviene, concluía diciendo, que abandonemos la situación de encantamiento y embeleso en que nos ha sumido la digitalización y tomemos conciencia de sus ambivalencias. Que, como bien dijeran Adorno y Horkheimer en su día respecto de la Ilustración, todo avance en el proceso de racionalización del mundo tiene también sus costes, genera su propia antítesis. Si reaccionamos rápido, añadía, puede que aún estemos a tiempo de evitar que este espacio de libertad se convierta en una nueva forma de dominación. En la peor de todas, además, porque es silenciosa, encubierta y, por tanto, imbatible. Un nuevo Mundo feliz con soma digitalizado.
En julio de este año, Revista de Libros se hacía también eco de esta inquietud con un prolijo artículo de Manuel Arias Maldonado, profesor titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, titulado "La cara oscura de internet"
Mucho antes de que tuviéramos en nuestras manos el primer smartphone, decía al inicio del mismo, su existencia había sido ya conjurada por la literatura. En una novela futurista publicada en 1946, titulada "Heliópolis", el escritor alemán Ernst Jünger habla del Phonophor, un pequeño dispositivo que cada persona lleva en el bolsillo de su camisa –igual que en "Her", la película de Spike Jonze sobre el single transmoderno– mediante el cual es posible telefonear, hacer cálculos, votar en referendos, conocer la propia ubicación, trazar itinerarios, obtener el pronóstico meteorológico, consultar libros o manuscritos. Para un espíritu aristocrático como el de Jünger, una invención así sólo podía dar pábulo a una distopía social. Y no solamente por recelo hacia una extensa participación política ciudadana, sino también porque la posibilidad de la localización permanente se le aparecía, recién derrotado el totalitarismo nazi y victorioso el soviético, como una amenaza mortal para la privacidad individual.
Setenta años después, continúa diciendo, en nuestras agitadas sociedades democráticas, llevamos alegremente nuestros phonophoros a todas partes, sin limitarnos a ofrecer datos sobre el lugar en que nos encontramos: dejamos una huella indeleble de nuestras actividades y preferencias. Hasta hace poco veníamos haciéndolo sin plena conciencia, como si la vida digital estuviese separada de la vida analógica por alguna misteriosa membrana de aislamiento. Pero el descubrimiento de que la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense venía realizando un espionaje masivo del tráfico digital, con la colaboración de unas grandes empresas tecnológicas que con ello dejaban de ser cómplices del ciudadano para convertirse en cómplices del sistema, supuso el fin de la inocencia: la red ha dejado de ser un juguete y exhibe abiertamente por vez primera su irremediable ambivalencia. Se ha producido así un cambio en el estado de ánimo colectivo que Michael Saler ha sintetizado con acierto: "Como debutante ante el público general en los años noventa, Internet fue saludado como un genuino paraíso de conocimiento colectivo, comunicación global y libre empresa. Hoy, sin embargo, es en la misma medida denunciado como un chispeante infierno de vigilancia estatal, manipulación corporativa y actividad criminal".
El artículo del profesor Arias Maldonado es una reseña crítica de las más recientes publicaciones académicas en todo el mundo sobre este aspecto negativo para la intimidad y la libertad de las personas y los ciudadanos en que se han convertido internet y las redes sociales. En ese sentido, dice al final del mismo, la sola existencia de obras como las reseñadas sirve para tratar de conjurar los peligros que está trayendo consigo el rápido crecimiento de la Red. A medida que conocemos en toda su magnitud los desafíos de la digitalización, el debate público sobre la misma se hace más rico y sofisticado. De alguna manera, esta toma de conciencia corresponde a una maduración social progresiva, a una ganancia en reflexividad que ilustra la medida en que, hasta ahora, habíamos permanecido en la fase lúdica de la digitalización: una familiarización mediante el juego, la experimentación, el error. ¿Podría entenderse de otra manera que la prensa, por poner un ejemplo, ofreciera inicialmente todos sus contenidos gratis en la Red, poniendo así gravemente en peligro su futura viabilidad comercial? No obstante, como razonan Tobias Hürter y Thomas Vašek, no parece razonable renunciar a una de las más poderosas invenciones humanas sólo porque hayamos descubierto que su potencia no carece de riesgos. Puede que Internet haya nacido ayer, pero la humanidad no: conservemos la calma e iluminemos en lo posible el lado oscuro de nuestro progreso técnico sin renunciar a sus frutos.
Les recomiendo su lectura. Estoy seguro que después de hacerlo mirarán con otros ojos la aparente inocuidad de cuanto dejamos ver de nosotros mismos, y de lo que vemos de los demás, y que cada vez que encendamos nuestro PC lo haremos conscientes de lo que nos estamos jugando: no solo el desvelar nuestra intimidad; también, probablemente, dejar nuestra libertad en manos de otros. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












martes, 26 de diciembre de 2023

De la teoría de la relatividad (política)

 






Hola de nuevo. Y de nuevo a todos feliz martes. En un mundo parcial e interesado, comenta hoy en El País la historiadora del arte Ángela Molina Climent, no parece extraño que ‘lobbies’ ultraderechistas pro Israel condenen las cartas abiertas de apoyo a Palestina y las usen como listas negras, tal como hicieran en su día, por las razones contrarias, con el padre de la física moderna, Albert Einstein, a los que éste respondió con la más brillante demostración de la relatividad (política). Sean felices, por favor. O al menos no dejen de intentarlo. HArendt. harendt.blogspot.com










Teoría de la relatividad política
ÁNGELA MOLINA
25 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Albert Einstein debió de angustiarse gravemente al enterarse de que en el gran vestíbulo de la Filarmónica de Berlín había concentrados un grupo de científicos dispuestos a “purificar la física alemana” de creyentes en la relatividad. Estamos en 1920, todavía le falta un año para ganar el premio Nobel y ya le llueven insultos de lo más peregrino: plagiario, agente de Moscú, científico dadaísta. Los más benevolentes perciben su don rabínico para elucidar proposiciones complejas, como cuando un periodista le pidió que le explicase la teoría de la relatividad: “La materia le dice al espacio cómo curvarse. Eso es todo”.
En su formidable ensayo Genio y ansiedad. Cómo los judíos cambiaron el mundo (2019), Norman Lebrecht se hace la —no menos judía— pregunta de “hasta qué punto es judío Einstein”, tras rescatar las notas del científico alemán donde expresa su creencia de que “el judaísmo trata exclusivamente de la actitud moral hacia la vida de todo ser humano, que es sagrada, el valor supremo al que están subordinados todos los valores y que forma parte del todo que hemos denominado Universo”. Le reclaman de Estados Unidos para recaudar fondos destinados a una universidad hebrea en Jerusalén. Allí es recibido como una celebridad, toca el violín en las mansiones de los millonarios y explica a los congresistas de Washington “por qué la sensación del paso del tiempo es más rápida si estás junto a una chica hermosa, pero si te sientas sobre una lumbre caliente, un minuto te parecen horas”. Se declara sionista, pero en un viaje a Palestina observa a los jasidim que se balancean rezando frente al Muro de las Lamentaciones: “Una triste imagen de hombres con un pasado, pero sin futuro”, escribe. Hitler se convierte en canciller cuando el filósofo y genio de la ciencia ya es adoptado por Estados Unidos, donde acepta una cátedra en Princeton.
La figura de Einstein es la metáfora de una biblioteca, porque disuelve cualquier supremacía. Es oportuno recordarla en un momento histórico de “relatividad política” protagonizado por la guerra en Gaza, tras setenta y cinco años de conflictos, matanzas y deportaciones, pero el tiempo que duró el pogromo de Hamás del 7 de octubre en el que murieron 1.400 israelíes parece una eternidad, si consideramos el marasmo que ha alcanzado a las organizaciones e instituciones culturales de Alemania y Estados Unidos, maximizando el cruel impacto que está teniendo la guerra en la Franja, con barrios pulverizados y bloqueo de suministros “hasta destruir y matar completamente a Hamás” (Netanyahu).
Los millonarios del mismo capital judío que reclutó a Einstein, tan determinante en las universidades de élite norteamericanas, amenazan ahora con retirar su apoyo financiero si sus rectores no adoptan una postura clara e inequívoca contra los “bárbaros asesinatos de civiles israelíes inocentes a manos de terroristas” e impiden las manifestaciones de grupos de estudiantes propalestinos que acusan a Israel de cometer genocidio. En la Universidad de Pensilvania, la rectora, Liz Margill, dimitió tras negarse a afirmar en el Congreso estadounidense que tal llamamiento al genocidio violaría el código de conducta de la universidad (que incluye la libre expresión de opiniones). La rectora de Harvard, Caudine Gay, aseguró en términos similares que “el discurso antisemita, cuando se convierte en una conducta que equivale a acoso, hostigamiento, intimidación, es una conducta punible y tomamos medidas”: “Así que la respuesta es sí, que pedir el genocidio de los judíos viola el código de conducta de Harvard, ¿correcto?”, insiste la republicana Elise Stefanik. “De nuevo, depende del contexto”, termina Gay.
Semanas antes, el director de Artforum, David Velasco, había sido despedido por la publicación de una carta abierta de la comunidad artística internacional de apoyo al pueblo palestino, donde 8.000 firmas exigían un alto el fuego y ayuda humanitaria a Gaza. El propietario de la revista es Penske Media Corporation que, al igual que otros donantes de instituciones prominentes y lobbies ultraderechistas proIsrael, condenan las cartas abiertas de apoyo a Palestina y usan el repertorio de firmantes como listas negras para denigrar nombres y carreras.
En Alemania, la situación es aún peor, con centros culturales cerrados, bienales y exposiciones canceladas de artistas que no son suficientemente vehementes en su rechazo al terror de Hamás. La privilegiada Documenta de Kassel tendrá que reiniciar el proceso de búsqueda de un director artístico tras la dimisión en bloque del comité de selección de la 16ª edición (2027). Argumentan en su carta que “no ven las condiciones apropiadas para diversas perspectivas, percepciones y discursos en Alemania”, después de la renuncia forzosa de Ranjit Hoskoté, que abandonó el comité en medio de la presión de los medios alemanes y del gobierno por una declaración considerada “antisemita” que había firmado en 2019, que lo califica como “simpatizante del BDS”, en alusión al movimiento Boicot, Desinversión y Sanciones a productos israelíes.
“No voy a permitir que me vuelvan a enojar”, juró Einstein tras el mitin contra él en la Filarmónica. “Si se demuestra que mi teoría de la relatividad es correcta, Alemania me considerará alemán y Francia ciudadano del mundo. Si resulta errónea, Francia dirá que soy alemán y Alemania me declarará judío”. La más brillante demostración de la relatividad (política).