lunes, 6 de marzo de 2023

De la censura en la literatura

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Juan Gabriel Vásquez, va de la censura en la literatura. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
harendt.blogspot.com











De qué hablamos cuando hablamos de James Bond
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
02 MAR 2023 - El País
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Ahora le ha tocado el turno a James Bond. Después del escándalo improbable que estalló hace unos días, cuando se supo que la editorial de Roald Dahl en el Reino Unido había decidido “corregir” (nunca fueron tan necesarias unas comillas) el lenguaje de sus libros, parece que la misma suerte correrán los de Ian Fleming, y por razones idénticas: se trata de eliminar las expresiones que los lectores de hoy puedan considerar ofensivas. Dahl escribía sobre todo para niños, y la editorial incluyó en sus ediciones corregidas unas líneas que sin duda querían tranquilizar, pero a mí, por lo menos, acabaron preocupándome más: “Este libro fue escrito hace muchos años, por lo que revisamos periódicamente el lenguaje para garantizar que todos puedan seguir disfrutándolo hoy en día”. La aclaración aparece en la página legal; está redactada en el tono paternalista que algunos usan para hablar con los niños, pero va dirigida sin duda a los adultos: a menos que ustedes conozcan a muchos niños que siempre lean cuidadosamente la página legal. Más allá de eso, la nota es fascinante, y merece por lo menos ser el punto de partida de una reflexión más amplia.
Lo digo como lo dije hace una semana en la edición colombiana de este periódico: eso de la revisión periódica del lenguaje me parece salido directamente de 1984. La novela de George Orwell, que tanto nos ha servido en los últimos años para ponerles nombre a los fenómenos de nuestro mundo nuevo, nos dejó términos como newspeak (que podría traducirse como “novolengua”), y pienso en el indefenso Roald Dahl y se me ocurre que eso es lo que buscan las nuevas ediciones de sus libros: traducirlos a la novolengua de la corrección política. Lo he confirmado ahora, pues un artículo de The Telegraph me cuenta que las novelas de Bond se corregirán también, y que las ediciones nuevas incluirán su propia nota explicativa: “Este libro se escribió en un tiempo en que eran normales términos y actitudes que los lectores modernos pueden considerar ofensivos”. Los editores nos explican que la nueva edición incluye “una serie de actualizaciones”, pero que se han hecho siempre “manteniendo la mayor fidelidad posible al texto original y a la época en que se ambienta”.
No sé si los lectores lo hayan hecho, pero los redactores de ese lavado de manos no parecen haberse percatado de las mil ironías que presentan sus poquísimas palabras. Solo para empezar está el reconocimiento de que el problema es el pasado, que es, como dice una novela, un país extranjero: allí las cosas se hacen de manera diferente. Para estos editores, el asunto es muy sencillo: cuando un libro de otro tiempo nos diga cosas que no están de acuerdo con nuestra mentalidad presente, hay que revisarlas (como se revisan las doctrinas de un partido político) o tal vez actualizarlas (como un programa de ordenador que ha quedado obsoleto). Pero los que escribimos sobre el pasado sabemos que el pasado es problemático porque no existe físicamente: es una construcción enteramente mental. Es decir, el pasado solo existe mientras lo imaginamos, y lo imaginamos solo gracias a las historias que contamos o que han contado otros. Y este ridículo frenesí de nuestro tiempo, este afán por conformar las creaciones pasadas a la moralidad presente, puede tener muy buenas intenciones, puede estar movido por emociones bien puestas y solidaridades genuinas, pero lo primero que logrará es cerrarnos las puertas de acceso a ese lugar que ya no está, impedirnos entender cómo se veía —como se vivía— el mundo de antes.
Hay otros problemas. Me entero de que una de las revisiones de las novelas de Fleming se refiere a una escena en la que Bond, hablando de un grupo de africanos que pueden o no ser delincuentes, comenta que son hombres “bastante respetuosos de la ley, excepto cuando han bebido demasiado”. La corrección eliminará la segunda parte de la frase, que se considera ofensiva. Yo puedo aceptar que lo fuera si el comentario lo hiciera una persona real —un político, digamos, o un periodista, o un tuitero— acerca de personas reales, pero me veo en la penosa obligación de señalar que no es así: que el comentario lo hace un personaje de ficción acerca de otros personajes de ficción. Y claro, los personajes de ficción tienen esa característica incómoda: dicen o piensan cosas que los lectores reales —y muy a menudo el autor real— consideran reprobables, y lo hacen justamente para explorar e investigar los lados oscuros de lo que somos los seres humanos.
Es triste y lamentable y un poco vergonzoso vernos obligados a señalar estas obviedades. Pero llevar el caso Bond a sus propios límites lógicos, ¿no nos obligaría a corregir La cabaña del Tío Tom, por ejemplo, porque en ella hay personajes racistas? Se me dirá que no, porque la intención de Harriett Beecher Stowe es muy distinta de la de Fleming, y eso es cierto, sin duda, pero entonces viene la pregunta siguiente: ¿quién lo decide? ¿A quién estamos dispuestos a darle el poder de decidir sobre las intenciones de un autor muerto, y, por lo tanto, sobre el derecho que tiene de que sus palabras se conserven como las escribió? ¿Y qué pasa, por otra parte, con los vivos? Hay una nueva figura en el mundo de los libros, los sensitivity readers, que no son más que lectores expertos en las sensibilidades de un grupo determinado. Se han puesto de moda en el mundo anglosajón, y su misión es señalar los momentos en que un libro pueda herir las sensibilidades de tal o cual grupo. La idea, como tantas otras de nuestro tiempo confundido, sale de emociones loables; pero a mí me parece que tiene consecuencias perversas.
Leo la entrevista que una de estas lectoras de sensibilidad (no hay traducción posible que no suene feo) dio hace poco, a raíz de lo de Dahl. ¿Por qué se han vuelto tan populares los lectores de sensibilidad?, le pregunta el periodista, y la respuesta es transparente: “Creo que los autores no quieren publicar un libro y verse metidos en una tormenta de Twitter, o darse cuenta por las reseñas de Amazon de que han cometido un error grande”. En otras palabras, el miedo a las multitudes sin forma de internet está decidiendo lo que los autores se permiten decir: no hay que despertar a la bestia de la indignación virtuosa, del postureo ético, de las políticas de la identidad; sobre todo, hay que cuidarse de ofender las sensibilidades personales, que son el nuevo territorio de lo sagrado. Si esto no es una manera de la censura, aunque se dé por caminos sinuosos y aunque muchas veces venga de los propios censurados, no se me ocurre qué pueda serlo.
Se equivocan mucho quienes creen que lo sucedido en estos días es menos grave por tratarse de ligeras novelas de espionaje (y quienes creen que los libros infantiles son menos importantes no tienen la menor idea de cómo se forma un ciudadano, ya no digamos una persona), pues lo que está en juego aquí es toda una manera de entender lo que hacen las ficciones. La literatura es un lugar de tensiones y contradicciones y problemas y oscuridades, y podemos discutir con ella, criticarla y despreciarla incluso; pero expurgarla para que no nos ofenda, purificarla de lo que nos choque o incomode, nos priva de formas invaluables de conocimiento, y habla menos de los defectos de la literatura, me parece, que de nuestra propia y lamentable fragilidad.























[ARCHIVO DEL BLOG] Progreso moral y terrorismo. [Publicada el 18/04/2013]











El terrorismo es intrínsecamente perverso; no hay terrorismo malo y terrorismo bueno; ni de derechas ni de izquierdas; hay terrorismo y terroristas a secas; y todos son deleznables. La vida humana es siempre valiosa en sí misma y  por sí misma, sin etiquetas, matices ni colores.
La simultaneidad en el tiempo, apenas unas horas, de varios hechos que no tienen especial relación entre sí: los atentados de Boston y Mogadiscio (o los que ocurren a diario en Bagdad, Damasco, Beirut, Gaza, Kabul o cualquier otro lugar del mundo) y la lectura de un artículo sobre la historia del progreso moral de la humanidad, me han hecho reflexionar sobre una conversación que hace unos días mantenía en Facebook con un buen amigo en relación con mi entrada del blog titulada "España en crisis. ¿Queda algo en pie?".
Estoy seguro que sin intentención peyorativa alguna me tildaba en ella de "optimista".  Vaya por delante que más que optimista, que no lo soy en esencia, yo me autocalifico como "escéptico", término este que defino  como el de "un optimista chamuscado por la realidad".
En el fondo, o no tan en el fondo, yo soy hegeliano. Como G.W.F. Hegel expone en su "Lecciones sobre la filosofía de la historia univers
al" (Alianza, Madrid, 1980), uno de mis libros de cabecera, creo que la historia de la humanidad es la historia de un progreso lineal moral, no necesariamente ni siempre -por desgracia- material del hombre sobre el mundo. A pesar, como comentaba a mi amigo, de todos los meandros, vueltas y revueltas que el fluir de esa historia presenta hasta hoy, sigo creyendo en él.
Ese mismo pensamiento esencial lo compartieron en opinión de Hannah Arendt ("Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política": Península, 2003), cada uno con matices propios, KierkegaardMarx y Nietszche, los tres grandes herederos de Hegel, que pusieron patas arriba, con él, toda la filosofía anterior a su época.
Pero estoy divagando en exceso. En la conversación con mi amigo, defendiéndome  de su calificación de "optimista",  le comentaba que en el momento en que dejara de creer en la fuerza de la palabra habría dejado de vivir. Y añadía en mi respuesta una frase del paleontólogo, filósofo y jesuita francés Teilhard de Chardin en su libro "El fenómeno humano" (Taurus, Madrid, 1965) escrito en 1950, uno de los libros que han marcado mi vida como lector, que venía a decir que "aunque perdiera la fe en Dios, seguiría conservando la fe en el hombre". Yo, en Dios, hace tiempo que la perdí.
A pesar de mi escepticismo, o de mi optimismo chamuscado si prefieren verlo así, yo sigo creyendo en el progreso moral de la humanidad. Es la misma tesis que mantiene el psicólogo, escritor y profesor de la Universidad de Harvard (Estados Unidos), Steven Pinker, en su libro "Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones" (Paidós, Barcelona, 2012), magistralmente comentado por el profesor y catedrático de Filosofía Juan Antonio Rivera en su artículo "Una epopeya del progreso moral", publicado en el último número, abril-mayo, de "Revista de Libros". 
Toda esta larguísima digresión no es más que una invitación sincera, ferviente y entusiasta a que lean el artículo del profesor Rivera, y como no, si tienen ocasión y oportunidad el del profesor Pinker.
Y como colofón, les dejo este artículo publicado en El País del día 19 de abril por el escritor estadounidense Dennis Lehane titulado "No saben con qué ciudad se han metido". No conozco Boston; casi con toda seguridad no voy a conocerla nunca, pero es una de esas ciudades, como Atenas, Roma o El Cairo, que para mí son más un símbolo que una ciudad real. No me pregunten por qué; no sabría responderles.
Sean felices, por favor; o al menos inténtenlo. A pesar del gobierno y del mundo. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt












domingo, 5 de marzo de 2023

De la literatura en tiempos del tuiteo

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del crítico literario Rafael Narbola, va de la literatura en tiempos del tuiteo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
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La literatura en los tiempos de Twitter
​RAFAEL NARBONA​
​24 FEB 2023 - Revista de Libros​
​harendt.blogspot.com

«Cualquier tiempo pasado fue mejor», escribió Jorge Manrique en el siglo XV, pero añadió: «a nuestro parecer». La mayoría de las personas omiten este comentario, apropiándose de la famosa expresión para manifestar el desagrado que les produce el presente. A menudo oímos «esto no pasaba antes», «en mi juventud las cosas eran de otra manera», «ya no hay valores ni modales», «cada vez estamos peor». Durante veinticinco años enseñé filosofía y ética a alumnos con edades comprendidas entre los catorce y los dieciocho, y cada curso escuchaba el mismo comentario: «nosotros no éramos así». Los chicos más mayores aseguraban que ellos habían sido mucho más formales y maduros que sus compañeros más pequeños, pero cuando estos crecían repetían las mismas palabras, refiriéndose a los que venían detrás. Mi impresión, como profesor, era que todos se parecían mucho. El porcentaje de gamberros, empollones y peritos del mínimo esfuerzo apenas variaba de un curso a otro. La tipología humana no es infinita, sino limitada y reiterativa.
Jorge Manrique nos da a entender que las valoraciones son estrictamente subjetivas y, por tanto, poco fiables. Los economistas que escriben en esta revista tienen muy claro esto y por eso apelan a los datos para justificar una apreciación. No es suficiente decir: «pienso que estamos bien» o «creo que bordeamos el desastre». Hay que demostrarlo. A pesar de todo, me atrevo a aventurar que algunas cosas han empeorado notablemente. Para apuntalar este juicio, no voy a aportar datos, sino impresiones, lo cual quiere decir que hablo de forma subjetiva. No podría ser de otro modo. Yo no me muevo en el campo de la economía. Al igual que Larra, con el que no pretendo compararme, me limito a esbozar opiniones, reivindicado ese tono menor que distancia al periodismo de la filosofía o la ciencia.
¿Por qué conjeturo que las cosas han empeorado? Solo hace frecuentar una red social para apreciar que los modales se han degradado terriblemente. La educación es uno de los mayores logros de la civilización. Cuando falta, no solo se habla con la boca llena. Además, se hiere a los demás con comentarios inaceptables. Umberto Eco dijo que internet había dado voz a los idiotas. Dado que la idiotez no es inocua, resultaba previsible que la avalancha de majaderías que circulan por las redes sociales desembocara en una orgía de malicia. Solo hay que navegar un poco por Twitter u otro espacio similar para comprender el temor que inspiraban las masas a Elias Canetti. El auge de las redes sociales coincide con el declive de la lectura. Evito la palabra «decadencia», para no parecer un wagneriano irredento. La lectura es una forma de cortesía, pues implica olvidarse del propio ego para hacer caso a un ego ajeno. Por eso, no me parece casual que la grosería prospere al mismo tiempo que desciende la pasión por los buenos libros.
En los años ochenta, el metro y el autobús a veces parecían salas de una biblioteca pública. Muchas personas aprovechaban sus desplazamientos para leer obras de calidad y no pocos llevaban un lápiz en la mano para subrayar párrafos o anotar sus impresiones en los márgenes. Entre los títulos más frecuentes —admito que soy un cotilla cuando atisbo un libro— se hallaban las Memorias de Adriano, de Margarite Yourcenar, El nombre de la rosa, de Umberto Eco, La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa o los cuentos de Borges. Actualmente, el libro se ha convertido en algo tan insólito como una chistera. La mayoría de los viajeros solo consulta el teléfono móvil y casi siempre selecciona noticias pueriles, como el culebrón de Vargas Llosa y la Presyler, las pullas intercambiadas entre Shakira y Piqué o las rabietas de Elon Musk. Si echamos un vistazo a los libros más vendidos, pensando que allí nos toparemos con cosas más serias, descubrimos que entre las obras más leídas se encuentran las memorias del príncipe Harry, las novelas de algún presentador televisivo sobre las que planea la sospecha de una autoría dudosa o manuales de autoayuda plagados de consejos repelentes e inanes.
¿Se puede afirmar que Twitter ha contribuido a la decadencia (vaya, por fin me puse wagneriano) de la lectura? Después de diez años frecuentando esa red social con la esperanza de pescar lectores para mis artículos y mis libros, me atrevo a afirmar que no es descabellado atribuirle cierta responsabilidad. Twitter ha alimentado la demanda compulsiva de novedades con forma de fogonazos. La concisión es una virtud, pero solo cuando implica una feliz conjunción de densidad y hondura. Los 280 caracteres no son límites que inciten a la profundidad, sino a la inanidad o el exhibicionismo. La necesidad de llamar la atención fomenta los mensajes agresivos y esquemáticos. El matiz, la cortesía o la prudencia se perciben como lastres o errores. El objetivo es destacar. A cualquier precio. Y para ello no hay mejor estrategia que el exabrupto, la injuria o la calumnia.
Twitter no solo afecta a los modales. Además, destruye la capacidad de concentración. La incesante avalancha de mensajes crea el hábito nefasto de no dedicar más de unos segundos a cualquier tema. Un hábito sumamente perjudicial para el hábito de leer. La lectura exige paciencia, recogimiento, atención. Me refiero, claro está, a los textos literarios, filosóficos o científicos. No es una experiencia que simplemente aplaque la sed de entretenimiento. Leer implica aprender, desechar prejuicios, abrir la mente a nuevas perspectivas. Es una forma de dialogar con otros puntos de vista y revisar con espíritu crítico las propias ideas. En el caso de la literatura, no interviene tan solo la inteligencia, sino que también se implica la sensibilidad. La lectura de un buen poema es una experiencia sensual. Las palabras dejan de ser meras abstracciones, adquiriendo color, tacto, espesura. En Twitter, las palabras resultan incompatibles con la belleza. Parecen meras funciones, opciones de un menú televisivo, engranajes impersonales de una máquina sin alma.
A mi parecer, todas las épocas son imperfectas, pero los tiempos de Twitter son especialmente aciagos para la literatura, la cortesía y la salud mental. Algunos se preguntarán por qué no he borrado entonces mi perfil. Porque mis textos se volverían aún más invisibles e irrelevantes. No estar en Twitter es una forma de no existir. O de existir a medias. Las redes sociales se parecen al continuo tiempo-espacio. Más allá, no hay nada. Bueno, sí hay cosas, pero su existencia es fantasmal. Los que viven al margen de Twitter son una especie de robinsones descolgados de la historia. No es una mala alternativa, pero me falta valor para imitarlos.
¿Cómo se verá esta época cuando pasen un par de décadas? Si continúa la tendencia actual hacia una civilización del espectáculo, banal y ruidosa, algunos evocarán estos años como el albor de una era dichosa. Otros, los cascarrabias que escriben lamentaciones como esta, ya estarán criando malvas, pero los que aún sobrevivan, probablemente en un asilo, seguramente pensarán que asistieron al inicio de una hecatombe cultural.
No pierdo la esperanza de que un pelotón de buenas plumas salve la civilización.
P. S. Advertencia para los más jóvenes: Quizás mi reflexión es fruto del malhumor que produce envejecer. No lo sé. El tiempo, implacable y preciso, lo dirá. Por si las moscas, recomiendo que no me hagan mucho caso.


























[ARCHIVO DEL BLOG] Portugal: 40 años de libertad. [Publicada el 24/04/2011]










Visité Portugal por vez primera en octubre de 1970. Había llegado en barco a Algeciras, desde Gran Canaria, junto con mi mujer y nuestra hija, que aun no había cumplido dos años. En Algeciras nos estaban esperando mis padres que habían venido desde Madrid. Pasamos allí la noche y al día siguiente partimos para Portugal, al que entramos, pasaportes en mano, por el puesto fronterizo de Rosal de la Frontera, en la provincia de Huelva. En Lisboa nos alojamos en un pequeño hotel cuyo encargado, español, parecía odiar cordialmente a sus paisanos. Nos encantó la ciudad, aunque la encontramos un tanto triste y como "decadente", y a la gente, amable pero desconfiada. Por las noches, después de cenar, cuando mis padres ya estaban durmiendo, mi mujer y yo salíamos a pasear por la calles de la ciudad vieja con la niña en su cochecito. Desde Lisboa, subimos hacia el norte. Nos gustaron mucho Nazaré, con sus barcos de pesca sobre la orilla de la playa, y Coímbra, un encanto de ciudad. Oporto, no tanto. Pero lo que más nos impresionó del viaje fue la escena que vivimos en Fátima, a la que llegamos un 12 de octubre: decenas y decenas de soldados, con sus uniforme de campaña, recorriendo de rodillas en compañía de esposas, madres, hermanas o hijas la gran explanada que da acceso a la basílica. Supusimos que eran soldados que daban gracias a la Virgen por haberles devuelto con vida de la sangrienta guerra que Portugal, la última potencia colonial de Europa, mantenía en sus posesiones africanas. Impresionaba, de verdad, el espectáculo. Era una sensación desoladora. Unos días más tarde volvíamos a España, con un sabor agridulce, por Ayamonte.
Tres años y medio después, jóvenes oficiales del ejército portugués, con la llamada "Revolución de los claveles", iniciada tal día como hoy de hace cuarenta años, ponían fin a aquella anacrónica dictadura y a la guerra y devolvían su libertad a los portugueses. Y hacían que el régimen franquista en España pusiera sus barbas a remojar.
Una canción, "Grândola, Vila Morena", que cuarenta años después aun hace que se me humedezcan los ojos cuando la escucho, se convirtió en icono de una revolución casi incruenta. Las prisas de algunos por realizar la revolución popular antes que restaurar la democracia (como ocurrió en España durante la II República) estuvieron a punto de llevarla al traste. Pero la historia demuestra una y otra vez que las democracias cuando son reales tienen recursos para solventar todas las crisis. La portuguesa lo era y la solventó. Como solventará la que sufre ahora, al igual que lo harán Grecia, Irlanda, Italia, España y otros Estados del sur y de Europa oriental. Con su propio esfuerzo y con la ayuda del resto de los europeos. No tengo la menor duda al respecto. 
Desde aquel octubre de 1970 hemos vuelto varias veces más a Portugal; lo hemos recorrido de sur a norte y de norte a sur. El país entero y sus gentes han cambiado para bien, para mucho mejor. Y cuando entramos en él, ahora ya sin barreras fronterizas, nos parece encontrarnos como en casa (y no lo digo solo por el huso horario). Es una tierra bellísima y tiene una gente estupenda... ¡Felicidades, Portugal, por esos cuarenta años de libertad!
Les ruego escuchen a Pasión Vega y su sentimental y emotiva "Lejos de Lisboa"Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt. 











sábado, 4 de marzo de 2023

De vascos y catalanes

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del politólogo Víctor Lapuente, va de vascos y catalanes. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
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¿Y si vascos y catalanes suman?
VÍCTOR LAPUENTE
28 FEB 2023 - El País
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Caerán mejor o peor, pero prácticamente nadie piensa que los nacionalismos catalán y vasco sumen a la democracia española. Para la derecha, los partidos políticos periféricos restan mucho. Y, para la izquierda, incluso la más condescendiente, serían neutros: no son una amenaza para la convivencia en libertad, pero, si desaparecieran de forma natural PNV, ERC o Junts, tampoco perderíamos mucho, ¿no?
Este ha sido también el enfoque tradicional entre los académicos. Los movimientos que, dentro de un Estado, defienden los derechos de una comunidad concreta, definida por una cultura, un idioma, una historia o una combinación más o menos cabal o rocambolesca de todo eso, tienen mala fama. Tras la caída del muro de Berlín, los expertos subrayaban que la democracia progresaba más rápido en aquellos países en los que no existían divisiones étnicas, como Polonia, Hungría o República Checa. Un pueblo grande y libre. Por el contrario, donde no había uno, sino varios pueblos, como Eslovaquia, Bulgaria, Rumania y, por supuesto, la antigua Yugoslavia, la democracia parecía encallarse, cuando no degenerar en cruentos conflictos basados precisamente en esas grietas étnicas.
Sin embargo, tras varias décadas de experiencia democrática, esta visión sobre los movimientos políticos étnicos está invirtiéndose. Como apunta Jan Rovny, investigador en Sciences Po, hoy los retrocesos democráticos más notables se producen en los países donde no existen esos partidos étnicos o nacionalistas periféricos. Polonia, Hungría o Eslovenia, que cumplen con el ideal de una única nación en términos étnicos, culturales y políticos, y sus ciudadanos no votan a nacionalismos minoritarios, han sufrido una importante caída de los derechos civiles y políticos. Por el contrario, las democracias étnicamente más “impuras”, como Estonia, Letonia, Bulgaria o Eslovaquia, se mantienen en mejor forma.
Parece ser que los nacionalismos étnicos o periféricos, una vez son conscientes de que deben operar en un Estado en el que inexorablemente son y serán una minoría (y ese reconocimiento les puede costar tiempo; lo estamos viendo en España con muchos independentistas), persiguen políticas para poner coto al poder de la mayoría. Su objetivo primordial es evitar un gobierno absolutista en la capital del país. ¿Y si en España sucede algo parecido? ¿Y si vascos y catalanes suman?

























[ARCHIVO DEL BLOG] Muy personal: historia y memoria. [Publicada el 11/11/2013]











Resultaría bastante pretencioso por mi parte eso de escribir "historia" con mayúsculas, así que, como no quiero pecar de ello después de tanto debate y palabras, algunas interesantes, sobre el polémico asunto de la "memoria histórica", me he decidido a hacer una modestísima contribución a la misma: la de mi propia familia, como homenaje a tantas y tanta otras familias divididas por la guerra civil y obligadas por las circunstancias o por grado a luchar en bandos opuestos. No voy a dar más nombres de los necesarios, pero los hechos y los personajes son reales, y los transmito tal y como a mí me llegaron a través de la memoria y la transmisión oral de mi familia.
13 de septiembre de 1923: El general Primo de Rivera da su golpe de Estado. El rey Alfonso XIII, que se encuentra de vacaciones en San Sebastián con la Familia Real, enterado del pronunciamiento militar, abandona el palacio de Miramar a las doce en punto de la noche. Entra en Madrid a las seis de la mañana. El coche de escolta lo conduce un joven guardia civil de 22 años adscrito a la Casa Real. Es mi padre. Y es republicano.
14 de abril de 1931: Proclamación de la república. Mi padres viven en Sevilla, donde mi padre se encuentra destinado. Mi madre, apolítica total, le comenta estupefacta como es posible que las mismas masas que dos años antes aclamaban emocionadas al rey en la inauguración de la Exposición Universal de Sevilla griten ahora, entusiasmadas, vivas a la república.
Octubre de 1934: Trubia (Asturias). Los mineros se han sublevado contra el gobierno de la república y han ocupado, entre otros lugares, la fábrica de armas sita en la ciudad. Es la denominada "Revolución de Asturias". Asaltan el cuartel de la guardia civil de la localidad. Mi padre está destinado allí. Las mujeres de los guardias y sus hijos, que viven en la casa cuartel, se refugian en zanjas abiertas en el exterior pues el edificio está siendo bombardeado con los cañones que los mineros han obtenido en el asalto a la fábrica. A mi madre, embarazada de mi segundo hermano, le dan un fusil, no sabe muy bien para qué, y la meten en una zanja con mi hermano mayor. Los mineros no llegan a ocupar el cuartel.
18 de julio de 1936: Mis padres viven en Barcelona. Mi padre ya es sargento, y está destinado en el Parque de Automovilismo. Es el chófer del coronel Escobar, jefe de la guardia civil en Barcelona. Está afiliado a Falange Española. Permanece fiel al gobierno de la república ante el golpe militar, como toda la guardia civil de Barcelona.
1938: En fecha indeterminada. Después de vicisitudes varias por toda la zona republicana, mi padre se encuentra de nuevo en Barcelona. Es detenido, acusado de conspiración contra la república y condenado a muerte. Mi abuelo materno, militante socialista, acude desde Madrid para interceder por él y acompañar a mi madre. Se le indulta de la pena de muerte y es ingresado en un barco-prisión fondeado en el puerto de Barcelona. La aviación "nacional" bombardea Barcelona, mi abuelo es alcanzado por una de las bombas y pierde una pierna.
Mi padre y dos guardias civiles más encarcelados, escapan del barco y huyen a pie hasta la frontera francesa. Uno de sus compañeros, herido, es devorado por los cerdos una noche en la que se han refugiado en una alquería, camino de la frontera. Logra llegar a Francia y es internado en un campo de concentración cercano a Lyon. El trato que dan allí a los españoles es inhumano.
Mi madre y mis hermanos no volverán a saber nada de él hasta abril de 1939, cuando por un parte radiofónico se enteran de que ha sido repatriado a España.
1940: Mi padre es investigado y juzgado como desafecto al régimen, al no haberse sublevado en julio del 36. No pueden probarle nada en contra y es destinado como comandante militar a Valverde, en la isla de El Hierro, en Canarias. Allí permanecerá con mi madre y mis hermanos hasta 1945, en que, asciende a teniente y vuelve destinado a la península: primero a Andalucía, donde yo nazco, luego a Asturias y más tarde a Castilla-La Mancha. Asciende a capitán y es destinado a Madrid. En 1956 pasa a la reserva, y se retira, por edad, en 1958, con el grado honorífico de comandante.
Mi madre siempre fue una mujer religiosa, fuerte, y muy conservadora. Toda su familia paterna era militante del partido socialista. Un tío-abuelo mío, el más querido por mi madre, hermano de mi abuelo, fue diputado en las Cortes republicanas y alcalde del municipio de Vallecas, ahora  integrado en el de Madrid. Se llamaba Amós Acero. Era un hombre de orden, muy preparado, republicano ferviente y socialista. Protegió los conventos e iglesias de su localidad cuando ocurrieron los sucesos de abril de 1931, defendiendo a los sacerdotes y religiosas de Vallecas. En 1941, fue condenado a muerte por un consejo de guerra y ejecutado. De nada valieron las intercesiones de esos mismos religiosos que él protegió.
En casa de mis abuelos maternos, de quien eran amigos, en la Rivera de Curtidores de Madrid, comieron muchas veces Indalecio Prieto, Julián Besteiro, Largo Caballero, el doctor Negrín y otros dirigentes socialistas, antes de la guerra civil. Mi madre los conoció a todos desde joven. Mis abuelos maternos murieron a mediados de los años 50. Llegué a conocerlos y jugué muchas tardes en su casa cuando mis padres iban a visitarlos.
Mi abuelo paterno fue también guardia civil. Murió en 1903. Nunca llegué a ver una foto suya. Tuvo 21 hijos, tres con mi abuela, que vivió con nosotros hasta mediados de los 50. En casa de mis padres vi su nombramiento como guardia civil expedido por la reina-regente, María Cristina. Un tío mío, hermano de mi padre, fue teniente de la Legión durante la guerra civil. Todos los hermanos varones de mi madre, y los maridos de sus hermanas, lucharon en el lado republicano.
Otro día, si tengo ánimo, seguiré con la historia. Ahora, les dejo el enlace a un interesante artículo aparecido en la Revista Claves de Razón Práctica de noviembre de 2008 titulado "Argumentos patéticos. Historia y memoria de la guerra civil".
Una persona asesinada es una persona asesinada, ¿o no?, se pregunta el autor del mismo, el profesor Ángel G. Loureiro, catedrático de Literatura Española Contemporánea y Teoría Literaria en la prestigiosa universidad de Princeton (Estados Unidos). Uno puede tener una clara simpatía por la República, dice, pero eso no resuelve las cuestiones éticas planteadas por los asesinados de ambos bandos. Y concluye su artículo: Sería muy tranquilizador tener una respuesta políticas a los dilemas suscitados por los asesinatos pero las cuestiones planteadas por todas las víctimas de la guerra civil no admiten una respuesta política tan sencilla como muchos asumen o exigen.
La foto que enmarca esta entrada es de 1949. En ella está toda mi familiar materna al completo. De los tres niños pequeños al pie de la misma, yo soy el que aparece más a la derecha del espectador.
Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt