viernes, 3 de marzo de 2023

De la defensa de lo público

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la lingüista Beatriz Gallardo, va de la defensa de lo público. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







¿El regreso del mensaje?
BEATRIZ GALLARDO PAÚLS
28 FEB 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Las teorías del discurso público llevan décadas describiendo una serie de rasgos socioculturales que, como definitorios del contexto político, aportan marco global a los mensajes y se refuerzan entre sí. Casi todos surgen en la segunda mitad del siglo XX y se consolidan progresivamente.
Por ejemplo, la televisión abrió la puerta al personalismo de los partidos, que a su vez facilitaba la tendencia a narrativizar, focalizando las personalidades carismáticas. Los estudios sobre este personalismo muestran cómo la cobertura mediática se desplaza paulatinamente de los partidos a los líderes, y cómo la mercadotecnia política asume el star system de las celebridades. Al archirrepetido axioma de Marshall McLuhan, “el medio es mensaje”, se sumaría años después el de Manuel Castells: “el mensaje es el propio político”.
En el ámbito de la ciudadanía, las teorías sobre la desideologización suelen vincularse al libro de Daniel Bell de 1960 El final de la ideología, que en realidad no apuntaba a su final —nunca se fueron—, sino a la pérdida de su valor movilizador. Se trata de la “irrelevancia de la política” que mencionaba Daniel Innerarity en La sociedad invisible (2004), la sensación de que los verdaderos gestores de la realidad no son nuestros gobiernos y representantes políticos. Esta desideologización alimenta la antipolítica, el indignado “todos son iguales” y, en última instancia, la desafección abstencionista, presuntamente antisistema, pero que siempre beneficia a un polo ideológico.
Por último, la aportación de los medios a este clima personalista y acrítico sería la visión cínica, la espectacularización de la política. Los partidos asumen esta circunstancia y mutan en lo que Umberto Eco llamó “partidos televisivos”, perfectamente representados por los partidos berlusconianos; la política pasa a ser un fenómeno que se despliega en el escenario de los medios de comunicación y toda información deviene infoentretenimiento, los noticiarios se llenan de sucesos.
Personalismo político, desideologización ciudadana y espectáculo mediático serían, en definitiva, tres de los rasgos condicionantes del discurso público en el cambio de siglo. Su confluencia alumbra un discurso en el que predominan los temas no políticos, el sensacionalismo, la anécdota dramática, la trivialidad o la atención a las individualidades, y en el que los textos de opinión van imponiéndose a los informativos.
En este paisaje —inevitablemente simplificado, pero en el que tampoco podemos olvidar el contexto más amplio de la posmodernidad y los programas educativos neoliberales— es en el que penetra la digitalización, cuyo efecto en la primera década del siglo XXI puede asemejarse a una especie de centrifugado que extrema hiperbólicamente todos estos rasgos y fomenta los populismos. La facilidad de acceso a la voz pública, tan celebrada en los primeros años de internet, cambia radicalmente con la irrupción de las empresas de redes sociales, alentando los hiperliderazgos, la pirotecnia discursiva, la expresividad negativa y la desinformación. A estas alturas ya sabemos que tanto los políticos como, especialmente, los medios erraron profundamente al legitimar a tales empresas para la tarea de mediación; en la práctica, esto supuso el reemplazo de las empresas informativas (con su código deontológico y sus rutinas profesionales) por las macroempresas tecnológicas estadounidenses, disfrazadas generalmente de empresas de ocio y entretenimiento, cuya única e inocente finalidad sería derribar (¡y gratis!) frustrantes barreras comunicativas.
Este es el escenario global que ha servido de fondo a las últimas campañas electorales, pero ¿sigue siendo válido en la segunda década del siglo XXI, impactado por una pandemia y una guerra europea? Algunas señales permiten plantear si no se trata ya de un modelo caducado o que, como mínimo, comienza a declinar, de manera que el mensaje en sí mismo, su contenido —su contenido político—, podría estar empezando a recuperar un lugar central. Y en este sentido quiero referirme específicamente a uno de los vértices del triángulo comunicativo, esa ciudadanía presuntamente desideologizada, más pendiente de la anécdota que de lo sustancial, necesitada, en teoría, de que los políticos apelen a su dimensión emocional y sentimental, y más proclive a las afinidades triviales y simbólicas que a las complejidades ideológicas o conceptuales.
Creo interesante señalar que las recientes manifestaciones por la sanidad pública en Madrid o Santiago de Compostela no clamaban por derechos abstractos ni, mucho menos, por las esencias de lo que se vive como identidad individual o como sentimiento. Por el contrario, los asistentes defendían el sistema de gestión de la salud como algo compartido, de todos; y al reivindicar la atención sanitaria centraban su mensaje en algo muy concreto en la vida de cada ciudadano, aunque la pandemia nos haya enseñado su dimensión plural. Así, mientras la voz de algunos políticos sigue insistiendo en abstracciones (libertad, identidad de género), y contenidos altamente expresivos (descalificaciones, triunfalismos, victimismos) se diría que la voz ciudadana rechaza unas políticas bien concretas y reclama otras, con más argumento que relato, con más “nosotros” que “yo”. Asombran, por eso, los intentos, a izquierda y derecha, de negar el valor político de esas manifestaciones, pretendiendo convertirlas, tramposamente, en antipolítica. ¿Hay algo más político que la decisión de destinar la recaudación del Estado a sistemas de salud públicos o privados? Y quien dice salud, dice educación o protección social y, en suma, Estado de bienestar.
Así como Johnny Guitar nos sorprende por ser un western de los cincuenta en el que es el hombre quien inicia las conversaciones amorosas, puede parecer extraño pretender que sea ese mensaje ciudadano el que impulse cambios en el discurso político y mediático; pero es inevitable pensar que medios y políticos ajusten su discurso en respuesta a esa ciudadanía con acciones igualmente centradas en el contenido. En el primer caso, por ejemplo, aunque los medios siguen privilegiando el encuadre del conflicto (la reiterada polarización), y siguen recurriendo al clickbait como estrategia de tráfico digital, los periódicos ya saben que sin calidad informativa no aumentarán las suscripciones de pago.
En el caso de los políticos, me atrevo a decir que fracasará quien centre sus esfuerzos en conseguir que el líder resulte simpático a los ciudadanos, porque, siendo algo importante, no basta en absoluto cuando estos notan que su situación empeora diariamente. Y si comparamos la algarabía actual de la esfera política con la de hace, por ejemplo, cinco años, es fácil comprobar que algunas de las voces más estridentes han desaparecido sin dejar huecos notorios. Quienes, buscando la atención mediática y en redes, pretendan emular esos discursos, no habrán entendido que la indignación y lo simbólico ya no bastan para movilizar, y que es tiempo de ofrecer realidades nítidas a los ciudadanos, es decir, política. Incluso a riesgo de aburrirlos. En este sentido, la mirada a lo común, y no a lo que separa, puede suponer un eje discursivo prometedor y con proyección a futuro. Pensadores como Juan Romero o Mark Lilla han señalado hace tiempo la necesidad de discursos renovados en esa dirección.
Los fenómenos enumerados pueden parecer anecdóticos en el conjunto de la esfera pública, y tal vez interpretarlos como síntomas de un cierto cambio responda tan solo a un exceso de optimismo. Pero lo cierto es que el discurso evoluciona con la sociedad y los modelos explicativos deben hacerlo a la par. Las numerosas campañas de este año nos demostrarán si los mensajes construidos por los partidos y difundidos por los medios asumen las mismas premisas de las anteriores, y con qué resultado.


























[ARCHIVO DEL BLOG] Las lenguas de mi Patria. [Publicada el 16/05/2008]














Hace unas semanas, creo que el 23 ó 24 de abril, escribí un comentario en mi anterior blog "Desde el Trópico de Cáncer - primera temporada: 2006-2008)", con este mismo título. Lo hice con la intención de sumarme un tanto a mi aire a la conmemoración del Día de Libro e incluyendo en él poemas escritos en catalán, castellano, euskera y gallego de autores reconocidos y reconocibles.
Retomo hoy el asunto sobre las "lenguas de mi patria" porque leo en El País de esta fecha un interesante artículo del profesor de la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona, Albert Branchadell. Y vaya por delante una salvedad de principio: hablo sin conocimiento de causa y sólo por aproximación dada mi condición de hablante y residente en una comunidad autónoma monolingüe.
He estado numerosas veces en Cataluña, Galicia, País Vasco y Valencia y nunca he tenido problema alguno con el idioma. He hablado en la lengua común, el castellano, y me han contestado en castellano, sin ningún aspaviento ni alarma social alguna. Tengo amigos y conocidos, algunos muy buenos y de muchos años viviendo en ellas, naturales y residenciados, bilingües y monolingües: todos ellos me han comentado en el pasado y me comentan ahora que ni en Cataluña, ni en Galicia, ni en el País Vasco ni en Valencia, hay problema "real" alguno con la lengua de cada cual. Y yo, por mi corta experiencia personal, pienso que es verdad: que en España no hay ningún problema "real" con los diversos idiomas que en ella se hablan. Y si lo hay, es precisamente, en demérito de los idiomas minoritarios y no el del idioma común, el castellano, absolutamente dominante en las comunidades bilingües.
Me duele este asunto, esta confrontación que se me antoja un tanto ficticia. Me duele como español, porque da la impresión de que dos terceras partes de mis compatriotas no parecen entender o no quieren entender que el catalán-valenciano, el euskera y el gallego son tan idiomas españoles como el castellano. Que la oficialidad de éste último constitucionalmente asegurada y reconocida no priva a los primeros de su condición de idiomas de España, y de su co-oficialidad, también reconocida constitucionalmente, en sus comunidades autónomas respectivas.
Tuve una compañera de trabajo suiza que me comentaba, jocosa, cuando le preguntaba sobre ello, que no sabía en que idioma pensaba. "Pienso que pienso -me decía- en italiano (su idioma materno) o quizá en alemán (que aprendí en la escuela de párvulos en Basilea), o en francés (que aprendí en el Instituto)." No me parecía una mujer infeliz ni traumatizada por haber tenido que aprender y hablar cuatro idiomas (con el español)... Supongo que todos ustedes conocen casos similares...
Hay una frase del artículo del profesor Branchadell que sitúa el problema, a mi juicio en sus justos términos cuando dice "que el modelo vigente, que sitúa al catalán como lengua vehicular y de aprendizaje, contraríe las preferencias de miles (unos 50.000) de ciudadanos no significa que conculque los derechos fundamentales de nadie". Pienso que tiene razón. Y espero de la cordura de todos que no hagan de la lengua de cada cual motivo de enfrentamiento sino de orgullo compartido. Sean felices. HArendt













jueves, 2 de marzo de 2023

De las guerras culturales






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo José Luis Pardo, va de las guerras culturales. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.








Guerras culturales
JOSÉ LUIS PARDO
27 FEB 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Aunque nominalmente recuerde a la Kulturkampf de Rudolf Virchow, la expresión “guerra cultural”, hoy tan extendida, procede en su significado actual de lo que en las décadas de 1960-70 se llamó “revolución cultural”. Originada en la China de Mao, en las democracias occidentales de esas décadas la fórmula designaba la estrategia adoptada por la izquierda revolucionaria para contrarrestar su declive en unos países en los que los partidos comunistas iban camino de la irrelevancia electoral o eran ya extraparlamentarios, y su implantación se reducía casi exclusivamente al sector cultural (espectáculos y universidades).
La razón era evidente: el proletariado, señalado por el Dios del materialismo histórico como sujeto de la revolución, se aburguesaba y perdía su conciencia de clase elegida a medida que el estado de derecho se convertía en estado del bienestar. Sólo esa minoría cultural revolucionaria defendía que los derechos civiles y la redistribución fiscal de la renta eran un cebado consumista para mantener al pueblo narcotizado y que los dispositivos de protección social encubrían mecanismos de control mental de la población: “Os mantienen drogados con la religión, el sexo y la televisión, y os creéis muy listos, desclasados y libres”, decía John Lennon en 1970. No sólo descreían de las políticas constitucionales y parlamentarias de libertad civil y de lucha contra la desigualdad económica como un signo de progreso social, sino que las experimentaban como el veneno que provocaría su extinción como grupo significativo. Por eso vieron su salvación en el desplazamiento de la revolución desde el frente político al cultural o, lo que es lo mismo, desde la lucha de clases a la lucha de identidades.
Herbert Marcuse, pionero en la búsqueda de sujetos revolucionarios alternativos, propuso sustituir al proletariado que había traicionado su misión histórica por un conglomerado de identidades embrionarias que, a sus ojos, representaban la auténtica oposición al capitalismo, aunque, como les sucedió a los primeros obreros industriales, ellas aún no lo sabían. Estaba seguro de que esta vez no se podría drogar al nuevo sujeto revolucionario con religión, sexo y televisión, porque su rebelión no nacía de su conciencia sino que era vital, visceral, hormonal, sexual, racial o, como él decía, libidinal (los primeros divulgadores de Marcuse en castellano, llevados por su ebriedad militante, tradujeron simpáticamente: “libidinosa”). Para estos nuevos izquierdistas, las reivindicaciones que habían nacido precisamente de esas sociedades que llamaban “capitalistas” (es decir, las sociedades ilustradas modernas), como la protección del medio ambiente, la emancipación de la mujer o los derechos civiles de las minorías marginadas, se convirtieron en la vanguardia de una revolución que no solamente eliminaría el capitalismo y la propiedad privada, sino que derrotaría definitivamente a los instintos malignos en favor de un Eros libidinoso, aunque el propio Marcuse reconocía que ello comportaría una larga y dolorosa guerra cultural entre identidades (jóvenes y viejos, mujeres y varones, homosexuales y heterosexuales, blancos y negros, naciones oprimidas y estados, etc.).
No era una idea totalmente nueva: la “teoría” marxista siempre había intentado destruir el concepto de “ciudadanía” (igual que su práctica destruía los derechos de los ciudadanos allí donde ostentaba el poder) con el de identidad, postulando que tras la presunta igualdad anónima del sujeto de derechos se ocultaba la identidad de clase del burgués explotador, y que la única defensa contra esa explotación no era la igualdad civil, sino la identidad de la clase obrera, cuyos intereses sólo conocía el Partido porque los trabajadores, pobrecitos, no sabían quiénes eran ni lo que de verdad les interesaba. Se trataba, entonces, de completar el retrato de Dorian Gray del ciudadano moderno añadiendo al habano y la chistera del empresario avaricioso los rasgos del varón blanco heterosexual acomodado, patriarcal, depredador y racista, para configurar con ellos lo que Pascal Bruckner llama “un culpable casi perfecto”: el ciudadano. Pero había que evitar a toda costa que las reivindicaciones de las minorías elegidas fueran asumidas —como iba camino de ocurrir— por la sociedad en su conjunto y que de ese modo alcanzasen la plena ciudadanía que se les había negado, pues en tal caso se aburguesarían y dimitirían de su papel revolucionario como habían hecho los asalariados; y esa era —y sigue siendo— la función de las “dolorosas” guerras culturales. No se puede negar a esta nueva izquierda su contribución a la creación de una conciencia social efectiva de la discriminación y de la feroz naturaleza del imperialismo en sus protestas contra la guerra de Vietnam, pero tampoco que este éxito se debió, en parte, a que quienes nos manifestábamos bajo la pancarta “Indochina vencerá” cerrábamos convenientemente los ojos ante las previsibles consecuencias de esa victoria en forma de jemeres rojos y similares porque, contra las apariencias, el destino de aquellos pueblos nos importaba más o menos lo mismo que el del pueblo español les importa a Junqueras, Puigdemont y sus adláteres. Sin embargo, tras aquella primavera parisino-californiana, se tuvo la falsa impresión de que la izquierda cultural se replegaba a sus cuarteles universitarios y se disolvía sin consecuencias políticas.
Yo descubrí que no había sido así cuando, en 1998, tuve ocasión de escuchar a Richard Rorty describir la situación política en los Estados Unidos como la de una izquierda distraída en hostilidades identitarias (étnicas, religiosas y sexuales) mientras se invertía el proceso de aburguesamiento de los trabajadores y comenzaba el de proletarización de la burguesía. Rorty pronosticó entonces que volverían a ponerse de moda los chistes de mal gusto sobre mujeres y afroamericanos, que los trabajadores empobrecidos culparían de su desdicha a la burocracia política que teledirigía sus vidas, a los agentes de bolsa y a los profesores posmodernos, y que en ese caso podrían aparecer movimientos populistas que derrocasen a gobiernos constitucionales. Casi todos los que le escuchaban pensaron que eran exageraciones de un liberal decadente que sobrevaloraba a unos pocos intelectuales calenturientos de un país extraterrestre. Craso error.
En cuanto la situación económica empeoró (hasta desembocar en la crisis de 2008) y empezó a dificultar la prosecución de la lucha contra las desigualdades —esa “droga” que Lennon denunciaba—, que había sido hasta entonces el fundamento de la democracia social y de la cohesión política, volvió a aparecer toda la artillería retórica sesentayochesca de la revolución cultural, que se ha revelado como una vía mucho más fácil y rápida para alcanzar triunfos electorales, aunque sus costes sean la transformación del estado del bienestar en estado del malestar, el enquistamiento de la discordia social y la conversión de la esfera pública en una confrontación “cultural” y libidinosa —ahora decimos “emocional”— de identidades de todo género que corroe el régimen de opinión pública. Una confrontación que ya no se llama “revolución”, sino “guerra cultural”, porque ya no enarbola la ensoñación de una nueva humanidad redimida del pecado: aspira únicamente a servirse de unos conflictos cuya exacerbación impide su resolución por la vía del derecho para alcanzar cuotas de poder efímeras, pero satisfactorias para quienes las disfrutan, y que garantizan la insatisfacción permanente de quienes las padecen.






















 

[ARCHIVO DEL BLOG] La Guerra de las Malvinas, treinta años después. [Publicada el 03/04/2012]











30 de agosto de 2007: Acabo de ver por televisión una película argentina sobre la Guerra de las Malvinas, para mí una guerra absurda, que me ha causado una honda impresión. Se trata de la cinta "Iluminados por el fuego", rodada en 2005 por el director Tristán Bauer. Me aventuro a escribir una entrada en mi blog sobre aquel hecho bélico del que se conmemoraba ese año su veinticinco aniversario. Cinco años después, en plena conmemoración del treinta aniversario del inicio de la guerra, el 2 de abril de 1982, sigo manteniendo la misma opinión sobre la absurdidad de la misma
No soy una persona probelicista. Tampoco lo es el profesor de la Universidad de Princeton Michael Walzer (1935), autor de un impresionante libro, "Guerras justas e injustas" (Paidós, Barcelona, 2001), que examina y pasa revista pormenorizada desde el punto de vista de la filosofía moral a la mayor parte de los conflictos bélicos del pasado siglo. Como él, pienso que hay razones para asumir que sí, que hay guerras justas y guerras injustas, pero que la mayoría de ellas, como la de las Malvinas, son absurdas.
Un entrañable amigo y periodista argentino, de Mendoza, Alberto Atienza, escribía ayer en su página de Facebook un emotivo, sensible y duro artículo sobre una de las víctimas "colaterales" de la Guerra de las Malvinas que conoció hace unos años. Me ha desasosegado el hecho que relata en él. Y me  he animado a retomar tan trágico conflicto a partir de donde lo dejé hace cinco años.
También me ha empujado a ello el reportaje publicado el domingo pasado en el diario El País por el periodista y escritor británico John Carlin (1956), hijo de padre escocés y madre española, residente en Barcelona y autor habitual de crónicas deportivas. Carlin vivió de niño en la Argentina durante varios años, y recuerda la efeméride con un provocador titular: "Thatcher, libertadora argentina", que ha despertado las iras de buena parte de los lectores argentinos de dicho diario.
Reconozco que algunos de los párrafos del artículo de Carlin no son afortunados, pero comparto el fondo del mismo y su denuncia del patrioterismo exacerbado con el que la Junta Militar argentina empujo a la población del país a apoyar una aventura bélica que estaba condenada de antemano al fracaso. Tampoco la presidenta de la república argentina ha estado muy comedida en la conmemoración del hecho; mucho más cauto, por su parte, el primer ministro británico se ha limitado a decir que son los habitantes de las Malvinas los que tienen que decidir su futuro. 
Hay una constatación empírica que no admite discusión: Desde hace más de cien años no ha habido ni un solo enfrentamiento bélico entre Estados democráticos; ergo... 
Patrioterismo  no es lo mismo que patriotismo. La de las Malvinas fue una guerra absurda que no sirvió para nada y que costó la vida de 649 soldados argentinos, la mayor parte reclutas sin preparación militar suficiente, 255 militares británicos y 3 residentes civiles en las islas.
Hace más de 300 años que España mantiene con el Reino Unido un contencioso abierto sobre Gibraltar, similar al que mantiene Argentina sobre las Malvinas. Mi opinión personal sobre el asunto es que son los habitantes de Gibraltar los que tienen que decidir libremente si desean ser españoles, británicos, o lisa y llanamente, gibraltareños. Cualquiera de las tres opciones me parece razonable. Y me gustaría que los gobiernos de España, Reino Unido y Gibraltar, decidieran de una vez, de mutuo acuerdo, consultarles. Pienso, sinceramente, que no debería ser tan difícil que argentinos, británicos y malvineses pudieran hacer lo mismo. Estoy seguro que todos saldríamos ganando.
La película de Bauer la pueden ver, íntegra, en YouTube. Se la recomiendo encarecidamente. Y sean felices, por favor, a pesar de los gobiernos. Tamaragua, amigos. HArendt












miércoles, 1 de marzo de 2023

De la moción de censura de Vox-Tamames

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filólogo Jordi Amat, va de la moción de censura de Vox-Tamames. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
harendt.blogspot.com








Tríptico de Ramón Tamames
JORDI AMAT
25 feb 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Si el cometido del pintor de cámara de palacio era ensalzar a la Corona, Goya la bajó del pedestal al componer el retrato de la familia real. Su precisión psicológica provoca, inevitablemente, el rechazo al contemplar aquella tropa. La misma sensación que transmite la fotografía que Vox mandó a los medios para anunciar que mañana sus diputados registrarán su moción de censura contra el Gobierno y en virtud de la cual proponen a Ramón Tamames como nuevo presidente. Si el verde del partido nacionalpopulista debería transmitir esperanza, ese color sobreimpuesto sobre la fachada del Congreso de los Diputados enmarca el desagradable efecto kitsch de la imagen. Arrogándose la representación de la soberanía, esos 12 hombres solo pueden ser percibidos como los representantes no de una España antigua, sino de un país grotesco que se parece muy poco a la realidad. Solo faltaba que Tamames, como el Rey de Goya, sea el único hombre que mira no se sabe muy bien hacia dónde. Esa mirada que se quiere firme pero es errática ha caracterizado su trayectoria última. Ha incluido desde elogios a José Antonio hasta la nostalgia épica de la España imperial. “¿Somos los españoles de ahora comparables a los de los comienzos de aquella larga andadura, y también navegadura? El genio y figura de aquellos siglos de oro de la Historia parecen esfumados en las generaciones de hoy”.
Este Tamames que puede hablar con erudición de esto y de aquello tiene algo del charlista enfatuado que es el ameno intelectual reconvertido en tertuliano. Empezó a ejercer a finales de la década de los ochenta. Así quedó inmortalizado en otro cuadro de grupo, bien conectado con la tradición artística nacional. Es la versión de La tertulia del café de Pombo titulada La tertulia de Antonio Herrero. Él contó su historia en algún artículo, lo reprodujo en sus memorias. Allí están los que actuaron como grupo de contrapoder informal, autores del volumen Contra el poder, los que pretendían asaltarlo tensionando al máximo la conversación pública. Lo pintó Álvaro Toledo a mediados de 1996, “cuando la mayoría de los tertulianos, componentes del Sindicato del crimen, estaban más relajados”, es decir, cuando la misión estaba cumplida. Habían asediado al felipismo en su fase degradada y terminal y, con la llegada del aznarato, esperaban conquistar el poder mediático en virtud de los servicios prestados. Las implicaciones de esa pintura, con Sánchez Dragó también presente como en la foto de Vox, merecerían una crónica que aún está por escribir y en cuyo eje se situó Mario Conde y el dinero de Banesto. El cuadro está colgado en el despacho de Tamames.
Pero para completar este tríptico falta otra imagen de grupo, la más antigua, que solo he visto reproducida en la biografía Javier Pradera o el poder de la izquierda de Jordi Gracia. Es de la noche electoral del 15 de junio de 1977. Es de una reunión de representantes de la vieja y la nueva política. El candidato Felipe González se acerca a una mesa que compartían Tamames ―sería diputado por el PCE, era socio fundador de este periódico―, Pradera, Jorge Semprún y Fernando Claudín. Ese grupo de intelectuales nutrido en el comunismo de postguerra, con grados de influencia variable, había desarrollado una labor trascendental para la consolidación democrática española: la fundamentación ideológica de una cultura política que logró ser hegemónica y desembocaría en la centralidad del socialismo liberal durante el despliegue del Estado del 78. ¿Por qué Tamames, más allá de su megalomanía y su peripecia personal, está dispuesto a legitimar ahora un bloque antisistema como el que Vox representa? En este tríptico donde le contemplamos, se refleja el actual giro reaccionario y su origen nacional, su pulsión destructiva tan marcadamente capitalina. Pero también nos advierte de la creciente desconexión entre el pasado y el presente de la cultura política progresista en nuestro país. Recoser esta alianza intergeneracional, para afianzar el proyecto del actual Gobierno, podría ser la mejor respuesta al esperpento que puede ser esta moción de censura.

























[ARCHIVO DEL BLOG] Españoles y judíos. [Publicada el 16/04/2011]










¿Somos los españoles de 2011 antisemitas, antijudíos, o solo antiisraelíes? ¿Acaso las tres cosas a la vez? Un  reportaje del periodista Juan G. Bedoya titulado "La crisis dispara el odio antijudío en España", en El País del pasado 30 de marzo, daba algunas claves para responder esa pregunta, pero quizá, antes de responderla deberíamos llegar a algún tipo de acuerdo sobre la definición de los términos citados. Recurramos para ello a algo tan sencillo como consultar el Diccionario de la Real Academia Española: 
- antisemita: 1. adj. Enemigo de la raza hebrea, de su cultura o de su influencia. Apl. a pers., u. t. c. s.
- judío, a: (Del lat. Iudaeus, y este del hebr. yĕhūdī). 1. adj. hebreo (‖ del pueblo semítico que conquistó y habitó la Palestina). Apl. a pers., u. t. c. s. // 2. adj. Perteneciente o relativo al que profesa la ley de Moisés. // 3. adj. Natural de Judea. U. t. c. s. // 4. adj. Perteneciente o relativo a este país del Asia antigua.
- israelí: 1. adj. Natural de Israel. U. t. c. s. // 2. adj. Perteneciente o relativo a este país de Asia.
Parece claro que antisemitismo, antijudaísmo o antiisraelismo, no son exactamente lo mismo ni obedecen a  las mismas causas. Sigue en pie la pregunta. ¿Somos los españoles antisemitas, antijudíos o antiisraelíes? ¿No estará mal formulada la pregunta?
La escritora norteamericana de origen judeo-alemán Hannah Arendt en el prólogo a la primera parte de su trilogía "Los orígenes del totalitarismo" (Alianza, Madrid, 1987), la dedicada al "Antisemitismo" (las otras dos son "Imperialismo" y "Totalitarismo") escribía en julio de 1967 lo siguiente: "El antisemitismo es una una ideología secular decimonónica -cuyo nombre, aunque no su argumentación, era desconocido hasta la década de los años setenta de ese siglo- y el odio religioso hacia los judíos, inspirado por el antagonismo recíprocamente hostil de dos credos en pugna, es evidente que no son la misma cosa; e incluso cabe poner en tela de juicio el grado en que el primero deriva sus argumentos y atractivo emocional del segundo". 
Descartada la religión como fundamento de ese presunto antisemistismo de los españoles quedan la raza, o lo que es lo mismo, el odio a los judíos como pueblo, la economía o la historia...
Del resultado de una encuesta encargada en otoño pasado por el Ministerio español de Asuntos Exteriores y Cooperación -se dice en el reportaje- se desprendía que el 58,4% de los españoles se declaraba antisemita, muy por encima de la media europea, según el Informe sobre Antisemitismo 2010. La justificación: que "los judíos tienen mucho poder porque controlan la economía y los medios de comunicación". Y también, que más de un tercio de los encuestados (34,6%) tiene una opinión desfavorable o totalmente desfavorable de esa comunidad religiosa, que en España apenas suma 40.000 personas
Llamativo resulta que la extrema derecha tenga una opinión menos desfavorable de los judíos (34%) que el centro izquierda (37,7%), y que la simpatía hacia los judíos en la extrema derecha (4,9 en la escala de 0 a 10) es superior a la de la media de la población (4,6). O que entre los que reconocen tener "antipatía hacia los judíos", sólo un 17% aduzca que ésta se deba al conflicto de Oriente Medio. Por el contrario, no sucede así en los medios de comunicación, donde el auge del antisemitismo sí está en función de ese conflicto.
La crisis económica -se añade- ha agravado la situación, por el supuesto poder económico que la encuesta atribuye a los judíos españoles pese a significar apenas un 1% de la población total nacional. Dos tercios (62,2%) del 58,4% que opina que "los judíos tienen mucho poder porque controlan la economía y los medios de comunicación", son universitarios. El porcentaje sube hasta el 70% entre los que afirman "tener interés por la política". Es decir, los más antisemitas son supuestamente los más formados e informados.
Como descendiente de judíos conversos y como historiador es éste un tema que me resulta apasionante y apasionado. Ya he escrito sobre él en anteriores ocasiones [v. mi entrada del blog de fecha 11 de mayo de 2008: "La Noche de los Cristales: 70.º Aniversario"] o en la más reciente, del 8 de diciembre de ese mismo año (v. "Genética española"] en la que comentaba un artículo del historiador y genetista, el profesor Javier Sampedro [v. "Sefardíes y moriscos siguen aquí"]. Se dice en él que las investigaciones científicas más recientes realizadas sobre los genes de los españoles llevan a la conclusión de que el 20 por ciento de la población española actual son descendientes de conversos, es decir, de los aproximadamente 240000 judíos sefardíes que en 1492 se quedaron en España y se convirtieron al catolicismo de grado o por fuerza.
Algunos sabemos nuestro origen y nos sentimos orgullosos de ello. Otros, quiero suponer, que ni lo saben ni lo creen. Pero ese es su problema. Y en relación con la pregunta que me hacía al comienzo: ¿son los españoles actuales antisemitas, antijudíos, antiisraelíes, o las tres cosas a la vez?, mi opinión personal es que sí, en lo cual coincido con el resultado de la encuesta citada anteriormente, pero en cuanto a las causas, pienso, sinceramente, que solo es producto de la ignorancia de la mayoría de mis conciudadanos sobre su propia historia. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt