miércoles, 29 de marzo de 2017

[Pensamiento] Sobre la revolución conservadora en política



La acrópolis de Atenas


Álvaro Delgado-Gal (1953), licenciado en Ciencias Físicas y doctor en Filosofía. ha sido profesor de Lógica y de Filosofía del Lenguaje en la Universidad Complutense de Madrid. Lleva más de treinta años escribiendo en medios como Cambio 16, El País o ABC, pero se considera a sí mismo más escritor que periodista. Sus columnas van desde la crítica literaria y cultural hasta la opinión política. Ha publicado varios libros de arte y literatura, como La esencia del arte, Buscando el cero o El hombre endiosado. Director de Revista de Libros desde su fundación en 1996, intenta que la publicación tenga un contenido plural. Desde la historia hasta la música, pasando por las matemáticas, la literatura o el arte, para así llegar a la gente que sostiene y a la vez genera el mundo de la cultura. Yo diría que lo ha conseguido con creces, convirtiéndola en una revista de referencia en español.


El pasado mes de febrero publicaba en ella un extenso artículo dedicado a la revolución conservadora en el que reseñaba algunas de las más recientes obras al respecto de autores como Roger Scruton, Ernesto Laclau, Chantal Mouffe o Íñigo Errejón. Les dejo con él.

La Revolución Francesa, comenzaba diciendo, ha generado hechos diversos, unos más notorios que otros. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, La Marsellesa, la escarapela tricolor o el asalto a la Bastilla forman parte del repertorio que los niños aprenden en las escuelas o el cine escenifica en la pantalla. Pero hay un segundo lado. La Revolución produjo también el conservadurismo: puede decirse que no empieza a haber conservadores, tal como ahora se entiende el concepto, antes de las reacciones y resistencias despertadas en Europa por las novedades del 89 y sus secuelas. Inició la ofensiva un diputado británico, Edmund Burke. La palabra, que no la idea, aparece unos años más tarde, en unos papeles aderezados por Mme de Staël durante los amenes del Directorio. La hija de Necker propone que se contenga a los jacobinos por el lado izquierdo, y a los absolutistas por el derecho, interponiendo entre ambos un «Cuerpo Conservador» de notables designados de por vida. La intención, evidentemente, es conciliadora: se trata de acompasar el tic-tac de la historia, no de volver hacia atrás las manillas del reloj. No se sigue de aquí que el conservadurismo no haya caído muchas veces en la tentación de la violencia. El conde de Maistre o Donoso Cortés, su discípulo español en diferido, propugnaron la extinción del enemigo con una saña y unos modos que en el caso del conde rayan con lo sádico, y en el de Donoso, con lo histérico. No existe, en realidad, una agenda conservadora estable. Afortunadamente, cabría añadir, puesto que el conservadurismo ha solido ser tanto más fructuoso cuanto menos presa hacía en él hacía un sistema rígido de ideas. Chateaubriand nos interesa mucho más como crítico de su tiempo que como vindicador de la raza de los Capetos. Y de Evelyn Waugh nos impresionan las sátiras, no los ataques a la liturgia católica emanada del Concilio Vaticano II. Ni Chateaubriand ni Waugh, ni otros disidentes, tenían un plan B2. Aun con todo, nos han legado visiones con frecuencia más profundas que las de sus rivales progresistas.

Roger Scruton encaja con rara perfección en el biotipo del conservador resistente. La perspectiva de nuestro autor es through and through británica: extrae su inspiración de Edmund Burke, contempla con disgusto la deriva de las cosas en Inglaterra y el resto de Occidente, y ha elegido ir a redropelo de las modas académicas vigentes. Según nos cuenta en «My Journey», el capítulo con que se abre How to be a Conservative, decidió exclaustrarse de la universidad británica en el 89, luego de una serie de ataques y zaherimientos a cargo de las cliques progresistas de su país (con especial protagonismo de la BBC y The Observer). Su conversión a la fe tory data de los revuelos parisinos del 68, los cuales lo sorprendieron in situ, esto es, en el propio París. De entonces acá han pasado un montón de años, los bastantes para que Scruton haya tenido ocasión de ensayar los distintos golpes del pugilismo filosófico: el jab, el uppercut y el directo a la mandíbula, sin excluir el puñetazo al aire. Las objeciones al liberalismo de corte economicista integran una de las partes más estimulantes dentro del corpus ensayístico scrutoniano. Aburre más, por previsible, la polémica con los comunistas antiguos, aunque el argumento adquiere perfiles nuevos conforme nos vamos aproximando al presente. Y es que la izquierda radical se ha convertido en un bicho distinto, ni comunista, ni lo contrario, y para comprenderla no valen ya los lugares comunes por los que se regía el debate antes del 68. Lo desasosegante, equívoco de la situación queda bien reflejado en Fools, Frauds and Firebrands, un libro del que me ocuparé en la segunda parte de este ensayo. Pero es hora ya de entrar en detalles.

Dos principios informan, de modo explícito o implícito, la filosofía de Scruton. El primero viene por lo derecho de Burke: el diputado whig (y tras la calorina del 89, más tory que whig, aunque nunca cambió de partido) legó a su país un argumento contra la revolución de carácter epistemológico y un contenido y alcance que van mucho más allá de lo político en sentido estricto. Se puede enunciar en muy pocas palabras: ciertas actividades (apretar un tornillo; sumar; separar con una cernedera la paja del grano) resultan de la combinación repetida de operaciones simples. Nada impide compendiar el proceso en un programa y confiar su ejecución a una máquina. Otras veces, sin embargo, el negocio se complica: no solo no conseguimos reducir nuestras habilidades a un procedimiento secuenciado, sino que no somos capaces siquiera de explicar mediante conceptos generales cómo hacemos lo que, sin duda alguna, es manifiesto que sabemos hacer. Tal ocurre con la poesía, el arte de gobierno o el arte de la conversación. El buen conversador, el buen poeta, el buen gobernante, pueden crear escuela o ser un ejemplo para quienes quieran imitarles. Ahora bien, nunca lograrán divulgar su ciencia escribiendo manuales sobre la conversación, el acierto político o la poesía. Michael Oakeshott, un notable conservador contemporáneo, ha resumido el caso mediante una distinción célebre: la que opone el «conocimiento técnico» al «conocimiento práctico»3. El conocimiento técnico se puede expresar por escrito o matemáticamente y enseñar en la escuela o la universidad. El práctico es inarticulado y difuso, y solo se adquiere bajando a pie de obra y empeñándose en tareas concretas junto a los ya instruidos. Uno de los alegatos principales de Burke en Reflexiones sobre la Revolución Francesa, es que los philosophes habían sobrevalorado la primera clase de conocimiento. No renunciaban a indagar, en el recetario de ideas confeccionado por un Rousseau, un Malby, un Helvecio, no ya las leyes del buen gobierno, sino un sistema infalible para la regeneración social absoluta. El proyecto se le antoja a Burke frenético, estúpido, petulante. Es más, la propia idea de que el futuro se puede proyectar le parece absurda, puesto que las destrezas que nos permiten vivir juntos y echar el mejor pelo posible ofrecen un carácter más retrospectivo que proyectivo. Es la tradición, con sus instituciones consagradas por el tiempo en la esfera política, o son los inveterados hábitos en el mundo moral, hábitos cuya lógica nos elude, los que mantienen íntegras y a la vez vivas a las comunidades humanas. Solo para salir del paso y con el ruego de que no se quiera buscar tres pies al gato, calificaré la posición conservadora de «antirracionalista».

El segundo principio no es epistémico, sino de metafísica aplicada a la sociología, o también al revés. La cuestión es que la especie humana es una categoría biológica pero no es todavía una sociedad, y que solo dentro de esta última el individuo gana espesor y riqueza al hilo de un desarrollo en el que intervienen la cultura, las costumbres o el sistema de prejuicios gracias a los cuales dos sujetos tienden a confluir antes que a divergir frente a un accidente cualquiera de los miles que salpican el tráfago de la vida diaria. El desacuerdo, seguido de un litigio y la subordinación de las partes a lo que determine un juez, se produce, a fin de cuentas, en proporciones que son escasas en términos relativos. En caso contrario, la sociedad sería un lío inmanejable, un caos. Todavía mejor: la propia ley resultaría inaplicable si los justiciables no admitiesen su autoridad. Y lo último implica ya un consenso específico, del que no todas las sociedades se benefician en idéntica medida y que en las nuestras ha terminado dando lugar a lo que se conoce entre los tratadistas como imperio de la Ley o, en alusión a los poderes limitados del gobernante, Estado de Derecho. Bref: el individuo no se convierte en persona fuera o al margen de un contexto social.

Lo último trae consecuencias de gran calado. La más evidente es que pierde pie o queda fuera de sitio la doctrina de los derechos humanos en la acepción que defendió Locke en su Segundo Ensayo sobre el gobierno civil o enuncia Jefferson en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Locke, en su ensayo, no nos dice nada sobre los hombres que fundan el orden social, salvo que concurren en dar por buenas unas cuantas leyes aprehensibles por la razón. Y Jefferson viene a afirmar lo mismo, punto arriba, punto abajo. Los individuos lockeanos o jeffersonianos son unidades ontológicamente simples, en las que los derechos se insertan sin la mediación de una estructura. Scruton se rebela contra esta idea. En el prefacio a la tercera edición de The Meaning of Conservatism escribe: «En este libro [el primero en que escribía sobre política] me he apartado de los estándares y circunspecciones dominantes en el mundo académico. Sobre todo, me he complacido en manifestar poco respeto hacia la idea de los derechos humanos o la democracia». Y en el siguiente párrafo añade:

Que la gente tienda a creer en la existencia de los derechos naturales constituye, por supuesto, un hecho político de la máxima importancia. Pero que los derechos naturales existan objetiva e independientemente de las leyes positivas que en la práctica los han consagrado es una tesis filosófica debatible. Las acciones de los gobiernos no pueden basarse sobre una cuestión filosófica por decidir. Aparte de esto, la noción de derecho natural, concebida aisladamente y sin referencia a una tradición legal concreta, es singularmente imprecisa, y está expuesta a generar intuiciones muy diversas sobre las «inalienables» propiedades morales del ser humano. Los filósofos que, como Tomás de Aquino, Grocio o Locke, han intentado levantar teorías sobre lo que es legítimo partiendo de la ley natural, han logrado discrepar sobre casi todos los detalles relativos a la estructura política resultante. Y los últimos intentos en el mismo sentido (los de Rawls y Nozick) ponen de relieve hasta qué punto los filósofos persisten en discrepar tanto sobre el contenido de los «derechos naturales» como sobre la naturaleza del sistema político que los podría asegurar.

La mención de Rawls es especialmente significativa. Es cierto, para empezar, que el contractualismo rawlsiano constituye un renuevo que le ha salido por un costado al viejo tronco del Derecho Natural. Pero hay más. La filosofía rawlsiana opera una reducción al absurdo de varios de los principios que ofendieron a Burke y ofenden a los conservadores. Rawls nos invita a imaginar una situación hipotética en que hombres que lo ignoran todo sobre sí mismos (el carácter, los gustos, las aptitudes) acuerdan un orden social justo. A los efectos del modelo, las partes contratantes se distinguen solo numero, por acudir a una célebre expresión leibniziana: cada una es cada una, sin que sea necesario invocar cualidad alguna que acredite su diferencia. Estos «yos» despojados (Michael Sandel los denominó «disembodied selves») determinan acogerse a un sistema de convivencia que proteja la libertad individual y tolere la desigualdad mientras la última redunde en beneficio de los menos favorecidos. Estimamos que una sociedad realmente existente es justa, sugiere Rawls, cuando exhibe una estructura que habría podido generarse a partir de las condiciones que su teoría postula4. Lo importante aquí es que el mensaje rawlsiano encierra otro mensaje, a saber: lo que nos hace personas, y, en tanto que personas, sujetos de derechos, no guarda relación alguna con nuestras contingencias biográficas. Napoleón, Einstein, Cervantes, el doctor Landru, Agustina de Aragón, Matahari, Belén Esteban o Teresa de Calcuta difieren aparatosamente entre sí. A la vez, en cierto modo, no difieren en absoluto. Y esto en lo que no difieren a despecho de sus infinitas diferencias los convierte en residentes de una suerte de Ciudad de Dios, aunque no se mencione a Dios y los valores trascendentes del cristianismo hayan sido substituidos por los de una democracia constitucional y afectada de un fuerte sesgo redistributivo5.

Contra Rawls, un kantiano de última generación, puede alegarse lo que muchos han objetado al propio Kant: al separar a un individuo de sus precisiones, lo que queda no es un hombre reducido a su esencia sino un flatus vocis metafísico cuyo importe contante y sonante es… nada. El asunto, sin embargo, es delicado, porque puede ocurrir que la lógica que niega a Rawls (o a Kant) nos lleve adonde no queremos ir. Sobre todo, conviene evitar que la impugnación del individuo nuclear nos induzca a dividir a los hombres en tantas categorías ontológicas como sociedades existen o, mejor, como áreas civilizatorias pueblan o han poblado el planeta. No guarda siempre Scruton esta circunspección. En The Meaning of Conservatism, escribe:

Por supuesto, es frecuente que los vecinos se entrometan en la vida de uno, en una medida u otra, pero a menos que se nos facilite una descripción concreta de la organización social y política correspondiente, es imposible adelantar qué grado de interferencia es el deseable. La «intromisión» habitual en una comunidad rural de Zululandia es mucho mayor que la experimentada por los ciudadanos en la sociedad soviética. Sin embargo, resultaría por entero equivocado calificarla como una pérdida de libertad, habida cuenta de que esta clase de sujeción forma parte integrante, precisamente, de aquello en que consiste ser un zulú.

Dígame usted en qué cultura se ha criado y le diré si tales y cuales hechos (potencialmente terribles desde mi punto de vista) constriñen o no su libertad. Si es usted eso, un zulú, aquí paz y después gloria. De alguna manera, la conclusión de Scruton es inaceptable, o exige al menos ser argumentada más circunstanciadamente. Es más, no podemos aceptarla siquiera quienes disentimos de Rawls y su reedición del Reino de los Cielos en la Tierra. Es muchas veces mejor no apurar los argumentos hasta el límite y dejar las cosas a media luz, que sacrificar verdades complejas a los rigores de la consecuencia filosófica. El caso sería penoso si estuviésemos hablando de geometría. Pero estamos hablando de moral, y la moral es forzosamente gris: si fuera toda negra o toda blanca, no valdría para usos humanos y entonces no sería en rigor moral. Ni aun el propio Scruton las tiene todas consigo, y salpica sus libros con cláusulas de reserva que se van haciendo más frecuentes en su obra posterior. Presumo que se trata de una señal de madurez, en el buen sentido de la palabra. Al conservador enragé ha sucedido otro que no siempre considera obligatorio pensar justo lo contrario que sus adversarios.

Las preferencias que Scruton expresa en A Political Philosophy (2006) o How to be a Conservative (2014) se sitúan, de hecho, en la zona media del espectro. Scruton acepta la democracia, celebra el imperio de la ley, comprende que se desplacen recursos hacia los más necesitados, censura la inmigración inmoderada (aquí sus opiniones adquieren a veces un perfil xenófobo), detesta la globalización y considera, con bastante fundamento, que la polis moderna ha fraguado en un ámbito, el nacional, para el que no existen sucedáneos convincentes. Habrá votado con seguridad por el Brexit en el referéndum de junio. Defiende todo esto con agudeza variable. No considero especialmente feliz, pongo por caso, su análisis del fenómeno migratorio en A Political Philosophy. Aun en el supuesto de que las dificultades que la inmigración trae consigo no puedan resolverse aplicando sin más la falsilla multiculturalista, reparo con el que estoy de acuerdo, subsiste el hecho de que las tasas de natalidad en la mayor parte de Europa no permiten que el sistema subsista sin aflujos constantes de población foránea. El problema empieza, por tanto, por el comportamiento de los europeos, cuyo modo de vida no asegura la reposición demográfica. Esto guarda relación con la emancipación de la mujer y su negativa a asumir los roles tradicionales de esposa y madre. Y tiene que ver también con la democracia y el entendimiento de un concepto, el de la libertad, que antes se enunciaba en los libros y que ahora ha echado raíces en los usos cotidianos. Se trata, qué se le va a hacer, de un problema gigantesco, para cuya solución no bastan los modelos históricos convencionales. Para muestra, un botón. Scruton exalta la familia y el matrimonio irreversible. Pero al hacerlo adopta un tono sublime y extrañamente impostado: se tiene la sensación de que no es su voz la que oímos, sino la de un figurante cuyo papel consiste en declamar lo que la voz auténtica −entiéndase, la del propio Scruton− ya no es capaz de decir. Prueba clarísima de que las actitudes contra las que protesta se han filtrado hasta lo más profundo de la sociedad y también le afectan a él, lo advierta o no, o mejor, lo quiera o no.

La Revolución Francesa, la que desató la reacción de Burke y la ira de que Scruton toma ejemplo, comprimió en poco más de media década lo que después ha sucedido a escala mucho mayor. En 1789 se proclama el principio liberal de la igualdad ante la ley, que solo será impugnado en lo sucesivo por los reaccionarios; en 1792 se celebran las primeras elecciones con sufragio universal (masculino); la Constitución de 1793 incluye ya medidas sociales, que no se llevaron a la práctica porque tampoco llegó a aplicarse la propia Constitución; tras el golpe termidoriano que cerró el Terror, un antiguo robespierrista, François Babeuf, urdió una intriga, «la conspiración de los iguales», de inspiración comunista. Si Babeuf hubiese triunfado, se habría implantado l’égalité des jouissances, la igualdad de consumo que preconizaban los sans-culottes. Babeuf acabó en la guillotina, pero no cedió el movimiento en pos de la igualdad. La propugnaron los socialistas hasta bien entrado el siglo XX, y la instaron y siguen instando los comunistas. El compromiso socialdemócrata primero, y la defunción oficial del comunismo con la caída del muro, produjeron la ilusión, de la que Fukuyama es el principal exponente, de que el mercado y el liberalismo en su acepción más roma y consumista habían triunfado de una punta a otra del planeta. Nos aguardaba, por las trazas, una interminable y aburrida era de calma chicha, un tiempo sin forma cuya prolongación sería de nuevo un tiempo sin forma. El diagnóstico de Fukuyama, no obstante, era erróneo o incompleto: no amortiguado por otros principios, el liberalismo, lo mismo en su expresión económica que como toma de posición frente a lo que significan el hombre y la sociedad, constituye una fuerza revolucionaria formidable, tanto o más que el propio socialismo. En la próxima sección, estudiaré qué puede alegar un conservador del corte de Scruton contra el tipo de liberalismo que ha trascendido a los medios y las conversaciones bajo la etiqueta de «neoliberalismo». Una forma alternativa de plantear la cuestión es preguntarse si es posible el «liberalconservadurismo», un concepto que gozó de gran predicamento en los tiempos en que Margaret Thatcher estaba en sus glorias y el prestigio de Hayek había alcanzado su cenit.

El hombre necesita recursos materiales, por muy elevados que sean los motivos por los que se mueve. Ha menester de escuelas en que instruirse, soportes donde plasmar sus ideas y medios con que llevarlas a la práctica. Detrás de todo esto está el dinero, a cuyo compás se desplazan las ideas y las situaciones sociales, unas veces como causa y otras como efecto. La desamortización de Mendizábal, o la confiscación de los señoríos y de los bienes de la Iglesia durante la Revolución Francesa, indujeron enormes alteraciones en la trashumancia de la propiedad. Dibujan el vector que va de la política y la ideología al dinero. El mercado opera a la inversa: cambia las cosas de sitio cambiando la colocación de la riqueza. El pobre se hace millonario; el millonario se arruina; el industrial de primera generación despliega abundancias que dejan en ridículo al noble rancio con cartas ejecutorias y escudo en el hastial de su casona, y así sucesivamente. Al tiempo que, impulsadas por la fuerza del dinero, las clases oscilan, se dilatan, se contraen, florecen o se amustian, la vida individual busca su forma específica, no siempre de acuerdo a una lógica única. El prestigio de algunas instituciones, la inercia histórica o el prejuicio conceden eminencia y altura social al gran científico, al escritor reconocido, al jurista, al alto funcionario. Por fortuna, se puede ser importante y ser pobre. Recordamos a Mme Curie, a Churchill, a Juan XXIII, no porque tuviesen dinero, que no lo tuvieron, sino por lo que hicieron, o, para ser más precisos, porque hicieron cosas que respetamos desde posiciones que respetamos: convocar un concilio, descubrir la radioactividad trabajando en un laboratorio (correlato moderno del scriptorium medieval), salvar a la patria desde la jefatura de un gobierno. Sin una lógica alternativa a la lógica del mercado, la sociedad sería más simple y perecería; orientadas todas las voluntades al emprendimiento, se descuidarían el arte, la ciencia abstracta, fructuosa solo con el andar del tiempo, los estudios jurídicos y, sí, la metafísica, que los hombres de rompe y rasga desprecian pero que usan sin tasa, aunque no lo sepan. En las sociedades modernas las dos lógicas se superponen sin destruirse, aunque en interferencia constante la una con la otra. El dinero sostiene a las instituciones y a la vez las desestabiliza, en parte porque, donde hay dinero, hay soborno, en parte también, y de modo más decisivo aún, porque no es raro que el prestigio del dinero suma en la sombra el de los cargos y oficios que se desempeñan desde jurisdicciones no económicas. Hace todavía cincuenta años, en Europa, muchas de las mejores cabezas afluían a la universidad y la Administración. En los tiempos que corren, un porcentaje no despreciable de quienes, en el clima moral imperante entonces, hubiesen sido grandes funcionarios o grandes profesores, vuelcan su energía en las finanzas y la industria. La resulta es una depauperación de los recursos extraeconómicos. La sociedad se hace más opulenta pero a la vez más torpe en el trance de pensar sobre sí misma o de ordenarse por dentro. ¿Hemos terminado? No. Es preciso completar el cuadro introduciendo una tercera lógica: la democrática. La izquierda es propensa a contrastar la democracia con el capitalismo. La contraposición cobra su urgencia suasoria, su poder de convicción, a partir de imágenes sencillas y tocadas de cierto arcaísmo. Fuenteovejuna, Espartaco contra Craso, las revueltas anabaptistas contra los príncipes, epitomizan la rebelión del que es pobre y justo contra el poderoso, el cual es percibido en nuestros días como un trasunto tardío del hombre con chistera, pantalones a rayas y puro en la boca que en las tiras cómicas de hace sesenta o setenta años encarnaba al rico, en particular, al propietario de un banco o una casa de crédito. En las sociedades occidentales avanzadas, sin embargo, el mercado ha entrado en simbiosis parcial con la democracia. Innegablemente, el mercado, generador de desigualdad, genera también igualdad, aunque de manera no sincrónica sino diacrónica. Me explico. Salvo que el abuso de los monopolios o la tercería de un gobierno concentren irreversiblemente los recursos en una minoría, es inherente al mercado la imposibilidad de controlar la circulación de la riqueza. Al revés que en las sociedades premodernas, en las que el estatus definía y, por lo mismo, inmovilizaba a la persona, en las sociedades con mercado la capilaridad es alta: las personas suben o bajan a lomos del dinero que ganan o pierden y que nadie puede impedirles ganar o perder mientras el mercado siga siendo mercado. La igualdad se manifiesta, en definitiva, como una precarización de la desigualdad: a las sociedades que se veían a sí mismas reflejadas en polaridades verticales (alto/bajo, noble/plebeyo, etc.), han sucedido otras que se comprenden mejor acudiendo a analogías rotatorias o circulares o a metáforas que sugieren ideas de dinamismo y cambio. Cuando se subraya que en una sociedad que cumpla estándares mínimos de equidad y justicia, las carreras deben estar abiertas a los talentos, se están diciendo dos cosas al tiempo: que no es decente que una persona está condicionada por su origen social, y que el modo preferible de ir a más es superar a otros en la realización de una actividad beneficiosa para todo el mundo. La primera idea es democrática y la segunda realza el valor de la competencia y la remoción de los indolentes o acomodados por los que son más enérgicos o más hábiles. La segunda idea no encuentra solo expresión en el mercado, pero éste, sin duda, la encarna con especial pureza, y también con especial crudeza.

La filosofía política nos ha deparado una reflexión admirable sobre la desestabilización que en una sociedad antigua introduce la libertad. Me refiero a L’Ancien Régime et la Révolution, un texto que Tocqueville escribió al final de su vida y que nos remite, mediante una especie de analepsis, a los temas abordados en De la democracia en América. Para Tocqueville, la democracia no equivale a un procedimiento de acceso al poder basado en el sufragio sino, más bien, a un estado de ánimo, analizable en términos que pueden ser políticos o bien económicos, pero cuya expresión más exacta es sociológica. El problema sería el siguiente: en una nación democrática donde todos los hombres son iguales y, amén de iguales, transitan sin tregua de una profesión a otra, o de un nivel de renta a otro, las relaciones sociales, al revés que en l’Ancien Régime, se confunden y como emborronan. Mientras que los estamentos del mundo viejo, complementarios unos de otros, transmitían a los hombres su forma y automática congruencia (el menestral sabía a qué atenerse frente al burgués togado; este se subordinaba al noble; el noble se colocaba por encima de sus arrendatarios y colonos, y así sucesivamente), en una democracia las unidades humanas son idénticas y no se acoplan de modo natural unas con otras. Juntarlas para que formen una unidad superior es tarea casi imposible: sería un poco como montar un puzle a partir de piezas que fueran todas ellas cóncavas o todas ellas convexas. El resultado es una anomia severa, individual y colectiva. Tocqueville había heredado estas preocupaciones de su maestro doctrinario Royer-Collard, acuñador de una frase célebre: société en poussière o sociedad atomizada. Según Royer-Collard, la burocratización napoleónica había destruido las estructuras de convivencia tradicionales y reducido Francia a una masa de individuos indiferenciados e incapaces de entablar entre sí relaciones estables6. Tocqueville empuja las causas de la atomización más atrás: hasta los procesos de centralización que sirvieron para que se afirmara la monarquía absoluta a lo largo del Antiguo Régimen. Y propone una solución apta para la era democrática: la socialización a través de la cooperación política, esencialmente en el ámbito local. Es el abracadabra que descubre en su viaje a América, o que acaso había excogitado antes y que gracias a la experiencia americana desarrolla y refina7. La analogía con el puzle, que se me ha ocurrido sobre la marcha, no es, por cierto, buena: sugiere que una sociedad se monta desde fuera, como si los hombres fueran inertes y todo dependiese de la destreza del gobernante que los maneja y mueve a voluntad. El gran acierto de Tocqueville consiste, por el contrario, en haber estudiado la economía vital del Antiguo Régimen centrándose en los mecanismos sicológicos en virtud de los cuales A, B y C (imagine el lector un recuento por capitación de los españoles o los franceses) consiguen enlazarse dentro de una sociedad desigual. Vale la pena leer el siguiente pasaje de La democracia en América (II. I. iii):

Cuando Dios piensa en el género humano, no lo hace en términos generales. Atrapa de una sola ojeada, y separadamente, a todos los seres de que se compone la Humanidad, percibiendo en cada uno las semejanzas y diferencias que lo acomunan u oponen al resto.

En consecuencia, Dios no ha menester de ideas generales; es decir, no experimenta la necesidad de encerrar un número muy abultado de objetos análogos bajo una misma forma a fin de hacer más expedito su pensamiento.

No ocurre lo propio con el hombre. Si el espíritu humano intentase examinar y juzgar individualmente todos los casos particulares que despiertan su atención, se perdería pronto en una inmensidad de detalles y ya no vería nada; recurre entonces a un procedimiento imperfecto, aunque necesario, que expresa y a la vez remedia su carencia.

Después de haber considerado superficialmente un cierto número de objetos, y caído en la cuenta de que se asemejan, les da a todos un mismo nombre, los agrupa, y prosigue su camino.

El hombre, en fin, ha de codificar conceptualmente el mundo para orientarse en él. L’Ancien Régime, aunque injusto, era funcional precisamente en la medida en que estaba codificado. Todo el mundo conocía cuál era su papel, posición y destino: la división de la sociedad en categorías rígidas determinaba el conjunto de actitudes (de obediencia o mando, de respeto o benévola condescendencia, de proximidad o distancia) que un individuo cualquiera debía adoptar respecto a los demás. Estas actitudes, además, se habían hecho inconscientes y adquirido la categoría de mœurs o costumbres. Expuesto de otra manera: una adaptación de índole cognitiva habría engendrado un hecho moral.

Scruton cita poco a Tocqueville. Pero la superposición entre los dos salta a la vista en afirmaciones como la siguiente (prefacio a la tercera edición de The Meaning of Conservatism):

Buscaba distinguir [cuando escribí el libro] el conservadurismo del liberalismo económico y también contrarrestar el énfasis del Partido Conservador en el libre mercado y en el crecimiento. El conservadurismo, tal como lo entendía, implicaba el intento de perpetuar un organismo social en una sazón de cambio sin precedentes.

El «organismo social» es un todo organizado y funcional que las fuerzas del mercado pueden disolver. Estamos en Tocqueville, aunque más en el Tocqueville de El Antiguo Régimen y la Revolución que en el propositivo de La democracia en América. En particular, los antagonistas de Scruton son aquí los neoliberales thatcherianos, no la democracia en su dimensión política convencional. La elección de enemigo es por entero comprensible. En efecto, no solo proponen los neoliberales un modelo social ajeno al que defiende Scruton, sino que cultivan un axioma, el «individualismo metodológico», que está en las antípodas del organicismo conservador. El individualismo metodológico se puede enunciar de muchas maneras. Más elocuente, sin embargo, que las definiciones, es el hecho de que los neoliberales extraen sus ideales morales de la microeconomía. La resulta es que no pueden concebir siquiera el tipo de problema que inquietó a Tocqueville e inquieta a Scruton. Pensemos en James Buchanan, pensemos en Gary Becker, pensemos, todavía mejor, en cualquiera de los libros donde los estudiantes se inician en los secretos de la «ciencia lúgubre», por emplear la expresión de Carlyle. Lo que esos estudiantes aprenden es que el orden social consiste en el intercambio voluntario de mercancías y servicios, o lo que monta a lo mismo, de bienes sobre cuyo valor no tienen por qué estar de acuerdo los agentes que realizan el trueque. Es más, lo suyo es que no lo estén, ya que si dos agentes son los propietarios respectivos de los bienes X e Y, el intercambio solo tendrá efecto si el primer agente valora X menos que Y, y el segundo lo mismo, solo que al revés. El orden, en el mercado, surge de asimetrías, no de concurrencias. La concurrencia emerge, es cierto, en un plano superior: para que exista el mercado tiene que existir el respeto de la propiedad privada y de la expresión de esta en la ley, y ambos −el respeto de la propiedad privada y el concomitante respeto de la ley− son ya premisas que presuponen alguna suerte de unanimidad. Sin embargo, se trata de una unanimidad inasimilable a la que Scruton invoca cuando nos habla del sentido nacional o de la devoción al pasado o del desvelo por el bienestar de las generaciones futuras. Se aprecia entre las dos, quiero decir, entre la unanimidad al gusto de los conservadores, y la que atrae a los neoliberales, una diferencia de carácter tonal en cuanto a las emociones, y más honda aún en el terreno de los conceptos. Especies como «sentido nacional», reprocesadas en el lenguaje que sirve para describir el funcionamiento del mercado, tienden a adoptar un perfil extraño. El sentimiento nacional se manifestaría como una reestructuración de la escala de utilidades: el sujeto obtendría más satisfacción de invertir su presupuesto en sus connacionales que en sí mismo. Las ideas de sacrificio, de entrega, de identificación con el otro, se tienen que reformular en términos que por definición excluyen lo que todo el mundo entiende por entrega, sacrificio o identificación con el otro. ¿Y la libertad? Para el pensamiento conservador, no está enteramente claro lo que es la libertad. Pero hay una cosa que salta a la vista: y es que ser libre, en el problemático e intermitente sentido conservador, no guarda relación alguna con lo que nos quieren decir quienes abominan de los gobiernos intervencionistas o de los sindicatos que encarecen la mano de obra por encima de lo que el mercado determinaría. La libertad que en el segundo caso se nos intima reviste un carácter libertario, lo que no quita para que suela verterse en un lenguaje que acusa rasgos utilitaristas, como, de otra parte, es natural que ocurra en un contexto económico. Pero se trata de un fenómeno superficial de asimilación, por decirlo a la manera de los fonólogos. A diferencia de Bentham, cuya filosofía no excluye el despotismo, los neoliberales no admiten ningún cálculo (más en teoría que en la práctica, desgraciadamente) que maximice la suma total de satisfacciones por el procedimiento de dar a uno lo que es de otro. Esto es, no admiten trade-offs entre mi satisfacción y la suya, inconmensurables o, lo que es lo mismo, refractarias a ser medidas por el mismo rasero. Ha de ser cada cual quien decida lo que quiere hacer en vista de qué es lo que más le gusta, y punto. Por cierto, que la conexión entre el liberalismo economicista y el contractualismo de Rawls es estrechísima. Los individuos uniformes que Rawls coloca tras el velo de la ignorancia son muy parecidos al homo œconomicus clásico; explayan sus apetitos en un vacío social, y son calculadores y egocéntricos. Esto no obsta, a la vez, para que los acentos estén desplazados. En Rawls, la simplicidad del individuo, su condición ahistórica y asocial, responde, más que nada, al deseo de afirmar el empate ontológico entre todos los hombres. Nuestros liberales eligen la simplicidad por un motivo distinto: un individuo en cuya definición intervienen pocos elementos, se encuentra expedito para ser esto o lo de más allá sin romper el perímetro de su fórmula primordial. Resumiendo: la tilde, en el caso de Rawls, está colocada sobre la igualdad, aunque él proteste lo contrario. En el de los marketinianos metafísicos, en la libertad.

La noción, sumamente implausible, de que el conservadurismo es compatible con la exaltación del mercado gozó de mucho crédito durante el último tercio del siglo pasado. A esa tesis coadyuvó la manía de alinear las ideas en paralelo a las siglas políticas: si ser antisocialista equivalía a ser liberal, y ser conservador implicaba ser antisocialista, no se podía ser conservador sin ser liberal. Entraron también en liza otros factores, como el triunfo de Margaret Thatcher en Gran Bretaña o la lectura apresurada o parcial de algunos autores de campanillas. Todo esto obliga a hablar de un oxímoron: el liberalconservadurismo, traído y llevado por la derecha española en los años en que oteaba el horizonte en busca de distintivos y reclamos ideológicos que la pusieran en el mapa. El hombre del momento fue Hayek, al que Scruton se había referido con frialdad manifiesta a lo largo de su etapa antithatcheriana. Corriendo el tiempo, mudó de parecer. Tanto que, en un ensayo de 2006, llega a adornarlo con el título honorífico de conservador8. Pero la apreciación de Scruton es equivocada. Detenerse a examinar por qué lo es no constituye en absoluto una pérdida de tiempo. Después de algunos serpenteos, se sale a la otra boca del túnel comprendiendo mejor cómo se relacionan entre sí los dos principios conservadores que enumeré al comienzo de este artículo: el irracionalista y el organicista, por llamar así a la idea de que solo dentro de un contexto social un individuo adquiere la complejidad que lo convierte en persona.

El propio Friedrich Hayek se declaró anticonservador en el epílogo a The Constitution of Liberty, su libro más importante. Lo mismo que su compatriota Ludwig von Mises, Hayek exaltó el cambio, la aventura y la experimentación, valores cuyo correlato económico es el capitalismo y que, interpretados en clave existencial, nos orientan más hacia el arquetipo moral nietzscheano que hacia los modelos conservadores genuinos. Vale la pena transcribir un párrafo de The Constitution of Liberty (I. 3. 2):

Lo que importa al hombre es aplicarse con energía y éxito a los fines que en cada momento fijan su atención. La inteligencia humana no da muestras de sí en los frutos habidos en el pasado, sino proyectándose hacia los desafíos del futuro. El progreso es el movimiento por el movimiento mismo, ya que solo al aprender algo nuevo, o exponerse a las consecuencias de haberlo aprendido, se coloca al hombre a la altura de sus especialísimas dotes naturales.

Scruton, en fin, se equivoca: Hayek no es un conservador. ¿Qué confunde a Scruton? Para contestar a esta pregunta conviene entender antes el uso realmente peculiar que el austríaco hace de Burke. En esencia, Hayek interpreta el evolucionismo burkeano inspirándose en el mercado o, si prefieren, intenta demostrar por qué en ambos casos −el de las sociedades históricas y el de una economía libre− el conjunto ostenta un orden que ninguna autoridad (el Gobierno, el príncipe absoluto, una comisión de expertos) ha previsto de modo expreso. El argumento es extraordinariamente abstracto, pero tiene sentido. Tomemos primero el mercado: éste se regula por el juego de los precios, el cual señala a cada productor qué ha de hacer para maximizar su beneficio y simultáneamente orienta a los consumidores sobre cómo dar a su dinero el empleo que consideren oportuno. Ni productor ni consumidor intentan adaptar sus acciones a un macroprograma en que se especifique qué es necesario que se produzca o se consuma. Pese a ello, el mercado asigna los recursos con más eficiencia que una economía centralizada. Consideremos, a continuación, una sociedad poblada por agentes no sometidos a las directrices de un superior. ¿Cómo explicarse que haya conseguido ser eso, una sociedad, y no la Casa de Tócame Roque? La clave reside en el gradual e indeliberado proceso de adaptación que la unidad social ha experimentado en el curso del tiempo: la regla o el comportamiento nuevos prosperan si se está mejor con ellos que sin ellos, por mucho que los agentes no se hallen más en claro sobre las causas de la mejora, que el armadillo sobre la prolija sucesión de episodios selectivos cuya consecuencia o remate es el caparazón de escamas que protege su dorso9. La analogía con la selección natural, según fue formulada por Darwin, es clara, si bien se trata, conviene recordarlo, de una analogía, y no de la aplicación rigurosa de un mismo modelo explicativo. Sea como fuere, la teoría hayekiana remite de modo evidente al principio antirracionalista, muy cultivado por los conservadores de cuño burkeano: la norma, la costumbre o la institución se acreditan en la medida en que son útiles, no porque nosotros sepamos justificarlas. Falla, sin embargo, el segundo principio, el organicista. Las reglas que gobiernan la sociedad son concebidas por Hayek como destilaciones históricas de que el individuo dispone para organizar su vida como prefiera: constituyen métodos de coordinación entre agentes que miran por lo suyo, no formas que adopta el todo social. Vuelve aquí a ser pertinente el paralelo con la economía: los precios que el mercado determina instruyen a Fulano sobre las cosas a que ha de renunciar si opta por un bien cualquiera, y en pareja medida le permiten aplicar su presupuesto limitado a la obtención de lo que más le importa. Las leyes no económicas, al deslindar lo prohibido de lo lícito, le ayudan igualmente a navegar por el espacio social sin dejarse demasiados pelos en la gatera. El protagonista, en ambos casos, es el agente, el cual precede a la sociedad en un sentido ontológico y a la vez moral10.

Esta hipótesis no es conciliable con la noción conservadora de que la autonomía individual constituye un hecho de dimensiones en el fondo modestas, tanto desde un punto de vista objetivo como subjetivo. Objetivamente, porque el hombre necesita mantenerse en contigüidad con otros hombres a fin de descubrir lo que le conviene, o incluso lo que desea. Subjetivamente, porque vivir es actuar, en la acepción teatral del término. Contra lo que nos asegura una larga serie de ideas cuyo origen es quizá cristiano pero que ha terminado por informar también al pensamiento militantemente secular, la conciencia no es un santuario sino una sala de espectáculos, con nosotros subidos al escenario y la sociedad oficiando de público. Los momentos de absorción introspectiva no alteran el cuadro: por mucho que insista en llegar hasta lo más íntimo de sí, el sujeto seguirá percibiéndose como un actor que perora y hace visajes frente a un patio de butacas colmo de testigos. Esto es lo que está detrás del principio organicista, después de purgado de sus connotaciones anatómicas. En casos límite, el principio ocupa todo el horizonte y deja sin sitio a la libertad. El fenómeno trasparece con especial limpieza en aquellas ocasiones en que el conservador se radicaliza y busca refugio en un mundo imaginario y perfecto. Pensemos en Peñas Arriba, que es una ensoñación carlista elaborada por José María de Pereda tres años antes de que se perdiera Cuba. Tenemos a un hidalgo mayorazgo; tenemos a su hija, que lee el Año Cristiano y acaso ignora que los niños no vienen de París; tenemos a un cura proceroso y honrado; tenemos a los buenos hombres del pueblo y a dos hidalgos degenerados y un criminal; está el sobrino del mayorazgo, a quien la gran ciudad ha desnaturalizado y como desleído y que, igual que Anteo, solo recuperará la fuerza al contacto con el terruño; y que yo recuerde, no tenemos a una tarasca, pero es perfectamente posible que la hubiésemos tenido. Cada personaje coincide con una categoría y cada categoría pone una nota en la melodía coral: el mayorazgo aconseja y reparte limosnas, su hija cicatea el amor para que la sangre hidalga no se mezcle con la plebeya y degeneren las jerarquías, el cura enorme vuelca sus excedentes vitales persiguiendo osas y no hembras humanas, y los tres villanos lo son hasta el tuétano y demuestran que el Mal acecha siempre y que la mejor manera de atajarlo es recluirse en un agujero entre montañas al que no puedan llegar el tren, ni las gacetas, ni los diputados de Madrid (Pereda, por cierto, ocupó un escaño en el Congreso, en representación del Partido Carlista). Segregar a estos héroes del auto sacramental que interpretan equivaldría a quitarles la función, el sentido y la identidad. Es verdad que existen conservadores más hospitalarios y liberales que Pereda. Ello no impide, sin embargo, que Pereda fuera un conservador, o que Hayek diese en el clavo cuando afirmó que él no lo era. Así que, lo repito, Scruton erró en su diagnóstico.

Por supuesto, el edén perediano dista mil leguas del territorio moral en que se mueve nuestro autor. Y es que la sociedad moderna despierta en los conservadores un enojo y una angustia comunes, pero no los dispara en la misma dirección. Scruton quiere orden, no orden estamental. Y quiere individuos, aunque individuos dentro de un orden. Sentimientos sensatísimos y en absoluto incompatibles con lo que la mayoría de la gente entiende por «democracia». Al tiempo, Scruton es víctima intermitente, como ya señalé antes, de un síndrome no raro entre los conservadores. Quiere decir esto que incurre en la tentación de nutrir nostalgias que no siempre son realistas, en un sentido doble: ni el pasado puede volver, ni suele coincidir con la estampa demasiado embellecida que a veces nos forjamos de él. Y es que, si la congoja del progresista se explica porque todavía no ha llegado lo que a él le gustaría ver, la del conservador, en sus momentos de melancolía, se debe a que ya no existe lo que le habría gustado que le gustara: un no sé qué que ha leído en los libros o entrevisto en la infancia y que vibra dolorosamente, con el misterio y el encanto de los objetos perdidos o meramente invocados. El progresista se halla en una tesitura vital más tónica. Podría decirse que lo suyo no es exactamente melancolía sino impaciencia. Lo último no significa, por supuesto, que los progresistas sepan realmente hacia dónde van. De hecho, lo más frecuente es que el progresista de tropa se haga la ilusión de ir hacia donde ya está, solo que con todo mejorado, esto es, con las cosas buenas multiplicadas por diez, y las malas divididas por lo mismo. Pensamiento absurdo, dado que una cosa que aumenta diez veces de un lado, y disminuye otras tantas del otro, suele adquirir proporciones monstruosas y ser inviable, por mucho que sea estupendo lo que viene a más, y malo lo que viene a menos. Vale ello para la libertad versus la autoridad, la autonomía versus la dependencia, el pluralismo versus la monotonía social, el experimentalismo versus el inmovilismo, la igualdad versus la desigualdad, el pensamiento independiente versus el pensamiento vigilado por una jerarquía. Sobre el descomedimiento progresista en su acepción menos avisada, no le faltan a Scruton argumentos dignos de ser oídos. Prefiero, no obstante, pasarlos por alto y centrarme ya en Fools, Frauds and Firebrands, un libro de 201511. En él, Scruton recorre, con pasión sectaria y al tiempo con valentía, el laberinto de confusiones en que se ha internado una izquierda posmarxista que no quiere renunciar a la revolución ni tampoco se resuelve a enunciarla en los términos establecidos por los padres fundadores. Se trata de un mundo nuevo, que nos lleva más allá de la socialdemocracia o su prehistoria y que se ha aljamiado con elementos liberaloides e inspiraciones de procedencia varia. La superación de los tabúes sexuales o la impugnación de la familia tradicional conviven con pujos leninistas, y la necesidad histórica ha cedido el centro del escenario a nociones de sesgo acusadamente voluntarista. Por los motivos biográficos que ya sabemos, el punto de referencia para Scruton es mayo del 68, con sus antecedentes y consecuentes. Scruton ha leído un montón de libros, por lo general abstrusos, que le arrebatan y encocoran, por emplear un eufemismo. Veamos qué tiene que decir un conservador burkeano sobre la múltiple fauna –de capa rayada, ocelada, acebrada, a pintas, sin omitir el púrpura subido y el amarillo limón− que ha invadido el hábitat de la izquierda histórica.

Frauds, Fools and Firebrands integra un «NO» tajante, literalmente mayúsculo, a todo cuanto ha producido el pensamiento de izquierdas durante los últimos decenios. En ello reside, a mi entender, la mayor debilidad de la obra: Scruton empieza por la «A» y acaba por la «Z», esto es, apura el abecedario completo, atento a que ni un solo pundit o mâitre-à-penser salga indemne. Pone como hoja de perejil a Lacan, Deleuze y Foucault, jefes de taifa dentro de la filosofía francesa contemporánea. Pero también a Hobsbawm o Dworkin, distintos de los anteriores por formación, estilo e intención. Scruton lo sabe, but to no avail: se le ha calentado el brazo, y sigue arrojando pelotazos contra la fila de títeres sin detenerse a distinguir a Polichinela de Pantaleón. Ello dicho, se atisban hallazgos, puntos de luz, que permiten reconstruir itinerarios coherentes y comprender con cierta precisión de qué va el negocio, o, al menos, ciertos negocios. La ruta principal arranca de las conferencias que sobre La fenomenología del espíritu de Hegel pronunció Alexandre Kojève en la École pratique des hautes études, allá por los años treinta. A ellas asistieron Lacan, Bataille, Simone de Beauvoir, Merleau-Ponty… y Sartre. En la Fenomenología, capítulo 4. A, amo y esclavo luchan entre sí, buscando cada uno su reconocimiento por el otro. Vence el amo en primera instancia, pero después, a través del trabajo y la consiguiente humanización de la naturaleza, vence el esclavo: el esclavo se hace amo del señor, y el señor, esclavo del esclavo. El proceso rematará, en la Filosofía del Derecho, en el Estado constitucional moderno, en que todos los ciudadanos viven como iguales bajo el imperio de la ley. El recado original de Hegel o, mejor, de Hegel mediado por Kojève, sufrió una metamorfosis sorprendente al ser recibido y filtrado por Sartre. En Huis clos, un drama estrenado en 1944, cada uno de los protagonistas busca, hegelianamente, recuperarse en la mirada de los otros dos. El plazo que ante ellos se abre es literalmente infinito (los tres han muerto y están en el infierno), pero el intento de aproximación se halla condenado al fracaso. No hay Aufhebung ni conciliación de contrarios, y no la hay porque Sartre, al revés que Hegel o Marx, es irreductiblemente individualista. Y no individualista a la pata la llana, sino con un plus metafísico. En cierto instante, Inés, la lesbiana, afirma: «Solo los actos deciden lo que se ha querido». Las cursivas son mías. Las he añadido porque es importante advertir que la afirmación se conjuga en pretérito perfecto. El agente no es nada hasta que se incrusta en la existencia mediante una determinación de la voluntad. Echa los dados a rodar y las caras suman tres, o quizá doce, y esto que suman es lo que el sujeto es: nadie ha forzado sobre él el tres o el doce, ni la sociedad, ni la naturaleza. Es más, no hay naturaleza, si por lo último ha de entenderse un orden objetivo de causas y efectos en el que también está comprendido el hombre12. Sartre daría después forma popular a muchas de sus trouvailles más famosas: el que no se atreve a usar de su libertad es un lâche, un cobarde; y el que se hace rehén de las cosas (la moral constituida; la patria; cualquier forma de necesidad, o, en términos sartreanos, todo cuanto ponga en duda nuestra esencial contingencia) es un salaud, un hijo de puta13. Evidentemente, no es esto lo que quería decir Hegel. Ni lo que había querido decir Marx, para quien el hombre no podrá ser libre desenganchado de las leyes que gobiernan el movimiento de la Historia.

Contra toda lógica, Sartre intentó ajustarse con el Partido Comunista Francés, una organización estalinista específicamente insensible a los dramas y trapatiestas de la conciencia individual. Documenta el primer intento de aproximación una cautelosa conferencia pronunciada en 1945: L’existentialisme est un humanisme. Digo que cautelosa, porque Sartre introduce inflexiones enderezadas a mitigar la evidente contrariedad entre el existencialismo y las consignas comunistas. Pero no da pie con bola, tácticamente hablando. L’engagement, que solo habría sido aceptado por Thorez y compañía bajo la forma y figura de un sometimiento sin condiciones a las directrices del partido, reemerge como una apuesta individual, esto es, como un acto de afirmación cuyo valor, en el fondo, reside menos en los contenidos que se eligen que en el hecho de que se elige. Coherentemente con el agonismo que domina su filosofía, Sartre niega el Progreso. Si existiera el Progreso, no nos veríamos en la incumbencia de escoger, ya que el Progreso escogería por nosotros y entonces no quedaría espacio para el démarrage moral existencialista. Poco antes de concluir su conferencia, Sartre lanza un trino de resonancias nietzscheanas: suprimido Dios Padre, asegura, alguien tiene que ocuparse de inventar los valores. Ese alguien, claro, es el individuo, situado siempre al borde de un abismo que no cabe colmar sin arrebatarle la libertad. De qué modo los valores dimanantes de los diversos individuos acertarán a convivir en la esfera pública constituye un misterio insondable. Mucho más adelante, Sartre intentaría atar cabos en la Crítica de la razón dialéctica, aunque sin éxito ni, soit dit en passant, demasiadas ganas. El individualismo sartreano no es susceptible de transiciones, o, por acudir a la jerga de la época, abriga un carácter no dialéctico. En esto reside el principal contraste entre Sartre y Hegel. La lucha hegeliana entre amo y esclavo es una acción propedéutica para la vida en sociedad14. La sociabilidad sartreana, por el contrario, es una sociabilidad querellante, una sociabilidad incapaz de desbordarse hacia afuera. Un ejemplo: el-ser-para-otro, «l`être pour autrui», hace su aparición en L’être et le néant a través de una disquisición sobre la vergüenza. «Me avergüenza ser tal como aparezco a otro», escribe Sartre. Y escribe también: «La vergüenza es reconocimiento. Reconozco que soy como otro me ve». Esto anticipa un conflicto, sin sublimación consiguiente. Estamos ante la doctrina smithiana de la mano invisible, solo que vuelta del revés. Y con música de Wagner al fondo.

Sartre perseveraría en abrir caminos que lo comunicaran con el Partido Comunista, oscilando entre disidencias ocasionales y obediencias embarazosas a la línea dictada por Stalin. Nunca disfrutó de un instinto político firme. Tiraba más a literato que a filósofo, y dentro de la filosofía prefirió las panorámicas a la observación enojosa de la realidad. La economía, la sociología, la historia, nos atan a los hechos, y por lo mismo son marginales dentro de la cosmovisión sartreana. Sartre aguza la mirada, y entonces alcanza momentos de profundidad, cuando es escritor a secas y narra o cuenta sin la preocupación de confirmar una tesis. L’Âge de raison o La Nausée nos deparan pasajes de gran potencia. Pero se leen con tanto más gusto cuanto menos tentado se está de interpretarlos como el reflejo o la codificación de una filosofía.

Además de ideas, Sartre nos ha legado un gigantesco repertorio de gestos. Enfrentarse, tête-à-tête, con la contingencia o la nausée, invita a dibujar un perfil, como cuando se posa ante una cámara el día antes de la boda. La denostación de la burguesía, de larga prosapia francesa (un precedente claro es Flaubert, a quien Sartre consagró un libro notable), y el descuido de las alternativas, generó un clima, un paisaje de lugares comunes, al que no es ajeno el arte popular de los años cincuenta y sesenta. Je hais les dimanches, interpretada por Juliette Greco y Edith Piaf15, o Ces gens-là, una impresionante tonada de Jacques Brel, son piezas de inspiración sartreana, de intento o por contaminación atmosférica. En los dos casos se protesta contra la vida cotidiana, que nos envuelve como un sudario; se denuncia el espesor del mundo, de las frases hechas, de los hábitos. Y se intima una rebelión que, por indefinida, es también inefable. La inefabilidad, un rasgo constante del pensamiento místico, adquiere, al ser trasladada a un contexto arreligioso, cuando no antirreligioso, un tono sentimental. Ello propició un desenlace en parte paradójico y en parte cómico. Y es que el agonismo filosófico sartreano, concebido para héroes, terminó siendo asumido con rara perfección por las mismas clases medias que tres cuartos de siglo antes habían coqueteado con los antivalores bohemios16. Las alegrías del 68, en París y en Berkeley, se entienden mejor si se tiene esto en cuenta17. Por aquellas calendas, sentaba ya cátedra el estructuralismo y empezaba a despuntar el posestructuralismo, movimiento que en el área anglo se confunde y promiscua con el posmodernismo. El estructuralismo es proclive a leer los hechos sociales como un texto, práctica que viene de la fonología. A Jakobson se remonta la idea de descomponer los fonemas en haces de rasgos fonéticos distintivos con dos valores posibles, pongamos que «+» y «-». Lévi-Strauss, jefe de filas del estructuralismo, va más allá y aplica el método de las oposiciones binarias al análisis de toda la cultura, incluida la de carácter no verbal. La transición resulta un tanto outrée, por decirlo suavemente, y definitivamente aventurera en manos menos expertas que las de Lévi-Strauss. Reconvertida la realidad en una encriptación, se abre un horizonte nuevo a la crítica social y política. Las instituciones, la ley, los códigos morales, se prestan a ser descifrados y simultáneamente subvertidos por procedimientos epigráficos o epistémicos o como prefiramos llamarlos, y la revolución, un asunto que se fiaba antes a la dinamita y la causa de la justicia, cae bajo el negociado de una hermenéutica de vocación deconstructiva. El guirigay alcanza, con el posestructuralismo, proporciones fenomenales. A uno y otro lado del Atlántico, con especial protagonismo de los departamentos de inglés y literatura comparada en los Estados Unidos, la academia ingresa en una incontinencia logorreica, comparable solo a la que invadió a los Apóstoles cuando fueron visitados por la Tercera Persona en Pentecostés y se desató la glosolalia. Proliferan los neologismos, y el idioma se enrisca y enrosca dibujando arabescos y fantásticas figuras. Un método infalible para constatar que alguien está hablando en lenguas es hablarle también en lenguas. Si se muestra receptivo y contesta, puede decirse que el caso está cerrado. Scruton relata un episodio muy conocido: en 1996, el físico Alan Sokal envió a Social Text, una revista posmoderna puntera, un artículo que llevaba el siguiente título: «Transgredir los límites: hacia una hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica». Se trataba de un centón de dislates, aliñados con la jerga habitual en los medios a que solía dirigirse la revista. Los editores dieron por bueno el engendro. Scruton reseña el lance, pero no ha tenido ocasión de recoger un escándalo de datación mucho más reciente (abril de 2016). Anouk Barberousse, profesora de la Sorbona, y Philippe Huneman, director de investigación en el CNRS, han conseguido, bajo una identidad falsa, meter material de matute en una publicación digital inglesa consagrada a divulgar el pensamiento de Alain Badiou, una de las luminarias del momento. Otras veces los maestros en las artes mistéricas han logrado ponerse en evidencia sin el auxilio de terceros. En 1977, Badiou escribió que «Mao Zedong es el único gran filósofo de nuestro tiempo». Dos años después, expresaría su adhesión a los jemeres rojos.

El erratismo radical de cierta izquierda, deudora o no del posestructuralismo, se origina en corrientes que discurren por capas freáticas profundas: aquellas en que toman forma, a la vez, el lenguaje y los conceptos. En los buenos tiempos, el discurso comúnmente aceptado à coté gauche se centraba en la emancipación del proletariado y las contradicciones inherentes al sistema de producción capitalista. En realidad, hablar de lo uno suponía hablar de lo otro, puesto que, en el esquema marxista, existe el proletariado porque existe el sistema de producción capitalista, o, mirado el asunto por su reverso, cabe esperar una apoteosis proletaria justo en la medida en que se halla condenado a sucumbir el capitalismo. El materialismo histórico operaba, si ustedes quieren, a la manera de un conversor de señales analógicas a digitales: permitía leer los hechos morales como trasunto de hechos económicos, y dado que los segundos se inscribían en una pauta o estructura de carácter nomológico, también permitía atribuir al mundo de la moral cierto orden y sentido (no hay que llevar el símil demasiado lejos: pero creo que me entienden). Este elemento vertebrador se ha volatilizado por distintas causas, entre otras, la desalineación de los proletarios. Los últimos no han alcanzado las proporciones abrumadoras que los textos fundacionales preveían, o bien se han desbravado tras probar la medicina del Estado Benefactor. La consecuencia ha sido un debilitamiento de la Economía Política dentro del discurso revolucionario y la irrupción compensadora de contestaciones que objetivamente no convergen y que es necesario apretar en un haz usando como atadero una retórica acriminadora y vagamente paranoica18. El capitalismo, cómo no, ocupa aún una posición preeminente entre las manifestaciones del Mal. Sin embargo, representa solo una nota dentro de una partitura que comprende también los transgénicos, el patriarcado, la sexualidad dicotómica, el eurocentrismo cultural, las patrias, la explotación de los animales o, en el caso de España, la fiesta de los toros, atacada desde los nacionalismos periféricos y con furor doble por quienes son nacionalistas y de izquierdas a la vez. Perdido el contacto con lo que los marxistas denominaban «la base material», la agitación ha emigrado desde las fábricas y las organizaciones obreras a la universidad, la televisión y finalmente Internet, medios en que es inevitable que prospere un artículo esencialmente sospechoso desde el punto de vista del marxismo clásico: a saber, las ideas, entendidas como representaciones simbólicas no teñidas por el sudor y la sangre de quienes tienen empeñado su cuerpo en transformar la naturaleza en mercancía. Hemos ingresado en el espacio sin densidad en que se movían los soixante-huitards franceses o sus conmilitones estadounidenses, persuadidos, lo mismo que la paloma kantiana, de que volarán más rápido sin el tropiezo del aire en que apoyan las alas. Ni siquiera la Gran Recesión ha conseguido reconciliar a la izquierda radical con su antigua clientela. El populismo, la consecuencia política más desgraciada de la crisis, ha alimentado sobre todo los graneros electorales de la llamada «extrema derecha», un marcador no excesivamente funcional que lo mismo sirve para identificar a Trump que a Marine Le Pen. Dos puntos, sin embargo, resultan indiscutibles. Uno, que ni Trump ni Marine Le Pen se han fogueado en la literatura posmoderna. Dos, que una parte considerable de su electorado se sitúa en los deciles bajos de renta. Al menos en la Europa central y septentrional, la plebs está más cerca de la demagogia de derechas que de los movimientos reivindicativos de la izquierda.

No solo las circunstancias: también la filogenia ha contribuido a que el pensamiento revolucionario rebosara de su prístina matriz materialista. La posibilidad está latente en el propio Marx, dividido por los estudiosos en uno joven y otro viejo, quizá opuestos o acaso comunicados por caminos ocultos. El Marx convencional encuentra su expresión más compacta en el Prefacio a Una contribución a la crítica de la economía política. El texto es breve, y casi se puede aprender, y así fue aprendido de hecho, como un catecismo o resumen de las grandes y más elaboradas verdades que Marx desarrollaría en El capital. Todavía resuena la letanía que durante siglo y medio han estado recitando los guardianes de la ortodoxia marxiana: LAS-FUERZAS-DE-PRODUCCIÓN-DETERMINAN-LAS-RELACIONES-DE-PRODUCCIÓN, las cuales determinan el orden institucional y político y las ideas que sirven para justificar a uno y otro. En menos palabras aún: LA-INFRAESTRUCTURA-DETERMINA-LA-SUPERESTRUCTURA. El mensaje invita a una actitud casi quietista: las piezas de abajo tienen que colocarse en su sitio (ha de pauperizarse el proletariado, concentrarse la riqueza, disminuir la tasa de beneficio del capital, y así sucesivamente), antes de que se verifique la revolución. Sin embargo, unos quince años antes, había escrito el padre fundador: «Hasta ahora, los filósofos se han dedicado solo a interpretar el mundo de diversas maneras; de lo que ahora se trata es de cambiarlo» (undécima tesis sobre Feuerbach). La tensión entre los dos Marx es evidente. Para el autor de las Tesis sobre Feuerbach, la revolución se hace; para el abajo firmante de Zur Kritik der politischen Ökonomie, la revolución es algo que más bien sobreviene. ¿Cómo atar esa mosca por el rabo? ¿A qué dedicarse, a estudiar la evolución de la sociedad hacia una inevitable conflagración revolucionaria, o a preparar la conquista del Estado en nombre de la clase universal, esto es, el proletariado? Lenin resolvió la cuestión por la vía ejecutiva, como es bien sabido. Pero esto suscitaba cuestiones, no menores, de índole doctrinal. El marxismo es una soteriología con pujos de ciencia, o, si se prefiere, es una teoría de la salvación entre cuyas capacidades presuntas está la de predecir los efectos a partir de las causas. Desplazar el centro de gravedad hacia el puro activismo político, fiándolo todo a la pericia o buena estrella de conspiradores profesionales, suponía desmentir la idea que el movimiento quería tener sobre sí mismo. Lukács intentaría fundir los dos horizontes releyendo a Lenin en un registro hegeliano o seudohegeliano: el partido es el depositario de la conciencia del proletariado, destinada a materializarse como factor revolucionario no en cualquier momento, sino una vez maduras las premisas que convierten la revolución en inevitable. La última reemerge, por tanto, como algo que es la vez un ejercicio de la voluntad y un producto de la necesidad. Expresado lo mismo en términos más pragmatistas que leninistas: no hay diferencia entre decir que el hecho revolucionario confirma la verdad de la teoría y afirmar que la engendra.

El pragmatismo gravitó decisivamente sobre Gramsci, al que Scruton canta las cuarenta en el capítulo 7 de Fools, Frauds and Firebrands. Según el italiano («quel sardo gobbo», lo apodaba Mussolini), lo postulado por una voluntad individual se acredita como «racional» al ser aceptado por los más, esto es, después de haber logrado una instalación social firme. Queda atenuada, por consiguiente, la diferencia entre lo que es verdad y lo que históricamente prospera. El giro pragmatista se complementa con otras novedades de nota. Marx había identificado la «sociedad civil» con la esfera en que se desarrollan las relaciones económicas. En Gramsci, por el contrario, la sociedad civil comprende también las relaciones ideológico-culturales. La ideología pierde su condición subordinada o apendicular y pasa a constituirse en un factor específico dentro del sistema de vectores que propician y luego apuntalan una situación histórica nueva. De ahí la importancia que en su filosofía adquieren los intelectuales. Y de ahí el concepto gramsciano de «hegemonía», la cual adquiere la forma de un consenso difuso: tanto mayor será el dominio hegemónico en un sentido cultural cuanto más automáticas las certezas que inducen a consentir en un determinado orden social y político.

En opinión de Scruton, Gramsci hizo poco más que releer en clave marxista la hazaña de Mussolini, un outsider que se apoderó primero del Estado y, a continuación, de toda la sociedad italiana. Esto es injusto. En Gramsci, la hegemonía cultural precede a la política, y no al revés. En segundo lugar, difieren aparatosamente las anatomías morales de uno y otro hombre. Mussolini fue un barbián del Forlivese exento por entero de escrúpulos. Puestos a poner etiquetas, a Gramsci le cuadra más la de santo. La de santo laico, faltaba más. La literatura italiana nos ha legado tres documentos morales de primer orden, todos ellos elaborados en presidios. El primero en el tiempo, Le mie prigioni, de Silvio Pellico, nos envía a los orígenes del Risorgimento. El último se puede comprar en los Vips: hablo de Se questo è un uomo, de Primo Levi. En medio tenemos las Lettere dal carcere, que Gramsci escribió durante los diez años en que estuvo preso por mandato de Mussolini. Las estampas de sabor campesino que Gramsci compuso para sus hijos y sobrinos se cuentan entre lo más puro, más sencillo, más conmovedor, de las letras europeas del siglo XX. Pese a ello, es verdad que se comprende algo de Mussolini leyendo a Gramsci, y viceversa. No se trata de una influencia recíproca, imposible por muchas razones, sino de un fondo cultural común. Ambos habían aprendido mucho de Sorel y su teoría de los mitos revolucionarios, y ambos eran idealistas, o por lo menos merecen el calificativo de tales si se tiene en cuenta cuál era su punto de vista en comparación con el de sus rivales. El idealismo de Mussolini es tosco, brutal. En 1912, unos meses antes de ser nombrado director de Avanti! (el diario orgánico del Partido Socialista Italiano), enjaretó a sus lectores la lindeza siguiente: «Tenemos que creer en él [el mito socialista], la humanidad necesita un credo. Es la fe la que mueve las montañas, porque produce la ilusión de que las montañas se mueven». Cinco años después, escribiría Gramsci: «A la ley natural, al curso fatal de las cosas tal como nos las pintan los seudocientíficos» conviene oponer «la tenaz voluntad del hombre»19. Gramsci estaba polemizando, desde el interior del Partido Socialista, contra el positivismo científico de los socialdemócratas. Mussolini, ídem de ídem, y desde el interior del mismo partido. La adaptación del socialismo a la democracia liberal se verificó con el andar del tiempo y gracias a un proceso gradual de aclimatación. Los socialistas no se adhirieron a las reglas de juego tras dejarse persuadir de súbito por las virtudes del parlamentarismo o la utilidad del mercado. Fue más bien la cohabitación prolongada con estos lo que hizo demócratas a los revolucionarios. La idea de que la realidad social se rige por leyes que el agente político no puede alterar ad libitum, es decir, la admisión de que la eficacia de la política es limitada, puesto que la forma que uno quiere dar al mundo está en conflicto permanente con la forma que al mundo le da la gana de tener, provocó primero una dilación del asalto violento al poder y después una reorientación del socialismo hacia fórmulas reformistas. Este movimiento no cabía en la concepción política de Mussolini. Y, en el fondo, no encaja tampoco con el voluntarismo gramsciano.

Es contencioso, mejor, resulta imposible determinar qué pensaba exactamente Gramsci, quien nos ha legado no un libro sino un cúmulo de fragmentos dispersos. Los Quaderni del carcere son los pecios de un trágico naufragio carcelario, no una obra sistemática. En lucha con la arterioesclerosis que al cabo terminaría matándolo, sin apoyos bibliográficos suficientes, aislado de sus amigos y enemigos, Gramsci logró verter reflexiones importantes, pero no desarrollar una teoría con su planteamiento, nudo y desenlace. Temo que las preguntas con que se atarean sus intérpretes se queden sin una respuesta clara, del mismo modo que no está claro por qué hemos de aceptar tales y cuales textos testamentarios como canónicos y rechazar tales y cuales otros como apócrifos. Frente a los borrones o manchas del original, los exégetas han respondido como el paciente al que se hace pasar por un test de Rorschach: han leído sus propios pensamientos o, para ser exactos, han leído la porción de sus pensamientos que mayor aval encontraban en las palabras del autor que estaban estudiando. Sea como fuere, al Gramsci uno, o dos, o tres, ha terminado por sumarse otro Gramsci, a saber, el que ahora reivindica Podemos. Este no entra dentro del campo visual de Scruton, por motivos obvios: el movimiento estalló mientras estaba escribiendo el libro, y lo más probable es que el hecho le alcanzara solo como una noticia remota y de ubicación problemática o muy lateral. Tampoco incluye Scruton en su requisitoria a Ernesto Laclau o Chantal Mouffe. ¿Raro? De nuevo, no. Es improbable que nosotros, los españoles, estuviésemos hablando de uno u otra si Podemos no se hubiera convertido antes en una presencia decisiva dentro del escenario nacional. Pero las cosas han cambiado a lo largo de los últimos dos años, y este ensayo resultaría incompleto si en él no se reservara cierto espacio a examinar las doctrinas de dos posestructuralistas que alegan venir de Gramsci y que han echado las bases teóricas de una iniciativa política cuya pretensión es desbancar primero al PSOE y llegar después a la Moncloa.

En la página 164 de La razón populista, Ernesto Laclau propone el siguiente esquema:

La «Z» que campea en lo alto alude a un régimen opresivo, no importa cuál. «D1», «D2», «D3», «D4», etc., valen por «demandas democráticas». La primera por la izquierda en la hilera de abajo, y después en solitario un poco más arriba («D1» en el esquema), empezó siendo una demanda entre otras. Sin embargo, ha conseguido erigirse en símbolo del conjunto y opera como un ariete y una consigna contra el orden constituido. El segmento horizontal subraya que entre D1 y Z no existe avenencia posible («antagonismo»). En la medida, de añadidura, en que los insurgentes aspiran a ocupar toda la sociedad, intentarán que el poder y sus cómplices acaben desplazados a una especie de no-lugar o lugar sin nombre, según corresponde a lo que es monstruoso y no cabe en nuestras tipologías morales y políticas20. Esta voluntad monopolizadora, o mejor, totalizadora, se califica de «hegemónica». Evidentemente, hegemonía y antagonismo integran dos caras de una misma moneda: es natural que se aspire a serlo todo cuando el otro no merece ser nada, y viceversa. Habría sido quizá menos aparatoso tirar por lo derecho y hablar simplemente de «revolución», en el sentido que a la palabra confirieron los revolucionarios franceses o los bolcheviques. Pero Laclau es un barroco, y los líos le atraen como a las limaduras de hierro la piedra imán. Es oportuno notar que el esquema sirve lo mismo (lo admite de plano el autor) para describir una revolución comunista que una fascista. A continuación, añado algunas precisiones de índole terminológica y notacional.

¿Por qué los círculos que se hallan emparejados con D1, D2, etc., aparecen divididos en dos mitades? Supongamos que en la mitad de arriba se lee el signo «+», y en la de abajo el «−». El signo «−» daría a entender que D1, o D2, o Dx en general, es una demanda concreta y, a fuer de tal, distinta de las demás; el «+» indicaría, por el contrario, que Dx ha sido incorporada a sus compañeras como parte de una reivindicación general. Lo último supone representarse demandas distintas como «equivalentes», o establecer, en el idiolecto de Laclau, «cadenas equivalenciales» (de ahí los signos de igualdad). Las demandas no solo son numéricamente distintas, sino que no tienen por qué encontrarse lógicamente relacionadas. De hecho, es consustancial al movimiento revolucionario unir lo que hasta entonces estaba disperso mediante un «discurso» que no elude la retórica, la ligazón metafórica o la apelación a los sentimientos. Una de las palabras preferidas de Laclau es «catacresis». La catacresis es una figura del lenguaje consistente en dar a una cosa que carecía de denominación el nombre de otra. De resultas, el objeto recién bautizado se presenta a nuestros ojos bajo dos acepciones distintas: como siendo el que es, y como siendo lo que no es. Los desplazamientos catacréticos, aunque de naturaleza poética, admiten también una aplicación política. Imagine el lector que, en un país cualquiera, un grupo solicita que la carne vacuna se ponga a tiro de las economías domésticas más modestas y otro reclama que aumente el presupuesto de Defensa. Lo más derecho, si se quieren más tanques o más aviones, es subir los impuestos. Pero dos y dos suman cuatro, y no cinco: a más impuestos, menor la renta disponible del consumidor y, por tanto, menos asequible la carne a quien no llega sobrado a fin de mes. Un ministro de Hacienda echaría cuentas antes de ponerse en movimiento. No obstante, cabe superar el impasse por vía catacrética. Bastaría proclamar los derechos imprescriptibles de la nación y ponerse luego a exigir una cosa y su contraria: un ejército formidable y carne a granel en un país señalado por la Historia para adueñarse del mundo. ¿Que no salen los números? No sería cuestión de estropear, con cicaterías y monsergas aritméticas, una movilización a la que se han sumado ya los patriotas belicistas y los amantes de los entrecotes. Encendida la opinión, cursaría como un dogma de fe que los ricachos de fuera y de dentro son unos explotadores y que la situación intolerable solo se remediará derribando al gobierno felón y cómplice e instando la expansión proteínica y simultáneamente territorial del pueblo elegido. Se ha unido en una contestación unánime a colectivos que persiguen objetivos incompatibles. E, igualmente, se ha compactado en una sola causa (imaginaria) el complejo juego de fuerzas que presionan sobre los hechos en direcciones divergentes. La nueva estrategia política, aunque incoherente desde un punto de vista contable, resultará sin duda útil a los fines del agitador profesional. Esta historieta, inventada por mí, nos permite comprender la conexión estrechísima entre «operaciones hegemónicas», «cadenas equivalenciales» y la creación de un «otro» antagónico.

Existe otro term of art que le gusta mucho a Laclau, y ahí me paro: «significante vacío». Lo que este concepto de prosapia lacaniana viene a connotar es la convergencia virtual entre reivindicaciones que no se refieren a lo mismo ni significan lo mismo. Por eso la convergencia es eso: «virtual». Pero Laclau es un posestructuralista, y lo que es «virtual» puede que concluya siendo «real» tras las metaforizaciones pertinentes. Cito al propio Laclau en La razón populista: «Los requerimientos sine qua non de lo político son la constitución de fronteras hegemónicas dentro de lo social y la convocatoria de nuevos sujetos al cambio social, lo cual implica, como sabemos, la producción de significantes vacíos con el fin de unificar en cadenas equivalenciales una multiplicidad de demandas heterogéneas» (p. 195). En la página 215 añade: «Un conjunto de demandas equivalenciales articuladas por un significante vacío es lo que constituye un “pueblo”». «Pueblo», aquí, aparece como el producto de una acción, la de «articular», y presupone, por consiguiente, a un agente «articulador». ¿Quién es ese agente? En Hegemonía y estrategia socialista, escrito a la par por Laclau y Chantal Mouffe, se formula, justamente, esta pregunta («¿Quién es el sujeto articulante?», p. 178). Se nos contesta de inmediato que ya no coincide, como en Gramsci o Lenin, con una «clase social fundamental», entiéndase, el proletariado. Obtenemos información suplementaria en estas líneas de La razón populista (p. 214):

Sabemos que existe un abismo insalvable entre la particularidad de los grupos que integran una comunidad –a menudo en conflicto entre sí− y la comunidad como un todo, concebida como una totalidad universal. Ya sabemos también que tal abismo solo puede ser mediado hegemónicamente a través de una particularidad que, en algún punto, asume la representación de una totalidad que es inconmensurable con ella. Pero para que esto sea posible, la fuerza hegemónica debe presentar su propia particularidad como la encarnación de una universalidad vacía que la trasciende.

El párrafo laclauiano, que no es aislado, sino que reitera una idea recurrente en La razón populista, no deja demasiadas alternativas: es un grupo organizado el que sobredimensiona una demanda concreta y eleva esta a símbolo de lo que anhela el todo social. Es esa la secta o clique que, hablando sin pelos en la lengua, discurre cómo adueñarse de la cabina de mandos y pilotar el avión. La Newspeak posestructuralista nos escamotea este recado, borrando la diferencia entre el sujeto que actúa y su proyección en un entramado de signos que parecen llovidos del cielo. Pero no hay que confundirse. Sobre todo cuando las cosas, en el fondo, están más claras que el agua.

Aterrizamos, en definitiva, en una concepción de lo político perfectamente contraria a la democracia entendida como un régimen en el que, aparte de celebrarse elecciones, las atribuciones del Gobierno son limitadas, rige la división de poderes y existe pluralismo porque existe también una Constitución, esto es, un marco común en cuyo interior conviven interpretaciones diversas de los intereses generales. Es el marco, precisamente, lo que concilia a los discrepantes, no el contenido de sus respectivas políticas. Si un grupo, además de postularse metonímicamente como la parte en que se compendia el todo, no acepta lo que se conoce en una democracia liberal como «reglas de juego», reconocimiento que coloca a la ley por encima de la promoción sin condiciones de este programa o del otro, ya no tendremos democracia sino dictadura, en la acepción comunista o fascista o cesarista del término. Cómo, desde los presupuestos laclauianos, resultaría dable evitar una dictadura integra un punto sobre el que no se arroja luz en ningún momento.

Sin embargo, y contra todo pronóstico, Chantal Mouffe sostiene que su pensamiento se orienta hacia una radicalización del «pluralismo democrático». La expresión suena confortablemente familiar, y se tiene la impresión de que Mouffe se está apuntando a la ortodoxia todavía vigente en los diarios o las interpelaciones parlamentarias o los discursos oficiales. Pero no, no van por ahí los tiros. Mouffe se explica con especial brevedad, y por lo tanto, con especial contundencia, en un artículo de 1999, «Carl Schmitt and the Paradox of Liberal Democracy» (incluido en The Challange of Carl Schmitt, un libro compilado por la propia autora y publicado por Verso). Lo que en esencia hace la compañera de Laclau es correr hacia el interior de la sociedad la línea que separa a los malos («ellos») de los buenos («nosotros»). Son los partidos los que, en su modelo, mutuamente contienden y se demonizan con todo el arsenal bélico a su disposición (la retórica, las emociones, etc.). Por eso, porque son muchos, la democracia es «pluralista». ¿Cómo distinguir ese «pluralismo democrático» de una guerra civil crónica, en la que el intento hegemónico se ve contrarrestado por una reacción antihegemónica, y así sucesivamente? No se desciende a pormenores. ¿Cómo eludir la violencia, habida cuenta de que, según Mouffe, «la idea de que podría llegarse a un acuerdo racional en la política es potencialmente totalitaria?» (véase Construir pueblo, en que ella y Errejón departen ampliamente sobre teoría política y el significado de Podemos). Nuevo misterio. En realidad, Laclau & Mouffe se sienten mucho más cómodos hablando sobre los movimientos necesarios para la toma del poder («operaciones hegemónicas») que sobre la «hegemonía» en sí. Qué garantiza que la libertad vaya a sobrevivir tras el triunfo del nuevo hegemón no figura, y soy consciente de estar empleando un understatement, entre sus preocupaciones principales. Lo delata a gritos La razón populista: el libro integra, a la postre, una guía espiritual para uso de políticos empeñados en ocupar el Estado por procedimientos que no reconoceríamos como democráticos. Y con arreglo a técnicas, lo repito, que lo mismo valen para la extrema izquierda que para la extrema derecha21.

La letra pequeña de Laclau & Mouffe no es, no obstante, lo que más debiera interesar en un artículo dedicado al conservadurismo y sus enemigos, ya provengan de una punta del espectro político, ya de la opuesta. Lo importante de verdad es el idealismo ínsito a la nueva visión. La tendencia posestructuralista a negar la diferencia entre la cosa y el signo pugna con la intuición conservadora de que la realidad nos obliga, no solo como realidad presente sino como realidad pasada y, asimismo (punto en el que Scruton insiste mucho), como realidad futura. El que entiende, en efecto, que se debe lealtad a los muertos, y que el vínculo con las generaciones pretéritas propone una continuidad y un tránsito simétrico hacia las generaciones venideras, no querrá, no podrá percibir el mundo como una versión más dentro del caleidoscopio de versátiles formas en que fragua la conciencia. Que es lo que pasa con Laclau & Mouffe. Para ellos, la realidad «objetiva» es provisional o no existe; el «sentido común», el «bien común», son «construcciones discursivas», y el agente político una suerte de Pigmalión entre cuyas manos el mármol se convierte en carne instantánea por obra y gracia de la voluntad. En el límite, la acción política se confunde con la creatio ex nihilo. En palabras de Laclau (La razón populista, p. 283): «el Aktus der Freiheit, el «acto de libertad», el acto ético genuino, siempre es subversivo; nunca es simplemente el resultado de una “mejora” o una “reforma”»22.

Esto podría haberlo dicho Nietzsche. Pero también podría haberlo dicho Mussolini, conforme al cual, como ya sabemos, «la ilusión es la única realidad de la vida». Y es que, «superado» el marxismo y la noción de que existe una lógica de la Historia que los hombres pueden usar en su favor, pero no inventar, nos encontramos con que Laclau & Mouffe han recuperado actitudes que recuerdan mucho, muchísimo, a las que florecieron en Europa entre principios del XX y la Gran Guerra. Más claro: los resabios marxistas de nuestros dos posestructuralistas no son obstáculo para que sus teorías acusen rasgos marcadamente filofascistas o, ciñendo más los términos, muy próximos al momento prefascista. Lo último, en cierto modo, no debería sorprendernos demasiado, porque la pared que separa a Lenin de Mussolini es porosa, así como lo es la que media entre este y Sorel. Lo que imprime en todas estas figuras una vis totalitaria, es el elemento voluntarista. Nada habría podido convertir a Georges Sorel en un socialdemócrata del corte de Richard Bernstein; sin embargo, no constituye una contradicción que el autor de Reflexiones sobre la violencia se inscribiera en la Action Française de Maurras antes de saludar con entusiasmo el asalto al Palacio de Invierno. Como Mussolini más tarde, Sorel perseguía grandes causas movilizadoras que imprimiesen una súbita y prodigiosa virazón a la sociedad de su época; ambos confiaron más en la acción directa y sus efectos taumatúrgicos que en cambiar el mundo poco a poco y por sus pasos contados.

La recepción laclauiana de Gramsci es ambigua o híbrida. De un lado, la importancia que Laclau atribuye a la desestabilización del sistema por vía de las ideas es de prosapia gramsciana. Del otro, la renuncia a una «verdad» que esté por encima de la lucha por el poder se halla más en consonancia con el ambiente intelectual en que se crió y echó sus primeras plumas el futuro Duce. El asunto es más complejo, por supuesto. Como ya he dicho, el propio Gramsci ostenta rasgos idealistas y voluntaristas, como cumple a un lector diligente y simultáneo de Lenin y Croce. Sea como fuere, las líneas de fuerza que comunican a los mentores de Podemos con las ideas y sentimientos que terminarían desembocando en la liquidación del Estado liberal italiano son numerosas e inequívocas. En Construir pueblo, Chantal Mouffe elogia la apertura de miras de Gramsci, quien se interesó mucho por William James. La observación es interesante. Gramsci, sí, se interesó por William James. Pero el representante oficial de este en Italia fue Giovanni Papini, al punto de que James dedicó a su discípulo italiano un artículo extraordinariamente deferente23. La interpretación papiniana del pragmatismo es extravagante: en «Dall’uomo a Dio» (1905), Papini se entrega a especulaciones sobre la telequinesis y la transmisión del pensamiento a distancia. Peccata minuta: hay que leer a Papini en clave futurista, porque de lo que en definitiva se trata es de negar que existan obstáculos a la capacidad del hombre para metamorfosear el mundo a su antojo. Estas bobadas fueron en parte inocentes, y en parte no: la impugnación de una realidad «objetiva», esto es, refractaria a las pulsiones de la voluntad, se extendió también a la ley o a cualquier técnica de gobierno sujeta a límites y garantías. Con Papini y sus amigos se ingresó en un auténtico frenesí de «actos de libertad», rematados finalmente por la marcha sobre Roma. La crisis del Estado liberal se estaba delineando en clave lúdica, un poco como, cien años después, puede que la crisis de la democracia se esté delineando en libros de filosofía política cuyo sentido se comprueba a trasmano, esto es, tras ser asumidos por quienes son capaces de ganar unas elecciones.

Viajando hacia delante, se constatan nuevas, inquietantes conexiones. Es conocido el interés de Laclau y Mouffe por Carl Schmitt. El decisionismo schmittiano, y la idea de que la esencia de lo político pasa por una división entre amigos y enemigos, ha inspirado sin duda a ambos autores. No es menos evidente que estos se han sentido impresionados por el populismo de extrema derecha. En Construir pueblo, Mouffe y Errejón concuerdan en que Marine Le Pen se las ha arreglado mejor que la izquierda para articular el descontento popular en una ofensiva contra el statu quo. Inmediatamente después, leemos lo siguiente (p. 61; habla Mouffe): «Ellos [por la extrema derecha] son los gramscianos realmente». Por supuesto, resultaría anacrónico, y además tonto, afirmar que Laclau & Mouffe son fascistas o protofascistas. El fascismo y el protofascismo fueron un movimiento y un hecho antes que un sistema perfilado de ideas, y no se pueden separar del sitio y el momento que los alumbró. Laclau & Mouffe están en otro sitio y otro momento. Pero sí cabe hacer dos afirmaciones no demasiado arriesgadas. La primera, que no es inútil hacerse cargo de lo que escribían los protofascistas para comprender La razón populista o Hegemonía y estrategia socialista. La segunda es que una parte de la izquierda se siente tentada por cantos de sirena. O, si prefieren, una parte de la izquierda está transformándose en posizquierda, una categoría para la que ha dejado de ser útil el repertorio de nociones y lugares comunes sobre los que aún tendemos a reposar en nuestra comprensión de la política.

En un artículo más completo no habría omitido hablarles sobre los populismos de extrema derecha, variopintos, rampantes y, por lo general, desagradables. Pero me he extendido ya más de la cuenta y no puedo ni debo abusar de su paciencia. Así que echo el cierre. Es obvio que no he intentado darles una definición estricta de lo que es el conservadurismo. En realidad, no es posible darla. Cuanto más se apura el análisis del hecho conservador, mayores diferencias se aprecian entre sus distintos avatares. En muchos aspectos, Burke, Chateaubriand y Menéndez Pelayo resultan tan incomparables como las tradiciones nacionales de que extraen la inspiración y el estilo. No admiten un diagnóstico único, ni una explicación que quepa endosarles por junto sin exponerse a la objeción de que se ha metido la tijera para dar hechura común a lo que naturalmente no la tiene. Sentado esto, el lector puede preguntarse todavía si yo usufructúo una intuición sobre el conservadurismo que no se puede enunciar con las cautelas que el rigor expositivo recomienda, pero que a lo mejor significa algo, o quiere decir algo. La respuesta es que sí. Es más, la intuición no cobró cuerpo, en mi caso, de forma gradual y bajo la presión o estímulo de pesquisas sucesivas, sino que surgió de golpe, cuando el azar quiso que releyera de corrida el libro célebre del marqués de Condorcet sobre el progreso indefinido de la humanidad y a continuación otro que de hecho es su consecuencia y efecto, o, bien mirado, contraefecto: Ensayo sobre el principio de la población, de Malthus. Condorcet no tiene nada que ver con la fauna variopinta sobre la que Scruton dispara en Fools, Frauds and Firebrands. Fue un progresista con fugas y repulgos visionarios, un racionalista afín a los philosophes, aunque un poco, o un mucho, pasado de rosca, como cumple a la época turbulenta y excepcional en que desarrolló su acción política. El caso es que, en el capítulo final del Esquisse, formula la esperanza o, para ser más exactos, expresa la certeza, de que el hombre será cada vez mejor: mejor dentro de dos siglos que de uno, y de tres que de dos, y así en adelante. El marqués, cuyo arresto ha sido decretado por la Convención tras la caída de los girondinos, apaña el Esquisse desde su escondrijo en la pequeña rue des Fossoyeurs, a toda prisa y sintiendo el aliento de la muerte en el cogote. En cierto momento afirma que tal vez, corriendo los años, los conocimientos adquiridos por la ciencia depararán al hombre la posibilidad de criar individuos sanos y virtualmente inmortales. De modo palmario y a la vez impresionante, el autor desplaza su afán religioso de trascendencia a un plano tecnificado y simultáneamente poetizado. En efecto, elude llamar al mundo venidero y perfectísimo «Paraíso». Como es un comecuras, un anticlerical, en lugar de «Paraíso» escribe «Elíseo», velando con una donosura virgiliana una idea de naturaleza escatológica y raíz cristiana. Hasta aquí la parte preliminar de mi sensación.

La segunda parte vino de la respuesta de Malthus a Condorcet. Malthus formula su refutación empleando un argumento científico. Es del todo inhacedero, asevera, imposible se mire por donde se mire, empujar una especie más allá de ciertos límites. Es verdad que los mejoradores ingleses han producido, después de muchos cruces, especies de cordero que dan buena lana y especies de cordero que dan buena carne. Han conseguido incluso que los corderos de la variedad Leicester hayan terminado por desarrollar cabezas muy pequeñas y extremidades muy cortas. Pero nadie, nunca, obtendrá corderos Leicester de cabeza diminuta y patas no más largas que las de una hormiga. Como es sabido, Malthus, pastor de la iglesia anglicana, era un pesimista. Tanto, que cultivaba una suerte de providencialismo negativo: Dios ha decretado que las enfermedades, las hambrunas y el vicio, un vicio que comunica sus pestilencias a través de los mismos órganos por donde se contrae el Pecado Original, quiero decir, los genitales, demedien a los hombres cada vez que estos adoptan el mal acuerdo de multiplicarse en exceso. Es evidente que el argumento malthusiano contra la posibilidad de mejorar al hombre representa, aunque se enuncie en términos veterinarios, una aplicación de su doctrina teológica más general. Y es evidente también que Malthus pudo equivocarse en su teoría sobre la población, pero que no lo hizo al asegurar que los corderos de la variedad Leicester no son contráctiles ad infinitum, o que Condorcet deliraba.

Mi sensación, no obstante, no fue exactamente esa, entiéndase, la autorizada por los textos. Percibí más bien que Malthus se había rebelado contra una idea que consideraba horrenda por razones que se pueden comprender olvidando su filiación confesional. Era horrenda en sí la anticipación de una oveja cuya cabeza cupiera en el cuenco de la mano o cuyas patas fueran menos largas que nuestro dedo meñique; y era horrendo imaginar siquiera a un individuo tan longevo que estuviera a su alcance casarse cien veces, y generar más hijos de los que cabe retener en la memoria sin ir anotando sus nombres, por fecha o según otro criterio cualquiera, en un libro de contabilidad. Hijos innumerables y anónimos y que, por trascordados, terminasen volviendo hasta nosotros bajo la apariencia y las funciones del que no es hijo sino amante o cónyuge. O enemigo mortal. O empleado genérico de la Seguridad Social, tal día en que acudimos a una oficina para evacuar tal o cual asunto. Pero creo que no he expresado bien mi sensación. El quid no está en que ese individuo inauditamente longevo pudiera ser horrendo, sino, más bien, en que constituiría, desde nuestro punto de vista, un no-individuo, un monstruo. Perfeccionarse hasta rematar en un no-individuo no parece la mejor idea que pueda ocurrírsele a un tipo en sus cabales, salvo que éste no sea, a fin de cuentas, un tipo en sus cabales sino un cíborg camino de completar su conversión definitiva en un robot racional. De modo que falla algo nuclear, algo profundo, en la filosofía del progreso de Condorcet. El panorama se complica cuando, dejando atrás la utopía/distopía condorcetiana, u otras que se le asemejan, trabamos contacto con muchas de las mejores causas que cultiva la opinión contemporánea. La divisoria izquierda/derecha pierde ahora importancia, ya que el contencioso viene de más abajo, de los fundamentos mismos de la civilización occidental, la cual, y no erró Tocqueville en su diagnóstico, ha rematado en una combinación en la que los ingredientes cristianos y democráticos se funden formando un continuum. La justicia universal, la igualdad entre los hombres o, recuperando un viejo leitmotiv, los derechos humanos, nos proporcionan tres buenos ejemplos, si es que en realidad son tres y no solo uno expresado de tres formas distintas. Nada que objetar, máxime después de un siglo XX preñado de atrocidades. Ahora bien, una cosa es predicar, y otra dar trigo. En particular, nadie acertará a desarrollar hasta sus últimas consecuencias lo que en esos principios está presupuesto sin someter sus instintos y reflejos espontáneos a una depuración feroz. El cristianismo atenuó el conflicto separando el mundo de tejas abajo, sucio y radicalmente caído, del más perfecto en que ingresarían los justos llegado el momento del Juicio Final. Ello no impidió la superposición ocasional de los dos reinos, con la consiguiente aparición de milenarismos salvajes y bien inventariados por los estudiosos. Y es que la incrustación feliz del orden divino en el humano requiere una reacomodación de nuestras categorías vitales que solo se halla al alcance de los santos. Y, si bien se mira, ni siquiera de estos, puesto que, para prosperar como santo, es necesario hallarse adscrito a una sociedad compuesta de individuos esencialmente mundanos: de mercaderes cuya codicia genera riqueza, de agentes del orden ocasionalmente brutales, de hombres y mujeres que también son padres y madres y cuya afición selectiva a los hijos que han engendrado, aunque arbitraria desde un punto de vista moral, contribuye a que la sociedad se reproduzca y prospere. El gran acierto, o como mínimo, el efecto terapéutico de la Economía Política escocesa consiste, precisamente, en representarnos formas de vida social en las que el lado egoísta del hombre pierde sus connotaciones negativas o criminales y se convierte en un elemento útil para la construcción de una existencia colectiva viable. La alternativa opuesta, dentro de la misma latitud histórica, fue Rousseau. Y Rousseau produjo a Marat y Robespierre, y los últimos produjeron lo que ya sabemos.

Pero no quiero irme por los cerros de Úbeda, concluye diciendo. La réplica conservadora al pensamiento hoy dominante, en el fondo no importa si socialista o liberal, y de raigambre siempre cristiana, reviste una índole que es moral y estética a la vez, o lo uno a fuer de lo otro. No es tarde para recordar que Scruton, repitiendo la trayectoria de su maestro Burke, ha escrito tanto de estética como de política. Bref: el argumento es que solo se puede abundar en especies inobjetables, sublimes, el tipo de especies que nos conceden una ventaja automática sobre nuestro interlocutor, empleando la langue de bois en que se esmeran los predicadores, tonsurados o no. ¿Qué tiene de malo la langue de bois? Que es insincera, no porque persiga la mentira, sino porque solo es capaz de evacuar sus enunciaciones al precio de dividir lo que se dice de lo que se siente. Quizá se entienda mejor esto último reformulando la tesis organicista en clave sicológica. El quid está en que la experiencia de verdad, la que actúa sobre todos los registros de nuestra inteligencia y no solo sobre las ideas abstractas, remite a entornos ricos en contenido y de radio limitado. A territorios con gente, desde luego, aunque no con toda la gente. Y, sobre todo, no con gente sin más, sino con gente identificable por el idioma o las costumbres, o, dicho de otro modo, con gente afín, a la que se pueda amar u odiar sabiendo qué se ama o qué se odia. Superar esta riqueza, que simultáneamente es una limitación, implica elevarse a un plano en que los objetos morales ganan en extensión, pero al tiempo se sutilizan y como adelgazan. De ahí la enemiga de los conservadores al cosmopolitismo, al filantropismo difuso, a los gestos de generosidad carentes de precisión. De ahí su antimodernismo, que no viene de fuera sino de dentro, es decir, de las carencias que acusa la modernidad en expansión. Sentado esto, reitero lo que ya afirmé al comienzo de este artículo: los conservadores no tienen un plan B o, cuando lo tienen, es casi mejor que no lo hubieran tenido. Caso de que no se equivoquen, la historia les dará la razón, no otorgándoles el poder, sino confirmando un naufragio a cuya vuelta no sabemos lo que nos espera.


Les aconsejo que no renuncien a la lectura de las notas a pie de página del texto original (en el enlace del comienzo) porque merecen la pena.




Álvaro Delgado-Gal



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3409
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)