sábado, 25 de febrero de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] El Roque Nublo: 42 años después. [Publicada el 04/07/2009]










Al atardecer del día 29 de marzo de 1967, a bordo del Caravelle de Iberia que me traía de Madrid a la isla de Gran Canaria, vi por vez primera el Roque Nublo recortándose en el horizonte, con la majestuosa silueta del Teide al fondo. Una imagen muy parecida a la que figura como portada de mi Blog.
El Roque Nublo es el monumento natural más emblemático de Gran Canaria. Uno de los mayores roques basálticos del mundo. Situado prácticamente en el centro geográfico de la isla, en una zona muy abrupta de origen volcánico, alcanza una altura de 80 metros desde su base y de 1813 metros sobre el nivel del mar. Fue lugar mágico, de culto, de los aborígenes prehispánicos junto a su vecino el Roque Bentayga, y hoy ocupa sin duda alguna el epicentro de los sentimientos más profundos de todos los grancanarios.
42 años, 3 meses y 5 días después de esa fecha he cumplido mi sueño de subir hasta él. No se porqué no lo había hecho antes; quizá porque estaba ahí desde hace unos cuantos millones de años y tenía la seguridad de que no iba a cambiar de ubicación, que siempre iba a estar esperándome. Ha sido una visita bastante impremeditada la que le he hecho, acompañado por mi mujer y el más joven de mis yernos, pues sólo habíamos salido con la intención de dar un paseo en coche por las cumbres de la isla y subir hasta su punto más alto, el Pico de las Nieves, a 1949 metros de altitud. Pero así ocurren las cosas. El día estaba espléndido y casi de repente, cuando bajábamos hacia la costa buscando un restaurante donde comer nos encontramos a los pies del sendero forestal que lleva hasta el Nublo. Y no pudimos ni supimos resistir la tentación... De lo impremeditado de la subida es prueba de que ni tan siquiera se nos ocurrió llevar una máquina de fotos, los tres íbamos con sandalias y chanclas y ni una mísera gorra que echarnos a la cabeza, pero ha merecido la pena...
No se crean lo que dicen los folletos de que es una subida de "extrema facilidad", que se hace en 15 ó 20 minutos. ¡Y un huevo! De fácil nada, y échenle de 35 a 45 minutos de subida empinada, y nada recomendable para los que sufran de vértigo, aunque tampoco hace falta ser senderista profesional para intentarlo. Suban con cuidado y disfruten del paseo. Nosotros lo hemos hecho. Lo más probable es que lo haga otra vez, ahora sí, con alevosía y premeditación, con mis nietos, mis hijas y mis yernos. Sean felices. Tamaragua, amigos. HArendt













viernes, 24 de febrero de 2023

De lo más parecido al fascismo sin serlo

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo Pau Luque, va de lo más parecido al fascismo sin serlo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
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La enfermedad que se reivindica a sí misma como una cura
PAU LUQUE SÁNCHEZ
20 FEB 2023 - El País
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“El psicoanálisis es la enfermedad que se reivindica a sí misma como una cura”. Este conocido aforismo de Karl Kraus es injusto y genial. Se especula con que fue concebido como un ajuste de cuentas con un psicoanalista que, junto al propio Kraus y una actriz, habrían formado un triángulo amoroso en la Viena fin-de-siècle. Así que lo que explicaría el ingenio en este caso, así como en otros muchos a lo largo de la historia de las ideas occidentales, serían las pasiones heterosexuales más primitivas y rancias: competir con otro hombre por una mujer. Qué hueva. La invectiva de Kraus, más allá de qué la motivara, solo contiene un error: donde dice “psicoanálisis” debería decir “fascismo”.
En un icónico mitin de hace unos tres años, la nueva primer ministro de Italia, Giorgia Meloni, impartió una clase maestra de esa enfermedad que se reivindica a sí misma como una cura. Meloni dijo: “Cuando ya no tengamos una identidad, ya no tendremos raíces, estaremos privados de conciencia, seremos incapaces de defender nuestros derechos”. Y tras el pronóstico apocalíptico, el remedio: “Defenderemos nuestra identidad. ¡Yo soy Giorgia, soy una mujer, soy una madre, soy italiana, soy cristiana! ¡No me la quitaréis!”. La sintaxis y la entonación de aquel discurso fueron tan perfectas que a uno de esos DJ que saben hacer su trabajo se le ocurrió remixear aquel mitin para convertirlo en un famoso contrahimno de discoteca.
¿Pero es realmente fascista Meloni? Emilio Gentile, historiador del fascismo italiano, afirmaba en una entrevista en este mismo periódico que comparar a Meloni con el fascismo de la Marcha sobre Roma de 1922 no valía nada. Esta afirmación dota de autoridad académica a una opinión, extendida en círculos liberales y conservadores, que va más allá de Italia: decir que los Trump, los Orbán, los Bolsonaro o las Meloni son fascistas es una exageración izquierdista. Son iliberales, identitarios y, en algunos casos, reaccionarios. Nada más que eso.
Sin embargo, los últimos acontecimientos en Brasil, con el asalto en la plaza de los Tres Poderes, y los de hace dos años en Washington, con el asalto al Capitolio, desacreditan, al menos en parte, esa opinión. Es cierto que esos países no se han convertido en regímenes fascistas. Pero la razón por la que esto no ha ocurrido, creo, no es porque esos líderes políticos sean solo iliberales o identitarios. Yo me inclino por pensar que la razón por la que esos países no se han convertido en regímenes fascistas o parafascistas es, sobre todo, porque sus instituciones, con distintos grados de apuro, han aguantado las embestidas de esos iliberales aspirantes a algo más que iliberales. Las instituciones políticas de Estados Unidos resistieron, mal que bien, el asalto al Capitolio. Y las instituciones de Brasil también aguantaron la invasión de los principales órganos de poder legítimo brasileños en enero de 2023. Otro tanto, aunque menos dramático, puede decirse de Orbán en Hungría: el contrapoder que ejerce la Unión Europea evita que Orbán caiga en la tentación de cruzar el Rubicón y pase de adoptar políticas reaccionarias a políticas fascistas.
La enfermedad que se ve a sí misma como una cura claudica no cuando desaparecen los fascistas, pues siempre habrá personas seducidas por el fascismo (al fin y al cabo, es irresistible pensar que existe la solución); más bien el fascismo claudica, y muta en algo solo un poco menos alarmante, cuando choca y sucumbe contra el monopolio de la violencia que posee la autoridad democrática legítima.
¿Qué ocurrirá con Meloni? La historia no enseña nada, pero esta no es ninguna razón para no aprender de ella. Los intentos de asalto a los poderes legítimos en Brasil y Estados Unidos sugieren dos cosas. Por un lado, el fascismo sigue reivindicándose como la cura para las enfermedades del país. Ante el supuesto fraude electoral, máxima expresión patológica de una democracia, revertimos, por la vía de los hechos consumados, el resultado de ese fraude. Pero ya sabemos que cuando se proponen curas para patologías sociales inexistentes son esas mismas curas las que terminan por convertirse en patologías sociales.
Y, por otro lado, ninguna enfermedad es más grave, en la mente de los Trump o los Bolsonaro, que aquella que los saca del poder legítimo. No es coincidencia que los ataques más típicamente decimonónicos a las instituciones democráticas hayan tenido lugar cuando Trump o Bolsonaro han perdido el poder. Los parafascistas del siglo XXI acceden de forma legítima a las instituciones o, lo que es lo mismo, aceptan la parte más puramente procedimental de la democracia… salvo cuando ya han apartado sus labios de las mieles del poder legítimo, momento en el que pasan a repudiar (también) la parte más procedimental de la democracia. Si una característica común —aunque no necesaria— entre los fascistas del siglo XX era la manera en que accedían al poder, esto es, mediante un golpe de Estado, lo que parece caracterizar a los parafascistas del siglo XXI es cómo dejan el poder: con un golpe de Estado.
Es pronto para saber cómo desarrollará su obra de gobierno Meloni. De momento, como todos sus coetáneos ideológicos, ha jurado la Constitución. O sea, ha cumplido con los requisitos procedimentales de la democracia italiana, circunstancia que, como hemos visto, tal vez garantiza el respeto a la Constitución cuando están en el poder pero chilossà cuando toque traspasar los poderes. Es posiblemente un defecto inevitable del énfasis que ponen las democracias liberales en las formas, pero resulta inquietante que, cumpliendo una mera formalidad como lo es el ritual del juramento, sea imposible saber si se está aceptando la Constitución de manera genuina o solo a efectos oportunistas. Esto carece de importancia cuando quienes juran la Constitución como una mera formalidad son fuerzas políticas marginales. Pero cuando es de la máxima autoridad del poder Ejecutivo de quien sospechamos que lo hace por meras razones procedimentales, el escalofrío, viendo los tiempos recientes, está justificado.
Yo confieso que al ver a Meloni jurar la Constitución hace unos meses me acordé de algo que me ocurrió en mi adolescencia. Una noche, una pareja de policías me paró y, tras cachearme, descubrieron una piedra de hachís en mi bolsillo. Me la mostraron, pidiéndome explicaciones, y yo, acorralado, solo supe responder: “Hace años que no fumo. Solo la llevo encima por si alguna vez me acuerdo de mis viejos hábitos”. La reacción de los policías ante mi respuesta fue tan escéptica como lo fue la mía, más de 20 años después, cuando vi a Meloni aceptar el mandato constitucional hace un par de meses.
En todo caso, los italianos están curados de espantos. Una vez, cuando yo vivía y estudiaba en Italia, un amigo genovés me dijo que Italia era el único país del mundo que tras tocar fondo seguía cayendo. Esto me lo dijo en los años dorados del berlusconismo. Entonces me pareció una metáfora algo incomprensible y, por lo que yo era capaz de intuir, falsa. Ahora sigo pensando que es igualmente incomprensible. Pero ya no me parece falsa.





















[ARCHIVO DEL BLOG] Los españoles y la democracia. [Publicada el 14/04/2011]











14 de abril: 80 aniversario de la proclamación de la república. Una buena fecha para recapacitar sobre aquella esperanza truncada que no fructificó por culpa de casi todos sus contemporáneos; de unos más que de otros, por supuesto, pero en la que todos colaboraron para que fracasara. Y sobre la democracia, por fin asentada, con todos los defectos inherentes a cualquier institución humana. Y sobre los críticos a la democracia, de los que habla con sabiduría y acierto Robert A. Dahl en su libro "La democracia y sus críticos" (Paidós, Barcelona, 1993), un análisis espléndido de sus límites y posibilidades. Quizá es que le pedimos demasiado (a la democracia) olvidándonos, como dijo Sir Winston Churchill, de que es el peor sistema de gobierno posible, si excluimos todos los demás...
Desde luego no tienen mal juicio de ella la mayoría de los españoles si nos atenemos a los resultados de la encuesta realizada por Metroscopia y publicada por El País el pasado 27 de marzo. Que con la que está cayendo la mayoría de los ciudadanos, un 88 por ciento muestren su adhesión a la democracia, es prueba palpable de su madurez política y también de una verdad casi universal: las democracias asentadas tienen recursos suficientes para superar cualquier crisis económica sin convertirla en una crisis social ni política. Una mala noticia para los catastrofistas y agoreros de izquierda, derecha y mediopensionistas, pero que le vamos a hacer, esa es la verdad que se desprende de la misma...
Sorprenden algunos datos de la encuesta: por ejemplo, que la mayoría de los españoles son mucho más tolerantes y respetuosos con las opiniones ajenas que su clase política; que nadie tiene derecho a considerarse en posesión de la verdad; que la democracia es buena como sistema de gobierno (a pesar de los políticos y la crisis económica); y que la corona y el ejército son las instituciones mejor valoradas por los ciudadanos (algo que el izquierdismo de salón no entiende ni aunque le asen a fuego lento).
Menos sorprendente resulta la valoración absolutamente negativa de los dirigentes políticos, tanto del gobierno como de la oposición, y sobre todo de las organizaciones partidistas que los sustentan (un 89 por ciento) a pesar de reconocer que los partidos son necesarios para el buen funcionamiento de la democracia.
Y un dato más que curioso y relevante, un 80 por ciento reconoce sentirse orgulloso de la forma en que se llevó a cabo la transición a la democracia y de los políticos que la llevaron a cabo y del espíritu de consenso que la presidió. ¡Ah!, y de la necesidad de llevar a término una "segunda transición" con el mismo espíritu de tolerancia, respeto y búsqueda de consenso de la primera que incluya una revisión de la Constitución que consideran absolutamente necesaria (posibilidad de revisión que provoca sarpullidos en la cavernícola derecha que aspira a gobernarnos). Como ven, nada más alejado de las preocupaciones, ocupaciones y objetivos a corto plazo de nuestra clase política. Y luego se quejan... ¡Los pobres, es que son unos incomprendidos!... Sean felices a pesar de todo, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt 









jueves, 23 de febrero de 2023

Del progreso y la civilización humana

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor y académico Mario Vargas Llosa, va del progreso y la civilización humana. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
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El oso
MARIO VARGAS LLOSA
19 FEB 2023 - El País
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Finalizadas las fiestas de París, ya en Madrid, me encerré en mi casa para leer una vez más El oso de William Faulkner. Es un relato que debo haber leído diez veces o acaso más. De tiempo en tiempo necesito releerlo porque es uno de los más bellos que escribió su autor. No sé si él lo supo nunca, pero todas las selvas y pantanos y desiertos están reunidos en este rincón del Misisipi norteamericano: los desiertos de Arabia, los bosques lujuriosos de la Amazonía, todas las planicies que el ser humano atravesó a sangre y fuego, para construir sus ciudades.
El relato es soberbio, acaso uno de los más logrados que escribió Faulkner. Todos los desiertos y bosques van desapareciendo para que el hombre construya sus ferrocarriles, sus fábricas y sus ciudades. El solitario defensor de ese rincón del Misisipi es Old Ben, un oso magnífico, que se ha cargado ya a buen número de seres humanos y que tiene una cojera que le impide correr pero no pelear y defender ese pedazo de selva que le disputa esa pandilla de pobres diablos, entre los que hay esclavos todavía. El oso muere peleando, defendiendo su selva, como las víboras, en una estampida final, en la que, enloquecido, destroza el bosque que lo cerca. Hasta que cae abatido por esos cazadores, que ya saben beber whisky, pero que no van al colegio todavía, y se prestan los fusiles para cazar. Los personajes de esta historia son en su mayoría chiquillos, y el lector adivina que algunos nombres son apodos: mayor de Spain, Jim de Tennie, el general Compson, y, por supuesto, muy de lejos, el coronel Sartoris. El personaje principal tiene apenas 13 años al comenzar la historia, y varios más al terminarla, cuando, lleno de dignidad, rechaza la herencia que quiere subvencionarlo. Son todos unos pobres diablos, sin duda, tal vez analfabetos, pero están empujados por una fuerza civilizadora, como la que llevó a sus pares a extender las ciudades por el mundo, sin respetar esos enclaves de los que ahora no queda casi nada.
Todas las selvas y desiertos, como digo, están reunidos en este rincón del Misisipi norteamericano. Todos irían desapareciendo para que el ser humano se instalara y construyera ciudades de potentes máquinas como los trenes y los automóviles, y las grandes fábricas en las que trabaja la gente como hormigas. Si pudiera hablar, ¿qué diría Old Ben? Vomitaría tal vez, advirtiendo que los seres humanos terminaron con los bosques y las playas, los pantanos y los ríos, para construir sus hospitales y convirtieron los grandes arenales en carreteras.
El cuento, que se titula simplemente El oso, nos obliga a pensar, a ver en esos cazadores juveniles a destructores que, movidos por un fuego inextinguible, acaban con todo el mundo natural para construir sus ciudades y fábricas, hasta despojar a la tierra de esos bosques y lagunas donde florecen en libertad los animales más fieros. Lo que ocurre con Old Ben, antes de que muera, es la pérdida de la razón: enloquecido, ataca las cabañas y los árboles, y los perros que lo enfrentan, y, duplicando sus fuerzas, perpetra una matanza inverosímil. Al final muere, y su apartarse de esta vida significa de algún modo la desaparición de esas florestas y lagos donde, antes de que llegaran los humanos, chapoteaban los animales, matándose entre ellos de vez en cuando, por supuesto.
El relato tiene algo de extinción, de un término que tiene que ver con la transición desde un estado de cosas todavía primitivo, pero que iría desapareciendo poco a poco para ser reemplazado por ciudades civilizadas, colegios y cinemas y universidades, donde las personas se educan y aprenden buenos modales. Estas últimas no reconocerían a las que acabaron con Old Ben, y se arriesgaron a perder la vida desafiando al oso, ese solitario que defiende el bosque, el mundo natural, hasta su misma muerte. En adelante, una empresa maderera reemplazará a los altos árboles y a los riachuelos risueños, y a los millares de pájaros e insectos que pululan entre esos árboles. Leído así, El oso parece una protesta contra el mundo civilizado, una defensa del primitivismo más elemental, y, sin embargo, qué injustos somos cuando leemos un cuento tan hermoso. La civilización es un hecho irreversible. Los jóvenes con lecturas son preferibles a esos analfabetos que saben disparar un fusil, pero que no han leído nunca un libro, y que en los trenes se meten al excusado a tomar tragos de whisky. La civilización, pese a los hermosos y retrógrados esfuerzos literarios, es una realidad que se divisa en el fondo del cuento. Los jóvenes bien educados, las mujeres y los hombres de cultura, que gozan en los museos y ven películas, y leen, van alejándose cada vez más de esas fuentes en que transcurrieron las vidas de los ancestros. ¿Qué es preferible? ¿Los mosquitos de esas selvas que tienen a la gente rascándose día y noche y esperando la picadura letal de una boa constrictor, o las ciudades con médicos, enfermeras y hospitales donde se curan las enfermedades y se está bien protegido?
Las páginas de la literatura son tramposas, en ellas no aparecen las serpientes y las plagas que devastan regiones, a las que vendrá luego a suceder la civilizada vida que es la nuestra, y en la que podemos leer historias como El oso sin dejarnos seducir por el salvajismo de ese mundo primitivo en el que el hombre triunfaba y los animales retrocedían y morían sin contemplaciones. El cuento, como ya he mencionado, es la transformación de la naturaleza en entornos modernos, dinamitando los paisajes brutales, y el triunfo de la civilización sobre la barbarie. Una barbarie que tiene sus encantos, desde luego, pero que está llena de peligros. No hay ninguna duda que la civilización es preferible. Pero queda la nostalgia, y eso, en el cuento, está maravillosamente establecido. Es imposible no sentir ternura y devoción con esos paisajes a los que la palabra enriquece y limpia de todo aquello que los seres civilizados rechazan. Cuando uno reconoce los textos de que se sirvió el autor para escribir este libro, da la impresión de que nunca supo Faulkner que escribía una historia que resumía este momento de la civilización humana: su avance frente a la naturaleza.
Todas estas reflexiones me han venido leyendo la historia de Faulkner y sus múltiples imitadores. Es uno de los grandes escritores de novelas del siglo XX, y, probablemente, quien manejaba mejor el inglés, hasta infantilizarlo y retrocederlo a ese estado feral, que es el que narra este relato, cuando los seres humanos dan el salto que, sin saberlo ni adivinarlo, conduciría a los rascacielos que ocultan el sol y nos hunden en la necesidad de recordar aquellos tiempos en que nuestros ancestros fueron conquistando los bosques, los ríos y las montañas, empujados por aquello que no sabían ni siquiera descifrar: la civilización. Eso es lo extraordinario que tiene la literatura: nos hace vivir en el pasado, en lo más primitivo, y nos recuerda de dónde venimos, pues eso fuimos todos, unos analfabetos tan feroces como las boas, a las que siempre derrotamos para construir nuestras ciudades, en las que mal que bien, estamos resguardados por hospitales y médicos, y todas las protecciones de la vida moderna.
























[ARCHIVO DEL BLOG] En búsqueda de la excelencia. [Publicada el 30/03/2009]










De George Steiner se pueden decir muchas cosas: por señalar únicamente dos, que es uno de los más importantes intelectuales de la segunda mitad del siglo XX, y que toda su obra viene caracterizada por una insaciable búsqueda de la "excelencia". Excelencia humanística, literaria, académica, y vital. No es extraño, pues, que el crítico literario Martín Schifino titule el comentario de su última obra: "Los libros que nunca he escrito" (Siruela, Madrid, 2008), como "Utopías de la excelencia", publicado en Revista de Libros, en el número de marzo de 2009.
Nacido en París, en 1929, en el seno de una familia judía austriaca emigrada por causa del nazismo, en 1940 se traslada a Estados Unidos con su familia, obteniendo su licenciatura por la Universidad de Chicago, el MA (Master of Arts) por Harvard y el doctorado por Oxford (Balliol College, del que sería Profesor Honorario en 1995). Ha enseñado en la Universidad de Princeton (1956-58), en Innsbruck (1958-59), en Cambridge (1961), en el que fue elegido Profesor Extraordinario en 1969. En 1974, aceptó el puesto de Profesor de Literatura Inglesa y Comparada en la Universidad de Ginebra, en la que estuvo hasta 1994, cuando se convirtió en Profesor Emérito al jubilarse. Desde entonces, ha sido nombrado Weidenfeld Professor de Literatura Comparada y Profesor del St Anne's College de Oxford, (1994-95), y Norton Professor de Poesía en Harvard (2001-02). En 2001 recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.
De él dice Martín Schifino en su artículo citado que aspira a considerar la totalidad de la cultura occidental, donde la palabra se expande hasta incluir no sólo las artes liberales y las humanidades, sino además las ciencias y su historia. Acusado de "todólogo", según Schifino, Steiner responderá que la especialización en las humanidades le parece "una catástrofe". Los campos vallados -dice- son para el ganado. También con motivo de la publicación de "Los libros que nunca he escrito", el escritor y periodista canario, Juan Cruz, entrevistó a George Steiner. Fue una deliciosa y polémica entrevista, titulada "Yo intento fracasar mejor", que se publicó en El País el 24 de agosto del pasado año, que levantó cierta polvareda en España por sus críticos y ácidos comentarios sobre las lenguas autonómicas, por las que Steiner pidió disculpas posteriormente clarificando su primera opinión..
Yo no había oído hablar de George Steiner hasta que, hará diez años, leí su magnífico "Errata: El examen de una vida" (Siruela, Madrid, 1998). Un excepcional libro autobiográfico que me impresionó profundamente, al que llegué gracias a la lectura del comentario del escritor Ángel García Galiano, titulado "El pensamiento como vocación", publicado en Revista de Libros en abril de 1999.
De mi emocionada lectura de "Errata", recuerdo con especial intensidad los capítulos que hacen referencia a la enseñanza universitaria y a su propia experiencia académica, como alumno, primero, y como profesor después, siempre en busca de esa "excelencia" que caracteriza toda su obra. Dice Steiner: "Una universidad digna es sencillamente aquella que propicia el contacto personal con el aura y la amenaza de lo sobresaliente. Estrictamente hablando, esto es cuestión de proximidad, de ver y escuchar. La institución, sobre todo si está consagrada a la enseñanza de las humanidades, no debe ser demasiado grande. El académico, el profesor, deberían ser perfectamente visibles. Cruzarse a diario en nuestro camino". Y continúa más adelante: "En la masa crítica de la comunidad académica exitosa, las órbitas de las obsesiones individuales se cruzarán incesantemente. Una vez entra en colisión con ellas, el estudiante no podrá sustraerse ni a su luminosidad ni al desafío que lanzan a la complacencia. Ello no ha de ser necesariamente (aunque puede serlo) un acicate para la imitación. El estudiante puede rechazar la disciplina en cuestión, la ideología propuesta (…) No importa. Una vez que un hombre o una mujer jóvenes son expuestos al virus de lo absoluto, una vez que ven, oyen, “huelen” la fiebre en quienes persiguen la verdad desinteresadamente, algo de su resplandor permanecerá en ellos. Para el resto de sus vidas y a lo largo de sus trayectorias profesionales, acaso absolutamente normales o mediocres, estos hombres y estas mujeres estarán equipados con una suerte de salvavidas contra el vacío."
Antes de eso, Steiner nos ha contado su experiencia personal como alumno universitario en los años 50. No me resisto a reproducir algunos de esos párrafos: "Ingresé en 1949 en la universidad de Yale. Pero, aunque larvado, allí también había antisemitismo: hasta el año anterior ningún judío se había licenciado en humanidades. Con el curso ya en marcha, me trasladé a la Universidad de Chicago, que resultó ser un lugar muy especial… La providencia –el curso ha había comenzado- puso en mi camino un artículo sobre la Universidad de Chicago y su legendario condottiere. Desdeñando el absurdo infantilismo y la banalidad dominantes en la mayoría de los planes de estudio académicos, Robert Maynard Hutchins permitía a quienes lo solicitaban presentarse a los exámenes de cualquier asignatura. Si obtenían una puntuación adecuada, quedaban eximidos de cursar las asignaturas en cuestión. De este modo, y en casos excepcionales, los estudios universitarios podían reducirse a un año". 
Siempre y cuando guardasen silencio, los estudiantes podían asistir a seminarios avanzados. Matricularse con Leo Strauss: “Damas y caballeros, buenos días. En esta clase, no se mencionará el nombre de …., que por supuesto es estrictamente incomparable. Ahora podemos ocuparnos de la República, de Platón”. “Que por supuesto es estrictamente incomparable”. Yo no logré captar el nombre en cuestión, pero aquel “por supuesto” me hizo sentir como si un rayo luminoso, frío, me recorriese la espina dorsal. Un amable posgraduado escribió el nombre para mí al terminar la clase: un tal Martin Heidegger. Corrí a la biblioteca. Esa noche, intenté hincarle el diente al primer párrafo de Ser y tiempo. Era incapaz de entender incluso la frase más breve y aparentemente directa. Pero el torbellino ya había comenzado a girar, el presentimiento radical de un mundo absolutamente nuevo para mí. Prometí intentarlo una vez más. Y otra.
Ésa es la cuestión. Llamar la atención de un estudiante hacia aquello que, en principio, sobrepasa su entendimiento, pero cuya estatura y fascinación le obligan a persistir en el intento. La simplificación, la búsqueda del equilibrio, la moderación hoy predominantes en casi toda la educación privilegiada son mortales. Menoscaban de un modo fatal las capacidades desconocidas en nosotros mismos. Los ataques al así llamado elitismo enmascaran una vulgar condescendencia: hacia todos aquellos a priori juzgados incapaces de cosas mejores. Tanto el pensamiento (conocimiento, Wissenschaft, e imaginación dotados de forma) como el amor, nos exigen demasiado. Nos humillan. Pero la humillación, incluso la desesperación ante la dificultad –uno se pasa la noche sudando y no consigue resolver la ecuación, descifrar la frase en griego-, pueden desvanecerse con la salida del sol."
¡Qué envidia!... Si encuentran algún parecido entre esa "experiencia" y la de nuestras masificadas universidades actuales, será por una excepcional casualidad. No la desaprovechen, porque es difícil que se repita... Espero que disfruten con estas lecturas que les propongo. Sean felices. Tamaragua, amigos. HArendt












miércoles, 22 de febrero de 2023

De las decisiones económicas

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del economista Daniel Fuentes Castro, va de las decisiones económicas. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







Economía e ideología
DANIEL FUENTES CASTRO
17 FEB 2023 - El País
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Cada día, a cada instante, millones de personas en todo el mundo toman decisiones de carácter económico, muchas veces de manera inconsciente (o, cuando menos, no analítica), sujetas a infinidad de restricciones y sobre la base de preferencias que no tienen por qué ser estrictamente racionales, previsibles o consistentes. Lo extraordinario es que, pese a la complejidad del conjunto, todas esas decisiones se ordenan sin necesidad de que alguien las coordine.
El resultado no es forzosamente el más justo ni el más eficiente, pues la economía de mercado actúa al margen de la igualdad de oportunidades, lo cual no impide reconocerle su capacidad para ordenar preferencias de manera descentralizada.
Esa capacidad es tanto más asombrosa cuanto que la conducta humana no es exactamente la de un algoritmo optimizador. El ser humano es racional, por supuesto, pero tiene emociones, se equivoca, cambia de criterio, se aferra a rutinas y costumbres (por absurdas que sean), alimenta creencias de todo tipo y es capaz tanto de la mayor mezquindad como del más admirable altruismo. Así somos. Nos cuesta reconocerlo, pero muchas de las grandes críticas a la economía de mercado son, en el fondo, críticas a la condición humana.
Nuestra mente ordena ideas como quien une los puntos de una línea invisible porque necesita comprender el mundo que le rodea. Y trata de hacerlo de la manera más sencilla, en ocasiones hasta el reduccionismo de lo binario: sí o no, más o menos, a favor o en contra. Es casi un acto reflejo.
Irremediablemente, la ideología (como “conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político, etc.”, en definición de la RAE) forma parte del ser humano. Y, a pesar de ello, produce a muchos economistas un rechazo epidérmico. ¿Es posible abstraerse de todo sesgo, alejarse del tiempo en el que uno vive, y actuar con criterios escrupulosamente asépticos para abordar las complejidades que plantea la realidad económica?
Es una condición necesaria en el ámbito académico, al menos aspiracional. Y en buena parte del mundo económico es, además, condición suficiente. Ocurre así, en general, con las cuestiones de carácter operativo. Poco o nada hay de ideológico, por ejemplo, en la estrategia de subastas del Tesoro, en el día a día de la contabilidad nacional o en un cálculo de elasticidades.
Sin embargo, cuando se trata de política económica las cosas son diferentes. Las grandes decisiones obligan a elegir entre beneficios y costes que afectan de distinta manera a unos actores económicos u otros, con consecuencias que además están sujetas a menudo a un grado de incertidumbre notable. Y eso, asesorar o decidir sobre quién gana y quién pierde, o a qué llamamos “progreso”, no es algo que pueda hacerse al margen de la idea que uno tiene del mundo.
Firmaba hace poco Wolfgang Münchau una tribuna en este mismo diario en la que afirma que ”la edad de oro de la macroeconomía ha tocado a su fin”, en referencia a la sucesión de diagnósticos y decisiones erróneas en los últimos años, y en la que reivindica la supremacía de la política sobre la economía.
En realidad, no ha habido tal “edad dorada de la macroeconomía”, sino una edad dorada de hacer pasar por macroeconomía tesis insuficientemente fundamentadas como los mercados financieros autorregulados (sic), la austeridad expansiva (la contracción del gasto público iba a provocar un aumento de la actividad económica), el trickle-down o efecto goteo (la concentración de riqueza en los superricos iba a acabar permeando a las clases medias y populares), la curva de Laffer (la reducción de impuestos iba a generar una mayor recaudación fiscal) y otros postulados que, como el tiempo ha demostrado, eran lo que parecían: dogmas, pensamiento mágico o, en el mejor de los casos, evidencias anecdóticas.
La reflexión, sin embargo, debe ir más allá de esta crítica, por lo que el texto de Münchau sugiere sobre la relación entre economía e ideología. Así, la política de recortes draconianos del gasto público llevada a cabo en España entre 2010 y 2012 no fue perniciosa por razón de su claro sesgo ideológico, sino por su falta de fundamento: deprimir la actividad del sector público cuando el sector privado ya se había hundido agravó y prolongó la crisis, lo que tuvo por resultado un aumento de la deuda pública (que era precisamente lo que se quería evitar).
Igualmente, las políticas de sostenimiento de la renta de los hogares aplicadas durante la pandemia (ERTE, prestaciones por cese de actividad, protección social) o, en la actualidad, de algunas medidas contra la inflación (la conocida como excepción ibérica, ayudas a sectores productivos y hogares vulnerables) no han sido un acierto por ser ideológicamente progresistas, sino porque eran necesarias y han funcionado razonablemente bien en su contexto.
Hace apenas unos meses, los mercados financieros castigaron duramente el programa de rebajas fiscales de la entonces primera ministra británica Liz Truss, hasta el punto de forzar su salida de Downing Street. Sin embargo, nos equivocaríamos si pensásemos que el motivo del castigo fue ideológico. El error fue hacer abstracción del momento, de dónde está el Reino Unido y a dónde va el mundo. Y así podríamos poner muchos otros ejemplos.
A lo anterior se suma que las posiciones más progresistas, o de modificación del statu quo, suelen ser señaladas como ideológicas mientras que, incomprensiblemente, sus antagónicas no lo son. Subir el salario mínimo, aumentar la inversión pública o reforzar la progresividad fiscal se presentan como decisiones ideológicas, pero congelar el salario mínimo, reducir el gasto público o ahondar en la competitividad fiscal aparecen como decisiones “técnicas”. ¿Acaso el criterio experto solo es necesario para actuar en un sentido?
A esta lógica, la de hacer pasar por “técnicas” decisiones de política económica tan ideológicas como sus antagónicas, han contribuido durante mucho tiempo informes y estudios con credenciales académicas, institucionales o profesionales que, con los altavoces adecuados, han buscado definir una determinada ortodoxia. Los fundamentos teóricos, los modelos y el buen uso de las herramientas del análisis económico son imprescindibles para cimentar cualquier diagnóstico, pero es conveniente que pasen por el filtro de distintas miradas.
En la misma línea, el uso febril de datos económicos en las redes sociales se ha convertido en un arma de desinformación masiva, un fenómeno que parece escapar a cualquier control. Incluso cuando los datos hablan por sí solos, existe una micronesia de lentes distorsionadas dispuestas a convertirlos en alimento del pensamiento más sectario.
Y digo bien, pensamiento sectario, porque el problema de la política económica no está en su carga ideológica, ni en la tensión permanente entre planteamientos conservadores, liberales, socialdemócratas u otros, sino en la falta de honestidad, en la soberbia propia de una parte de la disciplina y en la pereza intelectual. No se trata de tener razón, se trata de tener criterio.
A pesar del estigma que supone, la confrontación ideológica es virtuosa y, en todo caso, preferible al pensamiento desestructurado, a los argumentos de parte falsamente ecuánimes y al tacticismo permanente. También en las instituciones. La mano invisible del mercado hace mejor pareja con la mano bien visible de las ideologías que con la subordinación a intereses no revelados.