jueves, 27 de octubre de 2022

De los impuestos

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va sobre los impuestos. Se intenta imponer un discurso que deslegitima la política tributaria, dice en ella la politóloga y profesora universitaria, Pilar Mera, y a ello han contribuido las derechas presentando las bajadas fiscales como propuesta estrella, pero también la izquierda tiene responsabilidad en esta deslegitimación. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






La narrativa de los impuestos
PILAR MERA
21 OCT 2022 - El País


Entre febrero de 1837 y abril de 1839, los lectores de la revista Bentley’s Miscellany siguieron con el alma en vilo las andanzas por entregas de un niño angelical en los suburbios de Londres. A modo de folletín, Charles Dickens publicó mes a mes su segunda novela, Las aventuras de Oliver Twist. Su éxito lo encaminó a convertirse en el novelista inglés por excelencia, pero también impulsó el debate sobre la “cuestión social” gracias a su retrato preciso de realidades como la pobreza extrema, los abusos e hipocresía de las instituciones de beneficencia, el trabajo infantil o la desigualdad social. Buena parte de su audiencia descubrió así un mundo desconocido e incómodo.
Dickens utilizó sus páginas para criticar la Poor Law británica de 1834, una de tantas leyes de pobres aprobadas en Europa que suprimían o limitaban la caridad y la asistencia, basándose en las doctrinas malthusianas que sostenían que la protección social era perjudicial, pues detraía recursos productivos y fomentaba la ociosidad. La combinación de una industrialización progresiva con este paradigma llevado al extremo provocó el deterioro de las condiciones de trabajo y de vida de los obreros asalariados durante las primeras décadas del siglo XIX y con ello, una situación de pobreza permanente. La defensa del no intervencionismo se volvió insostenible. Las posiciones más autoritarias, preocupadas por el orden público, y las más humanistas, centradas en la desigualdad, coincidieron en la necesidad de que el Estado se hiciese responsable y actuase en consecuencia.
Las primeras respuestas reforzaron una visión caritativa del Estado, encarando la pobreza desde la beneficencia, lo que resultó ineficiente en la práctica e insatisfactorio en lo intelectual para una sociedad donde ganaba terreno una revolución burguesa que ya había unido la igualdad a sus exigencias de libertad y legalidad. Por la fuerza de los hechos, revolución y reforma se presentaron como únicas salidas posibles. Y el miedo a la revolución impulsó la reforma.
Así surgió la primera legislación tuitiva, que regulaba las condiciones laborales de niños y mujeres. Se ampliaron los derechos políticos, con progresivas extensiones del derecho al sufragio. Y, tímidamente, se empezó a tejer una red de apoyo asistencial, con sistemas de seguros de enfermedad, accidentes y pensiones de vejez e invalidez. La efectividad de estas medidas fue relativa, pues muchas de ellas no terminaron de aplicarse, pero pusieron las bases sobre las que se construyó el Estado social.
Esos avances paulatinos, irregulares y zigzagueantes se consolidaron en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Décadas de guerra civil total dejaron como enseñanza la necesidad de combatir la desigualdad para mantener los cimientos de una sociedad democrática. Y esa necesidad de nuevas vías de orden y cohesión social consolidó en las sociedades liberales de mercado la ruptura del no intervencionismo económico.
Con el tránsito del asistencialismo a la justicia social, la desigualdad dejó de concebirse como una elección o algo inevitable para verse como fruto de las dinámicas del mercado, explicables, casuales o arbitrarias, y en un contexto donde inercias y dificultades heredadas obstaculizan la movilidad social. Esto implicó una reformulación del contrato social en las sociedades democráticas contemporáneas. El Estado garantiza los derechos y libertades individuales y cada ciudadano contribuye según su capacidad y recibe según su necesidad. Lo que se traduce en la existencia de servicios públicos para todos los miembros de la comunidad y de impuestos con los que también todos participan sosteniendo el sistema.
El thatcherismo permitió recuperar espacio a los defensores del no intervencionismo e inició un retroceso en este equilibrio que se ha ido filtrando en prácticas y discursos desde los ochenta. La fortaleza del modelo se resquebrajó, pero se ha mantenido con sus más y sus menos hasta hoy. Así, nos encontramos con la paradoja actual. Por un lado, se ha impuesto la idea de que la respuesta a las crisis de la covid-19 y la guerra en Ucrania, con su inflación galopante y su amenaza de recesión, es y debe ser diferente a la gestión de la crisis financiera de 2010. Frente a la austeridad y el “dolor” de la ciudadanía, en esta ocasión se opta por la creación de una red de seguridad desde el Estado, sostenida desde una Europa que comparte los mismos criterios. Se refuerza el gasto público y se generaliza el discurso del “nadie se queda atrás”.
Pero, por otro, de manera creciente los impuestos se han convertido en los malvados de la película y se intenta imponer un discurso que los deslegitima. A esto han contribuido las derechas con una política económica en la que las bajadas impositivas se presentan como propuesta estrella. Un paraguas que sirve para todo tipo de temporales y que tapa cualquier otra propuesta, al punto de hacer sospechar que no hay nada detrás. Discursos que afirman que el dinero está mejor en el bolsillo de los ciudadanos o que califican los ingresos del Estado por impuestos como botín del Gobierno o del presidente no son inocuos. Parecen olvidar que la finalidad de esa recaudación es financiar los servicios públicos y que, por ello, ese dinero no es del Gobierno ni de nadie, sino de todos.
Afirmaciones de este tipo señalan, en realidad, que lo público es subsidiario. Que cuando la situación económica va mal, no se puede invertir en ello porque no nos lo podemos permitir, pero cuando va bien, tampoco, porque entonces no es necesario. Y sin impuestos, no hay sistema público que se pueda sostener. El ejemplo reciente del Reino Unido nos muestra que la trampa de una economía pública mantenida de manera mágica reduciendo sus impuestos, es decir, sus ingresos, no se la creen ni siquiera los mercados.
Estos discursos son, además, irresponsables, pues envían a la ciudadanía la idea de que uno de los principales cimientos del sistema es dañino para sus intereses, erosionando su confianza en él. Y, además, engañan. ¿Podría el ciudadano con el dinero de su bolsillo pagarse la Universidad, las infraestructuras de su ciudad, un cuerpo de seguridad, su subsidio del paro, su operación de vesícula o su tratamiento de cáncer?
Pero también la izquierda tiene responsabilidad en esta deslegitimación. Porque no está libre con coquetear con las bajadas de impuestos como algo beneficioso en sí mismo, pero, sobre todo, porque ha dado por perdida la batalla discursiva, limitándose, en el mejor de los casos, a defender los impuestos desde una perspectiva de ricos contra pobres. Focalizar el gasto público en la emergencia social es necesario, pues el Estado debe procurar alternativa a quien no puede hacerlo por sí mismo, pero una cuestión de prioridad no es un fin. Cerrarse en ello genera una división social que termina por devolver al Estado a una lógica caritativa y asistencial mientras deslegitima los impuestos ante una mayoría de ciudadanos que terminan percibiendo que sólo pagan y no reciben nada. No se recuerda lo suficiente que servicios públicos son la sanidad y la educación universales, como también lo son las infraestructuras, la limpieza o la seguridad ciudadana y la jurídica. O que quien vive una situación más cómoda no la vive en el vacío, sino en una comunidad de la que se beneficia de manera directa e indirecta y donde la situación ajena incide en la propia.
Si la derecha debería recuperar la responsabilidad programática y discursiva, la izquierda debería apostar por la claridad conceptual y la defensa de la justicia social.


















miércoles, 26 de octubre de 2022

De la responsabilidad de los europeos

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de la responsabilidad de los europeos, y como dice en ella escritora Nayat El Hachmi, si vamos a decidir si queremos que esto sea una fortaleza construida con violencia o un lugar donde se gestionan los pasos fronterizos con un mínimo de humanidad. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.




Donde Europa pierde su nombre
NAJAT EL HACHMI
21 OCT 2022 - El País


El Defensor del Pueblo, después de analizar lo sucedido en Melilla el pasado junio, ha llegado a la conclusión de que no se cumplió la ley al devolver en caliente a 470 inmigrantes. Por su lado, la Oficina Europea Contra el Fraude señala que Frontex, la agencia que se encarga del control de fronteras en nuestro continente, lleva a cabo prácticas irregulares y vulnera los derechos de las personas de las que se ocupa. Estas dos noticias no han provocado ninguna reacción social, ninguna indignación colectiva ni muestras de apoyo y solidaridad con las víctimas. Donald Trump y sus políticas en asuntos migratorios despertaban más enojo en esta parte del mundo que lo que ocurre mucho más cerca de nosotros, tal vez porque es siempre más fácil ver la paja en el ojo ajeno o porque las muertes de quienes escapan de la violencia y desesperación desde el Sur se han naturalizado hasta tal punto que ya no despiertan ni el más mínimo interés en la a menudo distraída opinión pública. A veces, parecemos más compasivos con los animales maltratados u abandonados que con un negro flotando en el mar o huyendo por el monte Gurugú perseguido por las fuerzas de seguridad.
Yo sé que la empatía es un capital limitado y que no tenemos tiempo ni ánimo para estar pendientes de todas las vulneraciones de derechos, pero es que resulta que esta es muy nuestra, gestionada por los dirigentes que hemos escogido democráticamente. Somos los ciudadanos europeos quienes tenemos la responsabilidad de decidir si queremos que esto sea una fortaleza construida a base de violencia o un lugar donde se gestionan los pasos fronterizos con un mínimo de humanidad. La vulneración de las leyes que no nos afectan directamente tendría que resultarnos tan repulsiva como la de las que sí lo hacen. En ello está en juego algo mucho más que los límites físicos de esta parte del mundo; lo que de verdad se está poniendo en tela de juicio con estas actuaciones son los límites éticos y de valores del proyecto europeo que nació, habrá que recordarlo, como una propuesta de paz que renegaba de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial y el nazismo. La pérdida de esa raíz fundamental de la igualdad y la fraternidad entre todos los seres humanos y las garantías del Estado de derecho, no se equivoquen, damnificará primero a los que pretenden entrar en Europa pero luego a todos los que ya estamos dentro de ella.


















martes, 25 de octubre de 2022

De un país para viejos

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de si este es un país para viejos, y si como dice en ella el escritor Ignacio Peyró, quizá debiéramos mostrar cautela por principio ante la juventud como valor en política, y pensar si como sociedad no nos hacemos daño al dejar escapar inteligencias que han sabido cuajar en experiencia. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






De la nueva política a los estadistas sénior
IGNACIO PEYRÓ
21 OCT 2022 - El País


A punto de cumplir los 80 años, Paco de la Torre lleva siendo alcalde de Málaga desde los tiempos en que Amazon era una pyme y el efecto 2000 iba a convertir el mundo en un apocalipsis. Es una ironía que, lejos de acusar las erosiones del tiempo, su candidatura —con la ritirata de Ciudadanos— pueda ganar más votos que cuatro años atrás: De la Torre ya ha ingresado en ese panteón de alcaldes estelares en el que, más valorados por su personalidad que por sus siglas, han podido convivir el peneuvista Azkuna, un Abel Caballero del PSOE o el Almeida del primer zarpazo de la covid. Recordemos que el PP no rebañaba un voto en Cataluña y todavía regía —Albiol y Badalona— en su segunda ciudad. Es llamativo: los académicos minusvaloran una política de cercanía que tienden a ver municipal y espesa. Y los ideólogos y zelotes de partido desconfían de unos alcaldes que contrastan la política con la experiencia más que con el argumentario. Todo el mundo parece dar por hecho, en definitiva, que el camión de la basura pasa porque sí: todo el mundo salvo los propios electores, que con un raro sensus fidei votan a esos perfiles que podríamos espigar lo mismo en un PSOE templadito que en una IU clásica, en el PP que cabecea hacia la democracia cristiana o —de cumplir con sus exigencias en materia de fotogenia— el Ciudadanos de sus buenos años. Por supuesto, haríamos mal en desatender esta política, siquiera sea porque las municipales sirven para ir preparando el laurel o las pompas fúnebres en las elecciones generales. Y por otra razón más noble: si contra el francés nos salvó el bando “de mí, el alcalde ordinario de la villa de Móstoles”, en la última crisis también nos ayudó mucho la responsabilidad de las entidades locales. Incluidas esas diputaciones que “la nueva política” —sic transit!— quiso borrar de la faz de la tierra.
España es país gerontófilo y nada nos gusta más que un buen abuelo. Hace solo unos años vimos un triunfo del branding político tan rotundo como injusto: para mercar la candidatura de Manuela Carmena a la alcaldía, se podía haber acudido a décadas de militancia progresista, pero se prefirió subrayar la bondad natural de una abuela que horneaba magdalenas. En literatura, la canonización civil ha sido un proceso bien conocido, de Miguel Delibes a una Ana María Matute que, al final de su vida, fue sometida a ese fenómeno que Aloma Rodríguez ha llamado la “abuelización” de las escritoras del pasado. A Paco de la Torre, sin embargo, se le ha criticado por presentarse a alcalde ya octgenario. No es una cruzada solo española: en The Atlantic, Derek Thompson hablaba del “riesgo” de poner nuestro bienestar en manos de “septuagenarios” que “apuntan a un predecible deterioro cognitivo”. Todo ello —menos mal— “sin animar a los votantes al edadismo”.
Quizá debiéramos tener una cautela por principio ante la juventud como valor en política, toda vez que muchos de los que hoy juzgamos sabios de mozos andaban pidiendo maoísmo, falangismo o comunismo a la albanesa. Fue Albert Rivera quien afirmó que en España la regeneración política pasaba “por gente que haya nacido en democracia”, lo que, por cierto, excluía a las generaciones que habían traído esa democracia. Durante un tiempo nos tentó pensar que el combate en las juventudes de los partidos —Susana Díaz, Pablo Casado— era tan darwiniano que podía cribar un buen líder, pero el balance de los estadistas yogurines en la política española ha sido muy melancólico. Irónicamente, algunos venían bien promocionados por la gerontocracia empresarial. Otros han preferido la televisión a la revolución. De la nueva política al viejo engaño, hemos aprendido que nuestra vida pública tenía problemas peores que los debates fantasma sobre el bipartidismo, las primarias, o el hecho de que Rajoy pareciera un primer ministro victoriano en los debates. Hoy, él y González —de aniversario— posan como los estadistas sénior que nunca hemos tenido.
No hacen falta muchos argumentos para defender que la juventud está primada: basta con pensar que todos preferimos —según y cómo— ser jóvenes a ser viejos. Aun así, quizá la juventud sólo deba jugar como factor a favor si la inexperiencia opera como factor en contra. Ejemplos clásicos hay muchos. Churchill ganó una guerra con 70 años, Reagan aspiraba a octogenario al caer el muro. A los 35, Cervantes ni siquiera había escrito La Galatea, e iba a tener que esperar —que aprender— mucho más para escribir el Quijote. Velázquez solo se va tras tocar techo: Las meninas. Igual que Tiziano o Miguel Ángel. Que la juventud haya pasado de mal transitorio a canon absoluto es algo que tenemos ahora en casa cada día, con el niño que tiraniza la televisión y se postula para la cabecera de la mesa. A los mayores, mientras, les obligamos a veces a una hiperactividad de clases de pintura o de taichí: todos entendemos las ventajas sin número de una buena prejubilación, pero cuesta pensar si como sociedad no nos hacemos daño al dejar escapar esas inteligencias que han sabido cuajar en experiencia. Uno tiende a pensar que somos más sabios cuanto más pertenecemos al tiempo. Otros lo dijeron con más lírica: el sol “demora su esplendor cercano del ocaso”.




















lunes, 24 de octubre de 2022

De los que aplauden a Putin

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de los que aplauden a Putin. a los que, como dice en ella la politóloga Estefanía Molina, el miedo ante la amenaza nuclear paraliza o impide ver otras posibilidades, como cuestionar la pontificada superioridad del presidente ruso. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.





Tras los palmeros de Putin
ESTEFANÍA MOLINA
20 OCT 2022 - El País


Señala el profesor de Yale, Timothy D. Snyder, experto en Historia de Europa central y oriental, la dificultad para muchos aún de creer o de vislumbrar cómo Ucrania podría lograr la victoria en la guerra de Vladímir Putin. Prueba es que algunos siguen en la idea de una Rusia imperial, que ya no existe, o se deleitan recreando la Guerra Fría, que tampoco. Y es cierto que los marcos mentales a veces son tan fuertes, que emborronan el poder de los hechos, o impiden ver una salida que no sea el desastre. Los palmeros de Putin son hábiles jugando con los tiempos y los marcos.
No hay más que ver a qué velocidad ha irrumpido el espantajo de la guerra nuclear en el debate público, a medida que Ucrania ha empezado a remontar en el campo de batalla. De afirmar que Volodímir Zelenski alargaba “un sufrimiento innecesario” porque era “imposible” frenar al Ejército ruso en Kiev, ahora se blande la idea de la destrucción colectiva. De criticar a la Unión Europea porque sus sanciones serían “inútiles”, se ha pasado a exigir “no humillar a Putin” cuando el Ejército ucranio avanza ya por la provincia ocupada de Jersón, tras liberar Járkov.
Y esto no va de optimismos estériles, de obviar las posibilidades de desastre, o de aventurar desenlaces. Tampoco se trata de creer que erosionar al Kremlin sea suficiente para derrotarlo. Pero es innegable el efecto que generan ciertas ideas en la opinión pública, a veces de forma buscada. De cómo el miedo nuclear paraliza o impide ver otras posibilidades, según el profesor Snyder, como cuestionar la pontificada superioridad de Putin.
Primero, porque la reciente intensificación de la estrategia de Rusia mediante la destrucción, con los bombardeos sobre Kiev, o los intentos de aislar a Ucrania energéticamente, no rinde cuentas tanto de una supremacía bélica, como de suplir flaquezas militares mediante la venganza. Muestra de ello es que ni siquiera buscaba cosechar objetivos concretos, sino más caos sobre una población ya muy castigada. Por eso, algunos lo comparan con los misiles lanzados por Hitler sobre Londres en 1944, cuando la guerra se decantaba.
Otro ejemplo es cómo Putin llenó la Plaza Roja, a bombo y platillo, para vender las anexiones rusas mediante referendos sin garantías. Esa grandilocuencia sirvió para difuminar su necesidad de movilizar reclutas, que se saldó con protestas en zonas como Daguestán y salidas masivas del país.
Así que, tal vez, la principal arma del Kremlin en esta fase de la guerra no será tanto la ofensiva militar, como fue hasta el verano. Llega la intensificación del imaginario de la destrucción para tapar cualquier cuestionamiento sobre el proclamado “segundo mejor Ejército del mundo”. Todas las acciones parecen ir orientadas ya a seguir manteniendo el marco mental de una Rusia imposible de vencer, o de una guerra sin fin, con consecuencias muy temibles, para que Europa o el mundo se piensen su resistencia proucrania o la obliguen a rendirse.
Aunque hasta la propaganda de la psicosis cumple una función: en Occidente, muchos tampoco creen que Ucrania pueda expulsar a Rusia de su territorio, o esta retirarse del todo. Ello implicaría seguir proveyendo de armamento militar cada vez más sofisticado para apuntalar la fortaleza del Ejército ucranio. Es decir, ir hasta las últimas consecuencias, incluso, si a la escalada se suman aliados como Irán. Segundo, podría abrir la puerta a escenarios como una hipotética caída o colapso interno del régimen de Putin, o del desmembramiento de algunas zonas del actual territorio ruso. Tercero, obligaría a definir qué es la “victoria ucrania” o sus costes.
Así que, como dice el profesor de Yale, se acepta como más legítimo verse atraído por la premisa nuclear, aunque sus efectos permitan también cuestionarla, dentro de la paleta de posibilidades. Conllevaría la destrucción colectiva inmediata, o se acabaría normalizando el lanzamiento de bombas nucleares por cualquier otro conflicto territorial.
Los marcos mentales cuesta superarlos, está claro. La Alemania de Hitler parecía invencible en la Segunda Guerra Mundial porque la espectacularidad propagandística que vendía el régimen nazi no permitía imaginar otra cosa. Pero los marcos mentales también cumplen funciones sobre nosotros mismos. Romperlos supone aceptar que otros mundos son posibles, o asumir un cambio de statu quo. Y eso se aplica para la guerra, la política, o para la vida. Esconderse tras los palmeros de Putin, sin diseccionar sus relatos interesados o terribles, solo empuja a limitar nuestra valentía de creer en otros finales, quizás un día la victoria de Ucrania.