Entre febrero de 1837 y abril de 1839, los lectores de la revista Bentley’s Miscellany siguieron con el alma en vilo las andanzas por entregas de un niño angelical en los suburbios de Londres. A modo de folletín, Charles Dickens publicó mes a mes su segunda novela, Las aventuras de Oliver Twist. Su éxito lo encaminó a convertirse en el novelista inglés por excelencia, pero también impulsó el debate sobre la “cuestión social” gracias a su retrato preciso de realidades como la pobreza extrema, los abusos e hipocresía de las instituciones de beneficencia, el trabajo infantil o la desigualdad social. Buena parte de su audiencia descubrió así un mundo desconocido e incómodo.
Dickens utilizó sus páginas para criticar la Poor Law británica de 1834, una de tantas leyes de pobres aprobadas en Europa que suprimían o limitaban la caridad y la asistencia, basándose en las doctrinas malthusianas que sostenían que la protección social era perjudicial, pues detraía recursos productivos y fomentaba la ociosidad. La combinación de una industrialización progresiva con este paradigma llevado al extremo provocó el deterioro de las condiciones de trabajo y de vida de los obreros asalariados durante las primeras décadas del siglo XIX y con ello, una situación de pobreza permanente. La defensa del no intervencionismo se volvió insostenible. Las posiciones más autoritarias, preocupadas por el orden público, y las más humanistas, centradas en la desigualdad, coincidieron en la necesidad de que el Estado se hiciese responsable y actuase en consecuencia.
Las primeras respuestas reforzaron una visión caritativa del Estado, encarando la pobreza desde la beneficencia, lo que resultó ineficiente en la práctica e insatisfactorio en lo intelectual para una sociedad donde ganaba terreno una revolución burguesa que ya había unido la igualdad a sus exigencias de libertad y legalidad. Por la fuerza de los hechos, revolución y reforma se presentaron como únicas salidas posibles. Y el miedo a la revolución impulsó la reforma.
Así surgió la primera legislación tuitiva, que regulaba las condiciones laborales de niños y mujeres. Se ampliaron los derechos políticos, con progresivas extensiones del derecho al sufragio. Y, tímidamente, se empezó a tejer una red de apoyo asistencial, con sistemas de seguros de enfermedad, accidentes y pensiones de vejez e invalidez. La efectividad de estas medidas fue relativa, pues muchas de ellas no terminaron de aplicarse, pero pusieron las bases sobre las que se construyó el Estado social.
Esos avances paulatinos, irregulares y zigzagueantes se consolidaron en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Décadas de guerra civil total dejaron como enseñanza la necesidad de combatir la desigualdad para mantener los cimientos de una sociedad democrática. Y esa necesidad de nuevas vías de orden y cohesión social consolidó en las sociedades liberales de mercado la ruptura del no intervencionismo económico.
Con el tránsito del asistencialismo a la justicia social, la desigualdad dejó de concebirse como una elección o algo inevitable para verse como fruto de las dinámicas del mercado, explicables, casuales o arbitrarias, y en un contexto donde inercias y dificultades heredadas obstaculizan la movilidad social. Esto implicó una reformulación del contrato social en las sociedades democráticas contemporáneas. El Estado garantiza los derechos y libertades individuales y cada ciudadano contribuye según su capacidad y recibe según su necesidad. Lo que se traduce en la existencia de servicios públicos para todos los miembros de la comunidad y de impuestos con los que también todos participan sosteniendo el sistema.
El thatcherismo permitió recuperar espacio a los defensores del no intervencionismo e inició un retroceso en este equilibrio que se ha ido filtrando en prácticas y discursos desde los ochenta. La fortaleza del modelo se resquebrajó, pero se ha mantenido con sus más y sus menos hasta hoy. Así, nos encontramos con la paradoja actual. Por un lado, se ha impuesto la idea de que la respuesta a las crisis de la covid-19 y la guerra en Ucrania, con su inflación galopante y su amenaza de recesión, es y debe ser diferente a la gestión de la crisis financiera de 2010. Frente a la austeridad y el “dolor” de la ciudadanía, en esta ocasión se opta por la creación de una red de seguridad desde el Estado, sostenida desde una Europa que comparte los mismos criterios. Se refuerza el gasto público y se generaliza el discurso del “nadie se queda atrás”.
Pero, por otro, de manera creciente los impuestos se han convertido en los malvados de la película y se intenta imponer un discurso que los deslegitima. A esto han contribuido las derechas con una política económica en la que las bajadas impositivas se presentan como propuesta estrella. Un paraguas que sirve para todo tipo de temporales y que tapa cualquier otra propuesta, al punto de hacer sospechar que no hay nada detrás. Discursos que afirman que el dinero está mejor en el bolsillo de los ciudadanos o que califican los ingresos del Estado por impuestos como botín del Gobierno o del presidente no son inocuos. Parecen olvidar que la finalidad de esa recaudación es financiar los servicios públicos y que, por ello, ese dinero no es del Gobierno ni de nadie, sino de todos.
Afirmaciones de este tipo señalan, en realidad, que lo público es subsidiario. Que cuando la situación económica va mal, no se puede invertir en ello porque no nos lo podemos permitir, pero cuando va bien, tampoco, porque entonces no es necesario. Y sin impuestos, no hay sistema público que se pueda sostener. El ejemplo reciente del Reino Unido nos muestra que la trampa de una economía pública mantenida de manera mágica reduciendo sus impuestos, es decir, sus ingresos, no se la creen ni siquiera los mercados.
Estos discursos son, además, irresponsables, pues envían a la ciudadanía la idea de que uno de los principales cimientos del sistema es dañino para sus intereses, erosionando su confianza en él. Y, además, engañan. ¿Podría el ciudadano con el dinero de su bolsillo pagarse la Universidad, las infraestructuras de su ciudad, un cuerpo de seguridad, su subsidio del paro, su operación de vesícula o su tratamiento de cáncer?
Pero también la izquierda tiene responsabilidad en esta deslegitimación. Porque no está libre con coquetear con las bajadas de impuestos como algo beneficioso en sí mismo, pero, sobre todo, porque ha dado por perdida la batalla discursiva, limitándose, en el mejor de los casos, a defender los impuestos desde una perspectiva de ricos contra pobres. Focalizar el gasto público en la emergencia social es necesario, pues el Estado debe procurar alternativa a quien no puede hacerlo por sí mismo, pero una cuestión de prioridad no es un fin. Cerrarse en ello genera una división social que termina por devolver al Estado a una lógica caritativa y asistencial mientras deslegitima los impuestos ante una mayoría de ciudadanos que terminan percibiendo que sólo pagan y no reciben nada. No se recuerda lo suficiente que servicios públicos son la sanidad y la educación universales, como también lo son las infraestructuras, la limpieza o la seguridad ciudadana y la jurídica. O que quien vive una situación más cómoda no la vive en el vacío, sino en una comunidad de la que se beneficia de manera directa e indirecta y donde la situación ajena incide en la propia.
Si la derecha debería recuperar la responsabilidad programática y discursiva, la izquierda debería apostar por la claridad conceptual y la defensa de la justicia social.