Todos tenemos prejuicios sobre algo, sobre alguien; quien esté libre de pecado que tire la primera piedra... Como opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal, lo define el diccionario de la Real Academia. Y siempre con connotaciones negativas. ¿Siempre?... Yo pensaba que sí, pero ahora ya no estoy tan seguro.
En el número 182 de Revista de Libros correspondiente al pasado mes de junio leo un interesante artículo ("Theodore Dalrymple contra la corrección política"), que reproduzco íntegramente más adelante con el permiso de Revista de Libros y del propio autor, el economista Luis María Linde (Banco de España/Banco Interamericano de Desarrollo) sobre dos recientes libros ("In praise of prejudice. The necessity of preconceived ideas", Encounter Books, Nueva YorK, y "Our culture, What's left of it. The mandarins and the masses", Ivan R. Dee, Chicago), del médico, psiquiatra y escritor británico Anthony Daniels (n. 1949), que suele escribir bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple, y al que Linde considera como uno de los "escritores políticos más independientes y menos políticamente correctos" de Europa.
Dice Linde que Dalrymple "cree que las sociedades occidentales llevan varios decenios sustituyendo creencias y prejuicios que desempeñaban un papel muy importante para la convivencia y que eran, por ello, cimientos de su modelo político democrático y de sus avances económicos, por otras ideas preconcebidas y nuevos prejuicios que los empujan hacia modelos políticos y reglas morales alejados o contrarios a sus valores". Degeneración cultural, política y moral que afectaría a toda Europa y en las que Gran Bretaña y Holanda ocuparían un primerísimo lugar. La descomposición o desaparición de la vida familiar y el aumento de la violencia en todos los ámbitos y en todas sus formas sería para Dalrymple, según Linde, una de las manifestaciones más claras de esa patología, a la que, paradójicamente, atribuye como causa la doctrina de los derechos humanos, a los que considera "una verdadera catástrofe humana"...
Para Dalrymple, deja de manifiesto Luis María Linde, "nadie puede escapar a obligaciones y mandatos cuya justificación no puede ser probada, es decir, obligaciones y mandatos justificados en o derivados de prejuicios; ningún sistema ético puede existir sin prejuicios; no hay virtud sin prejucios".
Es un análisis denso el que realiza Luis María Linde sobre Theodore Dalrymple (Anthony Daniels), su pensamiento y los dos libros citados, pero su lectura resulta sumamente instructiva, obliga a pensar, recapacitar y, hasta es posible, a replantearnos algunos de nuestros propios "prejuicios"... Les dejo con su artículo "Theodore Dalrymple, contra la corrección política".
Theodore Dalrymple (seudónimo del médico y escritor inglés Anthony Daniels) es muy poco conocido en España; ninguno de sus libros –más de una docena a lo largo de los últimos veinte años– se ha traducido al español y muy pocos de sus artículos, que aparecen con bastante frecuencia en Estados Unidos y en el Reino Unido, se han publicado en España (1).
Dalrymple, nacido en 1949, ha trabajado en Tanzania y Zimbabue, se ha interesado por la situación de varios países latinoamericanos y por los problemas de la ayuda al desarrollo, y ha trabajado en Inglaterra, hasta su jubilación, con personas y familias pobres, inmigrantes, marginales y en la prisión de Birmingham. Su clientela han sido los grupos de población que dan título a uno de sus libros, Life at the Bottom (2) («La vida abajo del todo», o algo similar). Hoy, Dalrymple se encuentra entre los escritores políticos más independientes y menos «políticamente correctos» del Reino Unido y es uno de los más originales y lúcidos analistas culturales y sociales en lengua inglesa y, quizás, en cualquier lengua europea (3).
Dalrymple no es un académico, ni un periodista, ni un político. No le interesa o, al menos, no le interesa primordialmente explicar o discutir ideas ajenas, ni pretende defender o atacar ningún programa político, ni habla en nombre de ningún partido, ni ofrece ningún nuevo código moral. Aunque opina sobre cuestiones políticas o culturales de interés general, escribe, fundamentalmente, a partir de su experiencia profesional como médico y psiquiatra. Lo que le ha interesado es, sobre todo, entender y explicar las creencias y las costumbres, lo que quizá podríamos llamar la «psicología moral» de los grupos más pobres, marginales y peor educados de los países occidentales, con el Reino Unido como experiencia «ejemplar», así como el papel y la responsabilidad de los intelectuales y de los «personajes públicos» en la construcción y justificación de la nueva moralidad que empieza a alumbrarse en el siglo XIX y se convierte en «políticamente correcta» en las sociedades occidentales, empezando por las más ricas, durante los últimos cincuenta años.
Aunque por su falta de intención o ambición sistemática y su forma breve puede recordar, a veces, a los moralistas franceses de los siglos XVII y XVIII, su interés no estriba, como ocurre con esos moralistas, en analizar y entender los entresijos y reacciones de la psicología individual, las «pasiones» del ser humano consideradas como «naturaleza» y, por consiguiente, «invariables». También está lejos, por sus intereses y su estilo, de los dos grandes críticos sociales ingleses del siglo XVIII, Swift y Mandeville –este último no era inglés, sino un holandés emigrado y, por cierto, también médico–, que, con intenciones muy distintas, se ocuparon de las paradojas, los vicios y los absurdos de la sociedad que conocieron.
Dalrymple ha publicado varios libros sobre cuestiones médicas y de salud de interés general (entre ellos, uno con ideas muy contrarias a las opiniones más extendidas sobre la forma de entender y tratar las adicciones a los derivados del opio4) y dos libros en que reunía artículos publicados con anterioridad: Life at the Bottom, al que ya nos hemos referido, y el segundo de los reseñados al comienzo de estas líneas, que podría traducirse como Nuestra cultura, lo que queda de ella. Los mandarines y las masas, que incluye, entre otros artículos de gran interés, uno, «The Goddess of Domestic Tribulations» (La diosa de las tribulaciones cotidianas), realmente antológico, sobre las reacciones sociales, políticas y periodísticas en el Reino Unido tras la muerte en 1997 de Diana Spencer, ex esposa del príncipe Carlos, «la princesa del pueblo», según el título que le dio –la revista Hola no lo habría hecho mejor– el entonces primer ministro británico, Tony Blair.
Dalrymple cree que las sociedades occidentales llevan varios decenios sustituyendo creencias y prejuicios que desempeñaban un papel muy importante para la convivencia y que eran, por ello, parte de los cimientos de su modelo político democrático y de sus avances económicos, por otras ideas preconcebidas y nuevos prejuicios que los empujan hacia modelos políticos y reglas morales alejados o contrarios a sus valores. Cree que el Reino Unido y algunos países del norte europeo –Holanda, quizás, en primer lugar– son los lugares en que ese proceso, que para él significa una verdadera degeneración cultural, política y, en suma, moral, está más avanzado, aunque piensa que el fenómeno afecta, en mayor o menor medida, a toda Europa y, desde luego, aunque con características diferentes, a los dos países ricos de América del Norte: Estados Unidos y Canadá.
¿Cuál es el diagnóstico del psiquiatra Dalrymple? Su último libro, el primero reseñado más arriba, En alabanza del prejuicio, que lleva por subtítulo La necesidad de las ideas preconcebidas (redactado, por así decir, «de nueva planta», ya que no se trata de una recopilación de artículos ya publicados), ofrece una respuesta que gira en torno al adanismo, es decir, el desprecio o rechazo de lo que el pasado pueda enseñarnos, la convicción de que la autonomía moral que podría tildarse de «nueva» o «renacida» es en cada individuo un valor supremo. El adanismo, junto con la igualdad como aspiración y meta suprema de la política, y fundamento y justificación del Estado benefactor y sus muchas y variadas consecuencias, así como el relativismo, fundamento del multiculturalismo, son, para Dalrymple, las manifestaciones de esa patología que está cambiando –a peor, en su opinión– la política y la cultura de las sociedades occidentales. El adanismo moral, la inclinación a rechazar las normas, prejuicios y costumbres heredadas del pasado, se manifiesta desde hace décadas con tal empuje que hace difícil discriminar y salvar o defender los «prejuicios buenos» o no descartar los «malos» cuando ello puede dar lugar a prejuicios aún peores. Pero ¿hay acaso prejuicios buenos?
Como parte de una herencia cuya causa puede remontarse a la Ilustración y a las dos grandes revoluciones del siglo XVIII, la americana y la francesa, la respuesta sería: no, no hay prejuicios buenos, porque las costumbres y reglas heredadas del pasado no pueden ser buenas, algo que, independientemente de otros significados y otras consideraciones es, en sí mismo, un nuevo prejuicio. Su justificación pasa, en última instancia –dice Dalrymple– por el rechazo del pasado, de todo el pasado: las tragedias y los horrores de la Historia no permiten otra cosa, no hay nada que salvar, la Historia no es más que una larga cadena de abusos, latrocinios, crímenes y genocidios.
Esta condena absoluta, sin resquicios, de la Historia lleva a un patrón moral fundado, «bien en un completo amoralismo, bien en la perfecta congruencia moral» (p. 16), es decir, bien en la regla según la cual ninguna regla es peor o mejor que ninguna otra porque ninguna puede justificarse de forma enteramente coherente y racional, bien en la regla que exige perfecta coherencia y congruencia, a falta de lo cual ningún juicio puede ser válido o aceptable: por ejemplo, el colonialismo europeo en África, o el británico en Australia, o el español en América, son absolutamente rechazables porque, cualesquiera que sean los argumentos y razones que puedan aducirse en su favor, se cometieron innumerables abusos, crueldades y crímenes; la democracia formal es una farsa porque no protege por igual a todos y no asegura la igualdad; gran parte de la investigación médica y farmacéutica es moralmente rechazable porque exige la realización de crueles experimentos con animales, e incluso, a veces, con seres humanos que se prestan a ser conejillos de Indias, etc. Los ejemplos pueden multiplicarse.
Tanto el amoralismo como el perfeccionismo moral ofrecen, dice Dalrymple, «una gran ventaja: nos liberan del peso del pasado. Libres de cualquier mancha heredada, tenemos no sólo el derecho, sino la obligación de llegar a todo por nosotros mismos, sin referirnos a nada que algún otro haya podido pensar alguna vez. Somos átomos morales en movimiento, para quienes el pasado no significa nada o, al menos, nada positivo o digno de emulación o, incluso, nada que convenga mantener. El pasado es, más bien, algo a evitar a cualquier precio, no sea que vaya a infectarnos con sus crímenes y sus locuras» (pp. 15-16).
El desarreglo moral e intelectual que significa el rechazo absoluto del pasado como fuente de experiencias aprovechable y, en suma, como fuente de «sabiduría» provoca toda una cadena de desarreglos añadidos en cuestiones cruciales como la educación y la vida familiar, y da lugar a nuevos prejuicios que no tienen más justificación que ser prejuicios que niegan los anteriores o justifican mejor las conveniencias y deseos –del orden que sea y entendidos del modo que sea– de los sujetos que se estiman libres de todo prejuicio.
Uno de los fenómenos más dramáticos con los que ha tenido que tratar Dalrymple durante sus años de ejercicio profesional en Inglaterra ha sido el rápido aumento en el número de mujeres muy jóvenes (muchas, casi adolescentes; algunas, casi niñas; todas ellas, pobres, de bajos niveles educativos, de ambientes sociales en los que la violencia doméstica es moneda corriente, con frecuencia cercanos a la delincuencia) que deciden tener hijos sin estar casadas, sin pareja estable y sin apoyo familiar de ninguna clase. «Derribar un prejuicio no es destruirlo como tal. Es, más bien, inculcar otro prejuicio [...]. El prejuicio de que está mal tener un niño fuera del matrimonio ha sido reemplazado por el prejuicio de que no hay nada en absoluto malo en ello. Pero es interesante señalar que la clase social que primero puso objeciones, en el terreno intelectual, al prejuicio original, es decir, la clase media-alta bien educada, es la que menos probabilidades tiene de comportarse como si el prejuicio original no estuviera justificado. En otras palabras, para esta clase es una cuestión de aseo intelectual, de obtener puntos, de parecer atrevida, generosa, imaginativa y de mentalidad independiente [...] más que una cuestión de política práctica» (p. 25).
Citando los resultados de un informe hecho en el Reino Unido sobre lo que piensan y cómo actúan esas madres solteras (pp. 25-26) y cómo justifican su decisión de tener un hijo sin pareja estable, sin medios económicos, sin apenas posibilidades de obtener un empleo estable y sin apoyo familiar, Dalrymple se pregunta si no habría sido mejor para ellas haber sido educadas con los prejuicios tradicionales: que, para tener un hijo, mantenerlo y educarlo, es mejor esperar a tener una familia y la compañía y ayuda de un padre, que no tener nada de eso. Pero esto es algo que, por varias razones –entre ellas, su carencia de vida familiar, su pobreza y falta de educación, la brutalidad del medio en que se desenvuelven, problemas de drogas y delincuencia–, muchas de esas mujeres consideran completamente fuera de su alcance, un sueño imposible. De forma que el niño que van a mantener, con la única o casi única ayuda, más o menos generosa, mejor o peor, del Estado benefactor, se convierte en su única posesión y consuelo, con lo cual están reproduciendo para esos niños las condiciones familiares y sociales de las que ellas mismas se consideran víctimas y de las que, naturalmente, querrían escapar.
Del prejuicio contra las mujeres que tienen hijos sin estar casadas y contra los niños nacidos fuera del matrimonio se solapa, en parte, con la desaparición del prejuicio a favor de la vida familiar como elemento fundamental para la educación y para la convivencia. Dalrymple se acerca a este «antiguo» prejuicio a través de algo tan aparentemente trivial como es el hecho de que en muchos hogares de «clase baja» en el Reino Unido no hay una mesa y unas sillas que sirvan para que los miembros de la familia se reúnan a comer juntos (capítulo 6), algo que constituye –no parece que exija ninguna demostración– una rutina característica y significativa de la sociedad familiar. La descomposición y, con frecuencia, desaparición de la vida familiar entre los grupos de población de rentas más bajas y niveles de educación más deficientes es, para Dalrymple, una manifestación crucial de la enfermedad que trata de analizar y tiene, entre otras consecuencias, una muy profunda y significativa: la familia es un refugio y, a la vez, un lugar en el que hay que transigir con los demás; la carencia de ese refugio hace a los seres humanos más agresivos, egotistas e intolerantes, y más propicios a entender mejor las relaciones fundadas en, y justificadas por, la fuerza y el poder que por la empatía, la generosidad y la paciencia.
La descomposición o desaparición de la vida familiar es, para Dalrymple, un factor que contribuye directamente al aumento de la violencia en todos los ámbitos y en todas sus formas, algo en lo que, paradójicamente, ha colaborado de forma decisiva, en su opinión, la política de bienestar social de muchos gobiernos europeos. Refiriéndose al Reino Unido, «el Gobierno [se refiere al gobierno laborista en el poder en febrero de 2007] admitirá cualquier cosa menos reconocer que sus políticas sociales y las de gobiernos previos durante los pasados cuarenta años han moldeado una sociedad de psicópatas, en la cual una parte lamentablemente amplia de la población considera al resto de la gente de una forma puramente instrumental, como un medio para el logro de sus fines inmediatos. Esa parte de la población no siente ningún lazo afectivo o solidario de ninguna clase con el resto de la gente»5. Lo más paradójico es que, amparándolo y justificando todo, está la doctrina de los derechos humanos, «una verdadera catástrofe humana [...] [esta doctrina] no sólo proporciona a las instituciones gubernamentales una excusa para introducirse en el tejido de nuestras vidas, sino que, además, tiene un efecto profundamente corruptor en la juventud, adoctrinada para creer que antes de que esos derechos se concedieran (¿o, hay que decir, se descubrieran?) no había libertad [...]. Todavía peor, convence a los jóvenes de que cada uno de ellos es de un valor precioso y único, lo que equivale a decir que más precioso que ninguna otra persona: y que, además, el mundo es una conspiración gigantesca para privarle de todo lo que legítimamente le corresponde. Una vez que alguien está seguro de cuáles son sus derechos, resulta imposible discutir con él; y, así, la razón de la Ilustración se transforma rápidamente en la sinrazón del psicópata»6.
Los prejuicios, las ideas hechas o preconcebidas son inevitables e imprescindibles en la vida privada y en la vida profesional, en el arte, así como en la ciencia, lo que no significa, evidentemente, que todos los prejuicios heredados sean aceptables y que todos deban conservarse. «Sin duda, podemos deshacernos de cualquier actitud en particular respecto a cualquier cuestión dada, pero no podemos deshacernos de cualquier actitud de cualquier clase hacia esa cuestión»7. Creer que los seres humanos pueden y deben vivir y actuar sin prejuicios de ninguna clase, ni ideas preconcebidas, es una especie de metaprejuicio que, además, propone un patrón moral ilusorio, imposible y, por eso mismo, nefasto. Dalrymple cree que uno de los padres de este metaprejuicio moderno es John Stuart Mill, quien convirtió en On Liberty la lucha contra los convencionalismos dominantes en su época en la columna vertebral de sus propuestas morales, aunque es seguro que Mill rechazaría algunas de las interpretaciones y aplicaciones actuales de su exigencia de luchar contra los convencionalismos8.
El tono de Dalrymple es siempre compasivo y comprensivo con los sujetos y casos reales que son la fuente de sus reflexiones, como podía esperarse de un médico que comenta los casos de sus pacientes. Pero hay otro Dalrymple cuando rastrea la formación de la cultura anticonvencional a través de las opiniones, los exabruptos y las elucubraciones de los mandarines, los escritores, intelectuales, artistas y políticos para quienes la destrucción del viejo orden moral nunca fue y no es ahora otra cosa que esteticismo de privilegiados: el paradigma sería Virginia Woolf, a la que detesta, y a quien dedica uno de sus más penetrantes artículos9; la originalidad o la provocación artística (Ibsen o George Bernard Shaw serían dos buenos ejemplos) o pseudocientífica: el ejemplo de esta última sería Peter Singer, profesor en Princeton, apóstol de los derechos de los animales y partidario declarado de legalizar el infanticidio (hasta cierta edad de los bebés, por ejemplo, treinta días), de la eutanasia y, en su caso, de la eliminación, decidida por familiares y allegados, de ancianos, inválidos mentales y enfermos incurables10; o el oportunismo político que está detrás del relativismo y del desvarío multicultural (el ejemplo más evidente y patético: cierta opinión «progresista» occidental según la cual debemos tratar de entender el fundamentalismo islámico y su posición en relación con las mujeres, en vez de criticar y defender cambios inspirados en nuestra cultura e incompatibles con el islam).
Realmente, la tesis más subversiva de Dalrymple es que este proceso de sustitución de prejuicios, que se desarrolla entremezclado con las muy diversas reivindicaciones amparadas en la doctrina de los derechos humanos, empeora, sobre todo, la situación y las posibilidades de las «clases bajas», de los pobres y peor educados, pero también, en algunos casos, de las mujeres y de los niños, es decir, de todos aquellos a los que, supuestamente, quieren favorecer las políticas inspiradas en las convenciones «políticamente correctas»: «Habiendo llevado a cabo una parte considerable de mi carrera profesional en países del Tercer Mundo en los que la implementación de ideales e ideas abstractos ha hecho que situaciones malas llegaran a ser incomparablemente peores, y el resto de mi carrera en medio de la muy extensa infraclase británica, cuyas desastrosas nociones sobre cómo vivir derivan, en última instancia, de ideas de los críticos sociales que son poco realistas, autocomplacientes y, con frecuencia, fatuas, veo ahora la vida artística e intelectual como algo que tiene incalculables efectos e importancia práctica. John Maynard Keynes escribió en un pasaje famoso de Las consecuencias económicas de la paz [...] que el mundo está gobernado por poco más que ideas viejas o difuntas de economistas y filósofos sociales. Estoy de acuerdo: excepto que ahora yo añadiría novelistas, autores de teatro, directores de cine, periodistas, artistas e, incluso, cantantes pop. Son los no reconocidos legisladores del mundo, y debemos prestar atención a lo que dicen y a cómo lo dicen»11.
No hay benevolencia sin prejuicios; no podemos escapar a obligaciones y mandatos cuya justificación no puede ser probada, es decir, obligaciones y mandatos justificados en o derivados de prejuicios; ningún sistema ético puede existir sin prejuicios; no hay virtud sin prejuicios: estas cuatro contundentes afirmaciones, que son títulos de los últimos capítulos de In Praise of Prejudice, resumen la posición de Dalrymple y pueden dar una medida de su distancia respecto de la «corrección política». Y ahora, como decía Sócrates, nos vamos. Sean felices, por favor. HArendt