Orlando Figes es un historiador británico que se nacionalizó alemán tras el Brexit, lo que nos dice bastante de su estilo y personalidad, poco propensa a creer en mitos y populismos, bien se trate de los de Gran Bretaña o los de Rusia. Figes sabe combinar los aspectos narrativos con continuas referencias a la cultura y a la historia de las ideas, aspectos sin los cuales la historia de los acontecimientos políticos es forzosamente fragmentaria e incompleta. En mi opinión, su obra más lograda es El baile de Natasha, la mejor introducción al legado cultural ruso para todo tipo de lectores. Por lo demás, su estudio de La revolución rusa 1917-1924 resulta no menos indispensable para entender cómo llegó al poder y se consolidó en Rusia el régimen bolchevique de Lenin.
Faltaba, sin embargo, una historia más completa de Rusia, que el autor ha completado coincidiendo con la invasión de Ucrania, por lo que esta obra resulta muy oportuna. Aunque más de la mitad del libro abarca los últimos dos siglos de historia rusa, no es una historia incompleta o sesgada porque Figes sabe relacionar muy bien, incluso los sucesos más remotos, con la actualidad más reciente. Para entender Rusia, acaso más que a otros países, hay que conocer bien la historia, porque la historia y la memoria siempre han sido objeto de instrumentalización por el poder ruso hasta el momento presente. Los más brillantes análisis políticos siempre estarán incompletos o, lo que es peor, sujetos a error, si se prescinde de la historia de Rusia. Esta afirmación la compartía, sin duda, el diplomático estadounidense George F. Kennan. Durante los años de la posguerra fue famoso por su «telegrama largo», un informe para su gobierno, con trazos de ensayo literario, y que sirvió de modelo para la política de contención en la guerra fría. Pero precisamente por dar suma importancia a la historia y la cultura, la carrera diplomática de Kennan no desembocó en responsabilidades de gobierno, pues dichas responsabilidades suelen ser cortoplacistas.
Orlando Figes elige como punto de partida para su viaje por la historia de Rusia la ceremonia de inauguración el 4 de noviembre de 2016 de una estatua de bronce de unos 20 metros de altura junto al Kremlin: la de Vladímir, considerado santo por la Iglesia ortodoxa y fundador de la Rus de Kiev, un estado medieval del siglo IX, una figura que el poder ruso de la época zarista, e incluso Gorbachov durante la perestroika, consideró como el fundador de Rusia, o mejor dicho del «mundo ruso», en el que Rusia, Ucrania y Bielorrusia forman un todo, tal y como recordaría Putin en el verano de 2021 en un largo ensayo alojado en la web del Kremlin, en el que la historia y los propósitos políticos iban de la mano. El discurso de Putin en la referida ceremonia estuvo marcado, tal y como era su finalidad, por una inmersión en la trascendencia histórica. En contraste, Figes pone el acento en las palabras pronunciadas entonces por Natalia Solzhenistin, la viuda del escritor, y que no debieron de responder a las expectativas de Putin. Aquella mujer se limitó a recordar que a los rusos nada les enfrenta tanto como el pasado y pidió respeto por la historia, sin dejar de añadir este recordatorio que nunca será del agrado de quienes utilizan la historia como arma arrojadiza: «hay que juzgar el mal con honestidad y valentía, sin justificarlo ni barrerlo debajo de la alfombra para esconderlo». En la fecha del discurso de Putin ya se había producido la anexión de Crimea por Rusia, y por eso el presidente ucraniano, Petro Poroshenko, comentó que Rusia pretendía apropiarse de la historia de Ucrania, pues en Kiev, Vladímir, en ucraniano Volodímir, cuenta con una estatua algo menor en tamaño que la del Kremlin, alzada en 1853. Para el entonces presidente ucraniano, Volodímir era «el creador del estado medieval europeo de la Rus de Kiev». Su percepción de la historia servía para subrayar que Ucrania había hecho una elección por Europa, al considerarse heredera de la civilización cristiana de Bizancio y no sentirse parte de la cultura rusa. Son dos relatos incompatibles de la identidad nacional que ahora se enfrentan en el campo de batalla.
Además, Figes trae a colación una conocida cita de George Orwell: «Quien controla el pasado, controla el futuro… Quien controla el presente, controla el futuro». Es el perfecto ideal de todo totalitarismo, aunque hoy habría que matizar que no es seguro que siempre sea así, porque si el relato del pasado, construido desde el poder, choca con la realidad y las frustraciones del presente, no está garantizada la credibilidad y perdurabilidad de ese relato. En cualquier caso, el estado ruso es un ejemplo de cómo las ideologías dominantes instrumentalizan la historia. En Rusia la historia no se puede separar de la política, y la política no se puede separar de la historia. De ahí que este libro pueda ser interpretado como un rechazo de su autor a las manipulaciones históricas, en las que no resulta fácil distinguir entre la historia completa y la memoria selectiva, pues ese es el objetivo del poder establecido. Putin se ha entregado en cuerpo y alma al historicismo, y cuando esa mentalidad encuentra un amplio eco en la sociedad, las propias categorías de izquierda y derecha se diluyen. Todo es válido para realzar la «epopeya nacional», donde caben toda clase de personajes: desde el príncipe Aleksandr Nevski, vencedor de los suecos y los caballeros teutónicos en el siglo XIII, hasta el propio Stalin, que no solo venció a los invasores nazis, sino que llevó a las tropas soviéticas a Berlín. Es una perspectiva que lo asume todo: la época medieval, pese a la dominación de los mongoles de la Horda de Oro; la época zarista y la época soviética con correcciones, en la que Stalin y su «guerra patriótica» de 1941-45 salen mejor parados que Lenin y sus bolcheviques, pues contribuyeron a disgregar el imperio de los zares.
Uno de los aspectos más interesantes de la obra de Figes es la reflexión que hace sobre el pasado mongol de Rusia. La interpretación histórica de Putin es que Rusia salvó a Europa de la amenaza de las hordas asiáticas, y también la salvó de las dominaciones napoleónica y hitleriana. Europa, por no decir Occidente, nunca se ha mostrado agradecida, y su respuesta siempre ha sido debilitar a Rusia, su cultura eslava y su fe ortodoxa, tratando de imponerle el secularismo e individualismo surgidos en el Renacimiento europeo. Esta era la tesis de los eslavófilos del siglo XIX, opuestos a toda reforma basada en la occidentalización. Sin embargo, Figes no comparte esa percepción acerca de los mongoles, también conocidos como tártaros, y expone una serie de argumentos acerca de la influencia de los mongoles en Rusia. Señala que, en 1680, en la corte del zar, había 915 familias nobles, de las que 156 tenían origen mongol. Ese mismo origen lo comparten destacadas figuras de la cultura como Turguénev, Bulgákov o Rimski-Kórsakov, y no faltan estudios que relacionan a los rusos con una psique oriental caracterizada por la contemplación, el fatalismo o la primacía de lo colectivo sobre los intereses individuales. En la primera mitad del siglo XIV, una época en que los rusos estaban sometidos al kanato de la Horda de Oro, la influencia de las instituciones políticas mongolas era notable, tanto en la administración como el ejército. Estas consideraciones fueron utilizadas por intelectuales críticos con el sistema político en los siglos XIX y XX: Herzen decía del zar Nicolás I que era «un Gengis Khan con telégrafo», y Bujarin opinaba de Stalin que era «un Gengis Khan con teléfono». La conclusión es muy clara. Por mucho que los rusos se hubieran liberado del yugo tártaro, el despotismo oriental no desapareció de la política rusa. Antes bien, se consolidó en forma de una autocracia patrimonial, en la que el estamento noble, los boyardos, no se parecía en nada a los señores feudales de Europa occidental, pues la propiedad de sus tierras podía ser revocada en cualquier momento por el zar, el verdadero soberano de la tierra rusa. La fortaleza del Kremlin, en la que están encerradas varias iglesias al no haber ningún tipo de separación entre la esfera política y espiritual, es uno de los ejemplos más visibles de la autocracia zarista.
Liberados del dominio de la Horda de Oro, aunque persistiera el kanato de Crimea hasta 1783, el estado ruso, o más bien moscovita, se fue expansionado hacia el este por las tierras siberianas, mientras se mantenía a la defensiva en el Báltico frente a suecos y polacos. El final del siglo XVI, tras el reinado de Iván IV el terrible, dio lugar a la «época de los disturbios», un período de inestabilidad que finalizó con la llegada de la dinastía Romanov en 1613. Tiempos de rebeliones, aunque a la vez de expansión territorial, sobre todo con Pedro el Grande, vencedor de los suecos en tierras ucranianas, un episodio también evocado en esa cruzada cultural que es la guerra de Ucrania. Pedro fue además el artífice de una revolución cultural, la de un acercamiento a Europa plasmado en la fundación de San Petersburgo, si bien al mismo tiempo el zar se hacía llamar «imperator» y estaba al frente de un estado policial absolutista. Las revoluciones palaciegas, en la que nos faltan los magnicidios, salpicaron el siglo XVIII, en el que el único reinado a la altura del zar Pedro es el de Catalina la grande. Más revolución cultural en la línea del despotismo ilustrado y más expansión territorial, incluyendo la anexión de Crimea. Sin embargo, el impacto de la Revolución francesa, que sacudió a toda Europa, frenó las supuestas inclinaciones reformistas de zares como Alejandro I, nieto de Catalina y vencedor de Napoleón, y que impulsó la Santa Alianza ante la amenaza de nuevas revoluciones liberales. Su hijo y sucesor, Nicolás I, reaccionará ante los ciclos revolucionarios europeos de 1830 y 1848 con una política basada en los ejes de la ortodoxia, la autocracia y la nacionalidad. Este reinado terminó, sin embargo, con la derrota de Rusia frente a Gran Bretaña y Francia en la guerra de Crimea (1854-1856). El resentimiento resultante parece haber perdurado hasta el día de hoy.
La incompetencia de los gobiernos, la corrupción, el atraso tecnológico y una creciente brecha social irán socavando a lo largo del siglo XIX el mito de la santa Rusia y del zarismo. La emancipación de la servidumbre, decretada por Alejandro II en 1861, liberó a los campesinos de la sujeción a los terratenientes, pero no convirtió en realidad sus aspiraciones sobre la propiedad de la tierra. Con todo, el sistema de autogobierno de los consejos locales (zemtsvos), establecido en 1864, unido a las nuevas leyes de educación y las reformas judiciales, podían, en opinión de Figes, haber contribuido a una sociedad más liberal, Paralelamente surgió el mito del sencillo pueblo ruso portador de los ideales socialistas y apareció el movimiento populista que idolatraba al campesinado hasta el punto de que muchos estudiantes acudían en los veranos a las zonas rurales con la esperanza de convertir a los campesinos a su lucha revolucionaria. Era una labor que requería paciencia, pues los labriegos se mostraban poco receptivos, si bien otros representantes del populismo decidieron que los campesinos solo se unirían a la causa si se paralizaba a un estado policial por medio de revueltas políticas y actos de terrorismo. En uno de ellos se asesinó al zar en 1881, y la respuesta de su hijo, Alejandro III, fue enquistarse en el sistema autocrático con una serie de políticas represivas que afectaron particularmente al campesinado y a las minorías nacionales. El último de los zares, Nicolás II, siguió considerando su soberanía como absoluta. Cometió el trágico error, como bien apunta Figes, de no escuchar las demandas planteadas por una emergente sociedad civil para desempeñar un papel más relevante en el gobierno hasta que fue demasiado tarde. La revolución de 1905, iniciada con el domingo sangriento de San Petersburgo, desembocó en una huelga general que paralizó Rusia. El zar se vio obligado a firmar el Manifiesto de Octubre, en el que se garantizaba la libertad de expresión, reunión y religión, y se establecía una asamblea legislativa o Duma. Pero de ahí no saldría una constitución, pues las leyes fundamentales seguían otorgando el poder absoluto al soberano. Además, las reformas políticas resultaban insuficientes para quienes defendían las reformas sociales. No había mejora de las condiciones laborales ni propiedad de la tierra para los campesinos.
La entrada de Rusia en la Primera Guerra Mundial, una guerra de desgaste, pese a la extendida creencia en la aplastante superioridad numérica de unos soldados mayoritariamente campesinos, fue la antesala de la revolución. Esta acabó con la monarquía, pero no cuestionó el poder de un único líder, pues el pueblo seguiría pensando que «toda república tiene la necesidad de un buen zar». Una mentalidad que más tarde haría a la población receptiva al culto soviético al líder, y que sigue existiendo en nuestros días. Los bolcheviques declararon la guerra a la vieja Rusia y en los primeros tiempos pretendieron dar al mundo la imagen de haber construido un estado obrero, pero, en cambio, uno de los efectos del gobierno de Stalin fue el apogeo de la gran Rusia, la Madre Patria, que surgió con más fuerza que nunca tras la victoria soviética de 1945. Sin embargo, el estancamiento del sistema político, que no pudo reactivar la perestroika de Gorbachov, contribuyó a despertar los nacionalismos de los pueblos sometidos, que fue lo que contribuyó a la caída de la Unión Soviética en 1991.
Orlando Figes se pregunta por qué de los acontecimientos de 1917 y 1991, con el final de un estado autocrático, no surgió la democracia en Rusia. En el primero de los casos se impuso una minoría organizada dirigida por Lenin, y en el segundo no hubo ninguna revolución anticomunista. Las viejas élites fueron sustituidas por otras, que hasta entonces desempeñaban papeles secundarios y la corrupción salpicó al poder, aunque los líderes occidentales se empeñaban en considerar a Boris Yeltsin como un «reformador democrático». Más tarde llegará Putin, empeñado en la construcción de un estado fuerte y centralizado, y que asume una interpretación estatista y conservadora de la historia rusa. Según Figes, Occidente cometió el error de considerar a los rusos como los perdedores de la guerra fría e inició un proceso de ampliación de la OTAN, sin tener en cuenta las inquietudes geopolíticas de Moscú.
Una de las conclusiones que se pueden extraer de este libro es que Rusia pretende estar luchando por su identidad nacional, o si se quiere por su religión nacional, en la que las ideas de la «santa Rusia» o el «santo zar» parecen estar muy presentes. El discurso del poder pasa también por comparar el conflicto de Ucrania con los de 1812 y 1941, que son las de invasiones francesa y alemana. El detalle de que la invasión, calificada en este caso de «operación militar especial», fue iniciada por los rusos no tiene eco en este mensaje. Como historiador, encuentro una cierta similitud con el argumento del historiador Edward Gibbon sobre la expansión de Roma: sus necesidades de seguridad obligaban a los romanos a las anexiones de territorios vecinos. Por lo demás, la percepción de Moscú sobre su seguridad se expresa muy bien en este detalle: la diplomacia rusa se refirió en febrero de 2022 al derecho de legítima defensa inmanente, reconocido en el art. 51 de la Carta de las Naciones Unidas. Se puede hablar incluso de cruzada cultural contra Occidente, que no tendría derecho a imponer sus criterios sobre la libertad y la democracia en el «mundo ruso», del que Ucrania forma parte. Otra observación de índole personal es que un argumento similar podría encontrarse en la revolución iraní de 1979, surgida como respuesta a los intentos de occidentalización del Sha Reza Pahlevi, y que pudo triunfar gracias a la precisa combinación entre la religión y el nacionalismo.
Si bien el libro de Figes se empezó a escribir antes de la guerra de Ucrania, ahora es un valioso instrumento para comprender lo que está pasando en Rusia, un país en el que la historia se asemeja a una muralla infranqueable. Al terminar de leerlo nos puede quedar la impresión de que Rusia está condenada a ser prisionera de la historia, pero Orlando Figes está ahí para recordarnos que hubo capítulos de esa historia en que Rusia podría haber tomado un camino más democrático: el autogobierno en las ciudades medievales, las comunas campesinas, los hetmanatos cosacos, los zemstvos o consejos locales… El autor insiste en contar de nuevo todas estas historias para contribuir a cambiar el trágico destino de Rusia. Antonio R. Rubio Plo es profesor de Relaciones Internacionales y de Historia del pensamiento político y analista de temas de política internacional.