lunes, 29 de abril de 2024

[ARCHIVO DEL BLOG] El poder y la locura. [Publicada el 13/06/2019]










Quien consolida el mando sin término ni restricciones sólo atiende su propio criterio obsesivo, comenta en El País nicaragüense Sergio Ramírez, escritor y Premio Cervantes 2017. 
Los temas que la literatura nunca abandona, comienza diciendo Ramírez, porque se hallan en la sustancia de la condición humana, son pocos: el amor, la locura, la muerte, el poder. Lo sabían bien los trágicos griegos, sabios en representar el poder como una forma de locura; y no hay nadie más explícito que Shakespeare al examinar esta enajenación capaz de trastornar el mundo. A Eurípides se atribuye una frase lapidaria, aquella de que los dioses vuelven loco primero a aquel a quien quieren perder, como ocurrirá con Ricardo III, “alguien criado en sangre, y en sangre asentado”.
El poder entorpece la razón de quienes lo ejercen con desmesura, y entonces terminan llamando la atención de los dioses, que, según recuerda Heródoto, nunca se ocupan de las acciones de los pequeños e insignificantes, porque estos, alejados del ruido, no suelen despertar sus iras, “puesto que la divinidad sólo tiende a abatir a aquellos que descuellan en demasía”. Para eso tienen a su disposición a Némesis, la deidad de la venganza, presta a lanzarse contra el demonio de la hubris, esa enfermedad que pierde a los mortales encumbrados en su vanidad y en su orgullo destructivo cuando son dueños del mando absoluto.
Némesis castiga sin piedad a quienes se erigen por encima de los demás mortales sin atender a ninguna clase de límites, sordos a los clamores de la ley y a las voces de la cordura, porque se convierten en posesos de esa hubris que emponzoña sus cerebros y los nubla de vapores maléficos. Es la locura a que Lady Macbeth incita a su marido para apoderarse del reino usando de los instrumentos más mortíferos y eficaces, la traición, la vileza, la falta de escrúpulos, la perfidia, y el asesinato como necesidad de estado.
El síndrome de hubris tiene hoy categoría clínica gracias al médico y político británico sir David Owen, quien define las características principales de este padecimiento mental, tan viejo y persistente, en su libro de 2008 En el poder y en la enfermedad; un trastorno de la personalidad que no se da sino en el medio de cultivo del poder, que lo activa y exacerba.
El poder que enajena los sentidos y altera radicalmente la conducta es aquel que llega a tener carácter de absoluto, y que ha sido conseguido gracias a un éxito aplastante, por ejemplo una revolución armada, un golpe de estado, un triunfo electoral avasallador que como consecuencia favorece la supresión de las reglas del juego democrático.
El predestinado obedece a su propia obsesión y se quedará por largos años, las más de la veces sin plazo definido, y sin controles ni contenciones, porque todo el aparato de estado llega a funcionar bajo su arbitrio único. El tiempo desaparece de su mente, y aún la idea de la muerte le llega a parecer extraña.
Quien consolida el mando sin término ni restricciones sólo atiende su propio criterio obsesivo; se niega a escuchar a los demás, y quienes lo rodean temen expresar sus propias opiniones; el examen de los detalles al tomar las decisiones se torna irrelevante porque lo que importa son los propósitos mesiánicos.
Es un poder narcisista, y lo único que vale es la búsqueda obsesiva de un lugar en la historia. Es cuando el dueño del poder absoluto comienza a hablar en tercera persona al referirse a sí mismo, o se envuelve en el nosotros mayestático. Y si llega a pensar que no es comprendido en su tiempo, tiene la certeza absoluta de que la historia, que también es propiedad suya, le hará justicia.
Ahora sólo es capaz de hablar consigo mismo. Es el monólogo de la soledad, donde sólo hay justificaciones complacientes ante cada acción emprendida. La pérdida de contacto con la realidad se le vuelve imperceptible.
Y la visión mesiánica, que crece en el vacío de la irrealidad, no se cuida de los costos políticos. Todas las decisiones son acertadas, y por tanto moralmente válidas. El dueño del poder, que es a la vez dueño de la verdad, se acerca al abismo sin darse cuenta porque no queda nadie que se lo advierta.
Némesis llega para restablecer el equilibrio natural del universo, en el que la desmesura debe ser corregida, no importan el ruido y la furia con que el hubris se deshace en pedazos en su caída. Al fin y al cabo se trata de derribar ídolos de sus pedestales de cera, y el bronce hueco resuena en ecos contra el suelo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












domingo, 28 de abril de 2024

De la espiral del odio







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Vivimos una deriva que nos está rompiendo como país y como ciudadanos, dice en El País el escritor Guillermo Altares, y ha llegado el momento de pensar en cómo pararla. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com





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La espiral del odio
GUILLERMO ALTARES
26 ABR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

La secuencia más brutal y comentada de la película Civil war, un filme que transcurre durante una guerra civil en Estados Unidos en un presente indeterminado, describe a dos militares —nadie sabe a qué bando pertenecen ni por quién luchan— que retienen a un grupo de periodistas, que han pillado a los soldados llenando una fosa común. Uno de ellos pronuncia una frase sobre la que muchos columnistas estadounidenses llevan especulando desde que se estrenó hace dos semanas: “¿Vosotros qué clase de americanos sois?”. El impacto de esta escena va mucho más allá del cine: se debe a que Estados Unidos sufre un momento de polarización tan radical que la mayoría de los espectadores la consideran perfectamente plausible.
No es una imagen de un futuro cercano, sino un reflejo, tal vez exagerado, tal vez no, de un presente en el que las cosas van cada vez peor. Vista desde aquí, resulta casi imposible no hacerse una pregunta: ¿llegaremos en España a una situación parecida? ¿Veremos a un tipo con el torso desnudo y cuernos en el Congreso? ¿Estamos ya en ella y todavía no somos conscientes de que hemos cruzado el Rubicón del odio sin darnos cuenta? Aquí también se pronunció en una manifestación masiva una frase similar: “españoles de bien”, lo que implica que los hay de mal.
España vive uno de los momentos más polarizados y envenenados de su historia reciente. Resulta difícil saber cuándo empezó: tras los atentados del 11 de marzo de 2004 y el descomunal bulo que siguió; con el proceso independentista en Cataluña; con la moción de censura que llevó a Pedro Sánchez al poder o con las elecciones del 23 de julio. Pero se han normalizado cosas que no deberían ser en absoluto normales: la negativa a reconocer la legitimidad de un Ejecutivo surgido de las urnas, insultos intolerables —ni siquiera nos extraña ya el “Me gusta la fruta” o que “Te vote Txapote”—, mentiras descabelladas y dañinas —un Gobierno “organiza” un atentado con una o varias organizaciones terroristas para “tomar el poder”; estamos actualmente en una “dictadura”, aunque, curiosamente, “Franco no fue un dictador”—. Vivimos en una sociedad cada vez más envenenada por el odio y lo que nos demuestra la historia reciente —la Segunda República, la República de Weimar, Estados Unidos bajo Trump— es que esto siempre acaba mal, no necesariamente en una guerra civil como la que describe el filme de Alex Garland, pero sí en una sociedad rota. Pero no todo el mundo tiene la misma responsabilidad.
Poner todo el peso de la situación en los medios de comunicación nos lleva a una pendiente peligrosa porque su principal función es criticar al poder. Es cierto que existen periodistas que son máquinas de bulos, infundios y odio y pseudomedios, subvencionados además por administraciones públicas, que publican cualquier cosa con tal de que sea falsa y venenosa. Pero también hay periodistas especializados en hacer entrevistas incómodas y preguntas con cargas de profundidad e investigaciones periodísticas que, tal vez, no lleguen a nada; pero que forman parte del juego democrático deseable.
La Primera Enmienda de la Constitución estadounidense es uno de los pilares de la libertad de expresión en el mundo. El fallecido periodista jurídico Anthony Lewis explica en Freedom, un ensayo sobre la historia de este texto, que “el compromiso de Estados Unidos con la libertad de expresión es muy interesante porque emerge de una sociedad especialmente represiva”, la Inglaterra de la Reforma y la Europa que se movilizó contra los efectos de la Revolución Francesa. La Primera Enmienda se añade a la Constitución en 1791 y señala: “El Congreso no podrá hacer ninguna ley con respecto al establecimiento de la religión, ni prohibiendo la libre práctica de la misma; ni limitando la libertad de expresión, ni de prensa; ni el derecho a la asamblea pacífica de las personas, ni de solicitar al gobierno una compensación de agravios”. Y esa libertad de expresión casi total puede generar momentos realmente incómodos —marchas de nazis por barrios con mayoría de población negra, racismo sin disimulo ni matices, ceremonias del Klu Klux Klan…—, pero también alguna de las cumbres del periodismo universal: los Papeles del Pentágono o el Watergate no hubiesen sido posibles sin la protección de la Primera Enmienda.
Uno de los casos más interesantes que llegaron al Supremo fue el de Jerry Falwell contra Larry Flint —que Milos Forman convirtió en una estupenda película—. El editor de la revista Hustler había insultado gravemente al telepredicador de extrema derecha en una sátira muy ofensiva —básicamente, le había dibujado acostándose con su madre en unos retretes públicos—. Cuando el caso llegó al Supremo en 1988, su sentencia fue sorprendente: le dieron la razón a Flint. “El debate sobre los asuntos públicos no será libre si quien participa en él corre el riesgo de ser conducido a un tribunal si se expresa con odio; incluso si se habla con odio, las manifestaciones o ideas en las que honestamente se cree contribuyen al libre intercambio de ideas y al esclarecimiento de la verdad”, reza una sentencia que acaba sosteniendo: “Concluimos pues que los personajes públicos y los cargos públicos no tienen derecho a ser indemnizados por los daños morales que deliberadamente les causen publicaciones como las que de aquí se trata”. La frontera que establece el Supremo está en la mentira, que no estaría protegida por la Primera Enmienda. Pero sí los ataques, por muy brutales y personales que fueran.
Es evidente que panfletos tóxicos y periodistas funestos y mentirosos, que desprenden una halitosis mental que flota sobre la sociedad, no ayudan a hacer el clima más respirable. Pero la responsabilidad no reside solamente en ellos. De hecho, la mayoría no los lee ni escucha casi nadie, su única relevancia está en la difusión que logran en las redes sociales y, sobre todo, en su influencia sobre algunos políticos. Porque ahí reside el auténtico problema: no aceptar las reglas de juego, utilizar la mentira como arma constante para descalificar al enemigo, negarse a aceptar los resultados electorales y retirarle a un Gobierno, y a la mayoría que lo apoya, la legitimidad que les han dado los ciudadanos es un tremendo error. No hace falta ir muy lejos en la historia para verlo: el deterioro que ha sufrido la democracia estadounidense es evidente, no tanto bajo la presidencia de Donald Trump, sino desde que se negó a aceptar que había perdido las elecciones.
Ellos —y no están en un único partido— son los principales responsables, por encima de los medios, de la “máquina de fango” de la que hablaba Pedro Sánchez en su carta a la ciudadanía, en la que anunciaba que se tomaba cinco días para reflexionar si seguía como presidente de Gobierno o presentaba su dimisión. Más allá de que sea una decisión acertada o un tremendo error, este último giro de guion en una carrera política llena de sorpresas debería hacernos reflexionar sobre el poder del odio y el tipo de sociedad en el que queremos vivir: una en la que haya desaparecido la verdad y cualquier insulto sea legítimo u otra en la que haya un acuerdo mínimo sobre lo tolerable y lo intolerable —incluso sobre lo que es real o no—. Porque el camino por el que nos están arrastrando nos puede llevar algún día a responder a la pregunta de qué clase de españoles somos. Vivimos una deriva que nos está rompiendo como país y como ciudadanos. Y ha llegado el momento de pensar en cómo pararla. Guillemo Altares es escritor.



















[ARCHIVO DEL BLOG] Populismo bueno, populismo malo. [Publicada el 16/05/2017]











El periodista Edgar Schuler, jefe de Opinión del diario suizo Tages-Anzeiger, escribía ayer en El País (y yo lo reproducía en una de mis Tribuna de prensa) sobre el exceso de sobrevaloración que en Europa estamos haciendo de la fuerza de los movimientos populistas tanto de izquierdas como de derechas. Pienso que tiene razón, pero eso no obsta a que sea el tema casi cotidiano en todos los medios de difusión europeos.
Por ejemplo, lo hacía también en El País el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco, con un artículo del que he tomado el título para esta entrada de hoy escrito antes de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas, que comenzaba diciendo que dado que los extremos tienen grandes dificultades para pactar, quizá  es mejor (como ha hecho Podemos recientemente) escenificar una moción de censura que pactarla. La paradoja, añade, es que quienes desean hacerse cargo de la totalidad o la consiguen o se retiran al rincón de la minoría.
En tiempos de incertidumbre, sigue diciendo, establecer alguna distinción nítida ofrece más ventajas psicológicas que políticas. Reconforta saberse en el lado bueno de la historia y, sobre todo, tener alguien sobre el que desplegar toda la ira (aunque la designación del destinatario no sea del todo acertada y nosotros mismos tengamos algunos reproches que hacernos a nosotros mismos). Esta función de antagonismo consolador la ejercen contraposiciones del estilo de la casta y la gente, el pueblo y el sistema, la trama y los inocentes, el establishment y la periferia, perdedores y ganadores de la crisis, aparatos y bases. Cada uno de ellas aporta un matiz a la descripción del combate, todas tienen sus buenas razones, pero también un elemento de debilidad y paradoja, e incluso pueden representar algún peligro amenazante para esa democracia en la que dicen querer profundizar.
Para apaciguar ese temor, añade, hay quien ha recurrido a introducir otra entre buenos y malos populismos (lo cual plantea la paradoja de que ya no estaríamos ante una distinción tan rotunda sino un curioso menage à trois que debería obligarnos a disquisiciones más sutiles, que una campaña electoral por supuesto no permite). Además de los malos per se, habría populismos buenos y populismos malos. No han faltado analistas o miembros de la nueva izquierda populista que han reintroducido de este modo la categoría supuestamente periclitada de derecha e izquierda. ¿En qué quedamos? ¿Se había superado la distinción entre izquierda y derecha o la mantenemos a nuestra disposición para usar de ella cuando nos convenga, como hacían otros con el “uso alternativo del derecho”?
En ciertos países, continúa más adelante, como Portugal, España o Italia, hay un populismo democratizador y progresista, mientras que en otros, como Francia, Alemania u Holanda, el populismo se ha traducido en un movimiento reaccionario. Si alguien recuerda (como Rubén Amón en estas páginas de El País) las coincidencias entre unos y otros, provocaría que los aludidos sacaran a pasear todas sus buenas intenciones, pero el problema persiste una vez terminada la jauría digital. Pensemos en el caso de las actuales elecciones presidenciales francesas. No solo se trata de que entre los votantes de cada candidato quienes más tienen a Le Pen como su segunda mejor opción son aquellos que presuntamente menos se le parecen, los de Mélenchon; tampoco me refiero a las evidentes coincidencias programáticas (salida de la UE, posicionamiento geoestratégico, políticas sociales, soberanía nacional), sino a las similitudes de lógica política: ambos comparten una descripción antagonista del espacio político; para ambos está muy claro quién es el pueblo y quién no lo es. Y esto a mí me preocuparía incluso aunque estuviera inequívocamente del lado de los buenos.
Chantal Mouffe, comenta, vino en apoyo de Jean-Luc Mélenchon durante la campaña electoral al introducir esa distinción entre el populismo de radicalización democrática y el populismo autoritario en un artículo en Le Monde. He tenido diversas ocasiones la posibilidad de discutir con Mouffe esta distinción porque me parece que no es sensible a su potencial antipluralista, como han señalado, entre otros, Pierre Rosanvallon en su magnífico libro Le peuple intruovable, Gérard Grunberg o, más extensamente, Bernard Manin en sus estudios sobre la democracia representativa. Esta estrategia es un instrumento potencial de exclusión. Quienes la utilizan están continuamente tentados de confundir al adversario político con un enemigo del pueblo. Quien dispone del arma privilegiada que identifica con precisión lo “popular”, administra al mismo tiempo la legitimidad. En la medida en que declara como adversarios del pueblo a quienes no comparten una determinada posición política es muy fácil que acaben pensando que los discrepantes no pertenecen a la comunidad política.
En cambio, afirma Innerarity, el pluralismo (que podríamos adjetivar como liberal, republicano o socialdemócrata) insiste en mantener la distinción categórica entre el desacuerdo político y la no pertenencia a la comunidad. Es un principio democrático fundamental que quien discrepa sigue perteneciendo a los nuestros y tiene los mismos derechos a hacer oír su voz que si formara parte de la mayoría. Hay momentos de decisión en los que se reconfiguran minorías y mayorías, mandatos que no proceden del pueblo soberano sino del modesto recuento de votos que determina quién manda y quién debe obedecer por un tiempo, no quien forma parte o no del pueblo. Lo importante es que esta minoría es excluida de las funciones de gobierno pero no de la pertenencia a la colectividad, al pueblo. Esa posición (haber perdido pero no abandonar la comunidad) se traduce en la posibilidad siempre abierta de, bajo determinadas condiciones, revisar e incluso revocar las decisiones adoptadas, lo que viene acompañado por el derecho de la minoría a dejar de serlo en algún momento y convertirse en mayoría. Para que eso sea una posibilidad real, las minorías actuales deben disponer de los medios de supervisión, control y crítica pero, sobre todo, del derecho de no ser considerados como enemigos exteriores o adversarios del pueblo.
Este es el núcleo del debate que me interesa, añade, de lo que resulta verdaderamente preocupante, más allá de las escaramuzas electorales del momento. Los populistas de izquierdas reiteran sus convicciones pluralistas y debemos aceptar la sinceridad de sus convicciones, lo cual es perfectamente compatible con unos conceptos y unas prácticas que las contradicen. El pluralismo es muy exigente y a ninguna mayoría triunfante le gusta que le pongan dificultades. Conocedores de esa tendencia, deberíamos abstenernos de ciertos modos de argumentar y movilizar que pueden afectar a los derechos de quienes no piensan como nosotros.
Del mismo modo, señala, que ciertos elitismos expulsan sistemáticamente del “nosotros” que manda a los que consideran ignorantes o el populismo de derechas tiene un concepto del nosotros nacional que excluye a casi todos los de fuera (y a buena parte de los de dentro), el populismo de izquierdas tiene a su disposición, con los términos que pone en circulación (casta, sistema, trama, élites…), de poderosos instrumentos de exclusión masiva.
Íntimamente unido al problema de excusión que lleva implícito un antagonismo así entendido, sigue diciendo, están los derivados de su simplicidad: su tendencia a ritualizar y gesticular la oposición; su preferencia por los temas de agenda política en los que las diferencias son más llamativas frente a otros con menores desacuerdos; su propensión a quedar embelesados por una cierta magia de las palabras que suele ir unida a una excesiva confianza en el poder de la escenificación; su preferencia por la rotundidad frente a los matices.
Teniendo en cuenta esta simplicidad conceptual, concluye su artículo, y, sobre todo, la desconfianza que producen hacia dentro y hacia fuera, no es extraño que tengan también enormes dificultades para ponerse pactar con otros. ¿Cómo explicas a los tuyos que has acordado algo con quienes no pertenecen al pueblo y que, sin embargo, necesitas para cambiar las cosas, aunque no en la medida en que desearías? Es la paradoja de quienes desean hacerse cargo de la totalidad: que o la consiguen por procedimientos violentos (lo que no parece ser el caso) o se retiran al rincón de la minoría escogida pero improductiva, que mantiene íntegras las esencias pero no ha cambiado nada de esa realidad que tanto les indignaba. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt















sábado, 27 de abril de 2024

Sobre el envilecimiento de la democracia. Especial 3 de hoy sábado, 27 de abril

 






Envilecimiento democrático
JORDI GRACIA
27 ABR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

No podía ser de otra manera: las lecturas e interpretaciones de la carta de Pedro Sánchez se han movido entre los extremos de la frivolidad sulfurosa de la derecha y la ultraderecha y la circunspección analítica de la izquierda con múltiples variantes intermedias. La carta es un acto individual de un presidente que decide aparcar durante unos días —y durante las horas de escritura de la carta— su agenda pública para compartir con la ciudadanía la angustia ante un clima político-mediático inducido. El actual envilecimiento democrático no es un azar de la naturaleza sino el producto de una lluvia constante y casi siempre muy aborrascada destinada a naturalizar la rutina de la difamación, la deformación, la demagogia y la desinformación programática a lomos de medios y pseudomedios hiperventilados y partidos con la vocación de Estado adormecida. El objetivo explícito de esta visible escalada (con el punto álgido de unas diligencias contra Begoña Gómez, mujer del presidente, declaradas secretas y basadas en recortes de prensa) no es ni remoto ni enigmático, sino muy preciso: cancelar política y personalmente a un gobernante para forzar la reapertura anómala del proceso democrático y convocar elecciones anticipadas.
El fin último reside en reparar la frustración del 23 de julio, cuando la mayoría de las casas demoscópicas, no todas, pronosticaban un gobierno de coalición distinto al que armaron armar PSOE y Sumar, es decir, la alianza entre el PP y Vox con Alberto Núñez Feijóo en la presidencia y Santiago Abascal en la vicepresidencia. Pero no sucedió, como no había sucedido en 2004, cuando José María Aznar designó a dedo a un sucesor, Mariano Rajoy, cuyo destino era el relevo natural del refundador del PP y tampoco salió bien porque gobernó contra pronóstico José Luis Rodríguez Zapatero. Y desde el primer día se reanudó una campaña de desestabilización sistemática con el gran bulo del 11-M por bandera, en la estela de las prácticas desestabilizadoras del mismo Estado (según uno de los participantes, Luis Maria Anson) que activó el llamado Sindicato del crimen desde 1993 para acabar con Felipe González en 1996.
El marco de la actual ofensiva es la continuidad de una práctica político-mediática fácilmente identificable desde hace tres décadas y en los últimos años atronadoramente multiplicada gracias a la existencia de pseudomedios digitales y activistas en redes sociales. Incluso el menos avezado analista de medios sabrá distinguir entre todo lo publicado aquello que representa la tarea de fiscalización del poder propia del periodismo (y al poder la obligación de encajarlo) frente al caudal de mentiras o informaciones insidiosas que inmediatamente y sin comprobación alguna se convierten en argumento para la oposición política.
Pero probablemente la carta tiene un primer y elemental sentido que escapa a la rebatiña política porque no elude su naturaleza emocional, personal y subjetiva, casi un ejemplo de manual de nueva masculinidad y comunicación social del poder armonizada con la época. Tanto el tono como la decisión de escribirla y difundirla traslada de forma directa la excepcionalidad democrática que vive la sociedad española hace seis meses. Esa excepcionalidad no reside en el hecho de que la ley de amnistía obtenga en el Parlamento los votos necesarios para salir adelante, sino en la persistente y metódica descalificación personal y política de un gobierno, su presidente y todo su entorno, por haber frustrado los planes fraguados tras el resultado de las autonómicas y municipales de mayo de 2023. Abatir la continuidad de una frágil mayoría parlamentaria es el objetivo declarado de la agitprop ultra sin escrúpulos y, sobre todo, sin ningún riesgo ni penalización de ningún tipo pese a difundir mentiras, bulos y engaños puros.
La carta de Pedro Sánchez es políticamente atípica porque es profundamente atípica en democracia una escalada tan desenfrenada como la desencadenada por buena parte de la derecha política y mediática española desde el 23 de julio. Los antecedentes, avisos y alertas han estado ahí desde hace mucho tiempo, pero quizá era necesario un gesto de silencio y rumia abstraída como el del presidente para que atruene la evidencia de un envilecimiento democrático cuyo único beneficario es la antiinstitucionalidad de la ultraderecha y sus temerarios aliados. Jordi Gracia es escritor.













Sobre Sánchez y el progresismo europeo. Especial 2 de hoy sábado, 27 de abril

 






Pedro Sánchez y los progresistas europeos
SAMI NAÏR
27 ABR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Los ataques contra el honor y la familia del presidente Sánchez, los insultos, las fake-news, las calumnias, la utilización de las redes sociales para aniquilar su vida privada por incapacidad de vencer al adversario en la democracia, son la cara podrida de la época que vivimos bajo la tempestad de la extrema derecha. Es particularmente grave que un dirigente tan avezado llegue al punto de barajar abandonar la vida política por acoso, precisamente por el vínculo democrático: el peligro pesa ahora sobre cada uno. Ese hostigamiento es una forma nueva de demostración de la retórica del odio.
Desde una mirada progresista europea, la figura de Pedro Sánchez es realmente singular. He aquí un joven mandatario que, frente a enemigos sin cuartel, ha ampliado la gobernabilidad española a sectores que se encontraban alejados del pluralismo parlamentario por ser considerados extremistas cuando, en realidad, representan capas sociales dañadas por la crisis económica, carentes de formaciones políticas para representarlas; asimismo, ha apostado por el diálogo entre todas las comunidades y el Estado, es decir, por un país reunido y no dividido. Es una política que se percibe con claridad desde fuera y se pone en valor. No se trata aquí de registrar un catálogo de los logros internos conseguidos, desde 2019, en condiciones muy difíciles: basta con recordar que España ha sido ejemplar en su gestión de la Covid, y que, tras el retorno del crecimiento, hoy es el país económicamente más dinámico de Europa, manteniendo en la plantilla vital los derechos sociales reconocidos estos últimos años.
La aportación del impulso español se ha manifestado también, y de manera muy acusada, a escala europea e internacional. Ha marcado decisivamente el escenario europeo de defensa de un modelo de desarrollo social-ecológico, feminista y centrado en la diversidad. El ejemplo español está siendo observado y secundado por activistas ilustrados en toda Europa (políticos, intelectuales, movimientos asociativos, etc.)
Por otra parte, con la tragedia israelí-palestina, Pedro Sánchez ha levantado la bandera de la justicia y del derecho internacional, condenando firmemente tanto los atentados terroristas contra los ciudadanos israelíes por el Hamás como la destrucción potencialmente genocida de Gaza y de los civiles palestinos por el gobierno extremista de Netanyahu. Y, añadiendo los hechos a las palabras, ha pedido el alto el fuego y liderado la petición para la creación de un Estado palestino al lado de Israel. No hay otro jefe de Estado en Europa que lo haya hecho con tanta dignidad y valentía. Ha permitido a España ser una potencia respetada y fuerte. Para muchos europeos progresistas, el símbolo que encarna trasciende su propia personalidad: una forma de hacer política y de defender valores solidarios y humanistas en un momento histórico caracterizado por el retorno de la extrema derecha, del odio y del peligro de la guerra en Europa. Es el último gran dirigente progresista europeo en el poder; solidarizarse con él frente a lo intolerable es reafirmar el valor de la democracia. Sami Nair es filósofo.











Sobre Sánchez y los jardines. Especial 1 de hoy sábado, 27 de abril

 








Sánchez o el monstruo de los jardines
JOSÉ MARÍA LASSALLE
27 ABR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Que un presidente abandone el timón del Gobierno para decidir si continúa en su puesto es algo inédito. Sobre todo, ahora, cuando no se admite ningún impasse porque la aceleración que vive la política es estructural. Le obliga a desarrollarse en tiempo real. Pensar con calma antes de decidir es inhabitual. La lógica de la aceleración, según Hartmut Rosa, empuja nuestras vidas de forma automática hacia delante y cada vez más deprisa, aunque no sepamos hacia dónde encaminamos nuestros pasos. Padecemos un scrolling permanente. Este anestesia la atención y debilita el sentido de lo que hacemos. Salir de este automatismo y pedir tiempo muerto es algo inaudito. Tanto que una inteligencia artificial jamás lo aconsejaría con su inteligencia estadística. Al imitar el cerebro reptiliano de los políticos de nuestro tiempo, maximizaría la utilidad eficiente del poder que ejercen. Lo harían, además, con los menores costes y riesgos posibles. Entre otros, no publificar las debilidades que sufren en sus cargos, pues iría en el sueldo llegar llorados a ellos.
Basta leer la carta que el presidente Sánchez hizo circular el pasado miércoles para comprender que nunca la hubiera redactado una IA generativa. Solo él o un equipo reducido de speech writers de confianza personal, podría redactar una pieza tan elaborada sutilmente sobre los motivos por los que piensa si dimite, o no. El texto habla desde el cerebro del mamífero que aloja el ser humano. También cuando es político. Apela a los cuidados y compromisos personales que están por encima de las ambiciones y responsabilidades profesionales. Si quisiéramos acertar en sus propósitos finales, tendríamos que salir de interpretaciones basadas en argumentarios partidistas y mediáticos. Incluso cuando estamos ante un conflicto por entregas que parece replicar el guion de una serie televisiva turca. También habría que eludir los análisis de impacto sobre la incidencia que pudiera tener sobre las elecciones en Cataluña y Europa, así como cualquier lógica de prospectiva sobre la continuidad de la legislatura o la sucesión futura de la presidencia del Consejo de la Unión. Máxime cuando hay quien ve que competirían António Costa y Pedro Sánchez.
Si retiráramos estas capas que recubren la analítica de la literalidad de la carta y sus circunstancias, ¿qué nos queda? Un gobernante que desnuda su intimidad a toda la nación. Lo hizo Marco Aurelio, pero con la distancia virtuosa del estoicismo que no tiene Sánchez. Este nos enseña su talón de Aquiles en tiempo real y a través de X. Nos pone la llaga para que metamos los dedos en el conflicto que desgarra sus sentimientos personales. Al hacerlo nos plantea una cuestión de confianza. Pone a juicio su credibilidad política y se apoya para ello en el pathos del conflicto moral que provoca a un jefe de gobierno ver cómo la mujer amada es blanco de una supuesta estrategia de lawfare contra él. De este modo, todos los debates que han pesado sobre la legislatura se encarnan en la encrucijada ética que sufre personalmente. Un matiz que le sitúa dentro de las coordenadas conflictivas de la condición humana y que lo convierten en un héroe democrático que es puesto a prueba en sus fundamentos biográficos.
¿Cuál será el desenlace? Tendremos que esperar al lunes, aunque tendrá que estar a la altura de las expectativas creadas alrededor de la autenticidad de lo que está viviendo y nos hace vivir con él. Creamos o no en lo que dice, todos somos interpelados empáticamente con una duda razonable sobre el fondo de sinceridad que acompaña el dilema moral que exhibe delante de nuestros ojos. Se juega con valentía su futuro a un todo o nada que pivota sobre la autenticidad de lo que sufre.
Si dimite, hará algo excepcional que convertirá su decisión en una leyenda. Dejará al país en una situación de interinidad en plenas elecciones catalanas, pero podrá ganarlas como El Cid cuando conquistó Valencia estando muerto. En cambio, si continúa, tendrá que acertar muy bien a la hora de explicar por qué ha disipado en cuatro días las dudas que le hacían vulnerable el pasado miércoles y qué garantías tendremos de que no volverá a padecerlas en el futuro. Un escenario que, más allá del reforzamiento interno, lo situará bajo una sombra de inautenticidad y victimismo que pesarán como una incómoda losa de sospecha sobre su credibilidad. Por eso, no hay que descartar que, finalmente, recurra a la cuestión de confianza. En ella se jugará su futuro al vincularlo a la honorabilidad ética de su persona. Otro todo o nada, que versaría sobre la autenticidad de la política a través de dónde están sus límites, su sentido y su propósito ético. Sobre todo, ahora, cuando nos amenaza la polarización con destruir la formalidad institucional de la democracia liberal con la consagración definitiva del populismo. Un debate sobre la autenticidad que podría inspirarse en el reciente libro de Lipovetsky o en El monstruo de los jardines que tiene en cartel el Teatro de la Comedia. Recomiendo verlo, pues aparte de disfrutar de un Calderón excepcionalmente interpretado, podrá verse el conflicto que vive Sánchez a través del Aquiles al que se obliga a elegir entre el amor o el destino. Si abrazara este último, nuestro presidente irá directo hacia la apoteosis democrática.
José María Lassalle fue secretario de Estado de Cultura y de Agenda Digital entre 2016 y 2018, en gobiernos de Mariano Rajoy. Acaba de publicar el ensayo Civilización artificial (Arpa).











De Sánchez y el caos

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Con su carta, comenta el escritor Ignacio Peyró en El País, el presidente vuelve a tomar la iniciativa y recoloca las piezas en el tablero, igual que tras las generales de 2023. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











Solo Sánchez reina sobre el caos
IGNACIO PEYRÓ
25 ABR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Después de su carta a la ciudadanía, podríamos bromear con que Sánchez sabe hilar como nadie puentes y moscosos, apuntar que tenemos el primer presidente de la historia que se retira de ejercicios espirituales o mostrar, en fin, nuestra envidia por alguien que ha realizado el sueño dorado de la contemporaneidad: renunciar por unos días a nuestra agenda pública y, si me apuran, a la privada también. Pero la ligereza no solo es una rareza entre nosotros; también es un motivo de reproche en tanto implica el frío de la distancia en un momento de duelo a garrotazos. En un momento en que no solo no se nos permite ser árbitros, sino que únicamente podemos ser “observadores comprometidos” —como quería Aron— en la medida en que ese compromiso sea la identificación indubitada con un contendiente. La opinión deja así de ser crítica para ser solo militante y toda voluntad de comprensión o descripción será sospechosa de angelismo. España lleva unos años encadenando una excepcionalidad tras otra y una taquicardia tras otra, pero la gravedad de un momento inédito aconsejaría no encanallar ni encanallarse o, al menos, que los actores institucionales dejen por un momento de tuitear a la yugular. Por supuesto, esto es como exigir la paz en el mundo canturreando Imagine, pero es una inocencia en la que hay que afirmarse: el envenenamiento de la esfera opinativa tiene efectos que estamos acusando ya. Lamentablemente, hay que concluir, con más melancolía que sorpresa, que quizá de lo que se trata es de eso. Y, por lo que hemos visto en estos últimos años, quien reina sobre este caos siempre es Sánchez.
Con la carta a la ciudadanía, Sánchez vuelve a tomar la iniciativa y recoloca las piezas en el tablero al igual que —por buscar los precedentes más cercanos— tras las generales de 2023. La coartada sentimental puede ser verdad o mentira, aunque cuesta creerla en el político que, tras hacer una leyenda de su capacidad de sobrevivir, tiene una piel de incomparable resistencia a la abrasión. Y sería de agradecer que la empatía —pienso en los acosos a Barberá o Arrimadas— nunca vaya por barrios ideológicos. Pero es una coartada muy útil en un momento de áspera pugna electoral con las elecciones catalanas y europeas en semanas. Muchos votantes se verán seducidos por su desacostumbrada dimensión afectiva. Su propio partido correrá, como ya se ha visto, a compactar las filas en torno al presidente para enaltecer su liderazgo. Además, la percepción de un ataque inicuo a su figura —y a su familia— servirá también para que la izquierda de la izquierda, ahora mismo desorientada, se vea tentada a dar su apoyo al bastión más visible en la lucha contra las fuerzas de la reacción. Las propias elecciones catalanas cobran de esta manera una dimensión más nacional y, por tanto, más favorable para él. Y distrae la atención de las investigaciones judiciales —y de las comisiones parlamentarias— para redirigir la sospecha a una oscura alianza entre jueces, medios y partidos. La propia estrategia de zarandeo de la oposición queda desarbolada. Y durante unos días o semanas, el presidente centra toda la conversación pública en sí mismo. Mi vaticinio: no dimitirá, sino que buscará erigirse de nuevo como adalid del progresismo frente a “la derecha y la ultraderecha”. Le ha funcionado hace bien poco. Puede volver a funcionarle ahora: ya sabemos que sobre el caos solo reina Sánchez. Otra cosa es que nos merezcamos este caos. Ignacio Peyró es escritor y director del Instituto Cervantes en Roma.





 






















[ARCHIVO DEL BLOG] De profesión, activista. [Publicada el 18/05/2017]












Según el Diccionario de la lengua española de la Real Academia un activista es un militante de un movimiento social, de una organización sindical o de un partido político que interviene activamente en la propaganda y el proselitismo de sus ideas; una persona que practica la acción directa frente a la pasividad. Tomado el término en su acepción señalada, ni por asomo me considero un activista; y político muchísimo menos, aunque a algunos les pueda parecer lo contrario. Me limito a denunciar en lo que puedo las injusticias del mundo, y sobre todo, la estupidez de que hacen gala orgullosa algunos elementos que se consideran asimismo como pertenecientes a la especie Homo Sapiens (bípedos pensantes). Dentro de un orden, eso sí, pues la violencia, ni siquiera la dialéctica, está dentro de lo que podríamos denominar mi ADN personal. Es lo que hay, y no lo puedo remediar
El compromiso del activismo exige integridad práctica, disposición a asumir costes personales e implicarse por buenas razones. De entrada, debe ejercerse sin invocarse. Algunas virtudes se desbaratan cuanto se ostentan, dice el profesor de la Universidad de Barcelona Félix Ovejero en un reciente artículoLa virtud no hace ruido, dice en él. Algunas virtudes incluso se desbaratan cuando se ostentan. No cabe invocar la modestia sin desmentirse. Con el compromiso sucede algo parecido. El activista entrega sus talentos o su tiempo a una causa. Por amor al arte. Por eso, me desconcertó leer a un firmante de no recuerdo qué manifiesto presentarse como “activista”. Me parecía, además de innecesario por redundante —dada la naturaleza del acto de firmar—, un tanto indecoroso, como si blasonara del “compromiso”, como si flaqueara el arte por el arte. Definitivamente, no era mi idea de activista, aunque había conocido a algunos que, hasta edades impropias y sin que se les conozcan otros oficios, han ejercido como “activistas”, incluso recibiendo subvenciones por ello.
Desde entonces, sigue diciendo, he seguido la pista al activismo como mérito y, sin descartar sesgos, la cosa ha ido a mayores y peores. He encontrado currículos profesionales y fichas de alumnos en donde “activista” aparecía como ocupación. Incluso hay un concejal de las CUP en mi ayuntamiento que basó en el activismo un currículum oficial subjuntivo. No contaba lo que era, sino lo que podía haber llegado a ser. Algo así como: “yo iba para Nobel pero se interpuso el sistema, me entregué a luchar contra él y me atasqué”.
Como, a mi parecer, el activismo es cosa seria, añade Ovejero, creo que se impone alguna precisión sobre qué es el activismo, el defendible, aunque solo sea para protegerlo de ciertos activistas. Desde luego, el compromiso sin más no lo hace bueno. Los del KKK o los chicos de la gasolina, que tanto apreciaba el PNV, empleaban mucho tiempo en defender de manera miserable sus indecentes causas. El activismo digno de elogio es algo más que actuar de acuerdo con lo que se cree. Los independentistas que, con la tolerancia de las autoridades académicas, intimidan en la UAB a los jóvenes de Societat Civil Catalana, sin duda acompasan su vida con su pensamiento y están, por así decir, a la altura rastrera de sus convicciones rastreras. Son coherentes en un sentido en el que, por ejemplo, no lo es el diputado Espinar en su consumo de refrescos. Pero, ciertamente, no parece que estemos ante conductas valiosas. No basta la integridad práctica.
Algo que impide otorgar mérito a los casos citados, añade, es su bajo coste. Resulta difícil apreciar un comportamiento que cuenta con la complacencia de las autoridades. El coraje resulta prescindible a favor de la corriente. Los activistas mencionados únicamente asumen el coste del tiempo empleado, lo que dejan de ganar por no dedicar esas horas a otras actividades. Su coste de oportunidad. No pocas veces ese coste no existe, porque no tienen nada mejor que hacer o, incluso, es negativo, una inversión en una carrera política. Sobran los ejemplos.
El coste de oportunidad, continúa diciendo, de quien no tiene oficio es cero. Al dedicarse al activismo —o a la política profesional, a estos efectos es lo mismo— solo asumen costes quienes renuncian a ingresos superiores a las nuevas retribuciones. La diferencia, lo que dejan de ingresar, es una medida de las convicciones, del compromiso. Lo que dejan de ingresar o lo que pueden perder, lo que arriesgan. Por cierto, entre nosotros hay activistas insuperables: aquellos conciudadanos —entre ellos, destacadamente, los militantes vascos del PP o del PSOE— que se jugaban la vida por la democracia de todos. Lo apostaban todo.
El olvido del coste de oportunidad, señala más adelante, produce distorsiones cognitivas y valorativas. Por ejemplo, cuando, con precipitación, se elogian los fervores moralistas que tanto se exhibieron en recientes campañas electorales: alcaldes en metro; rebajas de sueldo; renuncias a coches oficiales, etc. Una política gestera que, de facto, suponía una mala asignación del tiempo y, por tanto, del dinero público. Por supuesto, al final, se impusieron las necesidades prácticas y los fervores duraron lo que duraron, contribuyendo en más de una ocasión a saturar con un plus de hipocresía a la imprescindible en las actividades públicas, como sucedió con aquellas autoridades que escondían el coche oficial a dos manzanas del acto al que acudían. Ante la imposibilidad de mantenerse a la altura de exigencias imposibles, la duplicidad moral asoma. Al final, con las mejores intenciones, la nueva política, en su enfático moralismo, recala con frecuencia en la superioridad moral, esa variante del fariseísmo que tanto complica el debate democrático: si uno se siente esencialmente mejor no cree que le deba razones a quienes no juzga a su altura.
Con todo, comenta, si queremos elogiar al activista, no basta ni con la integridad práctica, con que la vida acompañe a las ideas, ni con la disposición a asumir costes. Un terrorista suicida se compromete con lo que piensa y, ciertamente, asume costes. Se necesita algo más: tomarse en serio, comprometerse por buenas razones, no, por ejemplo, por no quedar a la intemperie. En un libro dedicado a reconstruir la idea de intelectual comprometido, me referí a un afán de integridad intelectual que añadir a la integridad práctica, un afán del que carecen el intelectual frívolo o el sectario justiciero. Ante todo, reclama satisfacer ciertas autoexigencias epistémicas: permanecer alerta ante las complicidades de la tribu; buscar fiables fuentes; discutir la mejor versión de las ideas contrarias; disposición a atender toda la información, especialmente la que no se ajusta al propio guión. Son reglas comunes a la actividad científica que cobran especial importancia para el intelectual “comprometido”: mientras en la ciencia la desidia propia se corrige con la vigilancia colectiva, en su caso, el quehacer inevitablemente solitario y la naturaleza mudadiza y menos perfilada de los asuntos invitan a las trampas al solitario. Se las ha de imponer a sí mismo. Ha de tomarse en serio.
Por supuesto, señala, no cabe pedir a quien se compromete en una causa lo mismo que a quien opina en papel impreso. Pero sí creo que cabe una exigencia negativa: mientras no se apueste por la integridad intelectual, mejor no invocar la integridad práctica, mejor evitar ese estilo, de camisa vieja, que descalifica a los otros con un “yo estaba en la calle… así que usted mejor se calla”. Sobre todo si la sobreactuación ahora llega desde un cargo público.
De momento, concluye diciendo, me conformaría con que el activismo se ejerciera sin invocarse. Ni golpes en el pecho ni superioridades morales. De otro modo, si el activismo acaba en manos de ciertos activistas de oficio, resignadamente, habrá que coincidir con Pascal en su melancólica reflexión: “La mayoría de los males les vienen a los hombres por no quedarse en casa”. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt